Diálogo sobre las cárceles (1983)
Conocí a Julio allá por los finales de 1992 o a
comienzos del año siguiente en el centro penitenciario de Salto del Negro, en
Las Palmas de Gran Canaria. En esa época colaboraba en un programa en TVE
Canarias, que dirigía la amiga y camarada María Dolores Múñez, en el que pese a
ser un espacio de sobremesa intentábamos salirnos un poco del guión de lo que
eran ese tipo de cosas. En algún momento se decidió realizar alguna emisión
desde la cárcel, y ni cortos ni perezosos conseguimos los permisos de la cadena
y de la dirección general de prisiones, ofrecimos desde Salto del Negro en dos
días sendas emisiones en directo.
Con la excepcionalidad que siempre supone en una
comunidad tan cerrada como la cárcel --la más cerrada de todas, junto quizás a
la clausura eclesial y la paz de los cementerios--, intentamos no sólo situar
en su patio las entrevistas con los invitados que venían de fuera o las
actuaciones musicales, entre las que estuvo, recuerdo, la de Caco Senante, sino
que pretendimos ofrecer también un tímido apunte de lo que es el universo
carcelario, para lo que hablamos con presos y funcionarios de prisiones.
Julio me llamó la atención desde el principio. No
voy a exponer aquí las razones porque ya están en el texto, pero diré que me
pareció inteligente, sensato, sensible y con una vida que podía llenar un
libro. No era El Lute, pero quizás por ser solo un preso común, uno de tantos,
su historia resultaba extraordinaria. Hablamos mucho en los ratos de
preparación y descanso, y quedamos en vernos cuando acabara la condena, para lo
que le quedaba poco tiempo después de 13 años encerrado.
También Joaquín me llamó la atención, el funcionario
de prisiones con el que Julio había convivido los últimos años. Su talante
progresista y abierto le había llevado a darse cuenta inmediata de lo que
implicaba la prisión y a una comprensión espontánea, pero también ideológicamente
elaborada, de lo que suponía el sistema carcelario del momento. No lo
olvidemos, habían pasado tan sólo apenas cinco años desde las primeras
elecciones generales post-franquistas.
Julio me llamó en cuanto salió en libertad, nos
vimos algunas veces y pensamos que se debía contar su historia. Para mejor
comprensión de lo que queríamos contar añadimos a Joaquín, y un buen día nos
encontramos los tres en mi casa y charlamos durante largo tiempo. El resultado
es lo que sigue.
Quiero destacar un detalle que marca una diferencia
entre el periodismo de ayer y el de hoy. En un diario generalista se podía
publicar, con amplia llamada en portada incluida, una entrevista de dos páginas
con un paria (dicho sea con la misma admiración con que de los parias habla La
internacional) que, además, incluía en lugar de ladillos versos de poetas
carcelarios e igualmente parias.
Si hubiera de confesarme profesionalmente, diría al pater correspondiente que si de algo me siento satisfecho de haber escrito en tanto años de plumífero, es de estos reportajes-entrevista que publiqué en EL DIARIO DE LAS PALMAS, de los que aquí ya he colgado el que contaba la historia de Greta, una pionera en España de las operaciones de cambio de sexo cuya vida me conmovió.
He buscado un par de canciones que tienen como base
esos versos que cité entonces: La adaptación que Luis Pastor hizo de “Parábolas
del billar”, poema que Carlos Álvarez había escrito (más exacto memorizado) en
celdas de castigo, y el tradicional “Romance del Prisionero” interpretado por
Joaquín Díaz.
Julio me dejó algunos documentos sobre su estancia
en la cárcel, de los que al final he escaneado algunos, porque me parecen
especialmente reveladores.
DIARIO DE LAS PALMAS. 22 AGOSTO 1983
Julio no es demasiado alto, ni su aspecto da
idea de excesiva fuerza física; su expresión es despierta, inteligente, como de
estar siempre atento a la vida. Su manera de hablar pausada, haciendo grandes
esfuerzos para ser comprendido, dando largas explicaciones que salpica de
continuos «¿comprendes?», preocupado
de que no se entienda lo que quiere decir. «Lo
primero que he sentido al salir es decepción –dice--. Ahora hay más libertad en la calle, se ve, pero el primer contacto ha
sido decepcionante, porque la misma sociedad nos rechaza. Se nota al hablar con
la gente, con antiguos amigos que han mejorado su posición social pero que me rechazan
porque he estado en la cárcel».
Junto a él se
sienta Joaquín, veintinueve años,
funcionario de prisiones y jefe de servicio de Salto del Negro. Ambos han
coincidido en ese mundo estrecho, cerrado, claustrofóbico, que es el universo
carcelario. Un mundo de pasillos, rejas, patios y paredes, un mundo de paseos
rápidos y meditaciones lentas, de repasar mil veces los mismos paseos y las
mismas ideas. «Tal como está la prisión
es imposible la reinserción de quien ha estado en la cárcel --afirma Joaquín, que vive los problemas de su
trabajo, tal vez algo más que un trabajo, con apasionamiento y también, ¿por
qué no? con dolor--. Porque está
concebida la prisión como un compartimiento estanco que separa al individuo de
la sociedad para devolverle luego en las mismas condiciones en que estaba antes».
Hablan el uno
frente al otro, en un piso de la ciudad, sin el condicionante de los barrotes y
los uniformes que han limitado su comunicación, sin embargo, no acaba de
romperse el hilo de respeto, de humildad, ¿quizás de miedo?, que rige las
relaciones entre recluso y funcionario. Desde la altura de un piso quince, a
cuyo balcón se asoma Julio y se sorprende de ver cómo ha cambiado la Avenida
Mesa y López, todo arenales cuando él ingresó en la cárcel, un bosque de altos
edificios al salir, hablan de esas muchas horas que han vivido en común detrás
de los muros de la prisión, cada uno desde su particular situación, compartiendo
la reclusión pero sin compartir la libertad.
«En la prisión hay una gran ansia de libertad
--dice Joaquín-- pero cuando se sale a la calle se convierte
en miedo. La meta soñada, ese agujero de luz al final del túnel que es la
libertad para el preso, se convierte en una luz cegadora, tan fuerte que el
individuo tiene miedo, porque está solo frente a ella y siente la necesidad de
replegarse dentro de sí, es como un molusco. Nosotros hemos tenido gente que ha
vuelto después de salir para pedir que les busquemos un trabajo, para sentirse
protegidos, de definitiva».
Julio cuenta una anécdota de sus primeros
días de libertad: teniendo que entrar en un edificio moderno, se tuvo que
quedar media hora ante la puerta, porque estaba cerrada y no sabía corno funcionaba
el contestador automático, que cuando él ingresó en presidio apenas si existía.
Es sólo una anécdota, pero muestra la profunda soledad de una persona que no
conoce las costumbres del medio en que se le ha soltado. «Al preso que sale en libertad se le rechaza. Las personas salen de la
cárcel con ansia de hacer algo, de vivir, de trabajar, pero se encuentran las
puertas cerradas y acaban por tomarle odio a todo lo que les rechaza. Resulta
muy duro volver a recuperar el ambiente familiar, el entorno, que además se ha
vuelto en contra». Y habla Julio
de esa niña que tenía diez años cuando él entró en la cárcel, y ahora tiene
veintitrés, y le mira con mala cara cuando se cruzan en la calle, porque
alguien ha dicho a esta niña que había salido de cumplir condena.
Julián cuenta otra historia: la de un hombre
que do en régimen abierto consiguió un trabajo en una empresa. Las cosas se le
dieron bien, él entendía los negocios y consiguió que las ventas subieran un
cincuenta por ciento. Le nombraron ejecutivo del año. Creía que había rehecho
su vida. Cuando el consejo de administración de la empresa se enteró que estaba
en la cárcel, aún en régimen abierto, le despidió.
«Y luego el mundo al que sales —continúa Julio con esta historia, que los lleva
a hablar de lo que les preocupa, a quitarse uno a otro la palabra--, porque yo aprendí a ser realista hace ya
varios años, y sé ver el mundo que me rodea: críos de seis o siete años
vendiendo periódicos, muchachos limpiando coches, porque no hay trabajo, y la
corrupción se mete en el cuerpo de estos muchachos y no hay forma de sacarla.
No es justo, y ¿a quién le echamos la culpa? desde luego a mí no».
La ley indica
que, una vez cumplida condena, todo individuo es un ciudadano libre e igual,
que su pasado debe quedar olvidado al integrarse de nuevo en la sociedad; pero
no siempre es así; casi en ningún caso suceden las cosas como prevé la ley. «Es como llevar una pegatina con la palabra “preso”,
es muy difícil de quitar. Son dos condenas paralelas y sucesivas, la condena de
la ley y la condena de la gente, son paralelas mientras que está un individuo
en presidio, y sucesivas porque cuando una se termina empieza la otra, más
inhumana».
Y Julio, que tantas veces ha soñado con
esa salida en libertad, que la primera vez que vio la calle se asustó de los
coches que había, no acaba de comprenderlo: «Si yo cumplo una condena, sea o no sea culpable, pero la cumplo, y me'
reintegro a mi sociedad, nuestra sociedad, ¿por qué se me desprecia si me
comporto como un ciudadano más? ¿Por qué
se me cierran todas las puertas, ¿Por qué no se le da una oportunidad a
ese ser humano que sale de la cárcel? No soy un salvaje. Menos mal que yo tengo
a mi familia, que me ha permitido comenzar a trabajar con mi padre desde el
primer día».
Julio y Joaquín
han compartido en estos últimos años muchas horas de patio, uno andando de un
lado para otro, con ese caminar rápido, veloz, que llevan siempre los presos;
el otro vigilando, contando, intentando tal vez que esa vida carcelaria fuera
más racional, menos dolorosa. Su entrada en la cárcel fue muy distinta. Para Julio constituyó un mazazo que había
que borrar su juventud de un golpe: «Jamás
pensé que iba a recibir una condena tan fuerte –dice--. En mi conciencia siempre me he considerado
inocente del delito por el que me condenaron, aunque tenga mi pasado que consta
y no puedo y no quiero disimular. Hice muchas chiquilladas y tonterías y las he
pagado, pero nunca pensé que durante tanto tiempo. Tenía dieciocho años, aún no
los había cumplido. Trabajaba con mi padre».
Joaquín empezó la carrera de Derecho con
diecisiete años, casi la misma edad en que Julio
ingresó en la cárcel. Nieto de un diplomático español, pensaba seguir esta
carrera, pero el descubrimiento del Derecho Penal y de los presos, «la única parte humana del derecho», como
él dice, le planteó el cambio de orientación. «También en aquella época –comenta-- el contacto con la prisión era más directo en la Universidad por el
tema de las ideas políticas», el caso es que acabó haciendo las oposiciones
para funcionario de prisiones, después de terminar Derecho. En tres meses las
aprobó, y desde hace seis años, cuando tenía veintitrés, está trabajando en prisiones,
primero en oficinas y luego de jefe de servicio, en contacto directo con los
internos. Su contacto con el universo carcelario no pudo empezar de manera más
dura. «La primera vez que entré en la
cárcel como funcionario fue en Carabanchel --cuenta Joaquín--, y conforme entraba
yo, sacaban a un funcionario que le habían dado una puñalada en la femoral. El
jefe de servicio reunió a los que acabábamos de entrar para darnos porras y
decir que fuéramos a machacar a quien había sido. Nos negamos, claro, pero la
sensación fue de alucine».
El
encarcelamiento de Julio fue más
rápido, más brutal, menos estudiado y, por supuesto, nada deseado, «Cuando me metieron en Barranco Seco era
todavía la época del franquismo, de la dictadura, se usaba el palo y la porra. Nada
más entrar me tuvieron más de un año en celdas de castigo, esposado, en un
espacio de dos metros por uno, me maltrataron física y moralmente. Después de
eso vi la prisión con horror. La vi con miedo. Después, cuando me llegó la
condena, tan alta, treinta años, se me cayó el alma al suelo, ya me importaba
todo tres pimientos. A través del tiempo me he ido cohibiendo tanto que hoy
prefiero morir antes que volver a entrar otra vez en la cárcel».
Desde entonces
han pasado muchos años. Para la población penitenciaria española, para Julio y
para tantos Julio como él, los días han pasado lentos, pegados al transistor o
a las noticias de lo que sucedía en España, especialmente entre los años 77 y
79, en que los rumores de amnistía corrían por todos los presidios españoles.
En esas largas horas de esperar noticias, estudiar el caso de uno, buscar
resquicios para un recurso, pensar una y otra vez en esa realidad de la cárcel,
las esperanzas de reforma del Código Penal han resultado fallidas hasta ahora.
«Ahora se está cambiando un poquito la
situación de la población reclusa, aunque sólo un poco, parque no hay todavía
nada elaborado, ni legislado, ni aprobado ni nada, pero hasta ahora solo eso:
nada».
«Cuando entro en la celda siento que se
derrumba el mundo». Cuenta Julio,
bajando la voz, hablando como para sí mismo, probablemente pensando en esas
miles de noches pasadas en soledad, a oscuras, sin otra posibilidad para vencer
el insomnio que pensar una y otra vez en lo que le llevó a la cárcel, sin otra
compañía que la propia voz. «A lo mejor,
mientras que estoy en el patio, hablando, paseando --y habla en presente, a
pesar de que ésta no es ya su situación, pues se encuentra en régimen abierto--
me voy evadiendo de ese mundo, de esa
cárcel, pero cuando me encierran y veo las cosas en frío, miro a un lado y a
otro y sólo veo paredes y rejas. Se me cae el mundo encima, me siento amargado,
triste, con ganas de quitarme la vida. Y en más de una ocasión me la he
intentado quitar, para qué voy a mentir. Me siento totalmente entristecido».
Los ex presos
que han vivido mucho tiempo en la cárcel, conservan una manera de mirar
oblicua, entristecida, restos quizás de costumbres carcelarias, de la estrechez
de los muros, del respeto al funcionario, del miedo. La vida en la cárcel es
monótonamente igual cada día: a las siete de la mañana hay que levantarse. En Salto
del Negro no hay timbres, luego hay que abrir cada puerta una a una,
despertando a los presos uno a uno, con el siniestro sonar de los cerrojos. A
las siete y media el primer recuento, luego el desayuno. A las ocho limpieza,
que suele durar hasta las nueve, hora en que se hace un nuevo recuento para el
cambio de guardia de los funcionarios. Desde esa hora hasta la una y media sólo
hay el patio y los pasillos para estar. Jugar a las damas o al ajedrez, patear
una pelota en el patio, dar rápidos paseos, hablar largas horas sobre los
mismos temas que el día anterior, dormitar en un rincón. A la una y media se come
y a las dos hay un tercer recuento. Desde ese momento, siesta hasta las cuatro,
hora en que puedes tener visita íntima, si es tu día, o seguir el largo juego
de nadas en el patio. A las siete y media se cena tras el cuarto recuento, y
después de la cena se puede ver la televisión o subir cada uno a su celda, que
se cierran definitivamente a las once de la noche. Luego se apagan todas las
luces.
«Es como si metieses a un animal en una jaula
--explica Joaquín, que en una
ocasión quiso quedarse totalmente encerrado en una celda y aguantó poco más de
una hora--, sólo el ruido de los,
cerrojos, de los tres cerrojos y dejarlo dentro. Imaginar lo que estará
pensando ese hombre. Más vale que no se piense, porque te entran las
depresiones, las mismas que al hombre que encierras, pero al revés». Sin
embargo, no todos los funcionarios piensan igual. Un dicho interno de las
prisiones dice que «preso encerrado,
preso tranquilo», partiendo de una filosofía que establece que los presos
son apestados a los que hay que esconder, de los que hay que huir, que
considera que el preso es poco más que un estorbo que se debe almacenar en el
cuarto de los trastos viejos. «El error
de muchos funcionarios --añade Joaquín--
es considerar a todos los presos como una
masa informe en la que todos son iguales y a los que se puede tratar de igual
manera, y eso es un error. Cada detenido es un ser humano diferente, y la
obligación del funcionario, junto al psicólogo y al criminólogo es eliminar de
él esas facetas de su personalidad que le han llevado a delinquir». En
lugar de eso se le aísla, se le margina, se le olvida, se le va llenando
lentamente de odio social, lo único que puede aprender en la cárcel.
Una prisión es
como un pequeño microcosmos en donde se reproducen, distorsionadas y ampliadas,
las circunstancias de la vida normal. Las tensiones de la vida diaria, los
rumores, los enfrentamientos. La explotación también, ¿por qué no? Una
explotación que se practica entre los propios compañeros, que lleva a la
formación de bandas que dirigen la vida interna de un presidio, que comercian,
trafican y especulan. Que convierten el miedo en la palabra que más se viene
repitiendo en esta conversación entre Julio y Joaquín. Miedo a los
funcionarios, a quedarse sin unas vacaciones, a que te envíen a celdas, miedo
al compañero, a que te den una paliza si no haces lo que debes o algo peor.
Miedo también, a la calle, a no saber qué hacer cuando salgas, a que todo haya
cambiado tanto que no sepas cómo moverte en ella.
«Mira si hay miedo en las cárceles
--recuerda Julio-- que yo he visto morir gente, colgados,
asesinados, en medio de todo el mundo, y nadie se ha atrevido a ir a llamar al
funcionario». «El miedo existe --continúa
Joaquín-- pero no sólo el miedo a la pérdida de libertad, sino el miedo a los más
fuertes, que abusan de los débiles. No son numerosas las bandas, lo más pueden
agrupar a un cinco por ciento de la población penitenciaria, pero ese grupo de
irrecuperables ejerce una gran influencia sobre todo lo que se hace, se compra
o se trafica en la cárcel». En muchas ocasiones el preso tiene miedo no
sólo al individuo que le explota, sino a ir a decírselo al funcionario, por
temor a una represalia, porque sabe que no puede protegerle. Porque puede
cargarse encima el sambenito de «chivato», gracias al código que impera en la
cárcel, que es, como el que impera fuera, la ley del más fuerte. Julio lo
conoce bien:
«Cuando hay un muerto en la cárcel es siempre
por algo, no sólo por ajuste de cuentas, como se habla fuera, sino por otras
cosas. A lo mejor un preso ha cobrado un dinero que le ha traído su familia y a
la vuelta de una esquina del pasillo se encuentra con alguien que se lo reclama
a punta de navaja. Y no se atreve a denunciarlo porque le acusan de chivato.
Pero no es un chivato el que defiende lo suyo. Una cosa es ser chivato, que la
vida de uno no le interesa a nadie, y otra defender tus derechos, hacerlos
valer. Por defender sus derechos nadie puede ser llamado chivato».
Pero en la
cárcel también se conoce a otro tipo de gente, personas de las más distintas
cualidades y defectos, algunas de ellas dejan mejor recuerdo que otras. "Desde luego que se conoce a otro tipo de
gente --dice Joaquín, que como
funcionario ha visto pasar a infinidad de presos-- personas por las que te sientes atraído, gente con una gran formación
y, sobre todo, con unos sentimientos muy arraigados, que sabe cuál es su
problema y que es lo que se puede hacer. Hay también un gran sentimiento de solidaridad
entre los compañeros. Se encuentra gente de auténtica valía, que saben que
aquello es un episodio de la vida y que tienen que salir de él. Y son
bastantes, desde luego muchísimos más que los irrecuperables».
Julio encontró en la cárcel a buena gente. «En la cárcel he encontrado gente más humana
que muchos de los que están fuera», y recuerda a su amigo, al que quiere
tanto como a un hermano, afirma, y a quien todavía escribe al penal del Dueso,
donde se encuentra. «En la cárcel --dice--
se conoce muy bien a la gente, porque
estás conviviendo hora a hora, minuto tras minuto, segundo a segundo, y se
llega a conocer en profundidad a los demás. Y lo quiero como un hermano, porque
me ha demostrado el valor de la amistad».
Así, con pudor,
porque Julio es poco dado a hablar
de sí mismo, pasamos sobre el tema de la amistad, y sobre el del amor, otra
cuestión que preocupa a los presos. La realidad sexual asfixiante de las
cárceles, las condenas de muchos años, la promiscuidad, el hacinamiento, la
vergüenza, el miedo, el abuso, han convertido las prisiones en sitios donde se
compra y se vende el placer, la compañía de los más guapos, los más débiles,
los recién ingresados o los que no tienen a nadie que les proteja o a quien
acercarse. «No hay que asustarse por la homosexualidad
en las cárceles --razona Joaquín--, es
una constante que se da en todos los sitios donde conviven hombres solos: en
los cuarteles, gimnasios, barcos, etc. En la cárcel más todavía». La
legislación no contemplaba hasta hace poco la visité íntima a los presos, ahora
sí lo hace. Aunque de manera parcial y durante muy breve espacio dé tiempo, los
reclusos que lo solicitan pueden recibir visitas íntimas, que no tiene que ser
necesariamente la esposa, sino una compañera asidua; pero parece poco satisfactoria
una visita de una hora de duración una vez al mes. Y éste es un tema de gran
importancia en la vida interna de las cárceles. «Yo he podido mantener mi hombría --dice Julio-- pero hay otras
personas que por lo que sea, por debilidad, por necesidad, no pueden hacerlo.
También aquí influye el poder y el dinero. Si entra un chaval joven y alguien
que tiene fuerza, dinero y poder, se da cuenta, acaba por convencerle, no por
la debilidad del chaval, sino por el poder del dinero y la necesidad».
Porque en la
cárcel hay ricos y pobres, como en la sociedad exterior, la que casi todos
vivimos cada día. Los presos que tienen dinero, una buena posición social, son
llevados directamente a la enfermería, compran en el economato y en la calle,
reciben toda clase de atenciones. «Es el
poder del dinero --explica Joaquín--,
aunque sea un habitual del delito, si
tiene dinero, vive mejor que los demás. Tienen auténticos lacayos que hasta les
llevan el desayuno a la cama, les limpian la celda, les hacen todo. La cárcel
es como una España en pequeño, donde las cosas se reproducen a bombo y platillo».
La vida
cotidiana de la cárcel transcurre para cada uno con la obsesión de las pequeñas
cosas. La comida adquiere en este ambiente tan estrecho y cerrado una gran
importancia. Todos se quejan de ella, los que no lo hacen porque es poca lo
hacen porque es mala. La asignación por preso y día ha subido hace pocos meses.
De ciento treinta y dos pesetas de que se disponía para todo tipo de alimentación
y uso diario del recluso se ha pasado a ciento setenta y cuatro, casi un veinte
por ciento de aumento, aunque con ese dinero hay que hacer malabarismos. Para Joaquín, no obstante, no es ése el peor
problema de vivir en una cárcel:
«Lo peor es no hacer nada en todo el día. El
problema fundamental es la falta de actividad. En una prisión como la de aquí, nueva
aunque fatalmente construida, la cosa peor construida que he visto en mi vida,
la falta de actividad es vital. No existen clases organizadas, y llevamos un
año en la nueva cárcel. No funcionan los tres magníficos talleres que hay, con
lo que no hay dinero para que los reclusos compren en el economato, que es una
forma de independizarse. Hay tres salones de cine que no funcionan, videos que
no se utilizan, gimnasios que no sirven para nada. Parece que sólo se quisiera
almacenar a la gente, y eso produce unos problemas depresivos profundos. Yo lie
visto a la gente volverse loca en la prisión. He asistido a ver cómo se
suicidaba un preso, cuando unos días antes yo mismo había dado un parte
explicando lo alterado que estaba ese recluso, para que lo trasladaran a un
psiquiátrico».
A pesar de todo
ello hay personas que han encontrado su sitio en la cárcel, que cuando salen
vuelven pronto porque fuera no saben vivir. «Son seres que están perdidos --dice Julio, que ha tenido muchos compañeros así--, abandonados por la sociedad, que no tienen un plato de comida en la
calle, que no tienen habitación donde dormir, que llegan a la cárcel y ven en
el funcionario no ya a alguien que les da cariño, sino, aunque sólo sea un poco
de calor humano. En la cárcel tienen una cama, y al día siguiente por la mañana
van a desayunar, al mediodía a comer y por la noche a cenar».
«Es una constante dentro del colectivo de los
presos --añade Joaquín--, que una
buena parle de ellos están llenos de una falta de afectividad que, mal que
bien, llenan en presidio. Es el sentirse un poco protegido, con la vida
garantizada y una cierta seguridad. Aunque eso sólo se da en prisiones provinciales
como la de aquí. En los grandes penales no se da. Hay gente a la que se ha
puesto en libertad y han vuelto a las pocas horas. Se han ido a un escaparate,
lo han roto y se han quedado allí, esperando que fueran a por ellos». Hasta
tal punto tienen destrozadas sus vidas.
Llegamos al
final y no quiero despedir esta conversación sin una pregunta que me ronda la
cabeza desde el principio:
--Julio, en estos trece años que has vivido en
la cárcel, ¿te ha sido posible encontrar un momento de tranquilidad, de relax,
de felicidad?
--«No, nunca».
1977. Castigado a ocho días en celdas de aislamiento por estar en la cama cuando debía estar en pie.
1980. Carta a la prensa, no publicada, denunciando la situación de los presos.
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