LECTURAS. Jorge Amado cuenta de Joao Gilberto
Hay cosas que uno lee que le gustaría
compartir. Dado que estos nuevos inventos lo permite, es el momento de ir
haciéndolo. Ando releyendo “Navegación de cabotaje”, el libro de memorias,
mejor sería decir de recuerdos, de Jorge Amado, y en él encuentro un par de
páginas dedicadas a Joao Gilberto. No es un profundo análisis de su trabajo,
sino, tal vez sólo anécdotas, y digo tal vez porque en realidad creo que estas
líneas del gran novelista sobre el gran cantante sirven dan claves para entender mejor a uno y a otro, especialmente al cantante, pues las
dos historias que se cuentan ofrecen una imagen de él y de su
personalidad íntima que permiten comprender mejor al artista. Al menos a mí me
sirvió la primera vez y volver a leerlo me ha reafirmado en ello. Que lo
disfrutéis.
(Bahía, 1965 - el casamentero)
Fuimos padrinos,
Zélia y yo, de la boda de Joáo Gilberto con Astrud. El matrimonio se separó en
los Estados Unidos, adonde Joáozinho había ido para participar en un show que
tuvo tanto éxito que se quedó allá un montón de años.
El día de la
partida, yendo al aeropuerto, pasó por nuestro apartamento para darnos el
abrazo de despedida. Llevaba ropa ligera, propia para el verano de Río,
mientras que en Nueva York la crudeza del invierno llenaba los titulares de los
diarios. Al verlo tan mal dispuesto cogí del armario un abrigo usado: póntelo
al bajar del avión, que vas a morir de frío y agarrar una pulmonía. Fue mi
contribución al éxito del cantante en los States,
el abrigo que lo salvó de una pulmonía doble.
Contribuí
también a su casamiento con Miúcha[1]:
del primer matrimonio fui testigo; del segundo, casamentero. Un día recibí en
Bahía una llamada telefónica de Joáozinho. Llamaba desde Nueva York,
preocupado, como siempre. Seguía siendo el mismo.
--Jorginho, tú
eres muy amigo de Sergio Buarque de Holanda, ¿no?
--Sí, ¿por qué?
Figura de las
más fascinantes de la comparsa intelectual, Sergio me concedió el privilegio de
su intimidad. Lo coloqué de personaje en O
Capitdo de Longo Curso, y este es el homenaje que rindo a aquellos a
quienes más estimo y valoro: ponerlos en las páginas de mis novelas. Juntos,
durante un congreso de literatura en Recífe, fundamos en la iglesia de Sao
Pedro dos Clérigos la Benemérita y Venerable Orden del Hipopótamo Azul,
dedicada a la trata de doncellas, y creamos la teoría de las vaqueanas, que son
las balzaquianas, las damitas de treinta años cuando empiezan a perder la
continencia. La teoría se basaba en la agitación de las escritoras locales que
cortejaban a Eduardo Portella, el seductor. Cuando lo de la llamada telefónica,
el maestro historiador se vanagloriaba de ser padre de Chico Buarque,
compositor que acababa de revelarse con un éxito estruendoso.
--Jorginho,
estoy enamorado de la hija de Sergio, de Miúcha, hermana de Chico. Miúcha anda
por aquí. Ella también me quiere. Queremos casarnos, pero tenemos miedo de que
Sergio se oponga. Ya sabes lo que pasa, debe de haber oído horrores sobre mí. A
ver si puedes hablar con él. Pídele la mano de Miúcha para mí, en casamiento.
Dile que no soy tan malo como dicen.
Habituado como
estaba a andar siempre arreglando los desaguisados de Joáozinho, prometí
intervenir --rápido, pero rápido. Te
llamaré dentro de una hora para saber el resultado. Colgó el auricular como
un agonizante, listaba yo aún buscando el número de Sergio en el listín, cuando
vuelve a llamar: Estaba tan angustiado
que ni siquiera mandé un beso para Zelinha. Joáozinho, siempre atormentado.
Llamo a Sao
Paulo. Se pone Amelia, cambiamos saludos y gentilezas, quiero hablar con tu
ilustre consorte. Sergio viene al teléfono, sabiendo que soy yo, empieza a
imitar el acento holandés, es para morirse de risa, poro yo me pongo serio. El
tema lo vale.
--Te llamo para
pedirte la mano de tu hija Miúcha en matrimonio.
--¿Eh?, ¿qué
historia es esa? —abandona el acento holandés, se pone en actitud defensiva,
¿qué jugarreta le estoy haciendo?
--No es para mí,
es para Joao Gilberto. Están enamorados, quieren casarse, y él ha pedido que te
diga que no es tan malo como dicen por ahí. No debes creer a las malas
lenguas...
--¿Qué me dices?
¿Es una broma, o hablas en serio?
Hablo en serio,
le cuento mi conversación con Joáozinho, llamada pagada en dólares desde Nueva
York, repetida, se había olvidado el beso para Zélia. Me encanta ese amor entre
los dos cantantes, qué cosa tan hermosa, hago el elogio del candidato a yerno y
lo hago con amor. De Joáozinho lo sé todo, del derecho y del revés, del
chiquillo de Juazeiro por las barrancas del San Francisco, al músico aún desconocido
que luchabamen Río en días difíciles, soy amigo suyo, he colaborado con él, le
hice la letra de Lamento de Marta,
compuesto para la película de Alberto d'Aversa1. De soltero, Joáozinho aparecía
por la noche en casa de Rodolfo Dantas, llevaba su guitarra y se quedaba allí
hasta las tantas, cantando. Zélia y yo, cansados, nos íbamos a dormir, y Joáozinho
continuaba, en compañía de Joao Jorge, niño aún, privilegiado. Joao Gilberto
tocaba, cantaba, teniendo como oyentes sólo al niño y al pajarom sofrê. Vivía
el pajarillo suelto en la sala y silbaba las músicas que Joáozinho iba
punteando.
Sergio escucha
en silencio mí sermón, la proclamación de las virtudes de Joáozinho, genio
musical, amigo entrañable, persona encantadora. Al día siguiente toma el avión
para Nueva York, va a estudiar el asunto in lo-cum. Enseguida le parece
encantador el candidato. No podía ser de otra manera.
Para acabar, un
post scriptum: ya llevaba Joao Gilberto varios años residiendo en los Estados
Unidos cuando un día apareció en casa un portador con un encargo del músico: un
abrigo nuevo, flamante, soberbio. Lo usé durante largo tiempo, lo tengo aún. ¿O
se lo habré dado a Joao Jorge, oyente solitario, el privilegiado?”
La historia del abrigo, aparte de lo que
revela del protagonista, me recuerda una anécdota parecida ocurrida con motivo
de su visita a Madrid en Julio de 1985, de cuya actuación di cuenta en El País,
reseña que reproduzco más abajo.
Fuera de programa alguien, sería de la
organización o de la casa de discos, me contó el sucedido después del recital.
La situación era distinta a la de aquel viejo abrigo. Entonces era verano en
Río e invierno en Nueva York, en esta ocasión se habían trastocado las
estaciones y en Madrid hacía un calor de la leche mientras que en Brasil debían
tener un frío si no de la hostia, al menos del copón. Joao Gilberto venía
preparado y se bajó del avión con un escueto traje. Eso sí, encorbatado. El
problema es que el único equipaje que le acompañaba era la guitarra en su
funda. Nada más. Ni abrigo que no necesitaba ni camisa limpia. Sólo lo puesto y
la guitarra. Contaba quien me lo contó que hubo que comprarle un recambio
completo, camisa, calzoncillos y calcetines para que se mudara antes de salir
al escenario. Saberlo me explicó el por qué de aquella especie de
desvalimiento, de timidez tal vez, de cómo no estar en este mundo, que daba la
imagen del artista sentado en una simple silla, vuelto hacia dentro de sí
mismo, abrazado a la guitarra como un náufrago a su tabla de salvación o un
niño a su juguete.
Hipnotizó a los espectadores. Nunca
olvidaré la sensación.
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