Defensa innecesaria de María Jiménez
Desde 1983 ha pasado el tiempo y ha
cambiado la visión de muchas cosas, y puede que ya no resulte chocante defender
a María Jiménez de los modernos. Incluso es probable que la cantante se haya
convertido en un icono de la modernidad. Pero aquella era otra época y los
prejuicios sobrevolaban criterios y opiniones que fomentaban un encasillamiento
del que personalmente siempre he intentado huir como del diablo, me temo que
sin conseguirlo. Vamos, más o menos como ahora solo que con prejuicios
distintos.
Sea como sea, que tampoco es cosa de
llenar esto divagaciones “isidriles”, fui testigo del nacimiento artístico de
María Jiménez dada mi implicación en Gong, el sello que quedo grabada la
primera y a mi entender mejor etapa de su carrera, con la excepción posterior
de su excepcional lectura de las canciones de Sabina. El director del sello y
productor de aquellos trabajos era, como se sabe, Gonzalo García Pelayo, al que
ya se hace referencia en el artículo, pero cuya importancia en la obra de María
me gustaría destacar. Él fue el primer en darse cuenta de su talento y gracias
a él la artista pudo acceder a las composiciones que la sirvieron para definir
su estilo. No es de extrañar mi agradable sorpresa al escuchar el casette de “Donde
más duele” que acaba de comprar en una gasolinera. Otra vez era Gonzalo el
productor. Y se nota.
Reproduzco aquí, pues, la defensa
innecesaria de María Jiménez que publiqué en el DIARIO DE LAS PALMAS en 1983.
Le añado, escaneada, una entrevista con ella, en presencia de Pepe Sancho,
también en canarias, que se había publicado un año antes nada menos que en la
revista PRONTO a través de una agencia con la que colaboraba por aquel entonces,
una publicación abiertamente del corazón en la que, no obstante, si te lo
proponías también se podía decir alguna otra cosa.
Más de una vez
se me ha reprochado mi defensa permanente de la obra de María Jiménez. Algún que otro «Moderno impenitente», deslumbrado
sin duda por el último descubrimiento de la industria discográfica americana,
no parece admitir que uno pueda valorar la última producción tecno, disfrutar
con el más reciente disco de jazz-rock, interesarse por el folklore, gozar con el recuerdo del viejo rock and roll y, al mismo tiempo, admirar el arte de María Jiménez. En realidad es su
problema, pero no por eso deja de ser conveniente empezar estas notas
expresando la convicción de que, cada día más, el arte no se divide por estilos
y modas, sino por estrictos criterios de calidad. Desde ese punto de vista no
puedo menos que lamentar que a María
Jiménez se la haya inscrito, demasiado a la ligera, en ese cajón de sastre
que es la «canción española», en lugar de situarla dentro de lo que podría ser
definido, no sin alguna ligereza, todo hay que admitirlo, en un nuevo flamenco
evolucionado que, poco definido, da cabida a obras tan distintas como las de Lole y Manuel, Manzanita, Chiquetete o
los más recientes trabajos de Camarón de
la Isla. Una corriente musical que pretende, a partir de la raíz común del
flamenco, crear un arte de hoy dentro de unas coordenadas más o menos
comerciales. Y María Jiménez tiene
indudablemente más del Camarón de la
Isla que de Rocío Jurado, aunque
sí tenga cosas, y muchas, de algunas de las artistas más representativas del
género popular, desde Concha Piquer
hasta Olga Guillot.
María Jiménez es, por encima de todas las cosas, una
cantante de bulerías, el más popular de los estilos del flamenco, aunque no deje de darle a otros palos con excelencia, como la rumba en la que convierte Te doy una canción. Una interprete
directa, apasionada, temperamental y fogosa que sabe unir a todo ello una aguda
inteligencia a la hora, de elegir los temas a cantar, un pensamiento abierto y
creativo a la hora de tratar interpretativamente los originales con los que se
enfrenta, una amplia comprensión de la vida y un prodigioso sentido del ritmo.
Para ella las bulerías son la forma natural de expresión de su pueblo, el
vehículo estético que ha vivido desde pequeña y que ha impregnado su cuerpo con
toda naturalidad. La bulería es en María
Jiménez la forma más auténtica de expresar su realidad y, pese a quien
pese, su manera de entender el mundo.
En un punto
resulta especialmente acertado el trabajo de María Jiménez: en la elección de autores para sus canciones. Y
aunque aquí, como en el conjunto de su obra, juega un papel importante el
productor, Gonzalo García Pelayo,
que ha sabido ir poniendo al alcance de María canciones de calidad, escritas
por autores lejanos al tópico, la elección definitiva es siempre de la
cantante, y en ella, como en otras interpretes que tampoco son compositoras (Mercedes Sosa, las Joan Báez y Judy Collins
de los primeros tiempos, etc...), esa elección se convierte en el primer paso
de la obra de arte.
Que en el
repertorio de María Jiménez figuren
compositores y poetas como Violeta Parra,
Amancio Prada, Silvio Rodríguez, Alfredo
Zitarrosa, Manuel Picón, Agustín García Calvo, César Isella, Armando Tejada Gómez y Benito
Moreno, entre otros, no es una casualidad, es el fruto de un trabajo
conjunto entre productor y cantante en el que ésta ha ido ampliando su
referencia de autores y gustos, depurando un estilo que aparecía ya definido en
su primer disco. Junto a estos autores se encuentran otros no menos
importantes, aunque tal vez no tengan tan buena prensa entre los críticos más
sesudos; pero nombres como los de Lola
Beltrán o Lolita de La Colina,
por hablar de los veteranos, o Paco
Cepero, Manuel Sánchez Pernia o Alfredo Gaspar, entre los jóvenes, no
son sino la demostración de que también dentro de los géneros mal considerados
«menores» es posible encontrar el genio.
Las canciones de
María Jiménez sin siempre distintas
a los originales, a las grabaciones que ella escuchó para preparar sus discos.
El «Gracias a la vida» que ella canta
es el de Violeta Parra, claro, pero
sin embargo, en su versión, en su interpretación cargada de fuerza y de
vitalidad, ese canto de amor que en Violeta se encontraba a medio camino de la
nostalgia, la lucidez y la ternura, es un canto exuberante a la vida y a la
alegría de vivir, que sin embargo mantiene la tremenda sensación original de
despedida. Un cambio de matiz que podría pasar inadvertido pero que es
fundamental. María Jiménez no canta
canciones de otros autores, lo que hace es crear su propia canción a partir de
composiciones escritas por otras personas, que resulta radicalmente distinto.
Ella ha sabido encontrar ese equilibrio perfecto que todo intérprete debe
poseer: el que se da entre la falta de respeto y la fidelidad a los autores
originales. Sólo con la primera, María
Jiménez sería una vulgar «destrozacanciones»; poseyendo sólo la fidelidad,
se trataría de una intérprete sin trascendente, de una mejor o peor
«versioneadora», pero solo eso. El equilibrio entre una cosa y otra es lo que
le da su carácter de creadora, de artista.
Varias veces ha
dicho María Jiménez que ella es una interprete
de canciones de amor. Y es verdad. Pero lo que en otro sería un lugar común
(Hay tantos cantantes de amor que no hacen otra cosa que rimar «amor» y
«corazón»), en ella es una forma de vivir la vida y de explicar a todo el que
quiera escucharla una filosofía vital que ha defendido y practicado en su vida
privada. Dee acuardo a como se desprende de sus interpretaciones, para María Jiménez el amor es pasión y
libertad. Una pasión que se vive agotadoramente, hasta la última gota, que se
sufre o se sublima. Una libertad sin la cual el amor no es posible. Libertad de
sexos, libertad en las relaciones, libertad en la vivencia de un amor sin
prejuicios pacatos y moralistas. Las suyas son canciones de amor que hablan de
libertad de amar porque la suya ha sido una vida luchadora con la libertad
personal como meta. Hablen de pasión o de celos, de amor realizado o de
tormentosas ausencias, de compañerismo o de rebeldía, las suyas son canciones
que hablan de libertad para amar y para vivir.
En este marco de
referencias, su último trabajo discográfico («Por primera vez». Movieplay-Gong, 1982) es una vuelta a los
orígenes, a la bulería pura y desnuda de adornos y añadidos. Sola ella frente a
las magníficas guitarras de Paco Cepero
y Enrique Melchor o con leves
acompañamientos instrumentales, las nuevas canciones de María Jiménez surgen poderosas y libres desde los surcos del disco,
con ese poder de transformación y de reelaboración que permite que materiales
tan dispares como «Por primera vez»,
una ranchera que ella canta por bulerías, o «Compañera» de Amancio Prada
y «Del Ausente», del uruguayo Alfredo Zitarrosa, aparezcan
perfectamente estructurados dentro de una misma línea expresiva coherente y espléndida.
La pureza
desnuda de la bulería, la continuidad de una actitud ante la vida que se define
por el apasionamiento y el amor a la libertad, y una interpretación matizada,
profunda, sutil, cálida y vigorosa a un tiempo, son las cartas de presentación
de esta artista que no necesita de defensa alguna. Sus canciones son su mejor arma
de ataque.