lunes, 23 de junio de 2014

EL OJO VIRGEN. Lumiere, Melies y Chomón en los primeros balbuceos del lenguaje cinematográfico

El ojo virgen
Lumiere, Melies y Chomón en los primeros balbuceos del lenguaje cinematográfico






Me gusta un cementerio de muerto bien relleno, como a Espronceda, pero también esos momentos mágicos del nacimiento de un lenguaje artístico. Cuando el creador, entonces tal vez sólo artesano, va deletreando las primeras letras del alfabeto particular de su arte y cuando el espectador, oyente o lector, contempla maravillado con su ojo virgen lo que nunca antes había visto. Hablo de aquel ojo virgen que se enfrentó por primera vez con un búfalo dibujado en una cueva prehistórica, o que observó en América al primer conquistador con armadura de hierro montado en un caballo, o al africano que asistió asombrado al primer aterrizaje de un avión junto a su cabaña. Un ojo virgen que sintetiza todas las miradas nuevas sobre cosas que hasta entonces desconocía la retina, sobre cualquier descubriendo de cualquier tipo que abre nuevos horizontes al pensamiento, el conocimiento y la sensibilidad humanas.  

Estos días, que he andado metido en cosas de cine siguiendo a los personajes femeninos de John Ford no he podido menos que recordar otro ojos virgen, el que aquella persona desconocida que un 28 de diciembre de 1895 se sentó en una sala oscura del Gran Café des Capuchines de París junto a otros ojos vírgenes, a los que no ve pero de los que siente la presencia, con los que comparte la maravilla increíble que sale de una sábana blanca: el mundo en movimiento. El ojo virgen compartiendo el asombro, la sorpresa, la admiración, e incluso el miedo a que esas figuras gigantescas que se abalanzan desde la pared acaben por aplastarnos. El ojo virgen abierto a lo desconocido.

Hay formas artísticas, las clásicas, que vienen recorriendo la historia de la humanidad desde sus albores, con un trayecto tan largo que hace complicado imaginarse cómo pudo reaccionar cualquier de las personas que las contemplaron por primera vez; otras, sin embargo, tienen su nacimiento casi al alcance de nuestra memoria, como el cine y todas las artes audiovisuales que de él han nacido. Nadie puede ya sentir aquel deslumbramiento, aquel temblor, ante la magia de las imágenes en movimiento sobre una sábana, pero si hacemos un esfuerzo aún podemos acercarnos a conocer qué vivieron los que lo vivieron directamente.

Para llevar a cabo este gratificante ejercicio de introspección, recomiendo ver las películas que enlazo a ser posible a oscuras y cogidos de la mano de un novio o novia, madre, padre o familiar diverso, vecino, mendigo invitado para la ocasión o hermanita de la caridad que no tenga necesitado que atender. No es una invitación a la promiscuidad cinematográfica, es sólo por la compañía, para hacerse a la idea de estar en aquel viejo teatro de variedades de París. Y una vez cómodamente aposentados y en buena compañía, dejar que la retina vaya olvidando todas las imágenes almacenadas a lo largo de años de películas, secuencias y planos hasta retomar su inicial condición de ojo virgen.



Los hermanos Lumiere. El mundo se mueve en una sábana



“Yo nací –¡respetadme!—con el cine.
Bajo una red de cables y de aviones,
cuando abolidas fueron las carrozas
de los reyes y al auto subió el papa.”

(Rafael Alberti
“Carta abierta”. Cal y canto, 1929)



Obreras saliendo de la fábrica Lumiere de Lyon (1895)


Auguste y Louis Lumiere habían nacido en la localidad francesa de Besançon en 1862 y 1864 respectivamente. Acostumbrados desde niños a moverse entre imágenes y emulsiones en el taller fotográfico que había montado su padre al retirarse de la pintura, que había ejercido como retratista, e interesados por la ciencia, físico uno, biólogo el otro, reaccionaron a la invitación paterna de mejorar el ya existente kinetoscopio inventando un artilugio que servía al doble efecto de filmar imágenes móviles y de proyectarlas sobre una superficie blanca mediante un rayo de luz, sacándolas así de la caja con agujeros en que las habían encerrado Edison y otros predecesores en el desafío.

Aquello fue, como es fácil imaginar, la maravilla de las maravillas, el ilusionista sacándose de la manga multitudes que surgían de la pared y avanzaban y avanzaban. Los Lumiere, tan avispados en general, incluso para los negocios, desconfiaron de las posibilidades comerciales de su invento, que pronto desecharon para seguir en la fotografía, su rentable empresa familiar. Fallecidos ya pasada la mitad del siglo XX tuvieron tiempo de comprobar lo equivocado de su juicio. No sabemos si llegaron a lamentarlo.

Entre las 10 breves películas que se proyectaron en París aquel 28 de diciembre de 1895, que apenas tardaron cinco meses en llegar a Madrid el 13 de mayo del año siguiente, están ya, aunque sea balbuceantes, algunos de los elementos fundamentales de ese arte del siglo XX que dieron en llamar cinematógrafo. Elementos que hoy en día, ya con un buen recorrido histórico a las espaldas, es posible detectar, por encima del asombro inicial que pudieran producir en su momento.

Llegada de un tren a la La Ciotat (1895)

En las primeras cintas que rodaron, especialmente en “Salida de los obreros de la fábrica Lumiere de Lyon”, que no debería ser de los “obreros”, sino de las “obreras”, dada la cantidad de mujeres que aparecen en el plano, y “Llegada de un tren a La Ciotat”, se considera que se encuentran los primeros documentales de la historia del cine, aunque cabe preguntarse si aquellos escasos 33 espectadores que asistieron a la proyección por lo que quedaron deslumbrados fue por la realidad que retrataban las imágenes o, más bien, lo que provocó su fascinación fue el simple hecho de que se movieran. Y de que fueran tan grandes. Y de que se movieran. El espectáculo en suma.

También figuran entre ellas, en un intento de reflejar la vida de manera más compleja que poniendo simplemente la cámara y dejar que la realidad pasara por delante de ella, la primera dramatización de la historia del cine, “El regador regado”, una leve broma con un jardinero, un niño y una manguera.

El regador regado (1895)

Igualmente figuraba entre ellas “Demolición de un muro”, en la que los Lumiere introdujeron el que se considera primer truco cinematográfico: esa pared que, después de ser derrumbada a golpe de pico, se reconstruye sola por el simple mecanismo de invertir el orden de las imágenes, dando marcha atrás al movimiento de la escena. Un mínimo apunte sobre el que sus continuadores encontrarían materia para reflexionar en las décadas siguientes sobre las posibilidades del nuevo arte, que aún era sólo atracción de barraca de feria.


Demolición de un muro (1895)


Georges Melies. Un contador de historias


JOVEN: ¿A quién tengo el honor de saludar?
BUSTER: (Con una reverencia.) A Buster Keaton.

Federico García Lorca
“El paseo de Buster Keaton”




Ilusionista, director de teatro y actor antes que cineasta, Georges Melies (1861/1938) había aprendido sobre las tablas lo que luego llevó a las nacientes pantallas cinematográficas: la narración de historias a través de la acción de personajes inventados, para lo que se basó con frecuencia en novelas preexistentes, fueran de Julio Verne, como en el “Viaje a la luna”, o de los hermanos Grimm, a los que tomó prestada su Cenicienta para hacer dos versiones, una de cinco minutos en 1899 y otra de 23 en 1911. Fuera la de una duración u otra, a eso se le llama capacidad de síntesis, algo que también tendrían que estudiar los cineastas de décadas futuras.

Cinderella. 1899

Melies descubrió su vocación de cineasta en aquella primera proyección de los Lumiere, a la que acudió invitado por los propios hermanos y de la que debió salir enganchado. Aunque sus primeras filmaciones, que estrenó el 5 de abril de 1896 en su propio teatro, bebieron de las fuentes documentales de Auguste y Louis, pronto se dejó llevar por su pasado teatral, explorando territorios nuevos en los que fue capaz de unir sus experiencias interpretativas y narrativas como actor y director teatral con las mágicas del ilusionista que era. Entre unas cosas y otras se sacó de la chistera los géneros cinematográficos casi al completo en las más de 70 cintas que rodó hasta 1913, cantidad que supera con mucho la de sus iniciadores.

Entre tan amplia producción pueden encontrarse historias de ciencia ficción (“Viaje a luna, ”, 1902,  o “El viaje a través de lo imposible”, 1904), de aventuras (“El mosquetero de la reina”, 1909 o “Veinte mil leguas de viaje submarino”, 1907), fantásticas (“Las alucinaciones del Barón de Munchausen” (1910), sobre parábolas morales (“El viaje de Gulliver a Lilliput y al país de los gigantes”, 1902, o “Fausto en los infiernos”, 1903), biografías y reconstrucciones históricas (“Cleopatra”, 1899, o “Juana de Arco”, 1900, “Guerra de Cuba y explosión del Maine en la Habana”, 1898, El rally París-Montecarlo en dos horas”, 1905), denuncias políticas (El caso Dreyfus”, 1899),  de terror (“El inquilino diábolico”), cómicas (”Los bigotes indomables”, 1904, o ) o costumbristas (“El viaje de la familia Bourrichon”, 1913). De haber realizado un western, un thriller y una comedia del destape español tendríamos ya la historia completa del cine en su filmografía.


Viaje a la luna (1902)


Segundo de Chomón, alquimista de imágenes


“En sábana tendida
de agua feliz dispuesta en un cuadrado
–alerta, no dormida:
el pulso acelerado—
escucha Circe el viento enamorado”

Francisco Ayala
“A Circe cinemática” Indagación sobre el cinema. 1929.


Los Kiriki, acróbatas asiáticos (1907)

Cuentan las crónicas que el primer cinematografista (qué palabra tan bonita) español fue Fructuoso Gelabert, que cuando aún no había doblado la esquina el siglo XX rodó “Salida de la misa de doce de la Iglesia del Pilar de Zaragoza”, la primera cinta patria, y después “Riña en un café”, la primera película española con argumento, a la que siguió una abundante filmografía. Sin embargo, a la hora de recordar a un compatriota realmente significativo en estos albores del cine he preferido fijarme en Segundo de Chomón, cuya obra, más breve, considero más interesante e ilustrativa de lo que fueron aquellos primeros balbuceos del arte cinematográfico en España, con aportaciones sustanciales al lenguaje de las imágenes en movimiento que tuvieron influencia en todo el mundo, una influencia aún detectable en tantas cosas que se siguen haciendo hoy en día. En publicidad, por ejemplo, por no hablar de cumbres más altas.

Métamorphoses (1912)

Soldado en la guerra de Cuba, en la que fue escribiente, dibujante y telegrafista, aunque nunca combatiera contra los mambises, Segundo de Chomón, hijo de médico, había nacido en Teruel en 1871, y quién sabe si por espíritu de aventura o hambre emigró muy joven a París. Allí aprendió el oficio como ayudante de Melies, para el que ideó un sistema de coloreado de los negativos, que no satisfizo al maestro, pero que llamó la atención de su productora, la mítica Pathe, que le contrató y para la que realizó alrededor de 150 películas sólo cuatro años.

Tal vez se podría decir que Segundo de Chomón fue, ante todo, un técnico, lo que hoy sería un especialista en efectos especiales, y en condición de tal participó en rodajes históricos, creando trucos de cámara y fantasías visuales para películas que como el “Napoleón” (1927) de Abel Gance o la italiana “Cabiria, que rodó en 1914 Giovanni Pastrone con guión del poeta Gabriele D’Anuncio, ejercieron importantes influencias sobre los muchos filmes espectaculares que les seguirían. Para el cine industrial español dejó la secuencia de la pesadilla erótica de Conchita Piquer en “El negro que tenía el alma blanca”, que Benito Perojo filmó en París en 1927.

Esa condición de técnico, de inventor, no le impidió ser, sobre todo en sus películas, un auténtico creador. Al contrario, en un arte creado con máquinas, del que la técnica es cualidad indisoluble, fue esa inventiva mecánica la que le otorga una categoría artística de primera magnitud. Sus trucos sugerentes, creativos y llenos de imaginación, sus arriesgadas soluciones técnicas y de planificación, manejadas por un auténtico artista, siguen destilando hoy en día una sutil poética de lo imposible, en la que la imaginación y la magia abocan a la maravilla. Después de muchos años de olvido, casi un siglo, bien pudieron comprobarlo los espectadores españoles que en 2009 asistieron a alguna de las representaciones en las que el excelente pianista Jordi Sabatés ponía el fondo sonoro a las películas del aragonés. Como en estos dibujos animados, que parecen sombras chinescas pero no lo son:

Jordi Sabatés pone música a Segundo de Chomón

Al ver estas imágenes no puede uno dejar de pensar que en ellas está ya todo lo que vendría después, más desarrollado, en las artes visuales contemporáneas. Desde Busby Berkeley y sus coreografías caleidoscópicas hasta el arte cyber y sus imágenes que cambian y se transforman. Tal vez hemos avanzado en la tecnología pero no tanto en el concepto. Quizás le hemos añadido palabras al lenguaje, pero su sustancia ya horadaba el ojo virgen de los espectadores en aquellos trabajos pioneros de los hermanos Lumiere, Georges Melies o Segundo de Chomón.

El hotel eléctrico (1908)



¿O será, tal vez, que los lenguajes no se crean ni se destruyen, sino que simplemente se transforman?


Bill Viola
Tristan’s ascensión (2005)






viernes, 13 de junio de 2014

PERSONAJES FEMENINOS EN EL CINE DE JOHN FORD (y 3)

Personajes Femeninos en el cine de John Ford (y 3)
La doctora Cratwright frente el ocaso de la civilización





Hay que ver cuánto le gustaba a John Ford empezar sus historias con alguien que llega a algún sitio, real o metafórico, que le cambiará. Así llega Ransom Stoddard a Shimbone, Sean Thornton a Innisfree, los hermanos Earp a Tombstone, la señora York y su hijo al campamento militar en el que sirve el marido, Eloise Y. Kelly al puesto de cazadores en África, Amelia Sarah Dedham a la isla de Haway o regresan Tom Joad y Ethan Edwards a sus respectivos hogares familiares.

También al comienzo de “7 mujeres” la doctora Cratwright llega a una misión cristiana femenina situada en un paramo de China; un territorio en el que, ante todo, habita la metáfora. Sin embargo, ese mundo cerrado no es, como en “El hombre tranquilo”, un paraíso perdido, ni un paraíso soñado, como en “La taberna del Irlandés”, ni siquiera el espacio de la reflexión histórica de “El hombre que mató a Liberty Valance”, sino directamente un infierno. El infierno del fin de la civilización y la invasión de los bárbaros.

En comparación con otras obras maestras de Ford no se ha escrito demasiado sobre “7 mujeres”. Quizás se deba a que durante demasiado tiempo se la consideró una obra hasta cierto punto menor, más valorada en Europa que en América, fruto de un encargo realizado con desgana ya en los años de decadencia física e intelectual del director. Poco entendieron, creo yo, quienes la denostaron o la ignoraron, la profundidad de la reflexión que propone, la sutileza de su trazo formal, la exactitud de su estructura dramática, y la hondura del hundimiento moral que evoca y del dolor que le provoca al director el evocarlo.

Hay, sin embargo, un punto en común en la mayor parte de los escritos sobre “7 mujeres” que he tenido ocasión de consultar. Casi todos suelen coincidir en señalar que con este filme el director quiso expresar y dar protagonismo al mundo femenino, que tan ausente había estado en producciones anteriores (a la manera en que en “El gran combate” había reivindicado, con mayor exactitud, a los indios americanos). No comparto en demasía ese análisis. En primer lugar, porque si el director no se había olvidado de la galería de imponentes mujeres que había retratado, especialmente las de sus últimos años a las que aquí hemos repasado, sabía bien en su fuero interno que ese tópico de la pretendida ausencia femenina en sus películas era falsa; pero también porque las razones por las que las protagonistas de esta última película de Ford debían ser mujeres se debieron, como espero si no explicar, al menos apuntar, no al deseo del director de contar una historia entre visillos, sino a necesidades argumentales y, sobre todo, metafóricas. De alguna manera se podría decir que aunque “7 mujeres”  no trata en profundidad de las mujeres, pero que no podría existir sin ellas.

Punto y aparte merece, naturalmente, la doctora, que en su momento adquirirá en estas notas el protagonismo que merece.

Es cierto que “7 mujeres” la protagonizan otras tantas actrices, a más de un actor que no pinta mucho, y que las situaciones que viven, sus formas de comportarse y las preocupaciones inmediatas que expresan son estrictamente femeninas; de tal forma que aparecen en el argumento apuntes de deseos lésbicos o la maternidad, que de ningún modo hubieran podido darse en un campamento del quinto de caballería acosado por los indios al pie de Monument Valley. Todo ello, sin embargo, no pasan de ser anécdotas, que no dejan otra huella en la historia y en el espectador que la circunstancial, que no definen un universo o una problemática específicamente femeninas, en las relaciones entre ellas o con el otro sexo, y que apenas alcanzan significado en el discurso moral que la película es.

 El espacio cerrado de la misión china --tan cerrado que fue construido en decorados, de los que no se sale hasta que finalizan los 87 minutos de la película-- está habitado por mujeres, pero no constituye “un universo” estrictamente femenino, sino, sencillamente, “el universo”, en el que lo que realmente está en juego es el peligro de desaparición de la civilización, occidental y cristiana, eso sí, cuestión que atañe por igual a hombres y mujeres. Por eso las cuestiones de fondo que expresan esas mujeres encerradas en una sociedad claustrofóbica son universales: la mezquindad y la generosidad, la esclerosis mental y el librepensamiento, la doblez y la sinceridad, la cobardía y el valor, el egoísmo y el espíritu de sacrificio, el miedo y la esperanza.

John Ford ya había realizado en “La patrulla perdida” (1934) un retrato de grupo acosado por una fuerza exterior a la que no llegan a ver; un escuadrón perdido del ejército británico durante la primera guerra mundial, asediado en un fortín perdido de Mesopotamia por un ejército de fantasmales árabes, que los van exterminando uno a uno hasta que cuando llega la patrulla de salvamento sólo queda vivo el sargento que interpreta Víctor McLaglen, tan estupendo como siempre. Entre ella y “7 mujeres” hay puntos de coincidencia, como el personaje del soldado interpretado en la primera por Boris Karloff, un fanático religiosa que en su progresiva obcecación y alejamiento de la realidad, que paralizan su capacidad de resistencia ante el peligro exterior, tantos puntos de contacto tiene con la señorita Andrews, la directora de la misión. Pero también existen numerosas diferencias, marcadas no solo por los 32 años que separan ambas producciones sino, sobre todo, por el distinto significado que el director le quiso dar a una y otra y los valores que pretendió destacar en cada una, que marcan la condición masculina o femenina de sus respetivos repartos.

En la primera, que aborda valores como la identidad de grupo, el heroísmo, el honor o los sentimientos religiosos, la acción se plantea a partir de la idea de resistencia hasta el fin al invasor, con el que los soldados mantienen un enfrentamiento directo, que deja abierta la posibilidad de esta salvación con la llegada final del escuadrón de refuerzo. En la segunda, más madura y, sobre todo, más amarga, esa posibilidad del enfrentamiento físico, guerrero, ha desaparecido, y toda resistencia aparece como imposible e inútil en una comunidad de mujeres que no combaten, sino que rezan. Lo que destaca en “7 mujeres” no es la capacidad de resistir, sino la impotencia para hacerlo, consecuencia del miedo que siente la comunidad en un momento de traumática desaparición de su sistema de valores, de su civilización, ante la invasión de los bárbaros, cuando la única posibilidad de supervivencia no es la resistencia, sino la huída. Tal vez por ello, al menos desde el punto de vista de Ford, entiendo yo que los personajes de “La patrulla perdida” tenían que ser masculinos y los de “7 mujeres” femeninos.



Algunos datos históricos a beneficio de inventario

Como creo que ya se ha dicho, la acción de “7 mujeres” transcurre en 1935 en el norte China, cerca de la frontera con Mongolia, un momento y un país convulsos (es voluntad expresa de director especificarlo con un cartel al comienzo). En ese año, la joven república surgida del fin del reinado de Puyi, el último emperador de Bertolucci, sumergida en una lucha violenta entre las fuerzas nacionalistas y comunistas, se enfrentaba también a la amenaza disgregadora de los señores de la guerra norteños, a los que pertenecen las bandas que amenazan la misión, situada, como lo estaba el Shinbone de “El hombre que mató a Liberty Valance”, en uno de esos territorios fronterizos que tanto le gustaban al director. Eso sí, en la primera, que trata de la historia, los contendientes que se enfrentan son el progreso, representado por la ley que contienen los libros de derecho de Stoddard, y el desgobierno salvaje de los rancheros, que acabarán vencidos ante el avance del nuevo orden establecido, mientras que en la segunda, que trata de la civilización, lo que está en juego es la supervivencia del mundo propio, de unos valores y principios morales amenazados de extinción por las salvajes y desconocidas hordas que llegan del mundo exterior y que terminarán por apropiarse de la misión religiosa. Pienso que la visión de Ford sobre el mundo no fue nunca tan amarga como en esta despedida.

Aunque no sirvan demasiado para bucear en las preocupaciones morales que impregnan el film, lo que más hay en él de significativo, tal vez algunos breves datos históricos puedan servir para clarificar el contexto en el que transcurre la acción y el de la producción de la película, dando luz tal vez sobre lo que movió al director a meterse en ese berenjenal, cuando era ya un hombre mayor y achacoso que mordisqueaba más de lo habitual su viejo, sempiterno y sucio pañuelo.

En 1935, año histórico de la película, el mundo estaba viviendo el preludio de lo que habría de ser una de las mayores encrucijadas de la humanidad. Estados Unidos andaba en trance de superar la gran crisis de finales de la década anterior gracias al New Deal rousveliano, del que Ford, en su etapa políticamente más progresista, había sido un convencido defensor, pero ya Mussolini había conquistado el poder en 1922 y Hitler acabada de conseguirlo hacía dos años. Faltaban por llegar, pero ya estaban llamando a la puerta, la sublevación militar en España, que estallaría el año siguiente y ante la que Ford se decantó apoyando a la República[1], y, sobre todo, la segunda guerra mundial, cuyo resultado, el triunfo de la civilización sobre la barbarie, sin duda tuvieron que reconfortar al director.

En 1966, año de producción del film, todo sueño de paz y convivencia había saltado otra vez por los aires, lo que sin duda tuvo sus consecuencias sobre un artista que, aunque su ideología se había ido derechizando progresivamente, conservaba intactos sus valores morales más profundos y su lucidez intelectual. El mundo estaba en plena guerra fría y las bombas atómicas constituían una permanente y creíble amenaza de total destrucción. El comunismo, que en la mente de muchos americanos, probablemente también en la de Ford, había sustituido al nazismo como modelo de bárbaro exterior, fuente de todos los males, había quedado en tablas en la guerra de Corea en 1953 y amenazaba de nuevo al imperio en Vietnam, en una nueva guerra que no sólo comenzaba ya a perderse, sino que había creado una profunda brecha en la propia sociedad estadounidense, provocando una lucha generacional de fuerte intensidad, en la que no sólo se cuestionaba una guerra lejana, sino el propio sistema de valores sociales, morales y vitales por el que Estados Unidos se venía regiendo desde su misma fundación. No cabe duda que un viejo conservador amante de las tradiciones como Ford no debía sentirse muy contento con la situación.

 Pero vamos, todo esto lo escribo a beneficio de inventario, porque en “7 mujeres” nada de ello está presente, a no ser, y eso es suposición, en la mente del director. En la película sólo existen la misión y los personajes que conviven en ella, con toda su carga simbólica, de los que no sólo se nos muestran sus evoluciones por el escenario siguiendo las pautas del drama, sino, sobre todo, los motivos y principios que mueven sus acciones, el carácter de su relación y cómo todo ello contribuye a la descomposición del grupo social que representan, y con él, de la civilización a la que pertenecen. También si existe salida o no y el precio que cuesta mantener la esperanza.



Llegó la doctora y mandó parar

Y ahora entra al fin en el escenario, iluminada por todos los focos de la sala, la doctora D. R. Cartwright (joder cuantas letras, ¡lo que cuesta escribirlo!), el personaje interpretado por Anne Bancroft, que al parecer no fue la primera opción de Ford para el papel, pero que debería haberlo sido, pues vista la película resulta imposible concebir otra actriz que hubiera podido darle mayor presencia y más alma al personaje.
Veamos la escena. Allí están, viviendo rutinarias sus atribuladas vidas, las misioneras y el marido de una de ellas, el cobarde y melifluo Charles Peter (Eddie Albert), que a favor del sentido de la película nos concederá la gracia de morirse cuando la cosa vaya más o menos por la mitad. Están esperando la llegada del nuevo médico de la misión, que aparecerá pronto, montado en un pequeño carruaje. Será toda una sorpresa, porque el nuevo doctor no es doctor, sino doctora. Y, además, menuda doctora.

D. R. Cartwright, de la que nunca llegaremos a saber a qué nombre real pertenecen las iniciales, es una mujer singular, que por primera y única vez representa en la filmografía de Ford un modelo femenino absolutamente contemporáneo, tanto en su aspecto físico como, y eso es más importante, como en cuanto a las ideas que expresa sobre la nueva mujer liberada y consciente, que irrumpió en todo el orbe a caballo de los siglo XIX y XX y que había tenido ya su primera y más completa expresión en “El segundo sexo”, génesis del feminismo contemporáneo que Simone de Beauvoir había establecido en 1949.

Desde su primera aparición en escena el espectador puede darse cuenta de que la doctora Cartwright es un personaje externo a la misión, distinta al resto de las mujeres que la conforman y ajena al mundo y las ideas que representan. Llegados a este punto no hay sino convenir que a Ford le gustaba sobremanera, como hemos visto en casos anterior, ensayar los nuevos personajes haciendo aparecer antecedentes de los mismos en películas previas, porque en ese momento se “7 mujeres” se puede pensar que la mujer que llega en el carricoche no es sino la reencarnación de la Eloise 'Honey Bear' Kelly de “Mogambo”. Como ella, su apariencia física está conscientemente masculinizada, tal vez como signo del asalto femenino a las convenciones que hasta el siglo XX los hombres habían fijado sobre lo que debían ser las mujeres y cómo debían mostrase ante ellos. “Una mujer puede valer tanto como un hombre”, admite en algún momento el hombrecito de la misión, a lo que la doctora responde con un escueto “más”.

A diferencia de las misioneras, embutidas siempre en sus muy femeninos, recatados y pudorosos vestidos, Cartwright viste pantalón, camisa de manga arremangada y chaqueta de cuero, mide el tiempo por un muy hombruno y moderno reloj de pulsera y lleva el pelo corto, aunque cardado. También, como Eloise, es una mujer sexualmente liberada, como demuestra la falta de remordimientos y de culpa con que recuerda su relación adulterina con un hombre casado, de la que lamenta no la relación, sino el hecho de que él la destrozara la vida al preferir seguir con su esposa en santo matrimonio en lugar de continuar con ella como amante. Hay, sin embargo, significativas diferencias entre ambas, que al ser expresadas aquí y allá a lo largo de la historia (¡ojo! nunca en un discurso explicativo de la evidencia que ya muestra la pantalla) configuran las características más reveladoras del personaje, aquellas, precisamente, que mejor le vienen para que funcione en el conjunto de la metáfora y que la hacen única en el conjunto de obra de Ford.

D. R. Cartwright, frente a todas las mujeres que la han antecedido (excepto, tal vez, la imperiosa capitana de empresa de “La taberna del irlandés[2]), no pertenece a un entorno rural, sino netamente urbano. Además, a tenor del año en que transcurre la acción, 1935, es de suponer que ha sido pionera de la presencia femenina en la universidad en la década de los veinte, años cruciales en el surgimiento del feminismo contemporáneo, que la doctora debió conocer en concordancia con su comportamiento, las creencias --o la falta de ellas-- y las ideas que expresa. Cartwright es descreída en el terreno religioso (no se levanta, como las demás, para rezar antes de las comidas), poco dada a respetar los convencionalismos sociales y las jerarquías (entra sin llamar en el despacho de la directora), experta y liberal en cuanto tiene que ver con el sexo y las relaciones amorosas (es la única que detecta la tensión sexual existente entra la directora Andrews y la joven Emma y no tiene reparos en confesar sus amores con un hombre casado), y, por último, es plenamente consciente de su valor como mujer y de las dificultades que para realizarse debe enfrentar en un mundo dominado por los hombres. El hecho de ser mujer --así lo explica en una conmovedora escena-- fue causa de que en Nueva York la relegaran a los peores destinos como médica, lo que, junto al desgraciado fin de su amor, la condujo a buscar refugio en la lejana China.

Todas estas características configuran no sólo una mujer contemporánea a los hechos que se narran, sino, ante todo, una mujer plenamente moderna; una avanzada en los cambios sociales y morales que iban a marcar la evolución de la mujer en el periodo transcurrido desde el tiempo histórico de la película hasta el de producción. No es de extrañar que su irrupción por sorpresa en la claustrofóbica misión provoque un auténtico terremoto que hace explotar todas las contradicciones internas, mezquindades, represiones e impotencias de la comunidad. El enfrentamiento entre la liberal, abierta y valiente doctora Cartwright y la reprimida, mezquina y temerosa directora Andrews focaliza la metáfora moral de la película, colocando frente a frente dos personalidades tan diferentes, representantes de dos manera bien distintas de enfrentarse al mundo y a la vida, lo que permite al director apuntar un amargo y desesperanzado análisis sobre la situación y el futuro de la civilización --occidental y cristiana, por supuesto--, enfrentada a la invasión de los bárbaros.

La llegada de la doctora también representa, a mi corto entender, una irrupción de la realidad, de las verdades del mundo existente fuera del decorado, en el universo cerrado, esclerotizado e inamovible, irreal por tanto, de la misión. Una vez más la querencia de Ford por darnos a elegir entre leyendas y realidades.

En “7 mujeres” hay sexo, aunque no haya otro amor que el finalizado. Es más, el sexo que aparece es totalmente contra natura, una brutalidad sexual que remite a uno de los más acendrados, y no sin motivos, tabús de cualquier civilización: la violación de las mujeres invadidas por los bárbaros invasores.

Estamos en un momento cumbre de la película, ya acercándonos al The End final.

La insolencia y valor de la doctora Cartwright, que se ha enfrentado con decisión y desde el primer momento al jefe invasor, despierta el deseo de Tunga Khan (el húngaro Mike Mazurki), que la reclama como concubina. La orden, pues de tal se trata, provoca una profunda discusión entre las mujeres, encerradas en una especie de almacén, que en ese momento están atendiendo el parto de una de ellas, la ya viuda Florrie Pether (Betty Field). En la discusión salen a flote las últimas ruindades de la directora, que prácticamente se ha quedado sola en la comunidad de mujeres. Ante el horror de las demás, D. R. Cartwright acepta entregarse al bárbaro para salvar a sus compañeras.

Las mujeres se van en un carro ante la mirada desolada de la doctora, que vestida ya con el traje del sacrificio mira desde la puerta del fortín cómo se adentran en el desierto. La joven Emma Clark, a la que durante toda la película se nos ha mostrado debatiéndose entre la tolerancia de la doctora y la rigidez de la directora, que siente por ella una culpabilizadora atracción, extiendo la mano abierta ante la cámara en un gesto de unión y de despedida a la vez:

EMMA CLARK.- Doctora Cartwright, no podré olvidarla a usted en lo que me resta de vida.

DIRECTORA ANDREWS.- No merece vivir. Ella es una cualquiera.

OTRA MUJER.- Cállese de una vez. No quiero oír su voz mientras viva.

En el interior de la misión la doctora, engalanada, maquillada y peinada, va a entregarse a Tunga Kahn. Antes de hacerlo, vierte veneno en dos copas y le entrega una a él mientras ella se lleva la otra a los labios.

No voy a hacer interpretaciones desde mi punto de vista sobre lo que pueda significar este cierre definitivo de la obra se John Ford. Ni siquiera lo que desde su sincera y contradictoria creencia católica pudiera desprenderse de esa idea, realidad fílmica, de la autoinmolación de los mejores para la salvación de la humanidad. Únicamente cerrar estas notas pensando en cómo Ford, tan claro y directo en la narración de las tramas de sus películas, podía odiar tanto enfrentar a pecho descubierto las cuestiones que realmente le importaban. Tal vez porque era un artista y nos dejaba a los demás el placer de deducirlas.




[1] Un sobrino de Ford luchó en las Brigadas Internacionales, y el propio director compró con su dinero una ambulancia que regalo a la República. En los títulos de crédito de “Las uvas de la ira”, tocada por el acordeonista habitual del director sonaban los acordes de una vieja tonada popular, “Red River Valley”, que en 1939, año de la producción de la película, cualquier estadounidense informado sabía que era también la melodía de “Jarama Valley”, el conocido himno de la Brigada Abraham Lincoln.

[2] Pese a ser ambas contemporáneas y urbanitas, hay entre ellas, sin embargo, una diferencia significativa que marca la distinta significación de cada una. La señorita Dedham llega de la muy puritana, ortodoxa y plácida Boston, mientras que la doctora proviene de la muy conflictiva, licenciosa y agitada Nueva York.


7 mujeres




jueves, 5 de junio de 2014

Personajes femeninos en el cine de John Ford (2). Hallie, una mujer en la historia

Personajes femeninos en el cine de John Ford (2)

Hallie, una mujer en la Historia (El hombre que mató a Liberty Valance)








Con el rodaje en 1961 de “El hombre que mató a Liberty Valance”, John Ford inició lo que podríamos llamar su trilogía testamentaria, de la que también forman parte “El último combate” (1964) y “Siete mujeres” (1966), con las que cerraría su filmografía, aunque entre la primera y la última dirigiera también “La taberna del irlandés” (1963), un fragmento de “La conquista del oeste” (1962) y un par de episodios pare sendas series televisivas).

Con estos tres filmes epigonales, de alto contenido metafórico y simbólico, especialmente el primero y el último, el director, que ya andaba a caballo de los setenta años, quiso reflexionar sobre algunas de las principales preocupaciones temáticas que habían caracterizado su cine, en las que decidió profundizar al llegar a la vejez. Constituyen, pues, un balance creativo y vital realizado a través de sendas obras maestras, que cuentan con apasionantes tramas argumentales y vigorosos personajes, entre los que destacan, y esa es la parte que aquí nos interesa, mujeres apasionantes.

Aunque se podrían dedicar algunos párrafos a recordar a Deborah Wright, la valiente y solidaria maestra cuáquera que en “El gran combate” a la tribu india en el largo y dramático viaje hacia su dignidad, nos lo vamos a ahorrar y le dedicare tan sólo éste. El personaje interpretado por Carroll Baker comparte las características de las protagonistas de las películas que hemos visto en la anterior entrega de este artículo, con la diferencia de que su amor por el capitán Thomas Archer (Richard Widmark) no aparece ninguna de las tensiones y conflictos que caracterizaban amores anteriores, por lo que vamos a evitar repeticiones innecesarias. Entiendo que es más rentable centrarse en las protagonistas de los otros dos filmes, cuya carga simbólica les confiere una novedad significativa entre las mujeres fordianas.

El hombre que mató a Liberty Valance” constituye, ante todo, un ensayo fílmico sobre el sentido de la historia, tal y como señalan quienes se han metido a desentrañar los entresijos de la película. En su libro sobre el director, Francisco Javier Urkijo realizó un buen resumen de su trama argumental, que directamente escaneo y pego, que es más rápido que resumirlo yo mismo:

“En el Shinbone del ferrocarril y del ocaso del siglo XIX nadie recuerda a Tom Doniphon (John Wayne). Todos se sorprenden al recibir en la localidad al senador Stoddard (James Stewart)  y a su mujer (Vera Miles), una nativa del lugar. Stoddard ha venido para el funeral de Doniphon. Unos periodistas preguntan al senador quién es el difunto y éste les revela su historia común: entre los dos convirtieron el desierto en jardín y aceleraron la llegada de la civilización a Shinbone. Los dos se enamoran de la misma mujer. Pero mientras Stoddard inauguró con todo ello una brillante carrera política, para Doniphon sólo quedó el desarraigo y el anonimato. Stoddard, un joven abogado, se enfrentó al pistolero Liberty Valance y se hizo célebre como el hombre que mató al terror de la región. Pero no fue él quien le mató, sino Doniphon, actuando por amor hacia su ex-novia enamorada de Stoddard, oculto en un callejón. Los periodistas deciden no publicar la historia diciendo que el público prefiere las leyendas a las realidades en el Oeste.

Es un resumen, detallado y completo en su brevedad, al que nada hay que objetarle. Efectivamente, eso es lo que se ve en la pantalla a lo largo de dos horas; aunque, la verdad, contado así, de poco sirve para entender y disfrutar la película. No es posible extraerle al filme todos los significados sin considerar la estructura circular sobre la que está construía y ese largo flash-back con el que se narra la historia, embutido entre la llegada y la partida del tren en el que viaja el matrimonio Stoddard, llamados por su viejo amigo muerto para resucitar la verdad sepultada por la leyenda (a más de otros elementos sobradamente destacados por los expertos: el rodaje en decorados, la nocturnidad de buena parte de la acción, la diferencia de edad entre los personajes y los actores que los interpretan, etcétera). Entre la secuencia inicial y la de cierre, lo que va apareciendo ante el espectador, anudado a la sucesión de las anécdotas tan bien resumidas por el crítico español, no es sólo una trama de lucha por la justicia y el progreso, duelo a pistola y amor, sino una profunda reflexión metafórica sobre ese momento fundacional de la historia estadounidense que tanto había tratado el director parcialmente con anterioridad.

Lo que nos muestra Ford en “El hombre que mató a Liberty Valance” es el paso desde la sociedad feudal que constituyen los ganaderos del otro lado del río --verdaderos señores de sus respectivos territorios, regidos por su propia ley y defendidos por sus propios ejércitos mercenarios, de los que el abyecto bandolero que interpreta Lee Marvin, es un implacable jefe de cuadrilla--, a un país moderno, unificado por el ferrocarril, el telégrafo, el comercio y la ley, y consolidado ya en un capitalismo industrial que comenzaba a pensar en el resto del universo como destino último de sus productos.

La mirada del director sobre este proceso de transformación social y moral aparece teñida de amargura y nostalgia, cargada de más preguntas que respuestas, como es habitual en su cine, que obligan al espectador a pensar por sí mismo, al margen de todo apriorismo. “Míralo --le dice al final Hallie a su marido, mirando por la ventanilla del tren que se aleja de Shinbone--. Una vez fue un desierto. Ahora es un jardín. ¿No estás orgulloso?”. A primera oída parece una afirmación cargada de optimismo histórico. Hemos cumplido lo que nos habíamos propuesto y estamos en paz con nosotros mismos. Sin embargo, es tal la tristeza y la añoranza con que Vera Miles y James Steward interpretan la escena que no cabe sino pensar que junto a ese orgullo que sienten ambos personajes por el nuevo mundo que han construido hay también una buena carga de insatisfacción. Ante lo que pudo haber sido y no fue, ante lo que ellos mismos han hecho finalmente con sus vidas. 

El otro punto sobre el que hace reflexionar “El hombre que mató a Liberty Valance” es el comentadísimo tema del papel del mito y la leyenda en la construcción de la historia. Se ha escrito muchísimo sobre ese enfrentamiento que Ford plantea entre la leyenda y la realidad, que queda claramente enunciado cuando al final de la película, tras conocer la realidad, el periodista preguntón (Carleton Young) --mal sucesor del borrachín honesto que fundó el “Shinbone Star” (Edmond O’Brien), que prefirió imprimir la realidad sobre Valance y sus maldades, aún a costa de una brutal paliza-- decide que al pueblo hay que darle el mito y olvidar la realidad. “Esto es el oeste, y cuando los hechos se convierten en leyenda no es bueno imprimirlos”, asegura, en una conclusión que en demasiadas ocasiones ha sido considerada, a mi entender equivocadamente, como el pensamiento del propio Ford sobre el tema.

Ya en “Ford Apache” (1948), otra revisión de la historia, Ford había cerrado la película con una reflexión similar. También en este caso el mito surge de una superchería histórica. Al acabar el film han transcurrido varios años desde la inútil derrota antes los indios del ejercito comandado por el teniente coronel Owen Thursday (Henry Fonda), que se ha convertido en un héroe popular cuando en realidad se trata de un personaje valiente, sí, pero también ordenancista y dogmático cuyas torpezas han desatado la guerra de la que ha terminado siendo víctima. Ante la admiración que unos periodistas de visita en el Fuerte muestran ante el retrato de Thursday, “un ídolo para todos los colegiales de América”, le considera uno de ellos, el capitán Kirby York (John Wayne), que ha sido testigo y oponente de las equivocadas acciones de su superior, asiente, “están ustedes en lo cierto”, aunque remata su juicio con una ambigua, y por ello clarificadora valoración de su superior caído en combate: “Ningún hombre de este regimiento murió más valientemente, ni a ninguno se le concedieron tantos honores”.

Estos finales, tanto de “El hombre que mató a Liberty Valance” como de “Ford Apache” han sido considerados como un apoyo a la idea de la prevalencia del mito sobre la realidad y de la necesidad de los héroes en la construcción de la identidad nacional, en este caso de Estados Unidos. Incluso el mismo Ford se expresó en este sentido en la respuesta que dio a Peter Bogdanovich cuando le planteó la cuestión a propósito de “Ford Apache”: “Creo que es bueno para el país. Hemos tenido a mucha gente que se decía eran grandes héroes, y se sabe perfectamente que no lo fueron. Pero al país le conviene tener héroes”.

Con todos estos datos, la cuestión parecería estar dilucidada con claridad meridiana, si no fuera por el matiz sustancial de que una película, como cualquier otra obra de arte, puede comunicar al espectador cosas que no están específicamente enunciadas por sus creadores y cuyo sentido más profundo no está necesariamente en lo que textualmente dicen los personajes. Tanto un film como otro acaban haciendo justo lo contrario de lo que proclaman los respectivos periodistas[1], e incluso de lo argumentado públicamente por el director. No sólo es que “Ford Apache” y “El hombre que mató a Liberty Valance” no alimentan el mito, sino que lo destruyen, lo destripan y de sus entrañas abiertas extraen la realidad para ponerla a la vista de todos cuantos quieran verla.




Pero con tanto devaneo histórico nos hemos alejado del objetivo confeso de estas líneas, las mujeres en el cine de John Ford, hasta el punto de que no hay manera de volver a él que no sea brusca.

Me llama la atención que jugando el papel que juega la historia de amor en “Liberty Valance”, sin la cual no podría conjugarse la metáfora histórica, y considerando la importancia central de la mujer que la protagoniza, motor de toda la acción, como veremos, se le haya prestado tan poca atención en los análisis sobre la película, e incluso en su publicidad. Tan poca, que Vera Miles no aparece representada en prácticamente ninguno de los carteles anunciadores de la película, en los que prima la escena del duelo y en los que únicamente se reproducen las figuras de los protagonistas masculinos.

Ciertamente, la peculiar anécdota de amor triangular de la película (Doniphon-Hallie-Stoddard) no tiene la intensidad ni el protagonismo de las más desarrolladas de “El hombre tranquilo” o, incluso, “La taberna del irlandés”. No hay en ella tensión ni conflicto entre los sexos, ni contiene alusión específica a la relación masculino-femenino; sencillamente trata de una mujer está prometida a un hombre, llega otro y se casa con él, ignorando al primero. Esta aparente simpleza argumental encierra, no obstante, tanto uno de los amores más conmovedores de la historia del cine, por muy colateral y subterráneo que parezca, y un par de contribuciones significativas a la metáfora histórica de la película.

Esos momentos conmovedores hay que encontrarlos en la pasión y la intensidad autodestructiva del amor que Doniphon siente por Hallie, y en la manera en que renuncia a él. Cuando Tom accede a la petición de su amada de matar a Valance en lugar de Stoddard, salvando así al abogado para que pueda casarse con Hallie, el vaquero valiente y honrado, que nada a contrahistoria, suicida su propio amor a favor de la felicidad de la amada, y, a un tiempo, suicida también su propio ser histórico, facilitando la llegada de la civilización que acabará indefectiblemente con todo lo que constituye ese mundo fronterizo en el que nace la película, sus maldades pero también sus valores, que forman el universo que da sentido a la existencia de Doniphon y fuera del cual no tiene acomodo. 

Hasta la secuencia final de la película, ya acabado el flash-back, no sabemos que Hallie, que ha cumplido todas sus ambiciones y deseos en el matrimonio con Stoddard, de quien en verdad estaba enamorada era del hombre al que abandonó. Con la honestidad artística habitual de Ford, y con su aversión al exhibicionismo sentimental, el director no permite que los espectadores se enteren de los verdaderos sentimientos de la esposa antes de que los conozca el marido. Por eso nos los descubre al mismo tiempo en un único plano estremecedor: Stoddard sale del cuarto en el que espera el entierro el cadáver de Doniphon, y antes de cerrar la puerta descubre sobre al ataúd la modesta flor de cactus que ha colocado Hallie. Nosotros y él sabemos desde hace más de una hora (bueno, él desde hace unos treinta años) que esa flor de cactus es, ante todo, el símbolo del amor de Tom, pero también de la pobreza y el primitivismo de un territorio y unas vidas que el matrimonio ha contribuido a convertir en progreso y civilización y que ahora, todo concluido, añoran. No es extraño que Ford considerara a Doniphon el verdadero protagonista de la película. Él es el único personaje con verdadera profundidad dramática, el único que sufre y siente, expresión de un profundo conflicto íntimo, moral y social que, como en otros trabajos del director (ya lo veremos con algún detalle cuando lleguemos a “Siete mujeres”), sólo se resuelve con la autoinmolación.

En la galería de mujeres fordianas de las que venimos hablando, Hallie Stoddard ocupa un lugar singular. No es ni una de las madres protectora ni una de las putas buenas que pueblan sus primeras películas, ni vive la relación con los hombres como un enfrentamiento, a la manera de la que hemos visto ya. Aunque coincide con Mary Kate Danaher (“El hombre Tranquilo”),  Eloise Kelly (“Mogambo”) o Elizabeth Allen (“La taberna del irlandés”) en ser una persona decidida, inteligente y con las ideas muy claras sobre lo que quiere en la vida, Hallie no se plantea conseguirlo a través del enfrentamiento de sexos, sino de la colaboración y la influencia, lo que no impide, sino que fortalece, que su significación en la historia resulte fundamental.

Situada en medio de dos hombres valerosos y honestos, históricos, es ella, no obstante, quien, convertida en el motor de todo cuanto sucede hace avanzar la película, no sólo argumentalmente, sino también en la interpretación sobre el sentido de la historia a que da lugar el filme.

Cuando Stoddard llega al territorio mítico y aún salvaje de Shinbone y es recibido por la paliza que le propina Valance, quien le ofrece cobijo y apoyo es, precisamente, Hallie, que desde el primer momento aparece como quien realmente dirige ese microcosmos particular que representa, dentro del más amplio cosmos del pueblo en su conjunto, la cocina del restaurante de los Ericson[2]. Ella le cura las heridas, ella le da de comer y ella busca acomodo para él y sus textos de leyes; símbolos, el abogado los libros, de la civilización emergente. También es Hallie quien primero verbaliza el deseo civilizador. “Un día si se construye una presa en el río tendremos agua y toda clase de flores”, responde cuando Stoddad le pregunta, ante la modesta y hermosísima flor de cactus que Doniphon le ha regalado como muestra de su amor, si alguna vez ha visto una rosa, estableciendo así la utopía transformadora de convertir el desierto en un jardín sobre la que amargamente se interrogará al final de la película. Por último, en un tercer paso decisivo del argumento y la metáfora, será ella quien convenza a Doniphon de salvar a Stoddar en su duelo con Valance, al que mata en lugar del abogado, haciendo posible así su posterior carrera política, el progreso del territorio consecuencia de ella y la realización del sueño de Hallie. 


Concluyendo. Si aceptamos que “El hombre que mató a Liberty Valance” es una metáfora sobre la historia y sus cambios, en lo que hay amplio consenso entre críticos, biógrafos e historiadores, la figura de Hallie no puede interpretarse sino como una reflexión sobre el papel jugado por las mujeres en esa evolución. Ford no coloca aquí a la mujer frente al hombre, o ante el hombre o con el hombre, ni se pregunta sobre sus relaciones mutuas y los conflictos íntimos y de poder que en ellas se disputan, sino que trata de indagar sobre la mujer situada en el centro de la Historia, con mayúscula, y en sus relaciones con el Poder, también en mayúscula. Una Historia que aparentemente construyen los hombres, que detentan el Poder, pero que no sería posible sin las mujeres, más allá del papel que habitualmente les había atribuido el director como aglutinadoras de la familia, vino a decir el director. Se trata, parece evidente, del mismo papel expresado por ese viejo y tópico concepto de que detrás de un gran hombre hay siempre una gran mujer; una verdad oculta, como lo está la realidad tras el mito, que el viejo tuerto también saca a la luz, colocando a la esposa en primer plano.



El hombre que mató a Liberty Valance. Descargar o ver



[1] Merece la pena llamar la atención sobre el papel fundamental que Ford otorga a la prensa en la creación y consolidación del mito.

[2] Tal vez merezca la pena recordar a pie de página qué gentes son las que pueblan ese universo entre fogones para comprender la visión de Ford sobre la construcciones de Estados Unidos y quiénes lo hicieron posible. Allí están el escéptico Doniphon y el visionario Stoddard, ambos “americanos” de derecho, pero también la familia inmigrantes suecos que forman Hallie y sus padres (John Qualen y Jeannette Dolan), el negro Pompey, un Woody Strode, que ya le había servido a Ford la representación de la dignidad afroamericana en “El sargento negro”) y que aquí es el servidor-amigo-protector de Doniphon, y el incalificable sheriff Appeleyard encarnado por Andy Devine, que de conductor de diligencias ha pasado a defensor de la ley y a cabeza de una familia mixta anglo-mexicana. Una América mestiza y multirracial en la que si unos han llegado hoy y otros ayer, los que lo hicieron anteriormente no dejan de ser inmigrantes pioneros. Faltan los indios, pero esa es otra historia en la que profundizaría pasados dos años con “El gran combate).