Blasco Ibañez y el cine (2)
Andanzas cinematográficas de un literato valenciano en la corte de Hollywood
El deslumbramiento
cinematográfico de un novelista
La
primera exhibición cinematográfica en Valencia tuvo lugar en el Teatro Apolo el
10 de septiembre de 1895, apenas seis meses después de que los hermanos Lumiere
proyectaran aquellas mismas películas en París y unos ocho meses antes de que
se pusieran en Madrid. Vicente Blasco Ibáñez tenía, pues, 28 años. Era ya un
adulto, aunque todavía joven, que se enfrentaba con ojos vírgenes al nuevo
invento.
Dada su
precocidad creativa, ya había publicado a esas alturas nada menos que siete
libros. Siete títulos cuya enumeración da idea de las distintas preocupaciones
e intereses del escritor. Había entre ellos un monumento de tres gruesos y
profundamente ilustrados volúmenes cobijados bajo el nombre de “Historia
de la Revolución Española” (1892/93) --¡Ahí es nada!--, un texto de
viajes: “París, impresiones de un emigrado” (1893), en el que venía a
contar su primer exilio en Francia, un panfleto político-didáctico en dos
volúmenes: “El catecismo del buen republicano federal” (1892), las muy
curiosas e iniciales novelas anticlericales “La araña negra”, un
violento ataque contra los jesuitas, y “La Catedral”, y, sobre todo, “Arroz y tartana” y “Flor
de mayo”, las dos primeras de sus cinco novelas valencianas. También
hacía un año que había fundado el periódico El Pueblo. Vamos, que cuando Blasco vio por primera vez aquellas
sombras que se movían sobre una pantalla, era ya un escritor que comenzaba a
ser respetado y un político prometedor, toda una personalidad de la sociedad
valenciana, a la que escandalizaba, agitaba y admiraba en proporciones
similares.
El
interés de Blasco por el cine debió ser inmediato, si tenemos en cuenta lo
pronto que le veremos metido en él de hoz y coz. ¿Cómo descubrió el nuevo
invento, dónde aprendió a disfrutar de él y cuáles debieron ser las primeras
películas que le llamaron la atención? Si le imaginamos como le describen sus
biografías, podemos suponer que varias facetas de su personalidad le acercaron
al cine como a un imán del que le resultaba imposible huir.
En
primer lugar, su curiosidad intelectual, que siempre fue grande y le tuvo toda
la vida preocupado por los nuevos inventos, los adelantos más modernos y las ideas
más avanzadas. En segundo, tal vez, su carácter jaranero y vividor, que bien
permite imaginarle como asiduo de los barracones de feria, los cafés cantantes
o los teatro de varietés en los que, mezcladas con cuplés, números de circo,
chistosos y bailarinas, se exhibían las películas en aquellos primeros años del
cine. También, seguramente, su fino olfato comercial, que le habría llevado a
descubrir un nuevo campo en el que realizar sus ambiciones. En cualquier caso el
flechazo debió ser intenso, rápido e instintivo, teniendo en cuenta que su
primer contacto profesional con las películas, como veremos, tuvo lugar en fecha
tan temprana como 1914, y que no fue hasta 1917 cuando se inauguró en Valencia
el primer cine dedicado exclusivamente a proyectar películas, de manera
coetánea con otros lugares del mundo.
Por
fortuna, existe un texto de Blasco que resulta esclarecedor de los porqués de
su temprana atracción hacia el cinematógrafo. Aunque no se den en él
referencias concretas sobre sus gustos en cuanto a películas se refiere, sí que
aclara su posición ante el nuevo fenómeno e indica de manera patente por dónde
iban sus intereses en el asunto. En 1922, con motivo de la publicación de “El
paraíso de las mujeres”, la primera de sus novelas cinematográficas --genero
de su propia invención con el que pretendía escribir historias cuyo destino
final no fuera el libro, sino la película--, incluyó un prologo de 12 páginas
sobre la cuestión, que vamos a citar extensamente dado su interés para conocer el
tema que tratamos. De momento comenzaremos con una afirmación que contiene tal
escrito y que se podría decir premonitoria:
“Dentro de un siglo
las gentes se asombrarán tal vez al enterarse de que hubo escritores que
presenciaron el nacimiento de la cinematografía y no hicieron caso de ella,
apreciándola como una diversión pueril y frívola, buena únicamente para el
vulgo ignorante”.
Precisamente
por esa extrañeza que causa hoy el desprecio inicial de tantos intelectuales y
biempensante hacia el cinematógrafo, pienso que resulta aún más interesante
conocer las razones por las que novelistas o intelectuales como Blasco pudieron
sentirse automáticamente atraídos por las posibilidades que prometía aquel
nuevo medio, entonces todavía una atracción de verbena, recuérdese. Al comenzar
el prólogo de 1922, el escritor se definía cinematográficamente situándose claramente
en contra de los detractores del invento, los del momento en el que escribía,
pero también los que lo habían rechazado ocho años antes, cuando él lo
descubrió asombrado en las ferias de su tierra:
“…Yo admiro el arte
cinematográfico—llamado con razón el «séptimo arte»—, por ser un producto
legítimo y noble de nuestra época. Como todo progreso, ha encontrado numerosos
enemigos, que fingen despreciarlo; especialmente entre los escritores faltos de
las condiciones necesarias para servir á este arte, aunque lo deseasen. (…)
Cuando se inventó
la imprenta, una gran parte de los literatos de entonces también la
consideraron como algo populachero y ordinario, que nunca podría gustar á los
espíritus escogidos. Fue preciso el transcurso de algunas decenas de años para
que todos se convenciesen de que el libro impreso, aunque menos hermoso que el
códice escrito a mano y con letras capitulares artísticamente iluminadas,
servía mejor á la difusión de las ideas y al mejoramiento intelectual de la
humanidad. (…)
Conozco todas las
objeciones contra el cinematógrafo y su creciente difusión. Son las mismas que
todavía á estas horas formulan algunas devotas, en el fondo de las provincias,
contra la novela y contra el teatro, creyéndolos la perdición de la humanidad y
la causa de todas las inmoralidades existentes…”
Para
Blasco, y en eso reside la claridad premonitoria de su mirada sobre aquel
primer cine, aún tosco y sin desarrollar, la importancia del nuevo invento no
residía en lo que ya había dado de sí, sino en lo que él presentía que podía
dar en el futuro:
“…Si la
cinematografía no hubiese de dar en el curso de su desarrollo otras cosas que
el sainete grotesco é inverosímil que hace reír con payasadas de clown, ó las
historias de ladrones y detectives, yo abominaría de ella, como lo hacen
muchos. Pero el nuevo arte está todavía en los primeros vagidos de su infancia;
no tiene más allá de veinticinco años de existencia—que equivalen á veinticinco
minutos en la historia de un invento útil—, y nadie sabe hasta dónde pueden
llegar el desarrollo de su juventud y el esplendor de su madurez.
También la novela
dio en distintos períodos de su vida una floración de libros que tuvieron por
héroes á bandidos «simpáticos» ó tenebrosos y a policías «providenciales», y á
nadie se le ocurre decretar por ello la supresión de dicho género literario. Al
lado de la novela psicológica y de observación directa existirá siempre la
novela de folletín. Y lo mismo puede decirse del teatro. Juntos con el drama y
la comedia, atraerán siempre a una gran parte del público el melodrama
espeluznante ó la farsa grotesca…”
Sobre
las películas que pudieron haberle despertado la afición y que pudieron incitar
su imaginación, la verdad es no hay muchas en el catálogo hasta ese 1914 en el
que por primera vez su literatura sirvió de base a una de ellas, especialmente
teniendo en cuenta que, como veremos luego, el cine que le interesaba, no era
el documental o el cómico, que estaba comenzando a dar excelentes cintas, sino
el que podríamos denominar como narrativo-dramático. Y en aquellos años había
pocas películas de esas que pudieran dar a Blasco deseos de emulación.
Quizás
conociera el valenciano, que ya había viajado por Italia y Francia, alguno de
los films de Griffith, que para esa fecha aún no había dirigido “El nacimiento de una nación” (1915) ni “Intolerancia” (1916), pero que ya había
dado a la luz películas que podían haber sido del gusto de Valle si las hubiera
visto. Igual podía suceder con la obra inicial de Cecil B. de Mille. O el “Ben Hur” (1907) de Sidney Olcott (aunque
no el de Fred Niblo, que no se estrenaría hasta 1925, tres años después de haber
adaptado “Sangre y Arena” del valenciano). O quizás había visto, porque
era hombre viajado y ya conocía París, los primeros dramas sociales de Abel
Gance, que aún estaba lejos de “Napoleón”
(1927), pero que ya había abordado con rigor, por ejemplo, los prejuicios
raciales en “Le Nègre blan” (1912), o
“La pagoda” 1913), del alemán Joe
May, “La cabaña del tío Tom” (1910)
de, yanquee E. S. Poter o, incluso “Mala
raza” (1913) del pionero catalán Fructuoso Gelabert. Es imposible saberlo,
aunque lo que se puede suponer con cierto fundamento es que en aquel 1914 tuvo
que acudir necesariamente a ver la superproducción italiana “Cabiria” y que debió salir encantado de
la proyección, porque había en ella muchas de las cosas que a Blasco le
hubieran gustado para sus propias películas, si es que entonces ya ambicionaba
hacerlas.
En 1914
Italia era no sólo uno de los centros industriales cinematográficos del mundo,
con clara ventaja entonces sobre Hollywood, sino un territorio que conocía bien
el escritor, que había estado exiliado allí ya en 1896. Era probable que
hubiera tenido ocasión de las primeras superproducciones históricas italianas.
Películas como “¿Quo vadis?” (1913),
de Enrico Guazzoni, “Julio César”, de
Martoglio, o “La caída de Troya”
(1910), de Giovanni Pastrone. Éste último fue aquel mismo año en que debutó
cinematográficamente Blasco el director de “Cabiría”,
película que consiguió un gran éxito internacional y que influyó decisivamente,
como cuentan los estudiosos, en las grandes superproducciones de Griffith y del
consiguiente monumentalismo hollywoodiense.
“Cabiria” contaba con todas las bazas para entusiasmar a
Blasco. Era (y es, porque aún hoy puede verse íntegra en youtube), una superproducción a todo
lujo, con decorados monumentales, bellas odaliscas, espectaculares batallas,
cientos de caballos y grandes masas que, además, contaba la importante historia
de la lucha de Roma contra Cartago y en la que aparecían personajes míticos
como Aníbal, que atravesaba los Alpes a lomo de sus elefantes, o Maciste. No
resulta disparatado imaginarse al valenciano viéndola, embobado mientras desfilaban
ante sus ojos las imágenes imaginarias de algunas de las historias que había
contado hasta entonces, entre las había que había algunas que parecían
concebidas con el mismo estilo grandilocuente, histórico y lujoso de la
superproducción italiana. “Sonnica la cortesana”, 1901; “La
maja desnuda”, 1906; o, sin ir más lejos, “Los Argonautas”, que
andaba escribiendo ese año, no son malos ejemplos. O, “Sangre y Arena” (1908).
que era otra cosa, como el tiempo demostraría.
Había,
además, un nombre en “Cabiria” que
sin duda hubo de llamar su atención y concitar su respeto hacia la película. Se
trataba de Gabriel D’Annunzio, ya entonces gran pope del Decadentismo
literario, que firmaba el guión y, naturalmente, los textos de los intertítulos.
No los había escrito él, sino el director, Giovanni Pastrone, pero el gran
novelista, poeta y dramaturgo italiano había accedido a firmarlos con su acreditada
rúbrica a cambio, es de suponer, de una buena cantidad de liras. Según
testimonio posterior de Blasco fue el propio D’Annunzio quien le animó a
meterse en el mundo de las películas. Y aún hay otro nombre de la ficha técnica
de “Cabiria” relacionada con el
valenciano, el aragonés Segundo de Chomón, creador de los muy novedosos efectos
especiales de la película y un imprescindible pionero del cine español que
sería productor de alguno de los intentos cinematográficos del escritor
valenciano.
Con este
posible y especulativo bagaje como espectador, el primer acercamiento entre
Blasco y el cine, ya lo hemos dicho, tuvo lugar en 1914. Recordémoslo, una
fecha en la que el cine en Valencia todavía acompañaba en los programas de
variedades a cupleteras y funambulistas, por mucho que el escritor no fuera
precisamente un intelectual provinciano que no había salido de su provincia, todo
hay que decirlo, sino ya una figura internacional, conocido en todo el mundo y
que ese mismo año había instalado casa en Francia, movido a salir de España por
los amores de una mujer y el desamor de la política.
Primeros pinitos cinematográficos
Sea como
sea, en 1914 (o en 1913, que los historiadores discrepan) se adaptó por primera
vez al cine un texto de Blasco Ibañez. Para esa época ya existía en Valencia
una incipiente industria cinematográfica, que contaba incluso con una
productora propia, Casa Cuesta. Había nacido de la mano del pionero Ángel
García Cardona a partir de una antigua droguería que vendía cámaras y material
fotográfico, aunque hasta ese momento prácticamente no hubiera filmado otra
cosa que escenas típicas locales, como “Escenas
de la huerta” (1905), y fiestas y sucedidos, tales como “Procesión de nuestra excelsa patrona, la Virgen
de los desamparados” (1904), o “Visita
de su majestad el rey” (1906).
Tal vez
con la idea, muy extendida por aquel entonces en todo el mundo, de atraer
prestigio cultural a un fenómeno que ya dejaba la barraca de feria para pasar a
los teatros, los productores decidieron transformar en película un texto
literario previo, un modelo cinematográfico que comenzaba a florecer también en
España. Y puesto que estaban en Valencia, quien mejor que su gloria literaria
más importante para llevarlo a cabo. Aunque hay donde se indica que tomaron
como base para el experimento la novela “La Barraca”, obra fundamental de
Blasco publicada 16 años antes, en realidad parece ser que la obra elegida fue
el relato “Dimoni”, con el que se abría la edición de “CuentosValencianos” de 1896.
El
resultado fue un breve drama rural de ambiente valencianista al que finalmente
dieron el título de “El tonto de la Huerta”. Se desconoce
prácticamente todo de él, dado que el cortometraje desapareció y no se conserva
copia alguna. Por ejemplo, hay quien le atribuye la dirección a Antoni Cuesta,
que bien pudiera ser tan sólo el productor, o al propio director de la productora,
Ángel García Cardona, aunque la película no figure en su filmografía. Sin
embargo, lo más probable es que la productora valenciana recurriera al cineasta
catalán José María Codina, con mayor experiencia en el tema, ya que un par de
años antes había rodado “Lucha de
corazones”, basada en “Maria Rosa”,
obra teatral de Ángel Guimerá de gran éxito en la época, que ya había sido
adaptada en 1909 por Fructuoso Gelabert, pionero entre los pioneros, quién, por
cierto, fue el camarógrafo de esta segunda versión de Codina.
Entre las
cosas que se ignoran de “El tonto de la huerta” está si
Blasco colaboró o asesoró de alguna manera el rodaje, aunque lo que sí se sabe
por los periódicos de la época es que quedó satisfecho del resultado. Tanto que
decidió implicarse directamente en la producción y dirección, llegado el caso,
de sus propias películas. Se dirigió para ello a la productora catalana Hispano
Films, en las que, entre otros, figuraba como socio Segundo de Chomón, entonces
el cineasta español de mayor proyección internacional, que aparte de realizar
sus propios filmes había aprendido la elaboración de efectos especiales
directamente de Georges Melies y se había ocupado recientemente de los
espectaculares trucos visuales de “Cabiria”,
la monumental producción italiana que hemos aventurado más arriba que podía
haberle gustado a Blasco hasta el punto de influirle en su visión de lo que
podía ser el cine.
Fruto de
esa colaboración entre el escritor y la productora catalana sería “La
tierra de los naranjos” (1914), versión de “Entre naranjos”, la
primera de sus novelas valencianas que había publicado en 1900. De la dirección
se ocupó uno de los socios de Hispano Films, Alberto Marro, que ese mismo año
había rodado los ocho episodios de “Barcelona
y sus misterios”, uno de los clásicos de los seriales cinematográficos
españoles. En esta ocasión la implicación de Blasco Ibáñez fue mayor, según
indica el historiador Ricardo Blasco en su “Introducció
a la història del cine valencià” (Publicaciones del Archivo Municipal del
Ayuntamiento de Valencia, 1981), que señala:
“Marro dirigí la película
assessorat en tot moment per Blasco Ibáñez i cercà d'imitar l'estil
deliqüescent dels films passionals italians que tant complaïen aleshores als
publics internacionals”.
Cargado
con este bagaje de experiencia, Blasco Ibáñez decidió abordar el cine
directamente, afrontado sus dos siguientes experiencias ya como codirector,
según figura en los títulos de crédito, y productor. De su entusiasmo dan
cuenta las declaraciones, no sin buenas dosis de vanidad, que debía ser marca
de la casa, realizadas en agosto de 1916 al diario madrileño El Imparcial:
"Fue hablando
un día con D'Annunzio, cuando se me ocurrió lanzarme al cine como un muevo
camino del arte. Los dos habíamos sido traducidos en todos los idiomas y casi
en todos los dialectos; pero no es sólo la letra la que pierde en las
traducciones, sino el alma misma de la obra; que siempre sufrieron quebranto
los vinos en el trasiego. Pensamos en el cine, hecho, intervenido, mejorado por
nosotros, matiz nuevo de nuestro propio espíritu.
El cine estuvo
hasta ahora en manos de fotógrafos y empresarios que se ceñían a los cuentos
mágicos, a los folletines policíacos y plañideros, o a los idilios con
acompañamiento de violoncello.
Comienza el período
literario. “Sangre y arena”, mi novela, será la primera película pensada y
ejecutada por mí. Está traducida a todos los idiomas y el cine completará la
traducción. ¡Cuántos y cuántos empresarios de los Estados Unidos, de
Inglaterra, de Francia y de Rusia me han hecho proposiciones para impresionar
mi novela, que no he admitido temeroso de que hiciesen una españolada más,
poniendo en ello todos los enojosos anacronismos zurcidos con majas de
Batignoles y toreritos de Chicago! Yo iré a buscar todos nuestros espectáculos
castizos: la calle de Alcalá y la puerta, en tarde fanfarrona y rutilante de
corrida; las piedras gloriosas de Granada y los rincones toreros de Sevilla.
Detrás de mí hay tres grandes empresarios y uno yanqui para poner en “Sangre y
arena” toda la pompa española, esa pompa de la monarquía, de los duques, de las
corridas y de las procesiones que nos han hecho famosos!..."
Tras la cámara
Así
pues, la primera de las cinco adaptaciones cinematográficas de “Sangre
y arena” (una de ellas correspondiente a una serie televisiva brasileña
realizada en 1968) resulta que no fue la muy famosa realizada en Hollywood por
Fred Niblo y protagonizada por Rodolfo Valentino, sino ésta del propio escritor,
ignorada en general por los historiadores anteriores a 1998, fecha hasta la que
la película anduvo desaparecida y en la que fue recuperada y restaurada por la
filmoteca valenciana, fijando entonces los datos de autoría que hasta ese
momento eran confusos e imprecisos.
“Sangre
y arena”, publicada en 1908, era ya, sin duda, la más famosa de las
novelas de Blasco Ibáñez, que había conseguido con ella una gran repercusión,
no sólo en España, donde hasta 1924 se venderían nada menos que 136.000
ejemplares, sino también en Francia, país en el que residía en aquellos
momentos y en el que era considerado una primera figura de las letras. No
resulta extraño este éxito, pues la novela constituye un trabajo literario de
primer orden que, al hilo de la ascensión y caída de Juan Gallardo, un torero
inspirado al parecer en El Espartero (1865/1894), se desarrolla sobre dos ejes
paralelos. Por un lado, el mundo de la tauromaquia de finales del XIX, que el
autor retrata con justeza y extraordinaria plasticidad literaria, y una trama
de claro tinte melodramático alrededor de la historia amorosa, que coloca al
protagonista entre dos mujeres, su esposa, Doña Carmen, y Doña Sol, una mujer
fatal de la que se enamora pasionalmente y que al final causará su desgracia.
Tal fue
el interés del escritor por este proyecto cinematográfico que incluso creó su
propia productora para llevarlo a cabo, a la que dio el nombre de Prometeo, el
mismo de la editorial que había creado dos años antes. Colaboró en la dirección
el francés Max André, del que no hemos encontrado mayores referencias. La película
obtuvo un cierto éxito, tanto en España, donde permaneció nada menos que siete
meses en las carteleras madrileñas, como en Francia, para la que se “dobló” una
versión específica, y donde se sabe que se estrenó en El Hipódromo, centro de
reunión y asueto de la buena sociedad parisina.
A la
hora de llevar su historia al cine, parece ser que Blasco elaboró una especie
de guión o tratamiento cinematográfico de 12 páginas que tras el estreno de la
película llegó a editarse en un opúsculo que se vendió al precio de 10 céntimos
con el título de “Argumento de la novela
cinematográfica Sangre y Arena”, que hoy se conserva en la Biblioteca
Nacional. Dividido en seis partes, o secuencias, cada una de ellas compuesta de
uno a siete cuadros (I. La carrera de
Juan Gallardo; II. Amores aristocráticos; III. En la cumbre; IV. Semana santa
en Sevilla; V. Hacia el ocaso; VI. La tragedia), el texto constituye,
aparentemente, un simple resumen argumental de la novela, aunque se añade
alguna escena que no estaba en el original. Blasco denominó el breve texto como
novela-cinematográfica, adelantándose en seis años a la definición del concepto que teorizaría en el prólogo de “El paraíso de las mujeres”.
No se
trata, sin embargo, de una simple reducción del argumento de la novela, sino de
una verdadera adaptación fílmica del texto literario, en la que llega incluso a
cambiarle el nombre a la protagonista, que pasa de doña Sol a Elvira. En primer
lugar, Blasco altera el tiempo en el que se narra la historia y su ordenación
en la trama, contando en un orden rigurosamente cronológico lo que en la novela
se estructura en base a capítulos más o menos temáticos. Por otro, se añade un
episodio que no figuraba originalmente, que transcurre en Granada y que, aparte
de para sintetizar facetas de los personajes que en la novela aparecen dispersas
a lo largo del texto, sirve sobre todo, para acentuar una de las facetas más
destacadas de la película: su carácter documental.
Quizás
la característica más valiosa de “Sangre y arena” sea aún hoy la
habilidad del escritor para integrar el drama amoroso en el contexto del mundo
del toreo y, en general, de la España del momento, algo que ya destacaba
notablemente en la novela base y que siempre está presente en su mejor
literatura. Debió considerar que plasmar la historia en la pantalla le permitía
no sólo explicar ese contexto, sino mostrarlo directamente tal como era. No
dejarlo al albur de la imaginación del lector, sino fijarlo en el celuloide
como testimonio vivo de la realidad. La intención de Blasco queda clara al ver
el detenimiento casi etnográfico con el que fijó la cámara en tipos y
personajes, atuendos y actitudes, y, sobre todo, en la atención que prestó a
los ritos y manifestaciones de la cultura popular, desde las procesiones al
flamenco. Y a los escenarios reales, de La Alhambra a las plazas y calles de
Sevilla pasando por los cosos taurinos. Pero muy especialmente se denota esa
vocación documental en su acercamiento al mundo cerrado del toreo, del que muestra
sus momentos de heroísmo y belleza, pero del que tampoco oculta su violencia y
crueldad con impactantes imágenes de sangre y muerte. Una faceta verista que se
destacó en la propia publicidad del filme, en la que se valoraba:
“Una pródiga suma
de detalles da al espectador la más aproximada idea de lo que es la realidad de
una corrida de toros, con su animación en los tendidos, con el vistoso paseo y,
antes, con el solemne momento de la plegaria en la capilla de la plaza, de
contenida emoción”.
Sobre
este opúsculo, a mi entender central en la faceta peliculera del novelista
valenciano, hay muchos más datos y mejor ordenados en el artículo de Claire
Monnier Rochat, de la Universidad de Ginebra, que bajo el título de “A propósito de Sangre y Arena de Vicente Blasco Ibáñez: Miradas a un opúsculo que costaba 10 céntimos" puede
encontrarse en internet.
El
visionado de la película y la lectura del opúsculo, o del análisis que de él ha
realizado la profesora suiza, permite hacerse una pregunta que creo pertinente
a la hora de intentar conocer los motivos por los que un escritor de éxito, que
estaba a punto de entrar en la cincuentena, deseaba ser director de cine en tan
temprana etapa del desarrollo del nuevo arte. Tal vez la respuesta haya que buscarla
en el prólogo ya citado de “El paraíso de las mujeres”, la que
oficialmente sería la primera novela cinematográfica de Blasco, escrita en 1922
por directa petición de la industria hollywoodiense tras el éxito internacional
de las primeras adaptaciones de “Sangre y arena” y “Los
cuatro Jinetes del Apocalipsis”. Decía allí:
“La cinematografía
no es el teatro mudo, como creen muchos; es una novela expresada por medio de
imágenes y frases cortas. El teatro tiene convencionalismos de lugar y de
tiempo, impuestos por los breves límites de un escenario, y de los cuales no
puede librarse. En cambio, la acción de la novela no reconoce limites; es
infinita, como la del cinematógrafo, y puede componerse de tres ó cuatro
historias diversas, que se desarrollan á la vez, y al final vienen á
confundirse en una sola; puede tener por escenario los lugares más diversos de
nuestro planeta.
Una obra teatral
llegará, cuando más, hasta siete actos y cambiará sus decoraciones quince ó
veinte veces: pero le es imposible ir más allá. Una novela, lo mismo que una
historia cinematográfica, puede disponer de tantos escenarios como capítulos,
tener por fondo los más diversos paisajes y por actores verdaderas muchedumbres.
(…) La
multiplicidad de los idiomas con que expresan los hombres su pensamiento
representa para el artista literario un obstáculo que no conocen el pintor, el
escultor, ni el músico (…).La expresión cinematográfica puedo proporcionar a la
novela la universalidad de un cuadro, de una estatua o de una sinfonía. Los rótulos del film y la
necesidad de traducirlos representan poca cosa en esta clase de obras. Lo
importante es la imagen vivida, la acción interpretada por seres humanos,
valiéndose del gesto, que ignora el estrecho molde de las sílabas. Gracias á
este nuevo medio de expresión, el novelista que por su nacimiento pertenece a un país determinado puede tener por patria
intelectual la tierra entera y ponerse en comunicación con los hombres de todos
los colores y todas las lenguas, hasta con los que viven en los límites de un
salvajismo recién abandonado.
(…) Además hay que
hacer una confesión. La novela está en crisis actualmente en todas las
naciones. (…) Es casi imposible encontrar un camino virgen de huellas. Cuando
el novelista cree seguir un sendero completamente inexplorado, se entera a los
pocos pasos de que otros avanzaron por el mismo sitio antes que él. Todos los
resortes de la maquinaria novelesca parecen flojos y mortecinos de tanto funcionar;
todas las situaciones emocionantes, todos los caracteres salientes, todos los
tipos de humanidad, están casi agotados. La originalidad novelesca va siendo
cada vez más ilusoria. (…) Los novelistas se agitan infructuosamente en busca
de novedad; el público exige igualmente novedad; pero la novela actual, cuando
pretende en Francia y otros países ser verdaderamente nueva, no tiene nada de
novela, y aburre al lector…. Y en esta crisis, que es universal, nadie columbra
la solución.
Yo no afirmo que el
cinematógrafo sea un remedio único y decisivo; reconozco además como
indiscutible que la novela impresa será siempre superior á la novela expresada
por el gesto, pues esta última no puede disponer con la misma amplitud que la
otra de la sugestión inmaterial del «estilo»; pero creo que si los novelistas
empiezan a intervenir directamente en el desarrollo del «séptimo arte»,
monopolizado hasta hace poco por personas sin competencia literaria, su
esfuerzo servirá cuando menos para reanimar la novela, comunicándola una
segunda juventud y haciendo más extensos sus dominios actuales”.
La cita
es larga, pero, cómo he perdido ya el miedo a las longitudes, me parece
pertinente. A las alturas a las que escribió este prólogo (recordemos: 1922,
escritor universal, conferenciante estrella, idolatrado en Hollywood y humilde
huertano a punto de dar la vuelta al Mundo) Blasco había dejado atrás todas sus
pretensiones, fueran las que hubieran sido, de ponerse él mismo detrás de la
cámara. Tras recordar en el texto el altísimo coste de las películas, la
complejidad de su producción y las maravillas de su distribución en todo el
mundo, el escritor reconocía humildemente que el cine era americano:
“Así se comprende
que los cinematografistas americanos, sin salir de su país, puedan cubrir todos
sus gastos, que son inauditos, y realizar ganancias. El producto del resto del
mundo es para ellos á modo de una propina”.
Pero
volvamos atrás, que aún no hemos llegado a ese momento en que nuestro personaje
cayó fascinado ante el poderío americano. De nuevo estamos en 1917. Un año
después de “Sangre y Arena”, Blasco había vuelto a ponerse detrás de la
cámara, otra vez en compañía de Max André, para llevar a la pantalla un relato
que había escrito especialmente para la película. Se trataba de “La
vieja del cinema”, que luego publicaría en el libro de cuentos “El préstamo de la difunta” (1921). La cinta consiguiente, que él
mismo produjo a través de Prometeo Films, ha desaparecido, así que poco he
encontrado sobre ella, aparte de que se rodó en Madrid y Sevilla y se montó en
París, donde a la sazón residía el escritor.
Al no
conservarse el filme, cuesta imaginar su relación final con el relato original
del escritor, pero la lectura de éste sirve para hacerse una idea. No sólo de
la historia en sí, sino de la forma de contarla y, especialmente, del
protagonismo que en ella adquiere el propio cine y el simbolismo que sobre él
encierra. Un protagonismo que no sólo se patentiza en la sala de cine en la que
transcurre buena parte de la acción, sino también en la estructura del relato,
que parece destinada a permitir la inclusión de numerosos flash-back en la
cinta, y, sobre todo, en su significado metafórico sobre la realidad y la
ficción en el cine, un tema que ya había abordado en “Sangre y arena” con la
importancia que había dado a las imágenes documentales.
Las 18
páginas del relato “La vieja y el cinema” cuentan la historia conmovedora de una
anciana vendedora de hortalizas, que declara ante un comisario de policía sobre
la extraordinaria bronca que ha provocado en un cinematógrafo. Toda la primera parte
es, en exclusiva, la larga confesión de la detenida, que para llegar al
escándalo final le relata antes al policía su estrafalaria vida, cual si fueran
flash-back narrados.
Llegado
el primer momento cumbre, así cuenta al final de la declaración el momento en
el que su sobresalto hizo estallar la acalorada discusión que la ha llevado a
comisaría, introduciendo entonces el tema fundamental del relato:
“—Un señor que
estaba detrás de mí y parecía muy entendido en esto del cinema, daba en voz
baja sus opiniones á los vecinos.... De pronto, la alsaciana se iba al frente,
huyendo de su perseguidor, y empezaban a verse las trincheras con muchos
soldados, las cocinas, los cañones. El señor entendido decía que estas vistas
no pertenecían en realidad a la historia; que eran, ¿cómo diré yo? lo mismo que
retales que le habían puesto al film. ¿Me explico bien, señor comisario? Cosas
viejas de la guerra que habían aprovechado; algo así como los remiendos que se
echan á la ropa para que parezca mejor.... Pero yo no entiendo de esto, y las
vistas me han parecido magníficas.
De pronto salió en
el telón el interior de una trinchera, con muchos soldados descansando. Uno de
ellos escribía una carta sobre sus rodillas, puesto de espaldas al público.
Poco á poco volvió la cabeza y sonrió a las gentes. Yo dudé, creyendo que veía
mal. Luego debí gritar. ¡Era mi nieto!...”
Efectivamente,
la anciana ha reconocido en la pantalla (sede de la ficción) el rostro de su
nieto soldado (principio de realidad), y en ese momento el relato da un giro
que tiene que ver con lo mágico y con el cine. La protagonista confunde la
imagen cinematográfica del nieto con la propia persona del desaparecido, y su
visita al cinematógrafo, al que arrastra también a la esposa e hijo del
ausente, se convierte en una diaria cita familiar para reencontrarse con el nieto,
esposo y padre que ya no está. La historia tiene un final amargo. La guerra
acaba, y la sala que proyectaba la película cambia la programación. “Me lo han matado por segunda vez”,
lamenta en un intertítulo la anciana, que llora, pero que, no obstante continúa
persiguiendo el recorrido de la película de sala en sala, siempre buscando al
nieto perdido:
“Y haciendo un esfuerzo supremo,
se levantó y siguió marchando en pos del fantasma por las calles interminables,
negras, heladas....
Como marchamos
todos á través de las asperezas de la vida, guiados por nuestros recuerdos, al
encuentro de la Ilusión”.
The end
Proyectos inconclusos
A tenor
del rastro que ha dejado en la prensa “La vieja del cinema” (o “La
vieille du cinema”, que parecer ser fue el título original con el que
se estrenó en Francia) la película no debió tener la repercusión y el éxito que
había conseguido “Sangre y arena”. Pese a ello, Blasco Ibáñez siguió empecinado
en dirigir cine, y puso en marcha dos nuevos proyectos, también con su propia
productora, que, por desgracia no consiguió llevar a cabo, aunque llegó a
tenerlos muy avanzados.
El
primero de ellos era la adaptación de una novela propia, “Flor de mayo” (1895), una
historia de adulterio, celos y venganza cuyo mayor atractivo sigue siendo el
retrato que hizo en ella de un pueblo valenciano de pescadores real, El
Cabanyal, descrito con calidez y exactitud en sus distintos aspectos, de la
pesca al contrabando, como Blasco hacía siempre con los temas y los ambientes
que conocía de cerca. Incluso llegó a convocar a través de la prensa un
“casting” público para encontrar los tipos que precisaba para el retrato
realista que quería hacer. No llegó a buen fin, al parecer, según alguna
información, por el estallido en España de la Gran Huelga Revolucionaria de
1917, que acabó como el rosario de la aurora, con un saldo negativo para los
huelguistas de 71 muertos, 200 heridos y 2.000 detenidos. Parece un motivo
creíble, sobre todo si se tiene en cuenta que el escritor residía en París y
debió ver las cosas negras en su tierra. No obstante, no queda claro por qué no
la retomó después.
“Flor
de mayo” no llegó a la pantalla, pero Blasco dejó escrito lo que parece
un guión muy detallado de la película, en el que incluso figuran los textos de
los intertítulos previstos ya antes del rodaje. Lo he encontrado, al menos un
fragmento, en la biografía de Ramiro Reig sobre el escritor (Espasa Calpe,
2002), y reproduzco lo que correspondería a una secuencia, complicada por demás,
en tanto cuenta, plano a plano, el naufragio de una barca de pescadores en medio
de una furiosa tormenta, todo ello desde el punto de vista de sus paisanos que
les contemplan y sufren desde la playa. Pienso que viene bien para dar una idea
del estilo dramático que Blasco pretendía dar a su cine, además de mostrar cómo
se escribían los guiones en aquellos lejanos tiempos de las películas silentes.
INTERTITULO: Al día siguiente estalló una tempestad
La playa. Día
brumoso. Mar agitada. Un grupo de marineros viejos, junto a una barca en seco,
examinan el horizonte. Grupos de mujeres. Gestos de inquietud. Van llegando
barcas. Los hombres que desembarcan son acogidos con abrazos y grandes extremos
de alegría. Escenas de ternura. Madres abrazan a hijos; mujeres abrazan
maridos; niños se abrazan a las piernas de sus padres. Los marinos acogen todo
esto sin emoción, como gentes habituadas al peligro. Tona, con sus dos hijos,
va de un lado a otro con ansiedad. Pregunta a los viejos. Mira inútilmente
hacia el mar, esperando la barca, que no llega. Se desespera. Se lleva una mano
a la cabeza. Luego se persigna y reza.
El mar. Rompiente
de olas. La barca del tío Pascual se tumba. Naufraga. Los tripulantes salen a
nado. Las aguas arrastran cestos, toneles y otros objetos de la barca.
El mar visto de la
orilla de la playa. La barca medio volcada en el agua, tocando la arena con su
fondo. Mucha gente en la playa. Un grupo de marineros, medio desnudos, se meten
en el agua, registran la barca y sacan de su fondo el cadáver del tío Pascual.
Lo llevan en brazos hasta la orilla. Tona se abalanza como una loca hacia él,
con los cabellos sueltos. Quiere verlo. Las amigas la detienen, especialmente
la corpulenta Tía Picores, que le cierra el paso. Al fin se desmaya. Los niños
lloran.
El
segundo proyecto inconcluso, aunque llegó a estar muy adelantado, muestra que
las pretensiones de Blasco como director y productor de cine iban más allá que
las de ser un escritor que ilustraba con imágenes en movimiento sus propias
novelas. Nada más y nada menos que filmar “El Quijote”. No era la primera vez
que se haría una película de la novela de Cervantes, que contaba ya, al menos,
con ocho versiones en España, Francia, Italia y Estados Unidos, una de ellas,
convertida en cortometraje por Georges Melies en 1909. Según parece, Blasco
tenía la idea en mente desde antiguo, incluso desde antes de realizar “Sangre
y arena”, según se desprende de sus declaraciones a El Imparcial de
1916:
"Mi obra
[cinematográfica] no será Sangre y arena, que se pondrá en octubre, sino el
Quijote. Sí, sí el ingenioso hidalgo lanzado al cine con toda su grandeza.(...)
Hemos presupuestado un millón de pesetas. Entrarán ocho mil personas. La
entrada del caballero manchego en Barcelona será algo de resonancia en el mundo
de la cinematografía."
Es una
pena que no la hiciera, porque Blasco quería filmar, según declaró a la prensa,
una película espectacular y monumental, en la línea de su admirada “Cabiria”. Una película que de haberse
hecho hubiera inaugurado en España, o poco menos, las superproducciones históricas
y para la que decía contar nada menos que con un millón de pesetas, una pasta en
un país en el que Adria Gual –quizás el intelectual español de prestigio que,
con Blasco, primero dirigió películas-- no hacía tres años que había adaptado “La gitanilla” (1914) de Cervantes por
6.000 pesetas. Y todo ello en un momento en que Griffith acababa de rodar “El nacimiento de una nación” (1915) e “Intolerancia” (1916), pero cuando aún
quedaban diez años hasta el “Napoleón”
(1927) de Abel Gance. Un experimento que hoy resultaría, sin duda, digno de
verse. Pero Blasco decidió tomar el camino internacional, con primera parada en
París y destino Hollywood. Una decisión provechosa y feliz, como se irá viendo.
“Sangre y arena” (1916)
Vicente Blasco Ibáñez y Max Andre
Continuará…
Siguiente entrega:
El tango que construyó un mito