EN MEMORIA DE JOSEFINA SAMPER, UNA
HEROÍNA DE NUESTRO TIEMPO
Publicado originalmente en el Boletín
de la Fundaciò L’Alternativa
El
pasado 13 de febrero falleció Josefina Samper Rosas a los 90 años de edad. 90
años de coherencia, honradez, entrega y sacrifico volcados en la lucha
permanente por una sociedad más justa, más humana y más libre. Creo que está
justificado dedicarle estas líneas.
Cierto
es que toda una vida como camarada, colaboradora y esposa de Marcelino Camacho
tiene una especial significación en su biografía. Pero reducir la personalidad
de Josefina Samper, a la de “compañera de vida y de lucha” del histórico y
respetado sindicalista, como se la ha definido habitualmente en las
necrológicas que se le han dedicado, es un reduccionismo de su figura,
insuficiente para retratarla de cuerpo entero. En su lucha contra la dictadura,
y en sus actividades anteriores y posteriores, Josefina Samper fue una mujer
con una personalidad política propia e independiente, cuyo trabajo como
organizadora social y política tuvo una relevancia importante que se ha
destacado muy poco en este momento de las despedidas. Además, Josefina fue un
ser humano de esos que Machado hubiera considerado “en el buen sentido de la palabra, bueno”, máxima dignidad a la que
puede aspirar una persona.
Josefina
había nacido en 1927 en Fondón, Almería, hija de una lavandera y un minero barrenador. El
hundimiento de la minería de la zona en esas décadas obligó al padre a emigrar
en busca de trabajo cuando ella tenía tres años. El lugar que eligió para quedarse, o al que
pudo acceder, tenía sentido. Orán estaba a tiro de piedra (apenas 200 kilómetros en
línea recta) y allí había trabajo industrial para compartir; además existía en
la ciudad aún francesa, una importante colonia española que se había asentado
en ella desde finales del siglo XVI. No se olvide que Orán había sido protectorado
español hasta 1792. Sin llegar tan atrás, en 1912, de los 280.000 europeos que
vivían en la ciudad, 95.000 eran franceses o de origen francés, mientras que nada
menos que 185.000 eran naturalizados franceses de origen español (92.000) o
directamente españoles que conservaban su nacionalidad (93.000).
He
buscado estos datos, no por interés de entomólogo humano, sino para intentar
hacerme una idea de en qué circunstancias y en qué medio social, cultural y
político fue naciendo la conciencia de aquella niña que con cuatro años llegó a
un mundo desconocido y tuvo que aprenderlo todo en él, inmersa en un medio social nuevo,
totalmente distinto al español en la que hubiera tenido que crecer Josefina
de no haber emigrado su padre. La Orán de aquellos años era una ciudad
multicultural y políglota, abierta al mundo a través de su puerto y su
pertenencia a Francia, en la que el mestizaje tenía que ser una característica
fundamental. Mezcla de idiomas, de libros para leer, de costumbres y usos
sociales, de vestimenta, de comidas, de ideas. En ese mestizaje, se
conservaban, no obstante, las características propias de cada grupo nacional, y
la niña Josefina formaba parte de uno muy concreto que estaba atravesando
momentos fundamentales de su historia en aquellos años.
1931.
Se proclama la II República Española.
Josefina
Samper llega a Orán con cuatro años.
En
aquellos convulsos y esperanzados tiempos republicanos, es posible suponer el
rápido aprendizaje de la vida de aquella niña de entre cuatro y doce años, hija
de padre de ideas avanzadas, que debió sentir con intensidad aquellos momentos
que se vivían en su país lejano. Cabe imaginar a Josefina en enero de 1934, ya
una persona inteligente y curiosa de seis años recién cumplidos, sentada en el
suelo y escuchando a sus padres charlar con algún amigo maldiciendo el triunfo electoral
de Gil Robles en el 33 o brindando por el del Frente Popular, en febrero del 36. ¿Habría intervenido en la conversación? Si no quizás entonces, muy pronto lo haría.
El
29 de marzo de 1939 el vapor Stanbrook atracó en la entrada del puerto de Mers
el Kebir, a apenas siete kilómetros de Orán. Era el último buque que había
conseguido partir de Alicante con republicanos españoles antes de la caída de
la ciudad y la victoria final de los sublevados. Viajaban en él cerca de 3.000
hombres, mujeres y niños y estuvieron fondeados allí durante casi un mes. A los
niños y mujeres les fueron dejando salir, pero los hombres debieron permanecer
en el buque hasta que fueron trasladados a campos de concentración, de los que, por cierto, bastantes se escaparían para unirse a las tropas del general Leclerc, con las que
liberarían París.
Para
los republicanos españoles que habían vivido la guerra desde Oran con ilusión o
desesperanza, según los momentos, siempre con pasión, la llegada del Stanbrook, signo palpable de la derrota, debió constituir un mazazo. Josefina tenía
11 años, a punto de cumplir 12, y el apoyo a aquellos derrotados se convertiría
en su primera actividad política consciente. Dada la prohibición de que los
adultos se acercaran al barco, tuvieron que ser los niños quienes se encargaron
de llevarles comida, medicamentos, prensa, consignas y ayudas de todo tipo. Una
labor militante y solidaria que, por desgracia, Josefina tendría que repetir
con demasiada frecuencia en su vida.
Con
esa edad, Josefina ingresó en las Juventudes Socialistas Unificadas, que desde
la guerra había unido a los jóvenes socialistas y comunistas en lo que pronto
se convirtió en la organización juvenil del PCE. Dos años después, con catorce,
entró directamente en el partido. En aquella época se crecía pronto.
Es
fácil discurrir cómo se debió desarrollar la vida de tan joven (y tan
entusiasta y entregada) militante en aquellos años de consolidación de su
personalidad y su conciencia política, moviéndose semiclandestina en una ciudad
que, aunque francesa, estuvo Gobernada por los colaboracionistas de Vichy desde
1940 hasta el desembarco aliado de 1942. E incluso después, en una Oran ya
liberada pero en la que se seguía internando en campos de concentración a los refugiados
que llegaban de España. Recibirlos, encontrarles vivienda, comida, ropa,
trabajo, darles ánimos…; actividades solidarias a las que una joven comunista
de la época debía añadir las estrictamente políticas: reuniones de células,
comités y grupos, reparto de propaganda, charlas, mítines… En fin, un no parar
permanente.
1944.
Un encuentro causal
El
encuentro de Josefina Samper con Marcelino Camacho sí que lo han contado todas
las notas periodísticas y es fácil de resumir: Marcelino llega a Orán huido de
un campo con otros dos compañeros, el partido le pide a Josefina que les de de
comer, se cruzan sus vidas y se enamoran. Es verdad, así de sencillo, pero no
tan simple.
En
aquella comida, o cena, Josefina era una joven de tan sólo 17 años, una edad
que hoy en día sería considerada como postadolescencia, pero a la que ella ya
llevaba cinco años de activismo político directo desarrollado en difíciles
circunstancias. Marcelino, por su parte, era ya un hombretón hecho y derecho de
26 años, que no sólo se había evadido del campo argelino, sino que también lo había
hecho de los dos españoles en los que los vencedores le habían encarcelado
anteriormente, en una larga huída de los muros y rejas que le perseguirían toda
su vida.
Fuera
como fuera aquel encuentro, no se trataba de un encuentro casual, sino causal. El círculo social en el que se movían los comunistas y en general los antifranquistas de la época, en la clandestinidad o en el exilio, constituía necesariamente un grupo cerrado que se interrelacionaba entre sí, no sólo en su militancia, sino también en los aspectos más personales e íntimo. Dentro de ese grupo se celebraban las fiestas y los duelos, se brindaba en las bodas y se lloraban los fusilamientos, se hacían las excursiones dominicales y se regaban las calles de panfletos. Aquella
era la manera, unidos por una causa común, como se conocían y enamoraban los comunistas de la época,
y así se enamoraron
Marcelino y Josefina. Y fue el suyo, sin ponernos cursis, un modelo de amor
profundo, duradero y compartido. Un amor a la forma que cantó Rosa León:
Nos ocupamos
del mar
y tenemos
dividida la tarea.
Yo me ocupo
de las olas,
él vigila la
marea.
1957.
Alicante y después
En
1957 Marcelino fue indultado en uno de aquellos indultos con los que el
Caudillo intentaba mostrar su generosidad al mundo occidental y cristiano, que
empezaba a aceptarle, cuando lo que realmente buscaba era dejar hueco en las
cárceles a los nuevos presos que continuamente eran encarcelados; y de paso
llenar España de expresos, supuestamente muertos de miedo y sometidos. Sea el caso, no
obstante, que ese “perdón”, pues tal era el indulto, permitió que la familia,
que ya se había incrementado con Yenia y Marcel, arribara al puerto de
Alicante, de donde había partido el Starbrook 18 años antes, a bordo del barco
argelino Sidi Bel Abbes. Era ¿casualidades de la historia? un 18 de julio de 1957.
La
vuelta de Josefina y Marcelino no era cómo podían ser la de otros exiliados o
emigrados que ponían pie en su tierra añorada tras largos años de ausencia, ni
siquiera de aquellos antifranquistas que regresaban con la última esperanza
puesta en que El Caudillo fuera el primero en morir. No, ellos volvían como luchadores políticos
dispuestos a hacer desde el primer momento todo lo que estuviera en su mano
para acabar con la dictadura. No es literatura. Aún se puede escuchar a
Josefina en esta grabación contando, como si tal cosa, que lo primero que hicieron al instalarse en Madrid fue
reunirse en el estanque del Retiro con el enlace clandestino del Partido. Un tipo de conciencia y responsabilidad militante que, a la vista de la actualidad, pudiera parecer un ejercicio de exagera ficción literaria, pero que realmente existió.
Ese
carácter “político” de su regreso, en aquellos momentos precisamente, es lo que confiere un
significado singular al trabajo militante que en los años siguientes iban a
desarrollar, no sólo Marcelino, sino igualmente Josefina. Brevemente hay que
situarlo.
En
1956 el PCE había lanzado su nueva política de Reconciliación Nacional, con la
que básicamente se pretendía crear un frente amplio de opositores al
franquismo, montando nuevas organizaciones de masas, que pudieran moverse en
cierto ambiente de para-legalidad, rompiendo así la estricta clandestinidad a
la que se habían visto obligados hasta entonces.
Para
llevar a cabo esa política, el PCE envió a España a una parte importante de su
dirección en el exilio, especialmente a cuadros que se habían formado durante
la guerra en las JSU. Pasos clandestinos de la frontera, identidades supuestas
y documentos falsos, vivir ocultos y al tiempo participar en citas y reuniones,
una peligrosa labor en la que se jugaban la vida, que al menos en un caso les costó.
Merecen ser recordados, aunque sólo sea con algunos nombres: Gregorio López Raimundo,
Horacio Fernández Ingüanzo, Jorge Semprún-Federico Sánchez, Francisco Romero
Marín, José Gros... Y Julián Grimau.
Los
militantes regresados al interior como Josefina y Marcelino reunían las
condiciones ideales para la puesta en marcha de las organizaciones de masas que
se pretendían. A diferencia de los dirigentes clandestinos, cuya capacidad de
movimiento y de trabajo público quedaba gravemente limitada por su propia
condición de ilegales, los que conseguían entrar legalmente podían moverse casi
con libertad, participar en reuniones públicas, y, en fin, equilibrar la
difícil tarea de mantenerse la lucha sobre dos patas igualmente inestables:
una, la clandestinidad partidista inevitable; otra, la para-legalidad de sus actuaciones
públicas. Ni que decir tiene que un objetivo así no se hubiera podido conseguir
sólo con la actividad de una docena de dirigentes vueltos del exilio, por muy
heroicos que fueran, y lo fueron mucho. Para esas fechas, la organización
comunista del interior, que a trancas y barrancas se había mantenido entre
detenciones, caídas y fusilamientos, comenzaba de nuevo a llenarse de jóvenes
militantes procedentes de las fábricas y universidades. También estaban otras
organizaciones, especialmente las Juventudes Obreras Católicas (JOC) o la
Hermanad de Obreros de Acción Católica (HOAC), que bregaron con entusiasmo
desde el principio de todas las movilizaciones de esos años a caballo entre los
50 y los 60.
De
aquella raíz nacieron todos los movimientos populares que de una u otra manera
agruparon a los opositores al régimen. Desde los intelectuales, que en grupo
firmaban cartas contra todo lo franquista que se moviera, hasta las luchas
estudiantiles que condujeron al Sindicato Democrático de Estudiantes, las
asociaciones de vecinos, campesinos, profesionales o culturales que nacieron en
aquellos años. Todos conocemos la importancia histórica de Marcelino Camacho y
de Comisiones Obreras, lo que me evita dar detalles. Menos conocido es el
Movimiento Democrático de Mujeres (MDM), en cuyo seno Josefina, una de sus
cofundadoras, realizó su trabajo político más significativo.
El
Movimiento Democrático de Mujeres, fundado oficialmente en 1965 pero con raíces
anteriores que sería largo relatar, fue la primera organización esencialmente
femenina, unitaria, abierta y de carácter antifranquista nacida en la España de
la Dictadura. Sin poderse considerar una asociación estrictamente feminista,
pues los temas de género y similares no aparecieron en sus reivindicaciones hasta
más tarde, sí que fueron debatidos en su seno los textos feministas entonces
más avanzados, desde “El segundo sexo”
de Simone de Beavoir o “La mística de la
feminidad”, iniciándose en ese terreno. Lo que sí hizo el MDM por primera fue dar voz propia a las
mujeres, contribuyó a su concienciación sobre su papel en la sociedad, y en
aquella dictatorial en concreto, y en su organización como grupo social
diferenciado y con reivindicaciones propias. Allí estuvo el germen de lo que
con el paso de los años, ya enterrado el dictador, se convertiría, bien por
continuidad del ideario original o por disensión con él, en el moderno
movimiento feminista español, hoy felizmente en su momento más esperanzador. Su
labor fue ingente, tejiendo poco a poco un importante entramado asociativo por
toda España que consiguió gran influencia gracias a la creación de asociaciones
legales o semilegales de Amas de Casa a todos los niveles, desde las que
promovieron movilizaciones de todo tipo, huelgas de mercados, manifestaciones o
encierros en iglesias, pliegos de firmas, montaje de charlas, conferencias y
seminarios… Bien se podría decir que esa labor agitadora del MDM trasladó a los
barrios obreros la lucha social que se estaba dando en las fábricas y
universidades, y que aquellos grupos de mujeres fueron pioneros de las luchas
vecinales que iban surgiendo a cada paso. Tal es así, que un informe policial
de 1974 consideraba que la participación de las mujeres había hecho de los
barrios obreros “el principal punto de
incidencia de la agitación subversiva”
1964. Burgos
Primera manifestación de mujeres de presos
|
Aunque
hasta 1967, año en el que Marcelino empezó a cumplir su primera condena
efectiva que le llevó siete años a presidio, Josefina no sería estrictamente
una “mujer de preso”, su labor solidaria con los encarcelados empezó antes,
movida tal vez por la conciencia sobre el tema adquirida en su trabajo en Orán. También
estaba a su lado, compartiendo piso familiar y militancia, su cuñada Vicenta,
igualmente comunista, que ya había vivido esa situación cuando tras la guerra
fueron encarcelados su padre y su hermano, y que ella misma había sufrido durante nueve años desde 1943, cuando fue encarcelada tras dos meses de torturas y palizas en su paso previo
por comisaría.
A
decir verdad, las mujeres habían ocupado las puertas de las cárceles desde el
momento mismo en que el triunfo franquista las llenó de golpe, esperando saber lo ocurrido con sus familiares
detenidos, especialmente hombres, pero también mujeres, e intentando ayudarles
en lo que se podía, que no era mucho. Madres, esposas, hermanas o hijas que les
llevaron de comer, les mantuvieron el ánimo alto, les transmitieron noticias e
incluso consignas, además de lo cual alimentaron y cuidaron a las familias. No
todas eran militantes políticas, pero la convivencia en situaciones tan
difíciles contribuyó a crear en ellas un sentimiento de grupo, basado en
afinidades amistosas o ideológicas, que perduró a lo largo de los años. Las
mujeres de presos del MDM, además de continuar las mismas labores solidarias de
sus antecesoras, le confirieron un estricto sentido político a aquel
sentimiento de grupo, organizandolo y encabezando una batalla por la amnistía
que no sólo las concernía a ellas como directamente implicadas, sino al
conjunto de la sociedad. Reivindicando, simple y llanamente, el elemental y
fundamental derecho humano a la libertad.
Josefina Samper. Manolita del Arco. Carmen Rodríguez. Tomasa Cuevas. Dulcinea Bellido. Vicenta Camacho. |
Fueron
muchas, además de Josefina y Vicenta, las implicadas en aquella lucha. Carmen
Rodríguez y Dulcinea Bellido, casadas respectivamente con Simón Sánchez Montero
y Luis Lucio Lobato, que estuvieron allí desde el principio. Natalia Calamai,
esposa de Nicolás Sartorius; Maruja Cazcarra, hermana del zaragozano Vicente
Cazcarra; la canaria Mela Campos, compañera del pintor Tony Gallardo; Antonia
López; Soledad Real… O Tomasa Cuevas, que tras cumplir su propia condena hubo
de vivir la de su marido, Miguel -Miquel-
Núñez, que aunque nacido en Madrid era un fundamental dirigente del PSUC. O
Manolita del Arco, que con casi 20 años de cárcel propia, sufridos en paralelo
a los que cumplía su marido, Ángel Martínez, tuvo que sufrir otros siete años de mujer de preso, cuando Ángel volvió a ser encarcelado en 1963, casi recién nacido el hijo que habían tenido al ser puestos en libertad tres años antes.
En
ese contexto, la actividad de Josefina fue extraordinaria. El ser esposa de un
preso político le daban autoridad moral y legal para pedir su libertad publicamente. El que ese
preso político fuera Marcelino, el más connotado internacionalmente de los presos políticos españoles, le permitía, además, convertirse en portavoz de todos ellos. Y ellas, que también
había muchas mujeres en las cárceles. En compañía
de otras compañeras, que siempre le acompañaron en esa función de portavoces,
Josefina se entrevisto con jerarquías eclesiásticas y políticos nacionales e
internacionales, recibió y acompaño delegaciones sindicales extranjeras,
atendió a los periodistas que llegaban de fuera, habló ante grupos de juristas,
estudiantes, amas de casa, asociaciones de vecinos… En el prólogo a las memorias de Marcelino
Camacho(1),
Manuel Vázquez Montalbán recordaba así una de aquellas reuniones con Josefina y
Dulcinea Bellido:
“Comienza la década de los setenta. Reunión
en un piso de Barcelona para que algunos abogados informen sobre la situación
de los dirigentes de Comisiones Obreras encarcelados y procesados en el proceso
1001. Junto a los abogados dos esposas de los detenidos: la de Acosta y la de
Marcelino Camacho. Será difícil de explicar a las generaciones futuras, si no
pasan por experiencias parecidas, cómo eran las compañeras de los perseguidos
por el franquismo. Tenían la doble militancia: la que les comprometía con la
gran causa general y universal de la emancipación humana, y la causa de primer
plano, la sentimental, que les ligaba por un cordón umbilical invisible con el
hombre a quien querían, frágil objeto de su de su deseo y de su memoria… Lo
cierto es que aquellas dos mujeres supieron transmitirnos su serena angustia
por los rehenes del franquismo en su frase terminal… Josefina Samper transmitía
un temple histórico verdadero. No había retórica en sus palabras, ni siquiera
la retórica superviviente que utilizaba la prensa del partido o las emisiones
de Radio España Independiente”.
La
casa de Carabanchel
Siempre
que se ha hablado de Josefina Samper estos días se ha hecho referencia a la
vivienda de Carabanchel en la que residió con Marcelino hasta que la ancianidad
les obligo a buscar una casa más accesible y cómoda. Se cita como ejemplo de la
modestia de la pareja y de la coherencia de su vida; y es verdad verdadera, pero no fue
sólo eso. Aquella vivienda en el tercer piso del número 25 de la calle Manuel
Lamela fue también un importante centro de actividad solidaria y social, política en definitiva, en la
que Josefina jugo un papel esencial.
La vivienda, tan parecida por otra parte a tantas otras de antifranquistas de aquellos años, pequeña, amueblada modestamente pero con libros y libros en la paredes y con un cierto punto de hacinamiento, tenía con todo una peculiaridad que la caracterizaba: todos los que vivían en ella eran militantes clandestinos. No sólo Marcelino y Josefina, sino también Vicenta, la hermana de él, y los dos hijos: Yenia y Marcel, que muy jóvenes se unieron a la lucha. Cada uno en una organización distinta, todos enfrentados al peligro de la detención, todos vigilados permanentemente por la Brigada Político-Social, que siempre tenía un coche en la puerta. En el reciente libro publicado por Yenia Camacho Samper sobre sus recuerdos infantiles(2), rememora el frecuente gesto de su madre de mirar a la calle desde el balcón corriendo disimuladamente las cortinas. No era cotilleo vecinal, sino una tensa espera con la preocupación de que Marcelino hubiera sido detenido o le fueran a detener los policías que también le esperaban en la calle. Esa permanente inquietud por la suerte del marido se incrementaba con la posibilidad de que los otros miembros de la familia hubieran sido igualmente detenidos. O el insomnio por el retraso nocturno de alguno de ellos. O los pasos desconocidos en la escalera, que bien podían indicar un registro.
La vivienda, tan parecida por otra parte a tantas otras de antifranquistas de aquellos años, pequeña, amueblada modestamente pero con libros y libros en la paredes y con un cierto punto de hacinamiento, tenía con todo una peculiaridad que la caracterizaba: todos los que vivían en ella eran militantes clandestinos. No sólo Marcelino y Josefina, sino también Vicenta, la hermana de él, y los dos hijos: Yenia y Marcel, que muy jóvenes se unieron a la lucha. Cada uno en una organización distinta, todos enfrentados al peligro de la detención, todos vigilados permanentemente por la Brigada Político-Social, que siempre tenía un coche en la puerta. En el reciente libro publicado por Yenia Camacho Samper sobre sus recuerdos infantiles(2), rememora el frecuente gesto de su madre de mirar a la calle desde el balcón corriendo disimuladamente las cortinas. No era cotilleo vecinal, sino una tensa espera con la preocupación de que Marcelino hubiera sido detenido o le fueran a detener los policías que también le esperaban en la calle. Esa permanente inquietud por la suerte del marido se incrementaba con la posibilidad de que los otros miembros de la familia hubieran sido igualmente detenidos. O el insomnio por el retraso nocturno de alguno de ellos. O los pasos desconocidos en la escalera, que bien podían indicar un registro.
Tampoco
podían ser reprimidas las intensas tareas solidarias que tenían como centro
Manuel Lamela 15. Con cierta frecuencia, los sociales de la calle veían pasar a
reporteros franceses con las cámaras en ristre, a diputados daneses en busca de
información, a solidarios sindicalistas suecos, y poco podían hacer excepto
pasar al comisario Yague el informe pertinente. Tampoco podían hacer nada
cuando cada sábado las luces de aquel tercer piso permanecían encendidas toda
la noche y a través de los visillos se podía seguir el incansable trajín de
mujeres que guisaban para llenar aquellas dos famosas ollas de 10 kilos con
comida que llevar aún caliente a la cárcel a la mañana siguiente. Podía
considerarse una labor simplemente caritativa o de solidaridad familiar: dar de
comer a los suyos encarcelados, pero era mucho más. Aquellas noches de guiso
solidario no afectaba sólo a la familia, o a otras mujeres de presos, sino que
funcionaba como una onda expansiva que salía fuera de los muros de la casa en
vigilancia y alcanzaba a todo el barrio. Hasta el piso colindante, done vivían Dolores y su hija Lola, que
tanto colaboraron. Hasta el carnicero del barrio, que se encargaba de que la
carne para la olla saliera más barata o gratis. Hasta el taxista que las
llevaban a Carabanchel, que al enterarse del objeto de tan enormes recipientes
humeantes, muchas veces no les cobraban la carrera.
Se
podrían contar muchas cosas de la actividad social y militante de Josefina
Samper durante aquellos tiempos del franquismo, no por tardío menos represivo.
Por ejemplo, su participación frecuente y entusiasta en el Club de Amigos de la
Unesco de Madrid, probablemente el más importante de los centros de cultura
antifranquista de aquellos años. En él se veían aquellas mujeres de la UDM
prácticamente todos los días, asistían a las charlas, participaban en los
coloquios, salían en las excursiones, y, sobre todo, mantenían largas charlas con
los más jóvenes para los que acabarían constituyéndose en modelos de vida y de
coherencia, política y personal.
1977.
Acaba la dictadura, sigue la lucha
Muerto
el Caudillo por descomposición general, puestos en libertad los presos
políticos y llegada la democracia, es bien sabido el papel jugado por Marcelino
Camacho en la transición y después, sobre todo en el terreno sindical pero
también en el político. No insistiré. ¿Pero que sucedió con Josefina Samper y
con las otras mujeres que con semejante temple había luchado por traer una
libertad a España que, al parecer ya había llegado? Pues sencillamente siguieron
cumpliendo su labor de militantes de base, integrándose en las Agrupaciones
sectoriales o territoriales en las que continuar la lucha, pues el franquismo
había acabado, pero aún quedaba para alcanzar la igualdad y la justicia que las
habían movilizado desde tan jóvenes. Llegaría la jubilación y ellas seguirían
allí, en su puesto, dando siempre con su esfuerzo, su coherencia, su lucha y su
valentía un ejemplo de dignidad humana y fidelidad militante. Todavía en 2015,
Josefina cerró la lista de IU a las elecciones municipales de Majadahonda, la
localidad en la que residía el matrimonio desde que la salud les obligo a dejar
el piso sin ascensor de Manuel Lamela, y en cuya campaña participó muy
activamente.
Permitaseme,
para terminar, un detalle personal y emotivo en recuerdo y homenaje a
Josefina Samper y a quienes como ella le dieron a La Historia más de lo que La
Historia les devolvió:
RECORDEMOS SUS NOMBRES
Se llaman Carmen, Lola,
Dulcinea, Vicenta,
María, Josefina,
Remedios o Teresa.
Recordemos sus nombres.
Recordemos sus nombres,
que no borre el tiempo
su huella en el camino.
Recordemos sus nombres,
que queden para siempre
en la memoria de los niños.
Recordemos sus hombres,
que no se pierdan
en la noche de los siglos.
Recordemos sus nombres,
clavados en la anónima
cruz del heroísmo.
Se llaman Dulcenombre,
Manolita, Isabel,
Tomasa, Luzdivina,
Carmelita, Ana Clara.
Recordemos sus nombres.
Recordemos sus nombres,
palomas que vuelan
protegiendo el nido.
Recordemos sus nombres,
que no los trague
el pozo negro del olvido.
Recordemos sus nombres,
heroínas transparentes
de espejos invertidos.
Recordemos sus nombres,
que sean norte y ejemplo
de los vivos.
Para ampliar el tema: