viernes, 23 de mayo de 2014

LECTURAS. Alejo Carpentier. Escritos sobre música

Lecturas. Alejo Carpentier. Escritos sobre música








Además de autor de algunas novelas fundamentales de la literatura en castellano del siglo XX, el cubano Alejo Carpentier escribió un sinfín de colaboraciones periodísticas, especialmente referidas al comentario o la reseña musicales. Tantas, que al ser reunidas parcialmente en libro en 1980 bajo el título de “El músico que llevo dentro” fueron necesarios tres volúmenes de alrededor de 400 páginas para contenerlas.

He tenido durante años aquella recopilación como fuente de gozosas lecturas y provechosos aprendizajes, aunque hace unas semanas las regalé a quienes las merecen más que yo. Porque los libros son para que circulen y acaben en manos de quienes pueden darle mejor uso. En cualquier caso, guardé tres de los artículos para reproducirlos aquí y recordar el libro al tiempo que lo recomiendo vivamente (Hay a la venta una recopilación resumida, aunque de más de 400 páginas, editada en 2007 por Alianza Editorial).



Aunque el principal tema de estudio de Alejo Carpentier fuera la música clásica o culta, en la que se formó desde la infancia, no faltan entre los artículos del escritor cubano, Premio Cervantes en 1978, los que se refieren a la música popular o a otros muchos aspectos del mundo musical, de la incipiente industria discográfica a los no menos incipientes medios de comunicación.

Son muchas las razones para considerar los escritos musicales de Carpentier como modelos de la moderna crítica musical. El escritor hace gala en ellos de una extraordinaria erudición, que, no obstante, nunca deriva hacia las rutas de la pedantería ni del uso de cualquier tipo de jerga especializada que resulte incomprensible para el común de los mortales, lo que les confiere un extraordinario valor pedagógico. La amplitud de criterio de que hace gala, su falta de sectarismo y su resistencia a establecer cualquier categorización a partir de los géneros y no de los artistas, su claridad en la escritura y la justeza de sus argumentaciones convierten esas reseñas y crónicas en piezas que deberían despertar la envidia de todos cuantos hoy se dedican al oficio de la crónica musical periodística. Si es que queda alguno.

He seleccionado tres artículos, publicados en diario El Nacional, de Venezuela, país en el que Carpentier se autoexilió en 1945 y en el que residió hasta que regresó a Cuba el mismo 1 de enero de 1959, el día en que los barbudos de la sierra tomaron la Habana. Son tres textos que abarban otros tantos aspectos de la música popular de aquellos años, no tan distintos a los que se enfrentan hoy en día, y en ellos destaca la manera en que el escritor era capaz de utilizar lo particular, un hecho, un autor, una canción, una actuación, a lo general, un género y su significado. Así, una actuación de Concha Piquer le sirve para hacer una historia-balance del cuplé y la figura de Juliette Greco le permite examinar las relaciones entre la poesía y las letras de canciones.

Le he añadido alguna ilustración que, lógicamente, no estaban en los originales ni en el libro, y aprovechando las posibilidades de este internet de nuestras entretelas he aprovechado para incorporar algún video de canciones a las que hace referencia. Como el personaje es muy goloso, y da auténtico gusto escucharle hablar y contar, aquí se puede ver la entrevista que en 1972 realizó con élJoaquín Soler Serrano en “La Clave”. Una verdadera gozada.




FOLKLORE Y ESPECTÁCULO


Cierta vez --ustedes conocen probablemente la anécdota--, un francés subió a las gradas de la Plaza Monumental de Madrid, con el ánimo de asistir a su primera corrida de toros. Salió Belmonte al ruedo y, en el acto, el toro y el hombre se trabaron en una prodigiosa matemática de formas, que algo tenia de Danza del Amor y de la Muerte. Pero aquello no era lo que el francés esperaba. Siempre se había figurado que la tauromaquia era asunto de matadores arrodillados en la arena, de “quites” espectaculares, de suertes un tanto acrobáticas. Y, en el silencio estremecido que propiciaba una faena particularmente hermosa por lo ceñida y clásica, exclamó: «Esto no tiene nada de divertido.» Y bajo una mirada cejuda, que hubiera podido ser la de un melómano arrancado brutalmente a la pura contemplación de un adagio beethoveniano, respondió una voz de aficionado: «¿Y quién le dijo a usted, señor, que aquí venía uno a divertirse?”.

Cuento rata anécdota para consuelo y edificación de aquellos que volvieron decepcionados de la última danza de los Diablos de Yare. Estoy de acuerdo con ellos, en lo que se refiere a la decadencia de una festividad del Corpus que los propios visitantes ciudadanos echaron a perder con su presencia. Es el eterno drama: o bien el folklore se manifiesta ingenuamente, en su ambiente original, lejos de curiosidades extrañas, despilfarrando a los cuatro vientos su potencial de poesía, de tradición, de intuición coreográfica o musical, o bien cobra categoría ante quienes saben de sus fechas, secretos, santos y señas. Entonces pierde su pureza, su bello candor, para volverse un espectáculo, un show al aire libre, cuyos intérpretes no tienen inconveniente en tender la mano, pasando de oficiantes de un rito, a pedigüeños cazurros. ¡La publicidad y el éxito están acabando con los Diablos de Yare! Pronto ocurrirá, con ellos, lo que con cierto danzante de ceremonias ñáñigas, que me decía, n o ha mucho, en un “rompimiento” de mucha concurrencia: «Fíjese bien: yo seré el cuarto Diablito; el del "saco"' colorado.» Como la danza se ejecuta con máscara negra ante el rostro, el bailarín quería ser identificado bajo el traje mágico. «Se le ha desarrollado una mentalidad a lo Dorothy Lamour», comentó melancólicamente un amigo mío que asistía a la ceremonia.

Pero, fuera de un proceso de edulcoración y decadencia que se produce en todo folklore demasiado favorecido por el público, debe tenerse en cuenta siempre que los festejos populares --cuando conservan alguna autenticidad-- responden a un mecanismo psicológico que no es el nuestro. Nosotros vamos a presenciar un espectáculo, cuando nada de lo ofrecido responde a la idea de un espectáculo. Las horas, el ritmo, el lugar de acción, de una danza folklórica, se deben a costumbres, prácticas, tradiciones, que difícilmente podríamos llegar a entender. Se irrita el turista porque, al llegar a la aldea de la danza en horas del mediodía, se encuentra con que todo terminó, sin recordar que gente levantada desde el alba se regocija, come y bebe, al favor de una «fresca» mañanera que suele ser la de nuestra primera toma de contacto con lo cotidiano. Estaba anunciada la fiesta. Pero la fiesta no se celebra, de pronto, porque Atilano, o Gumersindo, o Hermenegildo --una celebridad local, maestro en perfilar pasos de gran empaque-- se ha enojado, anoche, con el Jefe de Cabildo, o se cree obligado a permanecer junto al lecho de una comadre enferma. Un día, en Regla, La Habana, se suspendió un formidable “rompimiento” ñáñigo, porque el Niño, danzarín ritual, no estaba de acuerdo con los «toques» de un tamborero suplente. Otro día, en Turiamo, fue imposible armar un baile de «tambor redondo», porque las mujeres estaban ocupadas en la recolección del cacao, y una obscura tradición les impedía bailar cuando en tal tarea se empleaban.

En suma: que el folklore nunca fue cosa «divertida», como nunca lo es una gran faena de toreo. Para conocerlo y llegar al entendimiento de sus bellezas, hay que tener mucha paciencia, mucha mansedumbre, una gran docilidad, amén de una infinita capacidad de espera. Se le alcanza lentamente, difícilmente, sin mirar el reloj, olvidando todas las prisas del hombre de las ciudades. Entonces, al cabo de días y días en que nada ocurre, una cantante de voz rajada, una anciana que todavía baila, un arpista, un vihuelero de dedos encallecidos, nos brindan tales maravillas que el milagro nos deja mudos de asombro... Hemos llegado al folklore, en un segundo de fulgurante revelación. Pero quien dice revelación, nunca dice «espectáculo». Porque el espectáculo nada tiene que ver con la revelación.

El Nacional, Caracas, 4 de junio de 1953


Danza de los diablos de Yare



GENEALOGÍA DEL CUPLÉ


Divertida historia seria  para  un cronista de  pluma  muy  suelta, escribir la picaresca y sabrosa historia del cuplé. Iniciaríase la narración en el Teatro de los Caños del Peral, de Madrid, durante una representación de tonadilla --acaso Los ciegos fingidos de Blas de Laserna-- ante un patio de mosqueteros alborotosos, prestos a corear el más famoso de los villancicos burlescos:

Cuando Majoma vivía,
allá en la era pasada
tanto era lo que bebía
que al cielo se elevaba,
con las monas que agarraba (bis).

Transcurre acaso un día de 1789. La más garrida tonadillera de la época, a quien llaman La Caramba, está creando un género, antes de sufrir la crisis mística que le hará terminar la vida en olor de santidad. Y digo que está creando un género, porque, antes de Isabel Gamborino, que habrá de enloquecer a los habaneros de comienzos del siglo XIX, antes de la Galino, cuya existencia terminaría en América, La Caramba es la primera vez que, en las tonadillas de moda, impone una personalidad de intérprete, un garbo un duende, que hacen de sus coplas algo que se desprende el conjunto, algo que cobra vida propia. Pueden ser tonadillas “a tres”, “a cuatro”, “a cinco”, las que se titulan El catalán y la buñuelera, La gitana del zorongo, El chasco del ratón o El sacristán y la viuda, el hecho es que cuando La Caramba entra en escena, desaparecen las demás intérpretes para quienes aguardan únicamente la copla por ella cantada:

Mosqueteros, mis mosqueteros…

Comienza Ella, y una corriente de simpatía pasa por sobre las candilejas, estableciendo entre el público y la artista ese vinculo invisible que muchos cantantes, muchos actores, tratan de crear durante años sin lograrlo. Más que tonadillera, en el sentido exacto del término, La Caramba es, en cierto modo, creadora el cuplé.

Hacia mediados del siglo XIX la tonadilla escénica ha muerto en España, por agotamiento de un género, por lo demás, limitado. Pero ciertos fragmentos de la tonadilla, como el Trípili-trápala llevan una vida autónoma en boca de las cantantes ligeras que hacen giras por América. El cuplé se va elaborando, como genero nuevo, pero no surgen, en verdad, grandes intérpretes, ya que las artistas con reales condiciones de cantante-comediante se vuelven, más bien, hacia la zarzuela, cuyo siglo de oro se está viviendo con La Gran Vía o La Verbena de la Paloma. Pero a comienzos del siglo XX aparece una primera generación de granes cupletistas, seguida inmediatamente por aquella década 1915-1925, que asistirá al desfile e Paquita Escribano, Raquel Meller, y aquella legendaria Consuelo Mayendía, que invadió todos los países de América con las melodías, todavía recordadas por muchos, de Serranillo, Flor de té, Ana, y otras coplas de las que e1 gracejo  criollo hizo  infinitas parodias.

Y es en el ocaso de esa generación de herederas de la tonadilla, cuando aparece en los escenarios la figura nueva de Conchita Piquer, la artista que actualmente nos visita.  Sin embargo, no cometeremos el error de confundir géneros y calidades.  Heredera, por derecho propio, de la gran tradición tonadillesca española, Conchita Piquer, se sitúa en un plano mucho más elevado, en cuanto a calidad, empeños y logros, que sus predecesoras en este tipo de interpretaciones.  Hay en ella un temperamento que, a veces, rompe los moldes del género, llevándola a un clima expresivo de alta jerarquía.   Basta para cerciorarse de ello, escucharla en la copla que le fuera inspirada por el famoso romance: «¿Dónde vas, Alfonso XII, dónde vas, triste da ti?...»

El Nacional, Caracas, 31 de mayo de 1952

Concha Pique. "Tatuaje"


  
LITERATURA CANTADA


Conecta usted un aparato de radio y le sale al paso una bullanguera guaracha, cuya letra parece obedecer a un invariable procedimiento de fabricación. Acaso la guaracha de marras se estrena ese día; acaso tiene el oyente el envidiable privilegio de escucharla en «primera audición mundial». Pero las palabras siempre dicen lo mismo, trayendo consigo, como por fatalidad, las rimas de “gozar” y “bailar”; las de “pasión”, “ilusión” y ”corazón”... ¿Lo exige el género mismo de la guaracha o de la canción popular con que de algún modo se le vincula? En modo alguno. La guaracha antillana es de muy viejo abolengo. Hay mención e guarachas famosas en los periódicos anteriores al año 1800. 

En 1882, una imprenta de la Plaza del Vapor de La Habana, lanzaba al mercado --valga el término, ya que el tomo nacía en medio de cestas de pina, tabletas de raspaduras y panales de miel-- una antología de guarachas cantadas a todo lo largo del siglo XIX, cuyas letras eran maravillas de gracia criolla, de aguda malicia, de costumbrismo en tono menor. En ellas vivían las mulatas del rumbo con sus atuendos y ajorcas, los lechuguinos de la colonia, los tipos pintorescos de la urbe, evocados en cuartetas escritas para ser cantadas sobre ritmos de claves y maracas... ¿A qué se debe, pues, que las guarachas de hoy resulten tan monótonas en sus rimas, tan chabacanas en sus letras?... Además, el mal parece generalizarse en los dominios de la música popular: centenares de boleros, de canciones, de melodías bailables, arrastran consigo un lastre de palabras de una trivialidad desesperante, siempre calcadas unas de otras, con los mismos giros, las mismas imágenes baratas, la misma poesía para tarjetas de aguinaldo.

Se me dirá que la música bailable, de carácter popular, mal se aviene con la buena literatura. Pero es inexacto. Hay magníficos poetas, en la actualidad, que han escrito textos para canciones, con un resultado extraordinario. Las canciones de Jacques Prevert, por ejemplo, concebidas para ser puestas en música por compositores populares, han logrado un éxito mundial. La magnífica Juliette Greco interpreta ahora en un cabaret de París --La Ville d'Este-- una serie de canciones cuyas palabras son de Raymond Queneau, de Robert Desnos y del propio Prévert. Bertold Brecht, en Alemania, ha escrito admirables canciones populares. Germaine Montero incluye en su repertorio frívolo una canción de Jean Paul Sartre. ¿Y bien que pueden creerme si aseguro que esas composiciones, llevadas en tiempo de blues, de fox, de tango, de java, nada tienen de “intelectuales”… No imponen angustias metafísicas ni hondas meditaciones a quienes las escuchan junto a la pista de baile, con una copa al alcance de la mano. Pero “dicen algo”: son ingeniosas, poéticas, humorísticas, amorosas, cínicas, según los casos, sin usar las consabidas rimas de “gozar” y “bailar”, de “pasión” e “ilusión”. El clásico tanto a lo Gardel tenía, con toda su cabaretera expresión, con su galería e compadritos, asesinos por amor, mujeres que “daban cualquier cosa por vestirse de percal”, una atmósfera, un color que no tienen las guarachas que nos asaltan a todas horas del día desde los amplificadores de nuestros aparatos de radio. Y la prueba de que el género se halla en crisis, está en el hecho de que un Pérez Prado, al menos, pretendiera resolverla por el absurdo, usando del non-sense, del disparate verbal, con un desparpajo que le confiere, al menos, un mérito e humorista. 

El Nacional, Caracas, 5 de abril de 1956


Juliette Greco. "Les feuilles mortes"




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