Reencuentro con James Robertson Justice,
actor antifranquista
Internet
nos da sorpresas, sorpresas nos da internet; ya lo adelantó el cantor. Buscando
estos días entre los listados de firmas internacionales que se adhirieron a los
manifiestos de intelectuales españoles de 1962/63 contra las torturas a los
mineros huelguistas asturianos, historia que un día de estos concluiré, encuentro
un nombre que me lleva a un rostro que me retrotrae a la infancia y me cuenta
una historia que desconocía.
No
sé por qué razón, entre mis primeros recuerdos de pre-adolescente, asiduo a los
viejos cines de sesión continua y programa doble, figura el nombre de James
Robertson Justice, actor británico de larga carrera, pocas veces protagonista,
cuyo rostro barbado y de pícaro bonachón ha permanecido en mi memoria a lo
largo de los años. Con el tiempo, su nombre ha pasado a la historia y a las
enciclopedias, aunque mucho me temo que poco de él sabrán el común de los
mortales, por mucho que algunas de las películas en las que intervino las sigan emitiendo las televisiones con cierta frecuencia. Sólo quienes fueron niños en los años cincuenta y algunos cinéfilos
irredentos, también los más jóvenes, lo recordaran como yo. Como un intérprete de
personajes normalmente prescindibles, pero cuya presencia física contundente y cuyo
buen hacer actoral le convirtieron en inolvidable, al menos para mí. Rebuscando ahora, además,
me entero que fue mucho más.
Un
actor. Por eso me despista que en el listado de firmantes del documento aludido
apareciera no como tal, sino nada menos que como “Rector de la Universidad de
Edimburgo”. ¿Dos personas con el mismo nombre? Dos no, muchas, pero todas
dentro del mismo James Robertson Justice. Basta echarle un vistazo a su
biografía en el Wikipedia británico (en el español no existe) para darse
cuenta de que fue todo un personaje.
Nacido
en 1907 y fallecido en 1975, hasta que con la ya avanzada edad de 37 años
debutó como actor sin acreditar en su primera película, llevó una vida
ciertamente aventurera y variada. Antes de los 20 años había estudiado ciencias
en su tierra geología en Alemania y dado muestras de sus habilidades
políglotas, llegando a hablar hasta una veintena de idiomas. Ya de vuelta a
Londres fue periodista en la agencia Reuters, donde coincidió con Ian Fleming,
el creador de James Bond. Emigrante después en Canadá, trabajó de buscador de
oro, leñador, vendedor de seguros y maestro de inglés. Una aventura que debió
ser ruinosa, pues para pagarse de vuelta a Inglaterra tuvo que trabajar de
lavaplatos en el barco. De nuevo en Gran Bretaña, ejerció de directivo de la
Asociación Británica de Hokey Sobre Hierba, deporte que había practicado, corredor
automovilístico y policía de la Sociedad de Naciones en aquella zona alemana
ocupada por Francia que fue El Sarre antes de la II Guerra Mundial, en la que
al parecer le cambio la vida. Según escribiría tras su muerte su biógrafo James
Hogg, también fue una persona fantasiosa y ególatra, comilón, mujeriego y
contradictorio, socialista irredento y amigo íntimo de la familia real
británica. Todo un singular espécimen humano.
La
faceta que le otorgó popularidad universal fue la de actor, profesión a la que
llegó, según propia confesión, “no para
ser una estrella, sino para ganar dinero”. Debió conseguirlo, pues llegó a
participar en 89 películas que le dieron para comprarse un castillo en Escocia
y vivir a todo trapo. Y ya de paso se convirtió en estrella. Aunque en las más conocidas de ellas (como “Los
cañones de Navarone”, “Aquellos chalados en sus locos cacharros” o “Chitty Chitty Bang Bang”) interpretara
personajes secundarios, también los tuvo importantes y de inmenso éxito, aunque fugaz. Especialmente en la saga de siete películas que se inició en 1954 con “Doctor in the House”, aquella “Un medico en la familia”, como se tituló
en España, que nutre mis recuerdos adolescentes. En ellas interpretaba a Sir
Lancelot Spratt, un doctor malhumorado y socarrón, profesor de cirugía en un
hospital londinense que trae por el camino de la amargura a sus alumnos. Aunque
no era el papel principal, su interpretación le proporcionó enormes cotas de
popularidad, equiparables a las que obtuvo su protagonista, un joven Dirk
Bogarde, que se lanzó a la fama con la serie y que con el tiempo se convertiría
en un nombre mítico del cine británico y en un apreciable escritor.
Evidentemente
fue su condición de actor la que le llevó a la rectoría de la Universidad de
Edimburgo, dato que tanto me llamó la atención al leer el documento de firmas,
pues no constan en su biografía otras cualificaciones académicas que sus
inacabados estudios de geología y su al parecer insaciable curiosidad
científica. Sin embargo, debió hacerlo bien, pues tras un primer periodo de
tres años entre 1957 y 1960, volvió a ser elegido durante otros tres, de 1963 a 1966. También debió
influir para ocupar la rectoría de una universidad escocesa el que con los años
James Robertson Justice, que había nacido en Londrés, aunque de padre escocés,
fuera acentuando esta parte de su herencia genética, instalándose su residencia
en Escocia, empapándose de su cultura y adoptando a menudo sus tradiciones,
desde la lengua gaélica hasta el popular kilt, la masculina falda escocesa que
vistió en numerosas ocasiones. Tanto, tanto se llegó a identificar en este
papel de escocés que hasta se inventó un supuesto nacimiento en una destilería
en la isla de Skye en 1905, dos años antes de su natalicio real, dato que llegó
a desmentir su propia madre, que debía acordarse mejor del momento y el lugar.
También parece ser que se inventó otras cosas de su biografía, pero ya hemos
dicho que era fantasioso.
Llegados
a este punto, y para acabar la semblanza, cabe preguntarse por qué este
singular actor y rector y no menos peculiar personaje firmó en aquel otoño de
1963 una carta que se solidarizaba con los mineros e intelectuales españoles en
un tono decididamente antifranquista.
Según todos los datos, James
Robertson Justice fue toda su vida una persona claramente antifascista y de izquierdas,
que había luchado como voluntario contra los nazis en el ejército británico, en
el que le ascendieron a cabo, siendo desmovilizado en 1943 a consecuencia, al
parecer, de una herida en la rodilla. Según parece, militó en el ala izquierda del Partido Laborista de Gran
Bretaña, por el que llegó a presentarse en 1950 como candidato a la cámara de
los comunes en una circunscripción escocesa, aunque no fue elegido.
Pero
también es deducible que hubiera un motivo más profundo e íntimo para aquella
solidaridad del rector y actor británico-escocés con los antifranquistas españoles de 1963.
En
1937, cuando con 30 años ya no era un niño y había vivido las tan variadas
peripecias que hemos contado, practicando mil oficios y conociendo mil
ambientes y realidades, viajó hasta España para luchar en aquella guerra lejana
y universal que estaba teniendo lugar en nuestro país. James Robertson Justice
fue, pues, uno más de los casi sesenta mil brigadistas internacionales de 54
países que se batieron en España para defender una república democrática y acabar
con el fascismo. Y ya se sabe que quienes fueron brigadistas internacionales en
España nunca dejaron de serlo.
De acuerdo a las crónicas, fue en alguno de los frentes de aquella guerra española donde James
Robertson Justice se dejó crecer la barba que le acompañaría ya de por vida,
tan reconocible en todas sus películas. Tal vez cuando en noviembre de 1963 le
pasaron el documento contra Franco para que lo firmaba recordó aquellos
momentos mientras lo rubricaba.
¡¡¡ VIVA FRANCO !!! ¡¡¡ ARRIBA ESPAÑA !!! ¡¡¡ MIERDA PARA LOS ANTIFRANQUISTAS !!! ¡¡¡ MIERDA PARA LA PUTA BANDERA TRICOLOR !!!
ResponderEliminarY el señor desde las alturas dijo: que con tu pan te la comas.
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