Blasco Ibañez y el cine (1)
Andanzas cinematográficas de un literato valenciano en la corte de Hollywood
Novelista,
editor, periodista, político y aventurero, quizás el escritor español de mayor
éxito internacional en las décadas a caballo entre los siglos XIX y XX, Vicente
Blasco Ibáñez, nacido el 29 de enero de 1867 en la valenciana calle de
Jabonería Nueva, hijo de un pequeño comerciante y de una mujer devota y severa,
y fallecido en 1928 en su mansión de la villa francesa de Menton, quizás fue
también el primer intelectual y novelista español, el más importante y exitoso
en cualquier caso, que demostró un verdadero interés por aquel nuevo invento
que fue el cinematógrafo.
A
él dedicó desde el principio, cuando para otros artistas de su época aún era
tan sólo un simple entretenimiento de barraca de feria, una atención que le
llevaría a acabar considerando las películas no sólo un medio en el que podía
expresar su talento, sino, sobre todo, la forma artística por excelencia del
nuevo siglo naciente, fiel representación de una era regida por el maquinismo y
la modernidad. Contar esa historia es el objetivo de estas notas. Veremos a ver
cómo va saliendo la cosa.
Blasco retratado por Sorolla |
A
estas alturas del siglo XXI parece lógico preguntarse por qué este interés en
un escritor (y en lo que aquí nos toca cineasta) que hoy está, mucho me temo,
prácticamente olvidado, excepto por una pequeña lista de estudiosos, víctima de
una infravaloración crítica que apenas le ha considerado en las últimas décadas
poco más que un autor de folletines inspirados. No voy a entrar en ello, aunque
sea una valoración que me parece absolutamente injusta. Sin duda Blasco Ibáñez
no fue un gran novelista, a la manera de un Galdós, fecundo como él, o de un
Clarín, autor esencial de una sola obra, aunque sí existen grandes novelas
entre su muy extensa producción. Pero que nadie se preocupe, que no entraré en
esa cuestión, porque no está la reivindicación literaria del autor en los
orígenes de estas líneas, que no hablan tanto de sus novelas, sino de lo que el
cine hizo con ellas. Este interés por la faceta cinematográfica nace motivado
tanto por la curiosidad por esta actividad poco conocida del escritor como por
su propia personalidad humana, que como se verá le convirtió en todo un
personaje.
También
existe, lo reconozco, una querencia personal hacia el tema, porque Blasco
Ibáñez fue mi primer descubrimiento literario en una ya lejana adolescencia,
pasadas ya las épocas, nunca conclusas, de Mortadelo y Filemón y Hazañas
Bélicas o la posterior de Salgari, Verne y Zane Grey. No creo yo que esto pueda
interesar mucho a quien se meta en estas líneas, pero como el blog es mío, saco
la varita mágica del capricho y lo introduzco aquí. También porque creo que
sugiere lo que Blasco Ibáñez significó para alguna gente en un determinado
momento de la historia de España.
Flash-back en
blanco y negro
La
acción tiene lugar a comienzos de los años 60 del siglo XX, y transcurre en la
cola de la taquilla del cine Espronceda, sito no en la calle del mismo nombre,
sino en la aledaña de Alonso Cano, Madrid. Era una sala de barrio, de programa
doble, ante la que esperaba su apertura acompañado de alguno de aquellos viejos
amigos de la infancia, que ya se han perdido en el calendario pero que no se
olvidan. Para entretenerme leía un libro. Una señora que también esperaba se
fijo en el título, y me recriminó --la verdad es que en mi recuerdo no sé si
con cariño o con soberbia-- que aquella no era lectura para niños. Yo, con la
fatuidad de los 14 años que bien podía tener ya, le respondí sin dudarlo: “me
lo ha regalado mi papá”, y debo suponer que seguí al tema que me regalaba la
novela, que era de Blasco Ibáñez y que debía ser “Entre naranjos”, que
contiene un apasionado romance del protagonista con una casquivana cantante de
ópera que, inmerso el país en la moralidad más pacata, no debía ser adecuada
para la tierna mente de un adolescente pajillero.
No
mentía yo a la señora, el dios en el que ya no creía entonces me libre. Mi
padre, un veterano rojo que en su juventud se había imbuido hasta las cejas del
republicanismo radical del escritor, admiraba a Vicente Blasco Ibáñez, al que
probablemente conocía más por sus ideas que por su literatura. Queriendo traspasarme
esa admiración, me regaló algunas de las novelas del ciclo valenciano, las que
entonces eran más fáciles de encontrar y que constituyen probablemente lo más
destacado de la obra del valenciano. El viejo hubiera querido comprarme “La
Catedral” o “La Araña Negra”, que él había leído, pero su anticlericalismo
militante las había hecho víctimas de la censura.
Lo
mismo hizo con otros autores y libros que él
había ido descubriendo a lo largo de su vida con ese hambre de cultura que
caracteriza a los buenos autodidactas. Comprábamos, porque le gustaba que le
acompañara, en librerías, pero preferentemente en la Cuesta de Moyano o en el
Rastro, en el que un viejo amigo, maestro depurado, malbarataba su biblioteca
para completar el mezquino sueldo que le daban en la academia en la que daba clases a
repetidores. Era la manera en que unos determinados españoles, los perdedores
de una guerra que aún estaba insultantemente presente en todos los rincones,
podían leer y aprender lo que en la escuela se ocultaba.
En mi caso personal,
aquella insistencia paterna me permitió acceder a edad muy temprana a libros,
historias e ideas que, en otras situación, hubiera tardado mucho más en
descubrir o no hubiera descubierto nunca: Vargas Vila, que le gustaba
especialmente, “La busca” de don Pío,
que encontró entusiasmado, Zola, Machado y Lorca, Galdos… O “Las Ruinas de Palmira”, el panfleto del
Conde de Volney, que para él constituía la prueba irrefutable de la falsedad de
las religiones y del que no entendí un pijo, aunque lo leí con la máxima
atención. Recientemente he vuelto a intentarlo, pues lo encontré en esta cosa
de internet, pero no he sido de pasar de la página 20, y eso ya creo que es
mucho. De
todos ellos, Vicente Blasco Ibáñez fue el que más me impresionó, el que más
ventanas me abrió, no ya a las ideas y a la literatura, que también, sino a la
vida.
novelista, periodista y editor
En
la Casa-Museo de Valencia dedicada al escritor, reconstrucción del viejo chalet
de la playa de la Malvarrosa en la que vivió Blasco, encima de la falsa mesa de
despacho en la que escribía, de la misma época pero no exactamente la misma, se
conserva un folio sobre el que, escrito por su propia mano, figura un aforismo
que, personalmente, me parece toda una declaración de principios sobre el arte
del buen vivir, en el que don Vicente fue un maestro. "El trabajo es virtud, la holganza es salud",
reza, en una clara contradicción entre sus aspiraciones y la realidad, porque
pocos escritores hay en España que trabajaran más en su vida, tanto que
desarrolló tal actividad que casi alcanza la extravagancia. No sólo en su obra
literaria, sino en otros muchos afanes, unas veces complementarios de la
escritura y en otros totalmente ajenos a ella, hasta el punto de poder llegar a
afirmar que Vicente Blasco Ibáñez, valenciano, vividor y escritor, hubiera
sido, de haber escrito sus memorias, el más novelesco de todos los personajes
de sus novelas.
Ante
todo don Vicente fue novelista. En su bibliografía figuran más de cincuenta
libros, la mayor parte novelas, unas excelentes y otras infumables, pero
también divulgación histórica, algún ensayo o panfleto y varios y destacables
libros de viajes que aún hoy pueden leerse con provecho. En línea con ese
empeño literario, también fue editor, creando con algún socio la editorial Prometeo en 1914. En ella publicó sus
propios textos, pero no exclusivamente, convirtiendo su editorial en una de las
más importantes de España, poniendo al alcance de los españoles del momento
buena parte del pensamiento más racionalista y progresista de la humanidad. A
él se deben, por ejemplo, las primeras ediciones en España de "La evolución de las especies", de
Darwin, o las primeras "Greguerías"
de Gómez de la Serna, a más de los dramas completos de Shakespeare, que tradujo
él mismo, al parecer plagiando, y que por primera vez aparecían completos en
español, Homero, Esquilo, Sófocles o Dante, en colecciones dedicadas a los más
distintos temas: teatro, historia, geografía, ciencia, clásicos de la
literatura y novelas populares de autores contemporáneos, que se publicaron en
la colección por entregas de "La
novela literaria" a precio barato. Su idea como editor, aparte de
ganar dinero, cuestión que también le interesó toda su vida, era poner al
alcance de las clases populares la mejor literatura del mundo y los libros de
pensamiento más avanzados. Publicar mucho, barato y de calidad. Una hermosa
aventura en la que anduvo toda su vida y que le sobrevivió, interrumpida sólo a
la toma de Valencia por los rebeldes al final de la guerra civil, ya muerto
Blasco 11 años antes.
En
esta misma vocación divulgativa habría que inscribir la creación, en 1894, el
diario El Pueblo, en cuyo primer
número comenzó también la publicación en forma de folletín de “Entre naranjos”, iniciando su ciclo de
sus novelas valencianas. El periódico sería desde el primer momento el más
importante de los órganos de prensa valencianos, con gran repercusión también
en toda España, instrumento de difusión y agitación de los principios
republicanos, anticlericales y obreristas que constituían las bases ideológicas
y políticas del escritor.
Activista político
Entre
las cosas en las que Blasco Ibáñez fue un adelantado a su tiempo figura en
lugar destacado la de constituir un ejemplo de escritor de lo que con el tiempo
llegarían a ser los intelectuales comprometidos, “engagé” siempre hasta las
cachas. Más que lo fueran Zola o Víctor Hugo, sus modelos de literato, porque
su compromiso no se quedó sólo en los libros o en actuaciones políticas
puntuales. Muy por el contrario, para Blasco la política fue, especialmente
hasta que llegó a la cuarentena, una actividad paralela a la literaria a la que
se entrego con similar energía que la que dedicaba a sus novelas, las mejores
de las cuales escribió, precisamente, en esta etapa de su vida.
Vicente
Blasco Ibáñez se inició en las luchas políticas cuando apenas con 15 años
ingresó en la Universidad de Valencia para estudiar Derecho, que acabó pero no
ejerció, y se implicó en las algaradas de 1882 contra la monarquía, que se
había restablecido siete años antes, tras el finiquito del sexenio liberal y la
primera República. A partir de ahí, en lo que hoy llamaríamos un rápido proceso
de concienciación, su nivel de compromiso fue acrecentándose y concretándose.
Racionalista irredento como era, se integró en la masonería y se adhirió al
Partido Republicano Federal de Pi y Margall, la rama más a la izquierda del
republicanismo de la época (recuerden que andamos allá por los tiempos de la
guerra de Cuba, a la que nuestro autor se opuso con firmeza). Sin embargo duró
poco esa militancia, porque Blasco no era hombre de andar detrás de otras
banderas que no fueran las propias. Así, creó en Valencia lo que primero sería
Unión Republicana, y luego, otra vez en su papel de precursor, Partido de la
Unión Republicana Autonomista, que gobernó en la ciudad durante largos años y
por que fue elegido diputado en las Cortes madrileñas en seis ocasiones.
No
fue el suyo un partido cualquiera, a la manera de las agrupaciones de notables,
o de caciques, que entonces administraban España, porque gobernarla, lo que se
dice gobernarla, aún la gobernaba Alfonso XII, servido en dulce alternancia por
liberales y monárquicos. Lo que Blasco construyó --en línea con lo que entonces
estaban haciendo en Barcelona Lerroux con su Partido Radical—fue, y no es moco
de pavo histórico, la primera organización política de masas, cuando el
socialismo y el anarco sindicalismo aún andaban en pañales. Un partido con una
extensa red de militantes y simpatizantes, organizado en cada pueblo a través
de una completo entramado de ateneos y centros republicanos, centrados en la
política, pero también en la cultura, llegando en este terreno a fundar incluso
una Universidad Popular.
Tal
fue la influencia de Blasco Ibáñez en la política española de finales del siglo
XIX y comienzos del XX que incluso llego a bautizar una corriente ideológica,
el blasquismo, que aún hoy es reconocido incluso en wikipedia. Una
ideología embrionaria de lo que vendría después, decididamente basada en la
idea de la necesidad del protagonismo político de las masas subyugadas,
republicana y anticlerical de raíz, en la convicción de que el despotismo
monárquico y el oscurantismo religioso eran la base de la incultura y la miseria
de las clases populares. Populista en su expresión y caudillista en su
funcionamiento; burgués, prelibertario y protosocialista.
No
puedo reprimir el transcribir aquí, aunque se alargue la historia, el retrato
que de él hizo alguien que le conoció de adolescente en aquellos años de
esplendor literario y político de Blasco. Hombre, como él, de la novela y el
cine. Máx Aub, aquel francés hijo de padres judíos que en su peregrinar le llevaron
a Valencia todavía niño, ya en el exilio mexicano, en 1945, en su novela “Las buenas intenciones” puso en boca de
uno de sus personajes:
“Era un dios, ¿me oís?, un dios, y además lo
parecía: alto, fuerte, casi hercúleo, el pelo ensortijado, la cara de dios
griego, un poco grueso tal vez... ¡Y una voz! ¡Qué voz!... Vosotros no habéis
conocido a Blasco, el verdadero Blasco, era un dios. Hablaba de todo: de
poesía, de libros que nadie había leído —por lo menos los que le escuchábamos—,
de historia, de geografía ¡y le entendíamos! Yo he visto a una multitud enorme
no sólo escucharle con la boca abierta, horas y horas, sino repetir, palabra
por palabra, lo que iba diciendo... Es muy fácil decirlo, y no parece nada,
pero ver, como yo lo vi, cientos y cientos de caras, levantadas hacia él y
repitiendo lo que escuchaban, como si fuese una oración. ¿Vosotros qué
sabéis?... Yo le he oído hablar en una plaza de Valencia —todavía lo estoy
viendo—, en el balcón de un centro republicano —no me acuerdo cuál, yo era muy
chico entonces—-. Los salones estaban a reventar, a reventar la plaza y las
calles de al lado. Llegó la guardia civil de a caballo dispuesta a despejar
aquello ¡y se tuvo que regresar sin poder hacer nada! Aún estoy viendo a Don
Vicente, con su barba de profeta joven, arengarlos, en el balcón, entre las
luces de las antorchas. Se agigantaba, todos aquellos hombres hubiesen dado
hasta la última gota de sangre por él”.
Todo
lo que se conoce de Vicente Blasco Ibáñez confirma que fue tal y como le dejó
retratado Max Aub. Nadie me negará que podía haber sido personaje en una de sus
novelas, aunque aquí todavía personaje secundario. El protagonismo le llegará,
lo comprobaréis, al completar el puzle de su vida.
La
facilidad de Blasco para llegar a la gente y la verdad de su mensaje le
ayudaron a convertirse en un político de éxito, por mucho que tampoco
resultaran ajenos a ese triunfo su prestigio como novelista y la influencia que
le permitía ejercer el contar con un medio de propaganda propio como era el
diario El Pueblo. Sin embargo, probablemente no hubiera disfrutado del fervor
popular del que disfrutó de no habérselo ganado paso a paso con su
participación en las luchas populares y callejeras de Valencia, que le
acarrearon no pocas dificultades y que sus seguidores supieron apreciar,
aceptándole como uno más de ellos, siempre dispuesto a todo por la causa.
El
activismo de Blasco le llevó a participar directamente en algaradas y
enfrentamientos de los que no siempre salió bien parado. En tres ocasiones dio
con sus huesos en presidió, aunque siempre por pocos meses, y en dos debió
exiliarse para salvar el pellejo. La primera de ellas tuvo tintes de aventura
digna del celuloide.
En
1890 --recordemos, Blasco tenía 23 o 24 años--, visitó Valencia en gira de
mítines Antonio Cánovas del Castillo, líder conservador, muñidor de la reciente
restauración borbónica, inventor del bipartidismo y Presidente del Consejo de
Ministros. No había otra que tal personaje le cayera mal al joven periodista,
que desató una dura campaña en contra de la visita desde las páginas de La
Bandera Federal, el semanario que había fundado recientemente, poco más en
realidad que una hoja volandera. Como consecuencia de sus proclamas y alentada
desde la revista, se organizó una masiva y agitada manifestación, en la que
Blasco se dirigió a la muchedumbre en plena calle. Cargaron los guindillas, que
se lanzaron directos contra orador, pero cuando la policía intento detenerle le
protegieron los propios manifestantes, que le rodearon y le ayudaron a escapar,
escondiéndole un amigo en una barraca de la playa en la que hubo de permanecer
oculto varios días. Cuando despejó la tormenta, una gabarra de pescadores amigos
le llevó hasta Argel, desde donde saltó a Marsella y de allí a Paris. ¡Ríanse
ustedes de las fugas del telón de acero!
Incluso
a un duelo a pistola le condujo a Blasco su actividad política. El contrincante
fue un teniente del ejército, Alestuei de nombre, con el que intercaló tres
disparos sin consecuencia. La cuarta bala salido del arma del militar acertó al
escritor en el vientre, aunque por fortuna chocó con la hebilla del cinturón,
lo que le permitió conservar la vida pero no le evitó caer herido al suelo.
Aunque el duelo era a muerte, ahí se acabo el tiroteo. ¿De película o no?
Aventurero por el mundo
Por
si aún no ha quedado claro el carácter aventurero de nuestro personaje, aún restan
un par de historias que dejan patente esta faceta de Blasco Ibáñez, viajero
impenitente y buscalíos profesional como fue toda su vida. Ahí quedó para la
historia la vuelta al mundo que emprendió desde el puerto de Nueva York en
septiembre de 1923, cuando con 58 años de edad ya no era precisamente un
chaval. Pocas personas habían realizado un viaje similar en aquellos años.
Personalmente sólo conozco a dos, Blasco y Phileas Phog, aunque el primero no
pusiera en el empeño tan sólo 80 días, sino dos años. Tampoco utilizó el
escritor en esta trashumancia globos aerostáticos ni vapores autodestructivos,
sino que dio la vuelta al Globo en el cómodo camarote de un lujoso
transatlántico de la American Express. Aún así atravesó ocho océanos, navegó
por el Ganges, el Nilo y el río Amarillo y conoció las cinco razas en los cinco
continentes.
Y
todo ello, cuentan, realizado con toda naturalidad, como si la cosa le
resbalara y dar la vuelta al mundo fuera algo que se hacía cada día, como ir al
trabajo, visitar a la familia o tomarse unos vinos en la taberna de debajo de
casa. Algo que él parecía haber realizado con una normalidad y modestia que,
por otra parte, no eran sino el enmascaramiento del orgullo que sentía por la hazaña
realizada. “Cuando baje del tranvía y me
pregunten de dónde vengo, diré: de dar la vuelta al mundo”, respondió a la
pregunta de un periodista en el momento de la partida. “Como otros vienen de comprar el periódico”, apostilla su biógrafo,
Ramiro Reig, que refiere la anécdota. El resultado del periplo fue “La vuelta al Mundo de un novelista”
(1925), cuyos tres volúmenes constituyen todavía hoy una lectura apasionante a
trozos, siempre ilustrativa y desde luego esclarecedora de la personalidad del autor.
Pero
si algo define el carácter aventurero del escritor son sus afanes de pionero
colonizador de tierras vírgenes. En 1912, en el transcurso de su primer viaje a
Argentina, unos amigos le habían convencido de que aquel era el país de las
oportunidades, lugar de acogida y triunfo de inmigrantes de todo el mundo. Ni
corto ni perezoso, Blasco compró amplios terrenos y pensó en los campesinos
valencianos que pasaban hambre y que allí podrían transformar su miseria en
prosperidad. Regresó a Valencia, reunió a 70 familias y con ellas atravesó el
mar, cruzó el desierto y se estableció con ellos en medio de la pampa. La
aventura duró tres años y acabó como el rosario de la aurora: las tierras no
eran tan fértiles como había pensado, las hermosas viviendas prometidas no
estaban construidas y los colonizadores debieron alojarse en ínfimos barracones
sin ninguna comodidad. Además, los campesinos valencianos, acostumbrados a la
fertilidad de la huerta, no encontraban la forma de adaptarse a la aridez del
desierto y hacerlo producir. Total, un fracaso que se saldó con importantísimas
deudas para el promotor, que, eso sí, pagó religiosamente aunque tardara tiempo
en arreglar sus cuentas.
Aún
así, aquella aventura descubridora de Blasco dejó huella en Argentina y en su historia
a través de las dos colonias que fundó, aún existentes hoy en día con el nombre
con que él mismo las bautizó. Primero fue Nueva Valencia, situada a 1.100
kilómetros de Buenos Aires, en lo que ahora es el municipio de Riachuelo, en el
departamento de Corrientes, y que cuenta con una población de 1.965 habitantes.
La otra, Cervantes Río Negro, está en el norte de la Patagonia, en el
departamento General Roca. Sus 3.552 habitantes celebran anualmente en ella la
fiesta regional del mate y en diciembre se lleva a cabo la Fiesta Provincial de
la Jineteada. Buenos lugares, incluso ahora, para escapar del mundo y
convertirse en los vagabundos de “El
tesoro de Sierra Madre”.
Como
Blasco no disparaba con salvas, y no había historia que no dejara luego en negro
sobre blanco, de la desdichada aventura argentina salieron dos novelas: “Los argonautas” (1914) y “La tierra de todos” (1922), que no
figuran entre lo más apasionante de su obra, pero que dieron buenos frutos en
la pantalla, sobre todo la segunda de ellas, que serviría para cimentar la
ascensión al estrellato nada menos que de Greta Garbo.
Continuará…
Siguiente
entrega:
Deslumbrando los ojos de un escritor adulto
No hay comentarios:
Publicar un comentario