Blasco Ibáñez y
el cine (8)
Andanzas cinematográficas de un literato valenciano
en la corte de Hollywood
El cine de
Blasco en aquellos años del franquismo
Pasados
once años del fallecimiento en Francia de Vicente Blasco Ibáñez y seis después
de que sus restos mortales regresaran a Valencia con el advenimiento de la
República, la sublevación militar de 1936 acabó finalmente con la democracia en
España, imponiendo una dictadura cruel y sanguinaria que habría de durar casi
cuarenta años. Aunque no debería ser necesario explicarlo, quizás a los jóvenes
que hoy estudian los programas escolares de historia convendría aclararles que a
ese periodo es a lo que sus cebolletas correspondientes se refieren cuando
hablan del franquismo.
Los
vencedores, que nunca perdieron la conciencia de haberlo sido y procuraron que
tampoco lo olvidaran los vencidos, fueron implacables en su venganza. Contra
masones y comunistas, socialistas, anarquistas o simples demócratas, de los que
asesinaron a cuantos pudieron (que no pudieron ser todos, como hubiera sido su
deseo, expresado en tantos escritos, porque algunos se les pasaron por alto y otros
pudieron salir al exilio); pero también contra todo lo que significara una
cultura y un arte entendidos como forma de pensamiento, crítica o disensión. La
inteligencia resultaba subversiva y peligrosa. Como en un remake de la
inquisición medieval, se quemaron en hogueras libros que ya estaban publicados
y se idearon férreas exigencias censoras para los que quedaban por publicar.
Para
Franco y sus cómplices Vicente Blasco Ibáñez era un problema. Menos problema muerto,
como estaba, que vivo, como pudiera haber estado a poco de haber llegado a los
80 años, pero un problema al fin y al cabo. Por un lado, se trataba de un
escritor de gran prestigio internacional pese a estar muerto, y la dictadura ya
sabía lo que acarreaba matar a un poeta como para suponer lo que, aún
victoriosos, podría implicar la prohibición total de la obra de un escritor tan
famoso, al que odiaban, pero que nada directo había tenido que ver con la República
derrotada, cuyos supuestos desmanes había sido la excusa de la sublevación. En
la balanza opuesta, Blasco había sido uno de los precursores fundamentales de
aquella República que a su entender tantos males había traído a España,
influyendo no sólo en los intelectuales de su época, sino sobre todo en
aquellas masas populares a las que los vencedores consideraban ejecutoras
directas de la barbarie republicana y a las que estaban decididos a someter por
el adoctrinamiento y el garrote. Además, muchas de las novelas de Blasco no
sólo eran subversivas, sino también amorales, procaces y descaradas, puro
pecado. Conclusión: ni para ti ni para mí.
La
edición y difusión en España de la literatura de Blasco Ibáñez durante el
franquismo fue selectiva e irregular. Poco a poco se fueron editando las
novelas del ciclo valenciano, probablemente lo mejor de su obra, y otros textos
igualmente importantes, “Los cuatro Jinetes…”, “Sangre
y arena” o “La vuelta al mundo de un novelista”. Eso sí, para encontrar
otros de sus escritos había que bucear en los montones informes de la Cuesta de
Mollano y El Rastro o en las trastiendas oscuras[1] de
algunas librerías (las viejas librerías siempre eran oscuras, en contraste con
la luminosidad de las actuales). Allí, con suerte se podía tropezar con algún
amarillento ejemplar de sus virulentas novelas anticlericales (“La
Catedral” o “La araña negra”), de sus escritos o
históricos (por ejemplo, el segundo volumen de su inicial “Historia de la Revolución
Española” que yo mismo encontré)
o, y eso era más de agradecer, de las estupendas novelas que componen su ciclo
de temática social (“El intruso”, “La bodega” y “La
horda”), también entre lo mejor de la literatura de Blasco,
especialmente las dos primeras.
Un
claro indicativo, y así volvemos al tema, de la actitud de la dictadura ante la
herencia cultural de Blasco Ibáñez está en el escaso número de películas que se
hicieron en los años franquistas adaptando sus novelas. Dato especialmente
significativo si tomamos en consideración que para el cine de aquellos años
negros los textos literarios constituyeron una de sus principales fuentes de
inspiración. Las novelas, aún las más añejas, daban prestigio al celuloide, al
que aportaban argumentos ejemplarizantes y lacrimógenas historietas que
apuntalaban las bases ideológicas y morales del régimen. Pero había escritores
y escritores, y Blasco era de los de la cáscara amarga. Baste un breve panorama
comparativo para comprobarlo.
Tomamos
en cuenta sólo a aquellos escritores que podríamos considerar coetáneos de
Blasco cuya obra tiene una cierta consistencia literaria que les hace
merecedores del recuerdo. Ni que decir tiene que la palma se la llevan los
novelistas o autores dramáticos directamente adscritos a la sublevación desde
el principio. En lo alto del escalafón están, faltaría más, los hermanos
Álvarez Quintero, de probada eficacia popular, de cuyas obras salieron nada
menos que 20 películas y una serie televisiva en esos 35 años franquistas. De
Carlos Arniches, que nunca había sido reaccionario, pero no se había
significado políticamente, se llevaron a la pantalla 19. Y así sigue una larga
lista de cantidades descendentes pero nunca insignificantes. Con textos de
Pedro Muñoz Seca --fusilado, recuérdese, por milicianos republicanos en
Paracuellos de Jarama-- se filmaron 10
cintas, 15 del fino humorista Wenceslao Fernández Flórez, 10 de Armando Palacio
Valdés y 8 de Alejandro Pérez Lugín (¡Ay! esas cinco versiones de “La casa de la Troya”).
También
se puede decir que los represores se mostraron generosos con quienes, habiendo
sido tibios republicanos, confesaron sus pecados, que les fueron perdonados. De
la obra de Jacinto Benavente, premio Nobel de 1922, eximia gloria del teatro
nacional, aunque a menudo también meliflua, se sacaron nada menos que 19
películas y cuatro series de televisión.
De
la imaginación de Blasco Ibáñez, que, quizás excepto a Benavente, superaba de
lejos a los demás en calidad literaria y gloria internacional, tan sólo
salieron dos películas y media en los casi 40 años de dictadura. Luego
explicaremos el porqué de esa media, que nos servirá para aclarar un
malentendido, vamos ahora con las dos enteras, que al menos una de ellas tiene
interés por sí misma y por el éxito internacional que alcanzó. Se trata de
sendas coproducciones, lo que parece indicar la intención de sus responsables
de que se distribuyeran internacionalmente, para lo que la firma de Blasco
Ibáñez implicaba ya una buena recomendación. Ambas contaron con directores que
si bien no pasaban de correctos y profesionales, disfrutaban de gran prestigio
y una situación privilegiada en el cine español de aquellos años del franquismo
intermedio, posterior al extremadamente represivo de la inmediata postguerra y
previo al desarrollismo y el consiguiente aperturismo. Sus repartos,
especialmente el de la primera, contaban con verdaderas estrellas. Hispanas,
eso sí.
“Mare Nostrum” (1948). La primera
película española sobre la II Guerra Mundial
Cesáreo
González fue, probablemente, el productor cinematográfico más importante de los
años franquistas y, desde luego, un pionero en rodar películas en coproducción
con otros países, no sólo para completar la financiación que siempre necesitaba
sino también para conseguir la difusión internacional que siempre buscaba. Este
gallego, que casi en la adolescencia
había emigrado a Cuba y México en busca de fortuna, no se interesó por el cine
hasta 1941, después de haber ejercido otros negocios y funciones, entre ellos
ser presidente del Real Club Celta de Vigo, la ciudad a la que había regresado
tras su estancia americana. Desde entonces no se dedico a otra cosa que a hacer
películas.
En 1947 creó la firma Suevia Films, cuyo logo se convertiría en poco
tiempo en una presencia habitual en las pantallas españolas junto al de Cifesa.
Produjo alrededor de un centenar de películas de todo tipo. Descubridor de
Joselito, el niño cantor que hizo las delicias de la España todavía rural y
autárquica de los cincuenta, con cuyas películas (dirigidas, por cierto, por el
comunista Antonio del Amo) se forró, no le hizo ascos, cuando fue necesario, a
abrirse a los nuevos directores de clara intencionalidad crítica, produciéndoles
películas a Juan Antonio Bardem, Luis García Berlanga y al más joven Miguel
Picazo, entre otros. O esta primera adaptación que se rodó en la España
franquista de una novela del apestado Blasco Ibáñez.
En
cuanto creó Suevia Films, Cesáreo González intensificó sus planes de expansión
internacional, y resulta lógico que a la hora de afrontar ese reto acudiera a
un argumento como el de “Mare Nostrum”, que le ofrecía
varias ventajas muy convenientes. En primer lugar, la historia de amor,
aventuras y espionaje que contaba llegaba ya testada por el éxito, relativo,
pero éxito, obtenido por la versión de 1926, lo que era una garantía en unos
tiempos en que ya se estaban volviendo a cosechar buenos éxitos las viejas
películas del cine mudo rodadas de nuevo con sonido. En el caso concreto de
nuestro escritor, Hollywood había vuelto a realizar en 1941 una nueva y exitosa
adaptación de “Sangre y Arena”, y en México se había producido ya, en 1944, “La
barraca”, de las que hablaremos en su momento. Por otro lado, el nombre
de Blasco Ibáñez seguía manteniendo un gran prestigio literario, personal y
político, especialmente en Argentina y México, los dos mercados más importantes
de Latinoamérica y las industrias cinematográficas de habla hispana más
potentes, donde el escritor valenciano todavía estaba presente en las decenas
de miles de españoles que se habían exiliado tras la guerra en esos países y en
el conjunto de sus sociedades.
La
coproductora con Suevia Films de “Mare Nostrum” no fue, sin embargo,
mexicana, país que no mantenía relaciones diplomáticas con España, sino
italiana. Se trataba de una empresa peculiar, que había iniciado su trabajo
durante el fascismo, bajo el que había producido película de propaganda, pero
también algunos de los primeros filmes de Jean Renoir (“Tosca”, 1941), RobertoRossellini (“La nave bianca”, 1942) o Vitorio de Sica (“I Bambino ci guardano”, 1944), y que cerraría su andadura en 1952
coproduciendo el “Otello” de Orson
Welles. El acuerdo debió ser esencialmente instrumental, para facilitar la
distribución internacional, pues ningún rastro italiano aparece entre el equipo
técnico ni en el reparto, aparte de un par de actores en papeles muy
secundarios, Nario Bernardi y Osvaldo Genazzani, que, por otra parte, residían
por aquel entonces en España.
La
otra baza ganadora de Cesáreo González fue la contratación como protagonista
femenina de María Félix, mujer de armas tomar y actriz de extraordinaria
presencia y señorío, que de haber nacido en Brogdem, Carolina del Norte, en
lugar de en Sonora, Ciudad de México, bien pudiera haber disputado duelos a
florete con Ava Garner, pues pertenecían a la misma estirpe de divas capaces de
cantarle las cuarenta a cualquier macho que se les pusiera por delante. Tanto
es así que el pueblo le había otorgado el título de “La Doña”, sacado del papel
de mujer fuerte y dominante que había interpretado en “Doña Bárbara” (Fernando Fuentes y Miguel M. Delgado, 1943),
adaptación de la novela homónima del venezolano Rómulo Gallegos que la lanzó al
estrellato.
En
1948, cuando Cesáreo González la reclutó para “Mare Nostrum”, el nombre
de María Félix era ya marca de éxito seguro en toda América latina y, por
supuesto, también en España, donde sus películas habían obtenido gran éxito a
pesar del modelo de mujer tan moralmente incorrecto que solían interpretar en
ellas. El productor gallego realizó una verdadera campaña de lo que hoy se llamaría
marketing promocional para popularizar fichaje y la película aún antes incluso
de rodarla. Le organizó un recibimiento populoso a su llegada al aeropuerto de
Barajas, que reflejó el NODO, y la mantuvo
rodeada de periodistas durante toda la filmación, que, como correspondía a tal
producción internacional, se realizó en Valencia, pero también en Nápoles,
Pompeya y Paestum, los escenarios reales en los que transcurría la novela de
Blasco.
Para
acompañar a la diva mexicana González se decidió por un actor español, todavía
un novato pero que ya mostraba buenas maneras que el tiempo habría de
confirmar. Ese mismo año Fernando Rey, pues de tal se trata, había triunfado
con la imagen ambiguamente arrogante que le había conferido al Felipe el
Hermoso de “Locura de amor”, que de
las manos de Juan de Orduña había realmente enloquecido al público español de
la época. Con “Mare Nostrum” se inició su despegue internacional, terreno que
en el que llegaría a alcanzar altas cotas de respeto.
También
en el terreno de la dirección actuó sobre seguro Cesáreo González, poniendo la
película en manos de Rafael Gil, un profesional solvente que, además, mantenía una
ambigüedad ideológica que resultaba que ni pintiparada para este proyecto. Gil
había participado de la vida cultural avanzada de la República dedicado a la
crítica cinematográfica, y durante la guerra civil había debutado como cineasta,
con tan sólo 23 años, realizando para el ejército republicano varios
cortometrajes con títulos tan evidentes como “Soldados campesinos” o “Salvad
la cosecha”.
Pese a este origen, su implicación política no debía ser
excesiva, porque el mismo 1939 volvió a ponerse tras la cámara para dirigir
otro documental, este vez de signo contrario, “Flechas”. Había debutado en la ficción en 1942 con un éxito, “El hombre que se quiso matar”,
adaptación de Wenceslao Fernández Florez, y ese mismo 1948 había dirigido “La calle sin sol”, según los expertos
primer intento, fallido pero interesante, de neorrealismo español. A él pues,
como guionista de la película, junto a Antonio Abad Ojuel, se le deben achacar
los cambios realizados en la adaptación. Alguno de ellos confiere a “Mare
Nostrum”, al margen de su posible calidad fílmica, que no he tenido
ocasión de comprobar, una significación histórica y política nada desdeñable.
Como
Vicente Minelli haría 16 años después con “Los cuatro jinetes del apocalipsis”,
también Rafael Gil trasladó la acción de “Mare Nostrum” de la primera a la
segunda guerra mundial. Ese simple cambio de fechas aporta ya un dato
significativo sobre la importancia histórica de la película, pues se trataría,
si alguna información que desconozco no lo desmiente, de la primera producción
española centrada en ese periodo histórico, sobre el que el cine patrio de la
época y el franquismo en general procuraron pasar sobre puntillas, no fuera que
alguien viniera a recordarles su apoyo activo al nazismo.
Curiosamente, la
participación franquista en aquella guerra reaparecería tímidamente a mediados
de los cincuenta, con unas cuantas películas centradas en la División Azul: “La patrulla” (Pedro Lazaga, 1954), “La espera” (Vicente Lluch, 1956) y sobre
todo “Embajadores en el infierno”,
que José María Forqué dirigió en 1956 y que fue la de mayor repercusión popular[2].
Para entonces, Franco ya había firmado en 1953 sus acuerdos con unos Estados
Unidos en plena guerra fría. Aquellas películas venían a certificar que el
dictador ya había sido un implacable enemigo del comunismo, al que había ido a
combatir hasta la mismísima Rusia, aunque fuera formando parte del ejército
nazi, por lo que ahora no hacía sino cambiar de aliado para poder seguir con su
vieja obsesión de caza al rojo.
“¡Oiga
señor –debió decirle Franco a Eisenhower aquella fría tarde de diciembre de
1959, mientras recorrían Madrid a bordo de un haiga descapotable tras haberle
recibido en la ya base yankee de Torrejón--,
que nosotros fuimos los primeros. A ver si ahora nos van a dejar sin una parte
del pastel¡”. Y el dictador acabó comiéndose su trozo de tarta; que otra
cosa no, pero ladino sabía ser.
Pero
cuando Rafael Gil rodó “Mare Nostrum” ese momento del idilio
en el descapotable todavía no había llegado. Para entender el sentido de la
película tal vez sea conveniente situarla con cierta precisión en los dos
momentos cronológicos en que se sitúa: 1939, el tiempo histórico en el que
transcurre la acción fílmica, y 1948, el tiempo real en el que se filmó.
Empecemos por el segundo, que quizás permite aclarar el porqué del primero.
En
1948 hacía tan sólo tres años que los ejércitos aliados habían acabado con la
entente nazi-fascista representada por la alianza del Japón imperial, la Italia
fascista y el nazismo alemán, apoyados, en la medida de sus escasas fuerzas,
por una exhausta España franquista recién salida de su propia guerra civil.
Aunque la derrota del fascismo no supuso, como deseaban tantos republicanos
españoles, exiliados o no, libres o encarcelados, que las fuerzas democráticas
vencedoras impusieran el final de Franco, la dictadura se encontraba en su
momento de mayor debilidad internacional. No sólo se le había negado la entrada
en la ONU cuando se creó en 1945, sino que el organismo internacional había
condenado expresamente en varias ocasiones al régimen franquista,
considerándole una amenaza potencial para la paz mundial, situación que aún se
mantendría hasta 1955.
Mientras se rodaba "Mare Nostrum", hacía tan solo dos años, en 1946, que Francia había
cerrado temporalmente sus fronteras con España como consecuencia del
fusilamiento del guerrillero comunista Cristino García, héroe de la resistencia
francesa, y todavía un buen número de países, México y todos los del área
comunista, seguían sin mandar embajadores a Madrid, rotas todas las relaciones
diplomáticas. En aquellos momentos concretos de 1948 el propio presidente
Truman excluyó personalmente a España de los millones del Plan Marshall que
regaron el resto de Europa. Por otro lado, la situación interna no era mejor.
Pese a la represión inmisericorde de toda resistencia, con las cárceles llenas,
los fusilamientos aún a la orden del día y el terror instalado en la mente de
cualquier ciudadano disconforme, los guerrilleros seguían dando la batalla en
el monte y el rojerío no acababa de hundirse en el infierno.
En
medio de aquel complicado paisaje político, cualquier intento de abordar la
historia de un español en la guerra recién acabada encerraba unos riesgos de
los que Rafael Gil debía ser muy consciente. Ante todo, se debía evitar
cualquier referencia al pasado colaboracionista de España con los nazis, al tiempo que había que insinuar que
los españoles, representados por el Ulises Ferragut de Blasco, tras haber sido
engañados por los alemanes habían acabado luchando contra ellos. De alguna
manera, “Mare nostrum” venía a ser la primera jugada propagandística
internacional del régimen franquista, encaminada a desvincularle de sus
orígenes más netamente fascistas e intentar acabar con el aislamiento que
sufría. Todas estas consideraciones debieron influir en la decisión de situar la
acción de la película en 1939. Y no en un momento cualquiera de ese año, sino
en un mes concreto, septiembre, cuando la guerra aún no había comenzado
realmente y cuando todavía se podía simular no conocer las mayores atrocidades
nazis que ya se estaban cometiendo.
Desde
una perspectiva actual, sabiendo ya lo que sucedió posteriormente, el
significado de los acontecimientos de septiembre de 1939 aparece claro y
cristalino, pero mientras todo estaba sucediendo la situación debió ser
terriblemente confusa. El día uno de aquel año y de aquel mes las tropas nazis
había comenzado la invasión de Polonia, que concluiría el 6 de octubre. Tras la
ocupación de Checoslovaquia en marzo, aquella nueva agresión era, no cabía
duda, la prueba definitiva del objetivo hitleriano de anexionarse toda Europa,
y como tal lo vieron los gobiernos de Francia e Inglaterra, que declararon la
guerra a Alemania, rompiendo así la política de apaciguamiento de la fiera
nazi, que se había iniciado con la no intervención en la guerra española y
rubricado en los pactos de Múnich de un año antes. Por si fuera poca la
confusión que aportaba la timorata y consentidora posición mantenida por
Inglaterra y con menor intensidad por Francia, en agosto la Unión Soviética
había firmado su propio acuerdo de no agresión con Alemania, el famoso pacto Ribbentrop-Mólotov,
que sumió en una flagrante contradicción a la militancia comunista, hasta ese
momento la más concreta y sacrificada oposición a Hitler en toda Europa.
Bien
se podría decir que en aquel mes de septiembre de 1939 en el que el capitán
Ferragut caía en los brazos de Freia, la espía alemana, accediendo a
transportar materiales para los nazis en su barco, con las desastrosas consecuencias
que ellos les acarrearía a ambos, como ya se ha contado al hablar de la
adaptación de 1926 de la misma novela de Blasco, la auténtica guerra aún no
había comenzado. Tanto era así, que a aquellos primeros meses se les denominó
en la propia Francia la “drôle de guerre”
o la “guerra en broma”. Un momento
histórico propicio a todas las ambigüedades, y ya se sabe que en aguas
revueltas ganancia de pescadores.
Sería
interesante saber cómo respondió Rafael Gil a todos estos condicionantes a la
hora de afrontar “Mare Nostrum”. Y escribo que lo sería, porque no he podido
comprobarlo, ya que no he encontrado copia de la película, ni física ni etérea.
De haberla visto, podría contestarme a mí mismo algunas de las preguntas que me
parecen pertinaces. Por ejemplo: ¿se hace en algún momento referencia a la
guerra española, que apenas hacía seis meses que había acabado, y en ese caso
cómo? ¿Qué explicación se sacaba de la manga para que un español que
teóricamente vivía en España --hay que excluir que el protagonista fuera un
exiliado-- acabará implicándose contra los alemanes, considerando que eso
suponía una violación directa de la política oficial del franquismo en ese
preciso momento? ¿Había motivos políticos en el cambio de bando de Ulises
Ferragut o todo se debía a razones personales? Y, sobre todo, ¿se mantuvo la
escena del acuario y los pulpos, que tan buen jugo parece que supo sacarle Rex
Ingram y que en la novela constituye el momento cumbre en el que el marino
comprende por fin dónde se ha metido, en un capítulo de gran fuerza expresiva y
valor simbólico?:
“Entre sus escaparates acuáticos prefería el marcado
con el número 15, dominio exclusivo de los pulpos. Un vago presentimiento le
avisaba que en dicho lugar iba a desarrollarse algo importante para su vida.
Siempre que Freya visitaba el Acuario era con el deseo de ver comer a esas
bestias repulsivas y ávidas. (…) Su estúpida crueldad le pareció un reflejo del
carácter de aquella mujer incomprensible que le repelía huyendo de él y al
mismo tiempo dejaba en su sonrisa y en sus palabras algo semejante a un hilo
suelto para mantenerle prisionero.
(Freya besa a
Ulises) Este se estremeció, sintiendo que
se había enroscado a su cuerpo un anillo de temblona presión .Los actos de
aquella desequilibrada, habían acabado por excitar sus nervios. Creyó que un
monstruo de la misma clase que los del estanque, pero mucho mayor, un pulpo
gigante de los fondos oceánicos, se había deslizado traidoramente a sus
espaldas, echándole de pronto uno de sus tentáculos, sentía la presión de esta
garra en su cintura, cada vez más apretada, más feroz “.
Fuera
como fuera, “Mare Nostrum” se estrenó con éxito en Madrid el 21 de diciembre
de 1948 y tuvo una importante distribución internacional no sólo en la América
de habla hispana, que en principio constituía su primer objetivo, sino también
en Europa, como confirman los carteles en francés o italiano encontrados. En
España, el Círculo de Escritores Cinematográficos le concedió a Rafael Gil el
premio al mejor director y a Fernando Rey el de mejor actor, y el Sindicato
Nacional del Espectáculo la premió con una mención especial como mejor película
del año. Muchos años después, en una lista de esas a las que tan aficionados
son los cinéfilos, publicada en Decine21.com y seleccionada por los propios
lectores, aparece en el puesto 78 de las 100 mejores películas de espionaje de
la historia del cine. No es un galardón como para echar las campanas al vuelo,
pues la selección parece un tanto caprichosa, pero sirve al menos para
certificar la pertenencia de la historia de Blasco Ibáñez al género de espías, modelo
cinematográfico que prácticamente se inauguraba en España con esta versión de
su novela, como lo había inaugurado en todo el mundo con la de Rex Ingram de
1926.
Continuará…
[1]
Hace años, un viejo librero catalán me relató la manera en que él solucionaba
el problema de las posibles e inesperadas visitas policiales. Probablemente la
solución más ingeniosa de que tengo noticia y una historieta que al fin tengo
la ocasión de relatar.
En la trasera de la librería, la literatura
prohibida, política sobre todo, pero en su caso también erótica y pornográfica
(cuanto le debemos algunos a aquellos apóstoles clandestinos de la sexualidad),
estaba expuesta sobre un tablero, pero que no se sustentaba sobre sus
correspondientes patas, sino que estaba suspendido del techo y mediante poleas
se podía subir hasta arriba cuando se barruntaba la presencia de los grises,
dejándolo fuera de su ojo, que jamás miraba hacia arriba, siempre buscando huecos
ocultos en el suelo.
[2]
En declaraciones a Sergio Alegre, queha escrito sobre el tema, Forqué conto la recepción
oficial de la película, ofreciendo un testimonio significativo de por dónde
iban las cosas que no me resisto a reproducir, aunque se salga del tema: “Luego durante un tiempo breve estuvo
prohibida. Lo cual era coherente si tenemos en cuenta quién la prohibió ya que
pasó de ser una película de exaltación de un partido a ser un poco una
exaltación de los militares. Más de una bandera nacional que de una bandera de
partido. La vieron unos ministros en una sala del NO-DO: el Ministro de la
Falange, Arrese; el del Ejército, Muñoz Grandes; y el de Información y Turismo,
Arias. Estábamos en la sala de pruebas, Eduardo Lafuente, que era el director
de producción, y yo, que nos colamos un poco. Vieron la película. Al terminar estaban
muy conmovidos. La película tenía, en aquel entonces, un gran poder emocional
porque correspondía a hechos inmediatos, vividos por todos y un ministro dijo:
"La cabronada es que la película es buena". Me acuerdo de la frase
porque en cierto modo me halagó. Al encender las luces se dieron cuenta de
nuestra presencia y nos echaron. La película se prohibió. Dieron una resolución
de que se incorporará una voz en "off' al principio que no tiene sentido,
diciendo que la guerra de Rusia era una continuación de la Guerra de Liberación
de Franco, si no, no la autorizaban. Cortaron algunas cosas, exactamente no me
acuerdo qué. Tuvimos que poco el tributo
al partido y a los primeros voluntarios que formaron la División Azul. Yo
defendí que no se pusieran ya que me parecía completamente absurdo que unos
prisioneros de los comunistas, y entonces no hay que olvidar que era un
comunismo duro, pudieran lucir los emblemas políticos de sus países o de
ideologías opuestas. Es como si en un campo de prisioneros españoles dejaran
llevar la hoz y el martillo. Me parece absolutamente absurdo. Me dijeron que no
opinara y que lo pusiera. Y claro, lo pusimos”.
Próxima entrega:
“Cañas y barro” (1954), una traición de película
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