prólogo
primera
instantánea borrosa
Ana de España nació a los cuarenta y cuatro años
de edad, hija de sí mismo, palpable reinvención del verbo o intangible
resurrección de la carne. "Algo así como cosa de transustanciación hubo de
ser, fruto de algo divino que sin duda ha de haber en mí, querida niña, que de
la noche a la mañana vime convertido a todos los efectos en Ana de
España", como explicaría una noche don Ramiro Suárez de Montealegre,
atrabiliario personaje de turbia reputación y autentico protagonista de esta
historia, a la dulce meretriz con la que yacía en pecaminosa coyunda.
"Ande usted, don Ramiro, que tiene más cuento que Calleja --reconvino la
muchacha, acostumbrada como estaba a los desvaríos mentales y a las florituras
discursivas que seguían indefectiblemente al desahogo carnal del contumaz
cliente-- …y no me fume usted esos puros en la cama, que se queman las sábanas
y luego doña Carmelita me lo descuenta a mí", continuó la barragana, en
clara demostración del poco respeto que le merecía el caballero, pese a los
abultados dineros que cada mes dejaba en las arcas de la casa de lenocinio. Costumbre esta del puterío,
pecaminosa y condenable según todos los saberes, que a poco habría de
abandonar Ramiro para siempre.
uno
entretenimiento
entre bambalinas
El padre de Ramiro Suárez de Montealegre había
sido bautizado con el buen nombre de Leandro, y aparte de otras aventuras sin
mayor relevancia ni interés que acontecieron en su vida, llegó a sargento
chusquero en la guerra de Cuba.
Retornó el hombre de aquella batalla con un brazo
menos, una condecoración de latón dorado, y el eterno agradecimiento de la
familia del capitán don Ramiro de Montealegre Jiménez, abuelo por rama materna
de nuestro protagonista, al que salvó de la muerte en una emboscada de un grupo
de guajiros –si bien no pudiera impedir su posterior fallecimiento, víctima de
una fiebres palúdicas que le enterraron en quince días-- y con cuya hija,
Teresita, habría de casarse Leandro al poco de volver de las colonias,
cumpliendo así el último deseo del héroe, expresado por carta a su familia.
Casamiento que fue ampliamente comentado por la buena sociedad en general y
considerado un braguetazo de antología por la soldadesca, buenos conocedores
del sargento salvador y del salvado capitán, pese a lo que a nadie se le
ocurrió invitarles a la boda.
De tal linaje habría de nacer tal hijo: Ramirín.
Llamado así, qué duda cabe, en recuerdo del malogrado militar, padre de la
madre y abuelo del nieto, al que hubiera conocido, y del que hubiera
disfrutado --"pobrecillo, con lo orgulloso que hubiera estado el
capitán", lamentaba de vez en cuando su inconsolable viuda--, de no ser
por el mentado paludismo que le condujera a la muerte en la lejana colonia sin
que su futuro y póstumo yerno pudiera hacer nada esta vez para evitarlo.
Gordinflón, malcriado, chapucero, glotón y mentiroso,
Ramirín consumió su infancia en el vetusto caserón que la familia materna tenía
en un poblacho de Guadalajara. Espectador atónito de los frecuentes soponcios
de su madre cada vez que su padre realizaba uno de sus continuos viajes a
Madrid para "resolver unos asuntos", y sometido a la férrea
dictadura de un ama bigotuda y feroz, que ponía los almohadillados glúteos del
chiquillo al rojo vivo al menor signo de rebeldía, desobediencia o descuido,
quienes le conocieron en aquellos años ya hacían lenguas de la rareza del
muchacho y del futuro incierto y desafortunado que sin duda le aguardaba.
Se hizo mayor el niño. Consiguió al fin que le
llamaran Ramiro. Fue a la universidad. Y como se vivían tiempos de revuelta
social y de intranquilidad generalizada, y los obreros paseaban por las calles
orgullosos de sus monos azules como si fueran chaqués, y los sables de los
guardias daban unos redobles que partían el alma, y en verano hacía calor y a
Ramiro no le hacían caso las chicas, un día del estío del año 33, en el que lucía
un sol que rompía las piedras, acudió al Teatro de La Comedia a escuchar hablar
a José Antonio Primo de Rivera.
Escuchando el verbo acalorado del Jefe, Ramiro sintió nacer en su interior
un no menos acalorado orgullo de no sabía muy bien qué. Fue un orgullo
repentino y profundo que le recorrió entero, como el latigazo del electroshock
que le habían dado de adolescente, cuando se subió a lo alto del campanario del
pueblo y se exhibió frente a la concurrencia a misa de doce tal y como si
acabara de llegar al mundo y luego fue llevado al médico de la cabeza y dijeron
que loco no, pero que algo raro si era el chico. Aquel encuentro le produjo un
estremecimiento del alma que no podía explicar, que nunca pudo, pero que le
confirió una extraña sensación de poder que tan bien cuadraba a su natural
ambicioso y díscolo.
Al día siguiente fue a una sastrería y se encargó
un juego de tres camisas azules, en las que una costurera que frecuentaba su
madre bordó con mano segura y conciencia intranquila, pues presumía la
remendona de acrisolada militante del sindicato de la aguja de la UGT , un yugo y unas flechas de
restallante oro.
Era Ramiro por aquellas fechas un joven en edad de
merecer, aunque sus merecimientos resultaran poco visibles a los ojos de las
jóvenes decentes que conocía, aquellas que estaban naturalmente destinadas a
formar familia fecunda y duradera con alguien de su nombre y posición.
Siempre achacó el joven a la natural cerrazón de
las mujeres los motivos del contumaz rechazo que sus propuestas amorosas
obtenían, sin caer en la cuenta de que aquel despego de las jovencitas
casaderas tal vez tuviera que ver, más que con moralidad femenina alguna, con
el aumento visible de su circunferencia, que le había hecho pasar sin solución
de continuidad de adolescente rechoncho a adulto irremediablemente gordo.
Tampoco relacionó Ramiro ese desaire continuo en que vivía con el cada vez más
aflautado tono de su voz, que salía de su enorme corpachón como el fino silbido
de un globo pinchado con un alfiler, aunque, a diferencia del globo, el
volumen físico de Ramiro no se redujera ni un milímetro con la expulsión del
aire.
No amilanaron al muchacho los fracasos; y ya que las
decentes no le hacían caso, el joven, que desde niño era de condición fogosa y
talante imaginativo y calenturiento, decidió, por consejo de un vecino
zanquilargo y rijoso, hijo de un alabardero de palacio viudo, iniciarse en el
amor en brazos mercenarios. Brazos de mujeres poco o nada decentes, es cierto,
pero en las que descubrió una antigua sabiduría que le deslumbró y con las que
habría de compartir cama y jolgorio durante el resto de su poco edificante vida.
Ese trance del conocimiento carnal a que nos referimos
tuvo lugar entre los lúbricos brazos de una avejentada meretriz que sentaba
sus reales allá por el pueblo de Fuencarral antes de que Ramiro se hiciera
falangista; que resulta preciso ajustar el orden cronológico del relato si
queremos entender luego cuanto de extraordinario ha de sucederle todavía a
nuestro protagonista.
Aquello del primer coito fue antes incluso de la
muerte de Leandro, el antiguo sargento de Cuba, fallecido de manera inesperada
una noche de 1932, cuando se encontraba en pleno trance de consumir placentera
coyunda con una furcia de altos vuelos, a la que visitaba en su bombonera roja
de Santa Engracia 28. Sólo uno más de aquellos supuestos negocios que tan a
menudo llevaban a Madrid al progenitor de Ramiro.
Como fuera que los negocios de Leandro --que pese
a sus muchos esfuerzos nunca consiguió el don, y eso le dolía más que ninguna
otra cosa a su hijo-- eran más con cupletistas y cantaoras, vedettes y
pelandruscas, que le esquilmaban y empobrecían, que con fabricantes, tenderos
o bolsistas, que le hubieran dado fama y fortuna, la muerte del padre
significó, a más de la orfandad, la ruina del hijo. Sólo gracias a los buenos
oficios y dineros de su tía Visitación, hermana de su madre y casi una madre misma
para él, estuvo a punto de finalizar los estudios de derecho, que había
iniciado dos años antes del óbito paterno sin mayor entusiasmo ni esfuerzo que
los precisos para recibir mensualmente la renta familiar, que le permitía
residir en la capital entre juergas y francachelas.
Y decimos que estuvo a punto de finalizar los estudios
porque nunca llegó a hacerlo. El yugo y las flechas se interpusieron en medio
de su carrera, y lo que estaba previsto había de ser un abogado penalista de
tímida verborrea, se convirtió, en este primer estadio de su vida en que nos
encontramos, en un propagador entusiasta y constante de la fe recién adquirida.
Así, quien nunca había levantado una voz por
encima de otra, desató imparable la fuerza torrencial de su palabra. Primero
habló en las aulas, luego en los claustros y en los estrados, en las plazas de
los pueblos y en los patios de los conventos. Habló y habló hasta convertir su
verbo en un acerado instrumento de provocación o en un sinuoso vehículo de
convicción, según conviniera al caso y al momento. Pese a ello, sus discursos
nunca alcanzaban el objetivo deseado. Sus palabras eran acertadas e incluso
inspiradas, su gesto justo, su ritmo impecable y su dicción perfecta, pero no le
acompañaban ni el físico ni la voz: su cara fiera daba miedo a los niños, su
cuerpo redondeado hacía reír a las mujeres, y su fina voz, que insistía en
mantenerse siempre en las notas más agudas, movía a la rechifla y la
maledicencia entre los hombres, pese al abundante mostacho que se había dejado
crecer como prueba palpable de su, por otra parte, indudable hombría.
Ante tal realidad se vio obligado a prescindir de
la erótica de las tribunas, a la que había resultado especialmente sensible,
como lo constata aquella vez que mojó los pantalones en el momento culminante
de un mitin celebrado en Cuenca, la provincia por la que José Antonio había
salido diputado en el 33 y en la que siempre tuvo nuestro tribuno auditorio
fiel y entregado.
Como era hombre práctico, abandonó pronto Ramiro
la oratoria y decidió encerrar su verbo en los márgenes más estrechos, pero
igualmente precisos, de la palabra impresa. Escribió proclamas, redactó
artículos, confeccionó panfletos, realizó llamamientos e ideó consignas. Sus
servicios a la causa fueron muchos y variados, algunos no tan sencillos --y
desde luego no tan limpios-- como darle a la pluma o a la lengua, siendo
recompensado por ello con la promesa de un futuro esplendoroso al frente de
algún Gobierno civil cuando triunfara la idea y un presente más bien mísero y
desordenado.
dos
arriba el
telón
Por una cruel casualidad del destino, el 18 de
julio de 1936 pilló a nuestro héroe durmiendo y en Madrid.
De resultas de una historia pasional con una joven
del barrio de Cuatro Caminos se encontraba Ramiro en el inesperado tránsito de
pasar a engrosar las estadísticas de la paternidad, idea que no hacía feliz al
joven. Porque, en general, no era el matrimonio una institución que le resultara
atractiva --a base de rechazos se había vuelto reticente y aquello amenazaba
boda--, y también porque el casamiento con la moza, lozana y fresca, cierto,
pero analfabeta y de humilde condición, le resultaba inimaginable.
Para acallar a la muchacha, y conseguir al tiempo
que acudiera a una partera medio bruja que podía deshacer con un poco de
perejil y una aguja de calceta el mal fruto de su pasión --y también para
evadir de esa manera radical y clandestina la ira del padre de la chica, un
tranviario de cuerpo menguado pero crecida mala leche, que podía caer sobre él
en forma de hachazo en la cabeza a poco que se descuidara el galán y el
tranviario se apercibiera del embarazo de su vástaga--, se encontraba Ramiro en
Madrid cuando hubiera debido estar en otra parte. En Sevilla, por ejemplo, que
también allí tenía Ramiro una jovencita medio gitana que le sorbía el seso y el
bolsillo en un burdel de la calle de las Tres Cruces. O en Salamanca, que
aunque ningún lío hubiera tenido jamás en tan docta ciudad castellana, al menos
allí su seguridad no hubiera peligrado, estando como estaba en manos de los
rebeldes desde el principio de la sublevación.
Pero no fue el caso. Desde una ventana del cuarto
piso de una casa de la calle Bailén hubo de asistir Ramiro al temible espectáculo
de las turbas sanguinarias asaltando el Cuartel de la Montaña. Y a decir
verdad, pocas ganas le vinieron de bajar a unirse a la resistencia, acto
heroico que, si bien hubiera cuadrado con el alto sentido del honor que
profesaba, le hubiera resultado ciertamente pernicioso para la supervivencia. Y
eso era algo que Ramiro tuvo claro desde el mismo momento en que el sonido del
primer disparo le pilló en la cocina desayunando chocolate con picatostes:
sobrevivir o morir, tal era el dilema. Y sobrevivió.
Tras pasar por la buhardilla de un anciano matrimonio
de merceros que conocía por vía familiar; un prostíbulo famoso del que hubo de
escapar por la ventana una mañana que los milicianos de la CNT decidieron cerrar el
vergonzoso comercio y redimir a sus dependientas; la habitación de la criada
de un compañero de universidad, que aunque rojo era compasivo; y el sótano de
una carnicería propiedad de un paisano del pueblo, al fin consiguió Ramiro escapar
de Madrid una bochornosa madrugada de finales de agosto.
Enfundado en un mono azul que parecía iba a
estallar por cada costura, con barba de tres días y una mugrienta boina
descansando en precario equilibrio sobre su descomunal cabeza, como negro halo
de santo a punto de cometer pecado mortal, se metió en un Hispano Suiza con las
siglas UHP pintadas en el techo. La hora era tan temprana que aún no habían
pasado las burras de leche, pues incluso en aquellos agitados primeros días de
la guerra seguían tan nobles bestias anunciando con su rebuzno que el amanecer llegaba
a la ciudad, como hacían en el campo los gallos con su destemplado kikirikí.
Conducido el coche por un antiguo sacristán, y en
compañía de dos curas de la
Iglesia de la
Almudena , a los que la tonsura de la nuca denunciaba el
oficio, y de un rentista timorato y amariconado, que no dejaba de comprobar con
la mano que la barba le había crecido lo suficiente como para parecer un obrero
en armas, se pasó Ramiro en el Alto de los Leones a las huestes sublevadas sin
sufrir mayores males que una diarrea, que aún habría de atormentarle sin
compasión los primeros días de residencia en territorio liberado.
Recibido en Burgos como un héroe por sus correligionarios,
no hemos de relatar ahora los actos, homenajes, cenas, saraos y festejos a los
que hubo de asistir --con sumo gusto, señalémoslo-- el recién evadido del
terror rojo. Pero si bien los agasajos fueron numerosos y las felicitaciones
sinceras, la verdad es que duraron poco: justo hasta que arribó a la reciente
capital del Nuevo Imperio un nuevo tránsfuga con suerte, que eclipsó con su
hazaña la oronda y verborreica figura de Ramiro.
No obstante, no le costó encontrar acomodo al hombre,
pues en hombre hecho y derecho, aunque esférico, se había convertido ya el
mofletudo niño que antaño jugara a pirata y bandolero por los páramos de
Guadalajara. Amigos de tiempos anteriores buscaron a nuestro héroe destino
acorde con sus facultades. La tinta de los periódicos y las voces de los
locutores llevaron hasta los últimos rincones de España la siempre fecunda
palabra de Ramiro Suárez de Montealegre, comentarista político, panfletista
egregio y vate huracanado y sin par.
"¿Has leído la columna de Ramiro
Suárez?", se preguntaban los reclutas en la peluquería del campamento
antes de que la maquinilla del peluquero mondara al uno su patriótica cabeza.
"¿Qué ha dicho hoy don Ramiro en su Charla
desde las trincheras?", inquiría el ama de casa a su vecina tras
haberse perdido la alocución radiofónica del inspirado charlista por culpa de
un niño con varicela al que había estado atendiendo toda la mañana. "¡Qué
inspiración y gracejo tiene este hombre! Recuérdame que esta noche le lleve a
Carmen el periódico", aseguran que comentó una vez el mismísimo Caudillo a
su ayudante de campo tras leer unos ripios en los que el inmenso vate arremetía
contra Alberti, Lorca, Bergamín, Machado, Hernández, Prados, Cernuda,
Altolaguirre y otros poeticastros comunistoides y masones.
Y es que no tenía rival nuestro personaje en los
insultos rimados ni en las inflamadas proclamas que diariamente daba a las
ondas y a las páginas de los periódicos desde su monacal habitación en un
antiguo convento de la capital facciosa. Alférez Provisional desde tan sólo
unas horas después de haber puesto pie en la capital de la Nueva España , supo,
pese a ello, nuestro Ramiro nadar y guardar la ropa en el mar revuelto de la
guerra. Un mar en el que el rumbo era la batalla y el puerto la muerte.
Enchufado en el Servicio de Información Militar
gracias a las buenas artes de amigos y correligionarios, sorteó Ramiro con
singular pericia no sólo los escollos del alistamiento directo, sino también
los muchos arrecifes de la política interna y el enfrentamiento cuartelero,
que tan incómodos y confusos le resultaban. Con igual pasión se enfrentó en
las ondas a la barbarie roja como defendió el decreto de unificación de
Falange o justificó la caída en desgracia de Ramiro Ledesma, su tocayo y, hasta
ese mismo momento del tropezón, amigo. Nadar y guardar la ropa se convirtió en
una marca de la casa.
Su verbo barroco e incisivo le salvó de ir al
frente, lugar horrible donde morían con igual dolor bravos y cobardes. Y ese
mismo verbo le trajo honores, reconocimiento y fama, aunque a punto estuvo la
fácil relación que Ramiro mantenía con las palabras de ser su ruina y condenarle
a morir heroicamente por la patria. Todo por un desliz de faldas que, en
realidad, no había sido otra cosa que una forma de sortear el aburrimiento de
una ciudad en la que misas y adoraciones, novenas y rosarios, eran las máximas
diversiones.
tres
interludio
musical: el fauno y la novicia
La noche del 24 de diciembre de 1938, en el transcurso
de la misa del gallo, que se celebraba en la catedral por la buena finalización
de la contienda y el exterminio de los enemigos, ya cercanos, el Alférez Provisional
Ramiro Suárez de Montealegre, a la sazón hombre talludo con merecida fama de
incombustible charlista y mujeriego impenitente, conoció a la señorita
Purificación Redondo y Valdeiglesias, Purita para las amigas y la familia, que
no era otra sino la muy respetada hija de don Eutiquio Redondo Sánchez,
teniente coronel de intendencia, hombre de recto e inflexible proceder y
cristiano viejo de bigotes casi tan frondosos y engominados como los del propio
Ramiro.
Era la tal joven de abundantes carnes y
reconcentradas vergüenzas, tímida y asustadiza como una novicia, pura como su
nombre e inmaculada como el más blanco de los lienzos blancos de cualquier
altar. Pero bajo esa aparente calma reposaba un volcán de pasiones que la
presencia de Ramiro, su fama y su verborrea, desataron en tan sólo unos minutos
de conversación en el atrio de la Catedral.
Fue el de Purita un enamoramiento súbito y desesperado.
Súbito por lo repentino, que ella siempre achacó a la intervención de la Virgen,
a la que en el momento de verle por primera vez rezaba en el templo, y
desesperado, por el miedo que la joven, rondando ya la treintena y soltera
recalcitrante y reconocida, sentía ante la previsible inevitabilidad de un
futuro en soledad perpetua.
Aunque no tan profundo y sí más interesado, el
amor de Ramiro era igualmente cálido. Respondía este amor tanto al aburrimiento
del entorno --roto tan sólo por las esporádicas visitas que a lejanas y ocultas
casas de lenocinio efectuaba con su compañero de intrigas y francachelas, el
capitán Eric Von Austelbrok, agregado del alto mando alemán a los servicios de
información de Burgos--, como al temor a que la inminente vuelta de los
heroicos combatientes, cargados de medallas, heridas y honores, supusiera una
competencia desleal que le impidiera acabar con éxito su particular cruzada:
hacer boda ventajosa con hija de buena familia y conseguir así la seguridad y
fortuna que su escaso patrimonio le negaba.
Los primeros encuentros de los recién enamorados
fueron castos y románticos escarceos que discurrieron plácidamente bajo los
soportales de la Plaza
Mayor y los aledaños catedralicios, en los que, ante el
arrobo de Purita, el galán leía a su enamorada versos de Pemán, Ridruejo y
Becquer. Pero no hicieron falta muchos encuentros para que la pasión de la
muchacha, escondida pero no por ello menos viva, unida a la inveterada concupiscencia
de Ramiro, acrecentara la intimidad de la pareja hasta el punto de hacerles
perder todo sentido del pudor y la moral. Una relación que abocó a lo
irremediable el día que el impúdico vate remedó a Espronceda declamando a su
ruborizada musa aquello de “me gustan las queridas / tiradas en los lechos /
sin chales en los pechos / y flojo el cinturón”.
Nada hubiera sucedido, no obstante, si, justo en
la primera cita secreta de los enamorados, tras la consumación del ejercicio
literario, no hubiera irrumpido el irascible teniente coronel en la mísera
habitación de Abundia, la criada, que prestándoles su catre se había hecho
cómplice del contubernio --y ello la llevó a la calle de inmediato--, en el
preciso momento en que Ramiro se disponía a ofrendar a la dolorida Purita con
la primera muestra tangible de su masculinidad.
Sorprendiose el alférez, pillado literalmente con
los pantalones en los tobillos, y escondió la niña su voluminoso cuerpo bajo
las sábanas del desvencijado camastro, gesto que apenas sirvió para tapar un
tercio de su monumental anatomía, dejando al descubierto una pierna torneada en
gelatina y un pecho como un globo bamboleante de enorme pezón negro.
El teniente coronel, aún más indignado por la
exhibición de las desnudeces de su hija que por las rotundas nalgas del
mancebo, clamó al cielo, que no le oyó, desenfundó la pistola, que aunque del
cuerpo de intendencia también llevaba, tal vez para contar las judías que
distribuía entre la tropa, y no acabó allí mismo con la existencia de Ramiro
Suárez de Montealegre y, por consiguiente, con esta historia, gracias a que la
presencia de doña Águeda, madre de Purita y esposa del ofendido militar, hizo
prevalecer la razón en tan esperpéntica escena.
Calmados los ánimos, aunque no aplacada la
severidad de don Eutiquio, hubo reunión de familia. Se abrieron entonces para
Ramiro dos caminos complementarios que le producían sentimientos encontrados.
Por un lado, la boda, que no era al fin y al cabo sino la culminación de sus
aspiraciones y que le llenaba de satisfacción; pero por otro, le enfriaba el
ardor amoroso la expresa condición que había impuesto el padre para el casorio:
que antes del himeneo, debería el novio limpiar en el campo de batalla la
mancha de honor que sobre la familia había echado con su felonía prenupcial.
Según dictaminó en juicio sumarísimo el teniente coronel,
juez y parte en tan delicado sumario, el amor y el honor debían reconciliarse
en el frente de batalla ya que la retaguardia los había divorciado. Y al frente
se encaminó Ramiro con una secreta mancha negra en su hasta entonces brillante,
aunque poco belicoso, expediente.
Pero tuvo suerte el maldito una vez más. Fue al
poco de bajar del tren que le conducía a la batalla, mientras tomaba una taza
de achicoria en la garita del jefe de estación, cuando escuchó por la radio el
histórico parte que a él le cayó como llovido del cielo:
"CUARTEL GENERAL DEL GENERALISIMO. ESTADO
MAYOR. Parte Oficial de Guerra correspondiente al día de hoy. En el día de
hoy, cautivo y desarmado el Ejército rojo, han alcanzado las tropas nacionales
sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado. Burgos, 1º de abril de
1939. Año de La Victoria. EL GENERALISIMO FRANCO"
cuatro
ambigú en el
entresuelo
Hecho ya todo un hombre, aun sin haber llegado a
vivir la experiencia embriagadora de la batalla, Ramiro Suárez de Montealegre
fue desmovilizado con la misma rapidez con que había entrado en filas y por los
mismos motivos. El borrón de tinta indeleble que había echado en su expediente
la interrumpida aventura con la hija del teniente coronel de intendencia, general
nada más terminar la contienda, hizo imposible su permanencia en el ejército,
posibilidad que hubiera agradado a Ramiro, ahora que la paz le había quitado
hierro a la milicia. Enfrentado pues a la inevitabilidad de su licencia, y
llevando siempre en la espalda la inquisitorial mirada del padre de Purita, que
ni renunciaba ni accedía al casorio, pues aún no consideraba saldada la cuenta
de honor que le había impuesto al galán, hubo de pensar el mozo con seriedad en
su sustento y la forma de ganarlo.
Sin oficio ni beneficio, amoral y libertino
público en un país en el que la virtud era ley y el disimulo costumbre, se
las vio y deseó Ramiro para encontrar trabajo. Zascandileó de acá para allá
durante unos meses embarcado en negocios poco claros, chalaneó después con
asuntos de tierras y antigüedades, escribió algún tiempo de crímenes y
nacimientos en un periódico de Palencia, y, al fin, gracias a los buenos
oficios de un camarada que, quizá por haber compartido con él pecados y
francachelas, no atendió la consigna de postergamiento lanzada por el airado
general, pudo al fin lograr empleo en el recién creado servicio de lectura de
la censura española.
Se sintió frustrado aunque tranquilo. De
torrencial conjurador del arte de la palabra había pasado a inconmovible
supresor del peligro de las frases. Parecía un triste destino, y ciertamente lo
hubiera sido de no haberle estado aguardando a Ramiro días aún más aciagos en
el futuro. Pero en aquel momento el cargo fue para él como una bendición del
cielo, pues aunque el sueldo era magro, el trabajo no resultaba agobiante, y
Ramiro había hecho de la pereza santo y seña de su vida.
Era aquel de censor oficio respetable aunque
oscuro. El parco sueldo con que le premiaban tachaduras y supresiones le proporcionaba
los duros suficientes para vivir con apretado decoro y permitirse una cierta
prestancia en el vestir y el aseo personal, cosas ambas de las que gustaba
nuestro hombre. Con un poco de suerte, pensaba, pronto llegaría el momento en
que don Eutiquio, viéndole trabajar dignamente, consideraría redimido el
desliz, y le permitiría contraer nupcias con la rotunda Purita, a la que apenas
veía fuera de las lejanas miradas de los domingos en la iglesia de los
Jerónimos durante la misa de ocho, pero con la que intercambiaba ardorosas epístolas
amatorias utilizando como alcahueta a una criadita andaluza recién llegada a
la casa.
Entre dimes y diretes, funciones religiosas en los
Jerónimos, e idas y venidas de la mucama, pasaron dos años de reprimido noviazgo.
Ramiro desesperaba de su suerte entre tachón de línea y supresión de párrafo.
Don Eutiquio, tozudo como una mula con orejeras y justiciero como la
reencarnación del arcángel San Gabriel, persistía ante el desesperado
pretendiente en la necesidad de ganarse el perdón con un acto de naturaleza
tal que le hiciera digno marido de su hija. Empezando el verano del 41,
mientras Purita pasaba la temporada estival en Zarauz con la rama femenina de
la familia, surgió al fin la oportunidad de blanquear el manchado honor del
militar.
Nunca en su vida olvidaría Ramiro la expresión
adusta y las tajantes palabras con que le recibió el general de intendencia don
Eutiquio Redondo Sánchez cuando, enfundado en una camisa azul recién planchada,
fue a visitarle un templado día de junio con el objeto inocente de conseguir
su autorización para visitar a Purita durante los días que, él también, pensaba
pasar veraneando en el norte.
--Caballero --le dijo el general sin levantarse
del sillón de orejas donde ojeaba las fotos de viriles soldados alemanes que
publicaba el último número de la revista Signo--, es usted hombre inteligente,
no me cabe duda, y algo ha de querer a mi hija cuanto tantas molestias se toma
para conseguirla, máxime sabiendo que yo no accederé así como así a tan
desproporcionada pretensión. Al menos hasta que demuestre usted ser digno de
tal gracia y lave con largura la afrenta que su ignominiosa acción, ofensiva a
Dios y a la moral, causó a mi familia toda y a mi querida hija en particular.
No quiso el Altísimo que en aquel momento mi pistola hiciera justicia. Sus
razones debió tener el Señor para impedirme hacer uso de ella, pero también
fue su designio que usted pagara por su infame proceder. Todavía no lo ha
hecho, pero es probable que haya llegado al fin el momento de lavar su afrenta.
El general realizó en este momento una breve pausa
valorativa que a Ramiro le pareció un siglo de incertidumbre. Se rascó el
pretendiente la oreja y se atusó el bigote, a la espera de que el militar
siguiera su perorata.
--Señor mío, de nuevo la barbarie roja azota con
su flagelo demoníaco la civilización cristiana. Ahora es en Alemania como
antes lo fue en España, y hoy como ayer, los buenos españoles han de estar
dispuestos a defenderse con las armas en la mano de la furia asesina que
pretende aniquilarnos. El Generalísimo ha tenido la feliz idea, preclara y
acertada, como todas las suyas, de enviar en ayuda de los hermanos teutones
voluntarios españoles que defiendan frente a los rusos el honor y el valor de
la patria. No le digo más, Ramiro. Espero de su sabio entender que me haya
comprendido y que la próxima vez que le vea pueda llamarle hijo y entregarle la
mano de Pura, mi hija más querida, para que la haga su esposa. Y esto porque
ella, inocente como es, le quiere, amor al que espero que usted corresponda,
que si así no fuera, todavía tengo la pistola bien engrasada en el cajón de la
cómoda por si acaso la defrauda alguna vez. Adiós, caballero, y buenas tardes.
Ni una palabra de más ni una de menos. Ni un gesto
ni un saludo, sólo la envenenada sugerencia.
"Qué le den morcilla al carcamal ese y que
zurzan a la cursi de su hija. Si quiere casarla que lo haga con un ciego, que
sólo se dará cuenta del volumen del regalo después de la boda, pero a mí no me
ven más el pelo. Antes la miseria y la soltería que la guerra. ¡Faltaría
más!", cavilaba para sí Ramiro mientras paseaba Castellana abajo tras la
visita. "Claro, que si me escaqueo, ese animal es capaz de partirme el
alma. Él o su hijo, que bien me lo dijo el niñato la última vez que intenté
acercarme a Purita en el hipódromo", continuaba su razonamiento el pobre
infeliz Ríos Rosas arriba, cercano ya a la pensión de Santa Engracia donde
vivía.
Sintiéndose acosado, y más temeroso al fin de las iras
del general que de las balas comunistas, lo siguiente que se sabe de Ramiro es
que se le vio desfilar marcial al aire del Oriamendi.
Un mar de camisas azules le rodeaba. Queda testimonio de aquel momento en una
foto que se publicó en el semanario 7 Fechas.
Destaca en ella el aguerrido militar, casi perdido en medio de la multitud en
el ángulo inferior izquierdo, por su estatura poco normal y su voluminoso
abdomen, y también porque lleva en la mano izquierda una pancarta en la que se
puede leer si se utiliza una lupa: "Voluntarios Falangistas contra
Rusia".
Poco podemos relatar de su particular expedición
punitiva a tierras de infieles. De hacer caso a lo que el mismo Ramiro contaba
a su vuelta con abundancia de gestos, pasmos y bufidos, fue aquel un viaje
infernal y peligroso en el que sólo su elevado espíritu patriótico y acendrado
entusiasmo salvaron a la tropa de la desesperación y la muerte.
Apenas transcurridos tres meses de la partida
estaba ya de regreso el voluntarioso combatiente, con tan sólo una perceptible
cojera como recuerdo. Cojera que él achacaba a una peligrosa mina antitanque
que le había explotado en el momento en que, jugándose la vida al frente de su
compañía, avanzaba por las heladas estepas con Moscú como próxima parada. Otras
versiones menos interesadas, de las que sólo han llegado a este cronista
rumores y comadreos, cuentan que la cojera fue simple consecuencia de un mal tropiezo,
dado al intentar subir en Berlín al tren que le conducía al frente oriental,
tras una noche especialmente disipada compartida con su antiguo amigo de los
servicios secretos, Eric Von Austelbrok, ya por aquellas fechas mayor de las
SS.
Aparte de eso, poca noticia puede darse de la
odisea alemana de Ramiro Suárez de Montealegre excepto dos detalles: que la
inmovilidad forzada de aquellos tres meses de hospital, fuese cual fuese el
origen primero de la caída, redondeó hasta extremos poco habituales el ya de
por sí robusto cuerpo de nuestro héroe, y que allí apareció por primera vez en
su vida el nombre de Ana de España.
El olor a alcohol, linimentos, pomadas y desinfectantes
le atacaba las fosas nasales y la maternal y gélida amabilidad de las frauleins enfermeras le partían el alma de
aburrimiento. En esas condiciones, cualquier variación en la dieta le hubiera
levantado el alma, y exactamente eso sucedió con la llegada al hospital de una
carta a su nombre. Estaba firmada por Ana de España, un seudónimo, sin duda.
Desde la lejana Patria la desconocida comunicante se ofrecía como bálsamo para
sus heridas y paño de lágrimas para sus penas.
Madrina de guerra, confesora, confidente, amiga y
cuanto hizo falta fue Ana para el alicaído Ramiro durante aquellos largos meses
de recuperación en el sanatorio berlinés. Amantes no, que las relaciones
epistolares son poco dadas a la realización de los deseos lúbricos, aunque no
faltaran en la correspondencia de la pareja insinuaciones y requiebros, tan
explícitos en ocasiones que nos ruborizaría conocerlos.
Ramiro sabía que aquel amor era flor de un día, desahogos
de tiempo de guerra en los que el propio anonimato de la mujer, bien guardado
por su patriótico seudónimo y el apartado de correos 203 de Sevilla, eran la
prueba más evidente de la imposibilidad de su continuidad. Pero no por ello
dejó de calarle menos hondo.
Ana de España, o al menos cuanto de ella se imaginaba
Ramiro, era síntesis y conjunción de las más precisas virtudes que el eterno
libertino admiraba en la mujer que le hubiera gustado disfrutar como esposa:
maternal y coqueta, decente y pasional, calculadora y frívola. Señora y
prostituta en fin, ambas en una. La correspondencia despertó en el hombre una
sensación de presencia casi palpable de aquella mujer desconocida, tan lejana
en la geografía como próxima en la comprensión de sus males. Cogido
epistolarmente de su consoladora mano soportó las interminables curas de los
médicos, que con paciencia infinita intentaban recolocarle los maltrechos
huesos del pie, y a su lado dejó que el mortecino sol teutón le acariciará los
párpados durante las largas siestas en el jardín del sanatorio. Ella fue el
aliento que le mantuvo vivo en medio del terrible aburrimiento de la
convalecencia.
cinco
la estatua
del comendador
Una decisión heroica, aunque equivocada, un mal
paso, y las múltiples roturas de una pierna poco firme habían conducido a
Ramiro a esos meses de inmovilidad y hastío. Ni una sola postal recibió de
Purita en todo ese tiempo. Sólo Ana de España supo romper con sus misivas el
enclaustramiento y sólo a ella guardó agradecimiento Ramiro, grabando para
siempre en su memoria el poético nombre del que jamás habría de renegar.
Vuelto a la vida civil, aún hubo de jugarle el
destino peores pasadas que las muy malas que ya le había jugado. Purita, su
Purita, no le había escrito, pero había estado justificado con largura su
silencio. Aunque Ramiro no se enterara de ello hasta su regreso de Rusia: un
inoportuno corte de digestión mientras se bañaba en la playa de La Concha se llevó para
siempre el alma de la joven aquel mismo verano en que Ramiro se había alistado
tan valerosamente en la División Azul.
Perdida definitivamente Purita, tanto para el
padre como para el pretendiente, el general Redondo Sánchez, que pudo haber
sido su suegro pero no lo fue, admiró la valentía del alférez y le devolvió la
palabra. Ramiro se lo agradeció serio y apesadumbrado, aunque lamentó para sus
adentros que el reconocimiento que con toda justeza le ofrecía el general no
fuera extensible, a más de a la palabra devuelta, a la ingente fortuna con que
había soñado en su destierro alemán.
Vióse de nuevo el mancebo, cada vez mas talludito,
sumergido en la vida de la ciudad y en su vorágine, a la que contribuyó con un
Fiat-Balilla comprado por cuatro cuartos a un diplomático italiano, con el que
pronto estableció negocios poco claros, y, lo que es peor, no demasiado
provechosos, que a punto estuvieron de dar con sus huesos en una celda de la Dirección General
de Seguridad con vistas a la calle del Correo.
Inventor, con el italiano, que permaneció en el
anonimato, de una supuesta gasolina sin petróleo que prometía poner fin a las
penurias energéticas del país, Ramiro llegó a interesar en su proyecto al
mismísimo Caudillo. Qué cauces, influencias, amistades, chantajes o sobornos
hubo de utilizar para llegar a tan alta instancia es algo que nunca sabremos, y
que, de saber, no nos atreveríamos a difundir.
Cuando al fin se descubrió que la fórmula, a base
de pepinos fermentados, polvo de pirita, azufre y algunos otros ingredientes
igualmente estrambóticos, no era capaz de mover motores ni turbinas, la
indignación, más de los intermediarios que del propio Caudillo, quien tenía en
la cabeza preocupaciones más urgentes, bien hubiera podido costarle al
ex-divisionario el futuro tan duramente pagado día a día. Tan sólo el
conocimiento de turbios pasados, infidelidades ideológicas, chanchullos
económicos y promiscuidades amorosas de ciertos prohombres del régimen,
temas en los que Ramiro era un archivo inescrutable, le permitieron salir
libre, aunque deshonrado, del trance.
Su impresionante figura, siempre enfundada en la
camisa azul y cubierta por una capa negra de descomunales proporciones; su
poderosa cabeza, coronada por una boina roja que parecía formar parte de ella,
pues nunca, ni al aire libre ni bajo techado, se destocaba; y su fiero y
rubicundo rostro de ojillos pequeños, nariz aguileña, enhiestos bigotes y
cuadrada barba de húsar que se había dejado crecer en Alemania, pronto formaron
parte de la geografía de la ciudad, junto a los coches de gasógeno, las colas
del racionamiento y las revistas de Celia Gámez. De esa guisa llegaba Ramiro a Chicote o a la Venta del Gato o a Casa Falcó, en la
Cuesta de las Perdices, o a la discreta casa de Doña Carmelita en la Corredera Baja ,
donde había plantado el barbián sus cuarteles de invierno, y con él entraban por
la puerta las bromas y las risas, envueltas en un halo de aire helado o
ardiente, según fuera la temporada de la visita, acompañando aquel verbo
torrencial que Dios le había concedido y para el que ahora no encontraba
tribuna ni papel en que derramarlo con su generosidad acostumbrada.
En el momento más bajo de su arrastrada
existencia, malvivió Ramiro durante algún tiempo de pequeños trapicheos en el
mercado negro y de no más grandes actuaciones como figurante en películas históricas
de CIFESA; de la redacción de la
sección heráldica de 7 Fechas, que
firmó durante algunos meses con el seudónimo de Duque del Rhin, y de los restos
de la pequeña herencia que le había dejado tía Visitación al morir y que se
agotó con celeridad entre copas de champán en Pasapoga, Winston de
contrabando en el Café Lyón, y coloretes
de Mirurgia y medias de cristal en
algún cuarto mercenario con bidet incorporado.
Una mañana de agosto de 1949 su amigo Cosme de
Santiago, viejo compañero de conspiraciones y francachelas en Burgos, que a la
sazón dirigía una emisora de radio del Movimiento, le sacó como por ensalmo de
la indigencia en que se hallaba, abriéndole un horizonte de bonanza que ni él
mismo supuso en un primer momento hasta dónde le arrastraría.
Recién marcaba las once el despertador cuando
llamó a la puerta el providencial amigo. Ramiro aún dormía, pues era hombre
trasnochador y la velada anterior había mantenido con una de las pupilas de
doña Carmelita una sesión especialmente intensa que le había dejado exhausto.
La casa que por aquel entonces mantenía no sin penurias en la calle de Narciso
Serra, junto a Pacífico, estaba, como siempre, toda tirada: los platos de
comida renegridos en el fregadero, los libros y revistas hacinados en el
salón, formando pila encima de la mesa y de las sillas, la ropa revuelta de
cualquier manera con las sábanas de la cama, y mugre de meses empalideciendo
cuadros, aparadores y vitrinas vacías. Ramiro hizo sitio en una de las sillas
apartando un montón de periódicos atrasados y Cosme se dispuso a contarle el
motivo de su visita después de tomar asiento y resollar los cinco largos tramos
de escalera que acababa de subir.
-Ramiro, tengo un trabajo para ti que ni hecho de
encargo.
-Un trabajo siempre es bien recibido, que no están
los tiempos para despreciar un dulce. Aunque ya sabes mi filosofía: todo lo que
cansa es malo.
-No te preocupes, que con éste no te vas a
deslomar.
-Pues, ¡a sus órdenes, mi teniente!
Cosme se repantigó en el asiento, sacó un
cuartillo de picadura de Caldo de Gallina
y un papelillo y se lió un cigarro. Tras encenderlo y enrarecer aún más el
cerrado ambiente de la habitación con una calada que nubló de humo la escasa
luz que conseguía atravesar los sucios cristales de la ventana, le explicó su
proyecto a un expectante Ramiro, que en el entretanto había aprovechado la
visita para liarse un pito con el tabaco del amigo, pues a él, ni para restos
de colillas le alcanzaba el pecunio.
-En la emisora hemos pensado poner en marcha un
consultorio femenino, que ahora funcionan muy bien, pero no encontramos quien
pueda hacerse cargo de él con discreción y eficacia. Incluso hemos hablado con
el Patronato de Protección a La Mujer y las Damas Redentoristas, pero no
sirven. Discreción tienen más que escapularios, que una docena me llevé de la
cita, pero les falta mano izquierda. No conocen el mundo. Tras mucho cavilar,
y con el argumento de que no hay mejor moralista que el que antes fue
libertino, he terminado por recalar en la carta que hace unos meses me envió el
camarada Morales contándome tu situación y preguntándome si podría hacer algo
por ti. Así que aquí estoy para ofrecerte el puesto. Si te atreves con ello, y
te sientes capaz de hacerlo con seriedad, es tuyo.
Pocas cavilaciones precisó Ramiro para decidirse.
Aunque no fuera aquello de dar consejos a las señoras cosa que le moviera al
entusiasmo, el sueldo no era malo y el trabajo no era mucho. Además, firmaría
el programa con seudónimo, con lo que su amor propio, que aún en las peores
circunstancias había mantenido en gran estima, no se vería afectado públicamente.
Dado el carácter del encargo, el seudónimo había
de ser femenino. Ni que decir tiene que en ese preciso momento el nombre que le
vino a Ramiro a la cabeza no podía ser otro que el de aquella anónima fuente de
consuelo que durante los meses de hastío alemán le había reconfortado y que,
aunque por breve tiempo, se había convertido en su musa y modelo, el perfecto
inalcanzable de la mujer hispana: Ana de España.
Llegó el otoño, se inició el programa, y todavía
pasados muchos años recordaría Ramiro palabra por palabra la primera carta a
la que hubo de dar contestación:
CONTROL.- Sintonía programa. A
Primer Plano y baja a fondo.
LOCUTORA 1.- "Querida Ana de
España:
No sabe cuánto me alegra su aparición en la radio, pues así
podremos tener las mujeres españolas alguien de confianza a quien consultar
nuestros problemas con la seguridad de recibir respuestas juiciosas y cristianas.
Mi caso, querida Ana, no es distinto al de tantas otras
españolas. Tengo veintiocho años y llevo varios de relaciones con un novio al
que quiero y que, según creo, también él siente lo mismo por mí, teniendo
pensado casarnos dentro de poco. El caso es, querida señora, que desde hace
algún tiempo mi novio me lleva a bailar a un salón que han abierto en mi ciudad
y aprovecha la circunstancia para frotarse conmigo y hacer ciertas cosas que
me parecen indecorosas. Lo he hablado con él, pero insiste en que eso es
normal en una pareja que tiene la boda apalabrada. Yo dudo, y por eso le
escribo a usted para que me indique lo que debo hacer. Esperando su orientadora
respuesta queda de usted siempre amiga. Indecisa. Zaragoza.
CONTROL,- Música. Rondalla folklórica
de Burgos. "Jota de la boda". Ráfaga a PP y B a F.
LOCUTORA 2.- Estimada indecisa ¿has
prestado atención a la copla de la bonita jota que acabamos de escuchar?:
"Qué bien parecías tu / arrodillada en las gradas / Parecías una rosa /
del rosal recién cortada". Y así debe ser una novia al casarse: una rosa
recién cortada del rosal, con toda su juventud y pureza intactas, sin que nadie
haya puesto las manos sobre sus frescos pétalos, sin que nadie haya osado
mancillarla. Y no sólo debe parecerlo, sino también serlo: pura y casta como
una rosa, pero igual de espinosa que la flor.
CONTROL.- Misma canción. Breve
ráfaga a PP y B a F.
LOCUTORA 2.- Con preocupación
observo, querida mía, que tan sustancial principio corre peligro en tu caso,
quizás por la lubricidad de tu novio, quizás por tu propia indecisión para
decirle lo único que una mujer en tu situación puede decir al hombre que la
asedia: que espere al sagrado día del matrimonio para poner su mano sobre la
dulce rosa que es la mujer.
CONTROL.- Misma canción.
Breve ráfaga a PP y B a F.
LOCUTORA 2.- Pero, estimada
indecisa, permíteme que te diga que el mayor peligro que te acosa está en la
forma que habéis elegido para divertiros: el baile, una costumbre que puede
llegar a ser tan licenciosa que sea causa de terrible pecado. No te hablaré con
mis palabras, que pueden ser torpes, sino con las de un santo varón que tiene
motivo y conocimiento para saber más que tú o que yo. Escucha con atención lo
que escribe el padre Jeremías de las Sagradas Escrituras en su libro
"Grave inmoralidad del baile agarrado", cuyo solo título debería ser
faro que guiara a las jóvenes inexpertas e indecisas: "Todo baile en el
que se ejecuten actos inmorales será también gravemente inmoral. Eso son
parejas de hombres y mujeres cosidas de pecho y vientre, con la conciencia
hecha jirones, embriagándose de lujuria por plazas y calles de día y de noche.
Todas estas inmoralidades son consecuencia de la pérdida de pudor en el baile
agarrado. No se podrán evitar mientras no se le destierre".
Creo, querida indecisa, que está claro. Primero has de
renunciar a esos bailes que excitan con su inmoralidad la concupiscencia de tu
novio. Si él insiste en no aguardar a la boda para libar el polen de tan dulce
rosa, sólo tienes que ponerle de patitas en la calle, pues poco te merece quién
tan poco te respeta. Lo que una mujer necesita es un buen marido, no un marido
cualquiera.
seis
último acto,
telón y fin
Veinte años después de haber escrito aquella
primera contestación a la primera carta que recibió, todavía recordaba Ramiro
su contenido palabra por palabra, letra por letra. Y la veía en su memoria así
como la había escrito, en forma de guión radiofónico. Habían pasado tantos años
y el recuerdo no se había borrado de su mente. Y es que desde aquella primera
salida al aire de Ana de España algo le había sucedido a Ramiro Suárez de
Montealegre que él nunca supo explicar y que habría de cambiar su vida.
Fue como si Ana de España se apoderará de él.
"Cosa de transustanciación o algo así", que explicó un día Ramiro de
forma harto blasfema a aquella putilla de doña Carmelita una tarde que andaba
demasiado cargado y la putilla no le hizo caso, aunque también ella escuchara
en la radio a Ana de España antes de llegar los primeros clientes y alguna vez
le hubiera consultado algún pequeño problema de amores quizá imaginarios.
No sucedió de golpe, naturalmente. Esa transustanciación,
o posesión, o embargo de su alma, se fue dando poco a poco, sin que Ramiro se
apercibiera hasta mucho después de iniciado aquel viaje sin retorno. Para ser
exactos, sólo ahora, mientras escucha en la radio su propia despedida, ha
comprendido la inmensidad de esa transformación, la manera sinuosa en que su
invención ha terminado por apoderarse de él.
CONTROL.- Chopin, nocturno.
Ráfaga a PP y B a F.
LOCUTORA 2,- Queridas amigas.
Queridísimas amigas. Ante todo permitidme en primer lugar que os llame así,
queridísimas, pues ¿de qué otra manera puedo referirme a quienes durante tantos
años han confiado en mí, en mi torpe palabra y en mi pobre consejo, la
solución de sus problemas? ¿Cómo puedo llamar a quienes durante todo este largo
tiempo han sido mis amigas, mis confidentes, mis hermanas, mi única vida? Han
sido veinte años de amor, en los que sólo he sido una española más, alguien
como vosotras. Una mujer común que por un azar de la vida tuvo la suerte de
poder hablar a sus compatriotas y ofrecerles consuelo, ayuda y luz en este tortuoso
y complicado camino que es la vida, y que al ir haciéndolo, ha llegado también
a redimirse por vosotras, a través de vosotras...
Ramiro Suárez de Montealegre escucha su despedida
después de veinte años. La suya no, pues se trata de la despedida radiofónica
de Ana de España. Pero ¿acaso en todo este tiempo no han llegado a ser lo mismo
Ana y Ramiro? Es media tarde de un día blando y gris de febrero. Ramiro está
sentado en su vieja mecedora frente al aparato de radio. No escucha la voz, que
nunca la ha tenido por suya, sino que con los ojos cerrados va siguiendo las palabras
que sabe escritas en el guión. La locutora que lee los textos se limita a poner
voz de mujer falsa a la mujer auténtica que ha llegado a ser Ana de España. Ha
habido muchas confusiones con ese tema, aunque Ramiro nunca haya dicho una
palabra sobre ello. En realidad apenas ha hablado del asunto, aparte de aquella
vez con la putilla que no le hizo caso y achacó la confidencia a la borrachera
y no a su deseo de verdad. En su ser más íntimo, ese al que nadie ha podido
acceder en todos estos años, Ramiro ha sentido siempre que Ana de España era él
mismo, su verdadero yo, que había aflorado poco a poco y al que ha cuidado con
mimo y dedicación.
...¿Cuántas noches no
habré permanecido en vela en busca de la solución para alguno de los problemas
que me consultabais? Porque, queridísimas amigas, vuestros problemas y
vuestras dudas han sido mías durante todos estos años, vuestras alegrías y
penas me han acompañado a lo largo de todo este tiempo como si formaran parte
de mi propia vida. Y con el mismo empeño que si fueran propias me he dedicado
con cariño y comprensión a solucionarlas.
Así, he debido enfrentarme a través de vosotras a
los complejos y difíciles problemas de la mujer de hoy, a sus angustias y
esperanzas, y en ellos me he sentido identificada, sumergiéndome en sus
vericuetos y remansos para realizarme yo misma y encontrar mi propio camino a
la felicidad.
Vosotras me habéis hecho participe de aquello que os
preocupaba y habéis aceptado mis modestos consejos y mis personales indicaciones
con respeto y cariño. En complemento perfecto, yo he vivido con cada una de
vosotras las pequeñas y grandes peleas de la vida, me he admirado de vuestra
fortaleza y he llorado con vuestras debilidades y renuncias. De esa forma, he
sentido en carne propia el triunfo de la virtud cuando alguna me ha escrito
privadamente para contarme la buena solución de lo que le preocupaba, y de
igual manera he sufrido con las decepciones de quienes no han tenido la
fortaleza necesaria para afrontar los problemas con entereza y buen tino. De
todas he aprendido, y por eso os doy las gracias más sinceras y emocionadas...
Aunque ya desde la primera vez que puso el nombre
de Ana de España al final de uno de los guiones sintió una sensación especial,
al principio aquello no fue para Ramiro sino un trabajo más que no varió su
forma habitual de vivir. Sus borracheras siguieron siendo célebres en los bares
de Cuatro Caminos y Atocha, de Lavapies y Vallecas, sus chistes celebrados por
amigos y enemigos en bailongos, boites, cabarés, cenadores, ambigús, tugurios y
burdeles como siempre lo habían sido. Su atrabiliaria personalidad era motivo
de mofa y escarnio y su vida privada desataba la maledicencia de vecinas y
conocidos. Pero aquello fue cambiando poco a poco, suavemente, sin que él mismo
fuera consciente de la transformación, que, no obstante, le iba calando hasta
lo más hondo.
Por un lado se fue avejentando. Las canas aparecieron
en su barba y se extendieron por ella como un ejército de invasión bien
pertrechado, el peso del cuerpo llegó a ser superior a la resistencia de sus
piernas y la potencia de su lujuria acabó por buscar refugio en la imaginación
tras ser desterrada del maltratado órgano varonil, que hasta aquel entonces
había dirigido su existencia toda. Con una cierta tristeza, pero también con
una satisfacción que sin duda provocaba la parte de Ana que ya había crecido en
su interior, comprobó este hecho y se avino a convivir con él.
Otrosí estaban las cartas. Cartas que cada vez
llegaban en mayor abundancia, cartas que un día dejaron de ser anónimas entre
la anónima multitud de mujeres españolas para tener nombres y apellidos y
pedirle contestaciones privadas porque el calibre del problema se salía de
los estrechos límites que podían tratarse a través de las ondas: aquella
muchacha de Córdoba que tenía trato antinatural con su padrastro; aquella
esposa y madre de Jaén fugada con un novillero y abandonada con un niño del
pecado en sus entrañas tras una tarde triunfal en la plaza de Úbeda; aquella
viuda de Sabadell entregada al carnicero de la esquina para poder dar de comer
a su numerosa familia... ¿Cuántos como estos y otros problemas no le habían
llevado a sentir que ya no era él, Ramiro Suárez de Montealegre, tarambana,
putañero y vividor, quién aconsejaba a las acongojadas remitentes; sino ella,
Ana de España, mujer, esposa y madre, serena y comprensiva, sabia y virtuosa,
quién escribía una a una las palabras sobre el papel y, lo que es más
importante, sobre las conciencias?
Pronto se dio cuenta que Ana de España era
respetada en la misma proporción en que Ramiro Suárez era rechazado. Comprendió
lentamente la importancia de su trabajo. Pero no del suyo, simple escribano
mercenario, sino del de Ana de España, lejana e inaprensible consejera. Y sin
apercibirse, dejó de ser quién fue. Abandonó poco a poco las viejas costumbres
libertinas y las antiguas amistades dejaron de verle por los sitios que antaño
frecuentara a menudo. Se quedaba en casa, escuchaba la radio, leía las cartas
que le enviaban y las contestaba con tal dedicación que se olvidaba de sí mismo
y no existía otro mundo para él.
Al principio, los conocidos se extrañaron de no
encontrarle en los lugares habituales y preguntaron por él, pero poco a poco le
fueron olvidando, hasta que Ramiro Suárez de Montealegre no fue otra cosa que
un carnet de identidad y una paga a fin de mes. Olvidados quedaron en el pozo
de un tiempo más apresurado el voluminoso físico y la risotada aguda y
estridente.
...Ha pasado ya tanto tiempo que también yo he ido envejeciendo
y he de retirarme y dejaros. Vivimos tiempos modernos, nuevas costumbres,
distintas formas de vivir. Tantas cosas diferentes que acosan con sus peligros
la integridad de la mujer española, la unidad de la familia, la felicidad de
los niños, que no puedo por menos que sentirme entristecida de que ya nunca más
volvamos a estar en contacto. Pero también estoy contenta, porque sé que ahora,
como a lo largo de todos estos años, no va a venceros la debilidad ni la
mentira. Porque la virtud no está en las ondas de la radio, sino en el interior
más profundo de cada una. Y si bien es verdad que estas "conversaciones
de mujer a mujer" ya llegan a su fin, también lo es que nuestra amistad,
porque de amistad se trata, es ahora tan profunda que ni vosotras ni yo vamos a
olvidarla nunca. Tantas y tantas palabras como hemos compartido alrededor
del eterno y difícil tema de la vida humana han quedado marcadas de manera
indeleble en mí y estoy segura que también en vosotras. Con eso me doy por
satisfecha. Espero que no olvidéis a esta Ana de España, que tampoco os
olvidará y que con vosotras y por vosotras a aprendido a ser mujer.
Suena la sintonía por última vez, una sonata de
Chopin que durante veinte años ha abierto cada día, de lunes a viernes,
"Conversaciones de mujer a mujer", el consultorio sentimental de
Ana de España en las ondas de la
Cadena de Radiodifusión Española. Ramiro apaga el aparato y
se queda meditando un momento. El pequeño cuarto atestado de papeles, cintas
magnetofónicas, periódicos y libros, tirados por cualquier sitio o archivados
en los enormes armarios que ocupan la pared, se hace pequeño de repente.
Ramiro siente que nunca ha participado en ninguna
guerra, ni siquiera como testigo, que nunca ha estado a punto de casarse con
una joven llamada Purita y tampoco recuerda que nunca haya ido a ninguna casa
de lenocinio, ni que haya robado, estafado, mentido o engañado nunca, ni que se
haya emborrachado jamás ni que jamás haya fornicado o practicado la gula o la
pereza. Y se siente feliz como nunca se ha sentido.
Levanta su enorme cuerpo de la mecedora en la que
habitualmente descansa; una mecedora vieja y desfondada que amenaza con
romperse a cada movimiento que hace sobre ella. Se acerca al aparador, abre uno
de los cajones y saca de él una pequeña caja de plata hábilmente trabajada por
un orfebre toledano. La abre. Extrae una tableta blanca que como recuerdo le
había regalado en otra vida Eric Von Austelbrok, quien fuera mayor de las SS y
sabe Dios dónde acabaría. Llena un vaso de agua en el fregadero y se dirige a
la cama deshecha de la pequeña habitación que le sirve de dormitorio.
Cuando se ha tendido en el lecho salta sobre su
vientre Santa María, la última de las gatas que le queda viva de las tres que
han compartido su retiro durante tantos años. Le acaricia la cabeza. La gata
ronronea y entrecierra los ojos. Con la mano que le queda libre se coloca la
pastilla en el paladar, saborea un segundo su amargura y luego la traga
acompañándose de un largo sorbo de agua. Reposa la cabeza sobre la almohada y
continúa acariciando a la gata.
Ahora se sabe limpio y libre. El verbo se hizo
carne y habitó en Ramiro Suárez de Montealegre. La carne se hizo verbo y parió
a Ana de España. Como una transustanciación o como quién sabe qué, pero al
fin el hombre intuye que ya no tiene que buscar más, ni preocuparse más, ni
sufrir más. Cierra los ojos y la mano fofa abandona a la gata y resbala suavemente
sobre el vientre hasta posarse en la sábana. El animal abre los ojos y con una
de sus patas araña suavemente el rostro de su amo reclamando la caricia
inconclusa.