Personajes femeninos en el cine de John Ford (2)
Hallie, una mujer en la Historia (El hombre que mató a Liberty Valance)
Con el rodaje en
1961 de “El hombre que mató a Liberty Valance”, John Ford inició lo que
podríamos llamar su trilogía testamentaria, de la que también forman parte “El
último combate” (1964) y “Siete mujeres” (1966), con las que
cerraría su filmografía, aunque entre la primera y la última dirigiera también
“La taberna del irlandés” (1963), un
fragmento de “La conquista del oeste”
(1962) y un par de episodios pare sendas series televisivas).
Con estos tres
filmes epigonales, de alto contenido metafórico y simbólico, especialmente el
primero y el último, el director, que ya andaba a caballo de los setenta años,
quiso reflexionar sobre algunas de las principales preocupaciones temáticas que
habían caracterizado su cine, en las que decidió profundizar al llegar a la
vejez. Constituyen, pues, un balance creativo y vital realizado a través de
sendas obras maestras, que cuentan con apasionantes tramas argumentales y
vigorosos personajes, entre los que destacan, y esa es la parte que aquí nos
interesa, mujeres apasionantes.
Aunque se
podrían dedicar algunos párrafos a recordar a Deborah Wright, la valiente y
solidaria maestra cuáquera que en “El gran combate” a la tribu india en
el largo y dramático viaje hacia su dignidad, nos lo vamos a ahorrar y le
dedicare tan sólo éste. El personaje interpretado por Carroll Baker comparte
las características de las protagonistas de las películas que hemos visto en la
anterior entrega de este artículo, con la diferencia de que su amor por el
capitán Thomas Archer (Richard Widmark) no aparece ninguna de las tensiones y
conflictos que caracterizaban amores anteriores, por lo que vamos a evitar
repeticiones innecesarias. Entiendo que es más rentable centrarse en las
protagonistas de los otros dos filmes, cuya carga simbólica les confiere una
novedad significativa entre las mujeres fordianas.
“El
hombre que mató a Liberty Valance” constituye, ante todo, un ensayo fílmico
sobre el sentido de la historia, tal y como señalan quienes se han metido a
desentrañar los entresijos de la película. En su libro sobre el director,
Francisco Javier Urkijo realizó un buen resumen de su trama argumental, que
directamente escaneo y pego, que es más rápido que resumirlo yo mismo:
“En el Shinbone del ferrocarril y del
ocaso del siglo XIX nadie recuerda a Tom Doniphon (John Wayne). Todos se
sorprenden al recibir en la localidad al senador Stoddard (James Stewart) y a su mujer (Vera Miles), una nativa del
lugar. Stoddard ha venido para el funeral de Doniphon. Unos periodistas
preguntan al senador quién es el difunto y éste les revela su historia común:
entre los dos convirtieron el desierto en jardín y aceleraron la llegada de la
civilización a Shinbone. Los dos se enamoran de la misma mujer. Pero mientras
Stoddard inauguró con todo ello una brillante carrera política, para Doniphon
sólo quedó el desarraigo y el anonimato. Stoddard, un joven abogado, se
enfrentó al pistolero Liberty Valance y se hizo célebre como el hombre que mató
al terror de la región. Pero no fue él quien le mató, sino Doniphon, actuando
por amor hacia su ex-novia enamorada de Stoddard, oculto en un callejón. Los
periodistas deciden no publicar la historia diciendo que el público prefiere
las leyendas a las realidades en el Oeste.
Es un resumen,
detallado y completo en su brevedad, al que nada hay que objetarle.
Efectivamente, eso es lo que se ve en la pantalla a lo largo de dos horas; aunque,
la verdad, contado así, de poco sirve para entender y disfrutar la película. No
es posible extraerle al filme todos los significados sin considerar la
estructura circular sobre la que está construía y ese largo flash-back con el
que se narra la historia, embutido entre la llegada y la partida del tren en el
que viaja el matrimonio Stoddard, llamados por su viejo amigo muerto para
resucitar la verdad sepultada por la leyenda (a más de otros elementos
sobradamente destacados por los expertos: el rodaje en decorados, la
nocturnidad de buena parte de la acción, la diferencia de edad entre los personajes
y los actores que los interpretan, etcétera). Entre la secuencia inicial y la
de cierre, lo que va apareciendo ante el espectador, anudado a la sucesión de las
anécdotas tan bien resumidas por el crítico español, no es sólo una trama de
lucha por la justicia y el progreso, duelo a pistola y amor, sino una profunda
reflexión metafórica sobre ese momento fundacional de la historia
estadounidense que tanto había tratado el director parcialmente con anterioridad.
Lo que nos
muestra Ford en “El hombre que mató a Liberty Valance” es el paso desde la
sociedad feudal que constituyen los ganaderos del otro lado del río --verdaderos
señores de sus respectivos territorios, regidos por su propia ley y defendidos
por sus propios ejércitos mercenarios, de los que el abyecto bandolero que
interpreta Lee Marvin, es un implacable jefe de cuadrilla--, a un país moderno,
unificado por el ferrocarril, el telégrafo, el comercio y la ley, y consolidado
ya en un capitalismo industrial que comenzaba a pensar en el resto del universo
como destino último de sus productos.
La mirada del
director sobre este proceso de transformación social y moral aparece teñida de
amargura y nostalgia, cargada de más preguntas que respuestas, como es habitual
en su cine, que obligan al espectador a pensar por sí mismo, al margen de todo
apriorismo. “Míralo --le dice al
final Hallie a su marido, mirando por la ventanilla del tren que se aleja de
Shinbone--. Una vez fue un desierto.
Ahora es un jardín. ¿No estás orgulloso?”. A primera oída parece una
afirmación cargada de optimismo histórico. Hemos cumplido lo que nos habíamos
propuesto y estamos en paz con nosotros mismos. Sin embargo, es tal la tristeza
y la añoranza con que Vera Miles y James Steward interpretan la escena que no
cabe sino pensar que junto a ese orgullo que sienten ambos personajes por el
nuevo mundo que han construido hay también una buena carga de insatisfacción. Ante
lo que pudo haber sido y no fue, ante lo que ellos mismos han hecho finalmente
con sus vidas.
El otro punto
sobre el que hace reflexionar “El hombre que mató a Liberty Valance”
es el comentadísimo tema del papel del mito y la leyenda en la construcción de
la historia. Se ha escrito muchísimo sobre ese enfrentamiento que Ford plantea
entre la leyenda y la realidad, que queda claramente enunciado cuando al final
de la película, tras conocer la realidad, el periodista preguntón (Carleton
Young) --mal sucesor del borrachín honesto que fundó el “Shinbone Star” (Edmond
O’Brien), que prefirió imprimir la realidad sobre Valance y sus maldades, aún a
costa de una brutal paliza-- decide que al pueblo hay que darle el mito y
olvidar la realidad. “Esto es el oeste, y
cuando los hechos se convierten en leyenda no es bueno imprimirlos”, asegura,
en una conclusión que en demasiadas ocasiones ha sido considerada, a mi
entender equivocadamente, como el pensamiento del propio Ford sobre el tema.
Ya en “Ford Apache” (1948), otra revisión de la
historia, Ford había cerrado la película con una reflexión similar. También en
este caso el mito surge de una superchería histórica. Al acabar el film han
transcurrido varios años desde la inútil derrota antes los indios del ejercito
comandado por el teniente coronel Owen Thursday (Henry Fonda), que se ha
convertido en un héroe popular cuando en realidad se trata de un personaje
valiente, sí, pero también ordenancista y dogmático cuyas torpezas han desatado
la guerra de la que ha terminado siendo víctima. Ante la admiración que unos
periodistas de visita en el Fuerte muestran ante el retrato de Thursday, “un ídolo para todos los colegiales de
América”, le considera uno de ellos, el capitán Kirby York (John Wayne),
que ha sido testigo y oponente de las equivocadas acciones de su superior,
asiente, “están ustedes en lo cierto”,
aunque remata su juicio con una ambigua, y por ello clarificadora valoración de
su superior caído en combate: “Ningún
hombre de este regimiento murió más valientemente, ni a ninguno se le
concedieron tantos honores”.
Estos finales,
tanto de “El hombre que mató a Liberty Valance” como de “Ford Apache” han sido considerados como
un apoyo a la idea de la prevalencia del mito sobre la realidad y de la necesidad
de los héroes en la construcción de la identidad nacional, en este caso de
Estados Unidos. Incluso el mismo Ford se expresó en este sentido en la
respuesta que dio a Peter Bogdanovich cuando le planteó la cuestión a propósito
de “Ford Apache”: “Creo que es bueno para el país. Hemos tenido
a mucha gente que se decía eran grandes héroes, y se sabe perfectamente que no
lo fueron. Pero al país le conviene tener héroes”.
Con todos estos
datos, la cuestión parecería estar dilucidada con claridad meridiana, si no
fuera por el matiz sustancial de que una película, como cualquier otra obra de
arte, puede comunicar al espectador cosas que no están específicamente enunciadas
por sus creadores y cuyo sentido más profundo no está necesariamente en lo que textualmente
dicen los personajes. Tanto un film como otro acaban haciendo justo lo
contrario de lo que proclaman los respectivos periodistas[1], e
incluso de lo argumentado públicamente por el director. No sólo es que “Ford Apache” y “El hombre que mató a Liberty Valance”
no alimentan el mito, sino que lo destruyen, lo destripan y de sus entrañas
abiertas extraen la realidad para ponerla a la vista de todos cuantos quieran
verla.
Pero con tanto
devaneo histórico nos hemos alejado del objetivo confeso de estas líneas, las
mujeres en el cine de John Ford, hasta el punto de que no hay manera de volver
a él que no sea brusca.
Me llama la
atención que jugando el papel que juega la historia de amor en “Liberty
Valance”, sin la cual no podría conjugarse la metáfora histórica, y
considerando la importancia central de la mujer que la protagoniza, motor de
toda la acción, como veremos, se le haya prestado tan poca atención en los
análisis sobre la película, e incluso en su publicidad. Tan poca, que Vera
Miles no aparece representada en prácticamente ninguno de los carteles anunciadores
de la película, en los que prima la escena del duelo y en los que únicamente se
reproducen las figuras de los protagonistas masculinos.
Ciertamente, la
peculiar anécdota de amor triangular de la película (Doniphon-Hallie-Stoddard)
no tiene la intensidad ni el protagonismo de las más desarrolladas de “El hombre tranquilo” o, incluso, “La taberna del irlandés”. No hay en ella
tensión ni conflicto entre los sexos, ni contiene alusión específica a la
relación masculino-femenino; sencillamente trata de una mujer está prometida a
un hombre, llega otro y se casa con él, ignorando al primero. Esta aparente
simpleza argumental encierra, no obstante, tanto uno de los amores más
conmovedores de la historia del cine, por muy colateral y subterráneo que
parezca, y un par de contribuciones significativas a la metáfora histórica de
la película.
Esos momentos
conmovedores hay que encontrarlos en la pasión y la intensidad autodestructiva
del amor que Doniphon siente por Hallie, y en la manera en que renuncia a él. Cuando
Tom accede a la petición de su amada de matar a Valance en lugar de Stoddard,
salvando así al abogado para que pueda casarse con Hallie, el vaquero valiente
y honrado, que nada a contrahistoria, suicida su propio amor a favor de la
felicidad de la amada, y, a un tiempo, suicida también su propio ser histórico,
facilitando la llegada de la civilización que acabará indefectiblemente con
todo lo que constituye ese mundo fronterizo en el que nace la película, sus
maldades pero también sus valores, que forman el universo que da sentido a la
existencia de Doniphon y fuera del cual no tiene acomodo.
Hasta la
secuencia final de la película, ya acabado el flash-back, no sabemos que
Hallie, que ha cumplido todas sus ambiciones y deseos en el matrimonio con
Stoddard, de quien en verdad estaba enamorada era del hombre al que abandonó. Con
la honestidad artística habitual de Ford, y con su aversión al exhibicionismo
sentimental, el director no permite que los espectadores se enteren de los
verdaderos sentimientos de la esposa antes de que los conozca el marido. Por
eso nos los descubre al mismo tiempo en un único plano estremecedor: Stoddard
sale del cuarto en el que espera el entierro el cadáver de Doniphon, y antes de
cerrar la puerta descubre sobre al ataúd la modesta flor de cactus que ha
colocado Hallie. Nosotros y él sabemos desde hace más de una hora (bueno, él
desde hace unos treinta años) que esa flor de cactus es, ante todo, el símbolo
del amor de Tom, pero también de la pobreza y el primitivismo de un territorio
y unas vidas que el matrimonio ha contribuido a convertir en progreso y
civilización y que ahora, todo concluido, añoran. No es extraño que Ford
considerara a Doniphon el verdadero protagonista de la película. Él es el único
personaje con verdadera profundidad dramática, el único que sufre y siente,
expresión de un profundo conflicto íntimo, moral y social que, como en otros
trabajos del director (ya lo veremos con algún detalle cuando lleguemos a “Siete mujeres”), sólo se resuelve con la
autoinmolación.
En la galería de
mujeres fordianas de las que venimos hablando, Hallie Stoddard ocupa un lugar
singular. No es ni una de las madres protectora ni una de las putas buenas que
pueblan sus primeras películas, ni vive la relación con los hombres como un
enfrentamiento, a la manera de la que hemos visto ya. Aunque coincide con Mary
Kate Danaher (“El hombre Tranquilo”),
Eloise Kelly (“Mogambo”) o Elizabeth Allen (“La
taberna del irlandés”) en ser una persona decidida, inteligente y con las
ideas muy claras sobre lo que quiere en la vida, Hallie no se plantea
conseguirlo a través del enfrentamiento de sexos, sino de la colaboración y la
influencia, lo que no impide, sino que fortalece, que su significación en la
historia resulte fundamental.
Situada en medio
de dos hombres valerosos y honestos, históricos, es ella, no obstante, quien, convertida
en el motor de todo cuanto sucede hace avanzar la película, no sólo argumentalmente,
sino también en la interpretación sobre el sentido de la historia a que da
lugar el filme.
Cuando Stoddard
llega al territorio mítico y aún salvaje de Shinbone y es recibido por la
paliza que le propina Valance, quien le ofrece cobijo y apoyo es, precisamente,
Hallie, que desde el primer momento aparece como quien realmente dirige ese
microcosmos particular que representa, dentro del más amplio cosmos del pueblo en
su conjunto, la cocina del restaurante de los Ericson[2].
Ella le cura las heridas, ella le da de comer y ella busca acomodo para él y
sus textos de leyes; símbolos, el abogado los libros, de la civilización emergente.
También es Hallie quien primero verbaliza el deseo civilizador. “Un día si se construye una presa en el río
tendremos agua y toda clase de flores”, responde cuando Stoddad le
pregunta, ante la modesta y hermosísima flor de cactus que Doniphon le ha
regalado como muestra de su amor, si alguna vez ha visto una rosa,
estableciendo así la utopía transformadora de convertir el desierto en un
jardín sobre la que amargamente se interrogará al final de la película. Por
último, en un tercer paso decisivo del argumento y la metáfora, será ella quien
convenza a Doniphon de salvar a Stoddar en su duelo con Valance, al que mata en
lugar del abogado, haciendo posible así su posterior carrera política, el
progreso del territorio consecuencia de ella y la realización del sueño de
Hallie.
Concluyendo. Si aceptamos
que “El
hombre que mató a Liberty Valance” es una metáfora sobre la historia y sus
cambios, en lo que hay amplio consenso entre críticos, biógrafos e
historiadores, la figura de Hallie no puede interpretarse sino como una
reflexión sobre el papel jugado por las mujeres en esa evolución. Ford no
coloca aquí a la mujer frente al hombre, o ante el hombre o con el hombre, ni
se pregunta sobre sus relaciones mutuas y los conflictos íntimos y de poder que
en ellas se disputan, sino que trata de indagar sobre la mujer situada en el
centro de la Historia, con mayúscula, y en sus relaciones con el Poder, también
en mayúscula. Una Historia que aparentemente construyen los hombres, que
detentan el Poder, pero que no sería posible sin las mujeres, más allá del
papel que habitualmente les había atribuido el director como aglutinadoras de
la familia, vino a decir el director. Se trata, parece evidente, del mismo
papel expresado por ese viejo y tópico concepto de que detrás de un gran hombre
hay siempre una gran mujer; una verdad oculta, como lo está la realidad tras el
mito, que el viejo tuerto también saca a la luz, colocando a la esposa en
primer plano.
El hombre que
mató a Liberty Valance. Descargar o ver
[1]
Merece la pena llamar la atención sobre el papel fundamental que Ford otorga a
la prensa en la creación y consolidación del mito.
[2]
Tal vez merezca la pena recordar a pie de página qué gentes son las que pueblan
ese universo entre fogones para comprender la visión de Ford sobre la
construcciones de Estados Unidos y quiénes lo hicieron posible. Allí están el
escéptico Doniphon y el visionario Stoddard, ambos “americanos” de derecho, pero
también la familia inmigrantes suecos que forman Hallie y sus padres (John
Qualen y Jeannette Dolan), el negro Pompey, un Woody Strode, que ya le había
servido a Ford la representación de la dignidad afroamericana en “El sargento
negro”) y que aquí es el servidor-amigo-protector de Doniphon, y el
incalificable sheriff Appeleyard encarnado por Andy Devine, que de conductor de
diligencias ha pasado a defensor de la ley y a cabeza de una familia mixta
anglo-mexicana. Una América mestiza y multirracial en la que si unos han
llegado hoy y otros ayer, los que lo hicieron anteriormente no dejan de ser
inmigrantes pioneros. Faltan los indios, pero esa es otra historia en la que
profundizaría pasados dos años con “El gran combate).
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