“101
intelectuales firmaron un documento y el señor Fraga Iribarne quiso hacerles un proceso”
· La batalla contra Franco de los “abajofirmantes”
· Los intelectuales y las huelgas de Asturias de 1962/63
El
30 de septiembre de 1963 el ministro de Información y Turismo, don Manuel Fraga
Iribarne, recibió una carta en la que 102 intelectuales y artistas, la flor y
nata de la cultura española del momento, por decirlo con frase coloquial, le
pedían explicaciones por los excesos represivos cometidos por la Guardia Civil contra los
huelguistas que ese año y el anterior habían puesto en pie de guerra a los
mineros asturianos. De aquella carta, o de aquellas cartas, porque como se verá
no fue sólo una, sino que fueron bastantes, lo que las rodeó y de sus
consecuencias tratan estas líneas. Que os sea leve.
Vista
en perspectiva, aquella batalla intelectual (y obrera), tuvo al menos un triple
significado. Por un lado, supuso la aparición pública de una oposición directa
al franquismo por parte de lo más destacado de la intelectualidad del momento, con
repercusión no sólo en el ámbito internacional, sino especialmente en el
interior de España. Por otro, tanto por parte de los intelectuales que se
solidarizaron con las huelgas como por las características ideológicas de los
propios huelguistas, aquellas luchas implicaron por primera vez la unidad de
acción de las distintas posiciones políticas que con mayor o menor fuerza y
decisión se oponían a la dictadura, desde comunistas o socialistas hasta
falangistas o católicos desengañados ya de Franco y su franquismo. Por último,
aquellos dos años de luchas mineras y cartas de protesta supusieron también la
incorporación al antifranquismo activo de una generación de españoles,
intelectuales y obreros, que no habían participado en la guerra civil y que
habrían de protagonizar las luchas de los años posteriores.
Pero
antes de entrar en harina quizás no venga mal una retrospectiva personal, que
no significa mucho pero que puede servir para introducirse en aquellos
comienzos de los sesenta en España y dar pistas de por donde anduvieron los
modelos y los caminos de toda una generación de españoles que nos fuimos
haciendo personas conscientes en aquellos años.
Chicho Sánchez Ferlosio. Gallo
rojo, gallo negro
Rememoración de uno mismo
Personalmente,
en 1963 era todavía yo un adolescente granujiento, gordito, lector de cuanta
letra impresa cayera en mis manos y ya con una confusa conciencia política de
herencia genética. No tenía, pues, edad para haber participado ni de cerca ni
de lejos en aquellos sucesos, aunque debí saber de su existencia, al menos por
vía radiofónica. Al igual que en aquella España había quienes se unían rezando
el rosario en familia, también los había que se reunían en la habitación más
aislada de la casa para escuchar, en familia, las emisiones clandestinas en
onda corta de Radio España Independiente, Radio París o Radio Moscú. La mía era
de las segundas. Formábamos parte de aquella España que había perdido la guerra
civil, pero que mantenía el sueño emancipador de La República. Familias cuyos
maridos, padres, tíos o hermanos había luchado en el frente y pasado por las
cárceles. Cuyas esposas, madres o hijas tenían sobre sus espaldas muchas horas
y horas de colas a las puertas de los presidios, muchas de ellas también
encarceladas, y el deber de hacerse cargo de la familia en tiempos de especial
penuria. Los hijos como yo nos criamos con los ojos como platos ante las
historias, las preocupaciones o las discusiones de nuestros mayores en aquellas
catacumbas de conspiración silenciosa en las que inevitablemente se convertían
las reuniones familiares.
No
había fiesta celebración o Nochevieja en la que no se acabara cayendo en el
mismo rito. En algún momento, después de la cena regada con vino y ya con
algunos coñacs en los cuerpos, después de las jotas añorantes y los cuplés
subidos de tono –callad, reconvenía alguna madre, que hay ropa tendida--,
siempre había algún padre o tío que por lo bajini, como en un susurro,
comenzaba a cantar “El ejercito del Ebro”,
“Puente de los franceses”, “Bandiera Rossa” o “La joven Guardia”. El resto de los presenta se iba incorporando,
también los niños, que nos las sabíamos de memoria, y el murmullo amenazaba con
convertirse en algarabía hasta que alguna madre, o una abuela, que siempre eran
más prudentes, ordenaban callar, que la casa es pequeña y las paredes de papel.
En
ese ambiente, y en aquella familia, escuchar juntos las emisiones de La Pirenaica constituía un
acto solemne, casi religioso. No sólo una fuente de información sobre lo que
sucedía en España y no salía en el NODO, sino en cierta forma un acto de fe y
la constatación de que no se estaba solo. De que había un mundo con el que
identificarse fuera de aquel miedo permanente de la dictadura. Pese a que fue
en Radio España Independiente, La famosa Pirenaica que no estaba en Los
Pirineos, donde debí saber por primera vez de aquellas huelgas y aquel
documento, no me queda ningún recuerdo preciso de ello. Tal vez porque en los
años que siguieron todos aquellos sucesos alcanzarían para nosotros, jóvenes
recién aterrizados en la lucha política clandestina, dimensiones casi míticas.
Aquellas luchas y aquellos intelectuales de 1962/63 constituyeron la base de
mis primeras enseñanzas en la vida, políticas morales e incluso sentimentales y
los primeros modelos humanos en los que fijarse. Y no sólo para mí.
Pero no nos pongamos estupendos, que lo
primero que me viene a la cabeza al acordarme de las luchas obreras y
culturales de aquellos años es una canción. La que me ha servido para titular
estas notas y cuyos versos aún recuerdo literalmente cuarenta y tres años
después. Y sin haber vuelto a escucharla con posterioridad, pues no he
encontrado ninguna grabación de ella:
“Ciento un intelectuales
Firmaron un documento
Y el señor Fraga Iribarne
Quiso hacerles un proceso…”
1965/66. ·Excursión CAUM |
“…Pero nada pueden jueces
Cuando se está con el pueblo”
En
esos dos versos últimos de la vieja canción está, creo yo, la esencia de la
identificación, en aquel momento, de una buena parte de la intelectualidad
española más progresista con el sentir, las necesidades y las luchas de las
clases populares, representada en este caso concreto de 1962/63 por su sector
más explotado y combativo, la minería asturiana. Desde esa identificación, la
legislación franquista, y el ejercicio de lo que el régimen consideraba
Justicia, no sólo era injusta, sino ilegítima, pues emanaba de una sublevación
y una guerra devastadora devenida en dictadura cruel. Contra esa concepción
dictatorial era contra la que se habían rebelado esos 101 intelectuales a los
que Fraga quiso abrirles un proceso.
Anónima. Canción de Bourg Madame
Tiempo de cambios
Aquellos
años finales de los cincuenta e iniciales de los sesenta fueron en España
tiempos de conflicto y de cambio. Hacía ya más de veinte años que había
terminado la guerra, y aunque todavía siguieran perdedores y ganadores en sus
sitios respectivos, sus efectos se
habían diluido en las generaciones más jóvenes, lo que acabó por cambiar
la percepción y las tácticas a un lado y a otro de la dictadura.
En
el terreno político de la izquierda --recordemos, en la clandestinidad, las
cárceles o el exilio—hasta los más recalcitrantes historiadores reconocen que a
esas alturas del calendario la fuerza antifranquista más combativa, organizada
y extendida, también la más represaliada, era el Partido Comunista de España,
presente en todos los merengues y organizador o promotor de la mayor parte de
ellos, aunque no de tantos como les hubiera gustado. Paradójicamente, también
fue aquel el momento de la primera ruptura ideológica y organizativa en el seno
de la izquierda no socialista española. En aquellos años surgió con fuerza,
primero en la universidad, luego en el campo obrero, el Frente de Liberación
Popular, el popular FELIPE, que había fundado en 1958 el profesor Julio Cerón
con una ideología mezcla de los restos católicos que le quedaban de su juventud
y los nuevos postulados marxistas sobre los que había pensado mucho en una
reciente estancia carcelaria. Una izquierda que pretendía ser nueva, superadora
de las rencillas y sectarismos comprobados en la guerra y en el exilio. Una
izquierda no comunista que, sin embargo, no era anticomunista, tanto como para
que su primera acción fuera la adhesión a la Huelga General Pacífica
convocada con voluntarismo por el PCE para el 18 de junio de 1958, y que acabó
en fracaso, como otras similares, en aplicación del simple principio de la
realidad existente.
Nicolás Sartorius |
También
estaban empezando a salir a la luz pública en aquellos años, otros opositores
al franquismo, en cuyo seno habían nacido algunos de ellos. Constituida más por
personalices aisladas que por organizaciones estructuradas, estas
personalidades y pequeños grupos planteaban alternativas desde el liberalismo,
el catolicismo progresista, la decepción del falangismo o, incluso, el propio
socialismo. Su oposición, en aquellos momentos prácticamente testimonia e
individual, que se pretendía ejercer más fomentando las presiones de los
Gobiernos y las organizaciones europeas occidentales y menos mediante la acción
colectiva directa contra la Dictadura. Se trataba de acabar con el franquismo
bien con la vuelta de la monarquía, o bien de instaurar una democracia
republicana de corte europeo occidental.
Pero
no conviene olvidar que el mundo estaba en plena guerra fría entre los dos
bloques geopolíticos surgidos de la Guerra Mundial, el comunista, encabezado
por la URSS, y el capitalista, liderado por EEUU. Esa división política tan
profunda complicó necesariamente la oposición conjunta contra Franco. Al margen
de cualquier otra consideración, la división del mundo en dos bloques de
influencia, enfrentados entre sí a cara de perro, dibujaba, no obstante una
situación política claramente definida y de nítidos límites: o conmigo o contra
mí. En España la situación era distinta y aún más complicada, porque no era
nada fría la lucha que se libraba, más bien extremadamente caliente, y los
contendientes, aunque con diferentes niveles de enfrentamiento, no eran dos,
sino tres. Todos contra Franco, sí, pero los antifranquistas todavía divididos
en dos bandos irreconciliables, como había venido sucediendo desde la derrota
de 1939. Unos, antifranquistas sinceros sin duda, compartían, sin embargo, un
acendrado anticomunismo, alentados y a veces apoyados por el Congreso para la Libertad de la Cultura , creado como se sabe por la CIA, y se
mostraban totalmente contrarios, aunque con distintos grados de radicalidad, a
la colaboración con los comunistas en luchas políticas compartidas. Otros, que
en el plano interior estaban intentado desarrollar su política de
reconciliación nacional, en el internacional todavía defendían apasionadamente
las directrices soviéticas y en Mundo Obrero cantaban loas a los avances de los
países socialistas, La URSS en lo alto del podio. Personalmente, aquella
división entre la oposición antifranquista, que venía de lejos y que aunque fue
cambiando con el tiempo y al hilo de las circunstancias ni siquiera hoy se ha
superado, es una cuestión que me ha dado que pensar mientras escribía. Espero
no ser el único que se haga esas preguntas al leerlo.
Precisamente
en 1962, coincidiendo con lo más alto de las primeras huelgas asturianas,
aquella oposición occidentalista, hasta entonces silenciosa como colectivo,
decidió presentarse en público, y se fueron a hacerlo a Alemania. Aunque eran
en general gente de pudientes, sin que esto sirva para rebajar la dignidad de
su acción, el viaje acabó por salirles más caro de lo que quizás pensaron en un
inicio. Los días 5, 6, 7 y 8 de junio de ese año se reunieron en Munich 118
políticos e intelectuales españoles, del interior y del exilio, que solos o con
sus pequeñas organizaciones mantenían posturas críticas con el franquismo. El
régimen, y los periódicos a su servicio, que eran todos, los tildó de traidores
bautizando las jornadas como Contubernio de Munich. Y como contubernio quedó
para la historia, aunque hubieran sido convocadas como unas simples
conversaciones sobre el pasado, el presente y el futuro de España y montadas
por el Movimiento Europeo, la organización política internacional que proponía
una Europa unida y proamericana en aquel contexto de la guerra fría.
En
aquellos cuatro días de Munich se juntaron españoles de todo tipo, condición y
ascendencia. Allí discutieron juntos viejos enemigos que en otros tiempos se
habían enfrentado hasta la muerte. Allí estaba Salvador de Madariaga,
historiador insigne, exembajador y ex ministro republicano exiliado en Londres,
liberal y europeista, a más de decidido anticomunista, hablando cara a cara con
José María Gil Robles, el muy derechista líder de la Confederación de
Derechas Autónomas (CEDA) y ministro durante el bienio negro, colaborador
necesario del alzamiento militar, de cuyos resultados comenzaba a renegar.
Había una delegación del PSOE encabezada por Rodolfo Llopis, su secretario
general en el exilio, y representantes de los nacionalismos vasco y catalán. A
su lado se sentaban los nuevos alevines monárquicos, que al final no se aclaró
si contaban con la aquiescencia de Don Juan o no, y los nuevos democristianos,
cuyos nombres sonarían muchos años después: Manuel Jiménez Fernández, Joaquín
Satrústegui, Antoni de Senillosa, Fernando Álvarez de Miranda o Iñigo Cavero.
También estaba un hombre singular, poeta apreciable y político honesto,
falangista de primera hora, ex voluntario de la división azul, que, no obstante
se había separado del franquismo ya en 1942 y que para esas alturas de Munich
ya había pagado con la cárcel su disidencia pública con aquel régimen que había
ayudado a construir. Se llamaba Dionisio Ridruejo y más adelante tendrá un
papel destacado en el asunto de la solidaridad intelectual con los mineros
asturianos, batalla en la que defendió la unidad de acción de todos los
antifranquistas.
José María Gil Robles / Rodolfo Llopis |
El
sucinto documento resultante de tanta mezcla, apenas una página, exigía al
franquismo no más, pero tampoco menos, de lo que entonces era habitual en los
países de Europa Occidental. Pedían instituciones democráticas, a las que se
referían como “claramente representativas”,
el ejercicio libre de los derechos de libertad personal y de expresión, la
supresión de la censura, la organización de partidos políticos y el
reconocimiento de la personalidad de las “distintas
comunidades naturales”. Reivindicaciones todas ellas que muy bien pudieran haber firmado los mismísimos comunistas en aquel preciso momento en el que el partido había
iniciado nuevos rumbos políticos.
Dirigido
por Santigo Carrillo desde la postguerra mundial, aunque oficialmente no
hubiera llegado a la Secretaría General
hasta 1960, El Partido Comunista de España había retirado ya sus últimos
guerrilleros a comienzos de los cincuenta, una vez comprobado que los aliados
antinazis vencedores en Europa, en plena lógica de guerra fría, no sólo no iban
a ayudar a democratizar España, sino, que por el contrario, estaban
fortaleciendo y justificando la dictadura. En 1956 el partido expuso por
primera vez su política de Reconciliación Nacional, resultado de considerar que
habían pasado ya 20 años desde el inicio de la Guerra Civil , y que a esas
alturas no sólo habían cambiado España y los españoles, envueltos en una
situación internacional igualmente diferente, sino que ya no eran sólo los
vencidos, sino también una buena parte de los antiguos vencedores y sus hijos,
los que sufrían las consecuencias de la dictadura. Era a ellos a quienes los
comunistas proponían reconciliación, y muy especialmente a los grupos,
cenáculos y personalidades de esa oposición liberal y moderada que se había
reunido en Munich y que no había querido
saber nade de ellos. Pero si en el famoso contubernio la línea de demarcación
entre los comunistas y los conspiradores era clara, en otras luchas más
concretas las cosas sucedían, como en este caso de las huelgas asturianas y la
solidaridad de los intelectuales, de manera muy diferente.
Entretanto,
la dictadura había superado ya el aislamiento internacional que había tenido
que soportar tras la guerra mundial y había reingresado en la
ONU. Por si fuera poco, el abrazo de
Eisenhower a Franco en su visita de 1959 había convertido al antiguo enemigo
pronazi en un nuevo aliado contra el comunismo, que era la batalla que entonces
libraba el mundo occidental y cristiano. El beneplácito del amigo americano
había permitido sacar a España de los agobios económicos de la autarquía y
aumentar su comercio internacional. La emigración de los españoles a Europa en
busca de sustento y la llegada de la turistada europea a España en busca de sol
fueron casi simultáneas, como la apertura de los Teleclubs, que acercaban el
mundo a los rincones más remotos del país gracias al nuevo invento maravilloso.
Una gloria bendita aquella idílica España, por cuya continuación debía rezar de
rodillas El Caudillo ante el brazo incorrupto de Santa Teresa. Y todo ello sin
rebajar ni un ápice su ordeno y mando, sin flaquear en su dureza represiva. Y
precisamente ahora --bien pudo pensar Franco--, en un momento tan boyante y
esperanzador, llegan estos miserables mineros asturianos, que no han aprendido
nada del 34, y unos cuantos intelectuales tocapelotas para joderme las cosas.
Anónima: “En España las flores” y
“Una canción”
Asturias la roja
Las
del 62 y el 63 no fueron las primeras huelgas obreras que tuvieron lugar en la España franquista, aunque
sí las más extendidas y las de mayor repercusión hasta aquel momento. De hecho,
e incluso durante los años más duros del primer franquismo, se habían venido
produciendo paros obreros y movilizaciones ciudadanas, algunas de relevancia.
En fecha tan temprana como 1947,
a ocho años tan sólo de la guerra española y a dos de la
mundial, ya habían ido a la huelga alrededor de 40.000 trabajadores de la
metalurgia vizcaína, que se saldó con cientos de despedidos pero que supuso una
victoria moral y una demostración de fuerza nada despreciable. En marzo de 1951
la reivindicación de unos céntimos en el precio del billete llevó a los
barceloneses a un boicot total a los tranvías, que circularon vacíos durante
varios días. Fueron movilizaciones importantes y extendidas, que aún cuando
motivadas por reivindicaciones económicas muy básicas y circunstanciales
implicaban también un enfrentamiento político con el régimen, por muy indirecto
que fuera. Pero resultaba muy difícil extenderlas y generalizarlas, como
demuestra el fracaso de las posteriores y repetidas jornadas nacionales de
protesta que con su habitual optimismo histórico fue convocando el PCE en
aquellos años.
La
estricta clandestinidad en la que se movían las organizaciones sindicales
tradicionales, y la propia que los comunistas habían creado en aquellos
primeros años franquistas, impedía la expansión de los conflictos que se
generaban, pues, en general, no tenían la estructura ni la penetración entre
las masas obreras necesarias para conseguirlo. Por eso fueron tan importantes
las huelgas asturianas de aquellos dos años, porque cambiando las formas
organizativas de los trabajadores y los nuevos métodos huelguísticos y
reivindicativos permitieron dar un paso fundamental en la lucha sindical contra
la dictadura, aún a costa de cientos y cientos de detenidos y de años y años de
cárcel.
Asturias
y sus mineros constituían todo un mito revolucionario para la izquierda
española. Su heroico aunque infructuoso levantamiento en 1934 contra las
políticas reaccionarias del bienio negro republicano, su feroz resistencia en
1936 al avance de las tropas facciosas, o el orgullo resistente de sus
guerrilleros habían convertido a los mineros asturianos en un referente de
resistencia y lucha que las huelgas del 62 y el 63 vinieron a certificar.
Ya
en enero de 1957 había tenido lugar allí la primera huelga de nuevo cuño, por
llamarlas de alguna manera. Sucedió en la mina La Camocha , nombre que ha
pasado a la historia, y los motivos fueron esencialmente laborales y
económicos: la atención a los enfermos de silicosis, las protestas por las
malas condiciones del trabajo o el desacuerdo con el precio de los destajos. La
diferencia esencial con otros paros obreros similares habidos con anterioridad
no estaba, pues, en las reivindicaciones concretas, sino en la manera en que se
organizó y se llevó a cabo; no dirigida por algún sindicato clandestino, sino
por un grupo de representantes elegidos libremente por sus casi 1.500
compañeros, que sustituyeron al sindicato del régimen en la negociación, en la
que, por cierto, acabarían consiguiendo sus reivindicaciones tras nueve días de
cierre total del pozo.
Casimiro Bayón (izquieda) |
Chico Sánchez Ferlosio
“Coplas del tiempo-1. Los mineros
en huelga”
Hay una lumbre en Asturias
En
esas andaba la cosa cuando el 7 de abril de 1962 estalló la primera de las que
no sin cierto regusto poético se iban a conocer como “Las huelgas de la Primavera ”. Se podrían
dedicar folios y folios al tema, porque existe bibliografía detallada, pero por
una vez, y sin que sirva de precedente, creo que Wikipedia hace de los hechos
un resumen fiel y exacto, aunque le falte decir que al final los huelguistas
convocaron a entre 200.000 y 400.000 mineros y trabajadores, dato que, teniendo
en cuenta la fecha y las circunstancias, tiene evidente relevancia. Cuenta la ciber-enciclopedia
ahorrándonos trabajo:
En 1962, siete mineros fueron despedidos del
Pozo San Nicolás (Nicolasa) de Mieres (Asturias) tras reivindicar mejoras
laborales y salariales. Fue el punto de partida de una huelga que duró entre abril
y junio en las Cuencas Mineras asturianas, extendiéndose por Mieres, Langreo,
San Martín del Rey Aurelio, Gijón, etc. y más tarde a otras 27 provincias
españolas, llegando sus repercusiones al extranjero.1 A la vez que en Asturias,
también en Francia y Bélgica se estaban llevando a cabo conflictos mineros
aunque éstos eran legales al estar bajo regímenes democráticos. En ese momento
las condiciones salariales de muchos mineros eran muy precarias, a pesar de las
políticas paternalistas de Girón de Velasco, situación denunciada incluso por la Iglesia española.2
El Régimen respondió reprimiendo a las familias mineras que participaron en dicha huelga, además de la represión "silenciosa" y cruenta de las fuerzas del orden de la época, como
Pablo Picasso inmortalizó en 1963, con un
dibujo de una lámpara de mina, estos hechos. Aunó esfuerzos en la lucha
democrática contra el Régimen y supuso el apoyo explícito de varios
intelectuales, inusual hasta entonces, y común a partir de este momento hasta
el final del franquismo.
Se
podría decir que la partida se quedó en tablas, por mucho que el Gobierno
hubiera hecho todo lo posible por vencer el pulso a los huelguistas, desde los
amagos de negociación hasta la más dura represión, incluida la declaración en
mayo de un estado de excepción en Asturias, Vizcaya y Guipúzcoa, epicentro de
las protestas, que reducía drásticamente los ya escuetos derechos de que
gozaban los españoles. 125 mineros, los más conscientes y que más se habían destacado
en las luchas, aparte de ser despedidos de sus trabajos, fueron deportados y obligados a residir en otros lugares de España. Al volver a los tajos a finales de
mayo, tras siete semanas de paro, los mineros y el resto de trabajadores que se
habían sumado a ellos no habían alcanzado completas sus reivindicaciones, pero
habían realizado una importantísima demostración de fuerza y unidad y salían
reforzados de la huelga, cargados de rabia y confianza. Además, habían
comenzado a organizarse. El régimen, por su parte, aparentemente había ganado,
pues se habían restablecido el orden, pero en realidad habían acabado como un
boxeador noqueado en su rincón, perplejo y pensando qué hacer ante la violencia
y la extensión con que había resucitado de repente aquel eterno cáncer de La
Patria, la vieja lucha de clases que creían abolida por decreto.
Parece
cierto, como señalan todos los que se han ocupado del tema, y de manera muy
clara el periodista Jorge Martínez Reverte[1], que
ha narrado minuciosamente los primeros momentos de aquella huelga, que su
origen inicial fue espontáneo, motivado por la decisión personal de no bajar a
la mina de siete picadores del pozo Nicolasa, en la cuenca del río Caudal, sin
adscripción o militancia política conocidas. Sencillamente pedían que se les
subiera el sueldo miserable que cobraban y se revocara un reciente cambio de
horarios laborales que les estaban haciendo polvo. Así de simple. Pero las
cosas nunca eran simples en la España del franquismo. Aquella espontaneidad de
la protesta, la juventud de quienes la iniciaron y la rapidez con que se
extendió, no pueden entenderse sin el alto grado de conciencia política y de
herencia de lucha generalizados en las cuencas mineras. La República y sus
ilusiones, La Guerra y su crueldad, el hambre de la postguerra, las cárceles,
los del monte o los muertos eran temas de los que no se hablaba en público,
pues nunca se sabía quién podía escuchar, pero que sin duda estaban presentes
en las conversaciones familiares o amistosas y en las escuchas colectivas de La Pirenaica o Radio Moscú.
¿Si eso era habitual en mi familia en el Madrid de unos años antes, qué no
sería en las cuencas mineras asturianas, donde era toda una comunidad, o la
mayor parte de ella, la que había compartido ideas, batallas y resistencias
durante décadas?
1962. Solidaridad desde Europa |
La
importancia de aquellas huelgas del 62, y de las que les sucederían el años
siguiente, y, sobre todo, la dura represión que el Gobierno volcó en los
huelguistas, motivaron no sólo la carta de los 102 intelectuales a la se
refiere la canción de mi recuerdo, sino todo un aluvión de correspondencia,
notas, manifiestos y denuncias, de estricto germen español unas, de procedencia
internacional otras, que abrirían una brecha irreversible entre la Dictadura y
el mundo español de la cultura, que pasaría a convertirse en sí mismo en un
bloque opositor activo y organizado.
Margot (Italia). Desde Falange de Franco
Los abajo firmantes
No
fueron, sin embargo, aquellos documentos del 62/63 los primeros que los
intelectuales españoles firmaron cuestionando el franquismo o exigiéndole
derechos que la dictadura no estaba dispuesta a conceder. La guerra civil y el
triunfo en ella de los militares sublevados habían venido no sólo a confirmar
la existencia de las dos Españas que Antonio Machado había diagnosticado
proféticamente, sino a demostrar que ambas resultaban irreconciliables, o que
al menos una de ellas, la vencedora, había decidido que así fuera. Las cárceles
y el exilio con que el franquismo condenó a quienes se habían defendido de su
agresión marcaban los límites de aquellas dos Españas, divididas no ya por las
ideologías respectivas, sino por barreras físicas y reales, muros y fronteras
imposibles de saltar. Aquella situación de un país escindido y enfrentado--
que directa o indirectamente afectaba a
la mayoría de los españoles --pues no se olvide que tras la guerra se exiliaron
alrededor de medio millón de personas y varios centenares de miles más habían
sido encarcelados, a más de los miles y miles de asesinados en los paredones o
en las cunetas que ahora están apareciendo-- debió significar una preocupación
importante para intelectuales, científicos o artistas, que habían visto cómo el
exilio o las cárceles les separaban e incomunicaban de amigos, compañeros y
colaboradores con los que en muchos casos habían compartido juergas, tertulias
y empeños, al margen de sus ideologías respectivas, y que para otros, los más
jóvenes, suponían maestros cuyo magisterio habían perdido.
El
volumen y la importancia del exilio intelectual español resultan abrumadores.
Existen sobre el tema multitud de estudios que cualquiera puede consultar sin
problemas, aunque no insistiré sobre ello. Sin embargo, me permito reproducir
un resumen publicado por el historiador Vicente Llorens en la monumental obra
en seis volúmenes “El exilio español en 1939” , que José Luis Abellán coordinó en 1976[2]. Se
trata del número de intelectuales, profesores, literatos, artistas, científicos
y técnicos cualificados salidos de España como consecuencia del triunfo
franquista. Leerla da vértigo:
“2 premios Nobel; 891 funcionarios públicos
(dedicados a la industria, la técnica, la enseñanza, seguros, Banca, etc.); 501
maestros de Primaria; 462 profesores de Universidad, Liceos, Institutos,
Normales y Escuelas Especiales; 434 abogados, magistrados, jueces, notarios,
etc…; 375 médicos, farmacéuticos y veterinarios; 361 técnicos y peritos en sus
diversas especialidades: agrícolas, textiles, electrónicas, marítimas, papel,
petróleo, construcción, etc…; 284 militares y profesionales de todas las armas
(dedicados en América a la industria, la técnica, la enseñanza, seguros, etc...);
214 ingenieros en sus diversos grupos; 208 catedráticos; 146 ejecutivos
bancarios, de finanzas, economistas, administradores, etc…; 109 escritores y
periodistas; 28 arquitectos. Dentro del conjunto de la emigración, se calcula
en cinco mil el número de intelectuales que salieron, entendiendo por tales
todos aquellos que tuvieran una cierta notoriedad en profesiones liberales,
artísticas, literarias o docentes”.
1939. Llegada del buque Sinaia a México |
“En determinados momentos, la Universidad Nacional
Autónoma de México tuvo un 60 por 100 de profesores españoles o de origen
español. Y en una Feria del Libro celebrada en la ciudad de México en 1960, los
exiliados españoles participaron con una sección propia; según el catálogo que
se repartía en dicha sección, existía una representación de 970 autores con
2.034 obras. Ello constituía la presencia física española en aquella Feria del
Libro, pero además se daba cuenta de un fichero con 12.000 folletos, ensayos,
artículos y traducciones de los que eran autores españoles residentes en
América”.
Era
aquella una intelectualidad del exilio a la que la sus compañeros del interior,
muchas veces viviendo su propio autoexilio silencioso, no tenía acceso alguno,
de la que permanecían totalmente aislados y con la que apenas existían vías de
comunicación. No es de extrañar que la primera carta colectiva dirigida al
Gobierno español que he encontrado (y que al parecer es la primera de estas
características que se escribió) tuviera como tema, precisamente, la amnistía
para los encarcelados y la vuelta de quienes estaban en el exilio. La carta
está fechada el mes de abril de 1959, justo a los 20 años justos del final de
la guerra civil, lo que no podía ser una casualidad. Dado que es breve, merece
la pena incluirla entera:
Excelentísimo Señor Ministro de Justicia.
Madrid.
Hace veinte años que terminó nuestra guerra
civil. Como consecuencia de ello gran número de españoles y entre ellos grandes
artistas, viven aún separados de la vida cultural del país. Muchos viven en el
extranjero con la esperanza del retorno. Algunos han muerto. Otros, en España
están desplazados de sus actividades. Pero el pueblo de España y su historia
necesitan de su aportación al quehacer intelectual y al enriquecimiento de la
tradición cultural.
Los que nacimos con ellos y las nuevas,
generaciones deseamos que se incorporen de nuevo a la vida nacional porque
creemos que el progreso de España necesita de la contribución de todos sus
hijos sin distinción de opiniones.
Los artistas plásticos conscientes de su
responsabilidad ante el porvenir cultural del país y considerando que el tiempo
transcurrido ha borrado las diferencias motivadas por la guerra civil,
solicitamos de V. E., tenga a bien promulgar una AMNISTIA general que elimine
las dificultades que impiden el regreso de los españoles que se encuentran en
el destierro, garantice su libre incorporación a la vida nacional sin trabas de
ninguna índole y que devuelva la libertad a todos los presos políticos,
iniciando así una nueva etapa que permita el pleno desarrollo de todas las
manifestaciones del espíritu que contribuyen al engrandecimiento del país.
Se
desconoce quién redactó el modélico texto, que en tan sólo tres párrafos decía
mucho más de lo que aparentemente se leía en él. Eran tiempos para descubrir
entrelíneas el verdadero significado de lo que contaban los periódicos, y no hay
motivo para que no leamos este documento con el mismo criterio, lo que tal vez
ayude a entender su significado real en aquella oscura España de 1959.
El
documento pedía al ministro una amnistía que permitiera la vuelta a España de
los exiliados. Y punto. Sin embargo, basaban su petición en unas premisas que
contravienen los fundamentos más profundos de la dictadura. Los exiliados no
eran para los firmantes unos antipatrias, como defendía el régimen, a los que,
en todo caso, se podía perdonar generosamente, sino, muy por el contrario,
máximos representantes de una “tradición
cultural” española cuya “aportación
al quehacer intelectual” del país resultaba necesario para el “enriquecimiento”, precisamente, de esa
tradición única, que juntaba a las dos Españas. Ese retorno de los exiliados se
pedía con la convicción de que “el
progreso de España necesita la contribución de todos sus hijos sin distinción
de opiniones”. Es decir, sin distinción de ideologías y en situación de
libertad de expresión. Es decir, en una democracia. Eso debería abrir “una nueva etapa”, cultural, pero también
necesariamente política, que daría como consecuencia el “engrandecimiento
del país”. La vuelta de los exiliados no era una petición caritativa, único
motivo por el que el régimen había permitido hasta entonces el regreso
individual de algún expatriado, sino la expresión de un pensamiento político
claramente antifranquista y democrático.
Daniel Vázquez Díaz |
Mayor
compromiso republicano habían mantenido algunos de los firmantes que, como
Vázquez Díaz, habían iniciado su carrera artística en los años 30 y, que como
él, se habían quedado en España tras la
derrota. En la lista figuraban nombres tan importantes para las artes plásticas
españolas como Benjamín Palencia, Ángel Ferrant, Juan Manuel Díaz Caneja,
Rafael Zabaleta o Cristino Mallo.
Dibujo de Manuel Millares |
Casi
de inmediato, ese mismo mes de 1959 (el año, recordémoslo como nota ambiental,
en que el Caudillo inauguró el Valle de los Caídos y recibió en Barajas a Dwight
David Eisenhower, todopoderoso presiente USA),m fueron el resto del mundo de la
cultura opositora los que se unieron a la inicial petición de amnistía política de los
pintores. El documento está disponible, así que lo copio a continuación:
«Excelentísimo Señor.
Los abajo firmantes nos dirigimos a V. E.
para exponer nuestro parecer acerca de una cuestión que consideramos
trascendental.
Los españoles tenemos planteado aún el
problema de nuestra convivencia. Todavía no están firmemente establecidas las
bases que permitan la participación de todos en la vida española. Quedan –como
señalaba Ecclesia (órgano de Acción católica) en su editorial del 4 de abril–
grietas del alma nacional aún por cicatrizar. Una de las más profundas es la
que constituyen esos miles de compatriotas que, por encontrarse en las cárceles
o en exilio, se hallan imposibilitados de colaborar con nosotros, en las tareas
que exige la vida de nuestro país.
Sin embargo, creemos que nada justifica ya
este hecho doloroso. Ha llegado el tiempo de que las últimas heridas sean
restañadas. Los obstáculos que impiden la reconciliación de los españoles deben
ser eliminados. Nosotros pensamos que un paso muy necesario y eficaz en este
camino, sería la amnistía general para todos los presos políticos y exilados.
Por ello, pedimos a V. E. tenga a bien
transmitir nuestra aspiración al Consejo de Ministros, a fin de obtener una
amnistía que permita la plena incorporación a la vida nacional de todos los
españoles.
No dudados que V. E. sabrá comprender los
sentimientos que nos animan y de que nuestra petición será atendida.”
Como
es fácil comprobar con sólo leerla, hay diferencias entre esta misiva y la
anterior. La principal de ellas, la falta de cualquiera de las alusiones
políticas que entre líneas podían detectarse en la primera, excepto la
consideración de que a esas alturas era ya el momento de dar definitivamente
por finalizada la guerra civil y sus divisiones. Tal vez ese aligeramiento
político respondiera a la intención de conseguir firmas que rompieran el marco
de la separación estricta entre bandos enfrentados, incorporando a la
reclamación de amnistía a intelectuales que habiendo apoyado al franquismo durante
la guerra y en los años posteriores, o habiendo mantenido ante él una ambigua
tibieza, estaban ya, veinte años después, más o menos distanciados de la
dictadura. Si esa era la pretensión, lo consiguieron, porque entre las firmas
abundan las de exfranquistas declarados.
Encabezaba
la petición un nombre realmente de postín, merecidísimo postín, de la
intelectualidad española del siglo XX. El historiador y filólogo Ramón Menéndez
Pidal, en aquel momento director de la Real
Academia Española. Era ya un anciano de 90 años y nunca había
mostrado demasiado interés por la política, aunque al parecer dentro de sí
guardaba un acendrado odio hacia Francisco Franco, como será una gozada
comprobar en alguna anécdota que posteriormente relataremos sobre otros documentos
que encabezó o firmó con asiduidad hasta su fallecimiento en 1968. No era
franquista ni republicano, pero su rúbrica debió sentarle al régimen como una
patada en las narices.
Igualmente
había entre los insignes firmantes personalidades de la cultura que desde una
inicial adhesión a las ideas republicanas habían evolucionado, especialmente
durante la guerra civil, hacia posiciones cercanas, o al menos consentidoras,
del franquismo. Bien representativos de ese cambio podían ser el fisiólogo y
escritor Gregorio Marañón, el novelista Ramón Pérez de Ayala, el dramaturgo y
cineasta Claudio de la Torre ,
el poeta Dámaso Alonso, que ya en 1944 había proclamado su inapelable sentencia
poética: “Madrid es una ciudad de más de
un millón de cadáveres”. O, tal vez el más destacado de todos, José
Martínez Ruiz, icono de la generación del 98 con el seudónimo de Azorín.
Edgar Neville |
Dejo
aparte la relación de los intelectuales abiertamente antifranquistas, la
mayoría jóvenes, que firmaron aquel documento, algunos de ellos ya militantes o
colaboradores del Partido Comunista, porque lo firmaban todo y se repetirán en
cartas posteriores, por lo que resultaría totalmente redundante. Sin embargo,
entre los nombres de la lista, algo más de 100, hay uno que destaca y no se
puede pasar por alto, aunque no fuera, precisamente un izquierdista.
Se
trata del Teniente General Alfredo Kindelán, que ya con 80 años de edad se
encontraba en la reserva tras haber jugado un papel decisivo en la sublevación
militar de 1936 y que a la sazón representaba, aún en la penumbra, las
diferencias y rencillas que enfrentaban al Caudillo con algunos de sus antiguos
conmilitones. Kindelán había sido un pionero de la aviación española, viejo
monárquico y admirador y colaborador de la dictadura de Primo de Rivera. Ya en
1934 había participado en la fracasada sublevación militar contra la República encabezada por
el General Sanjurjo, repitiendo conspiración dos años después con más éxito y
siendo durante la guerra civil Jefe del Aire del ejército franquista. La verdad sea dicha, así a primera vista no
parece el perfil de una persona dispuesta a amnistiar a sus enemigos. Pero en
20 años las cosas habían cambiado mucho y con ellas las relaciones entre Kindelán
y Franco. La Guerra Mundial ,
y los diferentes posicionamientos adoptados por uno y otro, acabaría por romper
las relaciones de los dos militares, entre los que, todo parece indicarlo,
tampoco existía especial filin entre ellos, como lo demuestra que Kindelán,
según nos cuentan, siempre hubiera considerado a Franco como un general más,
igual que él y de su mismo rango, y no como un Generalísimo, Caudillo de España
por la gracia de Díos y la conspiración interna por la que se hizo nombrar Jefe
del Estado, investido de todos los poderes, dictador absoluto en septiembre de
1936.
Con
antipatía personal o sin ella, ante la guerra mundial tomaron caminos
divergentes. Kindelán se apuntó al bando aliado, siguiendo en eso su ideología
monárquica, y siempre con la idea de que Franco debía acabar restaurando em el
trono a Juan de Borbón, el heredero de la saga. El enfrentamiento con su viejo
compinche, dictador pro-nazi y dispuesto a inmortalizarse en el cargo, resultó
inevitable, y aunque no se concretó en una ruptura explicita le valió a
Kindelán el ostracismo en el seno de la carrera militar. Poniendo su firma al
pie de aquella petición colectiva de amnistía política y regreso de los
exiliados, es decir, exigiendo el fin de la etapa de guerra civil que aún vivía
España, y que seguiría viviendo hasta el fin de la dictadura cuando menos, el
Teniente General Alfredo Kindelán hacía finalmente público y notorio su
distanciamiento con el dictador a cuyo triunfo tanto había contribuido. No era
demasiado, pero así estaban las cosas. Pienso que merece la pena dejar noticia
del gesto de Kindelan. Incluso se lo reconoce el actual Ministerio de Defensa,
que en la biografía que en su web sigue ofreciendo de los militares más
destacados del ejército español explica, no sin seguir utilizando el viejo
lenguaje franquista de llamar “bando
nacional” a los sublevados en 1936, esta peculiaridad política de Kimdelan,
antifranquista por monárquica, Asegura el ministerio que…
“…Hasta en el aspecto político tuvo
actitudes pioneras y visionarias, siendo un firme partidario del bando aliado
durante la Segunda
Guerra Mundial, a la vez que luchaba por la restauración
monárquica en España”.
El
siguiente tema con el que se enfrentarían los que ya empezaban a definir su
papel de abajofirmantes fue la
censura, una cuestión casi gremial que afectaba seriamente a su trabajo
específico, pero que también constituía una libertad fundamental, la de
expresión e información, que les era negada a todos los españoles. En la carta
que más de 220 intelectuales, “--novela,
poesía, teatro, ciencias, filosofía, ensayo, cinematografía, publicismo, etc…”,
que tenían “distintas convicciones
ideológicas”, según se encargaba de explicar el mismo encabezamiento del
documento, enviaron en diciembre de 1960 a los ministros de Educación Nacional,
Jesús Rubio Mina, y de Información y Turismo, Gabriel Arias Salgado, parece
detectarse, de nuevo, el interés de los promotores por que fuera firmada por la
mayor cantidad posible de intelectuales.
En
sus dos largos y argumentados folios de extensión, ni siquiera se pedía la
eliminación de la censura, que se considera “ilusoria” y cuya legitimidad o ilegitimidad se negaban a considerar
en aquel momento, sino que simplemente le reclamaban al régimen que la
organizara y estableciera criterios claros para su aplicación, más allá del
simple capricho del censor de turno, que era como seguían funcionando las
cosas. Vale, no quiten la censura, pero organícenla, venían a decir. No era la
primera vez que se ponía esa reivindicación sobre la mesa. De hecho, en el
mismo sentido se habían referido al tema los cineastas reunidos en 1955 en
Salamanca para participar en las I Conversaciones Cinematográficas, organizadas
por el entonces joven estudiante Basilio Martín Patino, luego abajofirmante frecuente. Como los
cineastas cinco años antes, los 200 firmantes de 1960 resumieron sus exigencias
en dos puntos:
“1º. La urgente necesidad de una regulación
de la materia con las debidas garantías jurídicas, estableciendo claramente el
derecho de recurso.
2º. La necesidad, en cualquier caso, de que
los funcionarios encargados de aplicar dicha regulación posean una personalidad
pública, ya que el anonimato desde el que vienen ejerciendo sus funciones los
censores es motivo de las mayores arbitrariedades.”
Un
documento como era de esperar, en el que, sin embargo, estalla a simple vista
el nombre del primer firmante. Nada menos, que de José María Pemán,
probablemente el escritor más representativo del régimen en aquellos años;
poeta, narrador, autor teatral, articulista, guionista de cine y televisión y
ensayista político de enorme repercusión en la cultura franquista, monárquico
inicial que no había tenido problemas en asimilarse al falangismo. Al
contemplar su firma al pie de aquella carta contra la censura, que es lo que en
realidad era, al margen de los tacticismos momentáneos que se hubieran
utilizado al redactarla, cabe preguntarse dónde había quedado en él aquel
carácter de misión religiosa e histórica que había detectado, ya en 1938, en la
sublevación militar, a la que había cantado en su larguísimo y un tanto
retórico “Poema de la Bestia y el Ángel”:
“Otra vez sobre el libro azul que baña
la luz naciente en oro ensangrentado,
el dedo del Señor a decretado
un destino de estrellas para España.”
La
mayor parte de los 10 siguientes nombres de la lista tampoco tienen desperdicio
en cuanto a simpatías declaradas o silencios cómplices con el primer franquismo
se refiere: Leopoldo Eulogio Palacios, expreso en zona republicana durante la guerra y
catedrático, Pedro Laín Entralgo, Ramón Pérez
de Ayala, Camilo José Cela, Juan Antonio de Zunzunegui, Enrique Lafuente
Ferrari, Claudio de la Torre ,
José Luis Aranguren, y más abajo Alejandro Núñez Alonso, Leopoldo Panero, Luis
Rosales o José María Sánchez Silva, el insigne autor de “Marcelino, pan y vino”, lectura infantil obligada en todos los
colegios franquistas y base de una película de éxito.
Obvio
de nuevo a los habituales, a los que ya se había sumado sin reparos Dionisio
Ridruejo, pero no puedo dejar de resaltar la presencia entre los firmantes del
cineasta Luis García Berlanga, en esta la primera vez, y tal vez la última, que
suscribió un documento semejante, siendo como era el director valenciano mas
dado a diseccionar el franquismo con bisturí certero en sus películas que a
participar en acciones colectivas, de
acuerdo a su condición de anarquista burgués con la que alguna vez se definió
no sin ironía.
No
se trataba de una carta más, pues, aún siendo una iniciativa de la Comisión Europea ,
era aquella una conferencia activamente apoyada y difundida por los comunistas,
lo que la convirtió de inmediato en una nueva conspiración antiespañola de los
rojos de siempre. En realidad, se trataba de un acto sumamente variado en
convocantes y participantes, entre los que estuvieron personalidades tan
diferentes como el escritor católico Francois Mauriac, el canónigo Leclerc, el
socialista Pietro Nenni o el existencialista Jean Paul Sartre, los escritores
cubanos Nicolás Guillén y Alejo Carpentier, Jean Cocteau, Marc Chagall,
Bertrand Russel, Picasso, Carlo Levi, Gutusso, Henry Moore, Visconti o
Rosellini, por referirnos tan sólo a los integrados del mundo cultural europeo.
Hasta el Papa Juan XXIII y la Reina Isabel de Bélgica expresaron su apoyo a la
reunión.
Los
ataques franquistas contra la conferencia fueron virulentos desde antes incluso
de que se celebrara. Una nota anónima del diario ABC denunciaba ya en mazo que
la conferencia, en realidad, formaba parte “de
un bien meditado plan y de una vasta conspiración”, para afirmar luego, no
sin un cierto humor negro impremeditado: “El
régimen español es muy reacio a detener a nadie por razones políticas”. En
aquellos momentos, sólo en el penal de Burgos cumplían condena 468 presos
políticos, condenados a un total de 11.493 años de cárcel. Curiosamente, la Conferencia de París
no sólo tuvo en contra al régimen franquista y su bien adiestrada prensa, sino
también a algunos de los representantes más conspicuos de la oposición moderada
que al año próximo se reuniría en el contubernio de Munich. Especialmente la
sección española del Congreso por la Libertad de la Cultura , el organismo pro-americano creado por la CIA para luchar en la guerra
fría ideológica contra el comunismo. Su tesis principal, como la de la
propaganda franquista, era que la tal Conferencia Europea, era una conspiración
con la que…
“…el comunismo trata de cubrir una de sus
habituales maniobras de propaganda, de infiltración y de «frente único» en la
propia España, en la Europa
occidental y en Latinoamérica.”
Así
se lo escribían por carta los máximos responsables de la sección española del
Congreso por la Libertad de la Cultura, Salvador de Madariaga y Julián Gorkin,
al filósofo José Ferrater Mora, al que querían ganar para la causa. Después de
condenar los crímenes que a su entender había cometido el comunismo
internacional (y que en gran medida ¿para qué engañarnos? eran ciertos),
consideraban luego que el Congreso de París no sólo no iba a ayudar a los
presos políticos, sino que les iba a perjudicar, en tanto que la dictadura
siempre estaba presta a utilizar la presencia de comunistas para aumentar la
represión. Eran argumentos anticomunistas netos, sobre los que volveremos en
algún momento. Madariaga y Gorkín concluían comunicando a Ferrater su propio
plan para neutralizar la iniciativa comunista y no tan comunista del Congreso
Europeo. Tres puntos que revelan claramente el rechazo de estos grupos
opositores liberales y proamericanos a cualquier colaboración con iniciativas
promovidas por los comunistas:
“1. Advertir a las personalidades
democráticas independientes, de cuya buena fe han abusado los comunistas,
llamándoles la atención sobre la maniobra que encubren y la explotación que de
ella hace el franquismo, perjudicial a los presos políticos;
2. Constituir un Comité de patronato de
altas personalidades democráticas europeas y latinoamericanas para desarrollar
una auténtica campaña en favor de la libertad de todos los presos políticos
españoles, sin excluir, claro está, a los propios presos comunistas; y
3. Organizar, con la adhesión y el apoyo de
las Organizaciones y el mayor número de personalidades democráticas posible,
una próxima conferencia en un país de Europa occidental en favor de los presos
políticos de nuestro país.”
Amparo Soler Leal |
Óscar Chaves (México). “Un
caballero cristiano”
Semprún/Sánchez, el pimpinela escarlata
comunista
Así
hemos llegado a las cercanías de 1962, año, junto al siguiente, de las huelgas
mineras asturianas y de los diversos escritos y otras muestras solidarias de
los intelectuales españoles que centran estas notas. Hemos visto ya varios
documentos firmados por pensadores, escritores y artistas en los que se
evidenciaba, directa o indirectamente, una clara crítica y oposición a la
dictadura y en los que se planteaban reivindicaciones democráticas que, de
haberse conseguido, hubieran acabado, o hubieran reducido, el carácter
dictatorial del franquismo. Tal vez sea la hora, antes de meternos de lleno en
el momento culminante de esta batalla de los abajofirmantes, de intentar clarificar un poco lo qué subyacía
políticamente bajo estos documentos y cartas y quiénes estaban detrás de ellos
(o mejor sería decir delante, pues eran los que realmente apostaban la cárcel
en la jugada), pensándolos, redactándolos, recogiendo las firmas y
difundiéndolos.
Desde
luego, parece evidente que una idea así no surge en una reunión de amigotes en
Pasapoga o en Villa Rosa alrededor de una botella de coñac francés; ni siquiera
en las tertulias del Café Pelayo, uno de los muchos bares en que la
intelectualidad opositora del momento se juntaba para lanzar exabruptos contra
el “enano sangriento del Pardo”, y cantar, cuando el nivel etílico aligeraba
definitivamente las lenguas, aquel remedo del anuncio radiofónico de una pasta
abrillantadora:
a lo lejos más que el sol.
Son los cuernos del Caudillo
que los limpian con Netol”.
No,
no era así como se podía planificar y desarrollar una campaña política ilegal de las dimensiones que había tomado la
de las cartas de intelectuales. Las
cosas eran mucho más complicadas y requerían, al menos, la existencia de un
núcleo más o menos organizado que contara con la infraestructura necesaria, por
muy precaria que fuese, para llevarlas a cabo. En este terreno no dejaban de
tener razón quienes, desde el franquismo o su oposición moderada, veían detrás
de todo ello la mano de los comunistas, que sin duda fueron los artífices
principales de estas movilizaciones de intelectuales.
No
se trataba, sin embargo, de una simple conspiración manipuladora para
protagonizar, cual prima donas, la oposición al franquismo al servicio de
Moscú, por mucho que también existiera un lógico deseo de hegemonizar, en el
más estricto sentido gramsciano, la lucha antifranquista. Se trataba, eso si,
de un intento de desarrollar en un terreno concreto, el de la cultura, la
política de reconciliación nacional proclamada por el partido en 1956, con la
que intentaban, precisamente, romper el monolitismo del régimen, enfrentado a
él a quienes habiéndole apoyado en sus primeros momentos habían encontrado en
los más de 20 años transcurridos desde su toma del poder, motivos suficientes
para renegar de él. Cuando en 1962 y 1963 la batalla se estableció alrededor de
la solidaridad directa de los intelectuales con los huelguistas, también se
estaba intentando llevar a la práctica otra de las columnas vertebrales de la
táctica del PCE de las dos últimas décadas del franquismo, la de la “alianza de las fuerzas del trabajo y de la
cultura”.
En
Junio de 1953 llegaba a España un supuesto hispanista francés que en los diez
años siguientes iba a dar muchos quebraderos de cabeza a la policía franquista
y que ocupa por derecho propio un lugar destacado en esta historia. En el
pasaporte que presentó en la frontera de Irún figuraba el nombre de Jacques
Grador, pero no era el suyo, sino el del amigo que le había prestado el
documento. Quienes le trataron en España durante aquella época le conocieron
principalmente como Federico Sánchez, nombre que luego se haría famoso como
título de una autobiografía, pero también se llamó Agustín Larrea o Federico
Artigas, e incluso, para contactos esporádicos, simplemente Rafael.
Aquel
supuesto hispanista, culto, educado y políglota, a la par que de físico
agraciado y elegante porte, se llamaba en realidad, como ya se puede haber
supuesto, Jorge Semprún Maura, que con el tiempo llegaría a ser novelista
afamado mundialmente y Ministro de Cultura socialista ya en la España democrática.
En aquel momento del cruce fronterizo todavía no habían llegado sus glorias
públicas, aunque contará ya con una intensa biografía personal. En los 29 años
que entonces tenía, Jorge Semprún había vivido ya el exilio, la lucha
guerrillera contra el nazismo, el internamiento en el campo de concentración de
Buchenwald y una muy temprana militancia comunista de más de 10 años. Para el
PCE de aquellos años duros, esencialmente integrado por obreros, un militante
como Semprún resultaba toda una rareza, además de una auténtica joya de valor
incalculable. De familia de clase alta que contaba, incluso, con un padre
exembajador de La República y un abuelo antiguo Presidente conservador del
Consejo de Ministros de la Monarquía, con formación universitaria y un profundo
conocimiento de varios idiomas, incipiente poeta que había escrito ya
acalorados cantos de amor a La Pasionaria o a Stalin, capaz de moverse con
soltura en los más diversos ambientes sociales, sofisticado a la vez que fiel
militante, no es de extrañar que Semprún se hubiera convertido para la fecha en
una de las varias manos derechas con las que contó Santiago Carrillo para
llevar a cabo la nueva política del PCE que ya se estaba diseñando. Poco sabían
ambos que al final de la aventura española de Semprún-Sánchez, en 1962, se
rompería la amistad y la colaboración con una fuerte polémica política que
acabaría con la salida del partido del escritor, acompañado de Fernando
Claudín, otra de las manos derechas carrillistas en aquellos años a los que nos
venimos refiriendo.
Ficha de Jorge Semprín en Buchenwald |
En
su “Autobiografía de Federico Sánchez”[3],
Semprún parece más empeñado en dirimir las viejas disputas políticas con
Santiago Carrillo que en dejar testimonio de lo que fue su actividad
clandestina en España, lo que tal vez satisfaga las exigencias de La Historia
con mayúsculas, pero viene fatal a efectos de estas notas, pues nos priva de un
testimonio de primerísima línea sobre el tema que nos interesa. Sin embargo,
entre lo poco que cuenta hay una declaración inequívoca sobre la consigna con
la que llegó a España: “explorar las
posibilidades de establecer contactos, por primer vez, con grupos o
intelectuales aislados, con los que no existía ninguna relación orgánica”.
Para ello, estaba previsto un recorrido por San Sebastián, Salamanca, Madrid,
Valencia, Barcelona, Canarias y Sevilla. Fue, al parecer, un viaje fructífero,
en el que, aunque no consiguió pasar por las islas ni por Andalucía, realizó
suficientes contactos como para que su trabajo pareciera prometedor.
Gabriel Celaya y Amparo Gastón |
Vicente Aleixandre |
Tras
aquel primer viaje de reconocimiento, que duró un mes, Semprún regresó a Paris.
En su excelente estudio de esta etapa de la vida del escritor realizado por el
historiador Felipe Nieto, mucho más pródigo en detalles que la autobiografía
del protagonista, se reproduce el documento presentado al partido por Semprún
tras su regreso de aquel primer mes de viaje exploratorio por España. A primera
vista llama la atención en él la manera en que está redactado, tan distinta a
los fríos, tópicos y monótonos informes oficiales del comunismo de la época, incluyendo
notas ambientales o impresiones personales que adelantan los modos del
novelista que Semprún sería ya al final de esta década clandestina.
«Solo se ven dos cosas: fascismo y miseria
(con el correspondiente lujo desenfrenado en reducidísimos sectores). En
Barcelona y en Madrid: la
Vía Layetana y la calle de Alcalá, por las mañanas: bancos,
bancos y más bancos, y delante de cada puerta de aquellos, la pareja de policía
armada. Luego, en plena Barcelona, calle Sanjurjo, las chabolas, y en Madrid, en
cuanto se aparta uno del casco céntrico de la ciudad, la brutalidad de la
miseria. Como estribillo alucinador, el grito de los ciegos que en cada esquina
venden los cupones de la lotería especial: «¡Para hoy, para hoy! ¡Quedan cinco
iguales! ¡Para hoy!» Al lado, algún escaparate de tienda de lujo y algún
«Cadillac» rutilante».
(…)
«Como impresión predominante, pues, queda la
de la extraordinaria vitalidad del pueblo español. ... enorme reserva de fuerza
política, en gran parte todavía inutilizada. No da España impresión estática,
ni siquiera a ojos vistas. ... se nota que grupos y capas sociales enteras se
hallan en movimiento. Una frase vuelve como estribillo en todas las
conversaciones que se han tenido: «el día en que se organice...» Y está
organizándose».
(…)
confirma en todo punto la justeza del
análisis de la Dirección
del Partido, la justeza de la línea política en este aspecto del trabajo. De
cara al futuro, las posibilidades rebasan con mucho, a mi parecer, las
previsiones más optimistas que podían hacerse».
La
verdad es que resulta una auténtica tentación relatar con detalle esta aventura
clandestina de Jorge Semprún, que, si no fuera porque en ella se jugaba
realmente la cárcel o incluso el paredón, tendría mucho de Pimpinela Escarlata
comunista. Rememorar su primer encuentro con Ridruejo en un banco del Parque
del Retiro. O el día aquel que quiso ir al fútbol para tantear el ambiente y
estuvo a punto de delatarse porque no conocía el nombre de ninguno de los
popularísimos jugadores del Real Madrid y preguntaba en voz alta por ellos a
Simón o al Tanque, que uno de los dos debió llevarle al Bernabeu. O, ya
inmersos en la dureza de la clandestinidad, sus citas en plena calle con los
camaradas. Ya se sabe, cada uno avanzaba por una acera en sentido contrario al
del otro, y si al cruzarse no se hacían ninguna señal preconcebida, es que el
terreno estaba despejado y ya podían reunirse en la siguiente vuelta. Recordar especialmente aquella cita dramática con Francisco Romero
Marín, “el tanque”, y Simón Sánchez Montero, sus compañeros en la dirección del
Partido en Madrid, a la que este último no acudió. Los otros dos pensaron que
le habían detenido, como así había sido, pese a lo que decidieron regresar a
dormir a sus domicilios clandestinos respectivos, cuya dirección Simón conocía,
pues estaban seguros de que no se iba a doblegar bajo las torturas policiales.
Así Fue. Le torturaron y no dijo ni una palabra.
Pese
a lo tentador que resulta, no seguiré por este camino, entre otras cosas porque
no es el objetivo de estas páginas y, sobre todo, porque ya lo ha contado con
detalle y conocimiento el historiador Felipe Nieto en el libro indicado. De
todas formas, aun queda una fecha señalada a la que hacer referencia en estos
intentos de acercamiento y captación de los intelectuales antifranquistas de
aquel periodo que protagonizó el comunista Semprún-Sánchez, aunque en la
historia comience ya a compartir pantalla con otros nombres de referencia.
El
1 de abril de 1954, en el 15 aniversario exacto de la proclamación de la
victoria franquista, elección de fecha que nadie ha explicado si se debió a la
casualidad o se eligió como símbolo, se celebró la reunión constitutiva de la
primera célula comunista en la universidad madrileña, que bien puede
considerarse el primer éxito organizativo de la nueva estrategia del PCE que
traía al interior Jorge Semprún y cuyos integrantes tendrían posteriormente
mucho que ver con los documentos y firmas que aquí contamos. El furtivo
encuentro tuvo lugar en un descampado de la Ciudad Universitaria ,
aquella misma que aún retenía huellas de la guerra en sus muros, “bajo la protección eficaz de los jinetes de la Policía Armada que patrullaba
todo aquel sector, dada la fecha”, según la información facilitada al
Partido por el propio Semprún.
Enrique Mújica |
Al
inicial grupo de tres comunistas madrileños se unirían pronto unos cuantos más.
Tampoco demasiados, pero significativos y de futuro prometedor. En aquella
primera célula universitaria del PCE tras la guerra estarían, por ejemplo, el
luego cineasta Julio Diamante, o los quizás más conocidos Ramón Tamames y
Fernando Sánchez Dragó, de variopinto recorrido político posterior.
También
estaba ya en aquella célula inicial el que sería el más directo colaborador de
Semprún durante su etapa clandestina. Tenía 20 años, estudiaba Derecho y era
hijo y nieto de sendos fusilados por La República, siendo su abuelo, el viejo
carlista Víctor Pradera, todo un icono de la martirología franquista. Descender
de quien descendía era lo que le confería un valor político especial al joven
Javier Pradera, destacado editor y periodista en años posteriores, pues le
permitía acceder al mismísimo núcleo duro de la dictadura, y llegar hasta
quienes habiéndola apoyado estaban ya hasta las narices de ella. Al parecer
cumplió satisfactoriamente su función, estableciendo una estrecha relación
política y personal con Semprún, al que se unió también en su mutua salida del
partido en 1964.
Antonio Buero Vallejo |
Entre
los militantes mas jóvenes, niños de la guerra todos ellos, había ya
novelistas, o alevines de novelistas en los cincuenta y tantos, como Armando
López Salinas o Antonio Ferres, que publicaban relatos y artículos en las
revistas de la época y estaban a punto de sus primeras novelas. Convencidos de
que el comunismo era el camino correcto para acabar con el franquismo, y ante
la imposibilidad de localizar a la organización oficial, habían decidido
constituirse ellos mismos en Partido, elaborando y distribuyendo por su cuenta,
a maquina con muchas copias de papel carbón, octavillas y proclamas de acuerdo
a lo que escuchaban en La Pirenaica. También
militaban ya a la llegada de Semprún cineastas tan destacados, incluso
entonces, pero sobre todo después, como el director Juan Antonio Bardem o el
productor Eduardo Ducay.
No
eran demasiados, aunque falten nombren en la lista, pero suficientes para
empezar a organizarse y trabajar, lo que hicieron con suficiente éxito en la
década siguiente, acabando por ser el PCE la fuerza política clandestina no
sólo con un mayor número de militantes directos, muchos de ellos firmas
ilustres de la cultura del momento, sino, sobre todo, rodeada de un amplísimo
círculo de simpatizantes y colaboradores. Tontos útiles, les llamaba el
anticomunismo imperante. Ya hemos visto muchos de sus nombres al pie de los
documentos reproducidos, los veremos aún más en los que quedan por reproducir,
los directamente relacionados con las huelgas mineras asturianas de 1962-63.
Quilapayún: Dicen que la patria
es” o “canción de soldados”
La estrategia del Partido
Las
intenciones políticas que Semprún y los militantes comunistas del interior
pretendían hacer realidad habían quedado claras en un largo texto que la dirección del PCE comenzó
a elaborar a raíz del primer viaje exploratorio de Semprún en 1953 y que
finalmente se publicaría en abril de 1954, al poco de volver éste a España y
tras haber sido consultados algunos militantes del interior, como el poeta
Gabriel Celaya.
Desde
el mismo título se evidenciaban sus intenciones últimas. “Mensaje del Partido Comunista de España a los intelectuales patriotas”,
se llamaba, y en ese calificativo que destacaba el patriotismo de los
destinatarios se evidenciaban ya las intenciones últimas del documento, que no
eran otras que las que dos años después el Partido formularia oficialmente con
el nombre de Reconciliación Nacional. No se trataba tanto de movilizar a los
intelectuales afines, que también, sino, sobre todo, de convencer a quienes no
siendo comunistas, ni rojos de ningún tipo, podían entender a esas alturas que
incluso quienes habían figurado en el lado vencedor eran igualmente víctimas de
la Dictadura
y la sufrían tanto como los perdedores.
Son
más de 30 folios de historia, análisis y consignas que, por su extensión,
minuciosidad y, especialmente, su lenguaje un tanto farragoso, no resultan
fáciles de tragar, por lo que nos vamos a ahorrar reproducirlos íntegros,
aunque quien se sienta impelido a la exactitud histórica o tenga mono de la
vieja literatura partidista puede ver aquí el documento completo. No
queda, sin embargo, otro remedio que glosarlo con cierto detenimiento, pues
este mensaje constituye el origen primero de las luchas antifranquistas del
mundo de la cultura a las que nos venimos refiriendo.
De
acuerdo al carácter “patriótico” de
los intelectuales a los que se dirigían, no es de extrañar que los párrafos
iniciales estuvieran destinados a denunciar la creciente dependencia del
régimen franquista de los Estados Unidos, con los que hacía sólo unos meses, en
septiembre de 1953, habían firmado el acuerdo que permitía la instalación en
España de bases militares estadounidenses. También se recordaba la pasada
alianza de Franco con Hitler, aunque prácticamente no hubiera referencias a la
guerra civil. No era un silencio casual. Para los comunistas, la guerra ya
había terminado, y al margen de quién la hubiera ganado o perdido, de lo que se
trataba ahora, pasados ya 15 años de ella, era de acabar con la dictadura a la
que había dado lugar y que todos sufrían. En ninguno de sus maquiavélicos
planes, de tales fueron tratados, los comunistas intentaron reabrir viejas
heridas que pudieran alejar u ofender precisamente a aquellos exfranquistas con
los que querían contar.
También
denunciaba el documento la represión general, la falta de libertades sindicales
o civiles, las duras condiciones de vida de la población en general, en
contraste con el creciente beneficio de los bancos y el gran capital, la
pervivencia del caciquismo rural y la connivencia corrupta entre las élites
franquistas y los poderes económicos.
Al
entrar directamente en el terreno de la intelectualidad, los redactores
destacaban primero, para que quedara constancia, el apoyo y el respeto
mostrados siempre por La
República hacia la cultura y la educación, un compromiso
irrenunciable. Y en este terreno, los primeros en las filas republicanas, los
propios comunistas, faltaría más. Aparecían los nombres de Lorca y Machado,
asesinato y exilio, pero también hacían suyo a Miguel de Unamuno, fallecido por
su propia dignidad y lucidez, aunque al principio se hubiera puesto del lado de
los sublevados.
Pío Baroja |
Pero
los autores del mensaje sabían que sólo con buenas intenciones y grandes ideas
no se va a ninguna parte. Que las personas, sean intelectuales o analfabetas,
también quieren que se les hable de lo suyo. Y lo de cada cual era en este caso
la situación concreta de precariedad económica y de falta de horizontes
profesionales de los intelectuales y científicos españoles, terreno en el que
entraba con detalle el documento. Dedicaba al tema seis párrafos que, a la luz
del hoy precario que vivimos, no tienen desperdicio:
“Cuando un joven investigador, después de
difíciles años de estudio abnegado, consigue un cargo de auxiliar en el
laboratorio de una facultad de ciencias de España, recibe por esa labor un
sueldo de 500 pts .
mensuales. ¿Cómo dedicarse por entero a la labor docente, preparar concienzudamente
cursos y clases, profundizar sus conocimientos y ponerse al día de las
novedades mundiales en el campo de la cultura, cuando los sueldos de 6.000 a 18.000 pts . anuales no
permiten al profesorado español vivir con la decencia que semejante labor profesional
exige?
No es mejor la situación de los hombres
ocupados en las llamadas profesiones liberales, porque si un catedrático de
Universidad gana justamente 46
pts . con 30 céntimos al día, un inspector municipal
veterinario sale por 18 pts .
diarias y un médico de tercera de la Asistencia Pública
domiciliaria, con 300 familias adscritas, sale después de aplicársele los
descuentos, por ¡250 pts. mensuales!
Tampoco difiere, con sus matices peculiares,
la situación en el campo de la creación intelectual. Si tomamos la novela,
¿cuál es el autor, por conocido que sea, que puede vivir normalmente de su
obra? ¿Cuál es el que no se ve obligado a solicitar colaboraciones
periodísticas o radiofónicas que le desvían de su preocupación esencial? A la
caza y captura de los 20 o 40 duros de un artículo, una conferencia o una
charla radiofónica, el novelista español malbarata en temas anecdóticos y
forzosamente limitados por la censura, la mayor parte de su tiempo y de su afán
creador. La defensa de la propiedad intelectual, por otra parte, de los
legítimos derechos del autor constituyen una imperiosa necesidad frente a la
piratería de ciertas grandes empresas editoriales que sistemáticamente estafan
y despojan a los escritores españoles, al amparo de las ordenanzas oficiales.
Hay que terminar con la vergüenza de ver a
poetas y escritores ya consagrados tener que costear la edición de algún libro
suyo con los ingresos de sus actividades extraliterarias, ocuparse de colocar
los ejemplares, de atender a su distribución. ¡Y todo este esfuerzo por una
tirada de unos cuantos centenares de ejemplares, cuando en las amplias masas
del pueblo trabajador existen fuertes deseos de saber, de ahondar y enriquecer
el campo de sus conocimientos, de su cultura!
Semejante situación de asfixia económica
predominante en todos los campos de la creación intelectual y artística
constituye un obstáculo insuperable, en las condiciones actuales, al desarrollo
de la cultura española. ¿Qué estimulo de creación puede sentir un músico no
entronizado en los circuitos de los conciertos y encargos de la camarilla
oficial, si sabe que las ganancias producidas por la ejecución de un poema
sinfónico, ni siquiera le permitirá comprar el papel de su partitura? ¿Qué
estímulo para un profesor de dirección de orquesta el tener que malvivir como
corredor de comestibles o de cualquier otro producto comercial?
Igualmente trágica es la situación de los
artistas, pintores y escultores, de los cuales ¿cuántos son los jóvenes valores
que no llegaron a madurar por las terribles exigencias de la subsistencia
diaria? Pintan paredes, se tienen que dedicar al dibujo industrial o
publicitario o se ven en la obligación de tener que aceptar y ejecutar encargos
de bodegones y retratos para el consumo privado de la «buena sociedad».
1958. Reunión del
Comité Central del PCE en Praga
|
“En este movimiento tienen su puesto y su
misión todos los intelectuales patriotas españoles. Todos los trabajadores de
la ciencia, del arte y de la literatura, los maestros de la cultura, los
estudiantes, todos los hombres dignos de la estirpe española que quieran una
España suya, española, una cultura suya, la cultura española, humanista,
popular y progresiva; que quieran vivir y crear en paz en una España libre y
democrática; que quieran salvar a España de la humillante ocupación yanqui y
eludir la catástrofe nacional que ésta la depara. Todos aquellos que sientan el
clamor que surge de las mismas entrañas de la Patria deben alzarse junto al pueblo y contra el
franquismo. Todos unidos sin distinción, independientemente de las posiciones
que les enfrentaran, de sus ideas políticas y convicciones religiosas, de sus
concepciones filosóficas o artísticas, de su origen y posición social, en el
frente nacional. Porque el momento es grave, porque el pacto de guerra y de
entrega de España a los yanquis pone en peligro el porvenir de la Patria,
porque se trata, por encima de cualquier divergencia, del ser o no ser de
España, de la propia existencia de los españoles”.
En
este “Mensaje del Partido Comunista a los
intelectuales patriotas” de 1954
estaban ya anunciadas la táctica, la argumentación y los objetivos que Jorge
Semprún y su cada vez mayor número de camaradas iban a intentar desarrollar en los próximos años. Y ni el régimen, que tanto les
combatió, ni la oposición liberal y moderada, que tanto intentó ignorarles, se
podían llamar a engaño sobre las intenciones comunistas. Aunque con ello no se
consiguiera derrotar a La Dictadura, no cabe duda de que la jugada funcionó.
Pasados diez años de la entrada en España del enviado del PCE el mundo intelectual
constituía un autentico vivero de disidencia antifranquista de todas las
corrientes con una presencia hegemónica de comunistas y simpatizantes.
Óscar Chávez. Ya se fue el verano
Primeras escaramuzas
Para
cuando se reunió por primera vez la célula comunista aquel 1º de Abril, dos de
sus integrantes, Jesús López Pacheco y Julián Marcos, ya habían comenzado a
organizar unas jornadas poéticas en la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid, en la
que estudiaban. La iniciativa, que habían llamado “Encuentros de la Poesía
y la Universidad ”
cuadraba con los planes comunistas como pensada a propósito. Los nombres de
algunos de los participantes son indicativos de las intenciones. Por allí pasó
Gerardo Diego, histórico miembro de la generación del 27 que había arrimado su
ascua a la sardina franquista con poco entusiasmo, el más joven Luis Rosales,
que ya empezaba a alejarse de sus iniciales ideales falangistas, o Dionisio
Ridruejo, ya para entonces un disidente declarado. Junto a ellos, Eugenio de
Nora, simpatizante comunista cuando menos y fundador de la revista Espadaña, en
la que dio cobijo a los poetas sociales de la época, o José Hierro, que había
pasado cinco años en la cárcel y en cuyo recital, según el informe de Semprún
al Partido “se armó gorda durante el
coloquio”.
José Ortega y Gasset |
“La pequeña célula comunista, ante esa
apropiación que las autoridades hacían del filósofo, convocó un acto
multitudinario en la
Universidad. (…) En una orla sin cruz se escribió una leyenda
que decía: “Ortega, filósofo liberal español” y se leyeron fragmentos de sus
textos. Torres López, decano de Derecho, se sintió obligado a asistir a un acto
organizado en su facultad. Una vez finalizado el acto, al grito de ¡al
cementerio, al cementerio! lanzado por Diamante y Pacheco, unos 600
estudiantes, a pie, marcharon en silencio hacia la sacramental de San Isidro.”
No
eran pocos en aquellas fechas 600 estudiantes secundando una incitación a
manifestarse criticando al régimen. Sin embargo, allí estuvieron, según el
informe policial del momento que se conserva en el archivo histórico del PCE. Y
como un éxito es siempre un acicate para afrontar nuevas y más arriesgadas
empresas, la decena de militantes comunistas que ya para entonces debían
integrar la célula decidieron dar un paso más en su estrategia
político-cultural.
Jesús López Pacheco |
Al parecer la primera idea se
le vino a la cabeza a Jesús López Pacheco, que la discutió con sus camaradas y
otros amigos, quienes la encontraron no sólo excelente y necesaria, sino
viable, que era lo más importante. Se trataba de montar nada menos que un
Congreso de Escritores Jóvenes, que reuniera a los bisoños autores que
afloraban en la universidad con algunos de los nombres más relevantes de la
cultura del momento, ponerles a charlar y debatir y ver que salía. Entre los
invitados previstos se encontraba Baroja, Cela, Ángela Figuera Aymerich, Ángel
Crespo, Alfonso Sastre, Aleixandre… Excepto por Baroja, parecería el inicio de
cualquiera de las listas de abajofirmantes que surgirían a continuación.
Siguiendo
la nueva estrategia del Partido, al igual que estaba comenzando a hacer el
movimiento obrero, de utilizar en la medida de lo posible las posibilidades que
ofrecían las grietas legales del régimen, los promotores recabaron el apoyo del
sindicato estudiantil franquista, el SEU, con el que inicialmente contaron,
aunque la ayuda duró hasta que los falangistas vieron el cariz que tomaban las
cosas. También les apoyó, y esta vez sin arrepentimientos, el Rector de la
Universidad Central, cargo que ocupaba el médico, historiador y ensayista Pedro
Laín Entralgo, entonces en pleno despegue de su pasado falangista. Incluso
llegó a reunirse en la cumbre del conflicto, por mediación de Dionisio
Ridruejo, metido en la aventura desde el principio, con Enrique Mújica, ya
sospechoso en todos los ámbitos, incluido el policial, de ser comunista,
condición que le llevaría a la cárcel tres años después.
La
suspensión por orden gubernativa del peligroso congreso de jóvenes escritores
no impidió que el pequeño grupo comunista universitario dejara del preparar el
ambicioso objetivo que se habían planteado como siguiente acción. Montar un
congreso estudiantil que supusiera no sólo el fin del SEU, sino un torpedo
directo a la línea de flotación de las libertades que el régimen podía
consentir. Era un proyecto un tanto desmesurado, que se adelantaba en 10 años a
lo que habría de suceder con el nacimiento de los diversos sindicatos de
estudiantes surgidos a mediados de la década siguiente, y naturalmente no se
consiguió. No obstante, si prohibición cuando ya estaba avanzado el proceso
provocó una importante rebelión estudiantil que desembocó en la huelga, las
manifestaciones y los enfrentamientos callejeros de febrero de 1956 en la Universidad Central
madrileña, una revuelta que supuso la mayor contestación popular y en la calle
al franquismo desde el boicot a los tranvías de Barcelona en 1951 hasta las
huelgas asturianas de 1972-73.
Incluso
hubo un muerto en uno de esos enfrentamientos, el estudiante falangista de 19
años Miguel Álvarez, alcanzado por una bala disparada, según todos los datos
disponibles, por uno de sus camaradas de centuria, los únicos que en aquella
ocasión llevaban pistolas, que usaron a discreción. También hubo otro tipo de
víctimas, los numerosos detenidos y encarcelados, acusados de promover y
dirigir las protestas, entre los que figuraron la práctica totalidad de los
nombres que ya conocemos como comunistas (Jesús López Pacheco, Ramón Tamames,
Enrique Múgica, Javier Pradera, Julián Marcos o Fernando Sánchez Drago), junto
a una buena cantidad de estudiantes y no estudiantes procedentes de otros
terrenos políticos, como los todavía falangistas, aunque cada vez menos,
Dionisio Ridruejo y Gabriel Elorriaga, o buena parte de los miembros de la
recién nacida al hilo de aquellas movilizaciones Asociación Socialista
Universitaria (ASU), que apoyó entusiasmada el fallido congreso estudiantil y
de cuya dirección fueron detenidos algunos que pasarían a la historia posterior
en las filas del PSOE como Francisco Bustelo, Miguel Sánchez Mazas y Manuel
Fernández-Montesinos. Tampoco les fue bien a las autoridades académicas que por
su liberalismo dieron alas, según el régimen, a las protestas. Al Decano de la Facultad de Derecho,
Manuel Torres López, le cesaron y literalmente se fue a París, el Rector, Pedro
Laín Entralgo, también fue cesado, y el ministro de Educación, Joaquín
Ruiz-Giménez, debió dimitir a los pocos días. Los tres habían sido franquistas
y comenzaban a dejar de serlo. El fracaso de la experiencia aperturista que
intentaron desde que llegaron a sus cargos cinco años antes contribuyó a
aumentar el distanciamiento.
Pese
a lo apasionante de aquellas luchas universitarias, voy a pasar sobre ellas
como un suspiro. Ante todo, porque sólo tangencialmente está relacionada con el
objetivo principal de estas líneas, la resistencia intelectual contra el
franquismo en aquel periodo, pero también porque es un episodio suficientemente
historiado y alguna de estas historias, completas y bien documental, están
fácilmente accesibles. Sin embargo, si hay un aspecto íntimamente relacionado
con el tema que tratamos. Es en esta ocasión, al menos que yo haya localizado,
cuando por primera vez en la historia de la resistencia al franquismo un
documento que criticaba aspectos esenciales de la dictadura, su política
educativa, aparecía públicamente no como un panfleto de cualquier grupo
político, sino como una iniciativa abierta y colectiva rubricada personalmente
por una colectividad de convocantes individuales. Bien es verdad que, en esta
ocasión, la mayor parte de los firmantes eran en su mayor parte estudiantes
anónimos, y no personalidades de la cultura, como sería habitual en cartas
posteriores.
Aunque
mucho más breve y con un tono menos exaltado, estrictamente referida al ámbito
educativo y sin la menor alusión política directa, la proclama universitaria,
modestamente titulada “Manifiesto a los
Universitarios Españoles”, parece nacida de pautas muy parecidas a las
marcadas por el mensaje comunista a los intelectuales patriotas de 1954 y
explicada con términos y análisis similares a los que se utilizarían en
documentos posteriores, algunos de los cuales ya se han podido ver. El
manifiesto comenzaba aclarando quienes eran los remitentes, acuñando por
primera vez en aquella correspondencia antifranquista que le seguiría el
término “abajo firmantes”:
“Desde el corazón de la Universidad española,
los estudiantes de las Facultades y Escuelas Especiales de Madrid, abajo
firmantes, en la convicción de que ejercen un auténtico derecho y deber al
buscar el medio de salir de la grave situación universitaria actual, invitan a
sus compañeros de todos los Centros Superiores de España a que suscriban la
presente petición, elevada a las autoridades nacionales”
Especificaba
cuales eran aquellas autoridades a las que pedían que se les escuchase, que
eran prácticamente todas:
“Al Gobierno de la Nación , a los Ministros de
Educación Nacional y Secretario General del Movimiento.”
“En la conciencia de la inmensa mayoría de
los estudiantes españoles está la imposibilidad de mantener por más tiempo la
actual situación de humillante inercia en la cual, al no darse solución
adecuada a ninguno de los esenciales problemas profesionales, económicos,
religiosos, culturales, deportivos, de comunicación, convivencia y
representación, se vienen malogrando fatalmente, año tras año, las mejores
posibilidades de la juventud dificultándose su inserción eficaz y armónica en
la sociedad y comunicándose, por un progresivo contagio, el radical malestar
universitario a toda la vida nacional que arrastra agravándolos todos los
problemas antes silenciados.”
Después
de estas presentaciones protocolarias, la carta entraba en una exposición
detalla de las deficiencias de la universidad franquista. Una exposición
bastante cercana a la realidad, por otro lado, que denunciaba desde las faltas de perspectivas laborales de
los licenciados a “el monopolio del
pensamiento” en las aulas, desde el alto coste que conllevaba estudiar una
carrera, lo que obligaba al clasismo universitario, hasta el “hondo divorcio entre la Universidad teórica,
según la versión oficial, y la
Universidad real formada por los estudiantes de carne y hueso”.
¿Recuerdan el “Mensaje del Partido
Comunista a los intelectuales patriotas” de hacía tan sólo dos años?
Una
frase de aquel documento universitario me ha llamado la atención, sea
coincidencia o no. En un momento, los redactores --que parece fueron colectivos
pero entre los que tuvieron una influencia importante los estudiantes
comunistas y su responsable político, Semprún-Sánchez, que al parecer metió
mano directamente en el texto--, realizan un definición contundente y precisa
de la universidad española en una serie de definiciones tajantes. Lo curioso es
que la frase en cuestión recuerda mucho a otra de un año antes muy similar, si
le quitamos la frase subordinada, aunque referida no a la educación, sino a la
cinematografía. Escribieron los estudiantes:
“La situación material y vocacional del
universitario español es de indigencia, su perspectiva intelectual es mediocre
–¡cuántos catedráticos y maestros eminentes apartados por motivos ideológicos y
personalistas!– y su porvenir profesional totalmente incierto.”
En
mayo del año anterior, y en el transcurso de las jornadas cinematográficas que
se celebraron en Salamanca que ya han
aparecido por aquí, el comunista Juan Antonio Bardem se había expresado con
igual contundencia. ¿Coincidencia o es que el cineasta metió pluma en el
manifiesta universitario?:
“El cine español es: Políticamente ineficaz.
Socialmente falso. Intelectualmente ínfimo. Estéticamente nulo. Industrialmente
raquítico”
Para
encontrar soluciones a esa dramática realidad universitaria, los estudiantes
firmantes de la carta pedían la convocatoria de un Congreso Nacional de
Estudiantes de acuerdo a cuatro puntos, de los que marcaban el calendario y los
mecanismos representativos:
“1º. Que en el Congreso Nacional de
Estudiantes tomen parte todos los estudiantes de Centros Superiores de
Enseñanza de España, por medio de sus representantes, designados por libre
elección, garantizada por el control de los Claustros de Profesores. Y que
estos representantes se constituyan automáticamente, una vez elegidos, en cada
Distrito Universitario, en comisiones para la organización del Congreso.
2º. Que las elecciones se celebren entre el
1 y el 15 de marzo de 1956 y el Congreso tenga lugar en Madrid del 9 al 15 de
abril de 1956.
3º. Que los representantes elegidos,
reunidos en el Congreso Nacional, nombren a sus presidentes de Comisiones y que
los acuerdos y conclusiones se aprueben por mayoría.
4º. Que por los Ministerios correspondientes
se alleguen los medios de toda índole precisos para la preparación y el
desarrollo del Congreso, así como para evitar toda clase de obstáculos que
pudieran interponerse a su plena efectividad.”
Es
de suponer que ninguno de los muchos estudiantes, y algunos intelectuales, que
hicieron suya la carta, de los que no he encontrado ninguna nómina, ni completa
ni incompleta, creyera que realmente se pudieran cumplir esos puntos. No sólo
porque su cumplimiento significaba el total arrumbamiento del SEU, debilitado
pero aún poderoso, sino porque implicaba la introducción de un sistema
democrático de elección y representatividad estudiantil directa susceptible de
extenderse a otros terrenos, como el laboral, o ¿por qué no? el político, que
cuestionaba la mismísima esencia dictatorial del régimen. Lo que probablemente
no imaginaban desde los altos cargos de la dictadura era la intensidad de las
protestas que acarreó su prohibición, la violencia con que fueron enfrentadas
por las centurias falangistas correspondientes y la represión a que daría
lugar, con gran número de detenidos que, aunque en general fueron condenados a
penas muy inferiores a las que aplicaban en otros colectivos, como el obrero,
no dejaron por ello de pasar por presidio.
Además
de su importancia meramente agitativa y concienciadora, que sin duda fue
grande, aquellas iniciativas prohibidas sirvieron para cohesionar a la
oposición antifranquista, tanto la comunista como la de otras tendencias, y,
especialmente, para tejer una red de relaciones con intelectuales y artistas, disidentes
o en proceso de disidencia, de la que saldrían los documentos de abajofirmantes posteriores, que
alcanzarían su máxima expresión, y su mayor contundencia política en la batalla
de intelectuales y mineros de 1962/63.
Rolando Alarcón. A la Huelga
1962.
Los abajofirmantes y las
huelgas de primavera
Ya
se ha contado más arriba, pero es hora de retomarlo. El 7 de Abril de 1962 los
mineros del Pozo Nicolasa, cercano a Mieres, se pusieron en huelga pidiendo la
readmisión de siete picadores despedidos por solicitar mejoras salariales y de
condiciones de trabajo. A simple vista podía parecer uno más de los conflictos
laborales que habían estallado en los últimos años en las cuencas mineras
asturianas por temas similares. Sin embargo España había cambiado. Ya existían
gérmenes de organizaciones obreras nuevas, no sólo comunistas, sino también la
nueva izquierda que representaba el FELIPE o de origen católico y en las minas
trabajaban jóvenes que, aún conservando las convicciones y tradiciones de lucha
de sus mayores, no habían sufrido los horrores de la guerra ni pasado por las
cárceles y por consiguiente no tenían el miedo tan dentro de su cuerpo. Por
otro lado, la respuesta del régimen, que enseñaba por un lado la zanahoria de
las promesas pero aplicaba con dureza la vara represiva, no consiguió sino
enconar los ánimos. Lo que comenzó como un paro local acabaría convirtiéndose
así en una huelga generaliza de dos meses, en la que participaron casi medio
millón de trabajadores, mineros e industriales fundamentalmente, que sobrepasó
las fronteras asturianas y se extendió a 22 provincias de toda España.
Por
mucho que la primera chispa hubiera sido espontánea, los comunistas estuvieron
en la huelga desde el primer momento, aunque no solos, organizándola en los
pozos y centros de trabajo y difundiéndola a través de sus propios medios de
comunicación, desde La Pirenaica hasta Mundo Obrero, y prestando a los
huelguistas toda la ayuda que podían recabar, tanto dentro de España como en el
extranjero. Se podría decir que tiraron la casa por la ventana. De tal
entusiasmo militante y solidario no podían quedar ajenos los intelectuales.
La
organización comunista en el mundo de la cultura y la intelectualidad no era ya
un pequeño y desperdigado grupo militantes y simpatizantes que se al llegar a
España nueve años antes se había encontrado Jorge Semprún, quien, por cierto,
probablemente realizó en esta ocasión su último trabajo político clandestino,
pues saldría de España a finales de año para acabar enfrentándose con Carrillo
y dejar el partido en 1964, después de haber publicado su primera y muy exitosa
novela “El largo viaje”.
Para
la primavera de 1962 la célula comunista de intelectuales en Madrid era ya una
organización regular, aunque alguno anduviera todavía a su aire, que había
crecido exponencialmente en los últimos años y llegaba prácticamente a la
totalidad de variedades culturales. Sin ánimo de exclusividad y citando
prácticamente de memoria, por lo que el error siempre es posible, militaban en
el Partido Comunista poetas como Jesús López Pacheco, Gabriel Celaya, Ángel
Crespo, Blas de Otero, José Agustín Goytisolo, Celso Emilio Ferreiro, Carlos
Álvarez o Ángel González, y probablemente Ángela Figueras Aymerich y Angelina
Gatell, los novelistas Armando López Salinas, Antonio Ferres, Luis y Juan
Goytisolo, Alfonso Grosso y Juan García Hortelano, los pintores Agustín
Ibarrola, José Ortega, Eduardo Úrculo o Ricardo Zamorano, los cineastas Ricardo
Muñoz Suay, Juan Antonio Bardem y Julio Diamante, el profesor universitario
Eloy Terrón, el científico Faustino Cordón, el crítico de arte José María
Moreno Galván, el actor Francisco Rabal y los dramaturgos Alfonso Sastre y José
María de Quinto. No era mala nómina, teniendo en cuenta, además, que todos
estaban en momentos culminantes de sus respectivas carreras. Pero, más que su
número, quizás resultaba más decisiva la amplitud de su área de influencia, que
llegaba prácticamente a lo más recóndito de la mejor cultura española del
momento, de la poesía a la novela social, del teatro realista al informalismo
pictórico, de los platós cinematográficos a las aulas universitarias. Sobra
decir nombres, porque sería una larga lista y porque a la mayor parte de ellos
los vamos a encontrar firmando la larga correspondencia que dirigirían al
régimen ese año y el siguiente.
Alfonso Sastre y Eva Forest |
El
objetivo del documento, además de denunciar la situación en Asturias, buscaba,
ante todo, reunir al más amplio espectro posible de intelectuales que lo
suscribieran, como había sucedido con otros anteriores, insistiendo en unir a
diversas corrientes de la oposición, de forma que tuviera la mayor repercusión
posible dentro y fuera de España. De ahí tal vez el tono comedido del escrito,
y la falta de alusiones políticas directas que pudieran ahuyentar a los
posibles firmantes.
Tomando
como motivo de la misiva la falta en la prensa española de noticias sobre la
huelga, lo que obligaba a informase en la extranjera, y la reciente aparición
de una única nota oficial en la que se culpaba del conflicto a la inevitable
subversión extranjera, los firmantes pedían muy educadamente, incluso citando a
la jerarquía eclesiástica, que recientemente se había referido al tema, tan
sólo dos sencillas cuestiones: que se informara verazmente de lo que estaba
sucediendo en Asturias y que no se ejercieran prácticas “autoritarias” contra los huelguistas, quienes simplemente exigían,
y aquí brillaban las sutileza enmascaradoras del lenguaje, “La normalización del sistema de negociación
de las reivindicaciones económicas por los medios generalmente practicados en
el mundo”. Se trataba pues tan sólo de dos únicas solicitudes: la libertad
de información y la de sindicación, comunes en toda Europa pero que a nadie se
le oculta que en la España franquista constituían reivindicaciones peligrosas y
subversivas.
Manuel Fraga Iribarne |
Merece
la pena, en cualquier caso, reproducir el texto íntegro, pues supone un ejemplo
evidente de la sutileza literaria y política que en aquellos tiempos era
exigible, lo que obliga a un no menos ajustado ejercicio de lectura entre
líneas para entenderlo por completo, Más teniendo en cuenta lo que iba a
suceder después:
“Sr. D. Manuel Fraga Iribarne. -Catedrático-
Fernán González, 63. MADRID.
Estimado amigo y compañero:
Según
todas las apariencias, las huelgas de Asturias son de la especie normalísima de
las que, con regularidad y dentro de la Ley, se producen en casi todos los
países. Sin embargo, roto de pronto el silencio oficial, se nos comunica por
medio de una nota gubernativa que las huelgas de Asturias han sido promovidas
por agentes extraños, conductores de ideologías importadas. Nada se nos dice
del estado social real al que las huelgas se refieren, ni del alcance de las
mismas, ni de sus objetivos, ni de los incidentes a que han dado lugar. Todo
parece indicar, en consecuencia, que la nota no se ha publicado para hacernos
salir de nuestro estado de incertidumbre, sino exclusivamente para permitir la
adopción de medidas extraordinarias que, en efecto, no han tardado en
producirse sin que tampoco en este caso haya sentido el Gobierno la necesidad
de justificar mediante una explicación informativa tan grave resolución, y el
silencio ha continuado después.
La situación que las circunstancias
antedichas dibujan no nos parece satisfactoria y por lo que a nosotros se
refiere –hombres de vocación intelectual, obligados a la orientación y la
crítica- hemos de pensar que nos compromete alguna suerte de manifestación ya
que sería absurdo e inmoral, que por propio decreto, nos consideramos ajenos y
desligados de las realidades colectivas que nos envuelven.
Nos es patente que el malestar social
extendido en España constituye un problema grave al que corresponde un
tratamiento de sinceración incompatible con unas medidas simplemente
silenciadoras y represivas. Es evidente también que la afirmación a la opinión
pública no se practica en España con la debida lealtad. Nos parece que sobre
ambos puntos tenemos el deber de instar al Gobierno y a la opinión, practicando
una especie de mediación moral que, prudente y enérgicamente favorezca el
establecimiento de una situación más próxima al estado de libertad, justicia y
concordia que hemos de desear para todos los españoles. A tal fin, proponemos a
Vd., si está de acuerdo con nuestra manera de contemplar el problema, que se
dirija al Jefe del Gobierno, ejerciendo individualmente el Derecho de Petición,
y haciendo presentes sus puntos de vista favorables a:
1º- La práctica de la lealtad informativa.
2º- La normalización del sistema de
negociación de las reivindicaciones económicas por los medios generalmente practicados
en el mundo con renuncia a las maneras autoritarias.
Le saludan atentamente.”
Circunloquios
aparte, bajo tan moderadas palabras latían sin embargo similares exigencias a
las que en junio de ese mismo año había plateado el Comité Ejecutivo del PCE en
un comunicado publicado en Mundo Obrero, que como era clandestino y comunista
no tenía que morderse la lengua:
1.- La instauración de instituciones
auténticamente representativas y democráticas que garanticen que el gobierno se
basa en el consentimiento de los gobernados.
2.- La efectiva garantía de todos los
derechos de la persona humana, en especial los de libertad personal y de
expresión, con supresión de la censura gubernativa.
3.- El reconocimiento de la personalidad de
las diversas comunidades naturales.
4.- El ejercicio de las libertades
sindicales sobre bases democráticas y de la defensa por los trabajadores de sus
derechos fundamentales, entre otros medios por el de la huelga.
5.- La posibilidad de organización de
corrientes de opinión y de partidos políticos con el reconocimiento de los
derechos de la oposición.
Estos
cinco puntos de la estrategia comunista habían sido ya planteados en otras
cartas de intelectuales anteriores, y en este caso subyacen en su conjunto por
debajo, o alrededor, de las dos reivindicaciones específicas del documento: los
derechos de información y de sindicación. El diseño de sociedad española que
abocetaban los intelectuales que pudiera asegurar el cumplimiento de sus
peticiones no era muy distinto al que dibujaban los cinco puntos comunistas. En
ambos casos el cumplimiento de aquellas peticiones exigía una plena democracia
y la desaparición de toda dictadura. Un objetivo con el que no podían dejar de
estar de acuerdo todos y cada uno de quienes, siendo tan distintos, lo
suscribieron.
Menéndez Pidal con Charlton Heston y Samuel Bromston |
“Cuando pensamos en el manifiesto
pretendimos encabezarlo por la figura más relevante posible. Así que fuimos a
ver al presidente de la Academia Menéndez Pidal. Tras leer nuestro manifiesto y
hacer unas cuantas correcciones de estilo dijo: 'Si esto es contra el cabrón de
Franco, firmo’".
La
contundente frase, que demostraba la inquina personal que el dictador provocaba
en el académico, recorrió los mentideros intelectuales antifranquistas. Y no
debió ser una exageración interesada de López Salinas o Bardem, pues
prácticamente igual (“Contra el cabrón de
Franco, lo firmo todo”) se la refirió a Jorge Martínez Reverte para su
libro sobre la huelga de 1962 el propio sobrino-nieto de Menéndez Pidal, Álvaro
Galmés de Fuentes, filólogo y arabista, que es de suponer recibiera la anécdota
directamente por vía familiar.
Pedro Laín Entralgo |
En
total eran sólo veinticinco, muchos menos que en otros documentos anteriores,
lo que, como se verá, no era una disminución de fuerzas, sino una táctica
perfectamente pensada para aumentar el impacto del documento. La lista resume
en sus nombres más significativos lo más destacado de la cultura española del
momento, representada en lo que podríamos calificar como una triple
transversalidad, generacional, cultural y política.
Entre
los 25 firmantes los había que habían vivido los años de La República y la
guerra ya de adultos, con parte de su obra intelectual realizada, y entre los
que si bien se pueden encontrar republicanos (José Bergamín o el doctor Vega
Díaz), predominan los de origen franquista, entre los que destaca la presencia
nada menos que de José María Gil Robles, ex Presidente de la CEDA
(Confederación Española de Derechas Autónomas), ex Jefe de Gobierno durante el
bienio negro de la República e instigador de la sublevación militar,
democristiano y monárquico que había regresado a España tras un periodo de
exilio voluntario en Portugal, declarado anticomunista que se encontraba en
plena revisión de su propia biografía política.
La
segunda generación representada era la de quienes siendo jóvenes en la guerra,
y habiendo participado o no en ella, habían iniciado su obra ya en el
franquismo, Laín, Ridruejo, Celaya o Cela, por ejemplo, a los que se
juntaba una tercera generación, la de
los niños de la guerra, formados ya como artistas o intelectuales ya en la
dictadura. A la transversalidad generacional se unía también la profesional.
Entre los 25 firmantes había prácticamente de todo: profesores universitarios,
científicos, investigadores, poetas, novelistas, dramaturgos, artistas
plásticos e incluso un arquitecto, un médico y un abogado.
Gonzalo Torrente Ballester |
No
queda constancia de que Fraga respondiera de ninguna de las maneras al
requerimiento de intermediación de tan ilustres compañeros de intelectualidad,
aunque es seguro que trasladó la carta a las instancias gubernamentales
correspondientes, que como en otras ocasiones anteriores dieron la callada por
respuesta. Lo que no se mienta no existe. En previsión, no obstante, de ese
silencio administrativo, que por supuesto esperaban, los organizadores habían
distribuido la carta entre las embajadas y los corresponsales de prensa
extranjeros en Madrid, que dieron buena cuenta de ella en sus respectivos
periódicos.
En
unos momentos en los que el franquismo intentaba salir de una profunda crisis
económica mediante el acercamiento a las grandes potencias capitalistas, cuando
el mismísimo Eisenhower había viajado ya
hasta España para charlar de tú a tú con el Caudillo, el hecho de que 25 de sus
más prestigiosos intelectuales vinieran a recordar a todo el mundo que en
España no se respetaban las más simples libertades, moneda común en el resto de
los países, debió caerle al régimen como un jarro de agua fría. Y más cuando
los obreros asturianos estaban dando otra vez la lata y comenzaban a imitarles
en el resto del país. Pero de todas formas sabían que la mala publicidad era un
coste que tenían que pagar, y pensarían que si el tiempo había hecho olvidar
sus simpatías con el nazismo, qué no sucedería con la opinión de aquellos
cabezas de chorlito, marionetas del comunismo y la masonería internacionales. Solo
tenían que cubrirse la cabeza con el gorro cuartelero y esperar a que pasara el
chaparrón.
Lo
que probablemente no esperaba la dictadura, porque era la primera vez que
ocurría, es que 17 días después de la carta transcrita, otros 40 intelectuales iban a solidarizarse conlos 25 anteriores mediante un escrito que sería el primero de unos cuantos que
le sucedieron y que mantuvieron el caso abierto e “in crescendo” durante lo que quedaba de mes. Podía parecer que ante
la primera petición, los firmantes de la segunda se hubieran sentido impelidos,
en una reflexión espontánea, a mostrar su solidaridad pública. Un aparente acto
causa-efecto que en realidad no tenía nada de tal, pues, viendo lo ocurrido
después, no puede deducirse sino que estaba pensado desde el principio como una
táctica para prolongar la resonancia de la protesta. Nadie que yo sepa lo ha explicado así, pero en lo que se sabe hay
un hecho que lo indica claramente. Armando López Salinas ha explicado como
recogió la firma de Ramón Menéndez Pidal para el primer documento, sin embargo
él mismo no lo firmó, como hubiera hecho en anteriores ocasiones, y se reservó
para suscribir el segundo, junto a la mayor parte de los artistas y escritores
comunistas que no habían aparecido en el primero, pese a haberlo redactado,
recogido las firma y difundido.
El
breve texto de aquella primera reacción colectiva, dirigido a Menéndez Pidal,
era una simple adhesión a las peticiones del primero, repitiendo su mensaje,
aunque con menos circunloquios lingüísticos, y reivindicando, directamente y
con ese nombre, “el derecho de huelga”.
También pedían la puesta en libertad de los huelguistas que habían sufrido “detenciones y sanciones gubernativas”.
En realidad eran sumamente suaves y diplomáticos, pues lo que se había desatado
en las cuencas mineras y en otros lugares era una profunda y cruel represión,
palizas y torturas incluidas, especialmente a partir de la declaración de
Estado de Excepción en Asturias, Vizcaya y Guipúzcoa el 5 de mayo, un día antes
de la primera carta. Pero ese tema ya llegaría.
De izquierda a
derecha: Gabriel Celaya, Carlos Muñiz,
Alfonso Sastre, Mari Dapena, Jose María
de Quinto y Eva Forest.
|
Lucio Muñoz (pintor), Juan Manuel D. Caneja
(pintor), J. Ramos Valdivielso (¿), Pedro Mozos (pintor), Martín Sáez (pintor),
José Paredes Jardiel (pintor), José Caballero (pintor), Lauro Olmo
(dramaturgo), Ricardo Doménech (crítico teatral), Carlos Muñiz (dramaturgo),
Manuel Pilares (escritor), Ricardo Rodríguez Buded (dramaturgo), Alberto
González Vergel (director teatral), José Monleón (crítico teatral), Luís
Delgado Benavente (dramaturgo), Fernando Fernán Gómez (actor y escritor), Trino
Martínez Trives (director teatral), Francisco Rabal (actor), Carlos Saura (director
cinematgráfico), Carmen Martín Gaite (novelista), Carlos Barral (poeta y
editor), J. M. Caballero Bonald (escritor), Armando López Salinas (novelista),
Jesús López Pacheco (escritor), Juan Goytisolo (novelista), Amparo Gastón
(poeta), Rafael Soto Vergés (poeta), Juan García Hortelano (novelista), Ángel
González (poeta), Ángel Crespo (poeta), Gabino Alejandro Carriedo (poeta), José
Luís Cano (poeta), Antonio Taylor (¿), Carlos Clarimón (novelista y
publicista), Nino Quevedo (cineasta y escritor), Ramón Nieto (escritor), José
María de Quinto (escritor), Leopoldo de Luís (poeta), Francisco Moreno Galván
(pintor y poeta), José María Moreno Galván (critico de arte y flamencólogo).
Aquellas
primeras adhesiones suponían el comienzo del importante efecto eco que iba a
tener la carta inicial. Dos días después de la adhesión de los madrileños llegó
la de los catalanes remachando el clavo. El texto era similar al anterior: libertad de información y derechos laborales,
pero en este caso la carta incluía un reivindicación adicional que no deja de
ser significativa:
“exponemos nuestra voluntad para una
completa libertad cultural para las diversas minorías nacionales comprendidas
dentro del Estado Español, de acuerdo con los principios de la UNESCO, de los
cuales España es signataria.”
Salvador Espriu |
Los
artistas plásticos tenían una presencia destacada (J. M. Subirachs, Rafols
Casamada, Llorens Artigas, y Antoni Tapies estaban), y en medio de literatos y
pintores, Joan Brossa. Había cineastas (Joaquín Jordá, Vicente Aranda, Romà
Gubern), fotógrafos (Leopoldo Pomés, Francesc Català-Roca), críticos de arte o
literatura (Alexandre Cirici Pellicer, José María Castellet), sacerdotes (José
Jaén, Josep Dalmau) y hasta dos efímeros cantautores, el también periodista y
novelista Josep María Espinàs y el librero y crítico cinematográfico Miquel
Porter Moix, que ya andaban en el empeño de crear la Nova Canço Catalana.
A
estas alturas la prensa internacional ofrecía casi a diario nuevas noticias
sobre las huelgas asturianas y las protestas intelectuales correspondientes,
informaciones que llegarían a colectivos intelectuales de distintos países y
que darían lugar a sendas cartas de adhesión a los primeros firmantes llegadas
desde México y Francia. 88 nombres de destacados exiliados españoles en México fueron, antes que los madrileños y catalanes, los primeros en expresar su
adhesión al escrito encabezado por Menéndez Pidal. Solo algunos: León Felipe,
José Giral, Pere Bosch Gimpera, Juan Rejano, Margarita Nelken, Wenceslao Roces,
Mas Aub, Cipriano Rivas Cherif, Antonio Robles, Adolfo Sánchez Vázquez, Carlos
Velo, Rodolfo Halffter, Ramos Xirau, Vicente Rojo…
Los
exiliados no escribieron una carta a nadie ni pedían nada en ella, era más bien
un comunicado que dieron a conocer el 16 de mayo, es decir, apenas 10 días
después del primer manifiesto-carta, lo que, teniendo en cuenta la velocidad de
transmisión de las noticias en la época, y más de noticias como esta, significa
que se pusieron a la faena nada más enterarse de lo que estaba pasando. El
texto, breve, no tenía, como digo, ningún carácter reivindicativo. Se trataba
simplemente de la expresión colectiva de respeto y orgullo, de emoción, que
aquellos intelectuales, artistas y políticos, que llevaban ya 23 años fuera de
su tierra, sentían ante los mineros e intelectuales que con tal valor se
enfrentaban con el dictador y con los que no podían por menos que identificarse
íntimamente. A mi entender es un comunicado político con una fuerte corriente
emotiva subterránea.
“Desde hace varias semanas se están
produciendo en España importantes acontecimientos que no pueden dejar de llamar
nuestra atención. Una gigantesca ola de huelgas se extiende por todo el país.
Decenas de miles de obreros participan en ellas. Con esta viril actitud
expresan la repulsa del pueblo español a las condiciones en que vive bajo la
dictadura franquista, privado de las más elementales libertades y derechos
humanos. El documento suscrito por un
grupo de eminentes intelectuales españoles, encabezado por el Presidente de la
Academia Española de la Lengua, don Ramón Menéndez Pidal, denuncia clara y
valerosamente el engaño en que se mantiene a la nación al ocultarle la
verdadera situación del país. Como
intelectuales españoles emigrados en México, unidos ante todo por la misma
preocupación por el destino de nuestra patria, saludamos con profunda emoción
el ejemplo de la dignidad, unidad y sacrificio que están dando los obreros
españoles, así como los intelectuales y estudiantes que, junto con ellos,
pugnan por encauzar el país hacia el recobro de sus libertades y de su
soberanía nacional.”
Jean Paul Sartre y Simone de Beavoir |
“Las grandes huelgas de Asturias y del País
Vasco tienen una profunda repercusión en España. Los estudiantes y profesores
de Madrid y Barcelona se solidarizan con los huelguistas. La agitación se
extiende a Portugal. Reina una profunda emoción en todo el mundo civilizado…
Nacido en medio de la sangre, asentado sobre millares de asesinatos, de
condenas y ejecuciones, es preciso que el régimen del general Franco sucumba
sin nuevas matanzas y que la democracia renazca sin una nueva guerra civil.
Actualmente circula un manifiesto por España, firmado por los hombres más
representativos de todas las tendencias de la oposición: Menéndez Pidal, Pérez
de Ayala, Gil Robles, Giménez Fernández, Laín Entralgo, Gabriel Celaya,
Dionisio Ridruejo, etc.
El hecho de que se haya llegado a este
acuerdo demuestra que España puede reconquistar la libertad sin nuevos
derramamientos de sangre. Fundado en la
fuerza, el régimen de Franco no capitulará por las buenas. Reprimirá
brutalmente las huelgas e intentará romper por todos los medios el vasto
movimiento de unión por la libertad. Franco cuenta con el apoyo de los medios
internacionales, políticos, militares y financieros, que lo han sostenido y
que, en muchas ocasiones, han contribuido así a cerrar las puertas de la
prisión franquista sobre el pueblo español. Es preciso que no se repita esta
ayuda para consolidar este régimen.
Conscientes de la lucha del pueblo español por
la paz del mundo y por la libertad de Europa, y teniendo presente la deuda que
los demócratas de todos los países tenemos contraída con él, manifestamos
nuestra completa solidaridad con todas las fuerzas en lucha por la libertad de
España. Nos comprometemos a apoyarlos con todas nuestras fuerzas… Con esto
creemos contribuir a librar a España y al mundo de un régimen nacido en la
oleada fascista que estuvo a punto de dominar a Europa y que todavía queda como
un bastión opresivo y amenazador.”
Atahualpa Yupanqui. Preguntitas
sobre dios
Mujeres en la calle
No
hay que pensar, no obstante, que la firma de cartas fue la única acción
en solidaridad con los mineros en huelga que salió de las filas del mundo cultural
español, sobre todo de la universidad, pero también de otros ámbitos cercanos.
Armando López Salinas |
Aquella
inicial confluencia intelectual-universitaria pudo ser, tampoco lo he estudiado
con precisión, la primera de las numerosas manifestaciones en solidaridad con
los huelguistas que tuvieron lugar en los meses siguientes, sobre todo en
Barcelona y Madrid, pero también en otros centros. En ellas fueron detenidos
casi dos centenares de estudiantes, entre los que se encontraban algunos al
borde de formar parte de la intelectualidad del momento, como Manuel Vázquez
Montalbán, ya entonces un alevín de periodista a punto de publicar su primer
libre, escrito en prisión, el luego crítico literario Salvador Clotas, el
historiador Jaume Sobrequés o Lourdes Ortíz, posteriormente dramaturga y novelista
y por aquel entonces ya responsable de la organización comunista en la
Universidad de Madrid, o a punto de serlo.
Gloria Ros |
Es
de imaginar la transmisión de la convocatoria por medio de innumerables charlas
de café y llamadas telefónicas: “A las 12
del día de San Isidro en La Puerta del Sol. Pásalo”. Pese a la precariedad
de los medios y la falta de experiencia de aquellas intelectuales madrileñas en
lides semejantes, la convocatoria funcionó, si bien el desarrollo parece ser
que fue bastante frustrante y un tanto chusco. Allí estaban, en La Puerta del
Sol, al medio día del martes 15 de mayo, festividad de San Isidro, patrón de la
ciudad, aquel casi un centenar de mujeres, entre las que se encontraban la
novelista Dolores Medio, la poeta Concha Lagos, la escritora Concha Fernández
Luna, la luego editora Felicidad Orquín o Josefina Aldecoa, que aún no era la
reconocida novelista que sería luego, sino tan sólo “la mujer de Ignacio
Aldecoa”. En el mismo apartado de “mujeres de” se podría incluir a un buen
número de convocantes, desde Amparo Gastón (pareja de Gabriel Celaya) o Teresa
Bergamín (hija de José Bergamín) a Isabel Hierro (hermana de José Hierro), Pepa
Ramis (casada con José Manuel Caballero Bonald) o María Luisa Romero (esposa de
José María de Quinto), además de la totalidad de las convocantes iniciales.
Igualmente estaban entre las manifestantes Dulcinea Bellido, Carmen Rodríguez y
Natalia Calamai, casadas, respectivamente con los dirigentes comunistas Luis
Lucio Lobato y Simon Sánchez Montero y el joven abogado del Felipe Nicolás
Sartorius, los tres entonces en la cárcel.
Incluso
hay quien citó entre las manifestantes --El
Socialista de aquel mes, por
ejemplo-- a las actrices Nuria Espert y Aurora Bautista, posibilidad creíble
pues las dos se movían en los mismos círculos culturales, políticos y
amistosos. Conviene recordar que esta última, que había sido un auténtico icono
del cine imperial franquista, ya había rodado en 1959 “Sonatas” con Juan Antonio Bardem, que alguna conversación
concienciadora debió tener con ella, y que estaba a punto de convertirse en un
rostro señero del nuevo cine español cuando dos años después protagonizada “La tía Tula”, versión de Miguel Picazo
de la novela de Unamuno.
Isabel Álvarez de Toledo |
El
poeta y novelista José Manuel Caballero Bonald asistió a lo sucedido aquel día
en compañía de otros compañeros de profesión, como Fernando Baeza, Gabriel
Celaya o Angelino Fons, movidos por la solidaridad con sus mujeres
manifestantes y, claro está, con los mineros; aunque si se escarbara, también
sería posible encontrar algún rastro de proteccionismo masculino muy de la
época. Casi cuarenta años después el poeta y novelista rememoró en sus memorias[11] lo
que vieron sus ojos aquel día, dándole al recuerdo el toque de irónico
distanciamiento que permite el paso del tiempo:
“Al
hilo de los acontecimientos se organizó una manifestación de mujeres en
la Puerta del Sol, con ánimo de reiterar públicamente la protesta contra esas
últimas vejaciones calificadas por Fraga de ‘tomadura de pelo’. Parece ser que
aquella movilización femenina estuvo mal planteada desde un principio, pues a
poco de iniciarse o una ver articulado un grupo de cierta apreciable
consistencia. Pudimos comprobar que había más policías que manifestantes.
Tampoco es que se hubieran congregado muchas mujeres, pero, aun dando por
supuesto esa posibilidad, la abundancia de peatones que transitaban a aquellas
horas por la Puerta del Sol habría impedido realmente que se hicieran notad
demasiado. No se produjo ninguna violencia ni las dispersó ninguna carga
policial. Simplemente fueron detenidas por grupos y conducidas a las terribles dependencias
de la Dirección General de Seguridad. Me cuesta trabajo entender cómo aquellos
agentes de la brigada político-social actuaron con tan metódica pericia,
identificando entre los transeúntes, sin otra ayuda que la del olfato de
sabueso, a todos los que habían acudido a aquel conato de manifestación. ¿Cómo
se enteraron de la furtiva convocatoria y a través de qué astutas estrategias
fueron reconociendo y neutralizando a la mujeres? Me inclino a creer que esos
agentes pertenecían a una brigada selecta adiestrada en la sutil especialidad
de detectar la presencia de antifranquistas. Sin duda que el sistema policiaco
de la dictadura podría ser acusado de todas clases de tropelías, pero en ningún
caso de inoperancia.”
El
recuerdo traicionó a Caballero Bonald en la ubicación cronológica exacta de la
manifestación, qué el sitúa después de la carta de Fraga, la de la “tomadura de pelo”, correspondiente a las
huelgas y los manifiestos de octubre de 1963, cuando la concentración femenina
en La Puerta del Sol, tuvo lugar más de un año antes, en mayo de 1962. Tiene
razón, en cambio, al destacar la eficacia represora de la Brigada
político-social, de negro recuerdo para todos los rojos de la época. Lo que
causa extrañeza es que es el escritor se extrañe de ello, pues contaban la
social, y él lo sabía, con numerosos instrumentos para enterarse de lo que iba
a pasar antes de que sucediera, y más aún en un medio como el cultural
madrileño, tan pequeño y tan dado al cotilleo personal y político, en el que
una convocatoria así debía resultar casi pública. Todas las manifestantes eran
conocidas como desafectas al régimen, cuyos maridos y familiares habían sido
detenidos con anterioridad y cuya vida era minuciosamente escrutada con los
seguimientos, las vigilancias, las escuchas telefónicas o, sobre todo, con los
variados confidentes policiales que merodeaban entre las mesas, se sentaban en
tertulias o charlaban en la barra y comunicaban a sus jefes todo lo que
escuchaban.
Caballero Bonald,
Claudio Rodríguez y Jaime Gil de Biedma
|
“Nos reuníamos sin ninguna regularidad en
casa de Carmina Labra, de Gabriel Celaya o en la mía propia, y trabamos de
convencernos de que ahí mismo se estaba gestando la inminente caída del imperio
franquista. También se celebraban sigilosas reuniones en iglesias de barrio,
cuyos párrocos prestaban con gusto sus instalaciones y para las que me visaba siembre
Natalia Calamai, la mujer de Nicolás Sartorius, una activista con mucho
encanto. Pero la más movida de esas sesiones tenía lugar en el ya desaparecido
café Pelayo –que debía su nombre la
calle donde estaba: la de Menéndez Pelayo, cerca de Alcalá--, con asistencia
incluso de un policía que había ido adquiriendo cierta furtiva confianza con la
clientela y saludaba familiarmente a algunos de los conspirados habituales.
Pero al café Pelayo yo no acudí sino en su última etapa y muy de vez en cuando,
a poco de volver a Colombia. La asistencia a estos conciliábulos era muy
variable: había militantes comunistas, que eran los más –aunque las células
solapaban a veces su identificación--, emisarios extranjeros de paso y diversas
especies de conjurados por libre: Ángel González, García Hortelano, Alfonso
Grosso, Antonio Ferres, López Salinas, Javier Alfaya, Alfonso Sastre, Juan
Eduardo Zúñiga, Eduardo García Rico, Felicidad Orquín, José Esteban, Isaac
Montero, María Amposta –entonces mujer de Pericas y luego de García
Hortelano—Jesús López Pacheco, Martínez Menchén, Ricardo Zamorano… Si no se
planteaban estrategias políticas de despegue inmediato, podían ocurrir cosas
muy peregrinas. Quiero decir que la simple sospecha de estar representando el
papel de hombres de poca fe o de ilusos declarados, propagaba entre los
asistentes la tentación de los remedios etílicos.”
Amparo Gastón, Sabina
de la Cruz, Blas de Otero
y Gabriel Celaya
|
No
cabe duda de la valentía del gesto de aquellas mujeres, buena parte de las cuales
pasaron tras su detención las preceptivas 72 horas en los calabozos de la DGS,
apenas a unos metros de dónde habían intentado manifestarse, y terminaron
enfrentándose a multas gubernativas, al parecer de entre 5.000 y 25.000
pesetas, que algunas decidieron no satisfacer, pagando su importe con meses de
presidio. Igualmente fueron detenidos y multados los maridos mirones, pese a
que su única actuación ilícita había sido la de mirar. También fue, todo sea
dicho, una acción un tanto ingenua, fruto de la inexperiencia generalizada en
aquella época en organizar manifestaciones previamente convocadas, que no
fueran resultado de un estallido de rabia más o menos espontánea, sobre todo en
el mundo universitario. Pero su gesto tuvo, creo yo, una dimensión que sobrepasa
la de la simple acción coyuntural fechada en el tiempo.
Aquel
conato de manifestación del día de San Isidro fue la primera vez desde la
victoria franquista que un numeroso grupo de mujeres expresaban públicamente su
propia identidad política, independiente de la que pudieran tener sus
familiares masculinos, maridos, hermanos o primos, o sus colegas de profesión,
por mucho que las apoyaran y por mucho que las reivindicaciones planteadas
tuvieran poco que ver con su condición femenina. Además, la concentración fue
el germen del primer movimiento organizado de mujeres nacido en la España de la
segunda mitad del siglo pasado.
Carmen Rodríguez y
Simón Sánchez Montero
|
Por parte del PCE acudieron sus dos máximos responsables madrileños en aquel momento: Francisco Romero Marín, héroe guerrillero en la URSS y ex responsable de los pasos clandestinos en la frontera francesa, cuya firmeza le valdría posteriormente el sobrenombre de “el tanque”, y Julián Grimau, a sólo seis meses de su detención. Concorde con la política de reconciliación nacional y de acoso colectivo a la dictadura, la pretensión de la dirección comunista era fomentar una asociación de mujeres, que incluyera a militantes, mujeres de presos e intelectuales femeninas procedentes de todas las áreas antifranquistas para luchar, básicamente, por la amnistía de los encarcelados, un objetivo parcial y limitado, pero de gran relevancia en aquellos años en que las cárceles franquistas se habían vuelto a llenar de nuevas generaciones de presos procedentes de las luchas obreras y universitarias.
Fruto
de aquella reunión inicial, iría surgiendo lo que un año después apareció
públicamente como Movimiento Democrático de Mujeres. No era todavía la
irrupción del feminismo en España, pero sí el primer paso en la organización
independiente de las mujeres, que aunque todavía centrada en causas
subsidiarias de las masculinas, como la amnistía o la solidaridad, acabaría
desembocando, años después y tras muchas peripecias evolutivas, en el
movimiento feminista actual.
Victor Jara. La hierba de los
caminos
Recuperando fuerzas
A
principios de junio de 1962, tras ocho semanas de huelga, los mineros volvieron
a sus pozos. Consideraban un éxito la movilización, al menos parcial, pues
se habían logrado una buena parte de las
mejoras salariales y laborales que exigían, aunque les quedara un regusto
amargo por el encarcelamiento de 12 huelguistas, que cumplieron pequeñas
condenas, y la deportación de otros 125, compañeros que no podían ser
olvidados. El régimen se debió sentir igualmente aliviado con la vuelta de los
mineros a los pozos, una vuelta que pensaban terminaría con la grave campaña de
desprestigio que estaban sufriendo en el exterior, por mucho que hubieran
debido ceder a las reivindicaciones laborales y, sobre todo, por mucho que su
sindicato oficial, el famoso Vertical, hubiera perdido cualquier clase de
influencia que hasta el momento hubiera podido ejercer en las cuencas mineras.
Pero
el fin de aquella “Huelga de Primavera” no supuso la tranquilidad laboral en
Asturias, en la que continuaron los pequeños paros casi permanentes en los
siguientes meses. Al fin y al cabo, aún conseguidas algunas mejoras, aún
quedaban compañeros en la cárcel o en el destierro. Según un informe policial
de la época, en esos dos meses primaverales de 1962 habían sido detenidos en
Asturias un total de 356 trabajadores (264 por incitación a la huelga, 19 por
el plante de Baltasara, 65 por militancia comunista, 5 por pertenecer al FLP y
4 por la distribución de propaganda socialista), de los que 28 aún permanecían
encarcelados a mediados de junio. Ya en agosto de aquel mismo año tuvo lugar un
nuevo paro de considerables proporciones. La chispa que desató el fuego fue el
intento de despido de un picador del Pozo Venturo, de Duro Felguera, llamado
César Rodríguez y militante comunista. Aunque el paro no alcanzó las
proporciones del de primavera, aquel verano pararon en Asturias más de 20.000
mineros, que venían a avisar que las cuentas aún no estaban saldadas. La nueva
huelga saltaría en el verano de 1963, entre julio y septiembre, y aunque no
tendría el enorme seguimiento de la primera, alcanzó tintes aún más dramáticos,
especialmente en la durísima represión que desató.
Los
firmantes de las cartas de solidaridad consecuentes, por su parte, regresaron
en ese intermedio a sus libros o cuadros, aunque sin desconectarse de lo que
seguía sucediendo en Asturias. Al menos así lo intentó el PCE, del que consta
que aquel verano de 1962, entre otras acciones y solidaridades, reunió nada
menos que en Helsinki a un cierto número de intelectuales para que un minero,
que había tenido que salir de España para no ser detenido, les contara lo que
había pasado. Algunos asistentes habían llegado desde España, como era el caso
del crítico de arte Vicente Aguilera Cerni, la directora y escritora teatral
María Aurelia Capmany, el novelista Antonio Ferres o la entonces aún sin editar
novelista Eva Forest, casada con Alfonso Sastre. Otros eran figuras universales
de la literatura, tres de los cuales ganarían el Premio Nobel en el futuro: el
guatemalteco Miguel Ángel Asturias, el chileno Pablo Neruda y el francés Jean
Paul Sartre. También asistieron el cubano Nicolás Guillén y el soviético Ilya
Ehrenburg.
Quién
debía informar a tan alto plantel intelectual, que no consta si se sintió
intimidado por el renombre de los que se sentaban frente a él, había trabajado
en la siderurgia de Mieres, tenía tan sólo 26 años y para entonces ya conocía
con detalle las cárceles franquistas. Su nombre llegaría a alcanzar una
dimensión casi mítica en la historia del sindicalismo democrático español del
siglo XX. Se llamaba Manuel Álvarez Ferrera, aunque era más conocido por su
sobrenombre de “Lito”, o, en
referencia al pueblo asturiano en el que había nacido “Lito el de la Rebollá”. Con apenas 15 años ya trabajaba, y más o
menos a esa edad comenzó a militar en la Juventud Obrera Cristiana,
participando en luchas reivindicativas que le llevaron varias veces al despido,
siempre con readmisión posterior. Sus creencias religiosas, de las que no
renegaría nunca, no le impidieron ingresar con 19 años en el PCE, edad a la que
fue detenido por primera vez, iniciando un calvario de sucesivos
encarcelamientos.
Manuel Álvarez "Lito" |
Manuel
Álvarez Ferrera regresó legal a España en 1967, continuando su militancia
política y sindical. Cuando ya en la democracia el Gobierno le ofreció 690.000
pesetas como “indemnización por la
represión sufrida durante el franquismo” las rechazó con un argumento
inapelable: "No quiero el dinero. Me
vale con una plaquina en La
Rebollada, que si quieren se la hago yo, en la que se reconozca lo que luchamos
por la clase obrera cuatro amigos y yo". Ese era el joven que aquel
día de verano se reunió en Helsinki con tal plantel de lumbreras intelectuales
(dicho sea sin el menor ánimo peyorativo) para contarles que en España se
seguía luchando, y se luchaba duro. Intimidado no, a mí me hubiera acojonado.
Tapio Heinonen
(Finlandia) “Canción para Julián Grimau”
El largo y cálido verano del 63
No
se sabe muy bien cómo se produjo la primera chispa de la rebelión de los
intelectuales ante lo que estaba sucediendo en Asturias durante el verano de 1963. Una nueva huelga minera de gran magnitud, que continuaba la de hacía un
año, y ante cuya brutal represión reaccionaron los profesores, artistas,
creadores y otros individuos de turbio pensar. Fue una huelga enmarcada en dos sucesos trágicos, en los que no vamos a insistir, pues nos apartarían del tema, pero que no se puede menos que dejar consignados. El 20 de abril de ese mismo año había sido fusilado, tras las correspondientes torturas, incluido tirarle desde una ventana, el dirigente comunista Julián Grimau, el último ejecutado por sucesos supuestamente ocurridos en la guerra civil. El 18 de agosto, en medio de las huelgas, el verdugo ejecutó a garrote vil a los anarquistas Francisco Granados y Joaquín Delgado, condenados por la colocación de sendas bombas en dos organismos oficiales, acción en la que, como se demostró posteriormente, no habían participado. En ambos casos tuvo lugar una fuerte campaña internacional para evitar su muerte, y dentro de España varios intelectuales, entre ellos Menéndez Pidal, realizaron gestiones en el mismo sentido, aunque, por razones que desconozco, esa solidaridad no se expresó en ningún documento colectivo.
Siguiendo con nuestra historia, según
algunos estudiosos de aquellos agitados años (Gregorio Morán, por ejemplo, en su “El cura y los mandarines”[12]),
habría sido el crítico de arte José María Moreno Galván el primero en llevar a
Madrid las noticias sobre la represión que se estaba produciendo, que habría
conocido en un viaje a Asturias por medio de amigos comunistas, como él mismo,
entre los que estaba el pintor Eduardo Úrculo, residente en Oviedo y con el que
mantenía una estrecha relación. Para otros (Fernando Jáuregui y Pedro Vega, “Crónica del antifranquismo”)[13],
también el poeta Jesús López Pacheco habría visitado ese verano Asturias,
trasladando luego a sus camaradas lo que allí había visto y oído. No dejaron
testimonio directo de ello, así que lo meteremos entre lo posible, que también
pudo ser la confluencia de varios testimonios paralelos. Quién sí recordó
posteriormente en un artículo publicado en el diario Gara su participación en
aquellos inicios sería el dramaturgo Alfonso Sastre:
“Se celebraba en Gijón un encuentro sobre
teatro y yo asistía invitado a él por colegas míos cuando me asaltó el duro y a
la par estimulante relato de lo que estaba sucediendo en las minas y en las
comisarías: las huelgas en aquellas y las torturas en estas, siendo lo más
impresionante para mí que una mujer, con lágrimas en los ojos, dijo la siguiente
frase, que contenía un infinito reproche: «¡Asturias está sola!». Hablando
entonces muy inquieto con amigos asturianos (y ya no de teatro), pude hacerlo
con mi buen amigo el pintor Eduardo Úrculo, que conocía bien el estado de las
cosas, y que me prometió enviarme a Madrid unos datos concretos sobre algunos
casos de torturas a los mineros y a sus mujeres, que los apoyaban en su lucha.
Efectivamente, vuelto a Madrid, recibí una lista que di a conocer a mis amigos
comunistas con la propuesta de hacer una denuncia de aquella situación de
sufrimiento y de gran pasión por la verdad y la justicia; y propuse el arranque
de una acción de protesta intelectual pública.”
Que
conste así para esta historia, aunque al final de igual cómo se produjo el
primer impulso que llevó a la acción. En realidad, no deja de extrañar que la
noticia llegara de manera tan casual a los comunistas madrileños, que recibían
regularmente la información partidista, a través de la cual bien podían conocer
ya lo que estaba sucediendo en Asturias. Máxime cuando entre ellos estaba en
lugar destacado Armando López Salinas, que a más de novelista era corresponsal
clandestino de Radio España Independiente, emisora que hizo un esforzado
seguimiento de la huelga desde el principio y de Mundo Obrero, que aunque con
mayor tardanza también realizó un auténtico despliegue informativo.
Precisamente a través de sus ondas Santiago Carillo había ofrecido una
alocución el 19 de septiembre en la que, tras un análisis exhaustivo, como
entonces eran todos los análisis, de las razones políticas de la huelga,
realizaba un llamamiento directo a su implicación:
“También los intelectuales y los estudiantes
deben hacer sentir su solidaridad y su apoyo a los mineros, por todas las
formas a su alcance, sin pérdida de tiempo. La lucha de los mineros es su
propia lucha.”
José María Moreno Galván
|
La
inclusión de todos estos datos hizo que la carta resultante tuviera un
significado político muy distinto a otras anteriores. Ya no se trataba de
reclamar un derecho más o menos generalizado en toda Europa, fuera la libertad
de expresión, la sindical o la amnistía para presos o exiliados. Aún presentada
como una demanda de información, la denuncia de represiones, palizas y torturas
concretas constituía en esta ocasión un enfrentamiento directo con el régimen,
sin paliativos, que no dejaba lugar a la ambigüedad. O se estaba con las torturas
o contra ellas, o al lado de la dictadura o frente a ella.
Tal
vez por ese motivo la composición política de los firmantes fuera distinta a la
de otras ocasiones. El número de pertenecientes a la oposición liberal o de
viejas afinidades con el franquismo era muy inferior, pudiendo asimilarse a
tales categorías tan sólo los nombres de Pedro Laín Entralgo, Valentín Andrés
Álvarez, Paulino Garagorri y José Luis López Aranguren. El resto, hasta los 102
que finalmente suscribieron el documento, eran en su gran mayoría
declaradamente antifranquistas y de izquierdas, incluidos los directamente
militantes o simpatizantes del Partido, que constituían una buena cantidad.
Un
par de circunstancias vinieron a complicar la situación y a prolongar el
conflicto de manera no prevista, pero sin duda bien recibida por los promotores
del documento. La primera estuvo relacionada con la elección de la persona cuya
firma debía encabezar el documento. Dejamos de nuevo la palabra a Alfonso
Sastre:
“Yo no me había atrevido hasta entonces a
proponerle su firma a nuestro grande y admirado amigo José Bergamín, porque,
recientemente regresado de su exilio, no quería ponerlo en aquel trance, pero,
ya con firmas ilustres en el bolsillo, nos decidimos a visitarle para hablarle
del tema, y ocurrió lo que era de temer (y también que desear): que a mi
propuesta de que leyera la carta antes de tomar una decisión sobre ella,
contestó con las siguientes firmes palabras: «Desde luego voy a leerla, pero
antes decidme dónde debo firmar». El azar se presentó entonces también, pero
ahora negativamente, en las siguientes palabras de nuestro acompañante el
novelista Ángel María de Lera, que le dijo señalándole el primer lugar de las
firmas: «Usted aquí, maestro». Así lo hizo él sin dudarlo un instante y de esa
manera se puso en su contra una grave persecución en los medios, en los que se
le acusaba de estar siempre vendido al «oro de Moscú» -poco menos que de ser un
agente pagado por el Kremlin-, lo que lo obligaría a refugiarse en una Embajada
y a tomar secretamente un avión en Barajas, protegido por dos funcionarios,
hacia su segundo exilio.”
José Bergamín |
Chicho Sánchez Ferlosio. Fuego de
los altos hornos
El factor Fraga
Parafraseando
la vieja canción del cubano Carlos Puebla, se acabó la diversión, llegó el
ministro y mando a parar. El señor ministro en cuestión era Manuel Fraga
Iribarne, el mismo destinatario de la carta del año anterior, solo que los
reclamantes ya no se dirigían a él como a un colega catedrático que podía
ejercer de intermediario, sino como a la máxima autoridad de la política cultural
e informativa del régimen que era desde su nombramiento ministerial apenas
hacía tres meses. Una autoridad a la que se exigían explicaciones. Desde su
nuevo cargo, Fraga decidió no permanecer en silencio, como había hecho en la
anterior ocasión, sino pasar al ataque contra sus atacantes publicando en la
prensa oficial el documento y la lista completa de firmantes (encabezada por
Aleixandre) y contestándolo con un escrito propio sin posibilidad de réplica. O
eso debió pensar él.
En
un artículo publicado en septiembre en Mundo Obrero, Fernando Claudín, se
preguntaba por las razones de esta decisión de Fraga:
“¿Imposibilidad de silenciar una denuncia,
respaldada por los más representativos intelectuales españoles, que había
llegado a manos de los corresponsales de prensa extranjera? ¿Expresión de las
contradicciones en el seno del Gobierno, entre los ‘duros’, los que han
ordenado la represión contra los mineros, (…) y los ‘liberalizadores’, los que
estiman que semejantes métodos no facilitan a las clases dominantes la solución
del ya por sí difícil problema de la ‘sucesión’?”
Siguiendo
la lógica partidista, Claudín destacaba la repercusión internacional del
posicionamiento antifranquista de los intelectuales y lo utilizaba para intentar socavar la unidad de
la dictadura abriendo brecha entre sus diversos, y ya enfrentados, sectores.
Era cierto que en el régimen se estaba produciendo un corrimiento de fuerzas
que acabó por arrumbar lo que quedaba en el gobierno de falangista, sustituyendo el Caudillo a sus antiguos camaradas por jóvenes tecnócratas opusdeístas, liberales y
europeístas en lo económico pero tan aficionados al palo y tentetieso como los viejos
carcamales fascistas a los que sustituían. Un buen ejemplo es el propio Fraga
Iribarne, considerado un “liberalizador” antes de llegar al ministerio, consideración que perdió en cuanto pisó moqueta ministerial y actuó como lo hizo, en
este caso y en otros muchos más.
Personalmente,
y no sin especular, creo que una buena parte de lo ocurrido entonces bien puede
achacarse a rasgos de carácter propios que Manuel Fraga Iribarne, que dejaría
patentes, e incluso haría gala de ellos, en su larguísima carrera política
posterior. Básicamente su acendrado anticomunismo, su demostrada soberbia
personal e intelectual y, muy especialmente, su incapacidad genética para
recibir cualquier crítica sin contraatacar. El 1 de octubre recibió la carta, y
tan sólo dos días después se público en la prensa franquista, íntegra y con las
firmas completas (curiosamente en Mundo Obrero no se daría a conocer hasta
pasada más de una semana). Completaba la publicación una carta personal del
mismo ministro negando lo afirmado por los firmantes, aunque, curiosamente, no
se la dirigió al conjunto de ellos, sino directamente a Bergamín, contra el que
lanzaba un profundo e insidioso ataque político que no dejaba de tener tintes
amenazantes, sobre todo a la luz de la expulsión posterior del poeta.
En el largo texto, cinco folios de
escritura apretada, al que el ministro aseguraba que venía obligado por “mi profundo respeto a la función intelectual”,
Fraga arremetía en primer lugar contra los abajofirmantes
habituales, sin citar a ninguno, a los
que acusaba de estar al servicio del comunismo y sus conspiraciones políticas,
por el que eran utilizados, “voluntaria o
involuntariamente” convirtiéndose así en “meros peones en el tablero”.
Tras
esta valoración general de la maldad del comunismo y la estupidez de los
intelectuales que les seguían, Fraga entraba a degüello contra Bergamín, al que
acusaba, no sólo de filocomunista, sino, para mostrar sus inmensos
conocimientos políticos, de filoestalinista. Para demostrarlo, y en un gesto de
soberbia intelectual inabarcable, se permitía adjuntar a la carta, por si su
propio autor lo había olvidado, el prólogo que Bergamín había escrito en 1938
para el libro, aunque más exacto sería llamarle libelo, "Espionaje en España" de Max Rieger
(Ediciones "Unidad", Madrid
Barcelona 1938), en realidad un seudónimo nunca desvelado posteriormente, que
abordaba los llamados “sucesos de mayo” de 1937 en Barcelona.
Aquel
mismo mes y año la capital catalana había sido escenario durante cinco días de
una intenso enfrentamiento interno entre fuerzas de la propia República. Por un
lado, el POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista), y los anarquistas
catalanes de la CNT, y por otro el resto de las fuerzas republicanas,
encabezadas por el propio Gobierno de la Generalitat presidida por Lluis
Companys, y especialmente las comunistas del PSUC. El texto de Rieger
constituía un autentico panfleto, en el que se intentaba demostrar, con pruebas
imaginarias y falaces remedos de argumentaciones, la tesis estalinista de que
los troskistas españoles, y los internacionales, no eran sino meros agentes
provocadores del falangismo y el nazismo alemán, y, en su conjunto, del
imperialismo mundial. Bergamín asumió plenamente en su prólogo esas tesis
conspirativas, rechazando con firmeza las peticiones de algunos intelectuales
franceses, que habían escrito al Gobierno de La República en guerra exigiendo
garantías jurídicas en el proceso que se había abierto contra los miembros del
Comité Central de POUM y otros militantes, detenidos tras los enfrentamientos
de mayo durante la dura represión que los siguió, que llegaría a su punto más
alto con el asesinato en junio de Andreu Nin.
Esos
eran los hechos y aquello había escrito Bergamín, No cab duda que unos sucesos lamentables y dramáticos, pero utilizarlos 25 años
después, y en unas circunstancias históricas tan distintas, para deslegitimar
la protesta y a quien la encabezaba constituía una auténtica falacia, indigna
no ya de un ministro del franquismo, a los que la falacia se les suponía como
el valor a los soldados, pero sí al menos del intelectual y catedrático, autor
ya de más de 40 libros, que Fraga siempre presumió ser.
Las
acusaciones contra los comunistas, los intelectuales manipulados y el propio
Bergamín venían a ocupar la mitad de la carta, lo que no era poco discurso. Una
vez establecida la maldad insidiosa de los remitentes, el ministro abordaba un
detallado recorrido por las denuncias concretas que contenía el documento. Ni
que decir tiene que lo negaba todo. O casi todo. En unos casos explicaba que
los nombres citados por los denunciantes no existían, por lo que mal podían
haber sido detenidos o apaleados. En otros, sin embargo, sí se correspondían
con personas reales, que efectivamente habían sido detenidos y encarcelados,
aunque --aseguraba-- nunca torturados. En cualquier caso, y según la
consideración ministerial, estos no parecían contar, pues se trataba de
peligrosos comunistas que habían sido justamente castigados por sus malignas
intenciones.
Había,
no obstante, un párrafo final en el que se le escapó el subconsciente al
ilustre Fraga obligándole a confesar al menos una verdad. Los firmantes le
habían pedido explicaciones sobre dos mujeres, Anita Braña[16] y
Constantina, “Tina”, Pérez, a las que
se les había cortado el pelo al había cortado el pelo cero en el cuartelillo, a
más de hacerlas víctimas de otras humillaciones y malos tratos. Fraga lo daba
por cierto, aunque el tono despreciativo, jocoso y justificatorio del párrafo en
el que lo reconocía decía mucho sobre el carácter misógino y machista del
personaje en cuestión, rasgos de su personalidad que en años posteriores, ya
democráticos, dejaría salir hasta la saciedad en su actividad política diaria.
Escribía:
“Parece, por otra parte, posible que se
cometiese la arbitrariedad de cortar el pelo a Constantina PÉREZ y Anita BRAÑA,
acto que, de ser cierto, sería realmente discutible, aunque las sistemáticas
provocaciones de estas damas a la fuerza pública la hacían más que explicable,
pero cuya ingenuidad no dejo de señalarle, pues es claro que la atención que
dicha circunstancia provocó en torno a sus personas en manera alguna puede
justificar una campaña de truculencias como la que se orquestó. Vea, por tanto,
como dos cortes de pelo pueden ser la única apoyatura real para el montaje de
toda una "leyenda negra", o "tomadura de pelo", según como
se mire.”
Mucha
tinta hicieron correr aquellas líneas, la primera de ellas la de la pluma del
propio Bergamín, que no era precisamente hombre dado a rehuir las batallas y a
callar sus opiniones, que utilizó aquel desliz de Fraga como argumento
principal de su propia contra-respuesta al ministro. Tardó tan sólo tardó tres
días en remitírsela:
“De todo lo que Vd. afirma en su carta - dejando
aparte lo que a mí personalmente y muy particularmente se refiere, y que nada
tiene que ver con el documento y su petición del que responden otras muchas
firmas y no sólo la mía (que si es una de las primeras en su encabezamiento
pudiera ser la última por su humilde significación, pues a mí no me corresponde
ni el mérito de su iniciativa); de todas sus afirmaciones, digo, le confieso
que me sorprende la que Vd. hace tratando de justificar el hecho posible de que
la fuerza pública maltratara a unas mujeres trabajadoras, infligiéndoles esa
atroz afrenta de señalarlas cortándoles el pelo, que es un infamante atentado a
la dignidad moral humana. Su comentario humorístico a este hecho para
desvirtuarlo suponiéndolo cierto, a mí me espanta.”
Además
de denunciar otras omisiones del ministro, como la absoluta falta de
referencias a los torturadores denunciados con nombres y apellidos en la carta
inicial, Bergamín desmontaba la principal línea justificativa de Fraga, aquella
que achacaba todo a la campaña de manipulación y propaganda comunista:
“El que este documento haya sido utilizado
en el exterior con impaciente propaganda que se anticipó a su conocimiento,
será, todo lo más, una descortesía, pero no comprueba en modo alguno sus
conjeturas sobre su intención de una supuesta maniobra; pues, aunque ésta
hubiese existido, no invalida lo que tan sencilla y claramente en dicho
documento se expresa. La verdad es la verdad la diga quien la diga y sea cual
sea la finalidad ajena a ella de quienes en otro sentido traten de utilizarla”
Y
desafío por desafío, el poeta respondía con un envite al desafío lanzado por
Fraga al final de su carta invitándole al diálogo. Bergamín aceptaba hablar con
el ministro del pasado y del presente, pero no sin denunciar la falacia de la
argumentación de Fraga y sin poner condiciones que sabía inasumibles:
“No queda más, contestando a su carta, que
decirle que estoy a su disposición para dialogar de todo; de lo pasado como de
lo presente; aunque sin involucrar tendenciosamente lo uno con lo otro; lo que
pasó hace un cuarto de siglo, y en plena guerra civil, con lo que pasa ahora.
Parece que en su carta Vd. trata de hacerlo de ese modo con mi caso
particularísimo, como si quisiera desviar la atención del escrito que se le ha
presentado, autorizado por tantas otras, más valiosas firmas, que no sólo la
mía.
Yo acepto y deseo ese diálogo que Vd. me
ofrece; pero no particular y privado sino general y público; sin censura previa
que lo coaccione antes y lo tergiverse después; con libertad total de expresión
para los que dialogan.”
Ni
que decir que no hubo charla de ningún tipo, sino la expulsión del poeta, el 30
de noviembre de aquel mismo año, previo haberse tenido que refugiar en la
embajada de Uruguay. No obstante, y pese a la dureza con que se trató a
Bergamín, no fue el único que hubo de sufrir las presiones gubernamentales
ejercidas a través de Fraga y sus subordinados ministeriales, que se
entrevistaron con varios de los firmantes para pedir su retractación. Incluso
se llegó a que Vicente Aleixandre, Pedro Laín Entralgo, Juan Marsé, o Salvador
Espriu, entre otros (hay quien ha escrito que todos los firmantes), fueron
citados a declarar por los jueces, aunque finalmente no se instruyera proceso
alguno. Tan sólo en un caso consiguieron su objetivo. El pintor Francisco
Mateos, que durante La República y la guerra había pertenecido a la UGT y que
había sufrido dos breves periodos de cárcel, fue el único que abjuró
públicamente de su adhesión al documento. Según parece amenazado con la suspensión
de la magna exposición de su obra que estaba prevista para el II Certamen
Nacional de Artes Plásticas, a celebrar en noviembre de aquel mismo año.
Angelina Gatell |
“- ¿Qué ha pasado? –pregunté.
- Se suspendió a última hora, cosas de la
censura.
- No es posible –contesté tajantemente-. A
no ser que no quieran que se sepa que se debe a una mujer el descubrimiento del
radio. No hay absolutamente nada a lo que la censura, por cafre que sea, pueda
poner pegas.
El hombre no sabía por donde salir. Al fin
me dijo bajando la voz, como su temiera que alguien pudiera oírlo:
-¿Me das tu palabra de honor de que no vas a
comentarte lo que voy a decirte?
- Ah, pero ¿las mujeres tenemos palabra de
honor? –pregunté con todo el sarcasmo del que fui capaz.
- Eso es lo que te pierde, esa manera tan
cáustica de ser… Bueno, confío en ti. Sabes que te aprecio, que te admiro…
- Al grano.
- ¿Tú firmaste un documento protestando por
no sé qué jaleo de los mineros asturianos?
- Sí. Lo que llamas jaleo fueron varios
mineros brutalmente apaleados, heridos y encarcelados, varias mujeres rapadas
al cero y exhibidas como escarnio por haber tomado parte en una huelga. Sí, lo
firmé. Es el llamado documento de los intelectuales…
- Pues eso ha sido…
- Pero, ¿ahora? Lo de Asturias pasó hace más
de un año. Mi novela fue aceptada después. Tengo cartas que lo avalan…
- Ya, pero… ¿Llevas tiempo sin que nadie te
llame a trabajar aquí, no?
- Sí.
- ¿Y en Radio Nacional?
- Lo mismo, pero como estoy en doblaje y he
rechazado varis cosas, pensé que…
- Algún amigo tuyo ha caído en la cuenta de
que la actriz y la guionista son una misma persona y te ha denunciado. Alguien
que está haciendo méritos. La orden de suspender la emisión de tu novela llegó
el sábado.
- ¿Sabes quien pudo ser?
- No. Y si lo supiera no de lo diría. Y
procura ser más prudente si no quieres seguir perdiendo.
- Ya estoy acostumbrada a perder.”
En
cualquier caso, la política de Fraga de dar siempre la cara y responder atacando no le dio los resultados previstos. Los ataques a Bergamín y su
posterior expulsión y las presiones y amenazas a otros firmantes no metieron el
miedo en el cuerpo al colectivo, muy al contrario exacerbó su indignación. A
finales de aquel mismo mes, el 31 de octubre, vio la luz una nueva carta,
dirigida directamente a refutar las justificaciones del ministro.
Tras
defender a Bergamín de los ataques recibidos, insistían los firmantes en el
reconocimiento de Fraga de los malos tratos a Tina Pérez Y Constantina Braña, a
los que no les encontraban la menor gracia:
“Un acto de tal naturaleza nos parece a todas
luces infamante y motivo suficiente para que en cualquier país civilizado y
libre se exijan responsabilidades criminales a sus autores. Por otra parte,
parece muy poco probable que este acto de violencia física y moral no fuera
precedido o acompañado de otros malos tratos y coacciones.”
Y
a partir de este hecho aceptado inferían, con una lógica aplastante, que si
habían maltratado así a las mujeres, qué no habrían hecho a los hombres:
“El reconocimiento del hecho anterior
legitima la sospecha de que se haya empleado, asimismo, la violencia física con
detenidos del sexo masculino. Pensar lo contrario constituiría una falta de
lógica: ¿Por qué los autores de los presuntos delitos habrían de emplear violencias
sólo con las mujeres, que no han participado ni participan directamente en las
huelgas?”
Era
cierto que la primera carta contenía fallos en la identificación de algunos
de los torturados o, más grave, en la denuncia de que un minero había muerto,
algo que no había sucedido. De hecho, los propios organizadores de la acción
habían recibido a última hora desde Asturias una nota de Eduardo Úrculo
reclamando que se cambiaran algunos datos que no parecían responder a la
realidad. Pero la rectificación llegó tarde, el documento ya estaba en
circulación y fue imposible cambiarlo. Pero lo cierto era que las torturas
existían, como entonces sabía todo el mundo interesado en el tema y como
posteriormente demostrarían los historiadores. Aquellos errores nominales,
debidos sin duda a la clandestinidad fomentadora de la rumorología, no
invalidaban la denuncia general de las torturas realmente existentes, como por
otra parte probaban de manera fidedigna los casos de aquellos mineros que Fraga
reconocía que habían sido detenidos, aunque no torturados, como Alfonso Braña
(marido de Anita), Everardo Castra o Alfonso (en realidad Vicente) Zapico,
suavidad represiva que se demostraría falsa cuando estos mineros salieron de la
cárcel y pudieron contar su historia. Los firmantes lo sabían y Manuel Fraga
también.
Al
igual que hiciera Bergamín en su contestación, también los firmantes de la
nueva carta reclamaban información sobre los dos torturadores denunciados en el
primer escrito, el capitán de la Guardia Civil Fernando Caro, responsable del
cuartel de Sama de Langreo, y el cabo Pérez, cuyas hazañas serían sobradamente
probadas por los estudios históricos. El primero era un simple sicario, segundo
de a bordo, pero del segundo merece la pena hablar un poco, porque en esta historia
tuvo un papel de protagonista en la sombra y porque su nombre es uno de los que
figuran como reclamados por la jueza María Romilda Servini en la causa abierta
en Argentina contra los torturadores franquistas.
Fernando
Caro Leira, que así se bautizado el citado capitán, por mucho que en esas
fechas, por cierto, fuera sólo teniente, ostentaba el cargo de jefe del
cuartelillo de la Guardia Civil en Langreo, para el que había sido nombrado en
agosto de 1963, en pleno fragor huelguístico. Llevaba buena carrera el chaval,
pues había accedido a ese puesto de toda confianza con sólo 29 años. Claro que
tenía como avales ser profesor de gimnasia y experto en judo, a más de
pertenecer a una familia con influencia en la milicia, según delata que su boda
en 1959 saliera en las notas sociales de ABC, proclamando a los cuatro vientos
la cantidad de generales y coroneles que habían asistido a la ceremonia.
Caro
había llegado a Asturias con la consigna gubernamental de palo y tente tieso
con los huelguistas, y se aplicó a ello con resolución y remordimientos.
Existen numerosos testimonios sobre lo que sucedía en las celdas del
cuartelillo de Sama cuando llegaba alguna noche se presentaba el teniente,
aseguran que con frecuencia borracho y siempre enfundado en un chándal, y se
disponía a una sesión de francachela en compañía de la brigadilla. Dos de sus
víctimas habían sido, precisamente, Anita Sirgo y Tina Pérez, las dos mujeres
humilladas y rapadas de la polémica. La primera de ella recordaría años después
aquellos sucesos:
“Luego vienen a buscar a Tina y se la llevan
una media hora y luego vienen a por mí. Ella ya traía el pelo cortado. Ponían
fotografías encima de la mesa de Caro
para que dijéramos sus nombres y decimos que no sabemos. Entonces el capitán
Caro pone la foto de Pasionaria y nos dice ‘¿A esta tampoco la conoces?’. Yo
llevaba una melena larga, era joven y me amenazan con raparme el pelo al cero
si no digo nombres. Como no hablo me van cortando poco a poco mechones con una
navaja de afeitar. Lo hacía Pérez. De vez en cuando me daban una hostia y en un
momento dado le pregunto a Caro que si no tenía madre y se levantó hacia una
piña de bronce pesada que tenía encima de la mesa. Se incendió, cogió la piña y
me la tiró pero, afortunadamente, la esquivé. Tengo mal el oído de los
puñetazos que me dieron. Al día siguiente el jefe de la policía urbana, Jesús,
que ya murió, quedó asombrado. El pasillo estaba lleno de sangre, había visto a
mi marido y a Zapico y no les reconocía. Estaban hinchados de los golpes.
Zapico era silicótico y echaba sangre por todos sitios”.
¿Cuáles
no serían las hazañas de Caro y la polvareda que levantaron, que fue cesado
como jefe del cuartelillo de Sama de Langreo justamente el 31 de diciembre de
aquel mismo 1963? Año nuevo, vida nueva. El torturador fue traslado, pero su
breve pero intensa actuación en Asturias no supuso la menor merma ni desdoro en
su ascendente carrera militar, que paradójicamente se aceleró a la llegada de
la democracia, pese a que en 1981, siendo comandante de la Guardia Civil en
Málaga, expresara sus claras simpatías con los golpistas del 23 de febrero.
Pasó a la reserva con todos los honores en 1987, y desde entonces vive en
Málaga, su ciudad natal, dedicado a sus labores. Parece ser que es seguidor del
Real Madrid y que hace algunos años fue uno de los ganadores de un concurso
sobre la serie “Los Tudor”, que
emitió Canal+. En Argentina le esperan.
Y
ya que andaban los abajofirmantes con
las teclas entre las manos, aprovecharon
para pedir información sobre las muy recientes detenciones de varios
intelectuales y universitarios por haber participado en las protestas contra la
represión de los huelguistas asturianos. Entre ellos había alguno que ya hemos
citado como perteneciente a aquella célula inicial del PCE en la universidad de
Madrid hacía ya nueve años, como Javier Pradera y Fernando Sánchez Dragó, a los
que en esta ocasión acompañaron en los seis meses que pasaron en Carabanchel el
sociólogo Ángel de Lucas, el historiador y traductor Ángel Sánchez Gijón, el
filósofo Miguel Sánchez-Mazas Ferlosio y su hermano Chicho, que estaba pronto a
grabar las históricas canciones que al año siguiente se editarían en Suecia
como anónimas.
La
carta en su conjunto rebatía de principio a fin el escrito de Fraga Iribarne,
pero sin duda lo que peor debió sentarle al ministro fue la manera en que los
firmantes le restregaban por la cara el “profundo
respeto a la función intelectual” que él mismo había reclamado para sí en
el inicio de su carta a Bergamín. Que alguien le enmendara la plana fue toda su
vida algo que le resultaba difícil de tragar:
“Cuanto antecede justifica nuestra actitud
como intelectuales y como ciudadanos en este caso y constituye una sólida base
para nuestra gestión informativa, resultando por tanto absolutamente
innecesaria y fuera de lugar, para movernos a tal gestión, toda supuesta
maniobra de carácter partidista o publicitario. Entendemos que la misión del
intelectual en toda sociedad libre, máxime si dice inspirarse en los principios
cristianos, es promover el esclarecimiento de la verdad y contribuir a la
formación de una conciencia pública. En consecuencia, nuestra actuación se ha
guiado y se guía por un estricto concepto de la responsabilidad; y, de acuerdo
con éste, juzgamos que ninguna autoridad gubernativa en un Estado libre y de
derecho se halla titulada para fijar las normas que han de regir los deberes
del intelectual con respecto a la conciencia pública, deberes de carácter
eminentemente privativo y moral.”
Dos
semanas tardó Fraga en rumiar su contestación, que esta vez vio la luz el 15 de
noviembre, alargando todavía más la polémica y su repercusión. En su nueva
carta, el ministro ya no se andaba con chiquitas ni con disquisiciones
intelectuales. No reproduzco ningún fragmento, aunque puede encontrarse entera entre
los documentos varias veces enlazados, porque, aparte de dar por roto el
diálogo (tal estaban las cosas por España que a lo sucedido le llamaban
“diálogo”), el ministro se limitaba a transcribir los artículos
correspondientes del Fuero de los Españoles y la Ley de Enjuiciamiento
Criminal, con los que venía a decirles a los demandantes que podían acudir a
los tribunales si tenían narices, y, de paso, meterse la lengua donde les
cupiera.
José Luis López Aranguren |
Buena parte de ellos ya habían suscrito ya la primera carta y repetían, pero, como es lógico dadas las cifras, también había una buena cantidad de nuevos descontentos, o de viejos que por alguna razón no habían estado en la anterior. Buena parte de ellos eran realmente importantes y significativos. Procedían de la Universidad (Santiago Montero Díaz, Antonio María Badía Margarit, Miquel Coll i Alentorn) las artes plásticas (Rafols Casamada, Antoni Tapies, Andreu Alfaro, Eusebio Sempere), el teatro (José María Rodríguez Mendez, Fabia Puigserver, Feliu Formosa), el cine (Juan Antonio Bardem, Joaquín Jordá, Víctor Érice), y, sobre todo, la literatura (Manuel de Pedrolo, Susana March, Francisco Candel, José Corredor Matheos, Consuelo Bergés, José Luis Cano, Joan Fuster, Gonzalo Torrente Ballester, Pío Caro Baroja)…
Raimon. digamos no
La ubicuidad del confidente. Camilo José
Cela
Llega
ahora el turno de alguien que ya ha aparecido en funciones secundarias pero que
en este momento toma por asalto el papel protagonista, algo que sin duda sería
del gusto del personaje en cuestión. Se trata del futuro premio Nobel don
Camilo José Cela, entonces ya un novelista acreditado, que había firmado
prácticamente todas las cartas de intelectuales anteriores, incluida la de 1962
en petición de información sobre las huelgas de Asturias, pero que se había
abstenido, en cambio, de suscribir las dos de 1963. Pese a ello, también
jugaría en esta batalla un papel importante, aunque, como se verá, bastante
deslucido.
En
aquellos años, Cela era todo un novelista de pelo en barba y 47 años de edad
que había publicado siete novelas, entre ellas dos obras maestras de la
literatura española contemporánea: “La
familia de Pascual Duarte” (1942) y “La
colmena”, que publicada en Argentina en 1951 había tardado cuatro años en
salir en España. Además, su bibliografía incluía otros treinta volúmenes o más
con recopilaciones de relatos y artículos, poesía, ensayo literario y
menudencias varias. Incluso uno autobiográfico, “La cucaña, I. Memorias de Camilo José Cela. La rosa” (1959), lo que
a cualquier le podría parecer un cierto apresuramiento memorialístico para
quien tan sólo tenía 43 años cuando lo escribió.
Desde el 26 de mayo de 1957 ocupaba el sillón “Q” de la Real Academia Española, convirtiéndose nada menos que en el académico más joven de la historia de tan insigne institución. Un académico, eso si, que ya decía tacos y se tiraba pedos, pero cargado con toda la dignidad que aportaba el cargo, incluso en el efecto estético de su barba de pre-hipster. En 1956, el mismo año de las grandes huelgas estudiantiles de Madrid, había fundado en Mallorca la revista “Papeles de Son Armadans”, con José Manuel Caballero Bonald como secretario de redacción, sobre la que hay coincidencia universal en considerarla la primera publicación regular española que tendió un puente entre la literatura española del interior y la del exilio, publicando en sus páginas textos de los entonces malditos Rafael Alberti, Max Aub, Emilio Prados, Luis Cernuda, Américo Castro, Manuel Altolaguirre y muchos otros. Una valentía que la historia debe agradecer al futuro Nobel.
Desde el 26 de mayo de 1957 ocupaba el sillón “Q” de la Real Academia Española, convirtiéndose nada menos que en el académico más joven de la historia de tan insigne institución. Un académico, eso si, que ya decía tacos y se tiraba pedos, pero cargado con toda la dignidad que aportaba el cargo, incluso en el efecto estético de su barba de pre-hipster. En 1956, el mismo año de las grandes huelgas estudiantiles de Madrid, había fundado en Mallorca la revista “Papeles de Son Armadans”, con José Manuel Caballero Bonald como secretario de redacción, sobre la que hay coincidencia universal en considerarla la primera publicación regular española que tendió un puente entre la literatura española del interior y la del exilio, publicando en sus páginas textos de los entonces malditos Rafael Alberti, Max Aub, Emilio Prados, Luis Cernuda, Américo Castro, Manuel Altolaguirre y muchos otros. Una valentía que la historia debe agradecer al futuro Nobel.
Sin
embargo, Cela tenía también un lado oscuro, que entonces no era públicamente
conocido, pero sobre el que seguro que sabían quienes le conocían de antiguo y
que, en cualquier caso debía ser un rumor persistente en los mentideros
culturales madrileños. Rumores que el tiempo y los documentos confirmarían
plenamente.
Todo el mundo sabía que, pese a sus proclamas de progresismo y disidencia, el escritor firmaba con cierta frecuencia en los periódicos del régimen artículos de afirmación y loa de los principios franquistas. Ese mismo año, por poner sólo un ejemplo que sus compañeros debían tener bien presente, había publicado una violenta diatriba contra el antiespañolismo de los italianos que habían recopilado y publicado el “Cancionero de la Nueva Resistencia Española”, algunas de cuyas canciones van enlazadas en este trabajo. Menos conocido, aunque no ignorado del todo, debía ser su ofrecimiento en 1937 al ejército franquista para formar parte de sus servicios de información, que fue rechazado por ser el peticionario menor de edad, o su trabajo como censor oficial en los primeros años cuarenta. Pero, al fin y al cabo, no se trataba de pecados mayores, debían pensar quienes le ofrecían firmar tal o cual documento. Aquello eran inconsciencias de juventud que bien podían haber cambiado con el tiempo, máxime considerando la censura que habían sufrido algunas de sus propias novelas y la buena disposición del novelista a suscribir las cartas que se le habían presentado anteriormente. Lo que no sabían quienes confiaban en él era que su actuación durante aquellas protestas intelectuales de 1963 le llevarían a situarse en el nivel más bajo al que pueden caer los servidores de una dictadura: el de chivato, delator y confidente.
Todo el mundo sabía que, pese a sus proclamas de progresismo y disidencia, el escritor firmaba con cierta frecuencia en los periódicos del régimen artículos de afirmación y loa de los principios franquistas. Ese mismo año, por poner sólo un ejemplo que sus compañeros debían tener bien presente, había publicado una violenta diatriba contra el antiespañolismo de los italianos que habían recopilado y publicado el “Cancionero de la Nueva Resistencia Española”, algunas de cuyas canciones van enlazadas en este trabajo. Menos conocido, aunque no ignorado del todo, debía ser su ofrecimiento en 1937 al ejército franquista para formar parte de sus servicios de información, que fue rechazado por ser el peticionario menor de edad, o su trabajo como censor oficial en los primeros años cuarenta. Pero, al fin y al cabo, no se trataba de pecados mayores, debían pensar quienes le ofrecían firmar tal o cual documento. Aquello eran inconsciencias de juventud que bien podían haber cambiado con el tiempo, máxime considerando la censura que habían sufrido algunas de sus propias novelas y la buena disposición del novelista a suscribir las cartas que se le habían presentado anteriormente. Lo que no sabían quienes confiaban en él era que su actuación durante aquellas protestas intelectuales de 1963 le llevarían a situarse en el nivel más bajo al que pueden caer los servidores de una dictadura: el de chivato, delator y confidente.
En
medio de toda la polvareda política levantada por las huelgas, la primera carta
de los intelectuales y la respuesta de Fraga a Bergamín, tuvo lugar en el Hotel
Suecia de Madrid, durante la semana de mediados de octubre, un “Seminario internacional sobre realismo y
realidad en la literatura contemporáneo”, que organizado por el Instituto
Francés y el Club de Amigos de la Unesco de Madrid reunió a una buena cantidad
de autores extranjeros, y, ni que decirlo hay, a la plana mayor de la
literatura española del momento. La reunión fue movida, incluido un agrio
enfrentamiento entre Bergamín, que debía pronunciar una conferencia que
finalmente se retiró, y López Aranguren, director del seminario, que la
impidió.
Amparo Gastón,
Gabriel Celaya, Alfonso Sastre
y José Manuel Caballero Bonald
|
Durante
la búsqueda de documentación para su libro “Disidencia
y subversión; la lucha del régimen franquista por su supervivencia (1960-1975)”[21],
publicado en 2004, el historiador Pere Ysás encontró en el Archivo Histórico de
Alcalá de Henares un viejo documento que viene a aclarar alguna de las idas y
venidas de Cela en aquellas fechas y por este motivo. Se trataba de un informe
dirigido al ministro de Información y Turismo realizado por su Director General
de Información, un cargo que Ysás no identifica pero que bien podría haber sido
Carlos Robles Piquer, que ocupó ese cargo bajo el mandato de Fraga, quien
además era su cuñado. Otro personaje que pasó de la dictadura a la democracia
como un nadador en aguas turbias.
En
su escrito, el director de información trasladaba al ministro que había
mantenido un encuentro con Cela en el que éste le había informado de la reunión
de intelectuales del Hotel Suecia y de sus intenciones de escribir una segunda
carta de protesta. El documento ministerial está fechado el 17 de octubre, lo
que viene a decir que el novelista se dio prisa en chivarse, pues si bien no consta
la fecha exacta en que se celebró la reunión de intelectuales, el Seminario al
que asistían tuvo lugar entre el 14 y el 20 de octubre, lo que deja pocos días
disponibles.
No
contento con contar lo que pensaban hacer sus compañeros, el escritor se permitió
ofrecer consejos sobre como solucionar la situación de rechazo al régimen que
se detectaba en el mundo cultural. Según contaba el Director General al
Ministro, Cela consideraba que buena parte de aquellos abajofirmantes habituales, entre los que, no se olvide, había
estado él mismo, eran “perfectamente
recuperables”, y al parecer citó en ese categoría los nombres de
Aleixandre, Bergamín, Buero Vallejo, Celaya y Laín Entralgo, por quien sugirió
empezar la labor redentora, ya que el exrector de la universidad madrileña
tenía un carácter “más débil” que los
otros. No tenía buen olfato el escritor respecto a detectar lealtades, virtud
que, a tenor de los hechos, le debía resultar lejana.
La
solución que al parecer aportaba Cela para terminar con aquella sublevación de
la cultura era sencilla: “sea mediante
estímulos consistentes en la publicación de sus obras, sea mediante sobornos”.
Táctica que se debía llevar a la práctica montando “un sistema para estimular a estos escritores”, que bien podría
consistir en fundar “una editorial
privada o entendiéndose con una ya existente”. Es decir, había venido a
transmitir el escritor al ministro a través de su subordinado, sólo se trataba
de alentar la vanidad, y el patrimonio de los escritores e intelectuales díscolos
mediante el simple soborno. A él le debió parecer una idea lógica y
prácticamente irresistible si es que se llegó a intentar llevar a cabo. Ninguno
de los citados en el informe, ni prácticamente ninguno de los intelectuales abajofirmantes, se arrepintieron de su
antifranquismo ni siquiera muerto Franco.
Pero
siendo estas labores de chivato y confidente significativas en sí mismas,
todavía hay en aquel informe de marras un dato aún más duro, que convierte al
futuro multigalardonado escritor y marques de Iria Flavia en un simple delator
policial. De acuerdo a lo que el director general escribió al ministro, Cela
habría delatado que 42 de los 102 firmantes del documento eran comunistas, una
acusación ciertamente peligrosa en aquellos momentos pero tampoco demasiado
novedosas, pues ya tenía el régimen a sus sociales para saber de que pie
cojeaba cada uno. No consta que el escritor diera los nombres concretos de
tantos rojos, aunque teniendo en cuenta el tono confidencial y de confianza
mutua que se detecta que tuvo la conversación no resultaría extraño que alguno
que otro saliera a relucir, por mucho que el director general los callara en su
informe. Hay que decir, no obstante, que Cela no marró demasiado en su
apreciación. Repasados ahora aquellos 102 nombres al exclusivo uso de mi
memoria personal, encuentro alrededor de 35 de los que se pueda decir con justeza
que en aquellos momentos fueran militantes o simpatizantes comunistas.
Tampoco
es que la denuncia y las apreciaciones de Cela resultaran demasiado novedosas
ni aportaran mucho a los archivos policiales, pues resultaba difícil ocultar
por mucho tiempo la gestación de una carta de protesta, que obligatoriamente
debía circular casi públicamente durante el proceso de firma, y la Brigada
Político Social tenía medios más que sobrados para saber de qué pie cojeaba
cada uno de los firmantes. Sin embargo, la anécdota, que es mucho más que una
simple anécdota, viene a dejar patente el que quizá fuera uno de los rasgos de
personalidad más acusados de Camilo José Cela: su ubicuidad y oportunismo
ideológicos, su egoísmo esencial y su capacidad para estar al mismo tiempo con
Dios y el Diablo, siempre según aconsejara su propio beneficio. No extraña que
al escribirían Gibson su irregular estudio-biografía sobre el Nobel lo titulara
“Cela, el
hombre que quiso ganar”[22].
Paco Ibáñez. “España en marcha”
Estallido de solidaridad
La
barbarie de los hechos denunciados en las cartas de los intelectuales, y su
valor al denunciarlos, avivado el fuego por las respuestas de Fraga y la
persecución de los firmantes, produjo un estallido de apoyo y solidaridad que
recorrió el mundo entero. Y no es una exageración.
Ya
a medidos de octubre, después de las presiones de Fraga a Bergamín y en
paralelo a la gestación de los segunda carta de los intelectuales, 46 escritores, artistas y pensadores españoles residentes en el extranjero, no
todos exiliados de la guerra civil, sino también emigrados posteriores, se
solidarizaban con los 102 firmantes iniciales, para entonces ya 101, y se
negaban a aceptar…
“las tendenciosas y falaces explicaciones
dadas por el Ministro de Información y Turismo en forma de carta dirigida a uno
de los firmantes y llaman una vez más la atención sobre la absoluta falta de
objetividad y de decoro que reviste la información en España, impidiendo que
los españoles puedan conocer hechos de suma gravedad y violando constantemente
uno de los derechos humanos fundamentales.”
Rafael Arberti y María Teresa León |
Pau Casals |
“Obrando como lo hacen y recordando
firmemente a un ministro que "ninguna autoridad gubernativa se halla
autorizada para fijar las normas que han de regir los deberes del intelectual
con respecto a la conciencia pública", los escritores, universitarios,
científicos y artistas españoles mantienen una exigencia fundamental y
contribuyen a salvaguardar, no sólo para ellos mismos y dentro de los límites
de España, sino para todos y para todos los países, algunas de las condiciones
sin las que no existiría futuro alguno para una palabra justa y
verdadera."
A
lo largo de aquel otoño se solidarizaron con los intelectuales españoles más de
200 colegas europeos y americanos. No es cosa de poner el nombre de todos. En
primer lugar porque no he encontrado los listados completos, y en segundo
porque muchos de aquellos firmantes poco dirían hoy a los posibles lectores.
Sin embargo, creo que merece la pena recordar a algunos de los que, siendo
nombres fundamentales de la cultura del siglo XX, participaron con sus firmas
en aquella batalla tan lejana a ellos: Marguerite Duras, André Bretón,
Christiane Rochefort, Jean Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Jean Luis Trintignan, Simone Signoret, Natalie Sarraute, Alain
Resnais, Louis Aragón, Arthur Miller, Sydney Hook, Dwight MacDonald, J.B.
Priestley, Julian Huxley, Peter Shaffer, Arnold Wesker… O el excelente actor
británico James Robertson Justice, que al momento de comprobar me entero que,
además de poner su buen hacer interpretativo en docenas de películas, fue, en
dos ocasiones, rector de la Universidad de Edimburgo.
Violeta Parra. “Qué dirá el santo
padre”
Testimonio desde la cárcel
A
estas alturas del relato se podría alegar que no resultaba excesivamente
incómodo ni peligroso poner la firma al pie de un manifiesto sentado a una mesa
llena de papeles en un ático del Greenwich Village neoyorkino o del barrio
latino parisiense. No voy a contradecir a quien lo alegue, aunque recordaré que
no por su comodidad el gesto era menos valioso. En cualquier caso, lo que nadie
negará es que todo resultaba mucho más complicado si la protesta llegaba del
fondo de alguna cárcel española.
El
28 de octubre de 1963, casi coincidente con la segunda carta de los
intelectuales, que vio la luz dos días después, 15 presos del penal de Burgos,
pintores, escritores y profesionales varios dirigieron su propia carta a Manuel
Fraga Iribarne a través, como no podía ser de otra forma, del director de la
prisión.
Prisión de Burgos en los años 60 |
Como
es de comprender, no resultaba fácil la vida en un presidio español de
comienzos de los años 60, aunque ya hubieran pasado los momentos represivos más
duros del primer franquismo. La disciplina seguía siendo inflexible, los
funcionarios normalmente crueles y despóticos, las celdas de castigo oscuras y
la hacinación, las deficiencias sanitarias y la escasez alimenticia continuaban
siendo el pan nuestro de cada día. Sin embargo, los presos habían encontrado,
aún en las peores condiciones, la forma de sobrevivir. La convivencia en un
mismo penal de militantes de los mismos partidos, la conciencia de que se
encontraban presos por una lucha justa y la inflexible voluntad de no rendirse
les habían llevado a crear los anticuerpos políticos y organizativos que les
permitieran resistir y seguir luchando, aún encerrados, por las ideas y los
principios cuya defensa les había llevado a la cárcel.
Desde
los primeros momentos del franquismo los presos políticos se habían organizado
en las cárceles, habían publicado su propia prensa clandestina, habían montado
actividades culturales o deportivas y, en definitiva, habían hecho cuanto
habían podido para mantener alta la moral de los encarcelados. 20 años después
aquellos esfuerzos habían cuajado en un auténtico frente propio de lucha
antifranquista. Alrededor de estos años que estamos revisitando algunas
batallas intramuros de los presos tuvieron singular importancia, como la
realizada para eliminar la obligatoriedad de asistir a la Santa Misa, de forma
que quienes fueran ateos o de otras profesiones pudieran dedicar ese tiempo a
cosas más provechosas, que estaba librándose en aquellos precisos momentos y
que había conducido a varios presos a celdas de castigo. O la que la que
reivindicaba su propia condición de “presos políticos”, que la Dictadura les
negaba.
La
misiva era extensa más de cuatro folios de apretadísimos renglones (en la
cárcel había tiempo para pensar y escribir), cuyas denuncias difícilmente
podían ser ignoradas o negadas por Fraga, pues los firmantes conocían bien el
principal tema que abordaban: las propias torturas y maltratos que ellos mismos
habían sufrido de manos policiales tras sus respectivas detenciones.
Agustín Ibarrola, dibujado en Burgos |
Eso
sí, antes de cerrar el tema conviene decir, como en la carta misma se señalaba,
que faltaban en el documento las firmas de tres presos de Burgos relacionados
con el mundo intelectual. Se trataba de Jorge Conill, un anarquista que en la cárcel
había ingresado en el PCE, y los escritores Vidal de Nicolás, poeta que acabaría
presidiendo mucho después el Foro de Ermua, y
Eliseo Bayo, periodista que también había pasado en presidio del anarquismo al
comunismo. No habían podido firmar por la sencilla razón de que en aquellos
momentos se encontraban, junto a otros dos presos, en celdas de castigo, como
consecuencia de su lucha para conseguir la consideración de “presos políticos”,
lo que eran y se les negaba. La ausencia de sus firmas en el documento, y de
eso se habían dado cuenta los que sí lo pudieron suscribir, era de demostración
palpable de la veracidad de sus denuncias.
En
cualquier caso, Fraga ni se dio por enterado. Tan locuaz con Bergamín o
Aranguren, a los presos les dio la callada por respuesta.
Daniel Viglieti. “Me gustan los
estudiantes” (V. Parra)
Suma de oposiciones
¿Qué
había pasado entretanto con las otras oposiciones, aquellas que se habían
reunido en Munich excluyendo a los comunistas? ¿Cómo habían reaccionado ante
las huelgas y las exigencias de los intelectuales los socialistas, católicos,
liberales o falangistas contrarios en diferente medida a la dictadura y
coincidentes en su anticomunismo? Todos los partidos opositores al franquismo,
aún con diferencias en sus objetivos y estrategias, vinieron a coincidir en
apoyar las huelgas e intentar influir en ellas de acuerdo a la implantación que
cada cual tenía entre los mineros, que excepto en el caso de alguna
organización católica y, en menor medida, de la UGT, era prácticamente nula.
También apoyaban la valentía de los intelectuales, aunque ellos no hubieran
firmado los respectivos documentos sino de forma excepcional, caso de
Aranguren, católico declarado, o del dramaturgo Lauro Olmo, socialista de
incorruptible coherencia y honestidad personal y política. Sin embargo, los
distintos grupos de esta oposición liberal prefirieron, en general, expresar su
apoyo con sus propios comunicados, sin participar activamente en la protesta
colectiva. Apoyo sí, protestas sí, pero cada cual marcando su propio
territorio.
Creo
haber destacado más arriba el importante papel que jugaron las organizaciones
obreras católicas en el estallido, la organización y el desarrollo de las
huelgas asturianas de estos años. Sus militantes estuvieron siempre en primera
línea de cada batalla y muchos de ellos hubieron de pagarlo caro. Dos hechos
facilitaron su capacidad de movilización. Ante todo, tanto en el caso de la
HOAC (Hermandad Obrera de Acción Católica) como de la JOC (Juventudes Obreras
Católicas) se trataba de organizaciones legales, que contaban con sus propias
estructuras y que podían reunirse sin mayores restricciones que las
establecidas en el código penal para otras asociaciones oficialmente
registradas. Sus integrantes no corrían ningún peligro represivo por el mero
hecho de formar parte de ellas, lo que no sucedía en el caso de las
organizaciones clandestinas. Por otro lado, no menos importante, su actividad
contaba con una extensa red de locales, difusión y apoyo a través de la propia
infraestructura oficial de la Iglesia, sus parroquias y curas en la zona, que
no sólo ayudaron a los huelguistas, recogiendo dinero para ellos o dándoles
cobijo cuando lo necesitaron, sino que en algunos casos también les incitaron a
la movilización. Por si fuera poco contaban con sus propios medios de
comunicación, boletines locales o semanarios de difusión nacional perfectamente
legales, con los que llegaban a sus muchos afiliados en una importante labor
concienciadora, aún cuando limitada por esa misma legalidad que debían acatar.
Tenían medios y los pusieron todos en aquellas huelgas, saltándose los
legalismos cuando fue necesario, lo que les valió, como a los demás,
detenciones, palizas y encarcelamientos.
Jorge
M. Reverte, en su libro sobre las huelgas del 62 que ya hemos citado, hizo
referencia a varios de estos sacerdotes, modestos curas de aldea, jóvenes de
origen humilde integrados en su comunidad que, apoyados en el “aggiornamento” eclesial provocado ese
mismo año, y continuado los siguientes, por el Concilio Vaticano II,
consideraban que la injusticia social y la explotación del obrero constituían
no sólo pecados, sino, sobre todo, males sociales de los que había que
defenderse y contra los que había que combatir. No en el cielo, sino en la
tierra. Reverte se basó en informes reales de la Guardia Civil sobre los
sacerdotes de 25 parroquias de las cuencas mineras a los que se había
investigado. De uno de ellos, el de la parroquia de Laviana, destacaba el
informe, a más de otras tropelías, que debía 300 pesetas en la panadería del
pueblo como consecuencia de haberlas gastado en comprar pan para los
huelguistas. Del de Brimea, que habiendo participado con los rebeldes en la
guerra ahora se mostraba partidario de Fidel Castro. Y, en fin, del de la
parroquia de Solvay, en Lieres, que además de rojo era mujeriego, o al menos se
le veía en compañía femenina en la playa. A Jesús Fernández Navas, por último,
le costó el destierro atacar desde el púlpito al capitalismo y decir en tan
alto estrado que los ricos no deberían entrar en la iglesia.
Y
es que entre las muchas cosas que estaban cambiando en el franquismo de los
años sesenta también figuraba la actitud de la Iglesia, o al menos de una parte
de sus feligreses y curas, ante la Dictadura.
Víctor Manuel. “Planta 14”
La oposición con crucifijo, Manuel
Jiménez Fernández
El
29 de septiembre de 1963, todavía activas las huelgas y tres días antes de la
primera carta de intelectuales, un grupo de curas vascos dirigió una
comunicación a los padres conciliares, que ese día iniciaban la segunda sesión
del Concilio Caticano II. En ella, aparte de pedir cambios en el Concordato
vigente con España, en la línea de democratizar la elección de las cúpulas
religiosas y suprimir “toda presentación
de Obispos por el poder civil” (proponiendo, pues, una incipiente
separación de la Iglesia y el Estado), realizaban una impecable descripción de
la situación política española y del papel que la propia Iglesia oficial jugaba
en ella. Sólo había que sacar las conclusiones pertinentes para dar fe de que
había surgido un nuevo catolicismo antifranquista.
“La causa principal, aunque no única, del
abismo abierto entre la Iglesia y el pueblo es el hecho de estar la Iglesia, en
España, excesivamente ligada al Estado, por lo que se hace responsable a la
Iglesia de la actuación del régimen. Esta unión, a nuestro juicio, coarta la
libertad de la jerarquía, que guarda un bien significativo silencio ante la
evidente y sistemática violación de la ley natural. He aquí unas cuantas
realidades del Estado español: Sólo se permite el partido oficial y único, al
servicio del Estado. Toda oposición se considera ilegal y es aniquilada. El
sindicato, único, establecido y controlado por el Estado, para su servicio, no
es libre ni representa a las clases trabajadoras. La huelga es declarada ilegal
como principio de gobierno: si se produce es reprimida con dureza. Los derechos
de la persona humana, teóricamente reconocidos por la constitución, no tienen
vigencia ni garantía alguna en la vida ciudadana. No existe Ley de Prensa, a
pesar de que ha sido reiteradamente prometida. Se mantiene una rígida censura;
es monopolio estatal la información. No son reconocidos ni respetados
debidamente los grupos étnicos y minorías nacionales. El atropello de los
derechos del hombre en un régimen no cristiano en nada empaña el nombre y el
prestigio de la Iglesia. Pero cuando sucede en un régimen oficialmente católico
que cuenta con el decidido apoyo de la mayor parte de la jerarquía, la Iglesia
pierde prestigio, el pueblo fiel se aleja y el mundo padece escándalo.”
La
aparición de esta iglesia obrerista y de base, las huelgas de aquellos años y,
sobre todo, la rebelión de los intelectuales permitieron al fin la
cristalización de un frente estrictamente político de intelectuales católicos
que al fin se enfrentaron al régimen directa y colectivamente. El 15 de
noviembre de 1963, 30 personalidades de la universidad, la intelectualidad y la
política dirigieron a Manuel Fraga Iribarne (como se puede comprobar el “Doctor
No” de esta historia) una carta que suponía la aparición pública en la escena
antifranquista de una fuerza equiparable a las democracias cristianas europeas,
aún en germen organizativo, que habría de dar mucha caña política al régimen en
los años sucesivos (Recuérdese, por ejemplo, el papel desempeñado por la
revista “Cuadernos para el Diálogo”,
fundada ese mismo años por Joaquín Ruiz-Gimenez, otro democristiano que incluso
había sido Ministro de Educación, cargo del que fue expulsado por su tolerancia
con los huelguistas universitarios de 1956).
El
texto de aquella carta democristiana, que encuentro en la revista "Ibérica", la
publicación sobre política y cultura española editada y dirigida en Nueva York
la jurista y exdiputada republicana Victoria Kent, constituye toda una solemne
declaración de ruptura de relaciones. Comenzaba por reconocer que los
firmantes, que se autodeclaraban “cristianos”,
habían pensado hasta entonces que las reformas que necesitaba el régimen, “la liberalización de las de las
instituciones y de las formas de Gobierno”, podían llegar desde dentro del
propio Gobierno, pero que ya habían “transcurrido
bastantes meses y creemos percibir en lo esencial una situación de inmovilismo”.
Hasta aquí hemos llegado, venían a decir, lo que siga será otra historia.
La
gota que había colmado el vaso parecía ser la respuesta de la Dictadura a las
huelgas y las protestas de intelectuales. Denunciaban las informaciones
oficiales sobre lo que llamaban “alteraciones
laborales”, que calificaban de “incoherentes,
con lapsus alarmantes, tergiversaciones, referencias vagas…”. Criticaban duramente
los ataques de Fraga a los firmantes de las cartas de protesta, especialmente a
Bergamín, aunque no le citaban, y ponían en duda las explicaciones sobre las
torturas dadas por el ministro. Reivindicaban el derecho, y la obligación del
intelectual, “incluso del sacerdote”,
a implicarse en la vida política del país, “al
no existir cauces constitucionales propios de una sociedad ya avanzada”, y
acababan con una reflexión que era una definición de intenciones, casi un
programa político en aquellos momentos:
“El ser comparsa del que manda es para el
intelectual, para el joven y para todo hombre ibérico más depresivo que el ser
consolador del que sufre persecución social, política e incluso económica”.
De
los 30 firmantes, Ibérica tan sólo publicó cinco, pero son suficientes para
comprender el alcance político del conjunto. Entre esos pocos nombres figuraban
dos catedráticos universitarios. Mariano Aguilar Navarro, de Madrid, que a poco
sería separado durante dos años de su cátedra por apoyar las grandes huelgas de
estudiantes de 1965 -- hechos que les valieron la expulsión definitiva a López
Aranguren, Tierno Galván, Montero Díaz y García Calvo--, y que con el tiempo se
convertiría en senador socialista. El otro impartía clases en la facultad de
Derecho de Barcelona y en el futuro democrático habría de jugar un papel
político importante. Se llamaba Manuel Jiménez de Parga y tras la muerte de
Franco llegaría a ser rector universitario, diputado, Ministro de Trabajo,
Consejero de Estado y miembro del Tribunal Constitucional, todo ello en las
filas de UCD. También estaban entre aquellas cinco primeras líneas los
presidentes de los colegios de abogados de Barcelona, Federico Roda Ventura, y
Mallorca, Félix Pons Marqués.
Manuel Jiménez Fernández |
Nacido
en 1896, Jiménez Fernández era ya una persona de 67 años, un señor mayor para
los tiempos en que andamos, y desde muy joven había dado muestras de su intensa
vocación política, siempre compaginada con la vocación docente y universitaria,
desarrollada brillantemente desde que en 1934 ocupara la Cátedra sevillana de
Derecho Canónico.
Durante
la República había sido concejal del ayuntamiento sevillano y posteriormente
diputado en dos legislaturas. Situado en el ala más liberal de la CEDA
(Confederación Española de Derechas Autónomas), que presidía Gil Robles, había
estado al frente del Ministerio de Agricultura entre 1934 y 1935, durante el
bienio negro republicano del gobierno derechista presidido por Alejandro
Lerroux, el conocidísimo “Emperador del
Paralelo”. En esta etapa había sido objetivo de varios atentados violentos,
que por fortuna fracasaron.
Finalmente dimitió del cargo al no poder llevar a cabo la moderada reforma que pretendía aplicar a la muy progresista Ley de Reforma Agraria aprobada en 1932, en plena euforia republicana. Los que se lo impidieron no fueron los diputados de izquierda, que en cualquier caso hubieran estado en contra, sino sus propios correligionarios más derechistas que proponían no ya una reforma radical de tan importante Ley, sino su práctica derogación. Medida que al final acabaron imponiendo. Pese a todo, Jiménez Fernández siguió de Vicepresidente de las Cortes y en las elecciones de 1936, que ganó el Frente Popular, volvió a ser elegido diputado de la CEDA por Segovia.
Finalmente dimitió del cargo al no poder llevar a cabo la moderada reforma que pretendía aplicar a la muy progresista Ley de Reforma Agraria aprobada en 1932, en plena euforia republicana. Los que se lo impidieron no fueron los diputados de izquierda, que en cualquier caso hubieran estado en contra, sino sus propios correligionarios más derechistas que proponían no ya una reforma radical de tan importante Ley, sino su práctica derogación. Medida que al final acabaron imponiendo. Pese a todo, Jiménez Fernández siguió de Vicepresidente de las Cortes y en las elecciones de 1936, que ganó el Frente Popular, volvió a ser elegido diputado de la CEDA por Segovia.
El
18 de julio de 1936 pilló a Jiménez Fernández en Sevilla como era natural, pues
allí vivía. No había participado en los preparativos del golpe, aunque por el
ambiente en que se movía debía tener noticia de lo que se venía, pero cuando
llegó reaccionó con extraordinaria valentía y coherencia. Pese a su adscripción
clara al terreno de la derecha política, aún en su facción más moderada, el
catedrático de derecho canónico, asistente diario a misa, no pudo hacer sino
plegarse a la situación de hecho que el golpe, tan prontamente triunfante en
Sevilla, planteaba. Jiménez Fernández quedó instalado en el Régimen como una
consecuencia natural de su vida pasada, pero jamás realizó la menor alabanza,
loa o hagiografía, ni del golpe militar ni de los militares que lo habían
protagonizado. Al menos que a mi me conste.
Pese a los buenos servicios ofrecidos en el pasado por
Jiménez Fernández, aquella actitud de distanciamiento con la sublevación debió
provocar desconfianza y resentimiento por parte de los alzados. Tanto es así,
que inmediatamente fue sometido a un expediente disciplinario, se le incautaron
sus bienes de fortuna y se le desterró a 100 kilómetros de su habitual residencia sevillana, a Chipiona. Así, en principio, no parecía un mal sitio para esperar el
fin de la guerra aquella hermosísima localidad gaditana, a la sazón un pequeño puerto de pescadores aún
sin descubrir por el turismo internacional. Sin duda hubiera sido aquel un lugar
agradable para esperar la escampada, de no haber sido por la irrupción en escena de los falangistas chipioneros, a cuyos ojos la tibieza del catedrático le convertía en un enemigo declarado de La Patria, que desataron contra él una intensa campaña de insidias, desprecios e incluso amenazas de muerte.
Fue una dramática situación en aquellos años de confusión y terror que bien le pudo costar caro al catedrático de derecho canónico. Al parecer, solo pudo salir de ella gracias a la intercesión directa a su favor del mismísimo general Gonzalo Queipo de Llano, procónsul franquista
en la zona con poder omnímodo y cruel sobre toda Andalucía, a más de jacarandoso
locutor radiofónico, al que Rafael Alberti había dedicado unos memorables versos del género insultante.
Queipo de Llano |
“¿Atención! Radio Sevilla.
Queipo de Llano es quien habla.
Who I Am OJOS, que Yo Soy gargajea
Quien rebuzna a cuatro patas (…).”
Manuel
Jiménez Fernández no volvió a ocupar nunca más cargos políticos
institucionales. Se centró en su Cátedra, de la que no fue desposeído, en la
práctica privada de la abogacia y en intentar cambiar la dictadura desde
dentro. Hasta que comprendió que era una misión imposible.
En
1934, en un discurso ante las cortes como Ministro de agricultura pronuncio
unas frases que reproducidas ahora no pueden dejar de resumir lo que constituyó
su ideario político fundamental durante toda su vida.
"No puedo olvidar que soy catedrático
de Derecho Canónico y tengo el concepto canónico de la propiedad. O sea que,
como toda propiedad tiene que basarse sobre el concepto de que los bienes se
nos han dado como medio para subvenir a la naturaleza humana, todo el uso de
los bienes que excede de lo preciso para cubrir estas necesidades para las que
la propiedad fue creada puede ser abusivo, y lo es ciertamente cuando éste
coincide con un estado de extrema necesidad de otros hermanos nuestros".
Esos
simples principios básicos de una cierta justicia social eran los que Jiménez
Fernández comprobaba cada día que no se cumplían en la España franquista, en la
que, además, veía que en esos días de 1963 se seguían aplicando “Unos procedimientos políticos que
sinceramente hubiéramos querido ver borrados para siempre”, según
denunciaban en su carta, aludiendo al “tono
discriminatorio y partidista de otras épocas”. Aunque las diferencias
venían de lejos y ya las habían explicitado en otras ocasiones (la más
importante de ellas en la reunión de Munich del año anterior), en este momento
tomaban carta de naturaleza pública, y colectiva, al hilo de las huelgas
mineras y la solidaridad intelectual con ellas.
Pero
tanto el catedrático sevillano como sus compañeros eran personas de orden,
educadas y leales, y en el último párrafo le ofrecían a Fraga una posible
salida airosa de la situación. Los firmantes mantendrían durante un tiempo el
carácter privado de la carta hasta que el ministro les comunicara su actitud al
respecto. El documento se entregó el 15 de noviembre. Transcurrido un mes sin
que Fraga diera señal de haberla recibido, los firmantes la dieron a la
publicidad. Una ruptura de relaciones en toda regla.
Soledad Bravo (Venezuela). “La
paloma”
El apoyo anticomunista del PSOE
Con
la victoria franquista de 1939, fueron multitud los socialistas que hubieron de
pagar con la vida, con muchos años de cárcel y aún más de exilio su fidelidad a
La República. La forma en que acabó la contienda, de nuevo con una mini-guerra
interna entre los partidarios de seguir luchando, aún a la desesperada (los
comunistas y una parte del socialismo, representada por Juan Negrín, Jefe del
Gobierno, y otras fuerzas republicanas), o de acabar cuanto antes con una
rendición a Franco (el sector mayoritario del PSOE, encabezado por Julián
Besteiro e Indalecio Prieto, y buena parte del anarquismo ibérico), no hizo
sino enconar las viejas rencillas, y la postguerra mundial, en la medida en que
se impuso la lógica geopolítica de la Guerra Fría, no sólo no sirvió para
cicatrizar heridas sino que por el contrario, para emponzoñarlas.
Rodolfo Llopis |
1944. Toulouse. Ejecutivas de PSOE y UGT |
Había
muchos socialistas en la España de Franco, como no podía ser de otra manera,
pero según todos los datos crecían de los elementos necesarios, políticos y
organizativos, que les permitieran ejercer una resistencia prolongada y
constante al franquismo. Los no muy numerosos grupos de socialistas que habían
conseguido reorganizarse tras la guerra y las cárceles, debían enfrentarse a
las dificultades de comunicación entre ellos y al práctico aislamiento de la
dirección de Toulouse, con la excepción de la lectura esporádica de "El
Socialista" o los viajes a Francia de algún militante del interior. Ese era el
caso, seguramente, de los socialistas que, encuadrados oficialmente o no en el
PSOE y la UGT, participaron en las huelgas mineras asturianas aún a costa de
detenciones y apaleamientos.
Me
ha resultado un interesante ejercicio de cotilleo histórico leer los ejemplares
de El Socialista de aquellas fechas,
que por suerte para cualquiera están disponibles en Internet. El Socialista, que a veces aparecía como
Le Socialiste, era un semanario por
todo lo alto, con ocho páginas de apretado texto que ofrecían noticias de
España, pero, sobre todo, artículos sobre la situación internacional, actividad
del partido en el exterior y, muy a menudo, largos análisis culturales,
políticos o históricos. Aunque lo
dirigía oficialmente un francés, Georges Brutelles, se editaba pulcramente en
París e incluía indistintamente artículos en francés y castellano, se trataba
del órgano oficial del PSOE y de Rodolfo Llopis, que lo controlaba
directamente.
El Socialista escribió cumplidamente sobre las huelgas asturianas
y, algo menos, sobre la solidaridad intelectual que provocaron. Defendió, apoyó
e impulsó las movilizaciones y sus reivindicaciones y denunció sin sombra de
duda la represión ejercida contra los huelguistas. Sin embargo, tras expresar
en estos escritos la solidaridad correspondiente y como en un ejercicio de
contrapeso, sus redactores no dejaban de sacar a colación a los comunistas. Y
no precisamente para regalarles flores por su participación en las huelgas.
“Por otra parte, no podemos olvidar las múltiples
traiciones comunistas a la democracia española durante y después de la guerra
civil. Además, la importancia y el volumen cada vez mayores de los intercambios
culturales, comerciales y otros de los países comunistas con la España actual
son la mejor prueba de su duplicidad. Es evidente que la existencia del
totalitarismo franquista favorece el totalitarismo que los comunistas esperan
implantar en España; de ello los demócratas españoles son perfectamente conscientes”.
Valdría
entender que se trataba de un documento conjunto de las dos organizaciones
sindicales anticomunistas mundiales, surgidas al hilo de la guerra fría para
contrarrestar la poderosa influencia entre la clase obrera europea de los
fuertes sindicatos comunistas salidos de la guerra antinazi. Considerado así, "El Socialista" se limitaba, en
realidad, a reproducirlo en lo que podría haber sido un simple
ejercicio de objetividad periodística, lo que daría por finalizada esta
historia. Sin embargo, el tema se repite insistentemente también en los artículos que
pretenden ser simplemente informativos. En el mismo número, un suelto titulado
simplemente “Las huelgas de los mineros
asturianos”, firmado con las iniciales I. S. I., da una vuelta de rosca más
al tema:
“YA SURGIERON LOS COMUNISTAS
Para que la huelga asturiana alcance todo el
grado de impopularidad nacional e internacional que el régimen necesita, ya
aparecieron los consabidos comunistas. Ya hay comunistas en las cárceles. El
hecho de que la propaganda impresa invitando a manifestarse por una serie de
reivindicaciones fuera firmada por la UGT-CIOSL llenó de confusión y de
despecho a los corchetes de la Dirección General de Seguridad. Había que tener
un testimonio que permitiera endosar la huelga, si no totalmente, en parte, a
los comunistas. Ya sea porque los comunistas lo hayan hecho o porque los
falsarios del régimen lo hayan inventado, lo cierto es que aparecieron los
testimonios necesarios, y de impronta comunista, para justificar el
encarcelamiento a los que colgaron el sambenito de bolcheviques. Los verdaderos iniciadores del movimiento,
como no podían ser calificados de comunistas, se les tildó de “revoltosos”,
después de “socialistas-marxistas”. Lo de socialistas a secas no le convenía al
régimen y el aditamento de marxistas en la prosa franquista equivale a
comunistas. Así, pues, ya lo saben los lectores. La
magia de la prensa caudillil, una vez más, intenta mistificar y engañar,
conturbando el espíritu timorato de la burguesía española para que vea buitres
donde no hay más que blancas palomas o tremebundos bolcheviques donde no hay
más que pacíficos huelguistas”
La
cosa no parecía tener dudas para el desconocido cronista. Las masivas
detenciones de comunistas durante aquellos hechos no respondían a su real participación
en las huelgas, sino, en realidad, a una oscura táctica policial, quién sabe si
con la mismísima complicidad de los propios detenidos y torturados, de
ningunear a los verdaderos movilizadores de las huelgas, que no eran sino el
PSOE y la UGT. Por eso, cuando se les detenía no se les identificaba públicamente
como tales socialistas, sino bajo el malévolo apelativo de “socialistas-marxistas”, nombre, decía el
redactor, que los asimilaba a los nefandos comunistas. Infalible resulta el
último párrafo en su elevación a metáfora de la realidad política del momento,
con esas blancas palomas que son los huelguistas y ellos mismos enfrentadas a
los buitres del comunismo internacional. A su favor queda, para mi gusto, ese
lenguaje ya anacrónico que sin embargo retrata toda una época con palabras tan
hermosas y sonoras como “corchetes”,
“falsarios”, “sambenito”, “aditamento”
o “conturbando”.
Resulta
sumamente llamativa la insistencia con que los redactores de El Socialista volvían una y otra vez al
mismo argumento, calcado de uno a otro escrito. A los comunistas se les detenía
para demonizar la huelga; a ellos, en cambio, se les silenciaba para anularlos.
El Socialista, 29 de Agosto de 1963,
artículo informativo, cuarto párrafo:
“…Así van cazando a los trabajadores
acusados de ser los faustos de la huelga. Para que la tramoya de la represión
tenga justificación ante la opinión timorata de España y el mundo ya tiene la
policía a los ocho comunistas que era menester. Los otros detenidos, para que
nadie se apiade de ellos, no son simples sindicalistas de la UGT o del Partido
Socialista. Quiá, se trata de otra cosa muy mala, son gente ‘conocida por sus
ideas de extrema izquierda’ o de ‘socialistas-marxistas’.”
Lo
firmaba José Barreiro, veterano militante asturiano que en octubre de 1934 se
había sublevado junto con sus compañeros mineros, aunque él era maestro, contra
el gobierno reaccionario del Bienio Negro, lo que le había llevado a la cárcel
hasta el triunfo del Frente Popular en febrero de 1936. En 1939 se había
exiliado en Francia y en aquellos momentos pertenecía a la Comisión Ejecutiva
del PSOE.
El
10 de octubre El Socialista público íntegra la carta de los 102, incluida la
nómina completa de los firmantes, a los que alude como “muy calificados intelectuales españoles”. El breve texto no es
tanto un análisis político de la carta y las huelgas que la motivaron como una
alta valoración moral del acto de dignidad realizado por mineros e
intelectuales. Su propio título así lo indica: “Es caso de dignidad”, Pese a mostrar un claro apoyo y respeto a los
firmantes, en el último párrafo aparece un cierto retintín hacia ellos, como si parecieran recriminarles que llegaran tarde al antifranquismo:
“En fin, bien está como comienzo que –ya que
no iniciadores-- los intelectuales españoles se decidan a solidarizarse con
quienes a tan duro precio toman sobre sí la empresa de luchar por la dignidad
contra las indignidades del régimen del Caudillo.”
No
es de extrañar que esta visión tan lejana, geográfica y políticamente, de lo que
sucedía en España contrastara y hasta llegara a enfrentarse con la realidad que
a diario veían, y compartían, los socialistas del interior. Precisamente en
esos primeros años sesenta estaban empezando a tomar cuerpo los primeros
intentos de reconstrucción del PSOE dentro de España. Los estaban llevando a
cabo, en su mayor parte, militantes jóvenes y de origen básicamente
universitario, niños en la guerra o nacidos ya tras ella. Al frente estaba
Antonio Amat Maíz, Guridi, un nombre
en el que merece la pena detenerse pues se trata de un personaje casi mítico
del socialista hispano y de la lucha antifranquista, clave en los años de
referencia.
Canción del Pueblo. “No nos
moverán”
Antonio Amat, la esperanza socialista del
interior
Antonio Amat |
También
debió ser una mezcla de conciencia política y espíritu aventurero lo que le
llevó a organizar en 1943 un grupo de jóvenes que pretendía llegar hasta
Francia para unirse a la resistencia antinazi. Los detuvieron en Lekeitio,
cuando intentaban subir a la barca que había de llevarles hasta las costas francesas.
El intento le costó a Amat seis años de cárcel y uno de destierro en Huesca.
Tras regresar a Vitoria en 1950 sería encargado por la dirección en el exilio
de la reconstrucción del PSOE en el interior, labor complicada a la que puso
manos a la obra con total dedicación y en constante peligro hasta que volvió a
ser detenido tres años después.
Debieron
ser años vertiginosos para Amat, que comenzó su labor de recuperación por su
entorno vasco, en el que pronto contaría con la colaboración de socialistas
veteranos, como Ramón Rubial, que le había acompañado en aquello aventura
francesa y que también había pagado por ello y que con el tiempo presidiría en
PSOE de la democracia, o más jóvenes, como Nicolás Redondo, futuro secretario
general de UGT, extendiéndose luego a Asturias, Madrid, Cataluña o Andalucía,
territorios que cita expresamente su biografía y que no por casualidad eran
aquellos en los que el PSOE y la UGT habían tenido mayor presencia durante La
República. La labor tuvo que ser inmensa. Localizar a los viejos compañeros
aislados, muchos de ellos desde hacía ya muchos años, o a los pequeños grupos
que se habían ido juntando por su cuenta, organizarlos y comunicarlos entre si,
y a todos con él y sus camaradas de la dirección, poner en marcha los aparatos
de propaganda o financiación, definir y comunicar la política a seguir,
debieron suponer cientos y cientos de citas y reuniones clandestinas, viajes,
contactos y conversaciones hasta cerrarse los ojos de cansancio. Se cuenta que
a muchas de aquellas reuniones acudía en bicicleta, lo que le valió el
sobrenombre clandestino de “El ciclista”,
uno más de los varios que tuvo.
En
1953 volvió a ser detenido junto a su compañero de dirección del PSOE Tomás
Centeno, que murió en comisaría. Esta vez estuvo poco encarcelado, y a la
salida regresó a las tareas organizativas y políticas, que no se redujeron al
mundo obrero socialista sino que se ampliaron a otros ámbitos, como la
universidad, esencialmente, y a otras fuerzas de oposición, desde Ridruejo a Tierno
Galván, incluidos contactos los comunistas, llegando a entrevistarse con el
clandestino Federico Sánchez.
No
obstante, quizás el mejor logro organizativo de Antonio Amat fue conseguir la
incorporación al PSOE de un importante grupo de jóvenes intelectuales y
universitarios que, por no estar lastrados por el peso del pasado, abrían el
partido con su llegada a un mayor enraizamiento en la realidad española. Alguno
procedía directamente del comunismo, como el ya citado Enrique Mújica, que tras
su paso por la cárcel había cambiado de partido. Otros se movían en el campo
obrero, tal que Nicolás Redondo, pero la mayoría habían batido sus primeras
armas políticas, y habían sufrido sus primeras cárceles, en las filas de la
ASU, la Asociación Socialista Universitaria que tanto había luchado en 1956 en
aquellas huelgas de los estudiantes madrileños que ya han salido por aquí en su
momento, y que en su mayor parte tuvieron largas y provechosas carreras
políticas en la democracia. Se llamaban, por ejemplo, Miguel Sánchez Mazas,
Juan Manuel Kindelán, Francisco Bustelo, Luis Solana, Mariano Rubio, Luis Gómez
Llorente o Miguel Boyer.
También figuraba en ese grupo el psiquiatra y
novelista Luis Martín Santos, que en 1961 publicaría esa obra magna de la
literatura española del siglo XX que es “Tiempo
de Silencio”, y que se había convertido en el más directo colaborador de
Antonio Amat en este periodo reorganizador a que nos referimos.
Luis Martín Santos |
De
todos ellos se valió Amat, en mayor o menor medida, para configurar por primera
vez desde la guerra una dirección del PSOE en el interior nueva, organizada y
cohesionada. Una dirección que pronto exigió a la Ejecutiva del partido no sólo
ocupar en ella el lugar que les correspondía, sino, sobre todo, disponer de
autonomía y capacidad para elaborar sus propias tácticas políticas de la forma
que les aconsejara la realidad que vivían día a día, y no a lo intereses
geoestratégicos de la alta política internacional. Ni que decir tiene que
pronto chocaron con Rodolfo Llopis, sin cuyo consentimiento no se movía una
hoja en el PSOE y que no pudo ver sino con auténticas reservas las aspiraciones
de Amat y su nuevo entorno de volar fuera del nido. Tampoco le debían gustar
mucho a Llopis algunas de las formas de lucha propugnadas por Amat, como la que
este denominaba “táctica antibiótica”,
que incluía la preparación de atentados que, por otro lado, nunca se llevaron a
la práctica.
1959. Antonio Amat y militantes de la ASU y otras
organizaciones con
sus hijos en la cárcel de Carambachel
|
Al
estallar las primeras huelgas mineras de la primavera de 1962 apenas hacía un
año que Amat había sido puesto en libertad. La intensa campaña internacional
por su liberación, coincidente con la que también se estaba produciendo por la
libertad del poeta Marcos Ana, y una entrevista que le hizo para la prensa
italiana la periodista comunista Rossana Rossanda, le había dado una enorme
popularidad y prestigio internacionales, pero también habían cerrado el cerco
policial en torno suyo, lo que sin duda hubo de hacer más difícil la tarea a la
que de nuevo se enfrentó al salir en libertad: volver a poner en pie y a unir
de nuevo lo que había quedado del PSOE
en el interior. Para entonces, Amat ya había sido relevado al frente del
partido en el interior por Ramón Rubial. Unas cosas y otras condujeron a
Antonio Amat a moderar su actividad política. Que pese a todo siguiera en su
sitio da fe de su valor y fidelidad.
Enfermo
de cáncer, Antonio Amat Maíz se suicidó la noche del 19 al 20 de noviembre de
1979 tirándose al mar desde la borda del buque Ciudad de Badajoz en el que
hacía la travesía de Barcelona a Palma de Mallorca. Seguía militando en el
PSOE, aunque se había negado a ocupar ningún cargo, ni orgánico ni
institucional, tras el fin del franquismo. Tampoco había participado en 1972 en
la sublevación anti-Llopis del PSOE del interior encabezada por el grupo
sevillano. Incluso se había negado a competir con Llopis por la Secretaria
General del PSOE en el X Congreso del partido en agosto de 1967, tal y como le
habían propuesto un buen número de amigos y compañeros del interior. Una de
ellas, Josefina Arrillaga, militante entonces del PSOE y su abogada defensora
en el proceso de 1958, recordaría posteriormente aquel momento:
“Venían todos con gran expectación a conocer
al líder, aunque algunos ya le conocían, y pienso que no respondió a esa
expectación. No le culpo a él de eso, porque creo que era más nuestra fantasía,
el afán de combatir al exilio, que nos hizo ver en Antonio a alguien que
encarnase todos nuestros deseos. Los del Labour Party que tanto ayudaron a su
libertad, estaban dispuestos incluso a que Antonio fuese el secretario general
del partido. Pero Antonio Amat ni estaba interesado en ello ni lo había estado
nunca; él era un activista que nunca pensó en dirigir nada...”
Josefina
Arrillaga realizó estas declaraciones al periodista Fernando Jaúregui para su
biografía del político vasco, cuyo sólo título delata ya en si mismo una tesis
histórica de difícil comprobación, como lo es siempre la percepción de lo que
pudo haber sido y no fue: “El hombre que
pudo ser FG: pasión y muerte de Antonio Amat "Guridi" y otros
"malditos" del PSOE”[29]. No
voy a entrar en explicar lo que dice el libro, entre otras cosas porque sólo he
leído de él reseñas y comentarios, pero me resulta atractivo especular un
momento sobre la idea que plantea el título y en la que Jaúregui (y su
colaborador, Manuel Ángel Menéndez) coinciden con otros estudiosos. ¿Qué
hubiera sido del socialismo español, y de la propia España, si el renovador del
PSOE no hubiera sido Felipe González en 1972 sino Antonio Amat varios años
antes?
No
especularé sobre las posibles consecuencias post-franquistas de esa variable
histórica, pues a estas alturas soy ya un convencido de que la inescrutabilidad
de los caminos de la historia es muy superior a la de los propiamente divinos.
Parece evidente, sin embargo, lo que podría haber supuesto el triunfo de las
tesis renovadoras del PSOE del interior en aquellos mismos años en que se
estaban produciendo los hechos. Bastaría para ello con hacer un negativo de las
principales diferencias que separaban a Amat y sus compañeros de las tesis
políticas y organizativas mantenidas por Llopis y la dirección del exilio.
Seguramente el partido del interior hubiera cobrado un peso mayor, tanto en la
lucha antifranquista como en la elaboración de la línea política general.
Probablemente las estrategias de lucha contra la dictadura se hubieran centrado
más en las movilizaciones populares dentro de España que en los contactos, las
presiones o las influencias internacionales. Tal vez UGT hubiera colaborado con
comunistas y otros sindicatos, como había sucedido en las huelgas asturianas, y
no se hubiera producido, o se hubiera aminorado, la confrontación sindical
entre la organización socialista y las nacientes, y después hegemónicas,
Comisiones Obreras, una división que constituyó una lacra para el movimiento
obrero español durante largos años democráticos, aunque con el tiempo haya
terminado, como dice el tango, “en el
mismo lodo todos revolcaos”. A lo mejor no tenía que haber esperado a que
muriera Franco para crear la Platajunta.
Fuera del terreno especulativo, dentro ya de lo comprobable por documentado,
encuentro un suceso que viene a mostrar palpablemente las diferencias
políticas, en concreto sobre la unidad de la oposición a Franco, que
separaban a Antonio Amat de Rodolfo Llopis. Dado que no la he visto reflejada
en ningún texto de los que he consultado (lo que no significa que no esté contada ya) me parece interesante relatarla.
Como
creo que ya ha quedado dicho (porque con ese motivo se firmó un manifiesto de intelectuales al
que ya nos hemos referido), en la tarde del 25 de marzo de 1961, se abrió, en
el Hotel Continental de París, la Conferencia de Europa Occidental por la
Amnistía de los presos políticos españoles. Durante dos días más de 500
delegados de toda Europa y de América discutieron sobre los encarcelados
políticos y elaboraron unas conclusiones pidiendo la amnistía que enviaron a
varios Gobiernos, a las Naciones Unidas e incluso al Papa Juan XIII. La
concurrencia ideológica era sumamente variada. Había desde catedráticos
universitarios, dirigentes religiosos, diplomáticos e intelectuales hasta
líderes sindicales y políticos, democristianos, laboristas británicos y
liberales estadounidenses. También importantes líderes comunistas,
especialmente franceses, encabezados por el mítico Maurice Thorez, todavía
secretario General de PCF pese a estar ya muy enfermo. No resultaba extraña su
presencia, pues la iniciativa de la Conferencia, las cosas como son, había
correspondido a los comunistas españoles, con la colaboración inestimable, por
aquello de las infraestructuras oblilgatorias, de los camaradas franceses.
Había
laboristas británicos, pero no socialistas españoles. Rebuscando en "El
Socialista" de aquellos meses, apenas encuentro referencias al tema, excepto la
reproducción de alguna opinión ajena contraria a la Conferencia. Tan sólo el 16
de marzo publicaron una posición oficial propia, a través de un comunicado
conjunto de las Comisiones Ejecutivas del PSOE y de la UGT, cuyo mero título
resultaba ya clarificador: “Nosotros,
exiliados políticos, no pedimos ni queremos amnistía”. Desde esa
perspectiva, ambas ejecutivas denunciaban la presencia de los comunistas como
primer elemento de rechazo, pues, de acuerdo a su visión, “la intervención de los comunistas quita autoridad a la Conferencia y
no favorece la causa de los presos políticos españoles”.
El PSOE y la UGT, aseguraban que también ellos promovían una campaña por la libertad
de los presos políticos españoles. Una campaña, eso sí, propia y exclusiva, sin
injerencias ni mezclas externas, de acuerdo a las organizaciones que se decía
la estaban llevando adelante: “La
Internacional Socialista, La Confederación Internacional de Organizaciones
Sindicales Libres y la Confederación Internacional de Sindicatos Cristianos”.
El PSOE de Rodolfo Llopis marcaba así su territorio exclusivo.
Creo
que se equivocaba Llopis, sobre todo porque dentro de España aquello de la
unidad contra Franco comenzaba a ser una realidad, pero también porque la
enorme amplitud de las ideologías políticas o religiosas representadas en la
Conferencia y la importante repercusión internacional que podían alcanzar sus
conclusiones eran muchísimo más importante que la posible maldad de sus
inspiradores, estuvieran estos a la luz o en la sombra.
Algo
parecido debió considerar Antonio Amat, que en aquellos momentos llevaba más de
dos años preso y le quedaban apenas unos meses para salir en libertad. El hecho
es que, contraviniendo la política de Llopis, envió personalmente un mensaje de
adhesión a la Conferencia de París. Y, además, no lo hizo sólo, sino junto a
dos de los presos políticos más representativos de los partidos y las
corrientes ideológicas en las que militaban, el democristiano Julio Cerón, que
a la salida de la cárcel montaría el más radical FLP, y el comunista Simón
Sánchez Montero. La nota era breve y se publicó en Mundo Obrero el 1 de Abril
de 1961.
Si
algo se distingue en ella, aparte de la significación de los firmantes, es que
su elaboración no se pudo deber a una idea loca surgida en un aburrido paseo
por el patio del presidio, como algo casual que cuaja. Cada uno de los quienes
la suscribían se encontraba en una cárcel diferente, como se puede comprobar en
la imagen, y ponerles de acuerdo en esas circunstancias para redactar y firmar
un documento con tales implicaciones debió suponer un elaborado juego de
bolillos político en el que no sólo debieron participar ellos tres.
La
adhesión de Amat a la Conferencia “comunista” de París, y además en tan malas
compañías, contravenía por completo las directrices políticas de la dirección
en el exterior del PSOE, que cuando respondió indirectamente lo hizo, a mi
entender, de manera un tanto miserable y, desde luego, sectaria. El 11 de abril
de 1961, casi dos semanas después de la adhesión conjunta de Amat, Sánchez
Montero y Cerón, el Comité de Dirección del PSOE, dio a conocer en Toulouse una
carta dirigida a Amat, y publicada en El Socialista, en la que le expresaban la
admiración del partido por su valor y entrega, le deseaban la pronta liberación
y no olvidaban “los grandes servicios que
has prestado al PSOE, por el que has sacrificado tu libertad”. Más que un
saludo parecía una despedida en la que le agradecieran los servicios prestados.
Lo firmaban todos y cada uno de los 21 miembros del Comité Directivo, desde su
presidente, el histórico Indalecio Prieto, hasta el responsable de las
Juventudes Socialistas, C. Martínez Cobo, pasando, naturalmente por el
Secretario General Rodolfo Llopis.
Como
se puede ver, la directiva socialista de Toulouse se acordó de sus compañeros,
pero su solidaridad acababa en los límites de la propia organización, pues la
resolución ignoraba por completo no sólo a Sánchez Montero y Cerón, sino al
conjunto de los encarcelados que no pertenecían al PSOE.
¿Y
los abajofirmantes socialistas? Pues
bien, gracias. Aquí esperando turno. Repasando un y otra vez las listas de los
documentos de intelectuales de aquellos años, confrontándolos con mi propia
memoria y con los datos que encuentro en la bibliografía de que dispongo o en
Internet, la verdad es que no hay muchos firmantes de los que pueda asegurar
con certeza que en aquellos momentos pertenecieran al PSOE o fueran
ideológicamente afines en sentido estricto y partidario. Los hay,
indudablemente, y nada despreciables en el terreno intelectual, pero se trata
de socialistas peculiares, en complicada relación con la dirección del PSOE en
el exilio, que desatendiendo la estrategia aceptaron participar en una batalla
y suscribir unos documentos cuya procedencia conocían muy bien.
Tal
era el caso, por ejemplo, del ilustre cardiólogo de fama internacional
Francisco Vega Díaz, uno de los 25 firmantes de la primera carta del 62,
discípulo, amigo y colaborador de Juan Negrín y su confidente en los últimos
días de la guerra. En las cartas solidarias desde el exilio nunca faltó la
firma del escritor Max Aub, para mi gusto el mejor novelista de la generación
de La República o del 27 y un socialista de primera hora permanentemente en
tensión con la dirección del partido. Un no-comunista que siempre se negó al
anticomunismo.
En la misma línea, pero residiendo en el Madrid, el
antifranquismo intelectual siempre contó con la presencia, el apoyo y la firma
del dramaturgo y escritor Lauro Olmo, fuera cual fuera la causa defendida o la injusticia
atacada y convocara quien convocara. Socialista veterano ya entonces, siempre
independiente de las respectivas directivas oficiales del partido, Lauro Olmo
fue un hombre de intachable coherencia moral y política al que quizás el tiempo
no le ha hecho justicia, ni personal ni cultural. También es frecuente la firma
de Enrique Tierno Galván, el luego muy mítico alcalde madrileño, que por
aquellas fecha aún ocupaba la cátedra de Derecho Político en la Universidad de
Salamanca, de la que sería expulsado en 1965, y andaba en un proceso de
búsqueda de identidad política que le llevaría a una breve militancia en el
PSOE, a disentir profundamente con la política y la figura de Rodolfo Llopis y
a ser expulsado expulsado inmediatamente. Aún no había llegado el momento del
Partido Socialista Popular y su regreso a la casa madre.
Lauro Olmo |
Llama
poderosamente la atención en estas cartas y documentos la falta de las firmas o
adhesiones de los que en aquel momento se podrían considerar los verdaderos
intelectuales orgánicos del PSOE en el interior, captados para el partido por
Antonio Amat, con el que habían trabajado y en algunos casos detenidos. No
suscribió ninguno de aquellos documentos, o yo no he encontrado su nombre, Luis
Martín Santos, ya un siquiatra reconocido con varios libros sobre su
especialidad a las espaldas y que precisamente en 1962 había publicado la
emblemática novela “Tiempo de silencio”.
Luis Gómez Llorente |
Adolfo Celdrán. “General”
Los falangistas de izquierdas salen de las
catacumbas
Pero
si hay algo que sorprende en aquella batalla de los intelectuales españoles de
los años 62 y 63 no es la presencia de antifranquistas notorios, fueran
radicales o moderados, sino la de un grupo de personajes surgidos de lo más
profundo de las tripas del franquismo, autodefinidos como falangistas de
izquierdas. La carta que elaboraron, enviada el 30 de octubre de 1963 al
Ministro Secretario General del Movimiento, el siempre sonriente José Solís
Ruiz, la firmaban nada menos que 52 de ellos, entre los que figuraban los jefes
nacionales de los Sindicatos de Pesca y Transportes y ocho procuradores en
Cortes, encabezados por el camisa vieja Luis González Vicén, que en la guerra
había sido Jefe de las milicias de Falange de Valladolid y héroe de “Alto de
los Leones”, y que hasta hacía poco ejercía de Lugarteniente Nacional de la
Guardia de Franco.
Muchos
habían estado en la División Azul, y desde hacía tiempo venían rumoreado por
los rincones --y ya lo pregonaban públicamente-- aquello de la “revolución
pendiente” que Franco había traicionado. Una auténtica revolución joseantoniana
y puramente fascista, de carácter anticapitalista y populista, con la que
venían dando la lata desde finales de los cincuenta pero que siempre habían
mantenido en el estrecho lecho del régimen. Aquella implicación en unas reivindicaciones
de claro origen comunista resultaba, pues, algo novedoso.
En
la carta, que no he podido consultar íntegra, aquellos falangistas llamados de izquierda
reivindicaban el derecho a la denuncia pública de los actos delictivos, exigían
respuesta a las acusaciones del documento de intelectuales, condenaban el corte
de pelo a mujeres reconocido por Fraga, al que se criticaba la ambigüedad de su
respuesta. No obstante, también intentaban llevar el agua a su propio caudal
con aquella solidaridad. En el texto, aprovechaban las huelgas mineras para
lanzar una dura crítica a los nuevos ministros económicos del Gobierno,
tecnócratas abiertamente pro-capitalistas, con clara influencia del Opus Dei,
que acababan de ser nombrados en 1962 y que constituían sus principales
enemigos en el seno del régimen. Eso sí, la pregunta final que hacían resultaba
inquietante, pues incluso al leerla hoy aún parecen resonar bajo ella los
viejos clarines de guerra:
“¿Podría asombrarse nadie si un día los
obreros responden con la violencia a las violencias de que son objeto?”
Paco Ibáñez. “Un español habla de su patria"
Con la CIA hemos topado
Para
finalizar este recorrido por las distintas reacciones políticas levantadas
entre las diversas fuerzas antifranquistas vamos a recurrir al más breve de los
documentos de adhesión a la primera carta de los intelectuales, que aún con
sólo tres firmas constituye, pienso yo, un ejemplo altamente ilustrativo de lo
que aquellas huelgas y aquellos manifiestos supusieron para la política de
oposición a la dictadura.
El
2 de octubre de 1963, cuando aún no se le debía haber pasado el cabreo con los
102 que le habían enviado su denuncia de las torturas tan sólo dos días antes,
Manuel Fraga Iribarne recibió un telegrama de 17 palabras que, pese a su
sencillez, debió sorprenderle:
“Conocedores documento intelectuales
solicitando esclarecimiento sobre violencias policiales contra mineros
asturianos hacemos presente nuestra adhesión dicho escrito.”
Una
de las adhesiones no debió provocar ninguna extrañeza en el ministro. Al
contrario, lo que debió parecerle raro era no haber visto su nombre entre los
firmantes de la carta que acababa de recibir, pues no se trataba de otro de que
Dionisio Ridruejo, asiduo suscriptor de este tipo documentos desde el primero
de 1959 pidiendo amnistía. Sin embargo, no había suscrito ninguno de los
relacionados con las huelgas del 62/63, pues estaba impedido para ello al encontrase
en el exilio en París desde la Conferencia de Munich de 1972. Recibir su
telegrama incluso pudo causar alivio a Fraga. ¡Al fin estaban todos!
Salvador de Madariaga |
Julián Gonrkín |
La
primera pregunta que viene a la cabeza, al menos a la mía, es qué es lo que
había hecho coincidir en aquel telegrama a aquellos dos hombres que a primera
vista parecerían no sólo muy diferentes, sino directamente antitéticos. Un
profesor y un revolucionario. Pienso que la respuesta es clara. Por encima de
cualquier otra diferencia o simpatía que pudiera existir entre ellos, lo que
unió a Salvador de Madariaga y a Julían Gonkín fue el antifranquismo y el
anticomunismo que ambos compartían, un doble anti-ismo que en su trabajo político-cultural de aquellos tiempos
siempre iría de la mano.
La
implacable lógica de la guerra fría, o comigo o contra mí, había llevado a
ambos a situarse del lado occidental y cristiano que comandaba Estados Unidos.
Desde los años 50 habían formado una especie de tandem directivo, Madariaga
presidente y Gorkín vicepresidente, de las diversas ramificaciones españolas
del Congreso por la Libertad de la Cultura, organismo internacional creado y
financiado por EEUU a través de la CIA, con el que controlaban y dirigían la
lucha político-cultural internacional contra la URSS y el comunismo en general.
Desde
esa posición, Madariaga y Gorkín ejercían una notable influencia sobre la
intelectualidad española democrática y no comunista, especialmente en el
exilio. Un importante papel lo cumplieron las publicaciones que editaban, la
más modesta “Boletín Informativo del
Centro de Documentación y Estudios de París”, tirada a ciclostil y que en
Noviembre de aquel año dedicaría un número monográfico a las cartas de los
intelectuales y las adhesiones internacionales, y la más oficial y difundida “Cuadernos”, órgano oficial para España,
donde estaba prohibida, y Latinoamérica del Congreso Para la Libertad de la
Cultura, de la que Gorkín era Redactor Jefe.
Sin
saber necesariamente quiénes la financiaban y controlaban, pero sin duda
conocedores de las ideas y posiciones políticas que defendía la revista y su
equipo directivo, en Cuadernos
colaboraban un buen número de importantes intelectuales y escritores españoles,
además de latinoamericanos. Sirvan algunos: Juan Ramón Jiménez, Américo Castro,
Claudio Sánchez Albornoz, Jorge Guillén, Vicente Aleixandre, Ramón J. Sender,
María Zambrano, Francisco Ayala, Pedro Laín Entralgo, José Luis López Aranguren,
Dionisio Ridruejo, José Ferrater Mora, Julián Marías, Camilo José Cela, Enrique
Tierno Galván o Miguel Sánchez-Mazas. En sus diferencias y acuerdos ideológicos
estaban representadas las diferentes corrientes de oposición antifranquista
liberal y socialdemócrata, aunque como se puede comprobar comparando listas de
colaboradores de Cuadernos y de abajofirmantes habituales, no eran pocos
los que compatibilizaban bien su ideología, alejada en general del comunismo,
con la participación en acciones o documentos antifranquistas auspiciados y
organizados por los comunistas. Más dados a esta colaboración eran los residentes en España, que
vivían en directo el día a día de la dictadura y entendían bien la prioridad
que implicaba su derrocamiento, que los exiliados, en los que probablemente estaban
más presentes los resquemores nacidos en la guerra.
En
cualquier caso, la colaboración con los comunistas era tabú político en la
línea de actuación del Congreso Para la Libertad de La Cultura y en todos sus
organismos e instituciones, que eran muchas. No había gastado la CIA millones
de dólares, de horas y de agentes para crear todo el entramado precisamente
para luchar contra la URSS y su influencia internacional como para que ahora
llegaran esos mismos comunistas a sacar beneficio de tanto esfuerzo y dinero.
Por eso le debió extrañar a Fraga, que sabía bien con quién se las jugaba,
encontrar la firma de Salvador de Madariaga y Julián Gorkín al pie de aquel
telegrama, no por breve menos contundente.
Pero todavía debió producirle mayor extrañeza y malestar al ministro que un mes después se
implicara directamente en el tema el Consejo Federal Español, presidido por
Madariaga e integrante del Movimiento Europeo, el organismo internacional
creado en 1949 en París y formado por partidos y movimientos socialdemócratas,
liberales y democristianos, proamericanos y, desde luego, anticomunistas.
Aunque ya debía tener Fraga el punto de mira puesto en el Movimiento Europeo,
que había criticado las políticas franquistas a menudo y que el año anterior
había dado cobertura oficial al famoso Contubernio de Munich que tantos
quebraderos de cabeza había dado al Régimen. Pero por lo menos en aquella
ocasión habían dejado a los comunistas a la puerta, mientras que ahora
prácticamente los bendecían en público:
“El CONSEJO FEDERAL ESPAÑOL, que representa
en el MOVIMIENTO EUROPEO las diversas tendencias democráticas de la opinión
española, hace pública su solidaridad con los intelectuales, escritores y
artistas españoles que han interrogado al Gobierno - en cumplimiento de un
deber social inexcusable - sobre las violencias y malos tratos que han
acompañado a la represión de las recientes huelgas mineras de Asturias.
Al mismo tiempo llama la atención de los
diferentes grupos asociados en el Movimiento Europeo y de la opinión pública
europea en general, sobre el comportamiento agresivo y despótico del Gobierno
español que ha respondido a la correcta y justificada pregunta de los
intelectuales con una campaña de prensa insultante y amenazadora y con diversos
actos de coacción y persecución, entre otros la apertura de diligencias para
procesar a los firmantes como reos de un delito de propaganda ilegal.
Tales comportamientos no hacen sino subrayar
el distanciamiento del Régimen español de las formas y modos que inspiran la vida
política de la comunidad europea a la que España pertenece por derecho propio y
de la que su Gobierno la mantiene apartada por razones de incompatibilidad
ideológica y moral.”
Eran
unas consideraciones que bien pudieran haber suscrito sin desdoro ni mentira
los intelectuales comunistas promotores y firmantes de los manifiestos previos,
pues su motivación no era otra que la asimilación de España a los regímenes
democráticos europeos, el objetivo de la política de reconciliación nacional
propuesta por el partido.
El
cambio de actitud de Madariaga y Gorkín, y con ellos de las organizaciones y
colectivos que aglutinaban a su alrededor, no podía deberse a una rendición de
su anticomunismo ni en una variación en sus tácticas de confrontación con el
comunismo, que siguieron en el mismo tono. Tal vez pudiera ser que la
importancia de las huelgas asturianas y los consiguientes documentos
intelectuales y su repercusión en toda Europa les impidiera permanecer en
silencio viéndolas llegar. A mi entender, ese cambio de actitud, también
vendría a significar el triunfo, dentro de aquella oposición europeista y
anticomunista, de las tesis que al respecto defendía Dionisio Ridruejo, que en
el exilio francés al que se vio obligado a someterse tras la Conferencia de Munich
tuvo tiempo para discutir largo y tendido con sus dos compañeros, en cuyas
revistas colaboraba y con los que compartía tantas cosas, aunque disintiera en
ésta.
Carlos Puebla. “Hasta siempre,
comandante”
Dionisio Ridruejo, el firmante
imprescindible
Dionisio Ridruejo |
Dionisio
Ridruejo se había encontrado con José Antonio Primo de Rivera el 29 de octubre
de 1933 en el famosísimo mitin fundacional de Falange Española que tuvo como
escenario el Teatro de la Comedia de Madrid. Quedó fascinado, con el discurso y
con quien lo pronunciaba:
“Un hombre sugestivo, inteligente, de gran
elegancia dialéctica, gallardía y segura honradez personal, que a estas gracias
añadía la de un punto de timidez delicada y diferente, enormemente atractiva.
Me impresionó como no me ha impresionado ningún otro hombre y me pareció ver en
él el modelo que el joven busca instintivamente para seguirle e imitarle: algo
así como el amigo mayor que siempre orienta el despegue rebelde de los
adolescentes cuando sienten la necesidad de romper con lo más inmediato e
impuesto. Con esto, mi sistema de mitificaciones, quedó completo.”
Ridruejo |
“Volverán banderas victoriosas
al paso alegre de la paz.”
Durante
la guerra y en la primera postguerra había desempeñado diversos cargos en la
Dirección de Propaganda Franquista dirigida por Rafael Serrano Suñer. En 1941
partió hacia Alemania como soldado raso voluntario de la División Azul, y a su
vuelta era otra persona, o, al menos, había empezado a moverse la persona
inicial. Las dudas se habían instalado en él, y un año después de la
vuelta comenzó a intentar dilucidarlas
públicamente en los círculos orgánicos de Falange. Como no le hicieron mucho
caso, decidió ir directamente a la cabeza y escribió una carta personal a
Franco que leída hoy, sabiendo lo que pasaría posteriormente, puede parecer una
ingenuidad, pero evidencia por las que estaba pasando Ridruejo en aquellos
momento de desgarro íntimo entre lo que había creído que podía suceder y lo que
en realidad sucedía en España:
“Mi general: Si me atrevo a distraer la
atención de V.E con esta carta es simplemente por una razón de conciencia…
Seguir viviendo silencioso y conforme como un elemento, aunque insignificante,
del Régimen me parece en el estado actual de cosas un acto de hipocresía…
Durante mucho tiempo he pensado, junto con algunos servidores más inteligentes
y leales –más exigentes y antipáticos quizá también– que ha tenido Vuecencia,
que el Régimen que preside a través de todas sus vicisitudes unificadoras,
terminaría por ser al fin el instrumento del pueblo español y de la realización
histórica refundidora que nosotros habíamos pensado. No ha resultado así y se
lleva camino de que no resulte ya nunca… Lo cierto es que los falangistas no se
sienten dirigidos como tales, no ocupan los resortes vitales del mando, pero en
cambio los ocupan en buena proporción sus enemigos manifiestos y otros
disfrazados de amigos, amén de una buena cantidad de reaccionarios… La Falange
gasta estérilmente su nombre y sus consignas en una obra generalmente ajena y
adversa perdiendo su eficacia, y la pugna hace que toda su obra aparezca llena
de contradicciones y sea estéril.”
Desde
luego no había ni asomo de deslealtad en la sinceridad de Ridruejo, más bien,
al contrario, era una clara muestra de fidelidad y confianza. Diferencias sí,
pero no traición. De manera muy diferente debió entenderlo el Caudillo, que
ordenó su deportación fuera de Madrid, obligado a residir hasta 1947 en
diversas ciudades españolas, especialmente en Cataluña, siempre previa
autorización oficial.
De izquierda a derecha, Luis Felipe Vivanco, Luis
Rosales,
Rodrigo Uría, Dionisio Ridruejo, Pedro Laín Entralgo,
Gonzalo Torrente Ballester y Antonio Tovar
|
Allí,
en una celda de la Cárcel de Carabanchel, rodeado de aquellos jóvenes de la
ASU, el FLP o el PCE que habían sido detenidos con él, escribió un romance con
querencia de himno, que recurrentemente tituló “La carabanchelera” y que
expresaba bien a las claras su pensar en aquellos finales de los cincuenta y
primeros sesenta:
“Levantemos la voz españoles,
por el pueblo humillado clamad,
es la voz de los hombres unidos,
que despiertan a la libertad.
Esta vez marchamos juntos
los que ayer combatían
porque vuelve la vida
triunfando del rencor;
y con la paz ganada
tendrá la tiranía
en las viejas trincheras
su tumba sin honor”.
Raimon. "De un tiempo, de un país"
Reflexiones desde territorios diferentes
Dionisio
Ridruejo es, precisamente, uno de los dos únicos intelectuales españoles de los
que he podido encontrar reflexiones sobre el sentido de aquellas batallas de
1962 y 63 contemporáneas al momento en que sucedieron. El otro es Federico Sánchez-Jorge
Semprún, que llegará después para poner a estas notas la banderita de fin de
obra.
En
la búsqueda de documentación he tropezado con sendos artículos de Dionisio
Ridruejo publicados en noviembre de aquel mismo 1963, prácticamente al momento
de haber sucedido los hechos, en los que, al hilo de las huelgas y las cartas
de intelectuales aprovechaba para analizar las relaciones siempre conflictivas
entre la oposición antifranquista liberal y socialdemócrata y los comunistas.
Ambos escritor los publicó, como no podía ser de otra forma, fuera de España.
Uno en el Boletín Informativo del Centro
de Documentación y Estudios de Paris, el organismo auspiciado por el
Congreso para la Libertad de la Cultura que dirigían Madariaga y Gorkín. El
otro en la revista Ibérica que
editaba y dirigía en su exilio neoyorkino la abogada y política Victoria Kent,
que durante La República había sido directora general de prisiones y diputada
en Cortes en la bancada de Izquierda Republicana. También era una pionera del
feminismo español, partidaria del sufragio femenino, que, sin embargo, había
votado en contra de concedérselo en 1931, cuando al fin lo aprobó la
Constitución republicana, provocando un enfrentamiento histórico con su
práctica correligionaria Clara Campoamor. Ambas publicaciones se movían en el
ámbito de la oposición no comunista en el exilio, y en ambas ofreció Ridruejo
similares argumentos sobre las relaciones y la unidad de acción con el PCE.
Merece la pena repasarlos por encima para centrar la visión sobre la cuestión
que nos ocupa.
En
el primero de ellos, el que más espacio dedicaba al mero análisis político,
Ridruejo comenzaba por reconocer la importancia de la labor realizada por los
comunistas en España, que atribuía a tener “en
su campo de expansión la única radio que desmiente a la emisora del Estado”,
y a la “disciplina de sus activistas que
aceptan ofrecerse al sacrificio incluso para obtener objetivos menores”.
Este
respeto por las actividades de los comunistas no acercaba, no obstante, a
Ridruejo al comunismo, que se consideraba a sí mismo integrante de “otra clase” de oposición que, “sin propósito de definición ideológica,
podríamos llamar liberal, en cuanto su aspiración consiste en acercar el
régimen político de la España futura a los modelos del mundo libre”. Ambas
oposiciones, explicaba, se movían con tácticas políticas diferentes. Los
comunistas, impulsando la idea de lo que Ridruejo llamaba, en alusión a la
política de reconciliación nacional, un “genérico
antifascista”, que consistiría en “un
frente de toda la oposición, en la cual ellos, los comunistas, no podrían por
menos que desempeñar –según su creencia mesiánica-- un papel de eje”. La
otra oposición se aglutinaría, según su discurso alrededor de “un genérico
menos genérico pero más claro que el puro antifranquismo: el genérico
democrático”, que no entraba a concretar en qué consistía, pero todos
podían entenderle, especialmente sus correligionarios a los que dirigía
esencialmente el mensaje.
Pensaba
el analista que la intención de los comunistas de hegemonizar la oposición a la
Dictadura les conducía necesariamente a intentar capitalizar políticamente
cualquier ocasión, protesta o movilización que se produjera o pudiera
producirse, aunque se preguntaba, y preguntaba a los lectores: “Pero, ¿vamos a reprochar al Partido
comunista - que por otra parte paga al contado-- que como opositor intente
"estar en todas partes" y como grupo mesiánico intente cosechar todo
movimiento de la sociedad española?”. Como se puede ver, insistía mucho
Ridruejo en el carácter “mesiánico”
del comunismo, cuya “expansión fácil”
consideraba que provocaría diversos males a una posible salida democrática del
franquismo:
”El sistema de libertad que se busca sería
sumamente inestable y su defensa dependería con exceso de las circunstancias
internacionales. La izquierda democrática, por otra parte, puede temer con
fundamento que una presencia comunista numéricamente excesiva inclinaría la
balanza del lado conservador y frustraría las reformas y transformaciones para
cuya ejecución, en último extremo, se busca el régimen de libertad. Por
añadidura, se piensa que en las circunstancias actuales la presencia de fuerzas
maximalistas en el frente común introduciría en la aspiración democrática
elementos de contradicción que no harían sino favorecer la perpetuación
franquista y post-franquista de la dictadura defensiva y reaccionaria.”
Aquellas eran, precisamente, las razones por las que Ridruejo no era comunista. Pero resulta, que tampoco el régimen lo
era. Es más, desde su anticomunismo “brutal”,
pensaba el autor, el franquismo utilizaba a los comunistas al situarlos en primera línea
de la subversión y proclamando a los cuatro vientos que todo lo que se les
enfrentaba era comunista. Le parecía una táctica de la dictadura encaminada a desprestigiar y criminalizar toda protesta
en general, acusándola de radical y comunista, y a ocultar la oposición que
realmente le haría daño en Europa, la del “genérico
democrático”. Sin embargo, lo que preocupaba a Ridruejo en aquel momento
era, precisamente, aquella coincidencia anticomunista de la otra oposición, a la que él
mismo pertenecía, con el franquismo. La consideraba inadmisible y pensaba que
constituía una rémora en el derrocamiento de La Dictadura. Esa idea llevaba a
Ridruejo a establecer prioridades políticas que le diferenciaban de sus
compañeros en las tácticas a seguir:
“La idea de que los obreros deben dejar de
hacer huelgas, los intelectuales dejar de tener conciencia moral y los
opositores del régimen dejar de hacer oposición para no "servir" al
Partido Comunista, es una idea descabellada. (…) Las prevenciones no-comunistas
que evidentemente tiene y ha de tener la oposición democrática y más
simplemente el "ciudadano consciente" no tienen parentesco alguno con
el anticomunismo brutal, oportunista y a la larga mimético de los duros del
sistema, y dejarse ganar por el "tabú" de las "coincidencias
inevitables" sería hacer el juego a la violencia de hoy, que está a la
vista, para con toda probabilidad, dejar el campo libre a la violencia de
mañana que está por ver.”
El
texto publicado en Nueva York, más centrado en contestar personalmente a Fraga
y menos estrictamente político, se cerraba, no obstante, con una llamada de
atención aún más contundente a sus socios políticos, que debieron entenderla
perfectamente:
“Por lo que se refiere a lo otro, a la
obstinación con que se presenta la amenaza comunista como argumento para que
todos tengamos que inhibirnos de nuestros deberes so pena de favorecerla, hay
que decir muy simplemente que en ese favorecimiento el Gobierno no tiene
competidor posible. Y cada cual con su conciencia.”
El
segundo análisis coetáneo de las huelgas y las cartas que he encontrado llegó
desde el ámbito del comunismo, y por realizarlo quien lo realizó y por el
momento en que lo hizo tiene un interés especial. A finales ya de 1963 la
revista Nuestra Bandera, órgano
teórico y cultural del PCE, que figuraba como editada en el mismo Madrid, pero
que en realidad se tiraba en París, publicó un artículo de nuestro viejo
conocido Federico Sánchez en el que extraía algunas conclusiones sobre las
cartas de los intelectuales, cuyas repercusiones todavía andaban coleando por
el mundo.
Jorge Semprún |
Tras
considerar que los recientes documentos de los intelectuales constituían “sin duda uno de los acontecimientos
políticos más importantes de este periodo”, frase que no pudo escribir sin
poner en ello un cierto orgullo personal del deber cumplido, Sánchez-Sempún
destacaba ante todo el salto cualitativo que significaban aquellas
movilizaciones, que ya no eran por cuestiones gremiales (censura, enseñanza) o
sectoriales (amnistía, vuelta de los exiliados), sino esencialmente políticas:
“Se afronta aquí, por los intelectuales
españoles, el problema crucial de la situación política a través de la denuncia
concreta de una serie de actos represivos: el problema de las libertades
democráticas, de las estructuras políticas de nuestro país. La oposición
intelectual eleva con estos documentos de forma muy sensible todo el contenido
de sus planteamientos programáticos.”
Valoraba
positivamente y con pulcritud --sin ningún asomo de capitalización o del “mesianismo” del que acusaba Ridruejo a
los comunistas, todo sea dicho-- la variedad ideológica y generacional de los
firmantes:
“Y es que al pie de ambos documentos
confluyen, con sus firmas, los representantes de diversas generaciones
intelectuales y de muy diferentes corrientes de pensamiento. La amplitud de
esta oposición –en cuanto a grupos de edad y en cuanto a corrientes
ideológicas—es uno de sus rasgos más interesantes. Confluyen aquí las firmas de
hombres que estuvieron en posturas opuestas, en la época de la guerra civil y
aún posteriormente. Pero aparecen, masivamente, las firmas de la nueva
generación de universitarios, generación formada, no lo olvidemos, en estos
últimos veinticinco años, bajo el actual régimen. Lo que estos documentos ponen
de relieve, por tanto, es el fracaso cultural del régimen, su incapacidad para
atraerse a los intelectuales, su pobreza espiritual”.
Exponía
el resultado político inmediato sufrido por el régimen en la batalla, y
especialmente su Ministro de Información y Turismo:
“Se desenmascara de una forma aún más
rotunda su maniobra de ‘liberalización’ en un momento en que al régimen no le
interesa hacerlo”.
Y
finalizaba Sánchez-Semprún su análisis, como siempre se hace en estas
circunstancias, con una proyección hacia el futuro:
“En estas condiciones, el camino a seguir
por la oposición intelectual está claramente trazado: desarrollar y ampliar su
iniciativa; reforzar el frente de su protesta, para demostrar, como mínimo,
ante la opinión pública la necesidad de un cambio en la vida política española.
No cabe duda, pues, que los documentos de los intelectuales constituyen un
jalón importante en la lucha por la libertad en nuestro país”.
A
simple lectura puede resultar una valoración altamente optimista de lo
conseguida en la política de reconciliación dentro del terreno intelectual,
especialmente dirigida a sus posibles lectores de la cúpula carrillista al
frente del Partido con la que ya andaba en disidencia. En un repaso más
detallado cabe descubrir en el artículo de Federico Sánchez, el último que
publicaría en Nuestra Bandera, un par de detalles que llaman la atención y que
delatan el intenso y complejo momento personal que estaba viendo el autor, en
pleno proceso de transformación de revolucionario profesional en novelista
internacionalmente reconocido.
En
1963, Jorge Semprún publicó en París, y en francés, el idioma en el que la
había pensado, “Le long voyage” (“El largo viaje”), una novela
autobiográfica basada en su propia estancia en los campos nazis, que había
comenzado en su domicilio clandestino de la calle Concepción Bahamonde de
Madrid ya en 1960, aprovechando las horas libres que le dejaban las citas
partidarias. El éxito fue inmediato, y la concesión en junio de ese mismo año
del premio internacional de novela Formentor, que entregaban los editores
europeos, convirtió de repente a Semprún en una figura literaria internacional
a la que tener en cuenta.
En
paralelo con ese éxito literario, Jorge Semprún se encontraba en pleno proceso
de ruptura con Federico Sánchez. Ya desde su regreso de España en diciembre del
62, Jorge Semprún había comenzado a disentir, junto a Fernando Claudín, de las
posiciones políticas mantenidas por el Secretario General, Santiago Carrillo, y
por la mayoría de la dirección sobre las salidas políticas al franquismo. Un
año después, el enfrentamiento había llegado a su punto más alto de discusión
interna y no se resolvería hasta noviembre de 1964 con la drástica expulsión de
Semprún y Claudín del partido. Para
Semprún significaba la ruptura violenta con todo lo que hasta entonces había su
vida, aliviad sin duda por su nuevo éxito literario. Para el PCE implicaba una
más de las disidencias que jalonaban su historia y que no sería la última. En
diciembre de mismo año, sin ir más lejos, salió a la luz el primer número de un
apócrifo “Mundo Obrero”, de diseño y
cabecera idéntica a la original, pero que exponía tesis radicalmente contrarias
a las mantenidas por la dirección del PCE. Era la primera expresión pública de
un grupo de comunistas escisionistas desde posiciones pro-chinas y
estalinistas, que en breve se convertirían en el Partido Comunista de España
(Marxista Leninista), la primera de las organizaciones salidas del PCE que le
disputarían la hegemonía comunista en los años posteriores.
1959. Comité Central
PCE, Arriba, segundo a la izquierda,
Jorge Semprún, bajo
él, Fernando Claudín
|
Más
significativo resulta a mí entender lo que no se nombra en el documento, tal
vez porque el autor considere que ya lo ha dejado atrás. No existe en él, por
ejemplo, una sola referencia al PCE, ni a sus siglas ni a su política, bien
fuera la de reconciliación nacional u otras, ni aparecen siquiera una vez las
palabras “partido”, “comunismo” o “militantes”. Tan sólo una vez escribió Semprún “comunista”, y eso como referencia a la “maniobra comunista” a la que Fraga
culpaba todo lo ocurrido. En cambio, los términos “oposición intelectual” e “intelectuales
españoles” aparecen no menos de una docena de veces. Es sólo un juego de
contar palabras, pero creo que revelador. Todo ello junto parece indicar que,
aunque el artículo lo firmara Federico Sánchez
Se
piense lo que se piense del análisis de Jorge Semprún, en lo que no cabe que
acertó de lleno e en su consideración de que los documentos de intelectuales
constituían “un jalón importante en la
lucha por la libertad en nuestro país”, y que en los años siguientes se
convertirían en la más importante, frecuente y numerosa forma de lucha política
de los intelectuales. Aunque a menudo se abusaría en el futuro del género
epistolar, hasta acabar dándosele al termino abajofirmante un cierto tono caricaturesco y despectivo, algunas de
aquellas cartas posteriores a las del 62/63 tuvieron singular repercusión, por
las críticas al régimen que en ellas se lanzaban, pero sobre todo por el gran
número de intelectuales que las suscribían, hasta el punto de que en algún caso
cabe preguntarse si el territorio español podía contener tantos intelectuales
de la oposición intelectual por kilómetro cuadrado.
Así,
por ejemplo, en 1965, Manuel Jiménez Fernández encabezaba el documento firmado
nada menos que por 1.161 intelectuales, artistas, profesionales liberales y
escritores en la que le reclamaban al Ministerio de Información, libertad de
asociación, de información y de expresión, derecho de huelga, libertad para los
presos políticos y regreso a sus puestos de trabajo de todos los represaliados.
Dos años después fueron 565 los que exigieron libertades sindicales y
políticas, esta vez al Vicepresidente del Gobierno, el Teniente General Agustín
Muños Grandes, y en 1968[31], año
de grandes movilizaciones universitarias y obreras, y de consecuente represión,
llegaron prácticamente a 1.500 los que de nuevo se dirigieron al Gobierno, en
concreto al Ministro de Gobernación, el ínclito Teniente General Camilo Alonso
Vega, popularmente conocido en los medios antifranquistas como Camulo.
Al igual que en 1963, tal y como el mismo documento de 1968 recordaba en su primer párrafo, de nuevo denunciaban los intelectuales y la gente de la cultura las crueles torturas sufridas por muchos de los detenidos, claramente identificados en las declaraciones adjuntas a la carta firmadas por cada uno de ellos. Igualmente se identificaba con sus nombres, apellidos y cargos a algunos de los torturadores más contumaces y crueles. Había no obstante una diferencia sustancial en esta denuncia en relación con la similar de cinco años antes. Aparte del aumento exponencial del número de abajofirmantes ya habituales que la suscribieron, destaca en ella una mayor presencia de intelectuales procedentes de esa otra oposición de la que hablaba Ridruejo. Especialmente destacados eran los de significación democristiana y abundaban los firmantes sacerdotes o religiosos. Entre quienes lo suscribían figuraba, por cierto, Ana Fraga Iribarne, la mismísima hermana de Don Manuel, que aparecía como escritora, aunque si bien publicó posteriormente algunos libros, su verdadera labor estuviera en la enseñanza.
Al igual que en 1963, tal y como el mismo documento de 1968 recordaba en su primer párrafo, de nuevo denunciaban los intelectuales y la gente de la cultura las crueles torturas sufridas por muchos de los detenidos, claramente identificados en las declaraciones adjuntas a la carta firmadas por cada uno de ellos. Igualmente se identificaba con sus nombres, apellidos y cargos a algunos de los torturadores más contumaces y crueles. Había no obstante una diferencia sustancial en esta denuncia en relación con la similar de cinco años antes. Aparte del aumento exponencial del número de abajofirmantes ya habituales que la suscribieron, destaca en ella una mayor presencia de intelectuales procedentes de esa otra oposición de la que hablaba Ridruejo. Especialmente destacados eran los de significación democristiana y abundaban los firmantes sacerdotes o religiosos. Entre quienes lo suscribían figuraba, por cierto, Ana Fraga Iribarne, la mismísima hermana de Don Manuel, que aparecía como escritora, aunque si bien publicó posteriormente algunos libros, su verdadera labor estuviera en la enseñanza.
Según
cálculos del historiador Pere Ysàs, tan sólo entre 1962 y 1969 el Ministerio de
Información registró más de 30 escritos firmados por intelectuales,
profesionales liberales y artistas. En los años siguientes el método se
extendió casi hasta los límites de la parodia. Tanta abundancia provocó la
pérdida de eficacia, pues los abajofirmantes
habituales acababan siendo siempre los mismos, fuera cual fuera la injusticia a
combatir o la causa que defender, desaparecido todo efecto de sorpresa y
reduciéndose con ello la repercusión internacional de las acumulaciones de
firmas.
En
cualquier caso, la primera mitad de los años sesenta fueron marco de profundos
cambios en España. En el franquismo gobernante, en pleno paso del aislamiento
al reconocimiento internacional, de la autarquía económica al desarrollismo que
permitió la emigración y el turismo, del falangismo gubernamental a la
tecnocracia opusdeista. Y en la oposición que batallaba contra él, que encontró
nuevas formas y tácticas en su lucha, que, como bien se pudo comprobar luego,
todavía no era la final.
En
esos años, y en aquellas huelgas de Asturias, nacieron y se consolidaron las
Comisiones Obreras, autodefinidas entonces como “movimiento sindical”, que no estrictamente sindicato, de “nuevo tipo” y carácter “sociopolítico”, y que se convertirían, a
partir de esa definición y de sus acciones al frente de movilizaciones y
huelgas de todo tipo, en la fuerza hegemónica del movimiento obrero hasta bien
entrados en la transición. También por entonces se cimentó la organización de
la disidencia universitaria, que en realidad no había cejado desde 1956 pero
que culminaría en 1966 con la fundación del Sindicato Democrático de
Estudiantes, que terminaría definitivamente con el SEU franquista y
capitanearía las muy importantes luchas universitarias en la década final de la
dictadura. Aprovechando igualmente los resquicios que dejaba entreabiertos el
régimen en su legislación, comenzó a abrirse paso un amplio movimiento de
asociacionismo vecinal, femenino, cultural, profesional o social, que potenció
la organización popular de la ciudadanía en general. En definitiva, la lucha
contra la dictadura dejó de ser en aquellos años una batalla estrictamente
minoritaria, resistencial y clandestina para salir a la luz directamente al
ataque y extenderse entre las grandes masas ciudadanas, siempre, claro, dentro
de los límites que permitía una dictadura que nunca bajó su listón represivo.
Un listón que incluso llego a subirse en los últimos y agónicos años de la
dictadura, ya con el Caudillo y su caudillaje en descomposición.
Pero,
en fin, la historia ha pasado y aquella capacidad de influencia de la
intelectualidad en la sociedad española se ha reducido hasta límites
insospechables entonces e incompresibles ahora. La cultura y el arte se han
convertido en los floreros decorativos del sistema, valorados en tanto en
cuanto constituyan un valor de cambio generador de beneficios para la industria
cultural correspondiente, y despreciados en su posible valor de uso como
incitadores del conocimiento y la sensibilidad general y, sobre todo, como
generadores de pensamiento crítico sobre la realidad. Recordar lo que fue y ya
no es podría servir, digo yo, para indagar en qué punto del camino nos perdimos
y, en el mejor de los casos, para pensar en cómo recuperar la senda abandonada.
Coetus y Silvia Pérez Cruz. “Gallo rojo”
[1] Jorge Martínez Reverte. “La Furia y el Silencio. Asturias, primavera
de 1962” . Espasa
Calpe. Madrid. 2008.
[3] Editorial Planeta. Madrid,
1977.
[11] José Manuel Caballero
Bonald, “La Costumbre de vivir”. Alfagura. Madrid. 2001.
[12] 2014. Editorial Akal.
Madrid.
[13] 2007. Editorial Planeta.
Barcelona.
[16] Su apellido en realidad
era Sirgo, y estaba casada con Alfonso Braña, otro de los detenidos y
torturados. Anita dejó posteriormente testimonio de aquellos hechos.
[18] T & B Editores. Fundación AISGE. 2012. Madrid.
[21] Crítica. Barcelona. S004.
[22] Editorial Aguilar.
Madrid, 2003.
[26] Fernando Jaúregui y Pedro
Vega, “Historia del antifranquismo”
[29]
1994. Editorial Temas de hoy, Madrid.
[31] En realidad la carta se
entregó el 11 de enero de 1969, pero referida por completo a sucesos del año
anterior. Estas tres últimas cartas pueden encontrarse completas aquí.
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