Entre 1984 y 1987, época en la
que escribí de música popular en El País, compruebo que se publicaron nada
menos que siete comentarios, crónicas y reseñas sobre recitales y discos de
José Antonio Labordeta, a más de una entrevista que ya he colgado en el blog.
Las dejo aquí a beneficio de inventario, en la idea de que de alguna manera dan
una visión bastante completa de su actividad durante aquel periodo singular de
su carrera, en el que abandonó el subir al escenario solo, o acompañado de uno
o dos músicos, modelo al que volvería después, para hacerse acompañar por un
grupo al completo.
EL PAÍS, 14 JULIO 1984
Agoreros,
catastrofistas y aficionados a enterradores decidieron con singular criterio
extender precitadamente el certificado de defunción de los cantautores,
asimilando a sus propias ideas preconcebidas lo que ellos consideraban que eran:
reliquias del pasado, cantantes con guitarra y silla, dinosaurios envejecidos
de épocas pre-democráticas. El problema surge cuando los cantautores rompen
esos esquemas preconcebidos y demuestran que siguen en la brecha,
evolucionando, probando que no sólo siguen vivos y coleando, sino haciendo discos
que dan la clave del grado de madurez en que se encuentran.
El último
trabajo de José Antonio Labordeta es ejemplar por muchos conceptos: porque sin
dejar de lado sus preocupaciones básicas, el hombre y su entorno y
circunstancias, se ha planteado dar un salto formal que, aunque en principio
podría resultar peligroso, resuelve perfectamente con sobriedad e inteligencia;
porque es un cambio de imagen que no implica ninguna forma de travestismo
cultural, sino una profundización y maduración de su estilo personal; porque la
incorporación de la orquesta, tan difícil de utilizar en un cantante tan
definido artísticamente como Labordeta, no sólo no frena, sino que potencia las
canciones del aragonés.
El disco se
plantea fundamentalmente como una mirada hacia atrás sin ira realizada desde la
madurez de una larga carrera musical y vital. Canciones como Qué queda de ti, qué queda de mí,
reflexión generacional; A veces me
pregunto, lúcida introspección sobre su profesión de enseñante de historia;
Viejo país, visión irónica y amarga
de la realidad del Aragón actual, o Aquí,
especie de testamento a la manera de la Súplica
para ser enterrado en la playa de Sete, de Brassens, al que también dedica
una canción que es un canto a la cultura inconformista, constituyen significativos
ejemplos, entre otros, de cómo enfrentar la música popular desde una actitud de
serenidad y seriedad, que se convierte en divertida virulencia corrosiva en los
temas que se acercan a problemas candentes de actualidad: Elegía al misil, con la inestimable colaboración de La Trinca, y Desobediencia civil.
Los arreglos,
debidos a Manuel Camp y Enric Colomer, dan una nueva dimensión a sus canciones.
Dentro de un concepto de clasicismo perfeccionista, su principal virtud es
hacer de Labordeta un cantante que, sin dejar de ser aragonés, toma una
dimensión menos localista, más universal, con una justeza expresiva que puede
resultar sorprendente, pero perfectamente adecuada.
Canta Labordeta,
además, en un tono más intimista, menos desgarrado que en otras ocasiones, lo
que contribuye también al tono de serena madurez que tiene todo el disco.
EL PAÍS. 8 DICIEMBRE 1984
José Antonio
Labordeta tiene sobre el escenario aspecto de profesor, no sé si de historia o
de otra cosa, pero profesor al fin y al cabo. Claro, que profesor iconoclasta,
de humor cachazudo e irreverente, que hace del recital un espectáculo en el que
sus parlamentos entre canción y canción adquieren valor fundamental en la forma
de desarrollarlo. Un espectáculo con mucho de buñuelesco en ese navegar
constantemente en la frontera que constituye la irreverencia y el pudor, la
hondura y la crítica directa, descarnada. Así son también sus canciones, un
constante vaivén entre la reflexión en profundidad sobre la vida y la denuncia,
la mayoría de las veces en clave satírica, de las cosas que no le gustan: la
prepotencia, el belicismo, el cretinismo o la injusticia.
En este primer
recital de la tanda de siete que está celebrando en Madrid dio un largo
recorrido por las canciones de su reciente disco y por algunas de sus mejores
composiciones de otros trabajos: La vieja,
Carta a Lucimio, La albada, El poeta, Meditaciones de Severino el Sordo, Canto a la libertad y, cómo no, Aragón, que tuvo que interpretar para
cerrar los bises.
Un recital
medido, que muestra al cantante aragonés en su momento más maduro, espléndido
de voz y de recursos escénicos. Con un acompañamiento plenamente adecuado de la
Cooperativa Musical del Ebro, grupo que a la vista de los cuatro temas que,
interpretó como tal, sin Labordeta, evidenció estar situado en el camino de los
mejores grupos que en España se dedican a renovar el folclor desde una
perspectiva de modernidad sonora.
La solución a
algunos problemas iniciales de sonido y un crescendo en el desarrollo del
recital hicieron que fuera ganando en interés hasta desembocar en una segunda
parte plenamente conseguida de fuerza y comunicación.
EL PAÍS. 25 ABRIL 1986
En sus dos
últimos discos, la obra de José Antonio Labordeta ha sufrido una significativa
evolución. Progresivamente, ha ido abandonando los residuos ruralistas que le
quedaban de sus trabajos iniciales, para irse sumergiendo en ambientes cada vez
más urbanos, al tiempo que ha ido cambiando sutilmente también lo que cuenta en
las canciones. Lo que se apuntaba claramente en Qué queda de ti, qué queda de mí, su anterior disco, aparece ya
redondeado en este reciente Aguantando el
temporal, aunque, quizá, todavía no completo. Aguantando el temporal es un disco totalmente eléctrico, lo que no
es un simplista sinónimo de rockero, con unos buenos arreglos de Alberto
Gambino, tal vez con la única excepción de Zarajota
blues, un tanto fría y alambicada en el intento de mezclar con regularidad
matemática los ritmos de blues y jota. El resultado sonoro es inédito en la
obra del cantautor aragonés y marca, con el anterior, un importante punto de
inflexión en su trabajo. Es un disco clave para el desarrollo de lo que ha de
hacer a partir de ahora.
José Antonio
Labordeta ha dejado a un lado el grito, símbolo paradigmático de su obra
anterior, y se presenta con voz más matizada y madura. Sus nuevas canciones son
básicamente una reflexión sobre el tiempo, una reflexión hecha desde hoy, que
no mira hacia atrás con nostalgia, sino que se enfrenta al presente con
racionalidad desde esa mirada no exenta de cariño al pasado. Incluso sus
canciones más comprometidas, como la anti-OTAN En el nombre del Señor, las hace con un toque irónico y distanciado
que excluye el carácter colectivo que tenían anteriores temas del mismo punto.
EL PAÍS. 24 MAYO 1986
Pocos cantantes
hay tan coherentes como José Antonio Labordeta. En sus discos han ido
desarrollando, perfeccionando y profundizando unas preocupaciones fundamentales
que se han ido cargando de nuevas connotaciones conforme avanzaba en su obra.
Está hoy el cantautor en un momento clave, en el borde de un salto estilístico
marcado por el alejamiento del ruralismo que caracterizaba sus trabajos
anteriores y por la aparición del paisaje urbano como elemento dominante. En la
presentación de su reciente disco (Aguantando
el temporal) ese cambio de perspectiva cristaliza en el cambio de grupo,
que por primera vez en Labordeta es totalmente electrificado. Es arriesgado
porque el estilo del cantante está ya lo suficientemente marcado como para que
cada cambio sorprenda.
No ha caído en
la fácil tentación de acercarse gratuitamente al rock, algo que en él
resultaría desproporcionado. Lo que le da el nuevo grupo es variación en el
colorido de los temas y acentuación de la parte rítmica, con un resultado que
ofrece zonas de tanteo que se notan más en el tratamiento de las canciones
antiguas, más conseguido en las nuevas composiciones. Su capacidad
comunicativa, su sobria, cazurra y eficaz manera de relacionarse con el público
permanece intacta y sigue siendo parte importante de su éxito.
EL PAÍS. 10 NOVIEMBRE 1986
La colaboración
entre cantantes en disco o en directo es una sana costumbre que se practica
menos de lo que se debiera, pero los recitales estereotipados con la
participación de reales o supuestos amigos que rodean al cantante de turno se
han convertido en un trámite obligatorio para poder hacer un especial de
televisión y en un aliciente comercial que las casas de discos fuerzan para
grabar un disco en directo al que siempre auguran éxito, profecía que no
siempre se cumple. Excepto algunos pocos casos -el primero de Luis Eduardo
Aute, en su ya lejano Entre amigos, y
el reciente de Joaquín Sabina y Viceversa-, los discos resultantes y los
programas televisivos consiguientes terminan por ser poco más que un desfile de
vanidades en donde lo más importante, la personalidad del cantante
protagonista, resulta diluida e impostada. Lo peor de todo, además, es que los
mismos recitales suelen resultar improvisados, tediosos y deslavazados. Resulta
difícil evitar el convencionalismo que todo ello está contribuyendo a crear, y
cada uno lo intenta a su manera.
José Antonio
Labordeta, con ese fuerte componente anti-heroico que caracteriza su obra, se
ha lanzado a ello, rodeándose de una buena cantidad de antihéroes musicales:
Imanol, un vasco de fidelidades profundas y voz no menos profunda; Paco Ibáñez,
un vasco mítico, perdedor entrañable, que dedicó su estremecedora musicalización
de un poema de León Felipe, Ya no hay
locos, a la memoria de Yoyes; Puturrú de Fua, un trío de desaforados y
sanos provocadores; Javier Maestre, un antiguo y ya retirado compañero en los
inicios de la canción aragonesa; Ovidi Montllor y Toti Soler, dos irredentos
solitarios y solidarios; Javier Ruibal, un semidesconocido; Maite Yerro, totalmente desconocida, y, como
figura de la jornada, Joaquín Sabina, un veterano corredor de fondo que
comienza a llegar a la cresta de la ola. Una buena reunión de troncos, como los
definió el cantante, que resumían en esa noche toda una historia de fidelidad y
coherencia a una manera de entender la canción popular y la vida, dispar en sus
vías musicales, pero perfectamente afinada en su objetivo último.
Recitales de este
tipo requieren, cuando menos, tres características para no caer en la
trivialización y cumplir su objetivo de crear un espectáculo digno: las calidad
de los participantes -aunque su participación sea mínima y simbólica-, la
coherencia y el ritmo del recital. José Antonio Labordeta superó la prueba con
nota. La calidad y la coherencia quedan patentes en la lista de invitados; el
ritmo del recital fue impecable, sin baches ni lagunas.
EL PAÍS 14 MAR 1987
"En Aragón hay tres cosas / que no cambian de
chaqueta: / Buñuel, Francisco de Goya y la voz de Labordeta". Con
estos versos, añadidos para la ocasión por Joaquín Sabina a la canción Zarajota blues de José Antonio
Labordeta, define el jienense-madrileño al aragonés, y en esta época de cambios
de chaqueta --la de invierno por la de verano, el anorak por el jersei-- no
está mal iniciar con ellos esta nota para anunciar la emisión de un especial
del cantautor aragonés. Sin duda, la fidelidad, la honestidad y la coherencia
son virtudes que adornan la carrera musical de Labordeta, más importantes
cuando parece que corren tiempos en que estas virtudes apenas son otra cosa que
adornos pintorescos que de poco sirven a la hora de hacerse un hueco en el
cielo de los cantantes con éxito. Pero de menos serviría si, junto a ellas,
Labordeta no demostrara ser un excelente compositor de canciones y un cantante
tan anticonvencional como comunicativo.
El pasado 7 de
noviembre se presentaba Labordeta en el teatro Salamanca, de Madrid, para
grabar un doble álbum en directo (que ha salido a la venta hará un mes) y
preparar el programa televisivo que se va a emitir hoy. Siguiendo los
imperativos que Televisión impone, participan en el programa otros cantantes --es
ésta una costumbre que se está convirtiendo en ley--, y si el buen hacer del
cantautor aragonés nos va a permitir escuchar algunas de las mejores canciones
de toda su carrera, su resistencia a los cambios de chaqueta, esa fidelidad a
sí mismo y a los demás que le caracterizan, impedirán que los invitados se
conviertan en un relleno sin sentido, en una simple operación de marketing. Entre
los cantantes que acompañarán a Labordeta estarán Paco Ibáñez, Javier Ruibal,
Puturrú de Fuá y Javier Mestre, Imanol --una voz fuerte de Euskadi--, y Joaquín
Sabina, que pese a sus éxitos de este verano sabe estar siempre en el sitio
adecuado.
Tú y yo y los
demás
se emite esta noche, a las 0,15 horas, por TVE-1.
Labordeta 'mola'
EL PAÍS. 11 MAYO 1987
Recital de José
Antonio Labordeta. Plaza Mayor. Madrid, 9 de mayo.
Cuando estaba a
punto de finalizar el recital con el qué José Antonio Labordeta abría las
fiestas isidriles en la Plaza Mayor, un espectador -joven conocido de
acontecimientos similares- se acercó al cronista para adelantarle un juicio tan
breve como acertado: "Labordeta
mola, colega, a ver si lo dices mañana". Una vez cumplido el encargo,
queda en el aire una pregunta pertinente: ¿qué es lo que tiene este aragonés
cincuentón, cachazudo, de inequívoca coherencia estética y política, autor de
canciones tan fuera de la ortodoxia posmoderna, antidivo por principios, para
molar por igual a los miles de quinceañeros, veinteañeras y talludos veteranos
de otras guerras que abarrotaban la histórica plaza hasta el trabuco de Luis
Candelas? En primer lugar, sus canciones. Canciones que unen la simplicidad
-que no simpleza- formal a una temática que se ha ido ampliado con el tiempo
hasta abarcar el conjunto de circunstancias, sensaciones e ideas que
caracterizan a toda persona de hoy. Pero también, esa imagen que da de padre,
maestro y colega, capaz de abrir horizontes de comprensión sin dogmatismos con
la ligereza de quien cuenta un chascarrillo y la hondura de quien ve más allá
de las verdades como puños que canta.
Sabedor de la
ambigüedad que encierran las palabras, comenzó el recital con una canción a
ellas dedicada, y siguió narrando historias tiernas y terribles y reflexionando
con distanciamiento y rigor sobre los avatares del vivir. El entusiasmo del
público --que canto, bailó, se divirtió y acabó exigiendo cinco bises-- marcó
el éxito de un artista que, por ser de siempre, cada vez es más de ahora mismo.
Zapeando en
familia tropezamos con un hombre alto y con gorra que se baja de un tren y
pregunta a un grupo de paisanos parlanchines y contradictorios por dónde puede
llegar a Innesfree. Como sucede a veces con algunas películas, el cerebro se
dispara, el corazón se encoje, y el dedo se paraliza sobre el mando a distancia,
obligándonos a permanecer fieles hasta el final. Y así, mirando y mirando, al
hilo de lo cien veces visto van surgiendo el comentario, la conversación y la
polémica, que al final queda centrada en el lugar que ocupan las mujeres en el
cine de John Ford, la tipología de sus personajes femeninos y el papel que
juegan en sus historias, tan de hombres.
Soy viejo
espectador de John Ford, fascinado por sus películas, que pronto aprendí a
distinguir del resto de las otras del oeste que veía en aquellos viejos cines
de sesión continua y programa doble. Recuerdo la primera de ellas como si de
una novia adolescente se tratara. Fue en el cine Luchana, una de las primeras
veces que acudía a un cine de estreno con los amigos (con mis padres ya había
asistido al Amaya para ver “Candilejas”),
y la peli era una de John Wayne, “Misión
de audaces”, que me dejó en la memoria para siempre la escena del espionaje
a través de la chimenea de la estufa o la imagen de la larga columna de la
caballería avanzando por los campos pantanosos. También, faltaría más, la de la
batalla de los cadetes de la academia, probablemente la única escena guerrera
de la historia del cine que no provoca horror, sino ternura. Debía andar yo
allá por los 14 años, si es que los había cumplido, porque la película es de
1959 y no debió tardar en estrenarse en España más de un par de años. La
confirmación de la maestría del cineasta me llegaría en el cine Europa,
mediados los sesenta, con el deslumbramiento ante “El hombre que mató a Liberty Valance”, que ya en aquella primera
visión me descubrió en su interior una de las más profundas, emotivas y pudorosas
historias de amor que ha contado el cine. También “Misión de audaces” cuenta, por cierto, con una buena historia de
amor.
Saco a colación
estos recuerdos personales, a más de por puro exhibicionismo y ganas de
divagar, por la contradicción que entonces significaba la admiración de un
joven concienciado políticamente, rojo de cuna, que por la segunda de esas
fechas ya comenzaba su militancia clandestina, con la naciente admiración por
un director con fama de viejo reaccionario, racista y misógino, si no machista.
Unas consideraciones que aún hoy perviven en muchos de los comentarios más
recientes que encuentro en internet. No estoy de acuerdo ni con unas ni con
otras, que con el cine de Ford las cosas siempre son más complicadas de lo que
él mismo reconocía en sus entrevistas, pero como estas notas tienen territorio
acotado, me centraré en lo que importa. Igual otro siglo me da por pensar algo
sobre su supuesto reaccionarismo, que no vendría mal recordar su colaboración
con las Brigadas Internacionales y su apoyo a la República Española.
A lo que vamos. No
cabe duda que el núcleo central del mundo que John Ford muestra en sus
películas es un universo esencialmente masculino, enmarcado, además, en ese
tiempo, mítico e histórico a la vez, de la construcción de una nación que
analiza especialmente en sus numerosos westerns. La camaradería, el
compañerismo, la complicidad implícita, los sentimientos subterráneos, la
unidad ante el peligro o los ritos de aprendizaje que caracterizan el entramado
de las relaciones entre hombres, especialmente cuando forman una comunidad
cerrada, como la milicia o una cuadrilla de vaqueros, constituyen el núcleo de
valores alrededor del que giran buena parte de sus películas, aunque, por
supuesto, no el único. Un universo masculino y viril del que, además, le
gustaba disfrutar en su vida privada, cuando realizaba esas ya míticas huidas a
bordo de su yate, y rodeado de amigos tras cada fin de rodaje, pasaba semanas de
interminables francachelas, borracheras y cariñosos puñetazos en el hombro.
En el cine de
Ford --y de acuerdo con ese mundo masculino, que contituye su horizonte
primero, las historias que cuenta y el tiempo histórico en el que transcurren--
las mujeres ocupan, pues, un espacio reducido, que, curiosamente, se irá
ampliando con el proceso de maduración del director, el hombre y el artista,
hasta constituir, como veremos, un elemento
central de sus últimos trabajos. Lo que nunca habría hecho Ford, otra cosa nos
hubiera debido decepcionar, es ese truco publicitario tan habitual de poner una
rubia exuberante, vestida con pantalón estrecho y camisa ajustada que hacen
destacar sus redondeces, en medio del desierto de “Tres padrinos”, por ejemplo, para que al final se case con Wayne,
adopten al huerfanito y todos felices para siempre.
Joseph McBride,
probablemente el mayor experto en Ford, o al menos el que más tiempo de su vida
le ha dedicado, realizó en el primer libro que dedicó al cineasta un acertado
comentario sobre el tema[1],
destacando algunos aspectos de las mujeres fordianas en los que luego han
insistido hasta la saciedad otros comentaristas, tal sea porque son ciertos:
“Hasta muy avanzada su carrera,
el punto de vista de Ford acerca de las mujeres fue relativamente complicado.
Ellas eran la fuente de estabilidad, las transmisoras de la tradición, la
civilización y el desarrollo. En "¡Qué verde era mi valle! ", Huw
dice de su familia: "Si mi padre fue el cabeza de familia, mi madre fue su
corazón". Las mujeres eran el ideal, simple, puro y demás pero intocable;
permanecían en su lugar, el hogar, y la mayor parte de ellas dejaban que los
hombres se ocuparan del complejo y molesto mundo exterior. Las mujeres "caídas"
de los films de Ford, las chicas de salón y las prostitutas son, si son algo,
aún más santas que las mujeres casadas, porque su deseo de un hogar es aún más
fuerte.”
Ese doble modelo
femenino, la madre abnegada y la buena puta, abundan en el universo femenino de
Ford, aunque ciertamente, ocupen en sus películas un papel siempre subsidiario
con respecto a los personajes masculinos; papel de dependencia o de referencia
que, por otro lado, se corresponde escrupulosamente con el que jugaban las
mujeres a lo largo del siglo XIX, tiempo histórico en el que transcurren las
películas, y con el espacio geográfico y vital elegido: el territorio
fronterizo del naciente país, siempre en movimiento, en colonización, guerra o
conquista, y en el que la presencia de cualquier mujer tenía que constituir
forzosamente una excepción.[2]
Las
mujeres-madre de buena parte de las películas de Ford tienen todos esos rasgos
de los que escribió McBride, pero también algunos más. La fortaleza, la
inteligencia, la sensibilidad, la dignidad y la capacidad de decisión en
momentos vitales de mujeres tan extraordinarias como la Ma Joan (Jane Darwell) de “Las uvas de la ira” (1939), la Berh
Morgan (Sara Algood) de “Qué verde era mi valle” (1941) o la Martha
Edwards (Doroty Jordan) de “Centauros del desierto” (1956) las hacen ser algo más que simples mantenedoras del
hogar y del orden familiar. Con las fuertes personalidades de las que dota Ford
a sus en general breves papeles, las convierte en los verdaderos puntales, no
tanto materiales cuanto morales, de la familia, institución cerrada de tanto
interés para el director, que la convirtió en otra de sus constantes temáticas.
Por su lado, las
prostitutas cariñosas, cabareteras y chicas de vida alegre que tanto le gustaba
representar a Ford, buscan, faltaría más, la seguridad que les podían ofrecer
el amor y el matrimonio, pero en ningún caso se nos muestran como unas perdidas arrepentidas de su perdición,
engañadas o culpabilizadas que se utilicen con afán moralizante. Son, por el
contrario, marginadas que no se avergüenzan de su marginación, sino que la
enfrentan de cara, fuertes y desafiantes, inteligentes, sentimentales y
protectoras a un tiempo. Un claro ejemplo, para no abundar en ellos, es la Dallas (Clare Trevor) de “La diligencia” (1939), la primera, por
cierto, de las películas de John Ford en las que el amor, las relaciones
directas hombre-mujer o viceversa, tiene un papel central en la historia. Otro
retrato femenino extraordinario, alejado de estos modelos y en este caso
protagonista, es el que de María
Estuardo realizó Katherine Hepburn en la película homónima de 1936. Quizás
debería detenerme en él, pero no lo hago porque tendría que volver a ver la
película y, la verdad, siempre me ha parecido un poco plomo. Igual es por los
decorados medievales. O por Frederic March, que me cae así, así.
Todas estas
figuras femeninas, distintas entre sí pero portadoras de valores similares,
tienen, sin embargo, un rasgo que las unifica: ninguna de ellas, excepto Dallas y María Estuardo, viven una historia estrictamente amorosa, y en
ninguna de las películas correspondientes se afronta, ni profunda ni
superficialmente, la confrontación de sexos. Excepto en “La diligencia”, en la que hay amor, pero ningún conflicto entre los
amantes, temática que aún tardará más de una década en aparecer en su
filmografía para constituirse, a mi entender, en uno de los temas centrales de
su obra de madurez y cuya película más significativa, en la que define con
mayor profundidad los rasgos esenciales de su idea de la mujer en
enfrentamiento cuerpo a cuerpo con el hombre es, precisamente, “El Hombre tranquilo”, estrenada en 1952,
cuando el director tenía ya 56 años.
Mary Kate
Danaher…
Según
declaraciones posteriores del propio Ford, “El
hombre tranquilo” había sido “La
primera historia de amor que he intentado hacer, una madura historia de amor”.
Por una vez parece ser que fue verídico y sincero en la entrevista, en las que
según parece, y queda demostrado en las que se conservan, solía mentir o
disimular el bulto con una displicencia digna de un imputado por corrupción[3].
Su biógrafo, Scott Eyman ha hecho una interpretación más completa del
significado de la película, de la que dice que es
“…muy sabia acerca de la
naturaleza cambiante del poder en una relación sexual, lo que la convierte en
algo más que un liviano cuento de hadas. Es una fábula acerca de dos personas
que no pueden vivir juntas hasta que aprenden la humildad y cómo ceder el uno
con el otro. La trama se refiere sobre todo al modo en que el pueblo ejerce el
control social sobre el sexo”.
La historia que
cuenta la película supongo que es sobradamente conocida. Al inicio de estas
notas la habíamos dejado en el momento en que un apuesto hombre, con gorra y
cara de John Wayne, que todo espectador reconoce al instante, se baja del tren
en una pintoresca estación y pregunta a un grupo de personas no menos
pintorescas cómo se va hasta Inesfree.
El hombre abandona la acalorada y caótica
discusión que ha motivado su inocente pregunta ante la llamada de un ser bajito
y atildado, Michaeleen Oge Flynn (Barry Fitzgeral), el correveidile oficioso
del lugar y uno de los personajes de comedia mejor caracterizados del cine de
Ford, con rasgos de humor socarrón y ternura a la vez, que le asemejan a los
más robustos sargentos de su caballería. El hombrecillo le invita a montar en
una calesa, tirada por el caballo más listo de la historia del cine (con
permiso de la mula Francis), y se convierte desde ese momento en el guía del
viaje iniciático del protagonista al paraíso perdido de la infancia, tema
central de “El hombre tranquilo”, de
obligada consideración para entender el sentido más profundo de la historia
amorosa que cuenta. Porque Inesfree es, ante todo, el mundo perdido de niño y
añorado siempre, un mundo anclado en el tiempo del pasado, tamizado y
seleccionado por la memoria, y solo presente en el recuerdo de quienes lo
dejaron. Inesfree es mito y leyenda, utopía vital. Tanto es así, que en una
localidad en la que el espectador encontrará curas católicos y protestantes,
borrachos cantarines, viejos agonizantes que resucitan al calor de una pelea,
capitanes del IRA, terratenientes engañosamente tiranos, viudas todopoderosas,
secretarios serviles e incluso un Obispo de visita, todos ellos bellísimas
personas, no se puede encontrar autoridad alguna. Ni alcalde que dicte las
leyes ni alguacil que las haga cumplir.
En la
subsiguiente secuencia de camino hacia Inesfree, Ford, que siempre fue de una
prístina honestidad con sus espectadores, ofrece ya las claves básicas sobre
las cuales va a avanzar la película y que le van a dar su propio significado.
En el idílico recorrido por un paisaje de un verdor esplendoroso, como se
supone son obligadamente los campos irlandeses, nos enteramos de que Sean Thornton, que es el nombre decidido
para la cara de Wayne, ha nacido en el pueblo, nieto de un rebelde que purgó su
rebeldía en la lejana Australia, y que tuvo que emigrar de niño a Estados
Unidos, habiendo vivido desde entonces al arrullo de los viejos recuerdos de la
madre. En el exilio americano, el niño se ha convertido en hombre y
evidentemente ha alcanzado un buen nivel de prosperidad. ¡Hasta llega con un
saco de dormir! extraño artilugio que para el asombrado Micheleen será motivo de
asombro y orgullo a lo largo de toda la película.
En ese recorrido
introductorio, aparece también por primera vez el otro elemento sustancial de
la película: Mary Kate Danaher, que
toma prestada durante 129 minutos la cara, la figura, el pelo y la fortaleza de
Maureen O`Hara. En un artículo en la revista británica “Sight and Sound” el cineasta Linsay Anderson, que escribió bastante
sobre Ford, realizaba una interesante interpretación de ese momento:
"La primera vez que Sean ve a Mary Kate se
nos presenta una imagen de sabor pre-rafaelista de variado e intenso colorido,
así como un análogo romanticismo del paisaje: la pastorcilla de un cuento de
hadas, cabello castaño-rojizo, blusa escarlata, vestida en dos tonos de azul,
llevando su rebaño al pequeño valle rocoso, amarillo al fondo, el campo que se
divisa verde en la distancia... un paisaje en el que se combinan alegremente
suaves y ásperos, como sucede en la personalidad de la película en su conjunto.”
Admitiendo que
en esto de la interpretación de una obra de arte cuenta tanto, al menos, la
intencionalidad del artista al crearla como la que le pone el espectador al
contemplarla, viendo cada uno de ellos lo que quiere ver y extrayendo lo que
más conviene a sus tesis, el párrafo del cineasta británico pienso que
concuerda con el tono idílico general de la película, pero que deforma el
sentido del personaje y su significado en el conjunto de la historia. Esa
visión de Mary Kate como una pastorcilla de cuento de hadas es reduccionista,
aunque se congele la imagen en esa primera aparición. La carnalidad y el
misterio que le confiere la simple presencia física de Mauren O’hara,
desafiante con la cabellera roja movida por el viento, recortada su firme
silueta sobre el verde del paisaje, la diferencias. Con su pelo rojo y su
camisa azul, cayado en mano, manteniendo la mirada, temerosa pero también
desafiante del hombre que la descubre en el bosque, queda apuntada su lejanía
de ese modelo, confiriéndole al personaje unas características que luego se van
a ir desarrollando y que son las que finalmente harán estallar el conflicto
esencial de la película, ese análisis de la “naturaleza cambiante del poder en una relación sexual” de la que
habla Scott Heyman. “¿Es de verdad o
estoy soñando?”, pregunta un atónito Sean. “Es muchísimo peor. Sin duda es un espejismo provocado por la sed”,
contesta Micheleen, que no imagina otro infierno mayor que la falta de wisky.
Entiendo que Mary Kate Danaher constituye un modelo
femenino totalmente nuevo en el cine de Ford (con el antecedente, del que
hablaremos brevemente luego, de la Kathleen
York de “Río Grande”, que la
misma Maureen O´Hara había interpretado dos años antes y con la que tiene
muchos puntos en común). Se trata de la primera mujer “completa” y compleja de
su filmografía, mucho más que Dallas
o María Estuardo, que se define en
un doble conflicto interrelacionado de poderes; con el hombre, a través de su
amor hacia Thornton, y con la sociedad en la que vive, sus normas y prejuicios
sociales y morales. La forma en que se resuelven ambos conflictos puede dar
pistas claras sobre lo que Ford pensaba en el momento de realizar la película
sobre el tema.
Paradójicamente,
la parte del film a priori más susceptible de idealizar, el amor, supone la
irrupción de la realidad en el paraíso añorado de Inesfree, poniendo en
cuestión las bases morales sobre las que sustenta. Ahí quedó, como metáfora, la
brusca ruptura de la tormenta en la conclusión de la primera escapada de los
enamorados, una irrupción violenta del entorno en el romance recién empezado.
Una interrupción súbita de la ensoñación que, curiosamente, no arruina la
pasión, sino que da lugar al beso más tórrido, y real, de la película.
Mary Kate es una mujer fuerte, que no dura,
inteligente y decidida, sin duda, pero si hay un rasgo del personaje, una
especie de sello de la casa que la defina, es su independencia de carácter,
elaborada a partir de una clara conciencia de su identidad y de su propia
dignidad, lo que la pone enfrente de ese mundo idílico de normas ancestrales
que habitan sus paisanos y que ella vive en una especie de exilio interior,
como apunta su condición de ya casi solterona. También aparece marginada de
alguna manera por sus convecinos, como hace pensar el que nadie recoja su
sombrero en la espectacular y divertida, pero también reveladora,
carrera-subasta de mujeres, en la que se planeará la confabulación colectiva
que permite avanzar el argumento hacia el final feliz.
En cualquier
caso, la protagonista de “El hombre
tranquilo” es una rebelde, pero no una revolucionaria. Se subleva frente a
las convenciones sociales, pero no las subvierte. No busca poner patas arriba el
orden social-sexual, sino conservarlo, eliminando o cambiando, eso sí, aquellos
aspectos que considera desproporcionados o injustos; esencialmente los
relacionados con el papel social y amoroso de la mujer, que son los elementos “reales”
de la película, y no tanto los de carácter político, religioso, económico o de
cualquier otro tipo que correspondan al conjunto del grupo social, que, como se
sabe, forma parte de un mundo de añoranza anclado en el recuerdo. Expresión de
una contradicción que probablemente tiene que ver con las fantasías sexuales
masculinas de la mujer fuerte e independiente, señora y puta a la vez, Mary
Kate es marginada y criticada por su independencia y su obstinación, pero
también es respetada y deseada por ello, como muy bien se ve en la actitud
irónica y admirativa del sabio Michaeleen, que se carga de envidia hacia el
forastero con el “impetuoso, homérico”
que le estalla en la boca cuando contempla la cama destrozada, en la que cree
que ha transcurrido en apasionada coyunta la noche de bodas de la pareja.
En fin, aceleraré
la historia que hay que ir despachando. Mary Kate y Sean se enamoran
despreciando las habladurías y la curiosidad vecinales, pero tropiezan con la
cabezonería del hermano de ella, el temible Red Will Danaher (Víctor McLaglen,
estupendo, como siempre), un cordero con piel de lobo y aspiraciones de
terrateniente, que bien puede pensar que el americano es un competidor en el
liderazgo de la comunidad, que un tanto infantilmente pretende para sí. Una
conspiración popular favorable a la felicidad de la pareja engaña al hermano
sobre su propio futuro amoroso con la viudaTilane (Mildred Natwick), otra mujer
de armas tomar que merecía un párrafo para ella sola, y la boda se celebra al
fin en alegre francachelas de novios y hermanos, viuda, capitanes del IRA,
curas, pastores y demás compaña.
La historia
podía acabar aquí, comiendo perdices y luego a lo suyo los recién casados, pero
entonces los espectadores se habrían quedado igual que cuando entraron al cine
y yo no hubiera dado tanta tabarra con estas notas. Vaya una cosa por la otra.
Cuando Red
Danaher descubre que la viuda Tilane no tiene la menor intención de permitir
que la corteje --lo que solo verdad a medias, porque ella lo está deseando, aunque
no quiera rendirse a las tosquedades y torpezas del pretendiente--, da marcha
atrás en su consentimiento y, ya que el matrimonio no puede revocarlo, le niega
la dote a la novia. Mary Kate, que ya sabemos que es obstinada, decide que sin
dote no hay matrimonio y le niega a Sean el débito conyugal hasta que la
consiga. O hay dote o te quedas a dos velas, viene a decirle la chica al chico,
aunque con menos guasa. Ford rompe ahí el tono general de comedia, incluso de
cuento de hadas, de la película para aportar el segundo momento dramático y
profundamente realista del film (el otro es cuando el cura católico desvela a
los espectadores el motivo de la autoculpabilización de Sean Thornton).
La insistencia
de Mary Kate por obtener lo que piensa que le corresponde bien pudiera parecer
un capricho innecesario, un rasgo de egoísmo e interés material, La costumbre
de la dote, que remite a una consideración de la mujer como algo con lo que se
negocia, incentivando al posible marido con unos bienes materiales que la
resarzan de tener una boca más en casa, era ya un anacronismo no ya en el año
de filmación, sino en el tiempo histórico en el que se supone transcurre la
acción --que no se especifica, pero que por el periodo de paz que atraviesan el
IRA y sus capitanes, se puede suponer en alguna fecha de los años 20, tras la
guerra de 1921 y la subsiguiente partición de Irlanda en dos estados--. Los
esfuerzos de la mujer por conseguirla podría entenderse como una reivindicación
explícita de las aspectos más reaccionarios y machistas de las normas sociales
y tradiciones de la tribu. La obstinación de Mary Kate por obtener los cuatro
muebles y enseres, a más del dinero correspondiente, también podría parecer un
capricho innecesario --al fin y al cabo Thornton no es un indigente y puede
proveer sobradamente las necesidades de la pareja--, o incluso un rasgo poco
encomiable de egoísmo e interés material. Ford aclaró en la secuencia a la que
nos hemos referido más arriba (y que por fortuna he encontrado aislada) el
exacto sentido de tanta tozudez.
SEAN.-
Creo que son muchas lágrimas por unos muebles y unos cachivaches…
(Salen al exterior de la casa).
MARY
KATHE.- Es una casa preciosa ¿verdad?
SEAN.-
Sí, gracias a ti
(Intenta abrazarla)
MARY KATHE.- No me toques. No tienes derecho.
SEAN.-
¿Cómo que no tengo derecho?
MARY
KATHE.- Llevare tu anillo, cocinaré,
lavare y trabajare la tierra. Eso es todo. Hasta que no tenga mi dote aquí
conmigo no me considerare casada, seguiré
siendo una simple criada, sin nada que sea mío.
SEAN.-Eso
es ridículo. Eres mi mujer y la dote… ¿Qué significa esto?
MARY
KATHE.- Creo que está bastante claro.
Hasta que no consigas mi dote no me conseguirás a mí en cuerpo y alma. Seguiré
soñando rodeada de cosas extrañas
como si no te hubiese conocido. Hay
300 años de sueños felices en todas esas cosas, y yo quiero lograr mi sueño,
y no quiero esperar más. No volveré a mirarte a la cara.
SEAN.-Está
bien. Tendrás tus trescientos años de sueños felices.
MARY
KATE.- Entonces ve a buscarla.
(Entran de nuevo en la casa, ella
se encierra en su cuarto, el irrumpe y tiene lugar la falsamente homérica e
impetuosa escena que luego alabará Michaeleen con admiración y envidia cuando a
la mañana siguiente llegue con el resto de los colegas a reponer los muebles,
pero sin el dinero, y contemple el campo de plumas descuajeringado por lo que
él considera ha debido ser una apasionada batalla de amor.
Así, pues, ni
capricho, ni egoísmo, ni aceptación de tradiciones reaccionarias. En este breve
diálogo, que constituye el verdadero nudo dramático de la historia, Mary Kathe
expresa al fin con palabras lo que hasta ese momento se había mostrado con su
presencia física y actitudes. En ese momento la dote ya no es una costumbre
bárbara y anacrónica, vejatoria en realidad para quien la recibe. Por el
contrario, muebles y enseres constituyen no sólo las raíces que configuran su
propia identidad como persona, sino la única posibilidad de hacer suya,
compartida, la casa del novio. Y el dinero que aún no ha recuperado se
convierte en la única posesión que le permite llegar al matrimonio como una
igual, no como una criada. La dote se convierte en la garantía y la prueba de
su propia dignidad, autoestima e independencia, las mismas que no le permiten
aceptar el amor de un hombre incapaz de comprenderla y respetarla.
Luego vienen, es
conocido y memorable, el trastabillante recorrido por los verdes campos del
Edén y la pelea itinerante entre Thornton y el varón Danaher ante la
expectación solidaria del resto de Inesfree, recorrido y pelea que bien pudieran conformar los dos actos violentos en
apariencia, pero en el fondo más alegremente gozosos de la cinematografía
mundial.
El propio John
Ford fingía no darle mucha importancia a la conclusión de la película tras la
pelea, que, por otro lado, permite a Thornton superar la culpabilidad de haber
matado accidentalmente en el ring uno de sus oponentes boxísticos, motivo
principal para su regreso a Inesfree y causa de su negativa a liarse a tortazos
con Will Danaher, que desde el principio le ha venido provocando, lo que ha
podido ser considerado, sobre todo en la taberna, como una cobardía del
americano.
“¿A quién se lo iba a dar en todo caso? Al cura
párroco, no; ese tiene más dinero que el alcalde de Dublín”, le contestó a
Bogdanovich con su habituales ganas de echar balones fuera cuando este le
preguntó sobre el por qué tiraban al fuego el dinero que tanto les había
costado conseguir. Muchos estudiosos, en cambio, han entendido este gesto como
una forma de vuelta al orden establecido, a su integración en la comunidad y a
la aceptación de sus reglas. A mi parecer tienen razón, al menos en parte. Mary
Kate, ya lo hemos señalado, no es una revolucionaria, sino una rebelde, que a
partir de ese momento, restablecida su dignidad, ocupará sin duda el papel de
esposa que le corresponde. Lavará y cocinará para su marido, pero en un plano
moral, social y sexual superior: no lo hará ya como una criada, como una
subordinada, sino como una igual. Un matiz que no conviene despreciar.
No obstante, es
una lástima que las películas se cierren definitivamente con la palabra fin y
sus historias se congelen en el tiempo sin permitirnos saber lo que sucedió
después del beso final, porque a tenor de las personalidades de los ya marido y
mujer --tan parecidos en el fondo uno y otra, ambos tozudos, ambos
independientes, porque en las historias de amor de Ford el conflicto sexual no
se da entre personalidades enfrentadas, sino similares--, no se pueda
certificar que su amor posterior fuera de campo no estuviera sembrado de negros
nubarrones de tormenta sobre la verde Irlanda, si es que elegimos como universo
de referencia la realidad del amor y no el paraíso perdido de Inesfree.
...y otras damas de armas tomar
Como condición para
realizar “El hombre tranquilo”, un
proyecto que hacía años que venía acariciando y que le estaba resultando
difícil llevar a cabo, Ford debió dirigir una película compensatoria para los
estudios, y eligió una historia sobre su querido mundo de la milicia, ese
universo masculino de camaradería, complicidad, hermandad y olor corporal con
el que tan a gusto se sentía, aunque aprovechó para introducir una mujer y una
historia amorosa que le pudiera servir de algo así como de ensayo con actores de
la más honda que planeaba para su filme irlandés.
Al igual que en
todas estas películas de Ford, en “Río Grande” hay una doble, o tripe, corriente argumental que entiendo se debe seguir
para comprender el sentido último del film. El lado más visible de este prisma
es el retrato casi documental que realiza de la vida cotidiana de un grupo
social, el ejército, en un puesto fronterizo y en lucha con su entorno. La
caballería, el fuerte y los indios. Un retrato minucioso que se detiene con
delectación en una lección de equitación, en un recorrido a pie por el desierto
o en las canciones del alegre grupo de sargentos folkies. En otro nivel, como no podía ser de otra manera, discurren
las habituales consideraciones sobre el sentido del deber y su moralidad. Y en
tercer término, aunque ocupe un lugar destacado en la película, la primera
historia de amor madura de John Ford y la primera de sus mujeres adultas.
El teniente
coronel Kirby York (John Wayne en un adelanto de Sean Thornton) comanda un
fuerte de avanzadilla en guerra con los indios al que llega como recluta su
hijo (Claude Jarman Jr). A caravana seguida se presenta en el campamento Kathleen York(una Mauren O´Hara ya con los atributos de Mary Kate Danaher),
esposa del militar y madre de su hijo, preocupada con el destino del niño.
Hasta aquí todo normal, si no fuera porque 15 años antes, en la guerra civil,
el entonces capitán yankee se había visto obligado, obedeciendo órdenes, a
incendiar la residencia sudista de su esposa, una acción que ella no le ha
perdonado y que les ha mantenido alejados todo ese tiempo. Cada uno por su
lado, sin otra compañía que la mala conciencia, probablemente nunca hubieran
vuelto a verse a no ser por el destino militar del hijo, que ha de ser
finalmente la excusa que ambos se ponen para retomar su amor y recomponer la
familia, que tal vez pensaran que nunca debieran haber puesto en peligro por
cosa tan trivial como para los verdaderos amantes ha de ser un simple incendio.
También “Mogambo”[4]
(1953) es una película de encargo, que según sus propias palabras hizo porque “me gustaba el guión y la historia, me
gustaba el entorno y nunca había estado en esa parte de África”. Además del
universo viril y solidario que supone la vida de los cazadores profesionales
enfrentados a los peligros de su profesión, es de suponer que a Ford también le
interesara del guión la peculiar historia triangular que plantea. Victor
Marswell (en esta ocasión Clark Gable y no John Wayne), un cazador profesional
que ejerce en el interior de África, un hombre de pelo en pecho que como todos
los de su oficio ama la independencia y el peligro, recibe casi a un tiempo la
visita de dos mujeres de caracteres muy distintos.
Linda Nordley, a la que encarna una Grace Kelly que
en aquellos momentos había hecho tan sólo dos películas, que llega de cacería con
un marido un tanto melifluo y se nos presenta como una prometedora y perfecta
ama de casa, de gran y virginal belleza, dulce, cándida y un tanto pavisosa. Eloise Kelly, su oponente, es en cambio
la fémina de armas tomar de la película, una variación madura de las más
juveniles mujeres alegres del cine de Ford. Cabaretera o prostituta, mujer
sexualmente liberada en cualquier caso, podría muy bien ser una traslación en
el tiempo de la Dallas de “La diligencia”,
aunque a diferencia del modelo inicial, en Kelly no sólo haya bondad,
honestidad y capacidad de entrega, sino también firmeza de carácter, ironía,
experiencia y una potente sensualidad, de la que ella es plenamente consciente
y que utiliza en su batalla de amor con inteligencia y malicia. No creo que
fuera casualidad que Ford la caracterizara con un vestuario, maquillaje y
peinado de corte esencialmente masculino, similar al que años después volvería
a colgarle a la Doctora Cartwright
de “7 mujeres”
Con estos tres
personajes en escena, el conflicto está servido, y no hay que ser un lince para
comprender desde el primer enfrentamiento dialéctico entre ambas damas, cuál de
ellas se llevará al galán al agua, siendo Ford tan partidario como era del cada
oveja con su pareja. El melifluo y la pavisosa regresan a su mansión, y en la
selva quedan el hombre y la mujer para poder seguir discutiendo en el futuro
entre polvo apasionado y polvo apasionado.
A similar
categoría femenina que las descritas pertenecen las protagonistas de “Misión de Audaces” (1959), una nueva incursión en el mundo de la caballeria, y
“La
taberna del irlandés” (1963), otro regreso al paraíso perdido, en esta
ocasión en forma de isla hawaiana contemporánea.
En la primera de
ellas, John Wayne es el coronel John Marlowe, al frente de un grupo de
caballería infiltrado en las líneas enemigas en la guerra civil. En su
incursión van a dar con la mansión en la que reside, con la única compañía de
una criada negra la atractiva, una segura y decidida señorita sureña nombrada Hannah Hunter (Constance Tower), que
testaruda y fiel a su bando se siente obligada a espiar a los intrusos, lo que
le valdrá tener que acompañar al enemigo en su acción. En el recorrido del
grupo hacia su misión y posterior escapada (“Misión de Audaces” es una película itinerante de una extraordinaria
belleza plástica), se irá incrementando la atracción entre ambos personajes,
basada en el enfrentamiento, ya detectable en su primer encuentro, hasta llegar
al beso final. Ford muestra la historia de amor, como en él es habitual, con un
pudor sentimental extraordinario. En sus amores siempre son más visibles las
discrepancias, lo que aparentemente les enfrenta, que los sentimientos que
pueden unirles, y que al final les unen, que sólo se expresan por gestos,
miradas y leves acciones. Para Ford, los sentimientos profundos no se exhiben,
son demasiado íntimos y el espectador sólo tiene derecho a intuirlos o
imaginarlos.
“La taberna del irlandés” es una película
a mi entender menospreciada en la filmografía de Ford, pienso que sin motivo,
aunque no se trate de una obra maestra. Personalmente me ha producido cada vez
que la he visto un alegre regocijo interior y una sensación de laxitud y
felicidad, tal vez de huida de la realidad, que siempre es de agradecer. Hay en
ella una ritual y gozosa pelea a puñetazos, una emotiva misa pasada por agua,
un criado chino más listo que su amo aristócrata y una máquina tragaperras que
escupe monedas a quien sabe tratarla bien. Aunque en tono más ligero y menos
inspirado que en “El hombre tranquilo”
también hay en ella una historia de amor, aquí más convencional, pero que
contiene de nuevo un conflicto de poder en el seno de la pareja basado tanto en
las diferencias sociales como en las afinidades de carácter. Ambos protagonistas
son tozudos y parecen tener bien arraigadas sus convicciones vitales, lo que
les conduce indefectiblemente a la confrontación y al amor.
En ese paraíso
terrenal que significa Haway, Mikel Patrick Guns
Donovan (John Wayne), un buen nombre que marca carácter, es prácticamente
el dueño de la isla, aunque eso apenas influya en las relaciones sociales entre
el pintoresco grupo de gentes que la pueblan. Es un hombre con una clara
convicción de lo que quiere hacer con su vida, que recibe con reticencia la
llegada de la hija de uno de sus amigos y compinches con el oscuro propósito de
quitarle las acciones de la empresa familiar en Estados Unidos. Amelia Sarah Dedham (otro nombre que es
ya toda una declaración de principios) está interpretada por Elizabeth Arden,
que no es precisamente Mauren O´Hara, aunque de perfectamente el tipo de mujer
pacata, fría y cargada de prejuicios con el que al principio se la presenta,
fiel representante de la muy moralista, clasista y convencional sociedad
bostoniana, a cuya aristocracia industrial pertenece.
De similar
manera a como la revolución avanza de derrota en derrota hasta la victoria
final, el amor avanza entre ambos personajes de pelea en pelea hasta el beso
final. En el trayecto, ella habrá perdido la fe en los balances de cuentas y
habrá aprendido a vivir la vida y él habrá encontrado al fin quien le ponga el
dogal al cuello, aunque probablemente consiga el privilegio de celebrar en años
sucesivos la pelea ritual con su colega Thomas Aloysius Boats Gilhooley, un estupendo Lee Marvin que, con ese nombre, no
podía ser sino la imagen inversa del Liberty Valance de un año antes.
Esta galería de
mujeres a las que John Ford dio vida en su madurez vital y artística le
sirvieron también para definir el terreno en el que de acuerdo a su criterio se
debe mover el amor. Su concepción de la relación amorosa ideal se parece tanto
a un silogismo dialéctico que, de haberlo podido conocer, hasta Aristóteles hubiera
estado orgulloso de un discípulo tan lejano y atípico. En las historias de amor
“maduras” de John Ford se enfrentan siempre, tesis y antítesis, dos premisas contrapuestas
por razones morales y sociales (aparentemente contrapuestas, añado yo), que al
final confluyen en una síntesis conclusiva: el amor, que nunca deja de ser un
conflicto.
No sería
descabellado pensar que en la atracción que Ford muestra por estas mujeres que
retrató tuviera mucho que ver la acendrada y frecuente fantasía sexual masculina
de la mujer fuerte e independiente, con la que combatir y a la que rendirse. Un
argumento a favor de esta idea sería la contradicción vital y sexual en la que,
según las biografías que conozco, se movió durante toda su viva. El director,
fiel católico de enrevesada fe, mantuvo su relación con Mary McBride Smith,
esposa y madre de sus hijos, desde que la conoció en 1920 hasta que él falleció
en 1973, fidelidad matrimonial que parece ser no estuvo exenta de tensiones,
especialmente por las francachelas post-rodaje que se corría habitualmente con
sus amigotes recorriendo los mares en el Araner, el barco que aparece en “La taberna del Irlandes”, y que solían
acabar con Ford al borde de la catalepsia alcohólica. Esa relación matrimonial
convencional no fue óbice ni cortapisa para que en paralelo mantuviera algún
romance insustancial y, sobre todo, sendas relaciones intensas con dos de sus
protagonistas femeninas que parecerían sacadas de sus películas. Dos pasiones
que según cuentan no fueron correspondidas, pero que se alargaron a lo largo
del tiempo convertidas en profunda amistad intima. Ya que Katharine Hepburn y
Mauren O´Hara, mujeres fuertes, inteligentes y luchadoras, no pudieron ser sus
amantes, se convirtieron en sus confidentes.
En sus biografías
se cuenta una anécdota significativa a este respecto. Durante el rodaje de “El hombre Tranquilo”, Ford se ausentó un
par de días del rodaje, del que se encargo el propio Wayne con acierto,
filmando los poderosos planos de la carrera de caballos en la playa. Él adujo
gripe, aunque todo el equipo estuviera convencido que había sido por la
depresión o el cabreo, o ambas cosas, que la noche anterior le habían provocado
las calabazas de Mauren O´Hara, a la que habría intentando conquistar. Explica
John Wayne en sus memorias que durante el rodaje de la tórrida secuencia de la
tormenta, Ford le exigió varios planos del beso con la que concluye, cada vez
más apasionado que la anterior, pero menos que la siguiente. Contó el actor: “Ford me hacía hacer las cosas que quería
hacer él”. Apuntala la idea de John Wayne como alter ego sexual de Ford el
hecho de que le diera el protagonismo de cuatro de las cinco estas películas de
las que hemos hablado. La excepción fue Clark Gable, que en cosa de hombría
tampoco iba mal servido.
[1]NOTA BIBLIOGRAFICA. La bibliografía
sobre John Ford es abundante, incluso en España. Dada mi incapacidad para
entender cualquier idioma extramuros, me he perdido de consultar algunos
artículos de internet que parecen abordar el tema y, muy especialmente el libro
“Woman in the films of John Ford”,
que David Meuel ha publicado este
mismo año en Estados Unidos, que me descubrió mi amiga Herminia, y que si a
alguien que tenga don de lenguas le interesa el tema puede cibercomprar a precio de mercado. Casi me alegro,
porque supongo que explicará más y mejor cualquier cosa que a mí se me haya podido
ocurrir. Así pues, he acudido a lo que estaba por casa, que siempre es la mejor
forma de hacer un guiso original. De Joseph
McBride, no he conseguido encontrar su estupenda biografía sobre el
cineasta, “Tras la pista de John Ford”
(T&B editores. 2014), perdida en cualquier estantería inapropiada, aunque
sí el primer libro que escribió sobre él, en colaboración con Michale Wilmington (“John Ford”. Ediciones JC. 1984). También
he acudido a la larga entrevista que le hizo Peter Bogdanovich, que en España publicó Editorial Fundamentos en
1983, y a la biografía de Scott Eyman
“Print the legend. La vida y época de
John Ford”T&B ediciones. 2001). Igualmente he tenido en cuenta sendos
libros de dos autores españoles: “John
Ford”, de Francisco Javier Urkijo
(Cátedra. 1991), en el que lo más aprovechable casi son las fichas de las
películas, y el mucho más analítico e interesante “John Ford. El arte y la leyenda” (Dirigido Por. 1989) de Quim
Casas, que compré en una librería de lance sevillana cuando acudí a cubrir
la boda principesca de 1995. En todos ellos hay apreciaciones apreciables,
aunque apenas ninguna reflexión sobre el tema.
[2]
Por supuesto que en esos años ya existían otros modelos femeninos en Estados
Unidos que no aparecen en el cine de Ford, el de la mujer liberada, encarnada
ya desde mediados del siglo XIX en una amplia capa de mujeres de clase media
educadas y con estudios universitarios, que tras la Guerra de Secesión
(1861/1865) crearían la primera Asociación Nacional por el Sufragio Femenino, que
en los siguientes 50 años protagonizaron batallas fundamentales por la
liberación de la mujer. En cualquier caso, ni por su origen de clase media ni
por su extracción urbana podían llegar hasta el mundo de Ford, perdido en la
frontera en un puesto militar. Habría que esperar a “7 mujeres” para encontrar a alguien que entrara en esa categoría.
[3]
Un ejemplo paradigmático de la displicencia fordiana ante los entrevistadores
son las respuestas que le dio a Peter
Bogdanovich a propósito de “El hombre
tranquilo”: “PB: Entonces, ¿está usted de acuerdo con los
sentimientos de ella en la película?JF:
Sencillamente me pareció que estaba bien
argumentalmente. La única equivocación que tuvimos fue hacer que él tirase el
dinero al fuego. Se lo debería haber tirado a uno de los muchachos y dicho:
“para una obra de caridad”, o algo así…PB: A mí me pareció un gran
gesto. JF: Sí, bueno, ¿a quién se lo iba a dar en todo caso? Al cura párroco, no;
ése tiene más dinero que el alcalde de Dublín”. A mí me hacen eso en una entrevista
y me retiro.
[4]
“Mogambo” es un remake de “Tierra de pasión”, una tórrida historia filmada en 1932 por Víctor Fleming, en la que Clack Gable daba vida por primera al
protagonista, esta vez plantador de caucho, no cazador, cuyo amor se disputan Jean Harlow y Mary Astor. Sería interesante hacer una comparación, para saber
cuánto de Ford hay en su película.
Próximo y última entrega:
Hallie (“El hombre que mató a Liberty Valance” y la doctora Cartwright (“7 mujeres”). Dos mujeres y el poder