El ojo virgen
Lumiere, Melies y Chomón en los primeros
balbuceos del lenguaje cinematográfico
Me gusta un
cementerio de muerto bien relleno, como a Espronceda, pero también esos
momentos mágicos del nacimiento de un lenguaje artístico. Cuando el creador,
entonces tal vez sólo artesano, va deletreando las primeras letras del alfabeto
particular de su arte y cuando el espectador, oyente o lector, contempla
maravillado con su ojo virgen lo que nunca antes había visto. Hablo de aquel ojo
virgen que se enfrentó por primera vez con un búfalo dibujado en una cueva
prehistórica, o que observó en América al primer conquistador con armadura de
hierro montado en un caballo, o al africano que asistió asombrado al primer
aterrizaje de un avión junto a su cabaña. Un ojo virgen que sintetiza todas las
miradas nuevas sobre cosas que hasta entonces desconocía la retina, sobre
cualquier descubriendo de cualquier tipo que abre nuevos horizontes al
pensamiento, el conocimiento y la sensibilidad humanas.
Estos días, que
he andado metido en cosas de cine siguiendo a los personajes femeninos de John
Ford no he podido menos que recordar otro ojos virgen, el que aquella persona
desconocida que un 28 de diciembre de 1895 se sentó en una sala oscura del Gran
Café des Capuchines de París junto a otros ojos vírgenes, a los que no ve pero
de los que siente la presencia, con los que comparte la maravilla increíble que
sale de una sábana blanca: el mundo en movimiento. El ojo virgen compartiendo
el asombro, la sorpresa, la admiración, e incluso el miedo a que esas figuras
gigantescas que se abalanzan desde la pared acaben por aplastarnos. El ojo
virgen abierto a lo desconocido.
Hay formas
artísticas, las clásicas, que vienen recorriendo la historia de la humanidad
desde sus albores, con un trayecto tan largo que hace complicado imaginarse cómo
pudo reaccionar cualquier de las personas que las contemplaron por primera vez;
otras, sin embargo, tienen su nacimiento casi al alcance de nuestra memoria,
como el cine y todas las artes audiovisuales que de él han nacido. Nadie puede
ya sentir aquel deslumbramiento, aquel temblor, ante la magia de las imágenes
en movimiento sobre una sábana, pero si hacemos un esfuerzo aún podemos acercarnos
a conocer qué vivieron los que lo vivieron directamente.
Para llevar a
cabo este gratificante ejercicio de introspección, recomiendo ver las películas
que enlazo a ser posible a oscuras y cogidos de la mano de un novio o novia,
madre, padre o familiar diverso, vecino, mendigo invitado para la ocasión o hermanita
de la caridad que no tenga necesitado que atender. No es una invitación a la
promiscuidad cinematográfica, es sólo por la compañía, para hacerse a la idea
de estar en aquel viejo teatro de variedades de París. Y una vez cómodamente
aposentados y en buena compañía, dejar que la retina vaya olvidando todas las
imágenes almacenadas a lo largo de años de películas, secuencias y planos hasta
retomar su inicial condición de ojo virgen.
Los hermanos Lumiere. El mundo se mueve en una
sábana
“Yo nací –¡respetadme!—con el cine.
Bajo una red de cables y de aviones,
cuando abolidas fueron las carrozas
de los reyes y al auto subió el papa.”
(Rafael Alberti
“Carta abierta”. Cal y canto, 1929)
Obreras saliendo de la fábrica Lumiere de Lyon (1895)
Auguste
y Louis Lumiere habían nacido en la localidad francesa de Besançon en 1862 y
1864 respectivamente. Acostumbrados desde niños a moverse entre imágenes y
emulsiones en el taller fotográfico que había montado su padre al retirarse de
la pintura, que había ejercido como retratista, e interesados por la ciencia,
físico uno, biólogo el otro, reaccionaron a la invitación paterna de mejorar el
ya existente kinetoscopio inventando un artilugio que servía al doble efecto de
filmar imágenes móviles y de proyectarlas sobre una superficie blanca mediante
un rayo de luz, sacándolas así de la caja con agujeros en que las habían
encerrado Edison y otros predecesores en el desafío.
Aquello fue,
como es fácil imaginar, la maravilla de las maravillas, el ilusionista
sacándose de la manga multitudes que surgían de la pared y avanzaban y
avanzaban. Los Lumiere, tan avispados en general, incluso para los negocios,
desconfiaron de las posibilidades comerciales de su invento, que pronto
desecharon para seguir en la fotografía, su rentable empresa familiar.
Fallecidos ya pasada la mitad del siglo XX tuvieron tiempo de comprobar lo
equivocado de su juicio. No sabemos si llegaron a lamentarlo.
Entre las 10
breves películas que se proyectaron en París aquel 28 de diciembre de 1895, que
apenas tardaron cinco meses en llegar a Madrid el 13 de mayo del año siguiente,
están ya, aunque sea balbuceantes, algunos de los elementos fundamentales de
ese arte del siglo XX que dieron en llamar cinematógrafo. Elementos que hoy en
día, ya con un buen recorrido histórico a las espaldas, es posible detectar,
por encima del asombro inicial que pudieran producir en su momento.
Llegada de un
tren a la La Ciotat (1895)
En las primeras
cintas que rodaron, especialmente en “Salida de los obreros de la fábrica Lumiere
de Lyon”, que no debería ser de los “obreros”, sino de las “obreras”,
dada la cantidad de mujeres que aparecen en el plano, y “Llegada de un tren a La Ciotat”,
se considera que se encuentran los primeros documentales de la historia del
cine, aunque cabe preguntarse si aquellos escasos 33 espectadores que
asistieron a la proyección por lo que quedaron deslumbrados fue por la realidad
que retrataban las imágenes o, más bien, lo que provocó su fascinación fue el
simple hecho de que se movieran. Y de que fueran tan grandes. Y de que se
movieran. El espectáculo en suma.
También figuran
entre ellas, en un intento de reflejar la vida de manera más compleja que
poniendo simplemente la cámara y dejar que la realidad pasara por delante de
ella, la primera dramatización de la historia del cine, “El regador regado”, una
leve broma con un jardinero, un niño y una manguera.
El regador
regado (1895)
Igualmente
figuraba entre ellas “Demolición de un muro”, en la que
los Lumiere introdujeron el que se considera primer truco cinematográfico: esa
pared que, después de ser derrumbada a golpe de pico, se reconstruye sola por
el simple mecanismo de invertir el orden de las imágenes, dando marcha atrás al
movimiento de la escena. Un mínimo apunte sobre el que sus continuadores
encontrarían materia para reflexionar en las décadas siguientes sobre las
posibilidades del nuevo arte, que aún era sólo atracción de barraca de feria.
Demolición de un
muro (1895)
Georges Melies. Un contador de historias
JOVEN: ¿A quién tengo el honor de saludar?
BUSTER: (Con
una reverencia.) A Buster Keaton.
Federico García
Lorca
“El paseo de Buster Keaton”
Ilusionista,
director de teatro y actor antes que cineasta, Georges Melies (1861/1938) había
aprendido sobre las tablas lo que luego llevó a las nacientes pantallas
cinematográficas: la narración de historias a través de la acción de personajes
inventados, para lo que se basó con frecuencia en novelas preexistentes, fueran
de Julio Verne, como en el “Viaje a la luna”, o de los hermanos
Grimm, a los que tomó prestada su Cenicienta para hacer dos versiones, una de
cinco minutos en 1899 y otra de 23 en 1911. Fuera la de una duración u otra, a
eso se le llama capacidad de síntesis, algo que también tendrían que estudiar los
cineastas de décadas futuras.
Cinderella. 1899
Melies descubrió
su vocación de cineasta en aquella primera proyección de los Lumiere, a la que
acudió invitado por los propios hermanos y de la que debió salir enganchado. Aunque
sus primeras filmaciones, que estrenó el 5 de abril de 1896 en su propio
teatro, bebieron de las fuentes documentales de Auguste y Louis, pronto se dejó
llevar por su pasado teatral, explorando territorios nuevos en los que fue
capaz de unir sus experiencias interpretativas y narrativas como actor y
director teatral con las mágicas del ilusionista que era. Entre unas cosas y
otras se sacó de la chistera los géneros cinematográficos casi al completo en
las más de 70 cintas que rodó hasta 1913, cantidad que supera con mucho la de
sus iniciadores.
Entre tan amplia
producción pueden encontrarse historias de ciencia ficción (“Viaje
a luna, ”, 1902, o “El viaje a través de lo imposible”, 1904), de aventuras (“El
mosquetero de la reina”, 1909 o “Veinte mil leguas de viaje submarino”,
1907), fantásticas (“Las alucinaciones del Barón de Munchausen”
(1910), sobre parábolas morales (“El viaje de Gulliver a Lilliput y al país de
los gigantes”, 1902, o “Fausto en los infiernos”, 1903),
biografías y reconstrucciones históricas (“Cleopatra”, 1899, o “Juana
de Arco”, 1900, “Guerra de Cuba y explosión del
Maine en la Habana”, 1898, “El rally París-Montecarlo en dos horas”, 1905), denuncias políticas (“El caso Dreyfus”, 1899), de terror (“El
inquilino diábolico”), cómicas (”Los bigotes indomables”, 1904, o ) o
costumbristas (“El viaje de la familia Bourrichon”, 1913). De haber realizado
un western, un thriller y una comedia del destape español tendríamos ya la
historia completa del cine en su filmografía.
Viaje a la luna
(1902)
Segundo de Chomón, alquimista de imágenes
“En sábana tendida
de agua feliz dispuesta en un cuadrado
–alerta, no dormida:
el pulso acelerado—
escucha Circe el viento enamorado”
Francisco Ayala
“A Circe cinemática” Indagación sobre el cinema.
1929.
Los Kiriki, acróbatas asiáticos (1907)
Cuentan las
crónicas que el primer cinematografista (qué palabra tan bonita) español fue
Fructuoso Gelabert, que cuando aún no había doblado la esquina el siglo XX rodó
“Salida de la misa de doce de la Iglesia
del Pilar de Zaragoza”, la primera cinta patria, y después “Riña en un café”, la primera película
española con argumento, a la que siguió una abundante filmografía. Sin embargo,
a la hora de recordar a un compatriota realmente significativo en estos albores
del cine he preferido fijarme en Segundo de Chomón, cuya obra, más breve,
considero más interesante e ilustrativa de lo que fueron aquellos primeros
balbuceos del arte cinematográfico en España, con aportaciones sustanciales al
lenguaje de las imágenes en movimiento que tuvieron influencia en todo el mundo, una influencia aún detectable en tantas cosas que se siguen haciendo hoy en día. En publicidad, por ejemplo, por no hablar de cumbres más altas.
Métamorphoses (1912)
Tal vez se
podría decir que Segundo de Chomón fue, ante todo, un técnico, lo que hoy sería
un especialista en efectos especiales, y en condición de tal participó en
rodajes históricos, creando trucos de cámara y fantasías visuales para
películas que como el “Napoleón” (1927) de Abel Gance o
la italiana “Cabiria”, que rodó en
1914 Giovanni Pastrone con guión del poeta Gabriele D’Anuncio, ejercieron importantes
influencias sobre los muchos filmes espectaculares que les seguirían. Para el
cine industrial español dejó la secuencia de la pesadilla erótica de Conchita
Piquer en “El negro que tenía el alma blanca”, que Benito
Perojo filmó en París en 1927.
Esa condición de
técnico, de inventor, no le impidió ser, sobre todo en sus películas, un
auténtico creador. Al contrario, en un arte creado con máquinas, del que la
técnica es cualidad indisoluble, fue esa inventiva mecánica la que le otorga
una categoría artística de primera magnitud. Sus trucos sugerentes, creativos y
llenos de imaginación, sus arriesgadas soluciones técnicas y de planificación,
manejadas por un auténtico artista, siguen destilando hoy en día una sutil
poética de lo imposible, en la que la imaginación y la magia abocan a la
maravilla. Después de muchos años de olvido, casi un siglo, bien pudieron comprobarlo
los espectadores españoles que en 2009 asistieron a alguna de las
representaciones en las que el excelente pianista Jordi Sabatés ponía el fondo
sonoro a las películas del aragonés. Como en estos dibujos animados, que
parecen sombras chinescas pero no lo son:
Jordi Sabatés
pone música a Segundo de Chomón
Al ver estas imágenes no puede uno dejar de pensar que en ellas está ya todo lo que vendría después, más desarrollado, en las artes visuales contemporáneas. Desde Busby Berkeley y sus coreografías caleidoscópicas hasta el arte cyber y sus imágenes que cambian y se transforman. Tal vez hemos avanzado en la tecnología pero no tanto en el concepto. Quizás le hemos añadido palabras al lenguaje, pero su sustancia ya horadaba el ojo virgen de los espectadores en aquellos trabajos pioneros de los hermanos Lumiere, Georges Melies o Segundo de Chomón.
El hotel
eléctrico (1908)
¿O será, tal
vez, que los lenguajes no se crean ni se destruyen, sino que simplemente se
transforman?
Bill Viola
Tristan’s ascensión (2005)
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