Genios
a la greña
Disputas literarias en la madrileña Calle de Quevedo
Las
calles tienen biografías, que contra lo que se pudiera pensar no están sólo en
la descripción arquitectónica de sus edificios ni en los cambios urbanos
producidos a lo largo de los siglos, aunque tengan su peso. Ni siquiera en el
nombre con que algún munícipe reformador las bautizó en su día, nombres que
siempre evocan gentes o hechos respetables u olvidables según cada cual. A mi
entender los datos fundamentales que marcan el carácter de una calle están
sobre todo en las gentes que la habitaron, las peripecias que vivieron en ella,
y las relaciones que los unieron o separaron en cada momento de la historia. Es
raro encontrar una confluencia de todas estas características, pero cuando se
dan en un lugar determinado de cualquier ciudad actúan como un sortilegio que
destila el aroma de lo que en ellas sucedió en un tiempo pasado que llega hasta
el presente. Recorrerlas con los ojos cerrados, o abiertos a la memoria, que
viene a ser lo mismo pero distinto, permiten recuperar el palpito de la
historia. En este sentido existe un rincón madrileño paradigmatico de ese poder
evocador que tienen ciertas calles para hacernos revivir el tiempo que se fue a
través de las personas que las pisaron.
Antes
callejón, pasadizo o travesía que auténtica calle, la dedicada a Francisco deQuevedo en el madrileño Barrio de las Letras resume en sus poco más de
cincuenta metros y nueve edificios la parte más oscura y desmitificadora de las
glorias y miserias literarias y humanas del Siglo de Oro: las envidias,
enfrentamientos, intrigas y enemistades de los maestros de la literatura que, a
más de hermosos versos, novelas o comedias también sabían incluir el insulto,
directo o disimulado, en sus obras y en sus vidas. También, justo es decirlo,
todo el enorme talento que les unió en la historia de la literatura por encima
de sus diferencias personales.
En
el solar del número nueve, en la esquina con la actual Lope de Vega y frente al
convento de las Trinitarias, donde desde el siglo XVIII se levanta un edificio
de cuatro pisos y en cuya planta baja se abre en la actualidad un restaurante
que comparte nombre con la calle, estuvo en su día la casa de dos alturas que
fue propiedad de Don Francisco de Quevedo y Villegas (1580/1645), madrileño de
pro, literato insigne y ciudadano intrigante y alborotador, que vivió en ella
una temporada. Así lo certifica al menos la placa colocada en la fachada en
1945 por el entonces alcalde de Madrid, Alberto Alcacoer y Ribacoba, que hoy
sigue contando con calle en la capital, pese a ser hombre aficionado a las
dictaduras, pues ya había ocupado el cargo en la de Primo de Ribera y ahora
repetía en la de Franco.
No
dice el recordatorio, sin embargo, que también allí se había alojado Don Luis de
Góngora y Argote (1561/1627), cordobés en este caso. Igual de insigne como literato
que su contemporáneo, de similar capacidad de intriga, aunque menos
alborotador, y, sobre todo, con menor afición a desenvainar la espada, Góngora
se hubiera levantado de su tumba de haber podido saber que con esa placa no
sólo se homenajeaba a su mayor antagonista sino que, sobre todo, se le ignoraba
a él por completo, lo que a su entender hubiera remachado la ofensa.
Las
desavenencias entre ambos genios fueron históricas y continuadas. En el terreno
poético compartían el gusto contrapuesto por las más retorcidas metáforas
culteranas y la sencillez de la copla popular, muchas veces denunciadora de las
tropelías del poder, y uno y otro llevaron a cabo sendas obras de enorme
magnitud. Dos genios de tal calibre compitiendo por la gloria literaria de cual
de ellos ostentaba el título de primer poeta del reino no podían terminar sino
en el encontronazo.
En
un arrebato de indignación y culteranismo, Góngora habría de contestarle con
aquel otro malévolo soneto que empieza: “Anacreonte
español, no hay quien os tope”. Insulto sutil y brutal a un tiempo que
precisa de un viaje a la enciclopedia para saber de Anacreonte, poeta griego
(577/485aC), hedonista, bisexual, glotón y borracho. Cualidad esta última –a
más de su cojera-- que el de Córdoba no
se recató en denunciar de su enemigo para cerrar el poema: “A San Trago camina, donde llega, / que tanto
anda el cojo como el sano”. Mas oblicuo Góngora que Quevedo, ambos parece
ser que compartían mala leche.
Como
sea que el odio mutuo no se limitara a la literatura, sino que al parecer lo
arrastraron hasta su vida privada, volvamos de nuevo a la calle de marras,
escenario del enfrentamiento real más duro y determinante entre ambos poetas, buen
indicativo de la inquina que se tenían. Cuentan sus biógrafos que Góngora, a
más de poeta y dramaturgo excelso, ejercía de sacerdote sin vocación, era dado
a los líos de faldas y sentía pasión irreprimible por los juegos de azar
--ludópata se diría hoy en día--, virtudes que le tenían siempre la bolsa a dos
velas. Para satisfacer tal vez su afición a las cartas y al mismo tiempo paliar
la escasez de dinero, ni corto ni perezoso el cordobés decidió abrir en aquella
vivienda alquilada a su rival nada menos que lo que entonces se disimulaba
llamándolo “casa de conversación” y que en la actualidad sería “timba” o
“garito”, negocio azaroso que acabó de hundir sus finanzas personales.
Justo
en ese momento, la Corte se trasladó a Madrid en 1.625 a Madrid, y con ella
Quevedo, siempre tan dado a intrigar con o contra los poderosos, regresó al
lugar de su nacimiento. Propietario de la vivienda, Quevedo se portó con
Góngora a la manera de cualquier inmobiliaria actual con un inquilino deudor:
le puso de patitas en la calle con sus cuatro muebles. Ni que decir tiene que
el desahucio volvió a inspirar a las musas para nuevas diatribas envenenadas en
una y otra dirección.
A
mayor abundamiento de odios, celos y peleas entre literatos de los que fue
escenario la actual Calle de Quevedo (entonces llamada del Niño, por una imagen
con fama de santa que allí dicen se encontraba, y aún luego del Buen Pastor),
baste decir que linda en su comienzo con la dedicada a Cervantes (conocida hasta 1835 como Calle Francos) y acaba en la de Lope de Vega (que cambió su nombre original
de Cantarranas en 1844), tan insignes escritores ambos como enemigos
declarados, aunque en este caso los desprecios e insultos apenas pasaran al
papel impreso.
Miguel
de Cervantes Saavedra (1547/1616), aclamado por su Quijote, fue ignorado, sin
embargo, como dramaturgo, su aspiración más ferviente, pues eran los escenarios
los que reportaban dinero, lo que le hizo llegar a la vejez pobre, amargado y
frustrado, celoso del autor que creía le había robado el éxito. No era otro el
contrario que Félix Lope de Vega y Carpio (1562/1635), triunfador en todos los
corrales de comedias, idolatrado por el público, conquistador de las mujeres
más bellas, respetado por la nobleza y vanidoso hasta el punto del desprecio.
Amigos al principio, su relación se agrió con los celos y las envidias para
recomponerse apenas cuando se acercaba la muerte de Cervantes en 1616. No se
hicieron perrerías mutuas, al menos que se sepa, pero sus celos y disputas
fueron motivo de permanente cotilleo en parnasos literarios y círculos
mundanos.
Por
fortuna en la actualidad se ha reparado alguno de aquellos desaguisados. En una
placa metálica colocada ahora entre las losetas de la calzada de la Calle
Quevedo, se hace justicia a la historia recordando que también Góngora residió
allí. Además, igualmente se indica que en el número cinco nació José Echegaray
y Eizaguirre (1832/1916), ingeniero de Puertos Canales y Caminos, matemático,
político, y, sobre todo, dramaturgo de inmenso éxito en su momento y olvidado
por la posterioridad; por mucho que fuera el primer español en obtener el
premio Nobel de Literatura en 1904. Echegaray cuenta con calle propia un poco
más arriba, cerca ya de la Puerta del Sol, rincón madrileño que en tiempos de
dictadura gozó de la peor fama posible por ser sus bares sede de trabajo de
prostitutas clandestinas. En realidad esos usos licenciosos no eran una consecuencia del franquismo, sino que venían de antiguo, pues desde
muy al principio del hoy Barrio de las Letras estuvieron sus calles estuvieron
bien provistas de tabernas, fondas, mentideros, prostíbulos, casas de
conversación y corrales de comedias, haciendo más fácil de los cómicos y
literatos que pululaban por ellas.
Entrado
ya el siglo XXI y convertido el barrio en sede permanente de divertimento
nocturno, la mínima Calle de Quevedo merece la visita de los cazadores de
sensaciones, especialmente en horas de medio día o bien avanzada ya la noche, cuando ya se han ido a sus nichos hoteleros los cazadores de fotografías,
pues en su breve recorrido aún permite, con imaginación, respirar el mismo aire
que respiraron aquellos genios que por ella transitaron y en ella se dieron de
trompadas.
Si
no es por eso, la Calle de Quevedo apenas ofrece otra excusa para visitarla de los
tres restaurantes que la habitan. El ya citado “Quevedo” en la esquina con Lope
de Vega, el gallego “Pereira” en la de Cervantes, y el vasco “Zerain”, grande y
lujoso, que ocupa toda la planta baja del número tres. Eso sí, en el número uno
siempre se puede comprar un cupón de la ONCE, que allí tiene su Dirección
General, y esperar a que toque la suerte.
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