miércoles, 15 de mayo de 2013


Defensa innecesaria de María Jiménez








Desde 1983 ha pasado el tiempo y ha cambiado la visión de muchas cosas, y puede que ya no resulte chocante defender a María Jiménez de los modernos. Incluso es probable que la cantante se haya convertido en un icono de la modernidad. Pero aquella era otra época y los prejuicios sobrevolaban criterios y opiniones que fomentaban un encasillamiento del que personalmente siempre he intentado huir como del diablo, me temo que sin conseguirlo. Vamos, más o menos como ahora solo que con prejuicios distintos.

Sea como sea, que tampoco es cosa de llenar esto divagaciones “isidriles”, fui testigo del nacimiento artístico de María Jiménez dada mi implicación en Gong, el sello que quedo grabada la primera y a mi entender mejor etapa de su carrera, con la excepción posterior de su excepcional lectura de las canciones de Sabina. El director del sello y productor de aquellos trabajos era, como se sabe, Gonzalo García Pelayo, al que ya se hace referencia en el artículo, pero cuya importancia en la obra de María me gustaría destacar. Él fue el primer en darse cuenta de su talento y gracias a él la artista pudo acceder a las composiciones que la sirvieron para definir su estilo. No es de extrañar mi agradable sorpresa al escuchar el casette de “Donde más duele” que acaba de comprar en una gasolinera. Otra vez era Gonzalo el productor. Y se nota.

Reproduzco aquí, pues, la defensa innecesaria de María Jiménez que publiqué en el DIARIO DE LAS PALMAS en 1983. Le añado, escaneada, una entrevista con ella, en presencia de Pepe Sancho, también en canarias, que se había publicado un año antes nada menos que en la revista PRONTO a través de una agencia con la que colaboraba por aquel entonces, una publicación abiertamente del corazón en la que, no obstante, si te lo proponías también se podía decir alguna otra cosa.






Más de una vez se me ha reprochado mi defensa permanente de la obra de María Jiménez. Algún que otro «Moderno impenitente», deslumbrado sin duda por el último descubrimiento de la industria discográfica americana, no parece admitir que uno pueda valorar la última producción tecno, disfrutar con el más reciente disco de jazz-rock, interesarse por el folklore, gozar con el recuerdo del viejo rock and roll y, al mismo tiempo, admirar el arte de María Jiménez. En realidad es su problema, pero no por eso deja de ser conveniente empezar estas notas expresando la convicción de que, cada día más, el arte no se divide por estilos y modas, sino por estrictos criterios de calidad. Desde ese punto de vista no puedo menos que lamentar que a María Jiménez se la haya inscrito, demasiado a la ligera, en ese cajón de sastre que es la «canción española», en lugar de situarla dentro de lo que podría ser definido, no sin alguna ligereza, todo hay que admitirlo, en un nuevo flamenco evolucionado que, poco definido, da cabida a obras tan distintas como las de Lole y Manuel, Manzanita, Chiquetete o los más recientes trabajos de Camarón de la Isla. Una corriente musical que pretende, a partir de la raíz común del flamenco, crear un arte de hoy dentro de unas coordenadas más o menos comerciales. Y María Jiménez tiene indudablemente más del Camarón de la Isla que de Rocío Jurado, aunque sí tenga cosas, y muchas, de algunas de las artistas más representativas del género popular, desde Concha Piquer hasta Olga Guillot.

María Jiménez es, por encima de todas las cosas, una cantante de bulerías, el más popular de los estilos del flamenco, aunque no deje de darle a otros palos con excelencia, como la rumba en la que convierte Te doy una canción. Una interprete directa, apasionada, temperamental y fogosa que sabe unir a todo ello una aguda inteligencia a la hora, de elegir los temas a cantar, un pensamiento abierto y creativo a la hora de tratar interpretativamente los originales con los que se enfrenta, una amplia comprensión de la vida y un prodigioso sentido del ritmo. Para ella las bulerías son la forma natural de expresión de su pueblo, el vehículo estético que ha vivido desde pequeña y que ha impregnado su cuerpo con toda naturalidad. La bulería es en María Jiménez la forma más auténtica de expresar su realidad y, pese a quien pese, su manera de entender el mundo.

En un punto resulta especialmente acertado el trabajo de María Jiménez: en la elección de autores para sus canciones. Y aunque aquí, como en el conjunto de su obra, juega un papel importante el productor, Gonzalo García Pelayo, que ha sabido ir poniendo al alcance de María canciones de calidad, escritas por autores lejanos al tópico, la elección definitiva es siempre de la cantante, y en ella, como en otras interpretes que tampoco son compositoras (Mercedes Sosa, las Joan Báez y Judy Collins de los primeros tiempos, etc...), esa elección se convierte en el primer paso de la obra de arte.
Que en el repertorio de María Jiménez figuren compositores y poetas como Violeta Parra, Amancio Prada, Silvio Rodríguez, Alfredo Zitarrosa, Manuel Picón, Agustín García Calvo, César Isella, Armando Tejada Gómez y Benito Moreno, entre otros, no es una casualidad, es el fruto de un trabajo conjunto entre productor y cantante en el que ésta ha ido ampliando su referencia de autores y gustos, depurando un estilo que aparecía ya definido en su primer disco. Junto a estos autores se encuentran otros no menos importantes, aunque tal vez no tengan tan buena prensa entre los críticos más sesudos; pero nombres como los de Lola Beltrán o Lolita de La Colina, por hablar de los veteranos, o Paco Cepero, Manuel Sánchez Pernia o Alfredo Gaspar, entre los jóvenes, no son sino la demostración de que también dentro de los géneros mal considerados «menores» es posible encontrar el genio.

Las canciones de María Jiménez sin siempre distintas a los originales, a las grabaciones que ella escuchó para preparar sus discos. El «Gracias a la vida» que ella canta es el de Violeta Parra, claro, pero sin embargo, en su versión, en su interpretación cargada de fuerza y de vitalidad, ese canto de amor que en Violeta se encontraba a medio camino de la nostalgia, la lucidez y la ternura, es un canto exuberante a la vida y a la alegría de vivir, que sin embargo mantiene la tremenda sensación original de despedida. Un cambio de matiz que podría pasar inadvertido pero que es fundamental. María Jiménez no canta canciones de otros autores, lo que hace es crear su propia canción a partir de composiciones escritas por otras personas, que resulta radicalmente distinto. Ella ha sabido encontrar ese equilibrio perfecto que todo intérprete debe poseer: el que se da entre la falta de respeto y la fidelidad a los autores originales. Sólo con la primera, María Jiménez sería una vulgar «destrozacanciones»; poseyendo sólo la fidelidad, se trataría de una intérprete sin trascendente, de una mejor o peor «versioneadora», pero solo eso. El equilibrio entre una cosa y otra es lo que le da su carácter de creadora, de artista.

Varias veces ha dicho María Jiménez que ella es una interprete de canciones de amor. Y es verdad. Pero lo que en otro sería un lugar común (Hay tantos cantantes de amor que no hacen otra cosa que rimar «amor» y «corazón»), en ella es una forma de vivir la vida y de explicar a todo el que quiera escucharla una filosofía vital que ha defendido y practicado en su vida privada. Dee acuardo a como se desprende de sus interpretaciones, para María Jiménez el amor es pasión y libertad. Una pasión que se vive agotadoramente, hasta la última gota, que se sufre o se sublima. Una libertad sin la cual el amor no es posible. Libertad de sexos, libertad en las relaciones, libertad en la vivencia de un amor sin prejuicios pacatos y moralistas. Las suyas son canciones de amor que hablan de libertad de amar porque la suya ha sido una vida luchadora con la libertad personal como meta. Hablen de pasión o de celos, de amor realizado o de tormentosas ausencias, de compañerismo o de rebeldía, las suyas son canciones que hablan de libertad para amar y para vivir.

En este marco de referencias, su último trabajo discográfico («Por primera vez». Movieplay-Gong, 1982) es una vuelta a los orígenes, a la bulería pura y desnuda de adornos y añadidos. Sola ella frente a las magníficas guitarras de Paco Cepero y Enrique Melchor o con leves acompañamientos instrumentales, las nuevas canciones de María Jiménez surgen poderosas y libres desde los surcos del disco, con ese poder de transformación y de reelaboración que permite que materiales tan dispares como «Por primera vez», una ranchera que ella canta por bulerías, o «Compañera» de Amancio Prada y «Del Ausente», del uruguayo Alfredo Zitarrosa, aparezcan perfectamente estructurados dentro de una misma línea expresiva coherente y espléndida.

La pureza desnuda de la bulería, la continuidad de una actitud ante la vida que se define por el apasionamiento y el amor a la libertad, y una interpretación matizada, profunda, sutil, cálida y vigorosa a un tiempo, son las cartas de presentación de esta artista que no necesita de defensa alguna. Sus canciones son su mejor arma de ataque.













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