Blasco Ibáñez y
el cine (10)
Las películas del franquismo
Un filme perdido y dos atribuciones falsas
Es
bien sabido y comprobado está que si quieres información sobre cualquier tema
en internet se encuentra casi todo lo que necesitas. Pero hay que tener cierta
prevención, porque a veces encuentras más de lo que buscas y algunos de esos
descubrimientos no solicitados pueden ser dardos de falsedad. Hablo por experiencia propia. Al plantearme
escribir estas notas sobre la relación entre Blasco Ibáñez y el cine, que no
debían tener más allá de una docena de páginas y ya supera las 100, tenía sobre
el tema la idea que pudiera tener cualquier persona curiosa a la que le gustara
el autor y que hubiera visto algunos de las películas basadas en su obra, las
más recientes o las clásicas más populares y exitosas. No pasaban de una
docena, series televisivas incluidas. Comencé la indagación por lo que tenía
más a mano, la biografía del novelista escrita por Ramiro Reig, varias veces
citada aquí y que desde hacía años esperaba en los estantes el momento de
servir para algo más que para ofrecer buena lectura. Ya encontré en ella muchas
cosas que desconocía y como me supieron a poco, di el salto a internet en busca
de nuevos datos. Encontré tanto, fragmentario, parcial e inconexo, eso sí, que
el trabajo se ha ido extendiendo hasta el momento presente y lo que le queda.
Tanto encontré que en algún caso me quisieron dar gato por liebre.
Primero
fue en una filmografía incompleta que, no obstante, citaba como extraída de la
literatura de Blasco Ibáñez una película de la que no tenía noticia y que me
llamó poderosamente la atención:
“Ya en el cine sonoro, sus obras fueron casi
olvidadas, aunque sobresale uno de sus cuentos de terror convertido en
película, “Los muertos andan” (1936) donde el célebre director Michael Curtiz
("Casablanca") dirigía al gran Boris Karloff en una obra no muy
aplaudida en su momento pero interesante”
Al
poco, me lo confirmó la entrada biográfica del escritor en la sacrosanta
Wikipedia:
“Ya en el cine sonoro, sus obras fueron algo
olvidadas, aunque sobresale una de sus historias de terror convertida en
película: Los muertos andan (1936), donde el célebre realizador Michael Curtiz
(Casablanca) dirigía a Boris Karloff”
Dos
frases prácticamente iguales que también encontré reproducidas en otras webs.
¿Quién se la había copiado a quién? ¿Quién había realizado el importante
descubrimiento? ¿Por qué nadie aportaba nuevos datos a los del párrafo inicial?
Era para mosquearse, pero, en cualquier caso la noticia tenía su miga. Nada
menos que Michael Curtiz, tan prolífico que es imposible abarcar todos sus
títulos, había sido el primero en llevar al cine sonoro una historia de Blasco,
una historia de terror, además. Interpretada, por si fuera poco, por Boris
Karloff, mi monstruo cinematográfico preferido, con permiso de Lon Chaney. No
debí dudar de su veracidad, porque la curiosidad acaba matando la ilusión.
Es
cierto que Michael Curtiz dirigió en 1936 la película “The Walking Dead”, que en España se tituló, como corresponde, “Los muertos andan”. También lo es que
Blasco Ibáñez había publicado en 1909 la novela “Los muertos mandan”,
lo que sin duda puede alimentar la confusión, pese a la leve diferencia de los
títulos que, sin embargo, indica ya la distancia que hay entre novela y
película.
Ninguna
referencia al escritor valenciano aparece en los créditos de la película de
Curtiz, en los que está perfectamente identificados los responsables del guión
así como el autor del relato original en que se basa. Se trata de Ewart
Adamson, un escocés trasplantado a Hollywood que llegó a firmar 122 películas
en 22 años de carrera, acompañado por Peter Milne, Robert Andrews y Lillie
Hayward. La historia original es del propio Adamson en colaboración de un tal
José Campos, del que aparte del origen hispano que delata su nombre nada más he
podido saber. Para saciar la curiosidad de los curiosos, diremos que, aparte de
Boris Karloff --que para esa fecha ya había dado a la pantalla sus mejores
monstruos: “La momia” (Karl Freund,
1932), “Frankenstein” (James Whale,
1931) y “La novia de Frankenstein”
(James Whale (1935), o había protagonizada obras maestras de la categoría de “Scarface” (Howars Hawks, 1932) o “La patrulla perdida” (John Ford,
1934)--, figuraban en el reparto otros dos nombres que algo, aunque lejano,
tienen que ver con la historia que contamos. Uno era Ricardo Cortez, aquel
americano que se hispanizó el nombre para triunfar como amante latino, al que
ya nos hemos referido como el acompañante de Greta Garbo en “Torrent”,
el debut hollywoodiense de la actriz sueca en 1926. El otro, de parentesco aún más
colateral, era un casi joven Edmund Gwenn, que exactamente 20 años después
llegaría de repente al “Calabuch” de
Berlanga en la piel de un sabio pacifista.
Nada
de esto tiene que ver con el escritor valenciano, pero siempre podía ser que
los guionistas yankees, considerando el sistema de escritura de pélículas en el
Hollywood de la época, utilizaran alguna idea o situación de la novela de
Blasco y no hubieran considerado necesario acreditarlo. Ni por esas. De ninguna
manera se parecen los argumentos de la película y la novela. En “The walking dead” (“Los muertos andan”, en España, aunque más claro título hubiera sido
“Los muertos vivientes”) se narra la
historia de un médico que, habiendo sido injustamente ejecutado en la silla
eléctrica por un crimen que no cometió, resucita y se dedica a vengarse de sus
ejecutores-asesinos. En la película, pues, los cadáveres literalmente andan, e
incluso beben y comen. En cambio, nadie se traslada de un lugar a otro ni nadie
asesina a nadie en la novela de Blasco. El mando que en ella ejercen los
muertos sobre los vivos no es una cualidad real, sino una referencia metafórica
a la pervivencia en las nuevas generaciones de las ideas morales, las
costumbres y los prejuicios de las anteriores, perviviendo así el pasado y la tradición
en la vida presente, llegando incluso a impedirla evolucionar. Ni por el forro.
Al
final no hay moraleja para la historia de este equívoco, aunque sí un curioso
estrambote. “Los muertos andan”,
película de Michael Curtiz, no tiene nada que ver con “Los muertos mandan”,
novela de Vicente Blasco Ibáñez. Eso está claro. No obstante, sí que existe una
adaptación cinematográfica de esa novela del valenciano, lo que podría explicar
la confusión. La realidad aclara, sin embargo, que en este caso no se trata de
una película americana, sino española, realizada en 1950 (aunque se estrenó dos
años después) por Miguel Iglesias Bonns, un peculiar cineasta del que luego
comentaremos algo, y con título diferente al del modelo literario: “La
ley del mar”. Por razones que no he sabido desentrañar, esta película
apenas tuvo distribución comercial, pese a estar producida dentro de la mayor
ortodoxia del cine comercial de la época, y desapareció de la circulación al
poco de estrenarse, hasta el punto de darla por perdida, situación en que se
mantuvo hasta que fue recuperada en 2005 por el Arxiu d´Imatge i So del Consell
d’Eivissa.
Una novela
sociológica
Blasco
había escrito "Los muertos mandan" en 1909 con la
intención de retratar de la manera más fiel posible la sociedad ibicenca y
mallorquina de comienzos del siglo XX, para lo que se documentó viajando a las
islas exclusivamente con tal fin. A tenor de lo que acabó escribiendo, lo que
encontró el escritor constituía una sociedad pobre y laboriosa, aislada y
encerrada en sus costumbres y usos tradicionales, que Blasco describe con
lirismo y prodigalidad, en la que el peso de la estructura social del pasado,
sus normas sociales y prejuicios morales seguían pesando sobre la vida de sus
habitantes hasta el punto de hacer imposible cualquier evolución hacia la
modernidad. La postura de Blasco hacia esa realidad que cree detectar está
cargada de un cierto fatalismo, en concordancia con el título que dio a la
novela.
“¿A qué luchar con el pasado?... ¿Cómo libertarse de
su cadena?...Cada uno, al nacer, encuentra marcados el sitio y gesto para todo
el curso de su existencia, y es inútil querer cambiar de situación y de postura
[...] Los vivos no están solos en ninguna parte. Los rodean los muertos en
todos los sitios, y como éstos son más, infinitamente más, gravitan sobre su
existencia con la pesadez del tiempo y del número. No, los muertos no se van
aprisa, como cree el refrán popular. Los muertos se quedan inmóviles al borde
de la vida, espiando a las nuevas generaciones, haciéndoles sentir la autoridad
del pasado[...] La casa en que vivimos la construyeron los muertos; las
religiones ellos las crearon; las leyes que obedecemos las dictaron los muertos[...]
La moral, las costumbres, los prejuicios, el honor, todo obra suya[...] Los
hombres que se esfuerzan por decir cosas nuevas no hacen más que repetir con
diversas palabras lo mismo que los muertos dijeron hace siglos y siglos[...] El
alma de los muertos llenaba el mundo. Los muertos no se van, porque son los
amos. Los muertos mandan, y es inútil resistirse a sus órdenes”
Quien
reflexiona con tal impotencia es Jaime Febrer, un personaje que bien podía ser
pariente, tal vez lejano, del Príncipe Salina de Lampedusa o el Don Antonio de
Villalonga. Como ellos, es un noble arruinado consciente de su propia
decadencia y la de la clase a la que representa, incapaz, por otro lado, de romper
con ella y con los prejuicios que a ella le encadenan. La situación de Febrer
es, sin embargo, más acusada que la de sus posteriores referentes, pues se
encuentra realmente en la fase terminal de su caída, rodeado por las paredes de
un palacio que se desmorona y, fuera de él, envuelto en unas convenciones
sociales que le asfixian y a las que desprecia.
El
protagonista de “Los muertos mandan”, incapaz de trabajar, pues no ha trabajado en
su vida, no encuentra otra salida a su situación que las mujeres. Dos mujeres
sucesivas a las que se acerca por interés a la una y por amor a la otra. Dos
mujeres de muy distinta condición a la suya. La primera es chueta, judía de
descendencia mallorquina, una joven poco agraciada pero con padre rico, del que
el noble arruinado espera provisión para toda la vida. La otra es una joven de
clase humilde, hija de un antiguo peón, que le enamora a primera vista. En
ambos casos los prejuicios, racistas en el primer caso y clasistas en el
segundo, impiden que la relación llegue a buen término.
Ferber
es el protagonista de la novela; sin embargo, su historia apenas es otra cosa
que una excusa para exponer las verdaderas intenciones del autor, que no son
otras que investigar una realidad social concreta y extraer consecuencias sobre
su atraso histórico. Más que una novela en sentido estricto, “Los
muertos mandan” es básicamente un reportaje novelado. En ese tono
documental que tanto le gustaba, Blasco describe con minuciosidad decorados,
paisajes y ambientes, se remonta al origen de la discriminación hacia los
chuetas, resucita el romance de George Sand y Chopin en Valdemosa, se detiene
en las labores de labranza o de pesca, describe costumbres, ritos y bailes como
el festeig de pagès, hoy declarado
Patrimonio Cultural de las islas, desvela la historia de piratas y comercio de
las Pitiusas, todo ello a través de la mirada lúcida y algo cínica de Jaime
Febrer, que además de malvivir sus amores, reflexiona, analiza y cuenta sobre
el mundo que le rodea.
Cuesta
un poco imaginar cómo teniendo otras novelas de Blasco a disposición, se
eligiera esta precisamente para llevarla al cine, pero así fue. De la labor se
ocuparon dos cineastas entonces principiantes, aunque ambos tendrían larga
carrera posterior. Rafael J. Salvia, que debutó en ella como guionista, sería
luego el escritor de películas de tanto éxito popular como “El día de los enamorados” (1959), “La gran familia” (1962), “Atraco a las tres” (1962),” Sor Citroen” (1967), “La tonta del bote” (1970), “¡Se armó el belén!” (1970), entre otras
muchas que le convirtieron en un paradigma de la españolada cinematográfica.
Incluso dirigió dos que todavía ponen repetidamente en las televisiones: “Manolo, guardia urbano” (1956) y “Las chicas de la Cruz Roja” (1958).
Más
curiosa y singular es la figura del director, Miguel Iglesias Bonns fue un
cineasta de la estirpe de Jess Franco, aunque menos fecundo e intenso, amante
del simple hecho de rodar películas y capaz de hacer cualquier cosa que le
permitiera seguir con su oficio y satisfacer algunos de sus peculiares gustos
artísticos. También como a Franco le atraía el cine de género, fuera policiaco,
de terror, aventuras o erótico. Entre las alrededor de 40 películas que
componen su filmografía hay algunas de títulos arrebatadores, que sugieren
historias incalificables en películas de serie Z: “Tu marido nos engaña” (1960), “Agente
Z-55, misión Coleman” (1967), “Tarzán
y el misterio de la selva”, “La
maldición de la bestia” (1975), que protagonizó otro inclasificable, Paul
Naschy, “Kilma, reina de las amazonas” (1975), “La diosa salvaje” (1975) o “La
isla de las vírgenes ardientes” (1977). Se despidió en 1980 con la que
probablemente sea el más prometedor de sus trabajos, “Barcelona Connection”, un thriler con guión de José Luis Garci y
Andreu Martín protagonizado por Sergi Mateu. Con esta película de despedida
parecería que quería volver a sus comienzos, cuando realizó las que todos los
expertos consideran sus dos mejores obras, “El
fugitivo de Amberes” (1954) y “El cerco” (1955), incluibles ambas en aquel cine negro catalán de los años
cincuenta, tan peculiar, tan censurado y tan interesante.
En
1950, cuando rodó “La ley del mar”, tenía 33 años y era un cineasta principiante
que probablemente quería hacer un cine personal y de cierta calidad, aún dentro
de la raquítica industria española del momento. Lo intentó adaptando a Vicente
Blasco Ibáñez, y aunque el crédito le duraría para realizar sus dos siguientes
filmes policiacos, la verdad es que la película resultante no le debió servir
de mucho en su carrera, pues se esfumó inmediatamente en el aire.
Especulaciones
ciegas
En
este preciso momento, de ser esto un estudio serio y documentado del cine de
Blasco Ibáñez, debería cerrar el ordenador y salir de inmediato para Ibiza a
ver la película, en cuyo archivo de imagen y sonido se conserva, reconstruida
en 2005 a partir de diversos fragmentos encontrados en la Filmoteca Nacional.
Pero el avión cuesta una pasta, el viaje da mucha pereza y, sobre todo, esto no
pretende ser un estudio serio y documentado, sino la satisfacción de una
curiosidad por algunas de las historias que hay dentro de La Historia. Así que
continuaré, especulando a ojo de buen cubero, que como se sabe es el que
construía cubas, con los cuatro datos rescatados del proceloso mar de internet,
buen territorio de pesca, aunque a veces salgan zapatos en el anzuelo.
A
tenor de los pocos datos disponibles, breves fichas o notas de prensa
publicadas tras su recuperación en 2005, Miguel Iglesias conservó el carácter
documental de la novela, llegando, incluso, a contratar a sendos asesores
históricos, el musicólogo y folklorista José Tur Riera, Pepet des Sereno, y el historiador de la tierra Manuel Sorá. La
sensación se acentúa al comprobar que se rodó en escenarios naturales, como los
pueblos ibicencos Santa Eulalia , Sant Josep de Sa Talaia o Puig de Missa,
cuyos habitantes participaron en la película como figurantes, desempeñando ante
la cámara sus oficios reales o, incluso, interpretando breves papeles. Una
mezcla de documento y ficción que sin duda hubiera sido del gusto de Blasco
Ibáñez.
Ángel
Comas, en su “Diccionari e
llargmetratges: el cinema a Cataluya y durant la segona República, la guerra y
el franquisme. 1930-1975” (Cossetània Edicións, 2005), hace una breve
sinopsis de la película que resalta ese aspecto:
“En un pequeño puerto de Ibiza se produce una violenta
discusión entre los patrones de dos embarcaciones de pesca. Uno acusa al otro
de ir contra la ley y las reglas del mar utilizando dinamita. El hijo de un
rico terrateniente de la isla consigue poner paz inicialmente, pero la
situación se complicará: aparte de la dinamita hay también una historia de amor,
de pasión y de celos. Un drama pasional que sirve a Iglesias para hacer un film
costumbrista que respira autenticidad. Rodada en Ibiza.”
Como
se verá, el resumen, que por brevedad ha de resultar necesariamente incompleto,
pone el acento sobre los pescadores, destacando su conflicto colectivo (la
pesca con dinamita, que no aparece en la novela, donde la actividad ilegal es
el contrabando) sobre el amoroso. Cómo se puede ver, en la ficha no hay rastro
de los chuetas y su discriminación ni de la tesis principal de la novela acerca
de la dictadura de lo viejo sobre lo nuevo. Pudo ser por la censura, para la
que sin duda ambos temas resultaban cuando menos incómodos, pero todo parece
indicar que los cambios se debieron más bien a la idea inicial de Salvia e
Iglesias de llevar la película por los caminos de ese costumbrismo cargado de
autenticidad a que se refiere el diccionario. Guionista y director debían ser
bien conscientes, no obstante, de que esas supresiones y cambios contradecían
expresamente las intenciones de Blasco al escribir la novela. Tal vez por ello en
lugar de titular la película con el original “Los muertos mandan”, más metafórico
e ideológico, decidieron cambiarlo por el más explícito y descriptivo de “La
ley del mar”.
En
cualquier caso, cuando tras su recuperación en 2005 fue presentada
públicamente, la nota de prensa emitida por el departamento correspondiente de
la Generalitat Balear le daba una nota alta en cuanto a su interés etnográfico
se refiere:
“La película es un verdadero documento histórico de
una época de penurias y dificultades en una Eivissa fuertemente deprimida desde
el punto de vista socioeconómico”
Fuera
como fuera, la película debió tener problemas desde el principio, pues se rodó
en 1950 y no se estrenó hasta dos años después. No parece haber motivos para
ello. “La ley de mar” se había realizado dentro de los más estrictos
cánones industriales. Aunque la produjo una pequeña empresa catalana,
Producciones ACOR, sobre la que apenas he encontrado referencias, contaba con
una distribuidora de postín. Nada menos que Universal Films Española, filial
del mítico estudio hollywoodiense Universal Pictures, lo que implicaba contar
con una distribución nacional de gran experiencia y profesionalidad y un
importante contacto con el resto del mundo y especialmente Estados Unidos,
donde, téngase en cuenta, aún se recordaba el gran éxito en 1941 de la cuarta
versión de “Sangre y arena”, que había protagonizado Tyrone Power y lanzado
al estrellato a Rita Hayworth. Hablaremos de ella.
El
filme de Miguel Iglesias Bonns tenía además un par de nombres destacados en el
reparto, por lo demás poco conocido, que aunque no eran estrellas que rompieran
taquillas, si contaban con prestigio y popularidad, especialmente entre el
público que gustaba del cine más o menos culto e intelectual que se podía hacer
en aquella España en general bastante casposa. Se trataba de padre e hija (o
hija y padre si consideramos su lugar en el reparto), Isabel y Félix de Pomés.
Ella había destacado ya trabajando para Rafael Gil (“Huella de luz”, 1942) y en la muy jaranera y exitosa primera
versión de “Botón de ancla” (Ramón
Torrado, 1948), pero también había estado en las vanguardistas y un tanto
insólitas “La sirena negra” (Carlos
Serrano de Osma, 1947), “Vida en sombras”
(Lorenzo Llobet Gracia, 1948), o “La
torre de los siete jorobados” (Edgar Neville, 1944). Él, que había vivido
más, tiene una biografía fabulosa que merece párrafo aparte, pues bien podría
ser un buen personaje secundario de alguna novela de Blasco. Si Blasco le
hubiera conocido, lo que cronológicamente no resulta imposible.
El Johnny
Weismuller español
Veamos.
Félix de Pomés, que a la sazón tenía 57 años, era sobrino del Conde de Santa
María de Pomés, había estudiado en los Escolapios, y formaba parte de la mejor
sociedad catalana, destinado a ser un procer. Algo se debió interponer en su
curriculum, porque ya muy joven se le pudo ver en los estadios de fútbol como
integrante profesional del Barça y el Español y, además se combatir en el ring
como boxeador, represento a España en la disciplina de esgrima en las
olimpiadas de 1920 y 1928, aunque se quedó sin medalla. Se había licenciado de
abogado, pero prefirió cambiar el ejercicio de la carrera por la profesión
periodística, especializándose en la crítica de cine en diversos periódicos y
revistas. Según cuentan, también era (¡ojo al parche!) experto en medicina y
farmacia, y otra de sus artes fue la plástica, terreno en el que dejó dibujos y
pinturas que en su tiempo tuvieron reconocimiento público y se vendieron bien. Un
personaje no ya renacentista, sino inabarcable, que además ejercía de dandy, gustaba
del lujo y conocía idiomas.
Con
esas condiciones y en aquel mundo lleno de novedades y movimiento de los años
de entreguerras, ¿qué mejor lugar de destino podía alcanzar un personaje como
el que hemos descrito sino el del cine, el más novedoso y movido de los
inventos? Y Félix de Pomés, que además de guapo y hablar idiomas estaba en la
flor de la vida y era arriesgado, a la hora de meterse en eso de las películas
pensó quizás que había que empezar por lo más alto y se marchó a Alemania,
donde el expresionismo estaba rompiendo las barreras cinematográficas. Allí
representó papeles destacados en distintas producciones, llegando a trabajar en
“Die Grobe abenteuerin” (“El amante aventurero”, 1928) con Robert
Wiene, que ocho años antes había aportado nuevas dimensiones al cine con “El gabinete del doctor Caligari”.
Al
darse cuenta, recién nacido el sonoro, por dónde iban los vientos de la
industria del cine, saltó el charco y se instaló en Hollywood, convirtiéndose
uno de los primeros actores patrios en participar en las dobles versiones en español de los éxitos del momento. Entre otros,
interpretó personajes que en los originales habían correspondido a Walter
Huston, Fredric March o, sobre todo, Humphrey Bogart, al que replicó en uno de
sus primeros éxitos, el de “Body and Soul”
(Alfred Santell, 1931).
Ya
de vuelta a España, pasó la guerra civil en Barcelona, donde llegó a dar vida a
un obrero en paro, personaje totalmente alejado de su personalidad real, en “Aurora de esperanza” (1937), un film producido
por la CNT. Tras vencer los sublevados no le hizo ascos a salir en películas
claramente propagandísticas del nuevo régimen ni en las comedias más anodinas,
aunque también dejó su presencia, normalmente en compañía de su hija, en
películas tan avanzadas para la época como las de Llobet Gracia, Edgar Neville
o Fernán Gómez. Cuando España se convirtió en un plato de rodaje para el cine
americano, le vimos en algunas de las más renombradas producciones visitantes,
desde “Orgullo y pasión” (Stanley
Kramer 1957), hasta “Salomón y la reina
de Saba” (King Vidor, 1959), o “Rey
de Reyes” (Nicholas Ray, 1961),producción de Samuel Bronston y en la que
daba vida a José de Arimatea, ya se sabe el dueño del sepulcro en el que
depositaron a aquel Jesús tan imposiblemente guapo que hacía Jeffrey Hunter.
Falleció en 1969. Dada su condición de gimnasta y actor, en la época le
llamaron el Johnny Weismuller español. Una biografía merecería, no sólo cinco
párrafos como secundario.
Sé
que me he apartado del tema, pero las historias de La Historia, y esta pretende
serlo, tienen meandros, recovecos, remansos e incluso, islotes que solo de
refilón tienen que ver con lo que los circunda. Volviendo al tema que nos
ocupa, ni siquiera la apasionante historia que traía ya a sus espaldas Félix de
Pomés sirvió para darle popularidad a “La ley del mar”.
La
película se estrenó en 1952, dos años después de su realización, y encima en un
cine de provincias, el Actualidades de Bilbao, tardando todavía más de un año
en llegar a Madrid, donde se proyectó en los cines Tívoli y Sol. Luego
desapareció todo rastro. Según datos que he encontrado en alguna parte del
ciberespacio, y por los que no pondría la mano en el fuego, la vieron 3.050
espectadores y recaudó 68.556 pesetas. Digo que no son de fiar, porque según
esas cifras cada entrada salió por unas 20 pesetas, precio exorbitado en una
España en la que, poco después, en el Cine Montija de Cuatro Caminos aún se
podía ver un programa doble por sólo 2,50, medio duro, y además, llenar el
sueño de cáscaras de pipas.
El equívoco de una
maja goyesca
Y
para acabar esta entrada, volvemos al principio y a otra adjudicación
equivocada. Una vez más el acontecimiento se anunciaba con una simple frase que
también se repite de un blog a otro hasta perder su origen:
“… Y en Hollywood se adapta una floja versión de “La
maja desnuda” (1958), con Ava Gardner y Tony Franciosa, que pasó sin pena ni
gloria”
Pues
no. La película existe, pero no tiene nada que ver con “La maja desnuda”, novela
también existente que Blasco Ibáñez había publicado en 1906 y en la que se
narraba los inicios de un joven pintor, Renovales, en la España de principios
del siglo XX. Ni sombra de parecido con la película de igual título (“The naked maja”) pero distinta trama a
la que se refiere la nota, que sí tenía que ver con la historia del pintor
aragonés y su amante y modelo, de acuerdo a lo que en su novela del mismo
título había imaginado el escritor estadounidense Noel Bertram Gerson,
prolífico autor que con distintos seudónimos publicó algo así como 325 títulos.
Entre ellos está la novela que dio lugar a “55
días en Pekín”, la película producida por Samuel Bronston y dirigida por
Nicholas Ray que se rodaría unos años después en aquellos espectaculares
decorados chinos que se levantaron en Torrelodones y que han hecho historia.
Próxima entrega:
Las películas de Blasco Ibáñez en el exilio mexicano
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