Blasco Ibáñez y el cine (9)
Las películas del franquismo
“Cañas y barro” (Juan de Orduña, 1954),
una traición de película
Cuando
en 1954 se llevó a la pantalla “Cañas y Barro”, la segunda película
que se rodaba en la España franquista sobre una novela de Blasco Ibáñez, Juan
de Orduña debió hacer auténticos juegos malabares para conseguirlo, por mucho
que fuera uno de los directores de mayor prestigio y clara afinidad con el régimen,
o precisamente a causa de ello. Tantos malabarismos que en el vuelo de los bolos
se perdió el sentido fundamental del texto literario, que no es sólo una
minuciosa descripción de la vida y el trabajo en la Albufera valenciana a
caballo entre dos siglos ni una historia de amores desgraciados, sino ante
todo, una reflexión sobre el pecado (o su versión laica de la aberración moral),
la culpa y la expiación. Un tema, por otra parte, muy querido del autor, que
aunque anticlerical convicto parece que no podía olvidar su ascendencia
judeocristiana.
Para
esas fechas, la censura en España, aunque rígida e implacable, carecía de unas
normas concretas que establecieran los límites de lo que se podía contar y lo
que estaba prohibido, regularización que no llegaría hasta las normas dictadas
en 1963, ya con Manuel Fraga Iribarne al frente del ministerio correspondiente.
La censura, además de castradora era arbitraria, una condición que debía
conocer bien Juan de Orduña, no tanto porque la hubiera padecido, sino por ser
partícipe de los rígidos principios que la orientaban. Sabía, pues, que en una
película española debían suavizarse pecados tales como el adulterio o la
maternidad fuera del matrimonio y, eliminarse por completo crímenes tan atroces
como los amores incestuosos, el parricidio o el suicidio, aberraciones
condenadas desde el altísimo y temas todos ellos que constituyen la base del
conflicto moral de la novela de Blasco. La solución adoptada por el director y
su guionista, Manuel Tamayo, fue tan sencilla como radical, quitó de la
película cuanto estorbaba y si te he visto no me acuerdo.
Blasco
Ibáñez publicó “Cañas y barro” en 1902 como cierre de su ciclo de novelas
valencianas. Se trata, sin duda, de una de sus obras magnas, que confirma las
cualidades narrativas que ya había demostrado cuatro años antes con “La
barraca”, una obra maestra que, como ya veremos, también tuvo
adaptación cinematográfica. En ambas destacan las mejores cualidades del autor:
El aliento poético y la precisión descriptiva de acciones, ambientes y lugares,
los personajes dibujados con claridad y contundencia en su complejidad, la
facilidad para imbricar las historias personales en su contexto social y el
intento conseguido en sus mejores novelas de expresar una concepción progresista,
dinámica y nada simple del mundo y de la vida.
“Cañas
y barro”, además, marca un punto culminante en la evolución del estilo
literario de nuestro autor que merece la pena destacar. El discípulo de Zola
que era Blasco, que en 1894 había adoptado el modelo naturalista del maestro
francés al escribir por primera vez sobre su Valencia natal en “Arroz
y Tartana”, llegaba, seis años después, a la última novela del ciclo
convertido en un escritor plenamente “realista”. Para Blasco, como aún lo era
para Zola, que murió ese mismo 1902, el ser humano seguía siendo esencialmente
un ser social, pero ya no eran sólo los condicionantes sociales, biológicos o
hereditarios los que marcaban su vida, sino, en gran proporción, también la propia
personalidad íntima de cada uno, su sicología, su carácter único e irrepetible,
que viene a ser algo así como la huella digital de la mente. Este viaje del
exterior al interior de sus personajes es lo que transforma a Blasco en un
escritor realista contemporáneo que pretende expresar la realidad en toda su
contradictoria complejidad. Una evolución estilística que, por otro lado, no
constituye una cualidad homogénea en toda la obra del valenciano, pero que
brilla con fuerza en sus mejores novelas, entre las que sin duda se encuentra
la que tratamos.
Como
en la mayor parte de la obra novelística de Blasco --no tanto en las
adaptaciones cinematográficas que de ellas se hicieron--, en “Cañasy barro” conviven dos tramas que se realimentan mutuamente. Una
colectiva y otra personal. En la primera, se cuenta la evolución social de una
comunidad, la de la Albufera valenciana, en el proceso de cambio de sus formas
de vida y supervivencia (sus modos de producción, hubiera escrito en otros
tiempos). La pesca, de la que habían vivido malamente hasta el momento, está
dando paso a la agricultura, de la que malviven ahora. Ese cambio está
provocando una transformación social que afecta tanto a los usos y costumbres
cotidianas, a la cultura tradicional, como a las relaciones entre las clases
sociales en formación. Un momento histórico de cambio profundo expresado a
través de la lucha de la tierra por apoderarse del mar, un enfrentamiento que a
veces adquiere tonos titánicos, como en la dramática escena en la que Tono, el
padre Paloma, literalmente se
desangra en la desecación del lago para convertirlo en tierra de labranza. La
historia se desarrolla a través de la vida de tres miembros de una misma
familia, Los Paloma, abuelo, hijo y nieto, mediante una variada sucesión de
situaciones y con una rica cantidad de personajes poderosos, como Sangonereta, el sacristán borrachín que,
adelantándose a “La grande bouffe”,
muere de un atracón, o el usuriento Cañamel o la Borda, patética y conmovedora, desesperada por un amor de todo
punto imposible hacia su medio hermano, al que sólo podrá besar ya muerto.
La
columna vertebral que estructura y organiza todo lo demás es, sin embargo, la
relación entre Tonet el Cubano y Neleta,
dos personajes que responden a una tipología reconocible en los protagonistas
de otras novelas de Blasco. Conviene detenerse en ellos y su historia para
comprender mejor el muy distinto sentido que adquirió en su traslación a la
pantalla.
Historia de un
crimen
Toner
es el más joven de Los Paloma, un
hombre débil e inseguro bajo su acusada masculinidad y su carácter aventurero,
más dado a la holganza que al laboreo, a la facilidad del dinero del
contrabando que a la dureza del trabajo en el mar o el sembrado, a la botella
que al libro:
“Tonet el Cubano, el nieto del tío Paloma, el más
guapo de toda la Albufera, un hombre que había visto mundo y tenía algo que
contar.
--¡Adios, bigot!—le gritaron familiarmente.
Le daban ese apodo a causa del bigote que sombreaba
su rostro moreno, adorno desusado en la Albufera donde todos llevan rasurado el
rostro. Otros le preguntaban con irónico asombro desde cuando trabajaba”.
Ella,
Neleta, no es una mujer de deslumbrante belleza, aunque sí decidida, de fuerte
personalidad y, sobre todo, acusada sensualidad. También es ambiciosa, egoísta
y calculadora. Caliente en la cama pero extremadamente fría fuera de ella.
“Era pequeña; pero sus cabellos, de un rubio claro,
crecían tan abundantes que formaban sobre su cabeza un casco de ese oro
antiguo, descolorido por el tiempo. Tenía la piel blanca, de una nitidez
transparente, surcada de venillas; una piel jamás vista en las mujeres del
Palmar, cuya epidermis escamosa y de metálico reflejo, ofrecía lejana semejanza
con las tencas del lago. Sus ojos eran pequeños, de un verde blanquecino,
brillantes, como el ajenjo que bebían los cazadores de Valencia. (…) La
avaricia de la mujer rural se revelaba en Neleta con una fogosidad capaz de los
mayores arrebatos. Despertábase en ella el instinto de varias generaciones de
pescadores miserables roídos por la miseria, que admiraban con envidia la
riqueza de los que poseen campos y venden vino a los pobres, apoderándose
lentamente del dinero”.
Tonet
y Neleta tienen un apasionado romance siendo apenas unos adolescentes, con
iniciación sexual incluida, que acaba cuando él, alocado como es, se marcha sin
avisar a vivir aventuras en la guerra de Cuba. Al regresar varios años después,
se encuentra con que Neleta se ha casado con el tío Cañamel, el rico usurero
del pueblo, un avaro explotador que se cobra con lo que los pobres se gastan en
su taberna el dinero que antes les ha prestado a tan alto interés. La pareja
reinicia su antigua relación, ahora totalmente adulterina. El viejo Cañamel fallece,
acosado de celos por las habladurías de las malas lenguas del lugar. Lo que
podría ser la salvación de la pareja, ahora ya libres de hacer con sus vidas lo
que quieran, se convierte en su perdición. Neleta ha quedado embarazada de
Tonet, circunstancia que la impedirá disfrutar del poder recién adquirido
gracias a la herencia recibida del muerto, quien ha dejado escrito que para
poder disponer de ella la mujer ha de mantenerle fidelidad post-morten, prohibiéndole
relaciones con ningún otro hombre. El amor, que debe seguir clandestino, se
agria y la pasión, enfrentada al interés, se acaba.
“Las entrevistas de los amantes durante la noche
eran borrascosas. Parecía que "Cañamel" se vengaba resucitando entre
los dos para empujarlos el uno contra el otro. Neleta lloraba de desesperación,
acusando a Tonet de su desgracia. Él era el culpable, por él veía comprometido
su porvenir. Y cuando con la nerviosidad de su estado se cansaba de insultar al
"Cubano", fijaba sus ojos iracundos en el vientre, que, libre de la
opresión a que estaba sometido durante el día para burlar la curiosidad de los
extraños, parecía crecer cada noche con una monstruosa hinchazón. Neleta odiaba
con furor salvaje al ser oculto que se movía en sus entrañas, y con el puño
cerrado se golpeaba bestialmente, como si quisiera aplastarlo dentro de la
cálida envoltura”.
Durante
el embarazo, la mujer oculta su situación con rígidos corsés apretados de
manera inmisericorde, pero llegado el parto no hay disimulo posible, y en su
desesperación no encuentra otra salida que deshacerse del cuerpo del delito. Le
encarga la razón a Tonet, que confuso y temeroso la acepta y se escapa al lago
con el niño entre los brazos.
“Huía sin saber de quién, como si sus criminales
pensamientos bogasen a su espalda persiguiéndolo. Se inclinó varias veces sobre
el barquito, tendiendo una mano a aquel envoltorio de trapos del que salían
furiosos chillidos, y la retiró inmediatamente. Pero al enredarse la barca en
unas raíces, el miserable, como si quisiera aligerar la embarcación de un
lastre inmenso, cogió el envoltorio y lo arrojó con fuerza, por encima de su
cabeza, más allá de los carrizos que le rodeaban. El paquete desapareció entre
el crujido de las cañas. Los harapos se agitaron un instante en la penumbra del
amanecer, como las alas de un pájaro blanco que cayese muerto en la misteriosa
profundidad del carrizal”.
Abrumado por la
enormidad del crimen que acaba de cometer, Tonet cae rendido en el fondo de la
barca y se queda dormido, tal vez queriendo huir por el sueño de la monstruosidad
de su acto. Pero el sueño es una pesadilla permanente e intenta borrar con el
vino la culpa y el remordimiento que le atormentan. Sale a cazar. Se acerca con
la barca a un carrizal.
“Tonet se irguió, con la mirada loca,
estremecido de pies a cabeza, como si el aire faltase de pronto en sus
pulmones. Vio junto a la borda de su barca un lío de trapos, y en él algo
lívido y gelatinoso erizado de sanguijuelas: una cabecita hinchada, deforme,
negruzca, con las cuencas vacías y colgando de una de ellas el globo de un ojo;
todo tan repugnante, tan hediondo, que parecía entenebrecer repentinamente el
agua y el espacio, haciendo que en pleno sol cayese la noche sobre el lago.”
Ante los restos
de su hijo, el hombre descubre de repente el monstruo que anida dentro de sí
mismo y no encuentra otra forma de redimir su atrocidad moral que descerrajarse
un tiro con la escopeta.
“El pie descalzo subió dulcemente a lo
largo de la culata buscando los gatillos, y una doble detonación conmovió con
tanta fuerza el carrizal, que de todos lados salieron revoloteando las aves
locas de miedo.”
Todo ha
terminado. La debilidad de Tonet le ha condenado a la última cobardía del
suicidio. Neleta ha de sobrevivir cargada con su culpa, que no se sabe si
encontrara suficiente paliativo en el cumplimiento de sus egoísmos. Como si
Blasco hubiera leído el tremendista “Pascual
Duarte”, el estilo es seco y entrecortado, el lenguaje crudo, descarnado y
a veces hiriente, aunque cargado de una extraña poética de la oscuridad de los
abismos humanos. El último párrafo se vuelve lírico, con un lirismo
desesperanzado que nos habla, una vez más en Blasco, de la imposibilidad del
amor a través de la insatisfecha pasión incestuosa de la Borda.
“Y mientras el lamento del tío Toni
rasgaba como un alarido de desesperación el silencio del amanecer, la Borda,
viendo de espaldas a su padre, inclinóse al borde de la fosa y besó la lívida
cabeza con un beso ardiente, de inmensa pasión, de amor sin esperanza, osando,
ante el misterio de la muerte, revelar por primera vez el secreto de su vida”.
Imposible es lo que no puede ser
No resulta
difícil de entender que la historia de Tonet y Neleta, tal y como Blasco la
había escrito, resultara de todo imposible como argumento de una película
española de los años cincuenta, fuera cual fuera el capricho inquisitorial de
los censores de turno, y no es de extrañar que Orduña tuviera que cambiarla de
arriba abajo si quería llegar al menos a la fase de rodaje. En la adaptación de
“Cañas
y barro” hay numerosas supresiones de pasajes de la novela. Algunas,
tales como las minuciosas descripciones de lugares o acciones secundarias,
resultan absolutamente lógicas, en cuanto se trata de trasladar el lenguaje
literario al fílmico.
Otros cambios responden más claramente a razones censoras, como
ocultar el origen usurario de la fortuna del tío Cañamel o quitar toda
referencia a los antecedentes alcohólicos de la familia de Sangonera, el
sacristán borrachín, que en su encarnadura cinematográfica es dicharachero y
sentencioso, pero no tan bebedor ni tan comilón como en la novela. Tampoco muere
de un atracón. Resulta lógico, la usura y la embriaguez congénita eran dos
lacras sociales que no tenían existencia oficial en la España del franquismo y
comer o beber hasta reventar resultaban inimaginables en un servidor de la
iglesia.
Estas supresiones, entre otras, constituyen una censura importante,
porque implican una reducción significativa del carácter social y testimonial
de la novela, de su realismo, pero en última instancia no suponen momentos
imprescindibles para la comprensión de la historia principal de Tonet y Neleta,
que es la que centra el conflicto moral de la novela y le da su sentido más
profundo. Es al transformar en una nadería melodramática el tremendismo de la
novela cuando se está traicionando, y no simplemente adaptando, la creación de
Blasco Ibáñez.
En “Cañas
y barro”, coproducción hispano-italiana de 1954 dirigida por Juan de
Orduña hay, aunque convenientemente dulcificado, adulterio y el consecuente
hijo ilegítimo. También la necesidad de ocultarlo. Pero a partir de ahí todo es
completamente diferente, en un intento, conseguido, de evitar las dos
aberraciones más condenables: el parricidio y el suicidio. Para que Neleta (que
aquí se llama simplemente Nela) pueda disfrutar de la herencia, sigue siendo
obligatorio que el niño desaparezca, pero en concordancia de la dulcificación
de la tragedia, ni ella es tan egoísta y ambiciosa como en la novela, ni él tan
débil y cobarde, ni el amor entre ambos queda tan deteriorado por el embarazo y
sus posibles consecuencias. Así pues, el
niño no muere asesinado por el padre en un crimen exigido por la madre,
sino que es entregado a una amiga para que se ocupe de él. Un cambio, que
además, permite que el niño pueda estar presente en la última secuencia, en la
que juega un papel esencial en la moralina final de la película.
Salvado el hijo,
ya no hay motivo, culpa o remordimiento que haga necesario el suicidio del que
ya no es un parricida. No obstante, es necesario que muera. Porque el drama así
lo exige y porque, en cualquier caso, el adultero debe pagar su pecado. Para
conseguirlo, Orduña se saca de la manga un personaje que no está en la novela: Jaime,
un sobrino de Cañamel que odia a Tonet, al que culpa, instigado por su madre,
la Samaruca, de haberle puesto los cuernos a su tío, habiéndole provocado con
ello la muerte. Es él quien acaba con Tonet de un tiro en medio de una violenta
pelea, cometiendo lo que bien podría ser considerado un homicidio involuntario
o, incluso, en defensa propia. Jaime se pierde en el lago y nunca sabremos si
la justicia, humana o divina, castigará su acción, porque desaparece en la
bruma para siempre jamás.
En la última
secuencia, Juan de Orduña reúne a todo el reparto en un final que constituye un
monumento a la tergiversación ideológica:
Secuencia 44:
Lago, exterior, amanecer[1]
“La tensión melodramática alcanza el clímax.
Mientras Tío Toni cava la fosa para enterrar a su hijo en el arrozal arrebatado
a las aguas del lago, Marieta (nombre cinematográfico de la Borda) llora desconsolada junto al cuerpo inerte de
su amado hermano. Nela, enlutada, se aproxima en una barca guiada por
Sangonera. Un plano de conjunto recoge el arrebatado dolor de los personajes,
en una representación pictoricista característica del cine de Orduña, en esta
ocasión haciendo un guiño a la estética de Millet en sus escenas de campesinos
orantes. Nela dirige sus súplicas, primero al cuerpo inánime de su amante y
después a un invisible dios, reconociéndose culpable de la tragedia y
solicitando perdón. Al escuchar el llanto del niño abandonado entre las cañas,
Tío Toni lo rescata y lo retiene para sí, pero cede al gesto reclamante de la
madre que lo acoge en su seno con un inesperado gesto maternal. La voz en off
de Tonet niño musita: Si tienes miedo mira las estrellas. Son almas que nos
libran de los malos pensamientos Nela compone un icono mariano, con el niño en
brazos y, alzando la mirada al cielo hacia el mismo dios invisible, pronuncia
un prosopopéyico Te Deum. Un plano de conjunto muestra el amanecer sobre el
lago”.
A la vista de
este final, cabe preguntarse qué es lo que lleva a una persona a utilizar la
obra de otro para acabar traicionándola de tal manera. Aparte de la censura,
que es cosa que siempre se puede superar escribiendo exactamente la historia
que se quiera contar y no tomándola de otro. O del renombre que pueda tener el
autor original, que se solventa eligiendo otra novela menos conflictiva, aunque
en el caso de Blasco no haya en su obra demasiados textos amables o libres de
pecado a los que acudir. Personalmente me cuesta entenderlo, pero sea por una
razón u otra, la traición de la película “Cañas y barro” al espíritu y a la
letra de la novela “Cañas y barro” resulta palmaria. No es que las versiones
anteriores de otros textos hubieran sido especialmente fieles a la literatura
del autor, de la que, en general, habían ignorado su dimensión más social o
colectiva en beneficio del melodrama amoroso, pero en este caso el asunto tiene
más miga.
Entre el final
desesperanzado de la novela y la salvación mística y trascendente que impone la
película media un abismo, que no es sólo el que va de la tragedia a la lágrima mística.
Es un cambio que implica maneras distintas y enfrentadas de ver la vida. En un
caso, es el ser humano el único responsable de sus actos, consecuencia de las
circunstancias sociales y de sus propias miserias morales, sin otro horizonte
de superación que la asunción de la realidad. En el otro, un ser supremo juzga,
premia y castiga a los mortales, desde la otra vida, terreno en el que
confluyen todas las esperanzas de salvación.
Naturalismo, realismo y neorrealismo
Pero los cambios
realizados en el texto original de la novela no afectan sólo al espíritu o el
significado de la película, sino también a su modelo estético. Más arriba he especulado
brevemente sobre lo que “Cañas y barro” supuso en la
evolución del autor del naturalismo inicial a un realismo más profundo. A mi
entender, la película de Orduña devuelve la historia al terreno estético del
que provenía Blasco, el naturalismo, pese a sus expresos deseos de que su
versión de la novela fuese un ejemplo del realismo español con denominación de
origen. Una superación, incluso, del entonces recién nacido neorrealismo.
En una doble página
del diario ABC del 15 de diciembre de 1954, el periodista Andrés Travesi
entrevistó a Juan de Orduña con motivo del estreno de “Cañas y Barro”. La
conversación-- que se celebró en la casa del director, descrita por el cronista
con primor telegráfico: “Un lujoso
saloncito. Un mueble-bar. Un magnífico cuadro italiano. Filigranas de plata
sobre una mesita”—es superficial, como corresponde al medio y la época, pero
aporta algunos datos interesantes sobre la intencionalidad con que se realizó
el film.
Según el
periodista, Orduña la consideraba “su
obra más difícil, y, al propio tiempo, la más importante”, y la enfrentaba,
curiosamente, al neorrealismo italiano. Un enfrentamiento que en aquellos
momentos resultaba totalmente lógico y que no era ya sólo estético sino también
ideológico, en la medida en que el neorrealismo italiano --seguramente la mayor innovación del lenguaje cinematográfico
de la postguerra-- era creación de cineastas de izquierda, a los que se oponía esta
especie de realismo tradicional, de origen, faltaba más, español, y claramente
de derechas. La frase es confusa, seguramente debido a la obligación de resumir
la transcripción, pero se entiende:
“Cañas y Barro” es tremendamente
realista. Creo que en este sentido supone un gran paso. Los italianos, en
realidad, no han hecho cine ‘neorrealista’, sino simplemente realista”.
Contradictoriamente
con el desprecio del neorrealismo, contrasta que Orduña considerara que los cineastas
españoles debían hacer
“el cine que
Italia y Francia han realizado para imponerse a los públicos”
Aunque fuera
consciente, tómese nota de ello, de que
“quizás la
dificultad estribe en los temas que ellos abordan y que para nosotros son
inaccesibles”.
En el cierre del
artículo, Andrés Travesi extrae la moraleja de la conversación:
“Una hora de charla con Juan de Orduña ha
servido para aclarar muchos puntos y sobre todo para comprender que el cine
español no es caduco ni antañón”.
Efectivamente, “Cañas
y barro” se ofrecía justo como lo contrario de un cine caduco y
antañón. Debía ser vista como un filme moderno y arriesgado, la versión made in spain (un eslogan que aún no se
había inventado) de la modernidad, que trataba un tema local pero universal,
crudo y dramático, que en todo el mundo debía ser admirado. Así lo declaraba la
publicidad que se le hizo y que hemos reproducido más arriba. Tras destacar que se trataba de una película “de alta calidad y de fuerte humanismo,
basada en la mejor novela de Blasco Ibáñez”, y antes de indicar que estaba
prohibida para menores de 15 años, la definía con contundencia:
“Por su valentía,
es la película más trascendental realizada en el cine español. ¡Realista!...
¡Pasional!... ¡Inquietante!... ¡Sobrecogedora!”
"Cañas y barro” pretendía ser la continuidad fílmica del realismo español.
Formar línea con ese hilo sutil que enhebra las perlas de Cervantes, la
picaresca, Velázquez, Goya, Galdós, y así hasta Solana o nuestro Blasco Ibáñez.
O, ya para esa época, hasta el Buñuel de “Tierra
sin pan”; aunque como Buñuel no existía en aquella España de entonces,
mejor olvidarlo. Las pretensiones, pues, eran altas, pero constituían un
intento inútil. No tanto por la falta de capacidad de Juan de Orduña, un
director experimentado y técnicamente eficaz, para llevarlo a cabo, sino porque
el cine español no estaba para experimentos realistas.
Al eliminar toda
referencia a la atrocidad del parricidio y su consecuencia moral, el suicidio,
e ignorar la desesperanza final, la pelicula se convierte en un simple
melodrama sobre el adulterio; un pecado, silenciado o no, tan habitual en los
tiempos en que se escribió la novela como en los que se realizó la película e
incluso hoy mismo. A mi entender, esa trivialización argumental sepultaba cuanto
había en la novela de Blasco de inmersión en el lado más oscuro y desagradable
de sus protagonistas, en la realidad más profunda de Tonet el Cubano y Neleta, convirtiéndolos en personajes planos y, por
consiguiente, esquemáticos e idealizados. Ese ocultamiento del monstruo que
todo ser humano lleva dentro hacía imposible cualquier conflicto moral profundo
en la película, cuyo enfrentamiento principal no era ya el de la persona con la
sociedad y consigo misma, sendas realidades, sino entre la virtud y el pecado, meras
categorías morales y, en este caso, religiosas. Una idealización, pues, de la
realidad, contraria en todo punto y medida a la intencionalidad y la estética
del novelista.
El verismo como estética
Pese a lo dicho,
“Cañas
y barro” no es una película despreciable. Juan de Orduña supo dirigirla
con mano firme y buen pulso narrativo. El reparto, en el que brilla una buena
nómina de respetados actores españoles del momento (Aurora Redondo, José Nieto,
Félix Fernández o un joven Joan Capri), está encabezado, no obstante, por dos
figuras foráneas, aunque ya integradas en el cine español, el galán portugués
Virgilio Texeira y la italiana Ana Amendola, que ese mismo año había trabajado
con Jean Renoir en “French Cancan”,
en un pequeño papel, eso sí.
Sin embargo, el
trabajo más destacado de la película es el de José Fernández Aguayo, uno de los
grandes de la fotografía cinematográfica española. Aguayo, que durante la
guerra civil había ejercido como reportero para la República, motivo por el que
le costó reintegrarse a la profesión, sería posteriormente el responsable de
fotografiar joyas como “Viridiana”
(1961) y “Tristana” (1970), los dos
goles que Franco le metió al régimen, o “El
extraño viaje”, la obra maldita de Fernán Gómez.
Las imágenes que
Aguayo consiguió en “Cañas y barro”, tanto en los
exteriores, rodados en la misma Albufera en la que transcurría la acción, como
en los interiores, construidos en estudio por otro grande del oficio, Sigfrido
Burmann, contribuyó a darle a la película su total apariencia verista. Un
verismo de gran eficacia estética, pero que, y eso tiene que ver ya con el
director, poco tiene que ver con el realismo excepto en lo que toca a la
apariencia.
[1]
Saco la descripción de un trabajo de clase anónimo de la Facultat de Filología de la Universitat de València, que cuenta la película prácticamente plano a
plano.
Próxima entrega:
10. Una película escondida
y dos atribuciones falsas
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