Javier Gurruchaga. Criticas y réplica. (1983-84)
A comienzos de los años ochenta del
siglo pasado (que viejo se siente uno al escribir esto) seguía desde Canarias con
distanciamiento y un cierto escepticismo la música que estaban haciendo los
nuevos grupos de lo que ya se llamaba (¿o se bautizó después?) la movida. Había
cosas que me gustaban más bien poco y otras en las que creía ver detrás la mano
de auténticos creadores, apreciación que en ciertos casos confirmé luego.
Javier Gurruchaga viajó con la Orquesta
Mondragón a Las Palmas en junio de 1983. Aproveché para prestarle la necesaria
atención, que dio como resultado este largo y laudatorio artículo que se
publicó en dos páginas de EL DIARIO DE
LAS PALMAS. Un año después, ya en Madrid y colaborando en EL PAÍS, asistí a la
presentación de su álbum “Es la guerra”, que me pareció un espectáculo fallido,
y así lo escribí. Como la libertad es lo que es y no admite límites ni
cortapisas, a Gurruchaga le gustó el comentario menos que a mí el recital, pese a la vaselina que
le daba para suavizar, y replicó con una carta al director que coloco al final.
DIARIO DE LAS PALMAS. 14 JUNIO 1983
La reciente
actuación de la Orquesta Mondragón
en Las Palmas, que se integra en una buena temporada de recitales de música
popular que promete extenderse con algunas visitas interesantes en los próximos
meses, ha servido, además de para permitirnos pasar un magnífico rato, para
descubrir al que probablemente es el mejor grupo de rock español del momento,
el que tiene una obra más compleja, madura y profunda, por encima de los
primeros momentos divertidos que hace gozar su audición.
«Para
mí es, sin
duda alguna, el mejor álbum de rock and roll (y otras alucinaciones)
parido por un grupo de aquí», escribía el crítico Damián García Puig en la revista Vibraciones, con motivo de la
publicación de su primer disco nace cuatro años; y más recientemente, al
presentar su último trabajo en Madrid, el comentarista del diario Ya, Luis Carlos Buraya, comentaba: «La Mondragón es de lo mejor que en este
momento existe en el rock mundial, muy por encinta (pero
mucho) de muchas superbandas
famosas». Aun dejando a un lado el habitual tono ditirámbico de las críticas
de rock, afirmaciones como éstas merecen ser tenidas en cuenta y, desde luego,
justifican que aprovechemos la visita de la Orquesta a Canarias para dedicarles
algo de tiempo y de espacio, sobre todo porque una atenta audición de sus
discos en los últimos días indica que las alabanzas expresadas en las citas
reproducidas están bastante cerca de la realidad.
ORQUESTA MONDRAGÓN: UN ÉXITO FULGURANTE
La Mondragón es
un buen ejemplo de cómo puede llegar al éxito un grupo surgido en la periferia
de la metrópoli, en San Sebastián, alejada de los centros del rock y de la
industria discográfica nacional. Convertidos ya en ídolos en su tierra natal,
su lanzamiento a nivel nacional tuvo lugar en 1979, a raíz de la edición de su
primer álbum, «Muñeca hinchable», y
del estreno en Madrid de su primer espectáculo del mismo título. Un disco y un
espectáculo que movieron el entusiasmo desde el primer momento, en unos tiempos
en que la confusión parecía ser la tónica dominante en el panorama musical
español.
El primer lanzamiento
de la Mondragón respondió al empeño de dos personas ajenas al grupo, que
creyeron en él y le facilitaron sus primeros trabajos en Madrid y la grabación
de su primer disco. El primero de ellos fue el poeta, personaje de la vida
cultural madrileña y a la sazón crítico musical de la revista Triunfo, Eduardo Haro Ibars, que se ocuparía de
escribir los textos del primer disco y del primer espectáculo. El otro fue el
también periodista Julián Ruiz, que
produjo los dos primeros discos del conjunto y que les abrió las puertas del
éxito, facilitando las grabaciones y sacándolos del País Vasco.
No obstante, la
figura básica del grupo es su cantante Javier
Gurruchaga. Mucho se ha hablado sobre el papel del líder en las bandas de
rock y de música popular en general. Resulta difícil distinguir, cuando un
grupo tiene un éxito como el de la Orquesta Mondragón, quién es el máximo
responsable, y es cierto que, a pesar de ciertas acusaciones de irregularidad,
la banda ha mantenido siempre un equipo bastante estable de miembros y
colaboradores. Desde el poco hablador Popotxo,
siempre silencioso y travestido de mil personajes diferentes, hasta el
guitarrista Jaime Stinus y el bajista
José Luis Doufourg, pasando por los
colaboradores habituales de Gurruchaga
en las letras, Fernando González de
Canales, responsable también del diseño de algunas de las carpetas, y Luis Alberto de Cuenca. Está pues
garantizado el trabajo en equipo, la consideración de que la Orquesta Mondragón es un conjunto y no
únicamente un cantante acompañado por músicos, pero lo cierto es que Javier Gurruchaga le da a la Orquesta Mondragón la imagen y la
ideología, y probablemente sin él no existiría el grupo. Las cosas son así, y
hay más de un ejemplo en el mundo como para que nos permitamos dudarlo.
El segundo LP
del grupo, el titulado «Bon voyage»,
aparecido a la venta un año después del primero, fue su consagración definitiva
y la confirmación de un estilo, de una forma de hacer, original e inteligente.
En él aparecen ya claramente definidas las características más importantes del
conjunto: su amor por la paradoja y la parodia, su afán por contar historias,
su afición hacia el sexo y la muerte. El tercer disco, «Bésame, tonta», que además coincidió con el estreno de una película
con el mismo título y Gurruchaga de
protagonista, constituyó, no obstante, un cierto fracaso, que mantuvo alejada a
la Orquesta de los escenarios durante un año, hasta el estreno de este «Cumpleaños feliz» con que se han
presentado en Las Palmas. La razón de este fracaso habría que achacarla, a mi
parecer, a un cierto abuso en los elementos paródicos del disco (la película no
la he visto) y a una desmedida utilización de los mismos aplicados a la música
de revista y de cabaret, olvidando quizás en extremo los elementos rockeros de
otros trabajos anteriores. El resultado estético de «Bésame, tonta» es muy interesante, pero quizás el público,
demasiado acostumbrado a las etiquetas, no pudo entender ese tipo de aventuras
en un grupo catalogado como «rock».
La imagen
epatante, provocadora, frívola, que sobre un escenario o en un disco parece
ofrecer la Orquesta Mondragón es
profundamente engañosa. Para cualquiera, su trabajo podría pasar por el de
tantos grupos que lanzan discos como chorizos al mercado, que implantan la
improvisación (no la jazzística, sino la que deriva simplemente de la falta de
dedicación) en el rock, qué se vuelcan en letras insulsas más o menos graciosas
y en músicas sin elaborar. Nada más falso. Quizás el más gratificante de los
descubrimientos de la Mondragón sea el de comprobar hasta qué punto sus
espectáculos, sus canciones y sus discos responden a un trabajo metódico,
inteligente y detallado, que no deja nada al azar, que busca cada efecto
conseguido y que muestra una visión propia, personal y coherente del mundo que
nos rodea, una visión con la que se puede estar de acuerdo o no, pero, que, en
cualquier caso, es una visión madura y profunda, pacientemente elaborada y
meditada.
DE LA REVISTA Y EL CIRCO, AL ROCK
Un elemento
indispensable a la hora de valorar la obra de la Mondragón es el indudable
sentido espectacular de su puesta en escena; un espectáculo, además, que no se
crea en el vacío, sino al servicio de lo que se pretende contar. Desde aquella
historia del Johnny Cimbel del primer espectáculo, un personaje marginal y
provocador, violador, gángster y drogadicto, hasta el «hombre mosca» que Popotxo interpretó en Las Palmas, hay
un hilo conductor que relaciona el trabajo de la Mondragón con el escenario
teatral, pero no con el teatro grandilocuente a que tan acostumbrados nos tiene
el rock cuando decide visualizar sus fantasías, sino ese otro teatro más
cercano y más cutre que es la revista o el circo.
Los discos de la
Orquesta Mondragón y sus
espectáculos están plagados de referencias revisteriles y circenses, no de las lujosas
revistas de Celia Gámez o del Teatro
Eslava, sino de los espectáculos marginales del Plata de Zaragoza, el Molino de
Barcelona o el mismísimo Teatro Chino de Manolita Chen, con ese impudor de una
sexualidad descarnada que encuentra la poesía en su falta de aliento poético, que
logra la belleza en el «feísmo» que nos propone. No el circo ya derruido del
Price o el de los hermanos Ringlan, con su elenco de primeras figuras y de
festivales mundiales, sino los circos vagabundos que practican una cierta
estética de la cochambre. Con todo lo contradictorio que significa practicar
esa estética de la subcultura con los más caros adelantos de la técnica del
sonido.
UN NEGATIVO DE LA REALIDAD
Tal vez todas
las historias que cuenta la Orquesta
Mondragón en sus canciones puedan situarse en el marco contradictorio pero
complementario que marcan los conceptos de sexo y violencia, como en las más
deplorables películas «S», sólo que con un contenido revulsivo mucho más
acentuado que en los bodrios cinematográficos. Sexo y violencia, orgasmo y
muerte, en la definición del eros que hace Georges
Bataille, se mezclan en las canciones de la Mondragón dando la imagen de
las dos caras de una misma moneda. Dos mundos contradictorios que se abrazan el
uno al otro de manera indisoluble, hasta la orgía o el crimen.
Hay en la Mondragón un gusto especial por contar
la historia al revés, dándonos esa otra cara de la realidad que esconcen los libros
de texto, que sólo de vez en cuando aparece en los diarios --normalmente en las
páginas de sucesos-- y que la mayoría de las veces vive en el interior de
nosotros mismos. Una realidad conformada por esos fantasmas particulares que Javier Gurruchaga y la Mondragón se han decidido a poner
patitas en la calle mientras que los demás los encerramos dentro de la cabeza,
cerrando todas las puertas para impedir no sólo que salgan, sino incluso que
alguien pueda verlos desde fuera.
Muestran las
canciones de la Orquesta Mondragón una
inusitada pasión por la paradoja y la parodia. Una pasión por la paradoja que les
permite, por ejemplo, un juego permanente con la prepotencia sexual del
protagonista de las canciones, una forma como otra cualquiera de sublimar la
insatisfactoria vida sexual de cada uno: «Soy
buen amante y me piden más, más, más, / Soy tan galante que les doy más, más,
más» («Barba Azul»), «Les gustaba el dinero / se perdían por mi /
sus labios me buscaban» («El diablo
dijo no»), «Tu cuerpo no es el mismo
/ que hice gozar ayer» (“No quiero
verlo”). Una pasión por la parodia que conduce a la Orquesta Mondragón a establecer un constante distanciamiento de los
géneros musicales que practica, bien sea la revista, la balada, la música disco
o el rock and roll, y que no es sino un distanciamiento de ellos mismos, de sus
propias historias, con las que ofrecen una imagen en negativo del mundo en el que
viven, de sus protagonistas, de sus ideologías, en un intento de clamar contra
un entorno profundamente insatisfactorio o de huir de él.
Frente al supuesto orden
de un mundo en realidad caótico, la Mondragón
ofrece el caos de un mundo conscientemente contradictorio y anárquico. Incluso
cuando se utilizan como base de las canciones historias aparentemente tan
inocentes como las de los cuentos de Perrault
(«Caperucita feroz», que puede
encontrarse en el álbum «Bon voyage»,
o «Barba Azul», grabada en el último
disco), la imagen que nos ofrece la Mondragón es justamente la opuesta a la
tradicional, subvirtiendo los valores convencionales de los cuentos o
desenterrando la violencia real que subyace tras la historias infantiles.
Tal vez debajo
de todo ello lo que hay es el conocimiento de una cierta imposibilidad de
relacionarse con el entorno. La ambigüedad de una propuesta estética basada en
la parodia, en ese juego de amor-odio que implica toda caricatura, es también
la impotencia ante la realidad, sea ésta cual sea, la que nos ofrece la cultura
de masas oficial o la que nos plantea la actividad devastadora de la Orquesta Mondragón. Si la realidad es
así, ambivalente y contradictoria, las posibilidades de incidir sobre ella, de
transformarla, son mínimas, pero en cambio son abundantes las posibilidades de
sumergirse en ella, de gozarla o de sufrirla. El trabajo de la Orquesta Mondragón es un esfuerzo por
desentrañar la verdad que se esconde debajo de la realidad, un intento de
comprender el mundo. Si todo ello se nos ofrece con una envoltura divertida,
disparatada y caricaturesca, miel sobre hojuelas, pero no conviene olvidar que
la Orquesta Mondragón da más, mucho
más, que esa superficie divertida. Eso es lo que nos han ofrecido en su
brillante espectáculo de Las Palmas. En el rock hay brillantes antecedentes de
una actitud así, desde Zappa hasta David Bowie. La Orquesta Mondragón se
encuentra, indudablemente, en la mejor compañía.
El recital-espectáculo
con que la Orquesta Mondragón presentó en Madrid su último trabajo discográfico
resultó un acto fallido, a pesar de lo interesante de su planteamiento y de
algunos momentos apreciables. Javier Gurruchaga, que es en sí mismo la
totalidad de la orquesta, de sus ideas y realizaciones, es uno de los cantantes
y compositores de rock más destacados del país. Un hombre con ideas, debajo de
cuyas canciones se puede apreciar un universo propio, adulto, cargado de
referencias culturales y vitales que las llenan de sugerencias. Sus discos y
espectáculos anteriores están ahí para demostrarlo.
Sin embargo, en
esta presentación daba la impresión de copiarse a sí mismo, lo que, unido a un
sonido ciertamente oscuro y sin matizaciones y a que no se le entendía nada de
lo que cantaba, contribuyó a lo insatisfactorio del resultado final de un
trabajo que, no obstante, surgía de un buen punto de partida.
La existencia de
un hilo conductor alrededor del tema de la tercera guerra mundial, que recorrió
la hora y media de recital intentando darle cuerpo y consistencia; los
decorados de Juan Carlos Eguillor, que también hizo un vídeo que se proyectó
durante la actuación; y el montaje escénico en general, apuntaban al deseo de
crear un espectáculo inteligentemente pensado, una mezcla de revista y cabaré
con soporte rock que, no obstante, no funcionó como la personalidad e
imaginación demostradas de Gurruchaga podían hacer esperar.
Parodia antimilitarista
Y es que no
bastan todos esos elementos para hacer un espectáculo. Ni el sacar comparsas
disfrazados a pasear por el escenario, ni el aprovechar a un Popotxo travestido
de misil, maja, tragafuegos o marino de la Quinta Flota en plan de recorrer
Nueva York a lo Gene Kelly. Es necesario también dotarle de una estructura
coherente y tener algo que decir. La parodia antimilitarista de Gurruchaga se
quedaba en simple chiste, a cien años luz de la corrosividad de su Bon voyage o de la capacidad de contar historias
que demostraba en Sólo era una fiesta.
El mayor
problema del espectáculo fue la ambigüedad. Ni tenía cuerpo suficiente para ser
una revista con argumento, ni aprovechaba suficientemente los elementos de
cabaré utilizados. Resultó un acto en el que algunos fragmentos funcionaron
mejor que el todo, siendo especialmente brillantes las partes que más se
aproximaban a la estructura del cabaré --los números sueltos, sin hilazón,
coincidentes por otra parte con los temas más antiguos--. El espectáculo decaía
estrepitosamente cuando intentaba introducirnos en el pretendido hilo
argumental, insuficiente y muchas veces gratuito, a pesar de los textos de Haro
Ibars y Luis Antonio de Villena, de los que se podía esperar algo más incisivo. Fue algo así como hacer la guerra con balas de fogueo o gastarse
el dinero en salvas.
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