domingo, 10 de mayo de 2015

80 AÑOS DE LA EXPOSICIÓN SURREALISTA DE TENERIFE (mayo 1935)





A María Teresa Mariz
y Carlos Gaviño de Franchy,
por lo mismo pero por distintos motivos




En mayo de 1935, hace ahora justo 80 años, Santa Cruz de Tenerife se convirtió en la capital mundial del arte de vanguardia del siglo XX. No es exageración patriotera ni cuestión opinable. Simplemente es un hecho. El 11 de aquel mes y año se inauguró en el Ateneo de la ciudad canaria la primera y única exposición del grupo surrealista de París que llegó a celebrarse en España antes de que los tiempos se tiñeran de sangre y todo surrealismo resultara un sarcasmo. No fue cualquier cosa, pues se trataba también de la segunda gran exposición surrealista organizada fuera de Francia (la primera había tenido lugar en Bruselas el año anterior) en la que participaron los grandes nombres del movimiento. Aquella exposición, aparte de su gran relevancia histórica y cultural, silenciada durante largos años por razón de la dictadura, también supuso una singular aventura humana y política que, aunque hoy haya salido de la oscuridad en la que reposó durante tanto tiempo, especialmente en Canarias, donde se han publicado ya numerosos textos sobre ella y lo que la rodeó, aún pienso que no goza del suficiente conocimiento, y reconocimiento, fuera del perímetro isleño.

Además, es una historia tan bonita, retrato de unos personajes singulares que viven una historia única en un momento irrepetible, que simplemente me apetecía escribirla. 



André Breton contemplando Tenerife
desde el balcón del hotel

Acompañando a los cuadros se trasladó desde París a Canarias el gran patriarca del surrealismo, André Breton, que guardaría la llama sagrada y subversiva del movimiento, y que tal vez con aquel viaje quería comprobar la magia exótica y lejana de las islas, de la que le había hablado su colega Óscar Domínguez, al que encontraremos más adelante, y que había añorado antes de conocerla en el poema que le acababa de dedicar en su último libro, “L’air de l’eau

“Se me dice que allá abajo las playas son negras
Por la lava que fue hacia el mar
Y se extienden al pie de un inmenso pico de humeante nieve
Bajo un segundo sol de canarios silvestres
Cuál es, pues, este país lejano
Que parece sacar toda su luz de tu vida
Y tiembla muy real en la punta de tus pestañas
Dulce a tu encarnación como un lienzo inmaterial
Recién salido de la maleta entreabierta de los tiempos
Detrás de ti
Lanzados sus últimos resplandores sombríos entre tus piernas
El suelo del paraíso perdido
Cristal de tinieblas espejo de amor
Y más abajo hacia tus brazos que se abren
Con la prueba de la primavera
DESPUES
La inexistencia del mal
Todo el manzanar en flor del mar”

Acompañaron a Bretón en el viaje a canarias su esposa, Jacqueline Lamba, cuyos vestidos a la moda parisién y su actitud desprejuiciada parece que encandilaron a los paisanos isleños, y Benjamin Pèret, también poeta y viejo compañero desde los tiempos dadaístas. Permanecieron en Tenerife hasta el 27 de mayo, aprovechando para dar diversas conferencias sobre arte y política. También llevaron con ellos en el barco una copia de la película de Luis Buñuel y Salvador DalíLa edad de oro”, que se quería proyectar para recaudar fondos con que pagar los gastos de la exposición, y cuya prohibición se convirtió en el mayor escándalo de la aventura, con una fuerte polémica que incluso llegó al Congreso de los Diputados de Madrid.




La exposición la había organizado la revista cultural de vanguardia “gaceta de arte” (así, con minúscula. Las mayúsculas no existían en sus páginas), que con los 38 números que editaron entre 1932 y julio de 1936 (el estallido de la guerra civil acabó con ella) se convirtió en una de las publicaciones de referencia en el campo de la vanguardia artística internacional de aquellos años. Al frente de ella estaba un grupo de jóvenes intelectuales y artistas canarios, encabezados por Eduardo Westerdahl, director de la publicación, y entre los que se encontraban Domingo Pérez Minik, Oscar Domínguez, Agustín Espinosa, Pedro García Cabrera, Domingo López Torres y Emeterio Gutiérrez Albelo. Tras la represión de la posguerra, que incluso condujo al asesinato del poeta López Torres, todos ellos acabarían por convertirse en nombres señeros de la cultura española en sus respectivos campos de actuación.

El resultado concreto del encuentro entre el grupo francés y el español fue la publicación del segundo Boletín Internacional del Surrealismo, que se editó en Tenerife y París entre otras ciudades, y que pasó a formar parte de la historia del movimiento surrealista.

Cabe preguntarse desde el presente de hoy, y más aún desde el tiempo mismo en que ocurrió, qué es lo que explica aquella exposición y aquel viaje de lo más moderno de la modernidad parisina a unas islas lejanas, tan lejanas que para llegar a ellas eran obligados varios días de travesía marítima. Intentaremos dar algunos datos que ayuden a comprenderlo; pero, antes de nada, debe tenerse en cuenta una consideración general sin la cual nada resulta explicable.




Las Islas Canarias, tierra de emigrantes que en diversos momentos de su historia debieron abandonarlas para buscarse la vida en otros lares, han sido también desde tiempos inmemoriales, como tales islas que son, punto de llegada o partida de descubridores, piratas o comerciantes, de huidos políticos y simples viajeros, de naturalistas, aventureros, poetas, frailes, artistas y pensadores. Punto de cruce de vidas, centro de fusión de culturas, lugar de descubrimiento para los curiosos, de temprano turismo para extranjeros, de luna de miel para los recién casados peninsulares. El mar, que aísla, también une.

De esa característica intrínseca con su propia condición insular nace, entiendo yo, la vocación cosmopolita del isleño, que a menudo ha conocido, asimilado y practicado las ideas y formas artísticas más avanzadas antes y con más profundidad que en otros lugares aparentemente más cercanos al “centro” cultural de cada época. Quizás el ejemplo más claro y de mayor repercusión de esta apertura a los vientos del mundo sea el de la exposición de la que hablamos y el del grupo de personas que la organizó.




En definitiva, aquel 11 de mayo se cumplía lo que ya había enunciado en 1930 en el diario tinerfeño “La Tarde”, el poeta Pedro García Cabrera, que estuvo de principio a fin en la aventura y que hubo de pagar precio por ello:

“a nosotros, por nuestra geografía y manera de sentir, nos es más asequible ir directamente a lo universal, sin la escala intermedia –cada vez más difícil—de la fusión nacional”.

O, como explicaría posteriormente de forma más precisa Domingo Pérez Minik en su libro “Facción española surrealista de Tenerife” (1975), del que pasaremos a hablar inmediatamente:

“Entre nosotros ha habido una poesía de tierra adentro y otra de puertos cosmopolitas. Los contactos con el extranjero fueron siempre constantes. El extranjero podía ser un pirata, un comerciante, un huido político. Pero cualquier aislamiento exige una comunicación permanente con el que llega de fuera, amigo o adversario, da lo mismo, se necesita del prójimo, nos urge la presencia del diálogo con el que nos va a enseñar otras maneras de hacer, vivir o cantar. No tiene nada de extraño que, en los años, treinta, Tenerife, la juventud que la habitaba después de los nacionalismos más o menos folklóricos de una dictadura política, que hasta la isla llegaba de un modo muy debilitado, se colocara frente al mar con los pies en el agua hasta abrir todo tráfico de ideas e in augurar una buena libre plática con toda clase de navíos”. 

En la exposición, que se inauguró el 11 de mayo de 1935, se colgaron un total de 76 obras, firmadas por los nombres más importantes del arte de vanguardia del momento, lo que es decir los más destacados del arte del siglo XX. Jean Arp, Giorgio di Chirico, Giacometti, Dalí, Óscar Domínguez, Max Ernst, René Magritte, Miró, Picasso, Man Ray, Marcel Duchamp o Yves Tanguy formaron parte de un total de 20 artistas que mostraron su obra. Pero mejor es reproducir el catálogo original, que contiene lista completa y, además, aún conserva el aire de la época.





Continuará, que he sido incapaz de acabarlo para la fecha del aniversario.




viernes, 8 de mayo de 2015

BLASCO IBAÑEZ Y EL CINE (10)

Blasco Ibáñez y el cine (10)
Las películas del franquismo






Un filme perdido y dos atribuciones falsas


Es bien sabido y comprobado está que si quieres información sobre cualquier tema en internet se encuentra casi todo lo que necesitas. Pero hay que tener cierta prevención, porque a veces encuentras más de lo que buscas y algunos de esos descubrimientos no solicitados pueden ser dardos de falsedad.  Hablo por experiencia propia. Al plantearme escribir estas notas sobre la relación entre Blasco Ibáñez y el cine, que no debían tener más allá de una docena de páginas y ya supera las 100, tenía sobre el tema la idea que pudiera tener cualquier persona curiosa a la que le gustara el autor y que hubiera visto algunos de las películas basadas en su obra, las más recientes o las clásicas más populares y exitosas. No pasaban de una docena, series televisivas incluidas. Comencé la indagación por lo que tenía más a mano, la biografía del novelista escrita por Ramiro Reig, varias veces citada aquí y que desde hacía años esperaba en los estantes el momento de servir para algo más que para ofrecer buena lectura. Ya encontré en ella muchas cosas que desconocía y como me supieron a poco, di el salto a internet en busca de nuevos datos. Encontré tanto, fragmentario, parcial e inconexo, eso sí, que el trabajo se ha ido extendiendo hasta el momento presente y lo que le queda. Tanto encontré que en algún caso me quisieron dar gato por liebre.

Primero fue en una filmografía incompleta que, no obstante, citaba como extraída de la literatura de Blasco Ibáñez una película de la que no tenía noticia y que me llamó poderosamente la atención:

“Ya en el cine sonoro, sus obras fueron casi olvidadas, aunque sobresale uno de sus cuentos de terror convertido en película, “Los muertos andan” (1936) donde el célebre director Michael Curtiz ("Casablanca") dirigía al gran Boris Karloff en una obra no muy aplaudida en su momento pero interesante”

Al poco, me lo confirmó la entrada biográfica del escritor en la sacrosanta Wikipedia:

“Ya en el cine sonoro, sus obras fueron algo olvidadas, aunque sobresale una de sus historias de terror convertida en película: Los muertos andan (1936), donde el célebre realizador Michael Curtiz (Casablanca) dirigía a Boris Karloff”

Dos frases prácticamente iguales que también encontré reproducidas en otras webs. ¿Quién se la había copiado a quién? ¿Quién había realizado el importante descubrimiento? ¿Por qué nadie aportaba nuevos datos a los del párrafo inicial? Era para mosquearse, pero, en cualquier caso la noticia tenía su miga. Nada menos que Michael Curtiz, tan prolífico que es imposible abarcar todos sus títulos, había sido el primero en llevar al cine sonoro una historia de Blasco, una historia de terror, además. Interpretada, por si fuera poco, por Boris Karloff, mi monstruo cinematográfico preferido, con permiso de Lon Chaney. No debí dudar de su veracidad, porque la curiosidad acaba matando la ilusión.

Es cierto que Michael Curtiz dirigió en 1936 la película “The Walking Dead”, que en España se tituló, como corresponde, “Los muertos andan”. También lo es que Blasco Ibáñez había publicado en 1909 la novela “Los muertos mandan”, lo que sin duda puede alimentar la confusión, pese a la leve diferencia de los títulos que, sin embargo, indica ya la distancia que hay entre novela y película.

Ninguna referencia al escritor valenciano aparece en los créditos de la película de Curtiz, en los que está perfectamente identificados los responsables del guión así como el autor del relato original en que se basa. Se trata de Ewart Adamson, un escocés trasplantado a Hollywood que llegó a firmar 122 películas en 22 años de carrera, acompañado por Peter Milne, Robert Andrews y Lillie Hayward. La historia original es del propio Adamson en colaboración de un tal José Campos, del que aparte del origen hispano que delata su nombre nada más he podido saber. Para saciar la curiosidad de los curiosos, diremos que, aparte de Boris Karloff --que para esa fecha ya había dado a la pantalla sus mejores monstruos: “La momia” (Karl Freund, 1932), “Frankenstein” (James Whale, 1931) y “La novia de Frankenstein” (James Whale (1935), o había protagonizada obras maestras de la categoría de “Scarface” (Howars Hawks, 1932) o “La patrulla perdida” (John Ford, 1934)--, figuraban en el reparto otros dos nombres que algo, aunque lejano, tienen que ver con la historia que contamos. Uno era Ricardo Cortez, aquel americano que se hispanizó el nombre para triunfar como amante latino, al que ya nos hemos referido como el acompañante de Greta Garbo en “Torrent”, el debut hollywoodiense de la actriz sueca en 1926. El otro, de parentesco aún más colateral, era un casi joven Edmund Gwenn, que exactamente 20 años después llegaría de repente al “Calabuch” de Berlanga en la piel de un sabio pacifista.

Nada de esto tiene que ver con el escritor valenciano, pero siempre podía ser que los guionistas yankees, considerando el sistema de escritura de pélículas en el Hollywood de la época, utilizaran alguna idea o situación de la novela de Blasco y no hubieran considerado necesario acreditarlo. Ni por esas. De ninguna manera se parecen los argumentos de la película y la novela. En “The walking dead” (“Los muertos andan”, en España, aunque más claro título hubiera sido “Los muertos vivientes”) se narra la historia de un médico que, habiendo sido injustamente ejecutado en la silla eléctrica por un crimen que no cometió, resucita y se dedica a vengarse de sus ejecutores-asesinos. En la película, pues, los cadáveres literalmente andan, e incluso beben y comen. En cambio, nadie se traslada de un lugar a otro ni nadie asesina a nadie en la novela de Blasco. El mando que en ella ejercen los muertos sobre los vivos no es una cualidad real, sino una referencia metafórica a la pervivencia en las nuevas generaciones de las ideas morales, las costumbres y los prejuicios de las anteriores, perviviendo así el pasado y la tradición en la vida presente, llegando incluso a impedirla evolucionar. Ni por el forro.

Al final no hay moraleja para la historia de este equívoco, aunque sí un curioso estrambote. “Los muertos andan”, película de Michael Curtiz, no tiene nada que ver con “Los muertos mandan”, novela de Vicente Blasco Ibáñez. Eso está claro. No obstante, sí que existe una adaptación cinematográfica de esa novela del valenciano, lo que podría explicar la confusión. La realidad aclara, sin embargo, que en este caso no se trata de una película americana, sino española, realizada en 1950 (aunque se estrenó dos años después) por Miguel Iglesias Bonns, un peculiar cineasta del que luego comentaremos algo, y con título diferente al del modelo literario: “La ley del mar”. Por razones que no he sabido desentrañar, esta película apenas tuvo distribución comercial, pese a estar producida dentro de la mayor ortodoxia del cine comercial de la época, y desapareció de la circulación al poco de estrenarse, hasta el punto de darla por perdida, situación en que se mantuvo hasta que fue recuperada en 2005 por el Arxiu d´Imatge i So del Consell d’Eivissa.


Una novela sociológica

Blasco había escrito "Los muertos mandan" en 1909 con la intención de retratar de la manera más fiel posible la sociedad ibicenca y mallorquina de comienzos del siglo XX, para lo que se documentó viajando a las islas exclusivamente con tal fin. A tenor de lo que acabó escribiendo, lo que encontró el escritor constituía una sociedad pobre y laboriosa, aislada y encerrada en sus costumbres y usos tradicionales, que Blasco describe con lirismo y prodigalidad, en la que el peso de la estructura social del pasado, sus normas sociales y prejuicios morales seguían pesando sobre la vida de sus habitantes hasta el punto de hacer imposible cualquier evolución hacia la modernidad. La postura de Blasco hacia esa realidad que cree detectar está cargada de un cierto fatalismo, en concordancia con el título que dio a la novela.

“¿A qué luchar con el pasado?... ¿Cómo libertarse de su cadena?...Cada uno, al nacer, encuentra marcados el sitio y gesto para todo el curso de su existencia, y es inútil querer cambiar de situación y de postura [...] Los vivos no están solos en ninguna parte. Los rodean los muertos en todos los sitios, y como éstos son más, infinitamente más, gravitan sobre su existencia con la pesadez del tiempo y del número. No, los muertos no se van aprisa, como cree el refrán popular. Los muertos se quedan inmóviles al borde de la vida, espiando a las nuevas generaciones, haciéndoles sentir la autoridad del pasado[...] La casa en que vivimos la construyeron los muertos; las religiones ellos las crearon; las leyes que obedecemos las dictaron los muertos[...] La moral, las costumbres, los prejuicios, el honor, todo obra suya[...] Los hombres que se esfuerzan por decir cosas nuevas no hacen más que repetir con diversas palabras lo mismo que los muertos dijeron hace siglos y siglos[...] El alma de los muertos llenaba el mundo. Los muertos no se van, porque son los amos. Los muertos mandan, y es inútil resistirse a sus órdenes”

Quien reflexiona con tal impotencia es Jaime Febrer, un personaje que bien podía ser pariente, tal vez lejano, del Príncipe Salina de Lampedusa o el Don Antonio de Villalonga. Como ellos, es un noble arruinado consciente de su propia decadencia y la de la clase a la que representa, incapaz, por otro lado, de romper con ella y con los prejuicios que a ella le encadenan. La situación de Febrer es, sin embargo, más acusada que la de sus posteriores referentes, pues se encuentra realmente en la fase terminal de su caída, rodeado por las paredes de un palacio que se desmorona y, fuera de él, envuelto en unas convenciones sociales que le asfixian y a las que desprecia.

El protagonista de “Los muertos mandan”, incapaz de trabajar, pues no ha trabajado en su vida, no encuentra otra salida a su situación que las mujeres. Dos mujeres sucesivas a las que se acerca por interés a la una y por amor a la otra. Dos mujeres de muy distinta condición a la suya. La primera es chueta, judía de descendencia mallorquina, una joven poco agraciada pero con padre rico, del que el noble arruinado espera provisión para toda la vida. La otra es una joven de clase humilde, hija de un antiguo peón, que le enamora a primera vista. En ambos casos los prejuicios, racistas en el primer caso y clasistas en el segundo, impiden que la relación llegue a buen término.   

Ferber es el protagonista de la novela; sin embargo, su historia apenas es otra cosa que una excusa para exponer las verdaderas intenciones del autor, que no son otras que investigar una realidad social concreta y extraer consecuencias sobre su atraso histórico. Más que una novela en sentido estricto, “Los muertos mandan” es básicamente un reportaje novelado. En ese tono documental que tanto le gustaba, Blasco describe con minuciosidad decorados, paisajes y ambientes, se remonta al origen de la discriminación hacia los chuetas, resucita el romance de George Sand y Chopin en Valdemosa, se detiene en las labores de labranza o de pesca, describe costumbres, ritos y bailes como el festeig de pagès, hoy declarado Patrimonio Cultural de las islas, desvela la historia de piratas y comercio de las Pitiusas, todo ello a través de la mirada lúcida y algo cínica de Jaime Febrer, que además de malvivir sus amores, reflexiona, analiza y cuenta sobre el mundo que le rodea.

Cuesta un poco imaginar cómo teniendo otras novelas de Blasco a disposición, se eligiera esta precisamente para llevarla al cine, pero así fue. De la labor se ocuparon dos cineastas entonces principiantes, aunque ambos tendrían larga carrera posterior. Rafael J. Salvia, que debutó en ella como guionista, sería luego el escritor de películas de tanto éxito popular como “El día de los enamorados” (1959), “La gran familia” (1962), “Atraco a las tres” (1962),” Sor Citroen” (1967), “La tonta del bote” (1970), “¡Se armó el belén!” (1970), entre otras muchas que le convirtieron en un paradigma de la españolada cinematográfica. Incluso dirigió dos que todavía ponen repetidamente en las televisiones: “Manolo, guardia urbano” (1956) y “Las chicas de la Cruz Roja” (1958).

Más curiosa y singular es la figura del director, Miguel Iglesias Bonns fue un cineasta de la estirpe de Jess Franco, aunque menos fecundo e intenso, amante del simple hecho de rodar películas y capaz de hacer cualquier cosa que le permitiera seguir con su oficio y satisfacer algunos de sus peculiares gustos artísticos. También como a Franco le atraía el cine de género, fuera policiaco, de terror, aventuras o erótico. Entre las alrededor de 40 películas que componen su filmografía hay algunas de títulos arrebatadores, que sugieren historias incalificables en películas de serie Z: “Tu marido nos engaña” (1960), “Agente Z-55, misión Coleman” (1967), “Tarzán y el misterio de la selva”, “La maldición de la bestia” (1975), que protagonizó otro inclasificable, Paul Naschy,  “Kilma, reina de las amazonas” (1975), “La diosa salvaje” (1975) o “La isla de las vírgenes ardientes” (1977). Se despidió en 1980 con la que probablemente sea el más prometedor de sus trabajos, “Barcelona Connection”, un thriler con guión de José Luis Garci y Andreu Martín protagonizado por Sergi Mateu. Con esta película de despedida parecería que quería volver a sus comienzos, cuando realizó las que todos los expertos consideran sus dos mejores obras, “El fugitivo de Amberes” (1954) y “El cerco” (1955), incluibles ambas en aquel cine negro catalán de los años cincuenta, tan peculiar, tan censurado y tan interesante.

En 1950, cuando rodó “La ley del mar”, tenía 33 años y era un cineasta principiante que probablemente quería hacer un cine personal y de cierta calidad, aún dentro de la raquítica industria española del momento. Lo intentó adaptando a Vicente Blasco Ibáñez, y aunque el crédito le duraría para realizar sus dos siguientes filmes policiacos, la verdad es que la película resultante no le debió servir de mucho en su carrera, pues se esfumó inmediatamente en el aire.


Especulaciones ciegas

En este preciso momento, de ser esto un estudio serio y documentado del cine de Blasco Ibáñez, debería cerrar el ordenador y salir de inmediato para Ibiza a ver la película, en cuyo archivo de imagen y sonido se conserva, reconstruida en 2005 a partir de diversos fragmentos encontrados en la Filmoteca Nacional. Pero el avión cuesta una pasta, el viaje da mucha pereza y, sobre todo, esto no pretende ser un estudio serio y documentado, sino la satisfacción de una curiosidad por algunas de las historias que hay dentro de La Historia. Así que continuaré, especulando a ojo de buen cubero, que como se sabe es el que construía cubas, con los cuatro datos rescatados del proceloso mar de internet, buen territorio de pesca, aunque a veces salgan zapatos en el anzuelo.

A tenor de los pocos datos disponibles, breves fichas o notas de prensa publicadas tras su recuperación en 2005, Miguel Iglesias conservó el carácter documental de la novela, llegando, incluso, a contratar a sendos asesores históricos, el musicólogo y folklorista José Tur Riera, Pepet des Sereno, y el historiador de la tierra Manuel Sorá. La sensación se acentúa al comprobar que se rodó en escenarios naturales, como los pueblos ibicencos Santa Eulalia , Sant Josep de Sa Talaia o Puig de Missa, cuyos habitantes participaron en la película como figurantes, desempeñando ante la cámara sus oficios reales o, incluso, interpretando breves papeles. Una mezcla de documento y ficción que sin duda hubiera sido del gusto de Blasco Ibáñez.  

Ángel Comas, en su “Diccionari e llargmetratges: el cinema a Cataluya y durant la segona República, la guerra y el franquisme. 1930-1975” (Cossetània Edicións, 2005), hace una breve sinopsis de la película que resalta ese aspecto:

“En un pequeño puerto de Ibiza se produce una violenta discusión entre los patrones de dos embarcaciones de pesca. Uno acusa al otro de ir contra la ley y las reglas del mar utilizando dinamita. El hijo de un rico terrateniente de la isla consigue poner paz inicialmente, pero la situación se complicará: aparte de la dinamita hay también una historia de amor, de pasión y de celos. Un drama pasional que sirve a Iglesias para hacer un film costumbrista que respira autenticidad. Rodada en Ibiza.”

Como se verá, el resumen, que por brevedad ha de resultar necesariamente incompleto, pone el acento sobre los pescadores, destacando su conflicto colectivo (la pesca con dinamita, que no aparece en la novela, donde la actividad ilegal es el contrabando) sobre el amoroso. Cómo se puede ver, en la ficha no hay rastro de los chuetas y su discriminación ni de la tesis principal de la novela acerca de la dictadura de lo viejo sobre lo nuevo. Pudo ser por la censura, para la que sin duda ambos temas resultaban cuando menos incómodos, pero todo parece indicar que los cambios se debieron más bien a la idea inicial de Salvia e Iglesias de llevar la película por los caminos de ese costumbrismo cargado de autenticidad a que se refiere el diccionario. Guionista y director debían ser bien conscientes, no obstante, de que esas supresiones y cambios contradecían expresamente las intenciones de Blasco al escribir la novela. Tal vez por ello en lugar de titular la película con el original “Los muertos mandan”, más metafórico e ideológico, decidieron cambiarlo por el más explícito y descriptivo de “La ley del mar”.

En cualquier caso, cuando tras su recuperación en 2005 fue presentada públicamente, la nota de prensa emitida por el departamento correspondiente de la Generalitat Balear le daba una nota alta en cuanto a su interés etnográfico se refiere:

“La película es un verdadero documento histórico de una época de penurias y dificultades en una Eivissa fuertemente deprimida desde el punto de vista socioeconómico”

Fuera como fuera, la película debió tener problemas desde el principio, pues se rodó en 1950 y no se estrenó hasta dos años después. No parece haber motivos para ello. “La ley de mar” se había realizado dentro de los más estrictos cánones industriales. Aunque la produjo una pequeña empresa catalana, Producciones ACOR, sobre la que apenas he encontrado referencias, contaba con una distribuidora de postín. Nada menos que Universal Films Española, filial del mítico estudio hollywoodiense Universal Pictures, lo que implicaba contar con una distribución nacional de gran experiencia y profesionalidad y un importante contacto con el resto del mundo y especialmente Estados Unidos, donde, téngase en cuenta, aún se recordaba el gran éxito en 1941 de la cuarta versión de “Sangre y arena”, que había protagonizado Tyrone Power y lanzado al estrellato a Rita Hayworth. Hablaremos de ella.

El filme de Miguel Iglesias Bonns tenía además un par de nombres destacados en el reparto, por lo demás poco conocido, que aunque no eran estrellas que rompieran taquillas, si contaban con prestigio y popularidad, especialmente entre el público que gustaba del cine más o menos culto e intelectual que se podía hacer en aquella España en general bastante casposa. Se trataba de padre e hija (o hija y padre si consideramos su lugar en el reparto), Isabel y Félix de Pomés. Ella había destacado ya trabajando para Rafael Gil (“Huella de luz”, 1942) y en la muy jaranera y exitosa primera versión de “Botón de ancla” (Ramón Torrado, 1948), pero también había estado en las vanguardistas y un tanto insólitas “La sirena negra” (Carlos Serrano de Osma, 1947), “Vida en sombras” (Lorenzo Llobet Gracia, 1948), o “La torre de los siete jorobados” (Edgar Neville, 1944). Él, que había vivido más, tiene una biografía fabulosa que merece párrafo aparte, pues bien podría ser un buen personaje secundario de alguna novela de Blasco. Si Blasco le hubiera conocido, lo que cronológicamente no resulta imposible.


El Johnny Weismuller español

Veamos. Félix de Pomés, que a la sazón tenía 57 años, era sobrino del Conde de Santa María de Pomés, había estudiado en los Escolapios, y formaba parte de la mejor sociedad catalana, destinado a ser un procer. Algo se debió interponer en su curriculum, porque ya muy joven se le pudo ver en los estadios de fútbol como integrante profesional del Barça y el Español y, además se combatir en el ring como boxeador, represento a España en la disciplina de esgrima en las olimpiadas de 1920 y 1928, aunque se quedó sin medalla. Se había licenciado de abogado, pero prefirió cambiar el ejercicio de la carrera por la profesión periodística, especializándose en la crítica de cine en diversos periódicos y revistas. Según cuentan, también era (¡ojo al parche!) experto en medicina y farmacia, y otra de sus artes fue la plástica, terreno en el que dejó dibujos y pinturas que en su tiempo tuvieron reconocimiento público y se vendieron bien. Un personaje no ya renacentista, sino inabarcable, que además ejercía de dandy, gustaba del lujo y conocía idiomas.

Con esas condiciones y en aquel mundo lleno de novedades y movimiento de los años de entreguerras, ¿qué mejor lugar de destino podía alcanzar un personaje como el que hemos descrito sino el del cine, el más novedoso y movido de los inventos? Y Félix de Pomés, que además de guapo y hablar idiomas estaba en la flor de la vida y era arriesgado, a la hora de meterse en eso de las películas pensó quizás que había que empezar por lo más alto y se marchó a Alemania, donde el expresionismo estaba rompiendo las barreras cinematográficas. Allí representó papeles destacados en distintas producciones, llegando a trabajar en “Die Grobe abenteuerin” (“El amante aventurero”, 1928) con Robert Wiene, que ocho años antes había aportado nuevas dimensiones al cine con “El gabinete del doctor Caligari”.

Al darse cuenta, recién nacido el sonoro, por dónde iban los vientos de la industria del cine, saltó el charco y se instaló en Hollywood, convirtiéndose uno de los primeros actores patrios en participar en las dobles versiones en  español de los éxitos del momento. Entre otros, interpretó personajes que en los originales habían correspondido a Walter Huston, Fredric March o, sobre todo, Humphrey Bogart, al que replicó en uno de sus primeros éxitos, el de “Body and Soul” (Alfred Santell, 1931).

Ya de vuelta a España, pasó la guerra civil en Barcelona, donde llegó a dar vida a un obrero en paro, personaje totalmente alejado de su personalidad real, en “Aurora de esperanza” (1937), un film producido por la CNT. Tras vencer los sublevados no le hizo ascos a salir en películas claramente propagandísticas del nuevo régimen ni en las comedias más anodinas, aunque también dejó su presencia, normalmente en compañía de su hija, en películas tan avanzadas para la época como las de Llobet Gracia, Edgar Neville o Fernán Gómez. Cuando España se convirtió en un plato de rodaje para el cine americano, le vimos en algunas de las más renombradas producciones visitantes, desde “Orgullo y pasión” (Stanley Kramer 1957), hasta “Salomón y la reina de Saba” (King Vidor, 1959), o “Rey de Reyes” (Nicholas Ray, 1961),producción de Samuel Bronston y en la que daba vida a José de Arimatea, ya se sabe el dueño del sepulcro en el que depositaron a aquel Jesús tan imposiblemente guapo que hacía Jeffrey Hunter. Falleció en 1969. Dada su condición de gimnasta y actor, en la época le llamaron el Johnny Weismuller español. Una biografía merecería, no sólo cinco párrafos como secundario.

Sé que me he apartado del tema, pero las historias de La Historia, y esta pretende serlo, tienen meandros, recovecos, remansos e incluso, islotes que solo de refilón tienen que ver con lo que los circunda. Volviendo al tema que nos ocupa, ni siquiera la apasionante historia que traía ya a sus espaldas Félix de Pomés sirvió para darle popularidad a “La ley del mar”.

La película se estrenó en 1952, dos años después de su realización, y encima en un cine de provincias, el Actualidades de Bilbao, tardando todavía más de un año en llegar a Madrid, donde se proyectó en los cines Tívoli y Sol. Luego desapareció todo rastro. Según datos que he encontrado en alguna parte del ciberespacio, y por los que no pondría la mano en el fuego, la vieron 3.050 espectadores y recaudó 68.556 pesetas. Digo que no son de fiar, porque según esas cifras cada entrada salió por unas 20 pesetas, precio exorbitado en una España en la que, poco después, en el Cine Montija de Cuatro Caminos aún se podía ver un programa doble por sólo 2,50, medio duro, y además, llenar el sueño de cáscaras de pipas.



El equívoco de una maja goyesca

Y para acabar esta entrada, volvemos al principio y a otra adjudicación equivocada. Una vez más el acontecimiento se anunciaba con una simple frase que también se repite de un blog a otro hasta perder su origen:

“… Y en Hollywood se adapta una floja versión de “La maja desnuda” (1958), con Ava Gardner y Tony Franciosa, que pasó sin pena ni gloria”

Pues no. La película existe, pero no tiene nada que ver con “La maja desnuda”, novela también existente que Blasco Ibáñez había publicado en 1906 y en la que se narraba los inicios de un joven pintor, Renovales, en la España de principios del siglo XX. Ni sombra de parecido con la película de igual título (“The naked maja”) pero distinta trama a la que se refiere la nota, que sí tenía que ver con la historia del pintor aragonés y su amante y modelo, de acuerdo a lo que en su novela del mismo título había imaginado el escritor estadounidense Noel Bertram Gerson, prolífico autor que con distintos seudónimos publicó algo así como 325 títulos. Entre ellos está la novela que dio lugar a “55 días en Pekín”, la película producida por Samuel Bronston y dirigida por Nicholas Ray que se rodaría unos años después en aquellos espectaculares decorados chinos que se levantaron en Torrelodones y que han hecho historia.





Próxima entrega:

Las películas de Blasco Ibáñez en el exilio mexicano