jueves, 29 de junio de 2017

DIFERENTE, UNA PELÍCULA PIONERA DEL CINE GAY


“Diferente”, la película que visibilizó la homosexualidad en 1962 metiendo con vaselina un gol por la escuadra a la censura franquista









No todo ha de ser fiesta, borrachera y jolgorio en esta semana del orgullo gay. También reivindicación, aún tan necesaria por mucho que nos pese, e incluso entretenimiento y reflexión, si es que la resaca deja sitio libre en el cerebro, que aún en los momentos de mayor euforia siempre hay que abrir un hueco al pensamiento para que respire. Es por eso que propongo aprovechar una tarde de estas para ver este “Diferente” que enlazo al final, la película que en 1962 fue pionera en tratar el tema gay en el cine español sin que los censores, duros y crueles pero tontos, se percataran de que aquello era una bomba de relojería bajo sus camas. Los tiempos han cambiado y con ellos la visibilización y el respeto hacia la homosexualidad en sus diferentes y variadas formas. Pero no conviene olvidar lo que costó llegar hasta aquí, ni, ¿por qué no admitirlo? el camino que queda por recorrer.




No es “Diferente” una obra maestra de la cinematografía hispana, ni siquiera una buena película, sin embargo sí resulta una obra insólita y curiosa digna de verse y apreciarse. Casi tanto por sus logros, que son variados, como por sus insuficiencias, que ahora resultan tan kitsch e inocentes que hasta enternecen. Y no sólo por el atrevimiento del tema que abordaba, valioso por sí mismo, sino también por la ambición conceptual y estética del intento, que aunque a mi entender resulta excesiva a todas luces tiene también el mérito de quienes no se conforman con seguir los caminos trillados.

Aunque habitualmente se atribuye la dirección de “Diferente” al español Luis María Delgado, la verdad es que su papel no pasó de plasmar en el terreno técnico las ideas del verdadero autor de la película (pues de un auténtico film de autor se trata), el bailarín argentino Alfredo Alaria, que además de protagonizarla, pensó la idea original, participó en el guión y sin duda indicó y marco al español cada una de las tomas. Así lo declara el último de los créditos: “Un film de Alfredo Alaria”, y basta ver la película  y compararla con otras producciones de Delgado para comprobar que no miente.

Personaje curioso en esta historia es este último, el realizador técnico del film, Luis María Delgado, rutinario director español de filmografía tan larga como prescindible, que curiosamente consiguió los mejores resultados de su carrera co-dirigiendo (o firmando) las tres películas que realizó junto a los actores que las protagonizaban y las habían ideado: “Manicomio” (1954, con Fernando Fernán Gómez), “El maestro” (1957, con el italiano Aldo Fabrizi) o este “Diferente” al que nos referimos.

Bailarín, actor y coreógrafo, Alfredo Alaria había nacido en Buenos Aires y había debutado en el cuerpo de baile de aquel Miguel de Molina en el exilio, que dirigió en 1949. Para 1961 había trabajado ya en varios filmes argentinos, siempre en papeles secundarios y habitualmente bailando, y tras haber triunfado en su tierra comenzaba una carrera internacional en la coreografía y el baile. Tal vez pensó, con 31 años cumplidos, que había llegado el momento de dar al arte una obra personal que mostrará a la vez su talento y su más íntima personalidad, forjada, al parecer, alrededor de dos motivos básicos: la ambición creativa y la condición homosexual.  No era moco de pavo para los tiempos que corrían. Paradójico y revelador resulta que pese a la evidente salida del armario que suponía la película, ninguna de las reseñas biográficas, notas de prensa o entrevistas que he encontrado de Alaria, ni de aquel momento ni posteriores, refleja su condición homosexual, tan claramente declarada por él mismo. Parece una contradicción, pero no lo es, que los mismos que han considerado "Diferente" un icono primigenio del cine gay cubrieran con un manto de silencio la innombrable homosexualidad de su autor.




Aunque para esas fechas la homosexualidad ya había sido aludida crípticamente en alguna película estadounidense --piénsese en “La gata sobre el tejado de zinc” (Richard Brooks, 1958) o “De repente el último verano” (Joseph L. Mankiewicz, 1959), ambas basadas en obras teatrales del homosexual Tennessee Williams, o las más metafóricas de la charla sobre ostras y caracoles de “Espartaco” (Stanley Kubrick, 1960) o el desafío a flechazos de “Ben Hur” (William Wyler, 1959)--, aunque todavía faltaba un par de años para que Hollywood pusiera directamente cara al lesbianismo y sus consecuencias en una sociedad tan moralista y homófona como también lo era la estadounidense de la época en “La calumnia” (William Wyler, con guión de Lillian Hellman, 1962). Luego las cosas cambiaron, y la homosexualidad en las películas hollywoodienses dejo de ser una alusión disimulada para convertirse en un reclamo.

Y si eso sucedía en el “país de la libertad”, qué decir de la España del franquismo, aquella de cerrado y sacristía que había ganado la guerra y gobernaba con mano de hierro la moral sexual de los españoles.

Aunque hay quien se retrotrae a 1941 para detectar alusiones homoeróticas en los brazos musculados de Alfredo Mayo en “Raza”, en la que daba vida a José Churruca, trasunto del mismísimo Francisco Franco, autor de la novela autobiográfica firmada con el seudónimo de Jaime de Andrade en la que se basaba la película en una fidelísima traslación de las veleidades heroicas del dictador. No creo que ese toque gay estuviera en la intención de Saenz de Heredia, su director, y menos aún en la del dictador, autor y autentico protagonista, pero merecería ser cierto, porque constituiría una paradoja histórica insuperable[1]. Fuera como fuera, ninguna película española (ni americana, por cierto) habían abordado hasta entonces el tema prohibido con la sinceridad, la pasión y la verdad de “Diferente”. ¡Y mira que quedaban años hasta Almodóvar!



Viendo, entonces o ahora, “Diferente” resulta explicita la intención de Alaria de expresar sus propias ideas tanto sobre el arte como sobre el homoerotismo. Unas autorreflexiones, especialmente las referidas a su condición sexual, que como no podía ser de otra manera no se declaraban nunca explícitamente a través del argumento o el diálogo, un tanto simples y deshilvanados, sino de las imágenes y las coreografías. En “Diferente”, lo que se dice y lo que se cuenta es sólo una parte del discurso, que para entenderse por completo debe relacionarse íntimamente con lo que se ve. Lo que se habla con lo que se danza. El lenguaje explícito de la palabra con el metafórico de la imagen. Sólo entonces el conjunto toma forma.

La historia aparente que cuenta el argumento es bastante simple y poco original, incluso para los sesenta. Un bailarín, que no por nada se llama Alfredo, se atormenta por encontrar una forma personal de bailar que le consagre como artista y le lleve al triunfo, para lo que resulta un permanente motivo de tormento y autoculpabilización el enfrentamiento con el medio social del que proviene (la alta burguesía de un país innominado) y su familia más cercana, que consideran a los artistas seres raros, excéntricos, promiscuos, seres que se mueven en ambientes oscuros e insanos y que bordean la perversión. Un melodrama inane. Es su línea estética, en cambio, el contenido de los planos, relacionados mediante el montaje de las imágenes, las sugerencias coreográficas y la exhibición permanente de la imaginería homosexual masculina del momento lo que aportan a la película las reflexiones sobre la identidad sexual de su autor y protagonista. Una línea visual y metafórica, menos expresa que la argumental, pero igualmente evidente. La confluencia de ambas, su interrelación, es lo que entiendo que da sentido total a “Diferente”.



Hay numerosas alusiones homosexuales en la película, especialmente en los muchos números musicales, generalmente aislados de la trama argumental pero implicados en ella como si de alegóricas notas a pie de página se tratara. Sin embargo, Alaria colocó hacia la mitad  del filme un momento en el que ambos elementos, el argumental y el metafórico se juntan en una doble secuencia altamente significativa del objetivo último del autor.

Alfredo ha abandonado el baile presionado por su entorno para integrase en los negocios inmobiliarios familiares. En un idílico recorrido marítimo en velero charla con Sandra, una antigua compañera con la que ha tenido sus más y sus menos: Hablan cargados de dobles sentidos:

SANDRA- Me parece que quieres engañarte a ti mismo. Tarde o temprano volverás.
ALFREDO- A veces es preferible engañarse.
S- ¿Con qué finalidad?
A- Con una sola: la de no sufrir.
S- Posiblemente, pero también se te puede escapar la felicidad.
A- Es mejor desconocer ciertos sentimientos que nacen no se sabe cómo.
S- ¿De que hablas? ¿por qué dices eso?
(Se besan)
A- Creíste que mi reacción de aquella noche era por mi amor propio herido. No, Sandra, fue porque sentí dentro de mí algo que nunca había sentido. Creí que pasaría, pero sigue, y sigue y sé que es imposible.
(Ella le abraza)
S- Otros se quieren, no hay nada imposible.
A- Sandra, tú eres magnifica, pero no la mujer que puede unirse a un hombre para siempre.
S- Te equivocas. Te quiero, te quise siempre desde que te vi y me hablaste. Si supieras como me han atormentado los celos desde que no te veo. Te quiero, Alfredo, te querré siempre.
(El sonríe  sarcásticamente y luego se carcajea)
A- La mujer que no creía en el amor ni en nada. Pero Sandra ¿Cómo pudiste pensar que yo y contigo...?
(Se pelean)
A- Recuerda lo que te dije: cuando se ríen de mí no lo olvido.
S- Te odio, te odio más que nadie puede odiar. (Ella se separa de él y coge el timón de la barca) Para mí todavía hay esperanza, tengo un futuro. Pero tú no. Estarás siempre solo, como un leproso, como un monstruo, como un condenado. Sólo, ¿me oyes? Solo.
(FUNDE A NEGRO)

La charla, aún con sus meditadas ambigüedades, podría muy bien ser una simple discusión de enamorados, heteros y artistas ambos, si no fuera porque tras el fundido llega la secuencia más explícitamente homoerótica de la película. Alfredo va con su padre y hermano a visitar una obra del negocio familiar. Mientras que sus acompañantes se quedan fuera planificando, él entra en el edificio en construcción y observa como un obrero musculoso y en camiseta de tirantes, sudoroso por el esfuerzo, orada con un martillo neumático un bloque de granito. La mirada de Alfredo, el sudoroso cuerpo del trabajador y la broca del martillo golpeando la piedra se suceden en un rápido montaje alternativo de significado evidente. No se podría resumir de forma más clara, aunque si tal vez más consistente, el conflicto central de la película entre el profundo deseo y la cruel culpabilización, irreprimible el uno e inevitable la otra en el contexto social de los años sesenta.




Lo más sorprendente y lo que convierte “Diferente” en una película insólita es, no obstante, el hecho de que en una dictadura que contaba con instrumentos tan dañinos para reprimir las “desviaciones y vicios” homosexuales como las leyes de Vagos y Maleantes o la de Peligrosidad y Rehabilitación Social (cuyo verdadero peligro quedaba ya explicito en sus propios nombres) la producción y exhibición de la película de Alfredo Alaria se aceptara sin el menor problema ni el más mínimo corte del guión o del producto final. Y es que la censura franquista era brutal y castradora, sin duda, pero tan elemental y simplista como para ser incapaz de desentrañar las sutilezas y las alusiones indirectas de las obras que censuraban. La verdad es que Alfredo Alaria les metió un golazo por toda la escuadra.

Sin embargo, no sólo fue pionera la película en la temática que abordaba, sino también en el modelo cinematográfico que proponía, inspirado en los grandes musicales hollywoodienses y la danza contemporánea, un modelo totalmente enfrentado a las un tanto casposas películas con canciones de las que abundaba el cine patrio. A mi entender fue una intentona fallida y deficiente, pero en cualquier caso, pionera e interesante. El talento de su creador e intérprete no parece que estuviera a la altura de sus ambiciones formales y temáticas. Se ha escrito, y viendo la película la referencia resulta evidente, que la principal fuente de inspiración para “Diferente” fue “West Side Story”, que se había estrenado el año anterior. Sólo cabe lamentar que Alfredo Alaria y Luis M. Delgado no fueran Robert Wise y Jerome Robbins y que Adolfo Waitzman, el autor de la música y las canciones estuviera a tanta distancia de Leonard Bernstein.

Pero en fin, que la cosa no va de eso, sino de invitaros a ver “Diferente” película insólita e imperfecta que fue pionera, hace 56 años ya, en la visibilización de la homosexualidad y en la reivindicación del orgullo correspondiente. Estos días son buenos para recordarlo.









[1] A propósito de esto de ver lo que a lo mejor no existe. Volviendo a ver estos días “Diferente” encuentro hacia su final una secuencia (1h30m) en la que el protagonista exorciza los males que le atenazan en una especie de rito mágico afrocubano, en la que el bailarín se retuerce y debate empujado por la salmodia rítmica de los asistentes. ¿Acaso es “Franco, Franco” lo que repiten los celebrantes mientras los demonios parecen abandonar a Alaria? ¿No me digáis que no hubiera sido un descaro admirable?

miércoles, 14 de junio de 2017

DISPUTAS LITERARIAS EN LA MADRILEÑA CALLE DE QUEVEDO

Genios a la greña
Disputas literarias en la madrileña Calle de Quevedo









Las calles tienen biografías, que contra lo que se pudiera pensar no están sólo en la descripción arquitectónica de sus edificios ni en los cambios urbanos producidos a lo largo de los siglos, aunque tengan su peso. Ni siquiera en el nombre con que algún munícipe reformador las bautizó en su día, nombres que siempre evocan gentes o hechos respetables u olvidables según cada cual. A mi entender los datos fundamentales que marcan el carácter de una calle están sobre todo en las gentes que la habitaron, las peripecias que vivieron en ella, y las relaciones que los unieron o separaron en cada momento de la historia. Es raro encontrar una confluencia de todas estas características, pero cuando se dan en un lugar determinado de cualquier ciudad actúan como un sortilegio que destila el aroma de lo que en ellas sucedió en un tiempo pasado que llega hasta el presente. Recorrerlas con los ojos cerrados, o abiertos a la memoria, que viene a ser lo mismo pero distinto, permiten recuperar el palpito de la historia. En este sentido existe un rincón madrileño paradigmatico de ese poder evocador que tienen ciertas calles para hacernos revivir el tiempo que se fue a través de las personas que las pisaron.

Antes callejón, pasadizo o travesía que auténtica calle, la dedicada a Francisco deQuevedo en el madrileño Barrio de las Letras resume en sus poco más de cincuenta metros y nueve edificios la parte más oscura y desmitificadora de las glorias y miserias literarias y humanas del Siglo de Oro: las envidias, enfrentamientos, intrigas y enemistades de los maestros de la literatura que, a más de hermosos versos, novelas o comedias también sabían incluir el insulto, directo o disimulado, en sus obras y en sus vidas. También, justo es decirlo, todo el enorme talento que les unió en la historia de la literatura por encima de sus diferencias personales.



En el solar del número nueve, en la esquina con la actual Lope de Vega y frente al convento de las Trinitarias, donde desde el siglo XVIII se levanta un edificio de cuatro pisos y en cuya planta baja se abre en la actualidad un restaurante que comparte nombre con la calle, estuvo en su día la casa de dos alturas que fue propiedad de Don Francisco de Quevedo y Villegas (1580/1645), madrileño de pro, literato insigne y ciudadano intrigante y alborotador, que vivió en ella una temporada. Así lo certifica al menos la placa colocada en la fachada en 1945 por el entonces alcalde de Madrid, Alberto Alcacoer y Ribacoba, que hoy sigue contando con calle en la capital, pese a ser hombre aficionado a las dictaduras, pues ya había ocupado el cargo en la de Primo de Ribera y ahora repetía en la de Franco.

No dice el recordatorio, sin embargo, que también allí se había alojado Don Luis de Góngora y Argote (1561/1627), cordobés en este caso. Igual de insigne como literato que su contemporáneo, de similar capacidad de intriga, aunque menos alborotador, y, sobre todo, con menor afición a desenvainar la espada, Góngora se hubiera levantado de su tumba de haber podido saber que con esa placa no sólo se homenajeaba a su mayor antagonista sino que, sobre todo, se le ignoraba a él por completo, lo que a su entender hubiera remachado la ofensa.

Las desavenencias entre ambos genios fueron históricas y continuadas. En el terreno poético compartían el gusto contrapuesto por las más retorcidas metáforas culteranas y la sencillez de la copla popular, muchas veces denunciadora de las tropelías del poder, y uno y otro llevaron a cabo sendas obras de enorme magnitud. Dos genios de tal calibre compitiendo por la gloria literaria de cual de ellos ostentaba el título de primer poeta del reino no podían terminar sino en el encontronazo.

Ya en 1603, cuando el madrileño tenía 23 años y el cordobés había pasado de los 40, Quevedo, quizás en su papel de discípulo que se vuelve contra su maestro, acusó a Góngora de judío y plagiario en aquel famoso soneto que comienza: “yo te untaré mis versos de tocino / porque no me los muerdas, Gongorilla”, y que acaba en puro insulto: “apenas hombre, sacerdote indino”. Talento despreciativo el del madrileño que para sí quisieran los políticos actuales y que a veces alcanzó tono de abierta grosería: “éste, en quien hoy los pedos son sirenas,/ éste es el culo, en Góngora y en culto,/ que un bujarrón le conociera apenas”.

En un arrebato de indignación y culteranismo, Góngora habría de contestarle con aquel otro malévolo soneto que empieza: “Anacreonte español, no hay quien os tope”. Insulto sutil y brutal a un tiempo que precisa de un viaje a la enciclopedia para saber de Anacreonte, poeta griego (577/485aC), hedonista, bisexual, glotón y borracho. Cualidad esta última –a más de su cojera--  que el de Córdoba no se recató en denunciar de su enemigo para cerrar el poema: “A San Trago camina, donde llega, / que tanto anda el cojo como el sano”. Mas oblicuo Góngora que Quevedo, ambos parece ser que compartían mala leche.

Como sea que el odio mutuo no se limitara a la literatura, sino que al parecer lo arrastraron hasta su vida privada, volvamos de nuevo a la calle de marras, escenario del enfrentamiento real más duro y determinante entre ambos poetas, buen indicativo de la inquina que se tenían. Cuentan sus biógrafos que Góngora, a más de poeta y dramaturgo excelso, ejercía de sacerdote sin vocación, era dado a los líos de faldas y sentía pasión irreprimible por los juegos de azar --ludópata se diría hoy en día--, virtudes que le tenían siempre la bolsa a dos velas. Para satisfacer tal vez su afición a las cartas y al mismo tiempo paliar la escasez de dinero, ni corto ni perezoso el cordobés decidió abrir en aquella vivienda alquilada a su rival nada menos que lo que entonces se disimulaba llamándolo “casa de conversación” y que en la actualidad sería “timba” o “garito”, negocio azaroso que acabó de hundir sus finanzas personales.

Justo en ese momento, la Corte se trasladó a Madrid en 1.625 a Madrid, y con ella Quevedo, siempre tan dado a intrigar con o contra los poderosos, regresó al lugar de su nacimiento. Propietario de la vivienda, Quevedo se portó con Góngora a la manera de cualquier inmobiliaria actual con un inquilino deudor: le puso de patitas en la calle con sus cuatro muebles. Ni que decir tiene que el desahucio volvió a inspirar a las musas para nuevas diatribas envenenadas en una y otra dirección.



A mayor abundamiento de odios, celos y peleas entre literatos de los que fue escenario la actual Calle de Quevedo (entonces llamada del Niño, por una imagen con fama de santa que allí dicen se encontraba, y aún luego del Buen Pastor), baste decir que linda en su comienzo con la dedicada a Cervantes (conocida hasta 1835 como Calle Francos) y acaba en la de Lope de Vega (que cambió su nombre original de Cantarranas en 1844), tan insignes escritores ambos como enemigos declarados, aunque en este caso los desprecios e insultos apenas pasaran al papel impreso. 

Miguel de Cervantes Saavedra (1547/1616), aclamado por su Quijote, fue ignorado, sin embargo, como dramaturgo, su aspiración más ferviente, pues eran los escenarios los que reportaban dinero, lo que le hizo llegar a la vejez pobre, amargado y frustrado, celoso del autor que creía le había robado el éxito. No era otro el contrario que Félix Lope de Vega y Carpio (1562/1635), triunfador en todos los corrales de comedias, idolatrado por el público, conquistador de las mujeres más bellas, respetado por la nobleza y vanidoso hasta el punto del desprecio. Amigos al principio, su relación se agrió con los celos y las envidias para recomponerse apenas cuando se acercaba la muerte de Cervantes en 1616. No se hicieron perrerías mutuas, al menos que se sepa, pero sus celos y disputas fueron motivo de permanente cotilleo en parnasos literarios y círculos mundanos.

Decir que a los encargados de poner nombre a las calles se les cruzaron los cables cuando bautizaron las dedicadas a los escritores del Siglo de Oro no debe estar muy lejos de la realidad, porque no dieron una en el clavo. Trastocando nombres y lugares, a Cervantes le asignaron aquella en la que estaba, y aún esta, y se puede visitar, la vivienda en la que Lope había residido los últimos 25 años de su vida. Para fomentar aún más el enfrentamiento póstumo entre los dos literatos, a la hora de repartir calles a Lope de Vega le tocó en suerte la vía en la que estaba situado el Convento de las Trinitarias, lugar en el que, al parecer, fue enterrado el cuerpo sin alma de Cervantes. Pudieron haberle dado a cada cual lo suyo y todos contentos, pero no: a Lope le concedieron la de la tumba de Cervantes, y a este la de la casa de aquel.

Por fortuna en la actualidad se ha reparado alguno de aquellos desaguisados. En una placa metálica colocada ahora entre las losetas de la calzada de la Calle Quevedo, se hace justicia a la historia recordando que también Góngora residió allí. Además, igualmente se indica que en el número cinco nació José Echegaray y Eizaguirre (1832/1916), ingeniero de Puertos Canales y Caminos, matemático, político, y, sobre todo, dramaturgo de inmenso éxito en su momento y olvidado por la posterioridad; por mucho que fuera el primer español en obtener el premio Nobel de Literatura en 1904. Echegaray cuenta con calle propia un poco más arriba, cerca ya de la Puerta del Sol, rincón madrileño que en tiempos de dictadura gozó de la peor fama posible por ser sus bares sede de trabajo de prostitutas clandestinas. En realidad esos usos licenciosos no eran una consecuencia del franquismo, sino que venían de antiguo, pues desde muy al principio del hoy Barrio de las Letras estuvieron sus calles estuvieron bien provistas de tabernas, fondas, mentideros, prostíbulos, casas de conversación y corrales de comedias, haciendo más fácil de los cómicos y literatos que pululaban por ellas.

Entrado ya el siglo XXI y convertido el barrio en sede permanente de divertimento nocturno, la mínima Calle de Quevedo merece la visita de los cazadores de sensaciones, especialmente en horas de medio día o bien avanzada ya la noche, cuando ya se han ido a sus nichos hoteleros los cazadores de fotografías, pues en su breve recorrido aún permite, con imaginación, respirar el mismo aire que respiraron aquellos genios que por ella transitaron y en ella se dieron de trompadas.

Si no es por eso, la Calle de Quevedo apenas ofrece otra excusa para visitarla de los tres restaurantes que la habitan. El ya citado “Quevedo” en la esquina con Lope de Vega, el gallego “Pereira” en la de Cervantes, y el vasco “Zerain”, grande y lujoso, que ocupa toda la planta baja del número tres. Eso sí, en el número uno siempre se puede comprar un cupón de la ONCE, que allí tiene su Dirección General, y esperar a que toque la suerte.