23 de febrero de
1981. Día de Tejero y Carnaval
Tal mañana como
la de hoy de hace 33 años los españoles se despertaron, los que habían dormido,
con resaca de pesadilla; y no precisamente soñada, sino bien real. La tarde
anterior, un grupo de guardias civiles comandados por un tal Tejero habían
ocupado a tiros el Congreso de los Diputados y la sombra alargada de los
tricornios acharolados y los conmilitones golpistas había secuestrado durante
una noche la democracia titubeante y dudosa que apenas comenzaba a andar. Una
noche de miedos que nos retrotraía a los aún recientes terrores nocturnos de la
dictadura.
No es ocioso
recordarlo ahora, cuando todo parece tan diferente y ningún rumor de fusiles
llega de los cuarteles. Hace unos días, en un concurso televisivo, una persona
que debía rondar los treinta años fue incapaz de identificar aquellos hechos;
“esas cosas no las enseñan en el colegio”, vino a decir el concursante; y un
servidor, perplejo espectador, no pudo evitar que se le cayeran los palos del
sombrajo. ¿Qué tipo de sociedad estamos creando, que no enseña a sus jóvenes no
ya la Historia, sino especialmente aquellos hechos que han contribuido de
manera decisiva a que la España de hoy sea lo que es? También resulta
deprimente que existan esos niveles de ignorancia social sobre el tema, cuanto
tantos artículos, libros, informes, documentales e incluso series televisivas
se han dedicado a paliarlos. ¿De tan poco sirven esas gotas de conocimiento en
un mar de desinformación?
Han transcurrido
33 años, y si el fracaso de aquella asonada vino a certificar el final de una
etapa histórica, marcada por la permanente vigilancia sobre la sociedad civil
de los poderes militares, autonombrados garantes de la paz y el orden, ahora
nos encontramos ante nuevas formas de secuestrar la voluntad popular. A la luz
de la situación actual deberíamos comprender que los caballos de Pavía son ya
una antigualla innecesaria que ha cedido su lugar a ese entramado simbiótico
que representa la connivencia de los poderes políticos y económicos, en cuyo
beneficio e intereses se eliminan o reducen derechos, se agudiza la
explotación, se fomenta la inseguridad y, en definitiva, se fuerza un salto
atrás que nos devuelva a lo más negro de la historia de España.
El 23 de febrero
de 1981 había amanecido soleado en toda España. También en Canarias, donde yo
vivía entonces, quizás como un buen augur de los carnavales que debían empezar
en fecha próxima. Las comparsas habían ensayado ya todos sus bailes, las mascaritas
llevaban semanas con el disfraz acabado y los más rezagados aún daban las
últimas pintadas a su traje de dama del siglo XVI.
Desde hacía unos
meses yo estaba al frente de “El Puntal.
Revista de Canarias”, un semanario de información general que suponía el
último intento de crear una publicación netamente de izquierdas, unitaria y
apartidista, de distribución regular en los circuitos comerciales de prensa.
Era lunes y habíamos cerrado el número que al día siguiente debíamos mandar a
la imprenta, totalmente satisfechos, incluso exultantes, con la portada que habíamos
encontrado. En ella, un cuarentón gordo, gordísimo, se levantaba sin ninguna
inhibición sobre las puntas de los pies con las manos en alto, pillado en el
grácil giro coreográfico que exigía su traje de bailarina con tutú. Lástima que
se perdiera.
Ya lo teníamos
todo cerrado cuando a través de una amiga nos enteramos a media tarde de que
unos guardias civiles habían tomado a tiros el Congreso de los Diputados. Las
numerosas llamadas telefónicas a amigos, conocidos y familiares de Madrid no
acaraban nada, así que con el miedo metido en el cuerpo (no podíamos dejar de
pensar que, como ya había sucedido antes, la salida de la isla era prácticamente
imposible) nos pusimos a levantar lo que habíamos hecho, preparar una nueva
portada, escribir un editorial (en el que la protocolaria hora menos canaria
nos permitió adelantar el fracaso de la intentona), y guardar un par de páginas
para añadir información cuando la tuviéramos.
Al día siguiente
metimos los primeros comunicados que recibimos en las dos páginas que habíamos reservado
y mandamos los fotolitos a Tenerife, donde se imprimía. Dos días
después pudimos venderla en la manifestación contra el golpe que, como en toda
España, también se organizó en Las Palmas. Nos quedaba la alegría de haber sido
los primeros en poner a Tejero entre rejas.
Pero el tema de
aquel número de “El Puntal” eran los
carnavales, no se olvide, que la Historia con mayúscula no nos impida atender a
las historias con minúscula. La foto del insólito bailarín también fue
secuestrada por Tejero, pero quedó el artículo sobre los carnavales que, con
cierta premura, como el mismo indica, le habíamos encargado a Elfidio Alonso, en aquellos tiempos
subdirector del diario tinerfeño “El Día”,
fiel carnavalero y director de los Sabandeños, colaborador fijo de la revista,
en la que publicada una página semanal de opinión. Ahí va.
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