Cervantes nos descubrió en su Quijote la lucidez
de la locura. Quevedo volatilizó la mala leche en poesía. Shakespeare diseccionó el poder con sus Enriques. Lope de Vega alertó sobre la fuerza
colectiva de los habitantes de Fuenteovejuna. Carlos Marx estableció en El
Capital algunas leyes fundamentales del comportamiento social. García Lorca se sumergió en las
profundidades del ser humano en sus sonetos del amor oscuro. Pérez Galdós retrató un mundo en
episodios y Tristán Zara lo dispersó
en mil universos inalcanzables. Todos estos alumbramientos, que hoy forman parte, convertidos en libros, de
las más altas cumbres del talento humano, no hubieran alcanzado esa relevancia
universal, y es posible que ni siquiera hubieran existido, sin la inteligencia,
la curiosidad y la tenacidad de un visionario herrero alemán con buen ojo para
los negocios que vislumbró las posibilidades que ofrecía una prensa de uvas
para la reproducción en serie de la palabra escrita. Una idea que transformaría
el mundo.
Desde el origen
de los tiempos el ser humano había buscado las formas de dejar fijadas para la
posteridad las palabras y los pensamientos a través de los soportes más
variados. La piedra tallada, la madera (que confirió nombre al libro futuro,
pues no por nada la primera definición tanto de biblos como de liber es
corteza interior de un árbol), la arcilla cocida mesopotámica, los hojas de
palma de India, el cuero curtido, la vitela, piel pulida de becerros recién
nacidos que se utilizó para tantos códices miniados, el papiro y el pergamino,
e incluso, mediante el tatuaje, la misma piel humana sirvieron para fijar y
eternizar los signos caligráficos de las distintas culturas, que unidos en
formas de palabras transmitían el pensamiento humano.
La batalla por
determinar el mejor soporte para la escritura la acabó ganando finalmente el
papel. Como tantos otros elementos fundamentales para el proceso de la
impresión, también el descubrimiento de éste correspondió a los chinos, que ya
dispusieron de papeles para sus ideogramas desde el año 150 antes de Cristo.
Para fabricarlo fueron probando diversos materiales, desde las fibras de cáñamo
y algodón hasta las de bambú, morera, lino, caña y otras, sin alejarse con ello
de los métodos contemporáneos de producción más que en la tecnología de su
fabricación. Curiosamente, España resultó ser la pionera de la introducción en
Europa del papel, habiéndose datado en el año 1150 la fecha en la que los
árabes instalaron el primer molino de papel del continente en Xátiva, entonces
enclave musulmán que no formaría parte del Reino de Valencia hasta que Jaime I
El Conquistador se la arrebatara en 1238.
La Xilografía --otro invento llegado de la
lejana China a Europa en pleno siglo XIII-- vino a paliar algo tan arduo
esfuerzo, aunque la tarea de fijar letras sobre un papel siguiera siendo un
auténtico trabajo de chinos, perdónese el chiste fácil, y los primeros libros
reproducidos por este sistema debieran esperar doscientos años para ver la luz,
pues entretanto el sistema se dedicó, sobre todo, a la impresión de barajas y estampitas
de vírgenes y santos. El proceso xilográfico exigía tallar sobre una tablilla
de madera el texto y los dibujos, para luego fijarla a una mesa, impregnarla
con la tinta, que por aquel entonces existía de tan sólo tres colores: negra,
roja o azul, colocar encima el papel y pasarle un rodillo, que fijaba la tinta
en el y que debía secarse durante largo tiempo. Además de trabajoso, el
procedimiento era poco útil, pues la madera se desgastaba pronto y el número de
copias que se podían imprimir resultaba necesariamente limitado. En cualquier
caso, la acumulación de estos cambios cuantitativos estaba ya en disposición de
abrir paso al cambio cualitativo y definitivo.
Al igual que el
papel, la pólvora, la brújula y los rollitos de primavera, una vez más el
invento de la imprenta de tipos móviles, fundamento de toda la impresión desde
entonces, corresponde a los chinos. En concreto a un herrero plebeyo nacido en
el año 990 que ha pasado a la historia y a wikipedia como Bi-Sheng, al que se le ocurrió la peligrosa idea de tallar, primero
en madera y luego en porcelana, los caracteres de la escritura china,
perfeccionando los sistemas xilográficos previos. Lo debió tener duro, pues sus
tipos no tenían que reproducir tan sólo las 27 letras del alfabeto latino sino
el infinito número de caracteres propios, de los que inicialmente parece ser
que llegó a tallar 3.000. Un verdadero tormento para los linotipistas.
No citan los
expertos constancia alguna de que tal artilugio impresor fuera conocido por Johannes Gensfleisch de Gutenberg
cuando empezó a interesarse por el tema, o aún después. Gutenberg, que había nacido en Maguncia en una fecha no
identificada entre 1395 y 1399, no fue tanto un entusiasta de la cultura que
los libros podían transmitir, sino, ante todo, un avispado y visionario
negociante que pensó que si se reducía el largo tiempo que suponía la
confección de un libro manuscrito y se lograba multiplicar los ejemplares se
podían acelerar e incrementar las ganancias en el mercado lector, aún reducido,
pero ya importante. En términos de esta sociedad del marketing y el eufemismo
en la que vivimos se trataría de un “emprendedor” en el más exacto sentido del
concepto.
Nuevamente en
Maguncia, su ciudad natal, Gutenberg
volvió a buscar socio capitalista y entró en sociedad con el banquero Johannes Fust, quien le facilitó el
dinero para editar en 1449 el “Misal de
Constanza”, primer libro tipográfico de Occidente. Habían pasado 15 años
desde que tuvo la idea hasta que la vio plasmada en los 150 ejemplares que
salieron de su prensa. Pese al logro, sus habilidades artesanales debían ser
mayores que las de negociante, pues nuevamente se vio enfrentado por deudas con
el banquero, que rompió la sociedad y editó luego en solitario la que debería
haber sido la gran obra de Gutenberg,
la conocida como “Biblia de 42 líneas”,
que había empezado a imprimirse en 1452 y que se publicaría al fin cuatro años
después. Con tanta deuda y tanto pleito, el inventor quedo arruinado y falleció
en 1468 en la misma Maguncia en la que había nacido.
A la hora de
idear lo que sería la primera imprenta de tipos móviles de Europa, Gutenberg
debió enfrentar dos problemas básicos: cómo acelerar el lento proceso de
elaboración de la plancha impresora, eliminando la obligación de tallarla
entera como exigía la xilografía, y mecanizar de manera eficaz la necesaria
presión de la plancha sobre el papel, eliminando rodillos manuales, lentos,
pringosos e inseguros. Para solucionar el segundo de estos problemas parece ser
que se fijó en una prensadora de uvas, en la que la parte superior se deslizaba
alrededor de un grueso tornillo, presionando los racimos, colocados sobre un
soporte fijo, hasta extraer el mosto y dejar secas pieles y semillas. Fue una
idea brillante, sencilla y fácil de realizar.
La primera
exigencia le costó más resolverla. Estaba claro que si se quería romper el
sistema de tallar la madera en una sola plancha había que conseguir algo estructurado
por partes que se pudieran unir en un todo homogéneo. Esas partes debían ser
las letras, y a ello se puso el platero alemán, haciendo un molde de madera de
cada una de ellas que vaciaba posteriormente en hierro, paliando así la
fragilidad y el desgaste de la madera. Los tipos resultantes podían unirse de
manera ordenada dentro de un marco que daba forma a la página. La teoría parece
hoy en día clara, pero llevarla a la práctica necesitó de muchas pruebas y
correcciones para solucionar problemas inesperados. Por ejemplo, cada letra
tenía distinta anchura y adecuarlas todas a un texto continuo y homogéneo no
resultaba fácil. El problema le obligó a crear 150 tipos diferentes que,
conjuntándolos de acuerdo a cada escrito, le permitieron la reproducción exacta
de los textos en el marco de la página.
Otra complicación sería la inclusión de
imágenes, que no consiguió solucionar, pese a lo que no habría que echárselo en
cara, pues el problema constituyó un desafío que nadie lograría superar hasta
que en 1789 se inventó la litografía y se pudieron imprimir al mismo tiempo
palabras y dibujos o, posteriormente, fotos. En aquello siglos iniciales, Gutenberg y sus pronto numerosos
seguidores dejaban vacía la parte de la plancha correspondiente a la
ilustración, que luego pintaba directamente sobre el papel un amanuense o se
imprimía mediante la xilografía. Fuera como fuera, cuando se difundieron aquellos
primeros 150 libros impresos por el alemán quedó abierto un camino para el
progreso, el conocimiento y la evolución de la sociedad que han posibilitado
llegar hasta ahora mismo.
La expansión de
la imprenta fue fulgurante, en toda Europa pero especialmente en Alemania,
entonces todavía el Sacro Imperio Romano Germánico, que no sólo había sido la
cuna del invento, sino que dada la importancia y número de las universidades y
los centros de estudio existentes constituía un terreno abonado para la
difusión del libro. Hasta tal punto era así que para 1470, a tan sólo 21 años
del Misal de Constanza, las imprentas
ya estaban implantadas en las principales ciudades. Algunas de ellas fueron tan
importantes como la que Antón Koberger
instaló en Núremberg, en la que trabajaban más de 100 empleados en 24 prensas,
y que llegó a contar con la asesoría y colaboración de Alberto Durero, autor de las ilustraciones, extraordinarias, según se puede comprobar a la izquieerda, de un “Apocalipsis”
publicado en 1498. Por si fuera poco, esta empresa era algo más que unas
prensas y unos operarios, pues se ocupaba no solo de la producción, impresión y
edición de los libros, sino también de su comercialización, distribuyéndolos
directamente en librerías alemanas, francesas y de otros países.
En 1465 la
imprenta ya había llegado a Roma, capital ideológica del imperio occidental y
cristiano, y cuatro años después a Francia. En 1472 había talleres en Suiza y
el año siguiente en Polonia, Holanda y Bélgica. En 1477 cruzó el mar por
primera vez y desembarcó en Inglaterra. Tal fue el éxito, que durante la
segunda mitad del siglo XV, con la imprenta todavía dando sus primeros pasos,
se editaron en toda Europa veinte millones de libros, cantidad que se
multiplicó por diez en la centuria siguiente hasta alcanzar los doscientos
millones de ejemplares.
En España el
primer libro impreso con el nuevo artilugio en 1472 fue el “Sinodial de Aguilafuente”, un volumen de
48 hojas que contenía las actas del sínodo que acababa de celebrar la diócesis
de Segovia, cuyo obispo, Juan Arias
Dávila, necesitaba textos para adoctrinar a los alumnos del centro de
estudios que acababa de fundar. Conocedor del invento de Gutenberg, que llevaba
ya dos décadas funcionando, mandó llamar en 1469 a un impresor alemán, el
maestro Párix, que tardó tres años
en organizar el taller y ponerlo a funcionar. Aquello de imprimir parece que no
era cosa de llegar y besar el santo. En lo que quedaba de siglo se fueron
instalando imprentas en las principales ciudades, de Valencia, Zaragoza, Sevilla
o Valladolid a Mondoñedo, Coria, Montalbán o Monserrat, de forma que al acabar
la centuria había alrededor de una treintena de talleres en la España recién
unificada por Isabel y Fernando, a los que el papa valenciano Alejandro Sexto confirió en 1496 el
título de Reyes Católicos, con el que se harían famosos en la historiografía
mundial, y a los que volveremos, brevemente, unos párrafos más adelante.
Madrid, por aquel entonces un poblacho casi recién salido de las garras del
moro, no contó con una imprenta hasta 1566, una vez establecida en ella de
forma permanente la corte de Felipe II
cinco años antes.
En la España en
proceso de unificación de finales del siglo XV --en la que la Iglesia de Roma,
como sucedía en toda Europa, constituía la principal estructura organizada de
poder, además del basamento dogmático de su ideología, y a ella estaban
subordinados los reinos y sus reyes, que no obstante la utilizaban para
mantener su dominio-- la imprenta tuvo consecuencias decisivas y
contradictorias. Por una parte, abrió caminos al conocimiento, fomentó las
ideas nuevas y construyó el basamento de lo que desembocaría en el esplendor
creativo del Siglo de Oro. Por otra, desató las furias inquisitoriales,
necesitado el estado, en plena construcción del Imperio, de un férreo control
de las ideas “disolventes”.
Hasta ese
momento de la llegada de la imprenta, los manuscritos estaban totalmente en
manos eclesiales, encerrados en conventos, catedrales, monasterios, cortes
reales y castillos feudales, con el consiguiente monopolio del conocimiento y
el poder que este les otorgaba sobre un pueblo ignorante, supersticioso y
alienado. También se almacenaban cada vez más, es cierto, en las universidades,
que aunque no fueran sino correas de transmisión del pensamiento
mágico-religioso de Roma, soltaban cada año un número creciente de licenciados
que se desparramaban por los reinos de Castilla, Navarra, Aragón o Valencia,
ampliando el círculo de ciudadanos lectores, ansiosos de saber en medio de
aquella sociedad que todavía era abrumadoramente iletrada. Destacaban ya, como
faros de cultura, las bibliotecas particulares de manuscritos, algunas de la
importancia de las de Petrarca, que llegó a reunir unos 200 manuscritos,
Bocaccio, que rondaba los 90, o Pico de la Mirandola, que alcanzó nada menos
que los 1.695.
La impresión
mecánica vino a transformar radicalmente este panorama. Aunque algunos de los
avances que aportó la imprenta fueran técnicos, su influencia cultural, social
y política resulto decisiva en la configuración de una nueva era histórica. Su
principal característica, la posibilidad de multiplicación de los ejemplares,
que a diferencia de la de los panes y los peces no tuvo nada de milagrosa,
amplió de golpe el número de personas que podían atesorar sus propios libros,
rompiendo, en un proceso lento pero inexorable, el monopolio del conocimiento,
que hasta entonces habían atesorado en exclusiva el clero y la nobleza. Durante
los siglos XV y XVI las ciudades crecieron de manera espectacular y en su seno
nacieron y se desarrollaron nuevas clases sociales, ligadas a los profesionales
que necesitaba la urbanización creciente de la sociedad, desde escribanos,
notarios o médicos hasta boticarios, empresarios o comerciantes, todos ellos
posibles lectores, que configuraban unas incipientes clases medias, hambrientas
de cualquier nuevo conocimiento que les garantizara su sitio en la escala
social.
La difusión del
libro cambió los hábitos de lectura, que dejó de ser cosa de alimentar la
piedad para transformarse en un entretenimiento, que se extendía más allá de
los propios letrados mediante la lectura colectiva en voz alta de los textos
ante grupos de amigos o familiares analfabetos. El nuevo sistema de impresión permitió
también reducir el formato de los viejos manuscritos y códices, haciéndolos más
transportables, facilitó la unificación de la tipografía, hasta entonces
distinta según los diferentes territorios, ayudando con ello al intercambio
internacional de ideas, o acabó con el latín como único idioma culto, abriendo
paso a las publicaciones en lenguas romances y a su potenciación.
Aunque existían
ya modelos literarios establecidos, como la narrativa o la poesía, que contaban
con antecedentes tan ilustres como Boccaccio,
Chaucer, Dante o Petrarca, por
reducir la nómina a los que pudieron ver sus obras xilografiadas en el siglo
XIV, la imprenta contribuyó a fijarlos como géneros, abriendo nuevos caminos a
la creación literaria. Ya se podían imprimir las obras teatrales, y las
traducciones permitían acceder a obras de otras culturas, empezando por los
clásicos griegos o romanos hasta entonces inalcanzables, incluso para la mayor
parte de la pequeña minoría de letrados existente. La imprenta permitió la
difusión del pensamiento a una velocidad que debió resultar vertiginosa para la
época. Da prueba de ello, por ejemplo, que ya en 1516 Diego López de Cortegana tradujera al castellano por primera vez un
libro de Erasmo de Rotterdam, su contemporáneo, cuyos escritos tuvieron amplia
repercusión en España desde entonces, difundiendo sus ideas renovadoras, y en
muchos puntos revolucionarias, sobre el catolicismo, que tanto habrían de
influir en Lutero y la rebelión
antipapista del protestantismo. El libro impreso fue un instrumento de cultura
que permitió el Renacimiento y avanzó hacia la Ilustración, abriendo el mundo a
la sociedad contemporánea.
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