“gaceta de arte”
y la exposición surrealista de Tenerife de 1935
Eduardo Westerdahl, Jacqueline Lamba y André Bretón en la inauguración de la exposición. 11 de mayo de 1935 |
En mayo de 1935, se acaban de cumplir 80 años, Santa Cruz de Tenerife se convirtió en la capital mundial del arte de vanguardia del siglo XX. No es exageración patriotera ni cuestión opinable. Simplemente es un hecho. El 11 de aquel mes y año se inauguró en el Ateneo de la ciudad canaria la primera y única exposición del grupo surrealista de París que llegó a celebrarse en España antes de que los tiempos se tiñeran de sangre y todo surrealismo resultara un sarcasmo.
No
fue cualquier cosa, pues se trataba de la segunda gran exposición surrealista
organizada fuera de Francia (la primera había tenido lugar en Copenhague unos
meses antes) en la que participaron los grandes nombres del movimiento, cuya
nómina asombra hoy en día: Jean Arp, Giorgio di Chirico, Giacometti, Dalí,
Óscar Domínguez, Max Ernst, René Magritte, Miró, Picasso, Man Ray, Marcel
Duchamp o Yves Tanguy, por citar sólo a algunos de los más destacados entre los
20 artistas que mostraron su obra en la exposición, para cuya presentación
viajaron hasta Tenerife el mismísimo André Breton, pope del surrealismo, su
mujer Jacqueline Lamba y el poeta Benjamín Péret.
Aquella
exposición, aparte de su gran relevancia histórica y cultural, silenciada
durante largos años por razón de la dictadura, también supuso una singular
aventura humana y política que, aunque hoy haya salido de la oscuridad en la
que reposó durante tanto tiempo, especialmente en Canarias, donde se han
publicado ya numerosos textos sobre ella y lo que la rodeó, aún pienso que no
goza del suficiente conocimiento, y reconocimiento, fuera del perímetro isleño.
Por
otro lado, la Exposición Surrealista de Tenerife es una historia preñada de
historias. Una historia que no se acaba en sí misma, sino que a través de las
peripecias de quienes la vivieron, y especialmente de las de los redactores de
la revista “gaceta de arte”, que la organizaron, constituye un retrato
completo, complejo y matizado de un momento histórico irrepetible: el de la II
República Española, sus prolegómenos y las sangrientas consecuencias que
precipitó la sublevación militar de 1936.
Cabe
preguntarse desde el presente de hoy, y más aún desde el tiempo mismo en que
ocurrió, qué es lo que explica aquella exposición y aquel viaje de lo más
moderno de la modernidad parisina a unas islas lejanas, tan lejanas que para
llegar a ellas eran obligados varios días de travesía marítima. Intentaremos
dar algunos datos que ayuden a comprenderlo, pero, antes de nada, debe tenerse
en cuenta una consideración general sin la cual nada resulta explicable.
Canarias,
tierra de emigrantes que en diversos momentos de su historia debieron
abandonarlas para buscarse la vida en otros lares, han sido también desde
tiempos inmemoriales, como tales islas que son, punto de llegada o partida de
descubridores, piratas o comerciantes, de huidos políticos y simples viajeros,
de naturalistas, aventureros, poetas, frailes, artistas y pensadores. Punto de
cruce de vidas, centro de fusión de culturas, lugar de descubrimiento para los
curiosos, de temprano turismo para extranjeros, de luna de miel para los recién
casados peninsulares. El mar, que aísla, también une.
De
esa característica intrínseca con su propia condición insular nace, entiendo
yo, la vocación cosmopolita del isleño, que a menudo ha conocido, asimilado y
practicado las ideas y formas artísticas más avanzadas antes y con más
profundidad que en otros lugares aparentemente más cercanos al “centro”
cultural de cada época. Quizás el ejemplo más claro y de mayor repercusión de
esta apertura a los vientos del mundo sea el de la exposición de la que
hablamos y el del grupo de personas que la organizó.
En
definitiva, aquel 11 de mayo se cumplía lo que ya había enunciado en 1930
en el diario tinerfeño “La Tarde”, el
poeta Pedro García Cabrera, que estuvo de principio a fin en la aventura y que
hubo de pagar precio por ello:
“a nosotros, por nuestra geografía y manera de
sentir, nos es más asequible ir directamente a lo universal, sin la escala intermedia
--cada vez más difícil-- de la fusión nacional”.
O,
como explicaría posteriormente de forma más precisa Domingo Pérez Minik en su
libro “Facción española surrealista de
Tenerife” (1975), del que pasaremos a hablar inmediatamente:
“Entre nosotros ha habido una poesía de tierra
adentro y otra de puertos cosmopolitas. Los contactos con el extranjero fueron
siempre constantes. El extranjero podía ser un pirata, un comerciante, un huido
político. Pero cualquier aislamiento exige una comunicación permanente con el
que llega de fuera, amigo o adversario, da lo mismo, se necesita del prójimo,
nos urge la presencia del diálogo con el que nos va a enseñar otras maneras de
hacer, vivir o cantar. No tiene nada de extraño que, en los años, treinta,
Tenerife, la juventud que la habitaba después de los nacionalismos más o menos
folklóricos de una dictadura política, que hasta la isla llegaba de un modo muy
debilitado, se colocara frente al mar con los pies en el agua hasta abrir todo
tráfico de ideas e in augurar una buena libre plática con toda clase de
navíos”.
Flashback en una librería
de Nueva York
Cada
historia tiene orígenes precisos y un desarrollo en el tiempo que lleva a su
conclusión. Ésta también, pero antes de entrar en ello vaya una anécdota muy
posterior que me parece pertinente y significativa.
Cuando
a comienzos de la década de los setenta la editora catalana Beatriz de Moura
visitó Estados Unidos y acudió a la librería neoyorquina que regentaba Lawrence
Ferlinghetti, se quedó sorprendida cuando el poeta beat le preguntó sobre lo
que había sucedido con los artistas e
intelectuales canarios que habían formado parte en los años treinta del grupo
surrealista de Tenerife, la editora catalana, una mujer culta y de ideas
avanzadas, no supo qué contestar. No sabía nada del tema, aunque no hay que
achacarlo a una ignorancia particular, sino que se trataba de un
desconocimiento generalizado en España, incluso entre los más progresistas y
avanzados intelectuales de la época.
Al
regresar a Barcelona, de Moura localizó a Domingo Pérez Minik, ya por entonces
uno de los más prestigiosos críticos literarios y teatrales españoles y del que
debía conocer su condición de coetáneo y chicharrero, y le pidió que contara en
un libro aquella historia tan apasionante y desconocida. Lo publicó en 1975 en
su editorial, Lumen, bajo el título, ya
mítico, de “Facción española surrealista
de Tenerife” (y con la curiosa errata de colocar en portada una foto en la
que aparecían, según el pie, “Domingo
Pérez Minik, Benjamin Péret, Pedro García Cabrera, Jacqueline y André Breton y
Agustín Espinosa”, cuando los fotografiados eran, en realidad, Pablo
Picasso, acompañado por el director de “gaceta
de arte”, Eduardo Westerdahl, y Maud Bonneaud, su esposa, que habían posado
con el pintor en una de las visitas que le
hicieron en su casa de Mougins, más de dos décadas después de la exposición
surrealista que ocupará la parte central de estas notas).
Poco
importa el error de portada, la verdad, porque lo que hay entre las tapas es
excelente. Con una prosa de gran sencillez, plasticidad e ironía, Pérez Minik,
relata, desde dentro, pero en la distancia, una aventura personal y colectiva
de apasionante lectura. Posteriormente se han editado otros textos sobre el
tema, que completan, documentan o analizan, pero ninguno tiene, como es lógico,
ese palpito vital que permite al lectoral trasladarse con la imaginación al
momento y el lugar de los hechos. A nadie debe extrañarle que sea la guía
principal de estas páginas.
Qué
duda cabe que hoy, cuarenta años después, el conocimiento sobre “gaceta de arte” se ha incrementado de
manera importante con respecto a la ignorancia total de la editora catalana
ante el poeta beat y ya existe un reconocimiento intelectual, especializado, de
lo que significó la revista, el grupo que la creo y los trabajos que
realizaron. Sin embargo, ese conocimiento se centra fundamentalmente en
Canarias, cuyas instituciones culturales, públicas y privadas, vienen desde finales
de los años ochenta reeditando la obra de muchos de los protagonistas de
aquella aventura, editando biografías, estudios y monografías, o catálogos de
las importantes exposiciones que se les han dedicado. Pese a ello, fuera de
Canarias la historia es menos conocida, un motivo más para darla a conocer.[1]
Una revista para
la historia
“gaceta de arte”[2] fue la
aventura juvenil de un grupo de artistas e intelectuales tinerfeños, cultos,
inquietos y rebeldes. Una aventura que acabo desembocando en una de las
revistas más singulares entre las publicaciones culturales editadas en los años
de la República, en España y fuera de ella. No sólo por su longevidad (salió a
la calle durante cuatro años, uno menos que “La Gaceta Literaria” de Ernesto Jiménez Caballero y uno más que “Cruz y Raya” de José Bergamín,
publicaciones históricas sobre las que han corrido ríos de tinta), ni siquiera
por el amplio espectro de los temas tratados, la falta de dogmatismo estético o
los movimientos vanguardistas que defendieron --entre los que el surrealismo
fue uno más, aunque quizás el que mayor impacto causó por el gran logro que
supuso la exposición de 1935, sino, ante todo, por la red de relaciones
internacionales que consiguieron establecer y la enorme repercusión que la
publicación alcanzó entre las vanguardias artísticas europeas de entreguerras. Una
aventura llena de peripecias personales, culturales y políticas que acabo mal.
El
análisis de “gaceta de arte”, de su
época y de las ideas prácticas artísticas e intelectuales de la generación que
la puso en marcha, plantea, aparte de las propias anécdotas de su andadura,
preguntas sustanciales sobre el desarrollo y evolución de las artes de todos
los tiempos, pero especialmente de la era contemporánea. La andadura de la
revista y la de quienes la hicieron ilustra a la perfección un enfrentamiento
histórico permanente entre dos formas de afrontar el arte y a cultura,
expresando la tensión entra tradición y vanguardia, localismo y cosmopolitismo.
Un dilema dialéctico permanente en la historia de la cultura, que en las
Canarias de aquellos tiempos de República, marco de tantos cambios sociales,
cobraba una importancia singular y que aún hoy en día sigue siendo motivo de
encendidos debates. Los miembros de “gaceta
de arte” tenían claro en qué lado del debate se situaban. Así se explicaba
en el primer número de la revista de febrero de 1932 de la mano de Eduardo Westerdahl,
su director, en una nota editorial titulada “Primera Posición”:
“Conectados a la cultura occidental, queremos
tendernos sobre todos sus problemas, en el contagio universal de la época. Sin
huir el pensamiento, sin buscar refugio en tratamientos históricos para los
fenómenos contemporáneos. Nuestra mirada llena de la luz intelectualista de la
época, recorrerá todos los procesos artísticos que tengan un carácter histórico
formal. Nuestra posición de isla aislará los problemas y a través de esta
soledad propia para la meditación y el estudio procuraremos hacer el perfil de
los grandes temas, descongestionándolos para buscarles una expresión. Creemos
movernos entre naciones. Ser islas en el mar Atlántico (Mar de la Cultura) es
apresar una idea occidental y gustarla, hacerla propia despacio, convertirla en
sentimiento. Queremos ayudar a una nueva posición occidentalista de España.
Seres atentos, amplios, jóvenes. Y cumplirá en la isla, en la nación, en
Europa, la hora universal de la cultura. Esta será nuestra política.”
A
lo largo de los cuatro años que se publicó habría en “gaceta de arte” muchos más
posicionamientos, que al grupo le gustaba tomar partido hasta mancharse. Sobre
todo. Sobre La República, de la que eran firmes defensores pero a la que no dudaron
en criticar cuando lo consideraron necesario. Se posicionaron sobre el arte
proletario, el urbanismo, la propaganda en el arte, el abstracto, el teatro
español del momento o el Surrealismo. También, ojo al canto, sobre “la función de la planta en el paisaje”,
tema menos disparatado de lo que parece si se toma en consideración que estaban
anclados en medio del océano y que el paisaje era no sólo un elemento
sustancial del atractivo que las islas ya empezaban a despertar entre los
turistas extranjeros sino, sobre todo, si se le considera un signo
identificativo íntimo y profundo de la canariedad. Empezaban:
“g. a. tiende hoy su mirada sobre las labores
absurdas de regionalismos sin sentido, de cantares, fiestas populares y
absoluto desconocimiento de las principales necesidades de las islas. El tópico
más manejado es el turístico. Articulistas, propietarios, primeras figuras de
fantasía ciudadana, han expresado repetidamente normas de turismo, pero en este
sentido, — descuidado, abandonado siempre — no se ha retrocedido hasta el
elemento pequeño, hasta las miniaturas que construyen en colectividad la
riqueza atractiva de un país”.
Y
reivindicaban:
“g.a. proclama de nuevo la alta cotización estética
que alcanza en el mundo modernos plantas como cactus, agaves etc., y que, salvo
colecciones particulares, han venido siendo despreciadas por todos los
organismos encargados de cuidar la decoración ciudadana.
g. a. sostiene la necesidad de realizar estas
plantaciones, de parcelar lugares y tender a la expresión auténtica de las
islas dentro de los principios racionalistas universales, como planta de
nuestro paisaje: el cactus”.
Tiempo de
cambios
En las primeras
décadas del siglo XX, Canarias en general y Tenerife dentro de ella estaba
viviendo un profundo cambio social y económico, que acabó deviniendo en cultural. Era una sociedad
básicamente agrícola, productora de plátanos, tomates y patatas, modestos
productos de consumo diario que, gracias a los avances en el transporte
marítimo y su repercusión en el comercio internacional, se habían convertido en
codiciados alimentos de exportación a toda Europa, y especialmente a
Inglaterra, convirtiéndose así en la mayor fuente de ingresos de la isla antes
de la llegada masiva del turismo ya a mediados de siglo.
Alrededor de las
nacientes industrias envasadoras, empresas comerciales, portuarias o navieras y
otras surgidas a su alrededor, comenzaron a crearse las primeras organizaciones
obreras, cuya importancia fue creciendo durante los años republicanos. Si en
las elecciones municipales del 12 de abril de 1931, que precipitaron la proclamación
de La República, la derecha monárquica ganó en la Las Palmas y la coalición
entre republicanos y socialistas consiguió el triunfo en Santa Cruz de
Tenerife, en las generales de febrero de 1936 los candidatos del Frente Popular
consiguieron ocho de los once escaños de las islas. Un dato sobre el camino
hacia la radicalización seguido en aquellos cinco años de la sociedad canaria podría
ser que entre los elegidos figuraban dos comunistas, uno por circunscripción,
por encima de la media de los 17 diputados que el PCE había conseguido en toda
España. Tuvieron que pagarlo luego. El grancanario Eduardo Suárez Morales
intentó un conato de resistencia armada en el norte de la isla, siendo detenido
y fusilado junto a otros camaradas. Florencio Sosa Acevedo, tinerfeño del
Puerto de la Cruz, de la que había sido alcalde dos veces, se encontraba en
zona republicana aquel 18 de julio, lo que le permitió sobrevivir, aunque fuera
detenido al acabar la guerra y condenado a muerte. Aunque se le sobreseyó la
condena pasó cuatro años en la cárcel. Otro de los elegidos fue el socialista Juan
Negrín, del que se conoce bien lo que le sucedió posteriormente.
El proceso de
industrialización agrícola y el incremento del comercio potenciaron la
aparición de una clase media formada por profesionales en contacto con lo que
se cocía fuera de las islas, interesados por la cultura y preocupados por los
temas de la modernidad artística y el progreso social, económico y político,
inquietudes que enlazaban por la vocación cosmopolita de aquella parte de la
intelectualidad canaria que bien podían representar nombres como los de José
Viera y Clavijo (1731/1813), Graciliano Afonso (1775/1861) o Agustín de
Betancourt (1758/1824), ingeniero militar e inventor, que acabó su vida en Rusia
al servicio del Zar Alejandro I como director de su Instituto de Ingenieros, siendo
el responsable de la modernización urbana de San Petersburgo y de la
construcción de numerosas obras públicas. Canarios, cómo cantó Quintín Cabrera
de su Montevideo, “con vocación atlántica
de mar”.
En ese caldo de
cultivo se formaron quienes luego crearían “gaceta
de arte” y organización la exposición surrealista de mayo de 1935.
De izda a dcha: Domingo Pérez Minik, Juan Márquez,
Domingo López Torres, Agustín Espinosa y Emeterio Gutiérrez Albelo |
“Pajaritas de papel”. El arte del juego o el juego
como arte.
La primera
actividad artística colectiva que emprendieron algunos de los luego redactores
de “gaceta de arte” fue la puesta en
marcha del grupo “Pajaritas de Papel”,
al que pertenecieron una larga lista de jóvenes, los mayores de los cuales
andaban por la mitad de la veintena y entre los que llama la atención la
presencia de un buen número de mujeres. Y de parejas de hermanos, lo que habla
mucho de su carácter de grupo de amigos con inquietudes comunes. Algunos de sus
nombres eran José Miguel Manquillo, Ernesto Guimerá, Carmen Rosa Guimerá, Enma
Martinez de la Torre, Jesús Pérez, Selina Calzadilla, Hilda y Rosa
Gómez-Camacho, María y Hortensia Ferrer, María de la Soledad García de Paredes,
Domingo López Torres, Amor Lozano, Manuel Parejo, Pedro García Cabrera,
Consolación Díaz, Domingo Pérez Minik, Victoria López Carvajal, Eduardo
Westeerdahl y María de los Ángeles y Julio Antonio de la Rosa, prometedor poeta
cuya muerte prematura con 25 años en un accidente marítimo, en el que también
falleció el poeta José Antonio Rojas y del que consiguió salvarse Domingo López
Torres, significaría prácticamente el final de la aventura, aunque también el
comienzo de otras nuevas. Algunos de estos seguirán apareciendo de aquí en
adelante, pues cumplieron un papel relevante en la cultura canaria y española que
merece ser reseñado.
En consonancia
con la resonancia infantil que le dieron al nombre del grupo, las actividades que
realizó “Pajaritas de papel” aparecen
impregnadas de un cierto entendimiento del juego como forma de arte. O del arte
como juego. A la vista del tipo de cosas que
llevaron
a cabe no cabe entender que hubiera en ellos otra motivación que la vocacional,
otro interés que el creativo, otro objetivo que la diversión y la expresión
propias. Ninguna pretensión de permanencia, trascendencia o mercantilismo podía
haber en las actividades en vivo y en directo que organizaban, que ellos
llamaron acciones y que más tarde se hubieran calificado sin complejos de
performances o happenings. O en los libros manuscritos y de ejemplar único que
dieron a la luz, tan cercanos a los libros de artista, que tan de moda se
pondrían más adelante y que tanto deben unos y otros a los códices medievales.
Cuando se metían
en acción podían, por ejemplo, conmemorar una onomástica o un cumpleaños con un
te británico y formalista. O simular una verbena o un naufragio. O representar
escenas tituladas La cacería de mariposas,
Vuelo de la cometa de Pajaritas de Papel
o Baile de lo cursi. A simple vista
podrían parecer divagaciones de diletantes o entretenimiento de jóvenes
desocupados, pero nada más ajeno a la realidad. Contemplado desde hoy, las
variadas actividades de “Pajaritas de
Papel”, aún todo lo ecléctico y amateur que se quiera, no tenían nada de
improvisado ni intrascendente, sino que respondían a un proyecto artístico bien
definido, aunque embrionario.
Uno de sus
miembros, Eduardo Westerdahl, que ya empezaba a colaborar en la prensa local y
que tan importante lugar ocuparía luego en “gaceta
de arte”, dejó escrito en diciembre de 1928 en el diario La Tarde una columna que constituía toda
una declaración de principios. Principios que, en buena medida, él y sus
compañeros mantuvieron vivos en sus trabajos posteriores:
“…este grupo no
tiene tendencias, ni itsmo determinado, no está encasillado en la
abstracción de un grupo de los llamados de vanguardia. Es, eso sí, una novísima
forma de arte, una interpretación moderna de la vida, una tolerancia ecléctica
donde cada época se valora sinceramente desde el minué al jazz, cogiendo
siempre de la historia los valores olvidados para su reconstrucción moderna”,
Una buena
muestra del rigor con el que trababan puede encontrarse en los ocho libros y
tres folletos, conservados gracias al celo familiar de quienes los guardaron en
su momento, y reproducidos en el libro que la historiadora del arte Pilar
Carreño dedicó al grupo en 1998. Se trata de ejemplares únicos, realizados
totalmente a mano, la maquetación, las ilustraciones e incluso los textos escritos
en preciosa caligrafía, ese viejo arte perdido en la comodidad de los
ordenadores, de los que algunos ejemplos dejamos por aquí como ilustraciones.
En aquellos
últimos años de la dictadura en los que estamos situados, España vivía un
momento no sólo de intensa agitación social y política, sino de autentica
efervescencia cultural. Canarias también, como no podía ser de otra manera. Los
nuevos artistas e intelectuales se hacían hueco en cualquier espacio que
encontraran receptivo. Colaboraban en la prensa más dispar, organizaban
exposiciones en el primer salón que se les ponía a tiro, creaban grupos
escénicos para representar el teatro nuevo, y, sobre todo, montaban editoriales
y publicaban revistas con el entusiasmo de quienes sabían que la letra impresa
era la mejor manera de difundir las ideas.
A finales de la
década de los veinte, los que acabarían creando “gaceta de arte” ya habían comenzado a darse a conocer en los
ambientes intelectuales de Tenerife. Westerdahl colaboraba en el diario La Tarde y había publicado un primer
libro de poemas (“Poemas de sol lleno”,
1928), primero y último, pues finalmente se decidiría por el terreno del
análisis y la teoría, especialmente aplicados a las artes plásticas. Pérez
Minik, que acabaría como experto en literatura y teatro, escribía crónicas
deportivas para La Gaceta de Tenerife.
Por esas fechas se publicaron los primeros poemarios de Pedro García Cabrera (“Líquenes”, 1928), Emeterio Gutiérrez
Albelo (“Campanario de la Primavera”,
1930). Agustín Espinosa, el mayor de ellos, editaba en Madrid su inclasificable
“Lancelot 28º-7º” (1919), que
subtituló “Guía integral de una isla
atlántica” y que tanto influiría en su amigo el pintor Óscar Domínguez, ya
en París desde hacía dos años.
En una sociedad
tan reducida como aún era la tinerfeña (tómese nota: poco más de 60.000 habitantes
en la capital y unos 24.000 en La Laguna), y más aún sus medios intelectuales,
estos jóvenes inquietos y creativos estaban destinados a encontrarse, si es que
no se conocían de toda la vida. Fueron coincidiendo en los grupos y colectivos
que iban fundando unos u otros, las propias Pajaritas
de Papel, las asociaciones de jóvenes intelectuales Proa o Rebeldía y Disidencia
(DyR), bautizada con esa contundencia
por sus promotores, García Cabrera y Westerdahl. Unos y otros confluían en el
recién creado, en 1925, Circulo de Bellas Artes, en cuyo grupo teatral hacía
sus pinitos como actor Pérez Minik, y escribían en las mismas revistas que
ellos mismos creaban o ayudaban a crear, de las más duraderas Hespérides o La Rosa de los vientos a la efímera Cartones (1930), que sólo le duró un número a su fundador e
ideólogo, un joven Domingo López Torres de apenas veinte años de edad.
Para ellos, hacer
cultura, pintar, escribir, teorizar, cantar o actuar no era sólo una vocación o
una escalera social, era, ante todo, un deber moral íntimo y una necesidad
social. Una forma de intentar cambiar el mundo. En su libro, Pérez Minik hace
un ajustado retrato de aquella generación en aquel lugar y momento:
“… queríamos tirar la casa por la ventana, jugarnos
el todo por el todo, subvertir todas las tradiciones de tierra adentro con su
señoritismo, sus minifundios intelectuales, el quijotismo, los arquetipos
donjuanescos, el narcisismo, la soberbia y el casticismo siempre subyacente,
operante, carismático… Queríamos un orden nuevo, una locura, un salirse por la
tangente. Vivíamos una época terriblemente atosigada, con las dictaduras
desbocadas ya, la debilidad de las democracias, las persecuciones contra todas
las formas de la nueva estética y la aparición de las morales, economías y
artes más retrógradas”.
Viaje iniciático
Existen
en la historia personajes que, pese a resultar providenciales, apenas dan lugar
a una nota a pie de página o a una simple cita a vuelapluma. Es el caso del que
viene ahora, al que por una vez me voy a permitir sacar a primer plano, por
cuanto jugó un papel singular en esto que vamos contando y por constituir un
modelo paradigmático de la estructura social de las Canarias de la época. El de
los empresarios procedentes del extranjero, británicos sobre todo, aunque este
fuera alemán, que se habían ido instalando en las islas a lo largo del siglo
XIX y contribuyeron de manera decisiva a su desarrollo industrial-agrario y al
incremento del su comercio internacional; elementos esenciales de una
modernización social y cultural de la que “gaceta
de arte” es el resultado culturalmente más emblemático.
Jacob
Ahlers Shulz había nacido en Hamburgo, y justo en el comienzo del siglo XX, con
tan sólo 24 años, había llegado a Tenerife, al parecer en busca de cura para
sus males pulmonares con el aire limpio y las aguas saludables de Vilaflor, en
el centro mismo de la isla. Debió sanar, porque seis años después era ya agente
de seis navieras alemanas y de varios de los más importantes bancos europeos,
alemanes, ingleses, franceses y suizos. Se metió de cabeza en negocios de
suministros agrícolas, salazones y tratamiento de pescado, prospecciones
acuíferas o directamente en el cultivo y la exportación de plátanos y tomates,
comprando fincas en diversas localidades que sumaron más de 200 hectáreas. En
1931 estaba en la cima de su poderío económico y social. Era tesorero de la
Federación Patronal de las Islas Canarias y el gobierno alemán le había
nombrado su cónsul honorario en Tenerife, honor al que no se sabe que renunciara
tras la toma del poder de los nazis.
Cabe preguntarse en este punto qué es lo
que relaciona a la exposición surrealista de Tenerife y sus organizadores con
este alto empresario, hombre de derechas que en los posteriores años republicanos
hubo de enfrentar fuertes críticas de la izquierda sindical y política por sus
actividades en la patronal, que incluso le hicieron objetivo de dos atentados,
y que tras la guerra se avendría bien con el franquismo, aunque al parecer hizo
lo que pudo por evitar el encarcelamiento de algunos amigos represaliados. Como
Eduardo Westerdahl. Vamos a ello.
Westerdahl en la oficina
|
Desde hacía 10 años, Eduardo Westerdahl,
que había abandonado los estudios de comercio en el segundo curso, trabajaba
para él en una empresa naviera y exportadora. No consta de quien fue la idea,
si del jefe o del empleado, pero el hecho es que la empresa pagó la gira de
tres meses que en 1931 realizó Westerdahl por Europa. Parece ser que la
intención primer de Ahlers era que el empleado, que debía tener buenas cualidades
comerciales, aprovechará el viaje para perfeccionar su alemán, lo que vendría
muy bien al negocio, pero no podía ignorar que su patrocinado era un
prestigioso, aunque joven, tenía 29 años, intelectual de vanguardia
profundamente interesado en lo que en esos mismos momentos se estaba haciendo
en la lejana Europa, ingrediente necesario de todas las salsas culturales de la
isla, .
Sin duda Westerdahl debió perfeccionar
su conocimiento de idiomas, especialmente el alemán, pero también otros. Partió
del puerto de Santa Cruz de Tenerife, convenientemente despedido por sus
amigos, que ya eran legión, el 14 de julio de 1931 y regresó en octubre. Tres
meses que supusieron un verdadero viaje iniciático, que le permitió acceder de
primera mano a lo que hasta entonces sólo conocía por las desvaídas fotografías
de las publicaciones extranjeras. En Alemania pasó por Berlín, Dessau,
Eisenberg, Hamburgo y Múnich, pero también visito Holanda, las entonces
checoeslovacas Bratislava, Brno y Praga y llegó, como no podía ser de otra
forma, hasta París, donde residía Óscar Domínguez, que debió servirle de
introductor de embajadores entre la miríada de artistas e intelectuales que
entonces pululaban por la ciudad francesa revolucionando el arte y el pensamiento
de Europa.
A lo largo del viaje, Westerdahl fue
contando sus descubrimientos e impresiones de los lugares por los que pasaba a
los lectores del diario tinerfeño La Tarde y de La Gaceta Literaria, en un
momento en que pese a que su director, Ernesto Gimenez Caballero, ya había
proclamado su falangismo, pero en el que parece que todavía era posible la
convivencia de distintas posiciones ideológicas en la publicación. También
realizó numerosas fotografías del viaje, con especial atención a los nuevos
edificios, el urbanismo o las construcciones industriales, muestras de la
arquitectura racionalista que amaría toda su vida. Bien se podría decir que la
cámara fotográfica fue siempre su personal instrumento de creación,
permitiéndole conjugar la vocación artística, presente en sus intentos poéticos
y en algunos collages, con el carácter documental y analítico de la labor
crítica y teórica. Con ella dejó fijada en blanco y negro, en placas de cuidado
y riguroso encuadre, la memoria gráfica de toda una generación de intelectuales
y artistas no sólo canarios, un retrato múltiple de estos años que estamos
repasando. Un momento de la historia del arte en imágenes.
La acumulación de descubrimientos y
conocimientos de aquellos tres meses por Europa debieron concretar en su cabeza
la idea de una nueva revista, de la que pienso que le gustaría imaginar la
trascendencia que podía alcanzar. En septiembre, cuando le faltaba poco por
regresar le remitió desde Munich una carta a Domingo Pérez Minik, su compinche
más íntimo, en la que le comunicaba la idea, e incluso concretaba ya cual debía
ser su núcleo duro de la revista, como finalmente sucedió. Según se deduce, había
otros amigos, Juan Manuel Trujillo y Francisco Aguilar, que estaban preparando
una publicación con la que Westerdahl no estaba muy de acuerdo y proponía una
alternativa. Curiosamente los dos oponentes de aquel momento acabarían
integrados en "gaceta del arte".
Escribía en la carta.
"Juan
Manuel es clásico, él lo ha dicho siempre. Aguilar es clásico, él no siente
cariño por lo moderno. Si ellos eligen esa posición van de acuerdo con ellos
mismos. Que saquen la revista. Nosotros por nuestra parte haremos nuestra obra.
Que se divida la juventud; pero sin guerras. Una cosa es la historia y otra el
momento presente. Los payasos a los árboles, los pescados a la mar. Ahora que
cada uno ponga un poco de interés. Y hacer una cosa clara. Llevo material
suficiente y quedaré relacionado. Una revista pequeña, con gusto, con
orientación, hecha por personas que sientan todo esto las que hay son modestas.
Canarías lanzará su aportación. Y seremos nosotros. Cuento para ello contigo,
con Perico (García Cabrera) y Domingo (López Torres) y los demás que sientan
estos rumbos".
Metidos
en harina
Westerdahl debió ponerse a la tarea nada
más pisar de nuevo en la isla, porque apenas cuatro meses después ya estaba en
la calle “gaceta de arte”. No le
faltó el apoyo entusiasta de los compañeros ni dejaron de haber circunstancias
favorables que lo facilitaron. Mientras andaba por Europa, los amigos con los
que compartía generación e ideas se habían hecho con la dirección del Circulo
de Bellas Artes de Tenerife, principal generador cultural de la isla, del que
se había nombrado presidente a Domingo Pérez Minik y de cuya junta directiva
formaban parte Domingo López Torres, Óscar Pestana, Francisco Aguilar y José
Arozena, todos ellos pronto enrolados en la aventura. A Westerdahl se le nombró
vicepresidente de la sección de literatura, a la que se adscribió “gaceta de arte”.
El 1 de febrero de 1932 se publicó el
primer número, cuatro páginas que se abrían con una declaración de principios y
objetivos que merece la pena reproducir íntegra y en facsímil, no sólo por su
contenido, sino porque desde el propio diseño del documento queda patente la
intención vanguardista de la publicación:
La mancheta de la revista --cuatro
páginas tamaño sábana (60 x 75 cm) que se presentaban como “expresión contemporánea de la sección de
literatura del Círculo de Bellas Artes”
y que costaban una peseta-- dejaba en negro sobre blanco los nombres de
sus responsables. Eduardo Westerhal era, como correspondía, el director. Pedro
García Cabrera figuraba como secretario, y los inseparables Domingo Pérez Minik
y Domingo López Torres componían la redacción junto a Oscar Pestana, Francisco
Aguilar y José Arozena. Después se añadirían Agustín Espinosa y Emeterio
Gutiérrez Albelo. Especialmente influyente fue, desde París, la colaboración de
Óscar Domínguez, al que organizarían su primera exposición individual en
Tenerife en 1933, prólogo de la gran muestra de dos años después, La Exposición
Internacional Surrealista de 1935.
No voy a repasar uno a uno los 38
números que acabaron publicándose, el último de ellos en junio de 1936, a poco
más de un mes de que Francisco Franco saliera de la Capitanía General de
Tenerife para dirigirse a Marruecos y comenzar desde allí la guerra civil en
España. Sin embargo, pienso que puede resultar ilustrativo reseñar mínimamente
el primero de ellos.
Se abría con la posición reproducida más arriba y
completaba la primera página, extendiéndose a parte de la segunda, un largo
artículo de original escritura salido de la pluma y la cabeza del director, que
con el título de “tendencias evasivas de
la arquitectura”, se adhería a las ideas racionalistas de la Bauhaus. Tras
una larga argumentación, el final adquiría un cierto tono de poesía conceptual:
A continuación, Domingo López Torres, el
benjamín del grupo y el que quizás fuera el más directamente comprometido
políticamente de todos ellos --junto a Pedro García Cabrera, que para entonces
ya era concejal socialista en el Ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife--,
abordaba en su artículo el arte social de George Grosz, mientras que Francisco Aguilar,
al que no en vano Westerdahl había considerado un “clásico” en aquella carta fundamental de Munich, se ocupaba de realizar
“una interpretación filosófica del
barroco”. Al frente de la sección de libros estaba Domingo Pérez Minik, que
escribía sobre Jean Schulumberger, novelista francés que permanecería no tanto
por su obra literaria como por haber sido uno de los fundadores de la
controvertida La Nouvelle Revue Française. La última página se dedicaba a las
noticias culturales. Europeas (Alemania, Francia o Bélgica) bajo el epígrafe de
“revista Internacional” y canarias
bajo el de “revistas de las islas”.
En esta última sección dos reseñas significativas. Una, la del libro de poemas
“Tratado de tardes nuevas”, de Julio
Antonio de la Rosa, el fallecido compañero de “Pajaritas de Papel”. Otra, la del segundo centenario de Viera y
Clavijo, uno de esos canarios internacionales de cuya rama descendían los
mentores de “gaceta de arte”. Un
breve llamamiento a la juventud cerraba aquel primer número.
Me he detenido en detallar el contenido
de aquel primer número (algo en lo que espero no reincidir) porque pienso que
en él se encontraban ya las que serían las principales características
definitorias de “gaceta de arte”:
-El eclecticismo de sus intereses
artísticos y culturales, que, en este caso, abarcaban desde el racionalismo al
expresionismo y que en números posteriores albergarían otros ismos del momento.
Sin olvidar a aquellos clásicos que habían apostado por sus respetivas
modernidades y que para ellos estaban en el origen de todo. Sintomático en este
sentido es que el número 3 fuera un monográfico dedicado al centenario del
fallecimiento de Goethe.
-Preocupación prioritaria por la literatura, la plástica, el teatro y la
arquitectura. Prácticamente no hay música en ella; y cine, poco, aunque algún
artículo de alto interés se publicara, como “Conducta funcional del cinema”, del propio Westerdahl, una original
aportación teórica que debería ser conocida por los historiadores del cine en
España, o “Hacia una crítica técnica del
cine”, firmado por Juan Piqueras, pionero de la crítica cinematográfica en
España, que de no haber muerto fusilado en 1936 por los militares sublevados (y
sus restos arrojados a una fosa común de esas que quedan sin descubrir) bien
hubiera podido ser nuestro André Bazín.
-Mayor atención a lo que se hacía por
Europa que a la España peninsular. Parecería como si los redactores de “gaceta de arte” hubieran pensado que,
dada la distancia que les separaba del continente, fuera España o el
extranjero, mejor era ir hasta las fuentes originales que quedarse en terrenos
intermedios. Eso no quiere decir que no mostrarán en la revista la admiración
que les merecía la pintura de Maruja Mallo o las esculturas de Alberto Sánchez,
Julio González o Ángel Ferrant, con cuyo grupo Amigos de las Artes Nuevas (A.D.L.A.N.) mantuvieron una excelente
relación, antes y después, y que tuvieran colaboradores de la península como
Guillermo Díaz Paja o Guillermo de Torre. En su libro, Pérez Minik lo explicó
con claridad:
“No nos interesó
la celebración del centenario de Góngora, ni tampoco la mayoría de las revistas
de poesía que aparecieron a todo lo largo y ancho de la península, ni las
teorías sobre la historia española de Ortega. Pero hay que reconocer que todos
los líricos de la generación del 27 fueron siempre bien comprendidos por
“Gaceta de Arte”, de Pedro Salinas a Jorge Guillen, el Rafael Alberti de “Sobre
los Ángeles”, y el Federico García Lorca de “Poeta en Nueva York”, y con
especial atención el Juan Larrea que descubrimos en la Antología de Gerardo
Diego. La herencia del barroco, el folklo-rismo y la élite lúdica, todas estas
actitudes fueron siempre rechazadas por los animadores de «Gaceta de Arte».”
López Torres, Westerdahl, Pérez Minik |
Aunque la referencia al poemario de
Lorca no pueda deberse sino a una proyección hacia atrás de lo leído después,
pues “Poeta en Nueva York” no se
publicó hasta 1940, en el exilio, y anteriormente sólo se pudo acceder a
algunos de sus poemas a través de las pocas lecturas que de ellos hizo el
propio poeta, por lo que es poco probable que los conocieran en Canarias, el
párrafo da idea de por dónde iban los gustos literarios y estéticos del grupo
canario. La preferencia por la parte vanguardista de la generación del 27 sobre
sus apegos más tradicionalistas marca la especificidad de los mentores de “gaceta de arte” frente a sus coetáneos
peninsulares, pese a pertenecer todos ellos a la misma generación de la
República o, por darle el nombre más conocido, del 27. El de más edad de los
canarios, Agustín Espinosa (1897), era apenas algo más joven que los mayores
del 27, Pedro Salinas (1891), Jorge Guillén (1893), Vicente Aleixandre (1898) y
Federico García Lorca (1898). Los más jóvenes, Domingo López Torres y Miguel
Hernández, había nacido ambos en 1910. Ambos, también, morirían víctimas de la
represión franquista.
“gaceta
de arte” probablemente no hubiera existido, y hay que tomarlo en
consideración, sin la República. La efervescencia cultural y política de los
últimos años de la dictadura permitió el estallido de la extraordinaria
vitalidad que en todos los terrenos, también en éste, desató la caída de la
monarquía. A lomos de la ola de entusiasmo y libertad que atravesó España aquel
14 de abril, nacieron o se consolidaron publicaciones que como “La Gaceta Literaria”, “La Revista de Occidente”, “Nueva Cultura”, “Litoral”, “Cruz y Raya”,
la albertiana “Octubre” o la
nerudiana “Caballo verde de la poesía”,
que entre tantas otras pasarían a la historia española de la cultura,
semilleros de nuevas generaciones de artistas y pensadores de singular
brillantez. También “gaceta de arte”[3].
Los promotores de la revista tinerfeña
no sólo eran claros simpatizantes de la República, sino activos luchadores por
su implantación, primero, y por su mantenimiento tras el autoexilio de la
monarquía. De hecho, buena parte de los promotores y redactores estaban
afiliados al Partido Socialista, en concreto el núcleo duro de la revista, los
que estuvieron en ella de principio a fin, formado por Westerdahl, Pérez Minik,
García Cabrera y López Torres.
Esa militancia republicana, y
socialista, no les impidió criticar aquello que no les gustaba de lo que iba
haciendo la República, especialmente en el terreno cultural. Unas diferencias
que salieron especialmente a la luz a partir de las elecciones del 19 de
noviembre de 1933, que dieron la victoria a una derecha nucleada alrededor de
la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA), liderada por un
monárquico semifascista llamado José María Gil Robles, de malabaristica carrera política posterior, y el Partido Republicano
Radical del siempre populista y corrupto Alejandro Lerroux. Durante los dos
años siguientes, lo que se llamó bienio negro, España sufrió una fuerte
regresión en todos los terrenos, en un intento por suprimir o reducir las
medidas progresistas que se habían tomado durante los dos primeros años; desde
la reforma agraria a la edificación de escuelas, desde las ordenanzas laborales
al apoyo al arte más avanzado.
“gaceta
de arte” se sublevó contra esa regresión, siempre desde un enfoque
político-cultural (o cultural-político, pues para ellos ambos ámbitos venían a
ser lo mismo), desde que la sintieron aparecer por el horizonte. Ya en diciembre
de aquel mismo 1933 en que la derecha copó el gobierno, publicaron en el número
22 de la revista su undécimo manifiesto, expresamente dirigido “a los jóvenes españoles”, en el que
fijaban su posición ante las ideas reaccionarias que propugnaban. Lo titularon
“el escandaloso robo de nuestro tiempo”
y comenzaba:
“g.a., desde su aparición, ha dedicado, sin claudicar un momento, sus
dos años de vida a la presentación y defensa, no sólo del arte vivo, sino del
olvidado espíritu de nuestro tiempo en las más diversas actividades.
este espíritu de
la época, claro, lleno de precisión, aparece combatido por ejércitos
reaccionarios, acomodaticios y burgueses, no sólo en España, sino
internacionalmente, apoderándose de todos los resortes de la cultura, para ofrecer
al hombre contemporáneo la seguridad ficticia y escandalosa de una
transposición de épocas, queriendo acomodar sus pasos a callejones históricos
son una posible salida”.
Frente a ello, el manifiesto hacia un
llamamiento expreso:
“Contra estos fantasmas
es necesario, jóvenes internacionales, jóvenes españoles, tener despierto el
espíritu y afirmar nuestro orden: el auténtico orden de nuestro tiempo.”
Anotaciones
de contactos
de la agenda de Eduardo Westerdahl |
Como negocio “gaceta de arte” debió ser una ruina total, pues una parte
importante de los 600 ejemplares que editaban se enviaban gratis a una buena
cantidad de intelectuales y artistas, tanto españoles como internacionales. Se
cuenta que García Lorca la recibía con alborozo en la Residencia de Estudiantes
de Madrid, gritando con chunga andaluza “llegó
la revista de ‘arre’”, en alusión al diseño de la cabecera que hacía
complicado distinguir la “t” de “arte”[5]. Otra
parte importante de la tirada iba destinada a intercambiar ejemplares con Universidades, instituciones y publicaciones
culturales y artísticas, prácticamente todas las españolas de cierta
significación y, especialmente, con numerosas internacionales, que en varias
ocasiones llegaron a comentar o reproducir los artículos originalmente
publicados por el grupo canario. La lista es larga, pero sólo como ejemplo de
esa amplitud de contactos, bien se pueden citar las francesas “Cahiers d’Art”, “Minotauro”, “Les Nouvelles
Litteraires”, “Sprit” o “La Nouvelle Revue Francaise”, las
alemanas “Ómnibus” o “Die Neue Stalt”, la italiana “Sciencia”, la mexicana “Crisol”, la argentina “Signo”, y así hasta llegar al boletín
del Museo de Arte Moderno de Nueva York, que sólo se distribuía entre los
socios de la institución. Estos intercambios no sólo eran una buena manera de
conocer lo que se hacía lejos de las islas, sino, ante todo, un sistema eficaz
de difundir por ese mundo lo que se pensaba y se hacía en aquellas lejanas
islas atlánticas. También era una buena forma de recabar colaboradores para la
revista, entre los que se encontraron, por citar tan sólo a algunos de los que
han pasado a la historia de la cultura, Le Corbusier, Gertrude Stein, Tristan
Tzara, Jean Cassou, Herbert Read, André Bretón, Paul Éluard o Benjamin Péret.
Esa amplísima nómina de contactos y relaciones es la que posibilitó la
celebración de la Exposición Surrealista de marras, a la que al fin llegamos.
Llegan
los surrealistas
Al mediodía del sábado 4 de mayo de 1935
los redactores y colaboradores de “gaceta
de arte” subieron a una falúa del puerto de Santa Cruz de Tenerife para
acudir a recibir a sus huéspedes, cuyo barco estaba fondeado en una dársena
exterior a la espera de atraque. No se trataba de un imponente transatlántico,
sino de un simple barco frutero, el San Carlos, que regularmente transportaba
plátanos de Canarias a Francia y que contaba con algunos camarotes para
pasajeros. Los viajeros habían salido de París cargados con su voluminoso
equipaje siete días antes camino de Dieppe, donde abordaron el navío. Pérez Minik
recordó así aquel primer encuentro:
“Una buena
cordialidad se entabló en seguida. Aquí ya teníamos cara a cara a los
largamente esperados. Esta primera impresión fue buena. André Bretón, con su
cuerpo erguido, macizo, de entonados movimientos, su hierática postura, no
sabemos si estudiada, su cabeza con una cierta inclinación altiva, una
indiscutible apostura que nos sorprendía, pero que no nos extrañó, dada la alta
representación que ostentaba con su categoría de pontífice máximo del
surrealismo, su condición de profeta, la fascinante palabra. Con cierta
distancia, una original simpatía y su buen afán de agradar. A su lado,
Jacqueline, su mujer, rubia, bien plantada, de estirada línea, los ojos azules
llenos de movilidad, con el tipo apropiado de una bailarina clásica francesa,
de entreverada nadadora de campeonato o de muchacha-anuncio de los bulevares,
desplazando toda su sabiduría femenina para la colonización de estos insulares.
Y, aparte, Benjamin Péret, con su media calva, el rostro tópico parisiense,
nervioso, vivo, siempre al quite, con su castellano medio hispanoamericano,
intranquilo, lábil, apasionado, discutidor, en su papel de incondicional
secretario.”
No hay que hacer demasiado esfuerzo para
imaginar la escena. A sus 39 años, André Breton era ya, si no el más respetado
de los escritores e intelectuales del momento, sí, desde luego, uno de los más
influyentes, especialmente en el campo de las vanguardias, y, desde luego, el
más polémico. Adscrito en un principio al dadaísmo, dentro del que había
publicado en 1919 su primer libro de poemas, “Mont de pieté”, su personalidad artística y teórica había estallado
en 1924 con la publicación de su “Primer
Manifiesto del Surrealismo”, llamado a revolucionar la cultura del siglo
XX. Proclamaba en él la necesidad de un arte revolucionario, capaz de conjugar
la función que Rimbaud le había otorgado de cambiar la vida con la exigencia de
Marx de cambiar el mundo. No era desafío pequeño y en él anduvo metido toda su
vida, aunque no sin fuertes crisis y disidencias. En el momento del viaje a
Tenerife estaba, precisamente, en una de ellas. Ese mismo año había abandonado
el Partido Comunista Francés tras ocho años de militancia, lo que, aparte de
las polémicas y enfrentamientos consecuentes, daría lugar también a un
distanciamiento cada vez más agrio de dos de sus colaboradores más íntimos en
todos esos años, los poetas Louis Aragon y Paul Éluard, que habían seguido
fieles al PCF, en el que había ingresado los tres al mismo tiempo.
Tal vez, sin embargo, el gran patriarca
del surrealismo, que guardaría la llama sagrada y subversiva del movimiento, tal
vez tan sólo quería con aquel viaje descansar y comprobar la magia exótica y
lejana de las islas, de la que le había hablado su colega Óscar Domínguez, al
que encontraremos más adelante, y que había añorado antes de conocerla en el
poema que le acababa de dedicar en su último libro, “L’air de l’eau”
“Se
me dice que allá abajo las playas son negras
Por
la lava que fue hacia el mar
Y
se extienden al pie de un inmenso pico de humeante nieve
Bajo
un segundo sol de canarios silvestres
Cuál
es, pues, este país lejano
Que
parece sacar toda su luz de tu vida
Y
tiembla muy real en la punta de tus pestañas
Dulce
a tu encarnación como un lienzo inmaterial
Recién
salido de la maleta entreabierta de los tiempos
Detrás
de ti
Lanzados
sus últimos resplandores sombríos entre tus piernas
El
suelo del paraíso perdido
Cristal
de tinieblas espejo de amor
Y
más abajo hacia tus brazos que se abren
Con
la prueba de la primavera
DESPUES
La
inexistencia del mal
Todo
el manzanar en flor del mar”
En un principio se había pensado que su
acompañante en aquel viaje fuera su inseparable compañero Paul Éluard, con el
que ya debía andar en polémica y con el que acabaría rompiendo tres años
después. Por causas que desconozco no fue así, y quien acudió con Breton a
Tenerife fue Benjamin Péret, también poeta memorable, surrealista de primera
hornada y compinche de Bretón desde los tiempos del dadaísmo, que poco después lucharía
junto a los republicanos en la guerra civil que ya se oteaba en el horizonte.
Jacqueline Lamba en Tacoronte |
Y en medio de los dos poetas, más cerca
del pope que del secretario, una mujer. Jacqueline Lamba. En el momento de
poner pie en Tenerife tenía 24 años, y apenas hacía uno que se había casado con
Breton en una boda que tuvo como padrinos a Alberto Giacometti y Paul Éluard y
como fotógrafo de lujo a Man Ray. En cualquier caso, merece ser recordada por algo
más que por esa condición de esposa de famoso. Había estudiado en la Escuela de
Artes Decorativas de París y desde los 17 años, tras quedarse huérfana, se tuvo
que ganar la vida por su cuenta. No le hizo ascos al trabajo. Dio clases de
francés, fue decoradora de escaparates en unos grandes almacenes parisinos y
actuó como bailarina acuática en un cabaret de Pigalle. Se había unido al
surrealismo desde los primeros momentos, y a partir aproximadamente de estas
fechas en las que andamos, sus obras, objetos,
acuarelas y óleos principalmente, colgaron en la mayor parte de las
exposiciones del surrealismo. En Tenerife, diseñó la portada del catálogo de la
exposición
Tras desembarcar, los anfitriones
condujeron a sus invitados al Hotel Victoria, en pleno centro de la ciudad,
junto al Ayuntamiento, en el que estuvieron alojados durante la visita. Los
cuadros, que debían abultar lo suyo, se depositaron en la vivienda de Westerdahl,
que también servía de sede de la revista. Con la hospitalidad innata del isleño,
inmediatamente les pusieron en actividad. Les mostraron la ciudad, subieron
hasta La Laguna, que debió deslumbrarles con la belleza serena de su
arquitectura colonial, les pasearon por los bares y les presentaron en las
tertulias que frecuentaban.
En los 23 días que estuvieron en
Tenerife, los franceses realizaron también varias visitas al interior de la
isla. Al menos dos de ellas fueron especialmente significativas. La que
hicieron, impelidos por el propio Breton, a Tacoronte, localidad del nordeste
de la isla en la que había nacido Óscar Domínguez y de la que sin duda el
pintor había contado largo y tendido al poeta francés en tardes de tertulia
parisina. La otra, obligada, al Teide, en la que cumplieron con todas las
normas del buen turista, llegando a montar en camello conducidos por López
Torres como improvisado camellero. Al descender del paisaje lunar, contaba
García Cabrera posteriormente, atravesaron el impresionante mar de nubes que
separa el pico de la costa y que a Breton parece ser que le hizo exclamar: “Estoy en el interior de una nube de
Baudelaire”.
Cuando llevaban cinco días en la isla,
el 10 de mayo, uno antes de que se inaugurara la exposición, el periódico La Tarde, en el que el grupo canario
colaboraba de manera regular, publicó un artículo, “Saludo a Tenerife”, ofrecía las primeras impresiones de André
Breton sobre la isla. Impresiones deslumbradas, aunque quizás un tanto
reductoras:
“Al llegar a Tenerife me he lavado las
manos con jabón común que se asemeja al lapislázuli. Me he lavado las manos de
toda Europa. Y primero, de Francia, desde donde venía. Con el temblor de manos,
todo salió. Este temblor, que no es sólo mío, es el de los hombres que sienten
con angustia, en el noroeste de esta isla, que el mundo social debe ser
cambiado si se quiere que los beneficios de la vida no se pierdan
irremediablemente, que todavía hay un lugar en la existencia humana para el
pensamiento, para la poesía, para el amor…”
Péret, Lamba, Breton, Westerdahl
|
Con este
brillante comienzo, el poeta insinuaba que aquel viaje podía tener un cierto
carácter de rito purificador. En aquella isla anclada en medio del océano, a
miles de kilómetros del centro del universo que suponía París, rodeados de un
paisaje y un paisanaje tan distintos a los que constituían su mundo habitual,
los visitantes podían encontrar un refugio para los males de la sociedad, que
parecían difuminarse ante la belleza y la tranquilidad del entorno.
“La careta contra los gases, último
modelo, cuyo horrible perfil toma aún en lo físico un carácter anticipado, no
es solamente allá abajo un mal sueño, sino ya una realidad en el sentido moral.
El viajero apenas puede recordarlo, en Santa Cruz, al cabo de unos días, bajo
los árboles malvas, en el ir y venir de las mujeres más tentadoras, quiero
decir, las más inconscientes, las más bellas. Es para no creer que el hombre
viva de nuevo en Francia, en Alemania, en todas partes, con la idea de que no
se pertenece, que no puede evitar de un día a otro ser precipitado en una
aventura sin salida posible, en una aventura cuya única salida no puede ser
sino la supresión sin regreso del mecanismo que la ha engendrado.”
Pese al
deslumbramiento ante tanta belleza extraña llena de contrastes impactantes,
Breton no ignoró el carácter proselitista del viaje y su contenido ideológico,
que supo rematar con una buena metáfora integradora:
“Es preciso hacer aquí un llamamiento a
la razón como en ninguna parte. El sistema de seducción, que desde lejos se
organiza en derredor de las palabras Islas Canarias, sistema que yo puedo
apreciar, ya más cerca, en su solidez, no puede hacerme perder de vista el
sentido general del mensaje del que soy portador, y que es mensaje surrealista.
(…) Esperamos demostrar que esta actividad es la única que puede desenvolverse
racionalmente sobre las ruinas de una civilización que desde tiempo sabemos
condenada a desaparecer, y de la que sólo intentamos preservar, para provecho
del hombre futuro, lo que constituye realmente el tesoro cultural. (…) Su
interpretación del mundo resume y exalta milagrosamente todos los aspectos del
pensamiento surrealista, a la manera como el Jardín Botánico de La Orotava
agrupa las plantas más raras, nacidas bajo todas las latitudes. Su canto, a la
caída del día en este mismo mundo, en la gran zozobra de este tiempo, pone su
nota, entre todas, patética y brillante. Yo supe encontrar, por elección, su
luz en los mismos colores de esta isla que es como un pájaro”.
Exposición surrealista
A las 7 de la
tarde del 11 de mayo de 1935 se inauguró la exposición en el Ateneo de Santa
Cruz de Tenerife, sito en la Plaza de la Constitución, a muy escasa distancia
del puerto por el que habían llegado las obras y sus portadores. Todo estaba
preparado. Los cuadros en las paredes y la gente a la puerta. Las expectativas
eran grandes. Aparte del prestigio con que ya contaba “gaceta de arte” en los medios artísticos y culturales de la isla y
el renombre de que gozaban los ilustres viajeros y los artistas representados
en la muestra, se había realizado lo que ahora llamaríamos una buena campaña
promocional que tuvo una gran repercusión en la prensa, especialmente en La Tarde, el diario en el que
colaboraban los miembros de la revista, que no se recataron, con espíritu
militante, de escribir varios artículos anunciando la exposición, además del propio
texto de Bretón, que se había publicado el día anterior. El público parecía
estar asegurado, otra cosa eran las reacciones que pudieran tener, por mucho
que la labor anterior de la revista hubiera aportado una buena cantidad de
seguidores a las vanguardias artísticas.
Domingo
López Torres, Benjamin Péret, Eduardo Westerdahl, Jacqueline Lamba, André Breton, Agustín Espinosa, José M. de la Rosa y Domingo Pérez Minik |
Desde luego, la
exposición no era cosa de broma. Vista entonces, cuándo sucedió, representaba
lo más novedoso del arte del momento, con nombres ya de gran resonancia y otros
que apenas estaban empezando. Expuestas hoy aquellas mismas obras en el Reina
Sofía o el Thyssen, por poner dos museos que me caen cerca, los visitantes
darían la vuelta a la manzana y los últimos de la cola charlarían con los primeros.
Por no hablar de la significación histórica que una muestra así tendría ahora.
Creo recordar
que al principio de este mamotreto ya ha quedado dicho que la de Tenerife fue
la segunda exposición del grupo surrealista celebrada fuera de Francia. Desde
el manifiesto fundacional de Breton de 1924, e incluso desde antes, los
surrealistas habían organizado numerosas exposiciones a la menor ocasión que se
les presentara, colectivas o individuales. No en vano el surrealismo era algo
más que un simple encuadramiento estético, una forma de intentar cambiar el
arte y el mundo, ante todo, que exigía a sus integrantes no sólo pasión
creadora sino auténtica y estricta militancia. Tal vez exagerando un poco se
podría decir que no se trataba de un “movimiento” o un “grupo”, sino de una
“organización” estructurada a cuyo frente se encontraba André Bretón, de cuya
excelencia poética no se puede dudar, así como tampoco de su capacidad
organizativa y sus habilidades dialécticas. Con un líder así es comprensible
que el surrealismo, organización militante, se convirtiera en el movimiento
artístico con mayor repercusión de la primera mitad del siglo XX, sustanciado
en la importancia que dieron a los manifiestos teórico-agitativos y a las exposiciones
de sus obras, a más de a las publicaciones estrictamente literarias.
El grupo surrealista en 1930: Tristan
Tzara, Paul Éluard,
André Breton,Jean Arp, Salvador Dalí, Yves Tanguy,
Max Ernst, René Crevel y Man Ray.
|
En sus 10 años
de existencia, el grupo surrealista había celebrado, pues, numerosas muestras
que habían obtenido gran repercusión y motivado enormes polémicas. Sin embargo,
ninguna de ellas había rebasado las fronteras de Francia. El mundo hablaba del
surrealismo, pero sus habitantes apenas conocían directamente aquello sobre lo
que discutían y polemizaban. Breton debió concluir que ya era el momento, en
medio de la crisis abierta por el enfrentamiento entre el poeta y el movimiento
comunista en su facción soviético-estalinista, de internacionalizar el movimiento.
En términos políticos --y de política al fin y al cabo, además de arte, se
trataba-- se podría hablar de un proceso
de acumulación de fuerzas fuera de Francia, precisamente cuando en Francia
Bretón se enfrentaba a la que quizás fue la más importante de las escisiones
del surrealismo, de las muchas que hubo de enfrentar en su historia; la que ya
había protagonizado Aragón y a la que se sumaría pronto la de Éluard.
Por otro lado,
el surrealismo había llegado ya en Francia al máximo de su capacidad de
difusión. Las concepciones estéticas y políticas del movimiento habían
atravesado las fronteras, ganándose tantos enemigos como seguidores, que habían
formado grupos nacionales, más o menos estructurados a su imagen y semejanza.
Sin embargo, la resonancia ideológica no se correspondía con el conocimiento
directo que en el resto de Europa se tenía de la obra de los artistas
integrantes del grupo. Era hora de ponerle remedio. En su artículo de La Tarde
publicado tras su llegada a Tenerife, Breton ya apuntaba la clave de la
situación:
“Por la
invitación de nuestros amigos de «Gaceta de Arte», Benjamín Péret y yo nos
proponemos dar cuenta, en una exposición de pintura, con la proyección de un
film y con varias conferencias, de la actividad que, desde hace quince años y
con el nombre de «surrealismo», con otros poetas y artistas, hemos mantenido en
Francia, actividad a la que históricamente ninguna otra actividad artística
colectiva se puede oponer, más viva que nunca, y que ya exige que empecemos a
organizarla en un plan internacional”
Abril
1935. Breton, Éluard y Lamba en Praga
con surrealistas suecos |
Según todas las
consideraciones históricas, la muestra de Tenerife de mayo de 1935 fue la
segunda salida internacional del grupo surrealista. Creo que ya se ha dicho. La
primera había tenido lugar en enero de ese mismo año en Copenhague y contó
también con la presencia de Bretón y, en este caso sí, Paul Éluard. Como sucedió
con la de Canarias, la exposición había contado con el patrocinio del grupo
artístico danés Linien (La línea), encabezado por el pintor y escritor Vilhelm Bjerke Petersen, que
participó en la muestra junto a otros artistas locales, como el escultor y
pintor Wilhelm Freddie o Harry Carlsson, daneses, y el sueco Eric Olson. La
parte más significativa de la muestra la aportaron, no obstante, las obras de
los surrealistas parisinos, entre los que se encontraban, al menos, Jean Arp,
Max Ernst, Paul Klee, Joan Miró, Yves Tanguy, Salvador Dalí y Magritte. [6]
La nómina artística
era importante, aunque seguramente falten nombres, pues no he conseguido
encontrar el listado completo de participantes. Tampoco se sabe, o al menos yo
no lo sé, si los mismos cuadros expuestos en Copenhague fueron los que acabaron
colgando de las paredes del Ateneo de Santa Cruz de Tenerife o si hubo cambios,
añadidos o supresiones. Es algo insustancial, aunque sería curioso saber si
Breton organizó una sola exposición itinerante que hubiera ido luego a las
siguientes etapas de aquella expansión internacional: Londres (1937), Tokio
(1937), París y Amsterdam (1938), o si en cada caso se mostraba obra distinta.
Fuera como fuera, en el catálogo de la exposición canaria figuran todos los
nombres que se ha señalado que estuvieron en Copenhague, más unos cuantos de
similar significación artística: Picasso, Óscar Domínguez, Víctor Brauner,
Chirico, Dalí, Óscar Domínguez, Valentine Hugo, Méret Oppenheim, Man Ray,
Duchamp, Giacometti, Maurice Henry, Marcel Jean, Hans Bellmer o Dora Maar entre
los gozan hoy en día de mayor reconocimento y cuyos cuadros cotizan más en las
subastas. Un total de 21 artistas expusieron 76 obras, 32 óleos, entre los que
figuraban algunos de gran formato, 17 fotografías y 27 acuarelas, diseños,
collages y aguafuertes. Se trataba, sin duda, de la una de las mayores
concentraciones de talento artístico vivo que podía juntarse, no sólo en
aquellos años, sino, probablemente, en cualquier otro momento de la historia,
si exceptuamos que en el Renacimiento se hubieran podido realizar exposiciones
conjuntas.
La muestra
despertó una viva curiosidad entre el público y obtuvo buena atención por parte
de la prensa, que no siempre se puso de acuerdo en sus apreciaciones, más
entusiastas en los diarios de ideología más o menos republicanos, como La Tarde y La Prensa, en los que colaboraban los miembros del grupo, y
abiertamente en contra el clerical La
Gaceta de Tenerife, que desarrollaría una intensa campaña en contra,
especialmente con motivo del intento de estreno de “La edad de oro”, del que hablaremos, porque aparte de su
significación se trata de una historia con misterio incluido.
En este último
diario se publicó, el 21 de mayo, el mismo día en que estaba prevista la
clausura de la exposición, una valoración que resulta clarificadora de lo que
la muestra suponía para los canarios bien pensantes, de un catolicismo extremo
y posturas políticas decididamente derechistas. Para ellos, el surrealismo no
era solo una forma de arte que no entendían o un enemigo político, sino la
representación rediviva del mismísimo diablo, negación de todos los valores de
la civilización cristiana. Quizás bastaría para entenderlo decir que el suelto
se atribuí a “Una dama de la más alta
sociedad tinerfeña”, aunque lo mejor para entenderlo será reproducir un
párrafo:
“Mi idea --me
creo un ser bastante normal-- es que varios enfermos con la imaginación ya en
el último grado se dieron cita para saber cual pintaba mas disparates, y hasta
la sublime belleza, el bello ideal de ser madre lo han ridiculizado bajo su
aspecto más repugnante. Empiezo a vislumbrar que estos son unos de tantos
frutos brillantes de esas semillas lanzadas a todos los vientos y que vemos
germinar, sobre todo desde la post-guerra, en todos los ambientes sociales y
donde menos se piensa: los semi-hombres, los que no quieren maternidad,
cocktailes de todos los gustos, a todas horas, para todos los sexos, niños y
niñas que quieren vivir su vida (vida artificial de Cine), estupefacientes,
estudiantes sin libros y en perpetua vagancia ayudando a los catedráticos en
continuas vacaciones.”
La provocación
quedaba servida, pero de lo que no hubo manera, pese a la buena promoción que
debieron suponer los insultos, fue de vender ni uno sólo de los cuadros,
algunos de los cuales formaban parte de la colección personal de Breton. Y eso
que los precios eran de risa, especialmente contemplado desde lo que hoy podría
sacarse por ellos en una subasta.
Dalí: La libre inclinación del deseo |
Por 1.200
pesetas podía uno llevarse a casa los dos cuadros de Dalí que se exponían. Uno
de ellos, “La libre inclinación del deseo”,
tiene, además, su propia historia, pues a raíz de la exposición desapareció, y
aunque se tenían noticias de su existencia no fue recuperado a identificado
hasta que fue encontrado en 2014 en los sótanos de la Universidad de Yale, en
cuya galería de arte se conserva hoy en día. Las peripecias del cuadro en su
largo viaje de Canarias a Estados Unidos darían para una novela.
Max Ernst. Por la ciudad entera
|
Pero la cosa no se quedaba ahí. Por uno
de los ocho oleos de Marx Ernst no había que pagar más que 1.500 pesetas. “Por la ciudad entera”, por ejemplo. Un
Miró, según tamaño, costaba entre 250 y 2.500. Aparentemente eran los más
caros, a falta de saber el precio de los dos picassos, un óleo y un dibujo.
Pero si se optaba por algún artista menos resonante, como el rumano Victor
Brauner, la cosa se quedaba en los 50 duros.
Autenticas gangas que, no obstante, no engatusaron
a nadie. Parece lógico que no hubiera compradores entre el posible publico
obrero de la exposición, por muy culto que fuera o interesado que estuviera,
pues su sueldo medio rondaba las 300 pesetas mensuales, cuentan las
estadísticas, y había otras prioridades. Sin embargo, que quienes disponían,
por oficio, negocio o nacimiento del dinero necesario no se agenciaran alguna
de aquellas gangas muestra, al menos, que, como escribió 50 años después Pérez
Minik, “estas gentes de nuestras
ciudades, a pesar de su aire cosmopolita, no tenían el menor sentido de los
comercios del arte”. Seguramente no veían, lejos de la metrópoli como
estaban, que la obra artística empezaba a convertirse ya en aquellos momentos
en un valor económico en alza en los mercados, ni podían prever lo que llegaría
a ser en el futuro el mercadeo artísticos. Algunos de ellos se mesarían hoy en
día las barbas, de vivir y tenerlas, al leer que algunos de aquellos cuadros de
precios irrisorios, u otros similares, se subastan por millones de euros.
Los 22 días que
los franceses pasaron en Tenerife dieron para mucho. Recorrieron de arriba
abajo la isla, que les dejaba boquiabiertos en cada visita. Cuenta Pérez Minik
que Breton era aficionado a recoger pequeños animales e insectos de todo tipo,
y que había guardado en una caja metálica de cigarrillos, “ingleses”, precisa el narrador, una lagartija y un caballito del
diablo. Al ir a abrirla un día después, los animales habían desaparecido.
Aunque lo más probable sería que alguien los hubiera liberado, tal vez
Jacqueline, la más cercana a él, Breton prefirió quedarse con la duda de cómo
se podían haber devorado uno a otro mutuamente. Le pareció totalmente
surrealista.
No todo iban a ser tertulias y francachelas
Sin embargo, no
todo fue menear el tacón. Fieles al carácter militante y universalizador del
viaje, los visitantes participaron también en varios actos que se podrían
definir como político-culturales.
El día 16, en el
mismo Ateneo en el que se mostraban los cuadros, Breton ofreció una conferencia
bajo el significativo título de “Posición
política del arte de hoy”. Según la prensa de la época y el recuerdo de
Pérez Minik, la sala se puso a rebosar y el éxito fue total. “El público advierte que se encuentra ante
una figura de un poder persuasivo extraordinario. Sus apartados son subrayados
con grandes aplausos”, constató al día siguiente La Tarde. La conferencia, que el poeta dio en francés, fue repetida
en español por Agustín Espinosa y Pérez Mikik, que la habían traducido
meticulosamente bajo la exigente inspección de Breton, pendiente del sentido de
cada palabra española. A tenor de lo escrito por el segundo de los traductores
cincuenta años después, el francés debía ser todo un carácter en escena, capaz
de encandilar a los espectadores, hablaran o no el idioma de Baudelaire:
“Sólo escuchar a
André Bretón era un gran espectáculo, aunque no se le entendiera, con su gran
cabeza altiva, rostro y movimientos de un indiscutible porte clásico, la
palabra bien dicha, caliente, puesta en su sitio, los ademanes sobrios, el
teatro más refinado, manteniendo ese punto medio entre el ensayo más exigente y
la demagogia surrealista más civilizada. La propia de un día de gran fiesta, un
tema bien conocido por él, que ya había expuesto en otras ocasiones ante los
más diversos públicos. Todo el contenido muy coherente, con la mejor dialéctica
tradicional, la expresión más cuidada, clara, persuasiva.”
Pérez Minik
sabía de lo que hablaba, pues no en vano sería la crítica teatral una de sus
actividades intelectuales más destacada. En el número de “gaceta de arte” de septiembre se publicó un fragmento de la
conferencia, en la que Breton insistía en su concepto de la creación artística:
“…
Afirmo que la emoción subjetiva,
cualquiera que sea su intensidad, no es directamente creadora en arte, que no
tiene valor sino en tanto es restituida e incorporada al fondo emocional, del
cual el artista está llamado a extraer. Este no está generalmente divulgándonos
las circunstancias en las cuales ha perdido para siempre un ente amado, aun a
pesar de que su emoción esté en este momento en su plenitud, conmoviéndonos. No
está sino confiándonos, cualquiera que sea la moda lírica, el entusiasmo que
desencadena en él tal o cual espectáculo -ya sea el de una puesta de sol o el
de las conquistas soviéticas-, el cual levantará o alimentará en nosotros el
mismo entusiasmo. De esto podrá salir una obra de elocuencia, pero nada más.
Por el contrario, si este dolor es muy profundo y muy elevado, este entusiasmo
muy acusado intensificará violentamente, por su propia naturaleza, el foco vivo
de que hablaba. Toda obra ulterior, cualquiera que sea el pretexto, se
engrandecerá por ello mucho más; se puede casi decir que, a condición de evitar
la tentación de la comunicación directa del proceso emocional, ganará en
humanidad lo que pierde en rigor.”
Una semana
después, Breton repitió actuación, esta vez en El Puerto de La Cruz, ya
entonces la principal ciudad turística de la isla, aunque no fuera aún ni
sombra de lo que en este terreno llegaría a ser a partir de los años cincuenta.
El acto debió tener un público más popular que el de la conferencia anterior,
dado el carácter evidentemente republicano del Círculo de Amistad XIV de Abril
en el que se celebró el acto y que la convocatoria la firmaran las Juventudes
Socialistas. Aunque el anunció que se publicó en la prensa se refería a una “interesantísima conferencia sobre arte”,
el recuerdo de Pérez Minik, muy concreto, habla de un recital poético, en el
que Breton recitó en francés sus poemas, sin que fuera necesaria la prevista
traducción de Pedro García Cabrera, que se habría limitado a leer algunos
textos propios. La presentación del poeta francés corrió a cargo del inseparable Agustín Espinosa. En el
anuncio publicado en los periódicos hay un detalle simpático y tal vez
significativo. Para conocimiento de los lectores, el anónimo redactor califica
a los participantes en el acto, y de manera seguramente impremeditada realiza
también una valoración ajustada de los intervinientes. Valoración si no de su
categoría artística, si, al menos de la consideración pública que le otorgaba a
cada uno de ellos. Así, se refiere a Espinosa como “ilustre director de Instituto” mientras que a García Cabrera le
califica de “culto escritor”.
Situándole en lo alto de la pirámide, André Breton recibe el título de “cultísimo escritor”.
También Benjamin Péret dio su propia
conferencia, aunque tuvo que esperar al 26 de mayo, un día antes de la partida.
El acto, que se celebró en un cine, fue organizado por la Agrupación Socialista
del Puerto de la Cruz, y su convocatoria tuvo un carácter marcadamente político
desde la propia definición del conferenciante, al que se calificaba de “culto poeta marxista” y “activísimo pensador proletario”,
aludiendo de nuevo a la cultura y el pensamiento, sendos valores sacrosantos
para las izquierdas del momento, y del que se aseguraba que era “ilustre embajador espiritual del surrealismo
francés”.
En aquella España de mediados de los
treinta, en la que pese a los avances educativos laicistas republicanos el peso
de la religión, sus dogmas y prejuicios seguían siendo determinantes en la
moral pública de la época, el titulo de la conferencia era ya de por si
provocador. Nada menos que “Análisis
marxista de la religión” se titulaba la cosa, y la cosa religiosa no era
entonces cosa de broma. Atreverse a la herejía suponía arriesgarse a pasar a
formar parte de las listas negras de la reacción, que no dudarían en utilizarlo
como pieza de cargo cuando llegara la represión tras la sublevación militar que
ya se estaba preparando. En de diciembre de 1936, cuando Agustín Espinosa
--cuya peripecia vital durante sus últimos años tuvo un doloroso tono patético,
como veremos al final-- ya había sido expulsado de la profesión docente y
estaba a punto de tener que someterse a un expediente de depuración, la revista
falangista Acción hundió aún más el
dedo en la llaga, denunciándole, precisamente, por su anticlericalismo y por su
colaboración en “gaceta de arte”, “revista –acusaban-- que por el mero hecho de ser católico llama a un gran pensador español
‘ratón de iglesias’ y ‘engendro de sacristías’ y otras lindezas por el estilo”.
André Breton,
Jacqueline Lamba y Benjamin Péret partieron del puerto de Santa Cruz de
Tenerife el 27 de mayo de 1935, en el mismo barco frutero en el que habían
arribado a la isla 23 días antes. Esta vez no fueron directamente a Francia,
sino que pararon antes unos días en Gran Canaria, donde no se había conseguido
montar la exposición, pese a los buenos oficios tanto del propio Espinosa, que
en aquellos momentos dirigía un instituto en Las Palmas, como de algunos
colaboradores locales de “gaceta de arte”,
entre los que figuraban el periodista y crítico Juan Rodríguez Doreste y el
pintor Felo Monzón. Desde allí dirigieron los dos poetas sendas cartas de
despedida a sus anfitriones tinerfeños de las que dejó rastro su publicación en
la prensa.
“Cuando en mi
último libro de poemas, “L'air de l'eau”, me había propuesto ambiciosamente dar
una réplica moderna a la gran llamada nostálgica que podemos ver en el poema de
Goethe: «Kennst du bois land wo die Citronen bluh'n» y en la estrofa de
Baudelaire: «Mon enfant, ma soeur, / Songe à la douceur / D'aller là bas vivre
ensemble! / Aimer à loisir, / Aimer et mourir / Au pays qui te ressemble!», era
en las Islas Canarias donde yo había pensado, era una «Invitación al viaje» a
las Islas Canarias lo que yo escribía entonces. Y es, más allá de toda espera,
la realización de un sueño lo que he conocido en Santa Cruz de Tenerife,
durante estos veinte días en que mi corazón no ha sido otro sino el de vuestro
país encantado. (…) No habrá un minuto
feliz que no nos vuelva a traer lo más delicado del pensamiento y del arte de
Tenerife”.
Escribió Breton
en la carta que se publicó en La Tarde el 1 de junio. El mismo día, pero en La
Prensa, Péret se mostraba igual de arrobado por la visita:
“La isla, que no
hemos visto borrarse en el horizonte, penetraba a nuestro sueño y se desangraba
en blanco como la cabellera del cactus de vuestras montañas y que será en
adelante una amante, donde todos mis deseos intentaran fijarse. Las tres
semanas que he pasado entre vosotros son para mí como el arco iris para el
paisaje que recuerda el aguacero que acaba de recibir. (…)Y cuando ya metido en
otra agitación yo regrese a estos días bañados de sol, es en Tenerife en quien
pensaré, en su cielo, en sus flores y en sus mujeres que con ellas rivalizan.”
La declaración surrealista de Tenerife
La exposición,
que debía haberse clausurado el 21 de mayo, se prolongó, no obstante, tres días
más, hasta el 24, “en atención
--según el suelto publicado en los periódicos-- a su importancia y al crecido número de personas que continúan
visitándola”. Sin embargo, pese a este proclamado éxito de la muestra
pictórica, el rastro más significativo de la presencia de los surrealistas en
Tenerife quedó en el manifiesto, proclama o declaración que visitantes y
anfitriones elaboraron y firmaron conjuntamente y que se público como el “Segundo boletín internacional de Surrealismo”
en la propia “gaceta de arte”.
Los boletines
internacionales del surrealismo constituyeron en ese momento, junto a las
exposiciones, los principales medios para la expansión del movimiento, utilizados
por Breton para estrechar lazos con los diversos grupos nacionales y acumular
fuerza para los combates dialécticos en los que andaba metido. En total se
publicaron cuatro en dos años. El primero de ellos salió a la luz en Praga en
abril de 1935, el tercero en Bruselas en agosto del mismo año y el cuarto en
Londres en septiembre de 1936. El de Tenerife sería, pues, el segundo, y como
tal aparecía numerado, al menos si se considera la fecha en la que se escribió,
mayo, no así la de publicación, octubre, por lo que realmente vio la luz tras
el de Bruselas. El retraso en su publicación se debió a la ruina en que quedó “gaceta de arte” tras la exposición, que
obligó a suspender durante cuatro meses la edición de la revista.
Hay otro rasgo
distintivo entre el boletín canario y los demás que resulta de mayor
significación. A diferencia de los otros tres, compuestos por diversos
artículos independientes, firmados por miembros de los distintos grupos
surrealistas nacionales con la incorporación de textos de Breton y, en algún
caso, Éluard, el de Tenerife es el único de los boletines que contiene un único
texto firmado conjuntamente por Breton y Péret junto a la mayor parte de los
miembros de la revista. En concreto, rubricaron la declaración Eduardo Westerdahl,
Domingo Pérez Minik, Domingo López Torres, Pedro García Cabrera y Agustín
Espinosa. Falta la firma de Emeterio Gutiérrez Albelo, que en sus poemarios “Romanticismo y cuenta nueva” (1933), y “Enigma del invitado”, que andaba escribiendo
por aquel entonces y que publicaría el año siguiente, dejó algunos de los
textos más genuinamente surrealistas de la lírica en castellano. Tal vez ya
estuviera metido en la evolución ideológica y poética que, tras la sublevación
militar y la guerra, le llevaría a la derechización política y a la lírica de
honda raíz mística y religiosa que abordaría con gran rigor en su obra
posterior.
El boletín se
editó como una separata de la revista, aunque se vendía independientemente al
precio de una peseta, precedido de un título largo y esencialmente explicativo:
“Boletín Internacional del Surrealismo /
Bulletin international du surréalisme nº 2, Publicado por el grupo el
surrealista de París y ‘Gaceta de Arte’ de Tenerife (Islas Canarias)”. El
folleto constaba de nueve páginas, maquetadas a doble columna, una en español y
la otra en francés, e incluía las reproducciones de sendos cuadros de Óscar
Domínguez y Picasso, así como cuatro fotos de la reciente visita de los
franceses.
Tanto el
testimonio directo de Pérez Minik como los estudios posteriores indican que
aunque la declaración apareciera firmada colectivamente, fruto de largas
discusiones no exentas a veces de tensión, el texto bebe fundamentalmente de
las ideas propugnadas en aquel momento por André Breton. De hecho, parece ser
que el origen de la declaración estaba en la entrevista que Domingo López Torres realizó al pope surrealista para “Indice”,
la revista que acababa de fundar el joven poeta y en la que finalmente no llegó
a publicarse, pues la iniciativa no pasó del primer número. El texto de la
entrevista, algunos de cuyos párrafos pasaron textualmente a la Declaración
colectiva, lo reprodujo el propio Breton en su libro de 1935 “Posición política del Surrealismo”, en
el que recogía varias reflexiones sobre lo sucedido a lo largo de aquel año,
crucial en la evolución posterior del movimiento y de su principal líder.
La toma de
postura colectiva de Tenerife tuvo lugar, como la exposición y el propio viaje,
en un momento ciertamente importante para el movimiento surrealista, apenas un
mes antes de que Breton pronunciara su incendiario discurso ante el Congreso
Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, celebrado en París
entre el 21 y el 25 de junio, que le llevó a la ruptura definitiva con el
estalinismo soviético y, por ende, con el Partido Comunista Francés y, como
consecuencia, con los surrealistas que siguieron afiliados a él. De alguna
forma se podría considerar un borrador de lo allí proclamado. En la parte
programática, el texto de la declaración insiste en la ya conocida inter-relación
entre el marxismo, con expresa referencia a la asunción del materialismo
dialéctico como forma de análisis de la sociedad, y el psicoanálisis, y critica
el realismo social, propugnado la independencia de la obra artística de
cualquier tipo de programa político al tiempo que aboga por el compromiso
personal del artista con la revolución:
“Nosotros afirmamos la necesidad de
mantener el arte en su plano propio, haciendo la revolución en su campo, en el
período pre-revolucionario; pero el artista, el escritor, ese tiene que militar
en la vanguardia de la clase obrera, tiene que enrolarse en las filas que
propugnan por esta raíz capital: la liberación del hombre”.
Pero tal vez lo
que resulta más llamativo en el texto es el listado de los artistas a los que
ataca. Entre ellos figuran, como no podía ser de otra manera en aquel momento,
Aragón y Malraux, a los que acusan de sumisión ante los dictados soviéticos,
pero las mayores inventivas aparecen al hacer referencia a la situación de la
cultura española. El documento denuncia con firmeza la evolución hacia el
fascismo de Ernesto Giménez Caballero, otrora vanguardista y en cuya revista, “La Gaceta Literaria” había colaborado
con regularidad Agustín Espinosa, y de los considerados entonces, y después,
los primeros intelectuales de Falange, Rafael Sánchez Mazas y Pedro MourlaneMichelena. Les acusaban, nada menos, que de representar para España…
“…el retorno a las antiguas formas
atávicas, al servicio y a sueldo de un fascismo canalla, y la concreción de los
detritus de las viejas cloacas españolas”
En
el otro lado del espectro ideológico, tampoco se salvan de las inventivas
Rafael Alberti, al que reprochan su servilismo ante la Unión Soviética, y José
Bergamín, por católico y tradicionalista. Resulta significativo de las
diferencias existentes entre el grupo de “gaceta
de arte” y el conjunto de la literatura española peninsular lo sumamente
críticos que los firmantes de la declaración se mostraban con el resto de
literatos capitalinos y, en general, peninsulares. Escriben:
Madrid, literaria y artísticamente, no hace otra
cosa que salpicar con su confusionismo, con su desorientación, con su
inconsciencia, con su analfabetismo de salón, la escasa vida espiritual de las
provincias. Todos los mercaderes de las más anticuadas mercancías se dan cita
en la capital de España (…). Por las provincias españolas, anda un semillero de
revistas de menor cuantía, donde el poemita oculta la traición a los problemas
vitales de nuestro tiempo”.
Como se puede
ver se trataba de una declaración agresiva y beligerante contra tirios y
troyanos, cuyo sentido político más inmediato se desvelaba con toda claridad en
el listado de objetivos a combatir con que se cerraba el documento:
“Contra la guerra, como una solución que
tiene el capitalismo para resolver sus contradicciones económicas y sociales.
Contra el fascismo, forma política que
toma la clase burguesa en la última etapa de su derrumbamiento definitivo.
Contra la patria, que divide a los
hombres, enfrentándolos como enemigos, en el asesinato de la fraternidad
humana.
Contra la religión, tiránica espiritual
y económica, puesta al servicio de los explotadores para dilatar la llegada de
una nueva hora colectiva.
Contra el arte de propaganda, puesto al
servicio de cualquier idea política. El arte tiene revolucionariamente una
misión que cumplir dentro de sí mismo.
Contra la indiferencia política y la
inercia social de los escritores que contribuyen a esclavizar el hombre, sin
tomar posiciones para su liberación.
Contra todo arte de resurrección de
valores muertos, los neos y demás motes con que se encubre una indigencia
doctrinal”.
No se puede
decir que se andaran con chiquitas, paños calientes o medias tintas. Directos a
la yugular. Pagarían por ello.
De espaldas, Espinosa. De izda a dcha: Péret, Lamba, Breton. Pérez Minik, García Cabrera |
La edad de oro que se convirtió en plomo
A todas estas,
Breton y compañía habían llevado con ellos una película con la intención de que
con su exhibición se pudieran cubrir los gastos generados por la exposición y
la visita. Primero pensaron en “L’etoile
de mer”, de Man Ray, pero finalmente se decidieron por “La edad de oro”, el filme realizado en
1930 por Salvador Dalí y Luis Buñuel, sin ningún género de dudas la más
importante y subversiva producción del cine surrealista, por otro lado poco
abundante. No debieron valorar suficientemente que lo que llevaban en aquella
lata de aluminio era pura dinamita que sublevaría a las derechas isleñas, dando
lugar a una batalla política que acabaría en misterio.
“La edad de oro” ya había despertado
polémicas en sus primeras proyecciones privadas, pero su estreno público, el 28
de noviembre de 1930, en el cine Studio 28 de París provocó un escándalo de dimensiones
hasta entonces desconocidas. El propio Luis Buñuel se lo explicaba así en 1939
al director del American Film Center de Los Ángeles en la especie de
autobiografía que le envió con la intención de conseguir algún trabajo en el
exilio estadounidense:
“Cuando se estrenó ‘La edad de oro’, el
grupo surrealista en su conjunto lanzó un manifiesto sobre ella, que fue
contestado por León Daudet, desde el periódico de extrema derecha L'Action
Française, incitando a sus afiliados a atacar la sala donde se proyectaba. El
ataque tuvo lugar seis días después del estreno, y fue obra de unos cuantos
jóvenes reaccionarios franceses, que provocaron daños en la sala y en el
vestíbulo por valor de 120.000 francos. Dos días más continuó la proyección en
la sala devastada, pero como los partidarios de la película querían tomar
represalias, el jefe de Policía de París, Chiappe, acabó por suspenderla. El
diputado Gastón Bergery recurrió a la Asamblea de Diputados para defender la
película, pero no tuvo éxito”.
Tal fue el
rechazo provocado por la cinta de Dalí y Buñuel entre la sociedad parisina bien
pensante que el Vizconde de Noailles, productor junto a su esposa de la cinta,
tuvo que dimitir del Club social al que pertenecía y su madre escribió al
mismísimo Papa del Vaticano para interceder por su hijo y evitar que fuera
excomulgado.
Con
estos antecedentes a cuestas, el anuncio del estreno canario de “La edad de oro” desató una ola de
improperios, acusaciones e insultos de la derecha más recalcitrante y de las
asociaciones católicas. La proyección, prevista para el 2 de junio en el cine
Numancia de Santa Cruz de Tenerife, fue prohibida por el Gobernador Civil un
día antes. Y eso pese a que los promotores habían intentado curarse en salud y
ya avisaban expresamente en los anuncios publicados en la prensa de que…
“…Debido al carácter de esta película y a muchas de
sus escenas de crítica, que pueden herir algunos sentimientos, será puesta e
función especial a las 11 de la mañana”.
Dado que esta
primera prohibición llegaba amparada en que la película no había pasado censura
en España, los miembros de “gaceta de
arte” se la proyectaron el 12 de junio al censor, que, cusiosamente,
permitió su exhibición. Pese a ello, las presiones derechistas sobre el
gobernador para que continuara prohibiéndola crecieron. El día 14 un editorial
del diario clerical “Gaceta de Tenerife”,
que ya se las había tenido con el grupo
a raíz de la exposición, exigía su prohibición con argumentos apocalípticos:
“…’La edad de oro’ es la herejía
criminal en manos de quienes han perdido toda sensibilidad y todo sentimiento
artístico; es el exponente de la impotencia espiritual de quienes olvidaron que
tienen conciencia. ‘La edad de oro’ tiende a sembrar la degeneración, la
corrupción más repugnante de la época. (…) La película monstruosa, de la que
hablaremos más extensamente, no ha sido censurada en la Península y no logró
ser estrenada. La rechaza toda conciencia, por muy sectaria que se manifieste.
Porque hiere, señor Gobernador, no sólo el sentimiento cristiano del pueblo,
sino el de la familia, el de nuestros antepasados, el de nuestros padres. ‘La
edad de oro’ es el nuevo veneno de que se quieren valer el judaísmo y la
masonería y el sectarismo rabioso y revolucionario para corromper al pueblo”.
Al día
siguiente, el periódico volvió a remachar el clavo de sus diatribas:
“…’La edad de oro’ está plagada de
profanaciones estilo soviético. Aparecen figuras de la Pasión en escenas
mundanales, antros de prostíbulos, ridiculizando a Jesucristo de una manera no
concebida hasta la fecha. Es un verdadero alarde de herejía, un refinamiento
brutal y salvaje”
Es de suponer
que el Gobernador Civil debió leer la prensa católica, al fin y al cabo era la
suya, y se mostró sensible a sus presiones, pues prohibió definitivamente la
película el mismo 15 de junio en que se publicó el último artículo. Parecía el
final de la historia, pero no lo fue.
En
las elecciones de febrero de 1936 el triunfo del Frente Popular acabó con el
gobierno derechista encabezado por Gil Robles, que en dos años había hecho honor al nombre por el que sería conocido en
la historia, el bienio negro, eliminando o haciendo retroceder las libertades y
los derechos conquistados con la llegada de la República. Los miembros de “gaceta de arte” volvieron al ataque y
apenas tres meses después, en mayo, consiguieron proyectar al fin “La edad de oro” en el mismo cine
Numancia en el que no se había podido poner anteriormente. Eso sí, la
proyección tuvo que ser privada, pues aunque habían cambiado las cosas, el
poder eclesial seguía siendo importante. El éxito fue importante y la sala se
llenó a reventar. La presentó al público Domingo Pérez Minik con una breve
alocución en la que supo encontrar y explicar la esencia más profunda del filme
de Buñuel y Dalí:
Es ésta la tremenda crisis que padece el hombre
actual. La Edad de Oro llega ahora a poner de relieve, en su mundo de luz y
sombra, algo de todo este acontecer. Con su puñal poético, desgarrador de
ancianas virginidades, nos pondrá en contacto con todo este mundo en torno.
Pero La Edad de Oro se mueve también dentro del mundo individual de cada
hombre. No coge la historia y la rehace, ni la anécdota y la rehabilita, como
en las grandes películas sociales. Trabaja más adentro, en la roca viva de la
conciencia viva personal, más adentro todavía, en el remoto estrato de lo
inconsciente, allí precisamente donde se elevan los postes indicadores de
nuestro existir. Esos postes que fueron siempre un peligro para la electro-cutación,
lo mismo en las metafísicas, en las religiones e, incluso, en la sociología. No
se va a ver en La Edad de Oro ningún fermento revolucionario inmediato, de
barricada en la calle. Ningún movimiento subversivo anhelante de una mayor
justicia social, o todo movido por los resortes de una más alta moral trascendental.
Nada de esto. Su tensión revolucionaria estalla en la mitad de un hombre. En su
fuente prístina de amor.
En este happy
end agridulce podría acabar la cosa si la historia de la película no tuviera una coda final
que la convierte en un misterio sin resolver. Tras la proyección en Santa Cruz
de Tenerife, la película se envió a través de un amigo a Las Palmas de Gran
Canaria con la intención de que también se pusiera allí. Pérez Minik escribió
que la cinta quedo depositada en casa de un amigo, del que dice no recordar el
nombre pero sí que era alemán. Situemoslo en su momento. Debían ser finales de
mayo de 1936, y apenas mes y medio después tendría lugar la sublevación
militar, que en el caso de Canarias consiguió inmediatamente sus objetivos, de
un día para otro, dejando a los republicanos isleños sin la menor posibilidad
de huida o resistencia.
Dibujo de Luis Ortiz Rosales para el
estreno en Tenerife
|
En
el clima de miedo consecuente con el éxito de la sublevación, desatado por una
represión cruel e inmediata de la que serían víctimas de un modo u otro la
práctica totalidad de la redacción de de “gaceta
de arte”, la copia de “La edad de oro”
se perdió y no volvió a aparecer. A partir de ahí, Pérez Minik cuenta que el
alemán, asustado ante el estallido de la guerra civil, se deshizo de la
película. No se sabe dónde ni como, pues el interfecto abandonó las islas tras
la finalización de la guerra mundial para regresar a Alemania, pero el escritor
afirma que alguien le contó que la había enterrado en un descampado (otros
posteriores hablan de la playa como lugar de la ocultación), en el que se
habría acabado construyendo una casa, según algunas versiones, o un hotel,
según otras. Tal vez fuera un rumor, pero en cualquier caso se trata de una
fabulación que de no ser cierta merecería serlo. Ese enterramiento final de “La edad de oro” bien puede ser
interpretado como una metáfora histórica de ambiguo sentido. Podría tratarse de
la losa franquista que sepultó durante 40 años los ideales republicanos, pero
también los cimientos sobre los que se habría de construir una nueva España
cuando acabaron los tiempos de dictadura y miedo. Perez Minik ofreció su propia
interpretación, más lírica:
“…Es muy posible que allí siga en su sitio
convertida en arena, mezclada con cemento, debajo de unos ladrillos, convertida
en polvo o en un alacrán peligroso. Esto es lo que nos imaginamos por los
informes que tenemos. También siguiendo el decurso natural de La Edad de Oro,
es muy seguro que ésta se pueda haber convertido en una roca extraña, ya
fosilizada, como una piedra más de la isla, formando parte de su geología, o de
cualquier otro misterio surrealista, un objeto escatológico de funcionamiento
simbólico, con su celuloide dando vueltas frenéticamente para verificar la
única unión libre”.
Ya vamos
llegando al final, que como se puede suponer no será feliz. Las arcas de “gaceta de arte” habían acabado exhaustas
tras el paso de los surrealistas de las islas, obligando a Westerdahl y a sus
amigos a un endeudamiento que tardaron años en saldar. La falta de dinero
obligó a suspender la publicación de la revista, que no se retomó hasta
septiembre, y el remanente dio tan solo para un número más en octubre de ese mismo años, el nº 36. A
partir de ahí la revista pasó a ser trimestral y a tener un formato más
pequeño, similar al de un libro. Sólo se pudieron publicar dos números más, de
22 y 82 páginas en formato libro respectivamente, el primero en marzo y el
segundo en junio, cuando ya se presentía el olor de la pólvora en el Monte de
la Esperanza, en cuyo paraje de Las Raíces se habrían de reunir Franco y sus
secuaces el día 17 para preparar la sublevación de un mes después. El
franquismo levantó allí mismo un monumento recordando la conspiración, un
monolito que aún hoy se conserva como oprobio y escarnio de la democracia y la
libertad.
El precio de la derrota
Los canarios se
acostaron con la República el 17 de julio y se levantaron el 18 con el fascismo
al pie de la cama. No es una metáfora. Así le ocurrió literalmente, por poner
sólo un ejemplo, dramático a más no poder, al abogado José Carlos Schwartz
Hernández, que por la noche se metió entre las sábanas siendo alcalde
republicano de Santa Cruz de Tenerife y a las
ocho de la mañana del día siguiente fue detenido en su propia casa por
los militares sublevados, que acabaron asesinándole en Las Cañadas del Teide en
octubre de aquel mismo año. Tras asesinarlo, el Ayuntamiento instruyó un
expediente sancionador y fue separado del servicio. Todavía no se ha encontrado
su tumba.
Aún a riesgo de
frivolizar, se podría decir que a los escritores canarios republicanos y de
izquierdas (a los otros también, claro) el cambio de régimen les pilló en
pijama. Y lo que es peor, no les dieron tiempo a vestirse de calle. En el resto
de España también hubo ciudades que cayeron en manos de los sublevados el mismo
18 de julio o en los días inmediatos. En unas, como Sevilla, con mayor
resistencia, y en otras, como Salamanca o Burgos, casi sin enfrentamientos. Pero
incluso en esos casos, los leales a la República, intelectuales o no, o bien
fueron detenidas en el primer momento, y hubieron de sufrir la represión, o con
mayor o menor esfuerzo estuvieron en condiciones de encontrar vías de escape
que les pasaran a las zonas leales al Gobierno legal. Incluso cuando perdieron
la guerra tres años después siempre les quedó el recurso del exilio, aunque
algunos se quedaran y tuvieran que pasar por las cárceles y aprender a vivir en
aquel llamado exilio interior que amargó a Aleixandre, Buero Vallejo, Eduardo
de Guzman o José Luis Cano, entre tantos otros.
A los canarios
todas estas alternativas les estuvieron negadas desde el mismo día del golpe.
La represión fue brutal, efectiva e instantánea. Sin posibilidad de escape,
aunque hubiera quienes se lanzaron al mar en barcas de pesca y llegaron a
América. Los intentos de resistencia armada en algunas islas apenas duraron un
par de semanas antes de ser aplastados. Tras los dirigentes políticos y
sindicales, ciertos intelectuales eran, por su actividad e influencia, los
canarios más conocidos y peligrosos por sus apoyos a la República, y sobre
ellos la represión tuvo una incidencia especial, que no sólo afectó a sus vidas
inmediatas, sino que condicionó y dificultó sus obras futuras. No hace falta
ser adivino para saber que en la nómina a represaliar estaban la mayor parte de
los redactores de “gaceta de arte”.
Prácticamente
todo lo que hemos venido llamando núcleo duro de la revista, es decir, Pérez
Minik, García Cabrera y López Torres fueron detenidos a los pocos días del
golpe y encarcelados. Tan sólo se libró el director, Eduardo Westerdahl, y no
porque no le tuvieran ganas, sino porque al poseer la ciudadanía sueca por
parte paterna, además de la española, quedaba fuera del lote. O casi.
El caso más
dramático es sin duda el de Domingo López Torres. Con tan solo 26 años era el benjamín del grupo. De origen
obrero su fuerte compromiso político se había concretado en la militancia en la
UGT y el PSOE (por sus escritos es de suponer que en el ala izquierda de Largo
Caballero). Había publicado tan sólo unos cuantos poemas en revistas, y su libro
“Diario de un sol de verano”, que
había escrito en 1929, permanecía inédito y no sería editado hasta 1987. Era,
eso sí, ensayista cultural y político ejerciente en los diarios y revistas de
las islas, en los que había publicado análisis perspicaces y valientes. Alguno
de ellos, sin duda, debió granjearle el odio de los biempensantes. En 1932
había escrito en “gaceta de arte” con el título “Surrealismo y revolución”:
“los proletarios del mundo estamos en
constante lucha por la implantación de nuestros principios, para la destrucción
de un sistema cansado. ¡Como no vamos a sacrificarlo también todo por el éxito
de nuestras ideas! después, cuando el mundo se afiance en nuevos cimientos, ya
desaparecidas las luchas y las clases, sin proletarios ni burgueses, en ese día
primero de un mundo mejor, comenzará la preparación cultural nueva que llegado
cierto nivel creará su arte y sus artistas, y el artista a su vez creará su
pueblo, y en esta justa correspondencia alcanzará la cultura su cielo más
alto”.
Tras su detención,
López Torres fue encerrado en la prisión de Fyffes, los almacenes de un
exportadora de plátanos de ese nombre, junto a otros 1.500 republicanos
tinerfeños, de los que en febrero de 1937 se daba como desaparecidos a 1.000.
Domingo López Torres estaba entre ellos. No hay detalles de su asesinato, pero
todo apunta que sufrió el método de ejecución preferido por los sublevados:
encerrado en un saco habría sido tirado al mar.
Un detalle que
delata la fortaleza moral y la estatura humana de Domingo López Torres es que
durante aquellos meses de internamiento escribiera una colección de poemas
sobre la vida en el campo, que tituló “Lo
imprevisto” y que editó en ejemplar único con portada y dibujos originales
de un viejo amigo que estaba encerrado con él y que también caligrafió los
poemas. Se trataba de Luis Ortiz Rosales, con el que había colaborado en varias
ocasiones. El había sido, por ejemplo, quién dibujó el anunció de la proyección
de “La edad de oro” o la portada del
único número de Índice. También falleció
en el campo, aunque no ejecutado, sino a consecuencia del agravamiento por las
malas condiciones de la enfermedad que ya padecía. Domingo López Torres no se
rindió ni como socialista ni como poeta, manteniendo en sus últimos poemas una
alta exigencia artística, sin caer en ninguno de los tópicos habituales de la
literatura carcelaria, que la hay, y buena. El poemario fue publicado,
finalmente, en 1980. Veamos uno de sus poemas:
Los retretes (3
de la mañana)
Violadas
espirales de la prisa
de continuo
correr, ruidos internos
por los ocultos
cauces sin fronteras
--laberinto sin
dónde, afán sin freno--.
Rompen el sueño,
la risa, los colores,
la dolorosa
acelerada espera
pródiga en la
promesa, el ala, el premio:
verse ascender,
ligero, en pleno vuelo,
hacia un cielo,
otro cielo, y otro cielo.
Mientras la
oscura cloaca de desdenes
insuficiente
para tanta ofrenda
salta sobre la
geometría de los bordes
inventando
rizados carruseles.
La brisa azul de
las primeras horas
rendida
abiertamente a su destino
abre
obstinadamente estrechas calles
en la espesa
ciudad de los olores,
poniendo una
aureola al desahogo.
No hubo consigna
audaz que contuviera
a los don pedros
de los tres salones
saltando en
frenesí por corredores,
empinadas
trincheras de prejuicios.
Los traicioneros
vientos, firmes flechas,
se quiebran ante
el toro acorazado
del quererse
volcar, romper la brecha
de altas severas
órdenes cuadradas
suplicantes,
encendidos ruegos.
Aunque no
falleciera en el intento, también Pedro García Cabrera hubo de soportar un duro castigo por sus escritos y su
actividad política. En 1975, cuando Pérez Minik publicó sus recuerdos de esta
aventura, todavía Franco estaba vivo, aunque coleara ya poco, y su agonía había
provocado en el régimen un endurecimiento de la represión. Es un dato a tener
en cuenta a la hora de leer la escueta biografía del poeta que su amigo incluyó
como anexo junto a una breve antología poética. Si se olvida, no se podrá
entender que Pérez Minik resumiera con ironía aquellos años de García Cabrera
escribiendo: “De 1937 a 1945 permanece en
la Península y la recorre de norte a sur”. La cosa, desde luego, no fue de
paseo turístico.
Pedro García
Cabrera, que ya contaba con un justo reconocimiento como poeta y cuya actividad
política era bien conocida (en ese momento era concejal del Frente Popular en
Santa Cruz de Tenerife), fue detenido el mismo día de la sublevación, y tras
una breve estancia en prisiones de las islas le trasladaron a un campo de
prisioneros en Villa Cisneros. Pasado un tiempo allí, se sublevó junto a sus
compañeros y consiguieron hacerse con el mismo barco que les había llevado al
Sahara, que paradójicamente llevaba el nombre de Viera y Clavijo, el
intelectual canario del siglo XVIII que tanto admiraba el poeta y que había
sido uno de los modelos ideológicos de “gaceta
de arte”.
En él se trasladaron hasta Dakar, desde donde García Cabrera
regresó a España, vía Marsella, para integrarse en el ejército republicano de
Andalucía, con el que combatió hasta ser herido gravemente, lo que le llevó a
un largo periodo de Hospital. Vuelto a detener al acabar la guerra, permaneció
en el penal granadino de Baza hasta el 20 de diciembre de 1944. Viajó a Madrid
y allí volvió a ser detenido inmediatamente, siendo enviado, tras unos meses en
Carabanchel, a Tenerife, donde fue puesto en libertad vigilada a finales de
1945. Paralela a esta historia carcelaria hay también una historia amorosa.
Durante su estancia en el hospital, García Cabrera se enamoró de su enfermera, Matilde
Torres Marichal, con la que mantuvo contacto durante los años de prisión y con
la que, tras salir en libertad, se casó para toda la vida en 1948. En todos
estos años no dejó de escribir poemarios que no se publicarían hasta muchos
años después.
También Domingo Pérez Minik pasó por la prisión
de Fyffes, aunque por poco tiempo. Eduardo Westerdahl, que se había salvado del encarcelamiento por su doble
nacionalidad española y sueca, temió, sin embargo que pudiera ser deportado, y
a punto estuvo de emigrar. Ambos hubieron de atravesar una larga noche de
ostracismo intelectual que duró hasta mediados de los años 50. A partir de ese
momento pasarían a ser dos de los críticos y ensayistas culturales más
reconocidos, de literatura y teatro Minik y de artes plásticas Westerdahl, más
reconocidos de España. Igualmente fueron detenidos otros redactores y
colaboradores de la revista, como los abogados José Arozena y Óscar Pestana, en el consejo de redacción de
principio a fin, o el pintor Juan Ismael.
Óscar Domínguez,
que como es sabido vivía desde 1925 regularmente en París, donde había entrado
en contacto con el grupo surrealista en 193, había llegado a Tenerife en abril
de 1936 para convalecer de unas fiebres palúdicas, y aún tuvo tiempo de
participar en junio en la última de las exposiciones que pudo organizar “gaceta
de arte”. Aparte de varias pinturas de Domínguez, se colgaron en ella obras de
Miró, Ángel Ferrant, Baumeister, Marx Ernst, Kandinsky, Paul Klee o Juan
Ismael, entre otros, la mayor parte de ellas pertenecientes a las colecciones
particulares de los redactores.
El miedo a las represalias que pudiera sufrir
tras el golpe militar aconsejaron al pintor esconderse en la casa de su hermana
en el Puerto de la Cruz, donde permaneció varios meses hasta que decidió
presentarse a la policía y pedir que le permitieran regresar a París, lo que
consiguió. No volvió nunca de allí. En octubre de aquel año de su exilio
escribió a su hermana Julia:
“Mis queridos todos: He vivido en estos
momentos tantas y tantas emociones que estoy borracho, incapaz de razonar las
cosas. París es para mí en estos momentos el más bello sueño, pero el recuerdo
de nuestra España destruida, y los seres queridos que en ella tengo, ponen un
velo de tristeza en la felicidad que significa para mí París, con todos mis
amores y los más bellos recuerdos”
Premonitorio retrato
realizada por Eduardo Westerdahl en 1935
|
Pero no todos
los integrantes de “gaceta de arte”
se situaron enfrente del franquismo naciente. También los hubo que se adaptaron
a los nuevos tiempos, de grado o a la fuerza. De entre ellos, quizás el que
hubo de enfrentarse a contradicciones íntimas más profundas en ese momento
trágico fue Agustín Espinosa, lo que
le convierte en un símbolo dramático e incluso patético de la rendición. Con 39
años era el mayor del grupo, estaba casado y ejercía como catedrático de
instituto de Lengua y Literatura. Había publicado textos y poemas en las más
variadas revistas, incluida la madrileña “Gaceta
Literaria” creada por Giménez Caballero antes de dar su paso al falangismo,
aunque libros como tales tan sólo había editado dos. El primero en Madrid en
1929, “Lancelot, 28º-7º. Guía integral de
una isla atlántica”, una inclasificable visión, entre mítica, etnográfica y
poética, de Lanzarote.
El segundo, “Crimen”, había aparecido a finales de
1934 en las ediciones de “gaceta de arte”
con portada de Óscar Domínguez. Se trata, sin género de duda, del más revelador
texto surrealista en español de la literatura en prosa, hasta podría
calificarse de novela. No es este el sitio ni el momento de analizarlo, aunque
si convenga, quizás, situarlo. Con un lenguaje crudo y de una gran plasticidad
verbal, hermético muchas veces, poético también, va de la descripción
minuciosa, que casi podríamos considerar hiperrealista, a las más arriesgadas
asociaciones del subconsciente.
Aunque a veces pueda parecer un texto caótico y arbitrario, sin
cronología, con historias independientes, todo en él tiene una completa
coherencia formal y temática para reflexionar sobre el amor y el asesinato (o el
asesinato por amor) en un contexto casi obsceno que no descarta el fetichismo y
el sadomasoquismo. Una obra profundamente subversiva de las convenciones
morales y sociales del momento que cuando se editó sufrió los mayores ataques
del entorno de las derechas, que lo acusaron de blasfemo, cuando menos. Algunos
fragmentos debían permanecer en la mente de los sublevados aquel 18 de julio
como muestra de la depravación del autor: Por ejemplo: el principio:
“Estaba casado con una mujer lo
arbitrariamente hermosa para que, a pesar de su juventud insultante, fuera
superior a su juventud su hermosura.
Ella se masturbaba cotidianamente sobre
él, mientras besaba el retrato de un muchacho de suave bigote oscuro.
Se orinaba y se descomía sobre él. Y
escupía —y hasta se vomitaba— sobre aquel débil hombre enamorado, satisfaciendo
así una necesidad inencauzable y conquistando, de paso, la disciplina de una
sexualidad de la que era la sola dueña y oficiante.
Ese hombre no era otro que yo mismo.
Los que no habéis tenido nunca una mujer
de la belleza y juventud de la mía, estáis desautorizados para ningún juicio
feliz sobre un caso, ni tan insólito ni tan extraordinario como a primera vista
parece.
Ella creía que toda su vida iba a ser ya
un ininterrumpido gargajo, un termitente vómito, un cotidiano masturbarse, orinarse
y descomerse sobre mí, inacabables.
Yo ya sólo vivo para un estuche de
terciopelo blanco, donde guardo dos ojos azules, encontrados por el guardagujas
la menstrua alba de mi crimen, entre los últimos escombros sanguinolentos de la
vía”.
Claro, que no
era lo único de Agustín Espinosa que no les debía gustar. Seguro que también
guardaban en el rincón de su mente dedicado al rencor aquel poema de 1930 que
Agustín Espinosa había titulado, ahí es nada, “Oda a María Ana, primer premio de axilas sin depilar de 1930”:
Hablemos de
María Ana y de sus axilas sin depilar.
Hablemos también
del destino.
Agustín
Espinosa, alcantarillero de sueños adversos.
Agustín
Espinosa, coleccionador de azucenas innumerables.
Enamorados de
María Ana.
Jinetes de su
sexo único.
María Ana,
vacilante entre los dos Agustines.
¿Habría de
acabar la empresa quebrando amistades, como en las canciones antiguas: HE AQUÍ
QUE ES TUYA LA ROSA, VENCEDOR?
Pero dejar 3.114
vellos resabidos, para inventar 489 + 489 vellos olvidados –para descubrirlos-
era ya cosa de aventuras de ahora.
María Ana no
había comprado nunca hojas Gillette.
María Ana tenía
489 vellos en el hoyo de cada una de sus axilas.
Y esto lo vieron
coleccionador y alcantarillero.
Únicamente por
sus vientos propios eran luego uno y otro gobernados.
El golpe
franquista pilló a Agustín Espinosa en Tenerife, de vacaciones una vez que
había acabado el curso en el Instituto Pérez Galdós de Las Palmas, en el que
era catedrático. Las inmediatas detenciones de las personas de su entorno de
las que hemos hablado más arriba debieron provocarle inquietud, si no
directamente miedo. Él no había tenido ninguna intervención política señalada
ni militancia alguna, pero la pertenencia a “gaceta de arte” era sin duda un
baldón para los golpistas, y sus escritos, y las críticas religiosas y morales
que había recibido, eran bien conocidos y odiados en las capas más
reaccionarias de la población de la isla. Ante esa incertidumbre, quizás pensó
que la mejor manera de protegerse era colocarse bajo el paraguas del nuevo
régimen y esperar a que escampara. Ya en agosto realizó una declaración ante
las nuevas autoridades académicas en la se defendía señalando que había
atendido…
“…ininterrumpidamente los servicios de
su cargo durante el mes de la fecha, cooperando así al movimiento salvador de
España, iniciado el 16 de julio de 1936, al que se encuentra unido y en el que
está dispuesto a rendir todo género de colaboración”.
¿Realmente se
encontraba Espinosa “unido” al “movimiento salvador de España” o era un simple
enmascaramiento para intentar sobrevivir? A falta de testimonios directos o de
documentación que pudiera aclararlo es una pregunta de imposible difícil
contestación. En su recordatorio del grupo, Pérez Minik resume esta parte de la
vida del amigo con una frase lapidaria y abierta a todas las interpretaciones:
“Agustín Espinosa termina su vida en
1939, víctima de tantas cosas”. Lo que sí se puede imaginar con cierta
posibilidad de acierto es que aquellos tres últimos años de vida del escritor
debieron suponerle todo un calvario empedrado de renuncias y humillaciones.
De nada le
sirvieron sus primeras exculpaciones voluntarias, y Espinosa fue destituido de
su cátedra y declarado cesante por el nuevo Gobernador Civil, el comandante
Alfonso Moreno Ureña, que había sustituido al recién fusilado Manuel Vázquez
Moro. Eso sucedió el 16 de septiembre, y en octubre el autor del muy subversivo
y amoral “Crimen” empezaba a colaborar para Arriba España, el periódico oficial
de falange. Nada. En diciembre aparece el artículo de la revista igualmente
falangista Acción, citado más arriba, en el que, aparte de condenar su
participación en “gaceta de arte”, se le acusaba de “falso converso… profesor laico, hedonista y ultraísta”. Si no fuera
por lo doloroso del momento, sería de risa el último calificativo, que muestra
la profundidad de la cultura del acusador. Sin embargo, la presión sobre
Espinosa debió ser tan fuerte que el 14 de diciembre se afilió a Falange
Española y de las JONS. Quizás le aconsejó su antiguo compañero de “gaceta de
arte” Francisco Aguilar y Paz, que en aquel momento era ya jefe de la
organización falangista en la isla y al que dedicaremos pronto un breve
párrafo, pues supo ser amigo de sus amigos, ideologías aparte.
La recién
encontrada ideología falangista no ayudó demasiado a Agustín Espinosa. En marzo
de 1937 hubo de someterse a una comisión depuradora, acusado de “ser izquierdista, ser autor de la obra
titulada “El crimen de Agustín” (sic)
y haber intentado presentar en los cines de esta Ciudad una película inmoral y
sacrílega”. Resultó exonerado de toda culpa y se le devolvió la cátedra en
abril de 1938. Eso sí, con la prohibición de ocupar cargos directivos y
destinado a un instituto en la isla de La Palma, lo que equivalía a una semi
deportación. Tantas peripecias desgraciadas, humillaciones, miedo y
contradicciones vitales agravaron la úlcera de duodeno que padecía desde hacía
unos años. Regresó a la casa familiar de Los Realejos (Tenerife), donde
falleció el 28 de enero de 1939, mientras miles de republicanos comenzaban a
exiliarse por la frontera de Francia. El 5 de febrero del año anterior le había
escrito a su prima María Teresa García Barrenechea:
“La ISLA aísla mucho más de lo que en
realidad parece. Y tanta agua azul, honda y áspera por medio. Luego yo no sigo
mejor. Cada vez tengo menos humor y menos fuerza. Me fatigo por todo y hasta
hablar me cansa. Soy una isla más dentro de la isla. Una isla en régimen de
ulceroso y hambre de bienestar y noches durmiendo”.
Si la evolución
ideológica de Agustín Espinosa parece cuando menos de dudosa sinceridad, más
lenta, pero más profunda, fue la del poeta Emeterio Gutiérrez Albelo, que desde hacía un tiempo venía evolucionando del
surrealismo, al que había dado dos de los más significativos libros de la
lirica canaria de aquellos años, “Romanticismo
y cuenta nueva” (1933) y “El enigma
del invitado” (1936), a una cierta religiosidad que impregnaría su
importante obra poética de postguerra. De hecho, se había negado a firmar las
propuestas críticas y revolucionarias del Boletín del Surrealismo que sí había
firmado Espinosa. El camino hacia la asimilación al nuevo régimen estaba
abierto, y asimilado acabo el poeta.
Ya ha salido a
escena Francisco Aguilar y Paz, es el momento de dedicarle unas líneas.
Licenciado en Derecho y Filosofía había estado en “gaceta de arte” y en su
mancheta de redactores figuró hasta el final. Cercano al socialismo de
Francisco Giner de los Rios, una estancia en la Alemania nazi le convenció de
que el futuro estaba en el totalitarismo, y falangista regresó. Su situación al
frente de la falange tinerfeña, una organización que participó directamente en
la represión desde el mismo día de la sublevación, le permitió, no obstante,
ayudar a sus antiguos compañeros de ideas y de revista. Según se afirma, su
intervención fue decisiva para la puesta en libertad de Domingo Pérez Minik o
para evitar la deportación de Eduardo Westerdahl, además de intentar ayudar a
Pedro García Cabrera en su peregrinaje carcelario.
La amistad
forjada por el grupo de “gaceta de arte” en aquellos años de agitación,
esperanza y lucha de la República pervivió al desgarro de la guerra civil y se
mantuvo durante el franquismo, sin distinción de ideologías y superando
antiguos enfrentamientos. Especialmente intensa fue, ya en el franquismo, la
colaboración de los miembros iniciales de “gaceta de arte”. Asesinado Domingo
López Torres, Eduardo Westerdahl, Domingo Pérez Minik y Pedro García Cabrera
participaron conjuntamente en numerosos proyectos periodísticos y culturales.
En su exilio interior se convirtieron en modelos y maestros para las nuevas
generaciones de intelectuales, escritores y artistas canarios que les
sucedieron.
Pérez Minik, García Cabrera y
Westerdahl
con el
pintor y grabador belga Luc Peire (segundo por la izquierda). 1979, Tenerife |
Epílogo con desencuentro
Desde la
despedida en el muelle del puerto de Santa Cruz de Tenerife aquel 27 de mayo de
1935, del que hemos hablado cumplidamente, los miembros de gaceta de arte,
excepto Óscar Domínguez, perdieron la relación con André Bretón, aunque aún
hubo unos meses de contacto epistolar entre ellos. Un alejamiento perfectamente
explicable por los acontecimientos que habían de producirse en el mundo a
partir de aquella fecha. La guerra civil primero, la mundial después y,
cubriéndolo todo, la noche oscura de franquismo establecieron una especie de
cinturón de hierro alrededor de España que impedía cualquier contacto entre la
intelectualidad crítica interior, reprimida y perseguida, y el mundo cultural
exterior. Ese aislamiento, generalizado en toda España, era si cabe más fuerte
en Tenerife y Canarias en general. Recordemos. Son islas en medio de un mar inmenso.
Pasados
los años, sin embargo, se produjo el reencuentro, que, a tenor de lo que sobre
él contó Pérez Minik en su libro, más que tal fue un desencuentro. Lo deja caer
como de pasada en un breve párrafo:
“…después de algunos años, cuando se encontró con
André Bretón en París, casi ni lo conoció, hubo un salido de cortesía en un
café de Montparnasse y si te he visto no me acuerdo”.
El protagonista
de la anécdota es Eduardo Westerdahl, y aunque su compañero no especifica la
fecha en que ocurrió, es deducible que el desencuentro debió tener lugar en el
viaje que el director de “gaceta de arte”
realizó a Europa en 1950, en el primer contacto que tenía con París desde el ya
lejano viaje iniciático de 1931. Como no podía ser de otra manera, Westerdahl
aprovechó la ocasión para retomar viejos contactos cortados por la guerra y
hacer otros nuevos entre los intelectuales y artistas que abarrotaban la
todavía capital cultural del mundo.
Westerdahl y Domçinguez en París |
Guiado por Óscar
Domínguez, que le había invitado al viaje y le albergaba en su casa, Westerdhal
visitó los museos parisinos, recorrió sus cafés, participo en sus tertulias, y
en ellas tomó contacto primero con nombres tan destacados de la cultura de aquel
momento y posteriores como Tristan Tzara, Dora Maar o Jean Cassou. Como es
fácil entender, dado su interés prioritario por la pintura y la arquitectura,
la mayor parte de los contactos que estableció fue con artistas plásticos,
entre los que figuraron el catalán Antoni Clave y el aragonés Horacio
García-Condoy, ambos exiliados, el franco-alemán Hans Hartung, el mexicano
Rufino Tamayo, el ruso Ossip Zadkine o el brasileño Cicero Dias, cuyas
direcciones postales debieron quedar debidamente anotadas en la agenda del
canario.
En ese contexto
debió producirse el encuentro-desencuentro con Breton. Pérez Minik apostilla su
breve alusión con un sencillo “lo que no
quiere decir nada”. Como quitándole importancia a la cosa. Sin embargo, si
se mira la referencia con ojos de cotilla irreprimible, como son los míos, la
displicencia del pope del surrealismo ante el director de “gaceta de arte” no deja de plantear algunas incógnitas sobre cuyas
razones quizás merece la pena elucubrar brevemente. Aunque sólo sea para
finalizar la historia de la relación entre Bretón y “gaceta de arte” por donde corresponde, por el final.
ICarta de Bretón a Westerdahl, 15 de julio de 1936 |
Algo
tuvo que pasar en aquellos años para que alguien tan detallista como Breton se
desentendiera de tal manera de su viejo amigo y compinche, que, además, tan mal
lo había pasado durante el tiempo transcurrido. Ya hemos reproducido más arriba
la carta con la que Breton se despedía de sus anfitriones chicharreros tras la
exposición, cargada de agradecimiento y deseos de amistad imperecedera. Unos
sentimientos que el surrealista mantenía intactos un año después, cuando
escribió “El castillo estrellado”,
que publicó en abril de 1936 y en español en la revista bonaerense Sur, luego reproducido en la francesa Minotauro y editado finalmente en 1937
formando parte de su libro “L’amour fou”.
En carta de julio de 1936, tres días antes de la sublevación, Breton llegó
incluso a plantearle por carta a Westerdahl su idea de publicarlo como una plaquette independiente, ilustrada con
dibujos de Dóminguez y fotos del viaje a Tenerife.
Las
29 páginas de “El castillo estrellado”
constituyen un canto de amor por Tenerife, en el que al hilo de la fascinación
despertada en él por la isla, reflexiona sobre el amor y sus contradicciones y
la relación entre realidad y el subconsciente, temas básicos de su obra y el
surrealismo en general en los que venía insistiendo en aquellos momentos. El
texto, de un apasionado tono lírico en buena parte de sus pasajes, no deja
dudas sobre el enamoramiento del poeta:
“Teide admirable, toma mi vida. ¡Gira sobre esas
manos radiantes y haz espejear todas mis vertientes! Quiero ser contigo un solo
ser de tu carne, de la carne de las medusas de los mares del deseo. Boca del
cielo, a la vez que de los infiernos, te prefiero así, enigmático, así, capaz
de llevar hasta las nubes la belleza natural y de sepultarlo todo. Es mi
corazón el que late en tus profundidades inviolables, en el enceguedor rosedal
de la locura matemática, donde incubas misteriosamente tu poder. Que tus
arterias, donde corre hermosa sangre negra vibrante, me guíen siempre hacia
todo lo que he de conocer, de amar, hacia todo lo que debe hacerse, penacho en
la punta de mis dedos. Que mi pensamiento hable a través de ti, por las mil
bocas clamorosas de armiño en que te abres al salir el sol. Tú, que sostienes
realmente el arca floral, que no sería ya el arca si no mantuviera suspendida
encima de ella la rama única de la fulminación, tú te confundes con mi amor:
este amor y tú estáis hechos interminablemente para ser bruñidos. Los grandes
lagos de luz sin fondo surgen en mí después del paso rápido de tus fumarolas.
Todas las rutas hasta el infinito, todas las fuentes, todos los rayos parten de
ti, Daria-I-Noor y Koh-i-Noor, hermoso pico, hecho de un solo diamante que
tiembla».
Tras una
declaración de tal intensidad amorosa, no cabe sino pensar que algo debió pasar, en la realidad o en el cerebro de Breton, para que
el reencuentro con Westerdahl quedara apenas en un si te he visto no me acuerdo.
No, el distanciamiento de Bretón del grupo de Tenerife no se limitó a la
frialdad del reencuentro de 1950, que podría achacarse a simple displicencia
del surrealista, sino que parece más profundo. Prueba de ello es que Bretón se
olvidó por completo de citar la exposición de Tenerife y al grupo surrealista
de la isla en sus escritos posteriores dedicados
a historiar o analizar el surrealismo. Así sucede, por ejemplo, en la “Introducción a la Exposición Internacional
del surrealismo” incluida en la recopilación de textos que publicó en 1965
bajo el título de “Le Surrealisme et la
peinture”, en el que recuerda las muestras de Copenhague, París o Londres,
pero olvida por completo la canaria. ¿Qué había pasado en los 15 años pasados entre
el primer encuentro y el desencuentro de 1950 para que la actitud de Bretón
hubiera cambiado tanto?
Desde luego, el
mundo de 1950 había dado una vuelta por completo con respecto al de 1935. De
una Europa convulsa en pleno ascenso de los fascismos se había pasado, guerra
mundial de por medio, a la ocupación pacífica y manirrota de los modos de vida
estadounidenses y a una guerra fría en toda regla, menos mortífera que la
guerra caliente que había acabado hacia 10 años, pero igualmente inmisericorde.
También había cambiado profundamente el significado y el sentido del
surrealismo, cuyo potencial revolucionario había terminado. La radicalidad
política y artística del periodo de entreguerras había empezado a convertirse
en un cliché formal que ya no tenía su referencia con la revolución sino, cada
vez más, con lo extravagante, lo raro, lo paradójico, lo ininteligible. Aún
llegarían mil epígonos surrealistas, palabra que se incorporó al lenguaje
cotidiano con una alegría que sólo conducía al confusionismo, pero el grupo no
sobrevivió a su propio éxito popular. Bretón, que había sido el paridor y líder
de un movimiento que iba a cambiar el mundo, había perdido su poder.
Breton, Eluard, Tzara y Peret en 1930 |
Una
característica histórica del surrealismo es la infinita capacidad de secesión
que demostró, potenciada en buena medida por el sectarismo con que Breton
aplicaba los principios que él mismo inventaba, su apreciable vanidad y las
airadas reacciones con que respondía a cualquier muestra de disidencia de sus
ideas. Ya en 1929, apenas cinco años después de iniciado el movimiento, sufrió
su primera crisis, que provocó la salida de escritores tan fundamentales como
Robert Desnos, Jacques Prevert o George Bataille. A partir de entonces la
salida o expulsión de integrantes del grupo constituirían un goteo permanente
que debilitaba progresivamente el carácter colectivo del surrealismo, que es lo
que le había dado antes toda su fuerza. En 1935 Aragón había roto ya con Breton,
Dalí había sido expulsado en 1938,el mismo año en que lo abandonaron Paul Éluard
y Max Ernst, mientras que Tristan Tzara y Roberto Mata habían esperado hasta 1947,
por citar sólo algunos de los nombres más significativos y destacados del movimiento.
Igualmente se había alejado del grupo artistas que como Giacometti, Magritte o
Picasso habían colaborado anteriormente con Breton. También Luis Buñuel, que
aunque conservaría hasta el final la rebeldía surrealista en sus películas, ya
para esas fechas estaba lejos del líder fundador. Para cuando tuvo lugar aquel
distante reencuentro con su pasado canario, Breton debía sentirse traicionado y
a la defensiva.
Sin
embargo, la ruptura que más debió influir en el frio trato dado por Breton a
Westerdahl debió ser, sin duda, la de Óscar Domínguez, el colaborador de “gaceta de arte” que se había convertido
desde el principio en su gran amigo, cuyos relatos sobre su isla lejana le
había llevado a escribir, aún antes de la visita, aquel hermoso poema que
empieza “se me dice que allá abajo las
playas son negras”, y que tan importante papel había jugado en la
exposición poniendo en contacto al poeta francés con el grupo de Tenerife. En
las batallas internas del grupo, el canario había acabado tomando partido por
Paul Éluard, lo que provocó agrios enfrentamientos con Breton, que le excomulgó
del surrealismo en 1945. No es de extrañar que el poeta, que parece haber sido
persona de las que te borran de amigo de Facebook al primer enfado, arrastrara
cinco años después el rencor provocado por la ruptura con Domínguez, al que no
podía por menos que considerar un traidor, tanto más en cuanto había sido uno
de los discípulos más queridos, englobando en la consideración a todos sus
amigos isleños.
Por
otro lado, tal vez pasado el entusiasmo provocado por la exposición y el
descubrimiento de Canarias, pensara Breton que aquella primera visita no había
sido como en un principio parecía y que los amigos de “gaceta de arte” no habían resultado tan fieles discípulos como él
confiaba que serían. Era cierto que habían firmado juntos la declaración que
conocemos, y que se habían sometido a su dictado a la hora de redactarla, no
sin fuertes debates por medio, eso sí, pero la visita no había estado libre de
acaloradas discusiones que demostraba lo que alejaba a unos de otros. Pérez
Minik ha dejado testimonio de algunas de ellas, que leído ahora parece dejar
claro el sectarismo de que hacían gala los visitantes frente a la apertura de
miras de los anfitriones:
“Tuve varias discusiones con André Bretón y Benjamín
Péret que a veces adquirieron una cierta violencia. Se acababa de publicar La
condición humana, de André Malraux, la había leído en «La Nouvelle Revue Française».
Le mostré mi admiración a nuestros amigos por esta novela, las ideas expuestas
sobre la revolución, la moral, la prometeica actitud, la estructura, su
modernidad. La consideraba como una obra maestra. La indignación de André
Bretón alcanzó un techo insospechado. Notaba que me miraba de mala manera, como
un perro judío para un cristiano español. Benjamín Péret se precipitó contra mí
y al alimón los franceses manifestaron su desprecio superior ante mi juicio
apasionado. La disputa se hizo más dura porque yo no cejaba tampoco ante su
desafío. Todo terminó muy bien, aunque desde ese momento yo me daba cuenta de
que los muros de la convivencia intelectual se habían agrietado bastante. Algo
parecido me sucedió con mi criterio con respecto a la música en general, muy
especialmente la de gran tradición europea, desde la sinfónica de los grandes
maestros a la dodecafónica del momento que vivíamos. Otro de los grandes
conflictos, que mantuve con nuestros visitantes se refería a los puntos de
vista sobre el teatro de la crueldad de Antonin Artaud, el surrealista herético
que había sido expulsado unos años antes. Todas estas polémicas no rebasaron
las buenas formas, las del parlamentarismo de los partidos políticos o la de
una diplomacia muy a la europea.”
Por
si fuera poco, al poco de salir de las islas debió enterarse Breton la
implicación verdadera de “gaceta de arte”
con el surrealismo. El numero 36 de la revista de octubre de 1935, el mismo con
el que se vendía como separata independiente el “Boletín Internacional del Surrealisno” con la declaración conjunta,
se incluía una hoja suelta con el criterio de la redacción frente el movimiento
surrealista:
“La revista internacional de cultura “Gaceta de
Arte” ha venido propugnando desde su fundación, en 1932, y desde la isla de
Tenerife, denominada por André Breton como punta poética de España, todos
aquellos fenómenos del arte contemporáneo que delaten de una manera clara el
tránsito de una cultura y el nacimiento de unas nuevas y determinadas expresiones
que corresponde de manera automática al espíritu del hombre de nuestro tiempo.
Con esta intención de análisis positivo a un orden
nuevo, ha venido recogiendo en sus páginas los principales movimientos
estéticos de nuestra época, estableciendo en muchos casos puentes de
circulación en fenómenos al parecer opuestos, justificando tendencias en pugna
o bien presentando de manera objetiva escuelas que entre sí trataban de
destruirse, pero en las cuales apreciaba un fondo enérgico de recreación
constante por estos dos caminos ineludibles: destrucción de unas formas muertas
que la reacción trataba de imponer, vitalizándolas, y propaganda de otras a las
que la reacción negaba circular en nuestro tiempo, pero que al fin habrían de
imponerse por su indestructible conexión con la edad presente.
Entre los principales grupos que merecen nuestra más
decidida atención figura el movimiento surrealista, en quien desde el principio
vimos uno de los más interesantes instrumentos de que dispone una cultura viva
para abrirse paso en medio de las amenazas constantes que sufría la
independencia del espíritu y de las condiciones y falsas obra de ingeniería con
que el capital, el estado, al religión, la moral, la patria, la familia, etc..,
canalizaban y levantaban convencionales edificios al servicio de sus unilaterales
intereses, con preciosos materiales subconscientes en cuya energía descansa el
proceso de las culturas.
A g.a. le une al surrealismo en principio su fondo
anticapitalista y universal, la destrucción de la sociedad burguesa y las
escenográficas instituciones, que maltrata y aniquilan el libre acto. (…)”
Pese a los
muchos ditirambos que la declaración dedicaba al surrealismo, André Breton no
debió quedar muy satisfecho que el movimiento que dirigía con mano de hierro no
fuera considerado sino como uno más, no el único, entre los movimientos
defendidos y propugnados por la revista.
En cualquier
caso, fueran cuales fueran las causas del desencuentro en París entre los
viejos conocidos, Eduardo Westerdhal debió regresar a las islas cargado de
adrenalina para meterse en nuevos proyectos, aparte de con una agenda de
direcciones renovada y repleta de los recientes contactos que había hecho.
El 28 de octubre
de 1954, el diario La Tarde publicó el primer suplemento cultural canario de
postguerra. Se llamaba “Gaceta Semanal de
las Artes” y lo dirigía Domingo Pérez Minik con la colaboración de Pedro
García Cabrera y Eduardo Westerdahl. Todo final implica un comienzo.
[1]
Quizás la primera referencia internacional, bastante amplia, por otro lado, al
grupo surrealista de Tenerife, antes incluso de que se publicara el libro de
Pérez Minik, está en “Surrealism and
Spain 1920-1936”, publicado originalmente por el historiador gales C. B. Morris en 1972. En
español se publicó en 2.000. Morris, como veremos, siguió interesado en el tema
y escribió sobre él varias monografías.
[2] Existen,
al menos, dos ediciones facsímil de Gaceta de Arte. La primera, coeditada en
1981 en dos volúmenes por la editorial española Turner y la alemana
Topos-Verlag, y la segunda, publicada sin .os dos últimos números en 1989 con
el Colegio de Arquitectos de Canarias. En internet puede encontrarse completa en esta dirección:
[3]
Sobre las revistas literarias y culturales de la República hay detalla
información en esta tesis doctoral de Ángel Luis Sobrino Vegas.
[4] “Atlas de la evolución del analfabetismo en
España de 1887 a 1981”, de Mercedes Vilanova Rivas y Xavier Moreno Juliá
[5]
Siguiendo las teorías de los tipógrafos alemanes franz roh y jan tschichold, la
revista prescindió del uso de mayúsculas en sus páginas. Quizás por la
confusión que creaba en los lectores, en enero de 1934 se incorporaron las
mayúsculas. He procurado seguir este uso tipográfico en las citas.
[6]
También se ha incluido entre las exposiciones surrealistas anteriores a la de
Tenerife, la celebrada en abril de ese mismo 1935 en Praga, a la que también
acudieron Breton y Éluard, como se puede ver en la foto. Sin embargo, en este
caso no se expusieron obras del grupo surrealista de París, sino tan sólo de
los surrealistas checos encabezados por Jindrich Styrsky, tres de cuyos
collages fueron llevados por Breton a Canarias.
Estimado Antonio, gracias por el interesantísimo, informativo y ameno texto sobre la g.a. Estoy trabajando en un proyecto que abarca la misma época, y tu escrito me ha aportado una visión nueva de las circunstancias personales de los personajes, y me ha confirmado mi propia interpretación sobre la realidad que se vivió en Canarias durante la II República y durante el golpe militar. En este sentido debo apuntar, que aunque seguramente es cierto que el Sr. Jacob Ahlers dinamizó el comercio y el tráfico marítimo, tan fundamentales para el progreso de las Islas, no debería dejarse de lado la circunstancia de su afiliación al partido nazi, su condición de agente de la inteligencia, y su colaboración activa en la organización de los primeros campos de concentración en Santa Cruz de Tenerife. Aunque muy tangencialmente relacionado con mi investigación he descubierto fuentes bien diversas que constatan estas afirmaciones y que con mucho gusto puedo compartir, si esto fuera de tu interés.
ResponderEliminarUn saludo
L.