martes, 28 de mayo de 2013

Javier Gurruchaga. Criticas y réplica. (1983-84)






A comienzos de los años ochenta del siglo pasado (que viejo se siente uno al escribir esto) seguía desde Canarias con distanciamiento y un cierto escepticismo la música que estaban haciendo los nuevos grupos de lo que ya se llamaba (¿o se bautizó después?) la movida. Había cosas que me gustaban más bien poco y otras en las que creía ver detrás la mano de auténticos creadores, apreciación que en ciertos casos confirmé luego.

Javier Gurruchaga viajó con la Orquesta Mondragón a Las Palmas en junio de 1983. Aproveché para prestarle la necesaria atención, que dio como resultado este largo y laudatorio artículo que se publicó en  dos páginas de EL DIARIO DE LAS PALMAS. Un año después, ya en Madrid y colaborando en EL PAÍS, asistí a la presentación de su álbum “Es la guerra”, que me pareció un espectáculo fallido, y así lo escribí. Como la libertad es lo que es y no admite límites ni cortapisas, a Gurruchaga le gustó el comentario menos que a mí el recital, pese a la vaselina que le daba para suavizar, y replicó con una carta al director que coloco al final.







DIARIO DE LAS PALMAS. 14 JUNIO 1983

La reciente actuación de la Orquesta Mondragón en Las Palmas, que se integra en una buena temporada de recitales de música popular que promete extenderse con algunas visitas interesantes en los próximos meses, ha servido, además de para permitirnos pasar un magnífico rato, para descubrir al que probablemente es el mejor grupo de rock español del momento, el que tiene una obra más compleja, madura y profunda, por encima de los primeros momentos divertidos que hace gozar su audición.

«Para  mí  es,  sin  duda alguna, el mejor álbum de rock and roll (y otras alucinaciones) parido por un grupo de aquí», escribía el crítico Damián García Puig en la revista Vibraciones, con motivo de la publicación de su primer disco nace cuatro años; y más recientemente, al presentar su último trabajo en Madrid, el comentarista del diario Ya, Luis Carlos Buraya, comentaba: «La Mondragón es de lo mejor que en este momento existe en el rock mundial, muy por encinta   (pero  mucho)   de muchas superbandas famosas». Aun dejando a un lado el habitual tono ditirámbico de las críticas de rock, afirmaciones como éstas merecen ser tenidas en cuenta y, desde luego, justifican que aprovechemos la visita de la Orquesta a Canarias para dedicarles algo de tiempo y de espacio, sobre todo porque una atenta audición de sus discos en los últimos días indica que las alabanzas expresadas en las citas reproducidas están bastante cerca de la realidad.


ORQUESTA MONDRAGÓN: UN ÉXITO FULGURANTE

La Mondragón es un buen ejemplo de cómo puede llegar al éxito un grupo surgido en la periferia de la metrópoli, en San Sebastián, alejada de los centros del rock y de la industria discográfica nacional. Convertidos ya en ídolos en su tierra natal, su lanzamiento a nivel nacional tuvo lugar en 1979, a raíz de la edición de su primer álbum, «Muñeca hinchable», y del estreno en Madrid de su primer espectáculo del mismo título. Un disco y un espectáculo que movieron el entusiasmo desde el primer momento, en unos tiempos en que la confusión parecía ser la tónica dominante en el panorama musical español.

El primer lanzamiento de la Mondragón respondió al empeño de dos personas ajenas al grupo, que creyeron en él y le facilitaron sus primeros trabajos en Madrid y la grabación de su primer disco. El primero de ellos fue el poeta, personaje de la vida cultural madrileña y a la sazón crítico musical de la revista Triunfo, Eduardo Haro Ibars, que se ocuparía de escribir los textos del primer disco y del primer espectáculo. El otro fue el también periodista Julián Ruiz, que produjo los dos primeros discos del conjunto y que les abrió las puertas del éxito, facilitando las grabaciones y sacándolos del País Vasco.

No obstante, la figura básica del grupo es su cantante Javier Gurruchaga. Mucho se ha hablado sobre el papel del líder en las bandas de rock y de música popular en general. Resulta difícil distinguir, cuando un grupo tiene un éxito como el de la Orquesta Mondragón, quién es el máximo responsable, y es cierto que, a pesar de ciertas acusaciones de irregularidad, la banda ha mantenido siempre un equipo bastante estable de miembros y colaboradores. Desde el poco hablador Popotxo, siempre silencioso y travestido de mil personajes diferentes, hasta el guitarrista Jaime Stinus y el bajista José Luis Doufourg, pasando por los colaboradores habituales de Gurruchaga en las letras, Fernando González de Canales, responsable también del diseño de algunas de las carpetas, y Luis Alberto de Cuenca. Está pues garantizado el trabajo en equipo, la consideración de que la Orquesta Mondragón es un conjunto y no únicamente un cantante acompañado por músicos, pero lo cierto es que Javier Gurruchaga le da a la Orquesta Mondragón la imagen y la ideología, y probablemente sin él no existiría el grupo. Las cosas son así, y hay más de un ejemplo en el mundo como para que nos permitamos dudarlo.

El segundo LP del grupo, el titulado «Bon voyage», aparecido a la venta un año después del primero, fue su consagración definitiva y la confirmación de un estilo, de una forma de hacer, original e inteligente. En él aparecen ya claramente definidas las características más importantes del conjunto: su amor por la paradoja y la parodia, su afán por contar historias, su afición hacia el sexo y la muerte. El tercer disco, «Bésame, tonta», que además coincidió con el estreno de una película con el mismo título y Gurruchaga de protagonista, constituyó, no obstante, un cierto fracaso, que mantuvo alejada a la Orquesta de los escenarios durante un año, hasta el estreno de este «Cumpleaños feliz» con que se han presentado en Las Palmas. La razón de este fracaso habría que achacarla, a mi parecer, a un cierto abuso en los elementos paródicos del disco (la película no la he visto) y a una desmedida utilización de los mismos aplicados a la música de revista y de cabaret, olvidando quizás en extremo los elementos rockeros de otros trabajos anteriores. El resultado estético de «Bésame, tonta» es muy interesante, pero quizás el público, demasiado acostumbrado a las etiquetas, no pudo entender ese tipo de aventuras en un grupo catalogado como «rock».

La imagen epatante, provocadora, frívola, que sobre un escenario o en un disco parece ofrecer la Orquesta Mondragón es profundamente engañosa. Para cualquiera, su trabajo podría pasar por el de tantos grupos que lanzan discos como chorizos al mercado, que implantan la improvisación (no la jazzística, sino la que deriva simplemente de la falta de dedicación) en el rock, qué se vuelcan en letras insulsas más o menos graciosas y en músicas sin elaborar. Nada más falso. Quizás el más gratificante de los descubrimientos de la Mondragón sea el de comprobar hasta qué punto sus espectáculos, sus canciones y sus discos responden a un trabajo metódico, inteligente y detallado, que no deja nada al azar, que busca cada efecto conseguido y que muestra una visión propia, personal y coherente del mundo que nos rodea, una visión con la que se puede estar de acuerdo o no, pero, que, en cualquier caso, es una visión madura y profunda, pacientemente elaborada y meditada.


DE LA REVISTA Y EL CIRCO, AL ROCK

Un elemento indispensable a la hora de valorar la obra de la Mondragón es el indudable sentido espectacular de su puesta en escena; un espectáculo, además, que no se crea en el vacío, sino al servicio de lo que se pretende contar. Desde aquella historia del Johnny Cimbel del primer espectáculo, un personaje marginal y provocador, violador, gángster y drogadicto, hasta el «hombre mosca» que Popotxo interpretó en Las Palmas, hay un hilo conductor que relaciona el trabajo de la Mondragón con el escenario teatral, pero no con el teatro grandilocuente a que tan acostumbrados nos tiene el rock cuando decide visualizar sus fantasías, sino ese otro teatro más cercano y más cutre que es la revista o el circo.

Los discos de la Orquesta Mondragón y sus espectáculos están plagados de referencias revisteriles y circenses, no de las lujosas revistas de Celia Gámez o del Teatro Eslava, sino de los espectáculos marginales del Plata de Zaragoza, el Molino de Barcelona o el mismísimo Teatro Chino de Manolita Chen, con ese impudor de una sexualidad descarnada que encuentra la poesía en su falta de aliento poético, que logra la belleza en el «feísmo» que nos propone. No el circo ya derruido del Price o el de los hermanos Ringlan, con su elenco de primeras figuras y de festivales mundiales, sino los circos vagabundos que practican una cierta estética de la cochambre. Con todo lo contradictorio que significa practicar esa estética de la subcultura con los más caros adelantos de la técnica del sonido.



UN NEGATIVO DE LA REALIDAD

Tal vez todas las historias que cuenta la Orquesta Mondragón en sus canciones puedan situarse en el marco contradictorio pero complementario que marcan los conceptos de sexo y violencia, como en las más deplorables películas «S», sólo que con un contenido revulsivo mucho más acentuado que en los bodrios cinematográficos. Sexo y violencia, orgasmo y muerte, en la definición del eros que hace Georges Bataille, se mezclan en las canciones de la Mondragón dando la imagen de las dos caras de una misma moneda. Dos mundos contradictorios que se abrazan el uno al otro de manera indisoluble, hasta la orgía o el crimen.

Hay en la Mondragón un gusto especial por contar la historia al revés, dándonos esa otra cara de la realidad que esconcen los libros de texto, que sólo de vez en cuando aparece en los diarios --normalmente en las páginas de sucesos-- y que la mayoría de las veces vive en el interior de nosotros mismos. Una realidad conformada por esos fantasmas particulares que Javier Gurruchaga y la Mondragón se han decidido a poner patitas en la calle mientras que los demás los encerramos dentro de la cabeza, cerrando todas las puertas para impedir no sólo que salgan, sino incluso que alguien pueda verlos desde fuera.

Muestran las canciones de la Orquesta Mondragón una inusitada pasión por la paradoja y la parodia. Una pasión por la paradoja que les permite, por ejemplo, un juego permanente con la prepotencia sexual del protagonista de las canciones, una forma como otra cualquiera de sublimar la insatisfactoria vida sexual de cada uno: «Soy buen amante y me piden más, más, más, / Soy tan galante que les doy más, más, más» («Barba Azul»), «Les gustaba el dinero / se perdían por mi / sus labios me buscaban» («El diablo dijo no»), «Tu cuerpo no es el mismo / que hice gozar ayer» (“No quiero verlo”). Una pasión por la parodia que conduce a la Orquesta Mondragón a establecer un constante distanciamiento de los géneros musicales que practica, bien sea la revista, la balada, la música disco o el rock and roll, y que no es sino un distanciamiento de ellos mismos, de sus propias historias, con las que ofrecen una imagen en negativo del mundo en el que viven, de sus protagonistas, de sus ideologías, en un intento de clamar contra un entorno profundamente insatisfactorio o de huir de él. 

Frente al supuesto orden de un mundo en realidad caótico, la Mondragón ofrece el caos de un mundo conscientemente contradictorio y anárquico. Incluso cuando se utilizan como base de las canciones historias aparentemente tan inocentes como las de los cuentos de PerraultCaperucita feroz», que puede encontrarse en el álbum «Bon voyage», o «Barba Azul», grabada en el último disco), la imagen que nos ofrece la Mondragón es justamente la opuesta a la tradicional, subvirtiendo los valores convencionales de los cuentos o desenterrando la violencia real que subyace tras la historias infantiles.

Tal vez debajo de todo ello lo que hay es el conocimiento de una cierta imposibilidad de relacionarse con el entorno. La ambigüedad de una propuesta estética basada en la parodia, en ese juego de amor-odio que implica toda caricatura, es también la impotencia ante la realidad, sea ésta cual sea, la que nos ofrece la cultura de masas oficial o la que nos plantea la actividad devastadora de la Orquesta Mondragón. Si la realidad es así, ambivalente y contradictoria, las posibilidades de incidir sobre ella, de transformarla, son mínimas, pero en cambio son abundantes las posibilidades de sumergirse en ella, de gozarla o de sufrirla. El trabajo de la Orquesta Mondragón es un esfuerzo por desentrañar la verdad que se esconde debajo de la realidad, un intento de comprender el mundo. Si todo ello se nos ofrece con una envoltura divertida, disparatada y caricaturesca, miel sobre hojuelas, pero no conviene olvidar que la Orquesta Mondragón da más, mucho más, que esa superficie divertida. Eso es lo que nos han ofrecido en su brillante espectáculo de Las Palmas. En el rock hay brillantes antecedentes de una actitud así, desde Zappa hasta David Bowie. La Orquesta Mondragón se encuentra, indudablemente, en la mejor compañía.






El recital-espectáculo con que la Orquesta Mondragón presentó en Madrid su último trabajo discográfico resultó un acto fallido, a pesar de lo interesante de su planteamiento y de algunos momentos apreciables. Javier Gurruchaga, que es en sí mismo la totalidad de la orquesta, de sus ideas y realizaciones, es uno de los cantantes y compositores de rock más destacados del país. Un hombre con ideas, debajo de cuyas canciones se puede apreciar un universo propio, adulto, cargado de referencias culturales y vitales que las llenan de sugerencias. Sus discos y espectáculos anteriores están ahí para demostrarlo.

Sin embargo, en esta presentación daba la impresión de copiarse a sí mismo, lo que, unido a un sonido ciertamente oscuro y sin matizaciones y a que no se le entendía nada de lo que cantaba, contribuyó a lo insatisfactorio del resultado final de un trabajo que, no obstante, surgía de un buen punto de partida.

La existencia de un hilo conductor alrededor del tema de la tercera guerra mundial, que recorrió la hora y media de recital intentando darle cuerpo y consistencia; los decorados de Juan Carlos Eguillor, que también hizo un vídeo que se proyectó durante la actuación; y el montaje escénico en general, apuntaban al deseo de crear un espectáculo inteligentemente pensado, una mezcla de revista y cabaré con soporte rock que, no obstante, no funcionó como la personalidad e imaginación demostradas de Gurruchaga podían hacer esperar.

Parodia antimilitarista

Y es que no bastan todos esos elementos para hacer un espectáculo. Ni el sacar comparsas disfrazados a pasear por el escenario, ni el aprovechar a un Popotxo travestido de misil, maja, tragafuegos o marino de la Quinta Flota en plan de recorrer Nueva York a lo Gene Kelly. Es necesario también dotarle de una estructura coherente y tener algo que decir. La parodia antimilitarista de Gurruchaga se quedaba en simple chiste, a cien años luz de la corrosividad de su Bon voyage o de la capacidad de contar historias que demostraba en Sólo era una fiesta.


El mayor problema del espectáculo fue la ambigüedad. Ni tenía cuerpo suficiente para ser una revista con argumento, ni aprovechaba suficientemente los elementos de cabaré utilizados. Resultó un acto en el que algunos fragmentos funcionaron mejor que el todo, siendo especialmente brillantes las partes que más se aproximaban a la estructura del cabaré --los números sueltos, sin hilazón, coincidentes por otra parte con los temas más antiguos--. El espectáculo decaía estrepitosamente cuando intentaba introducirnos en el pretendido hilo argumental, insuficiente y muchas veces gratuito, a pesar de los textos de Haro Ibars y Luis Antonio de Villena, de los que se podía esperar algo más incisivo. Fue algo así como hacer la guerra con balas de fogueo o gastarse el dinero en salvas.







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