Lecturas. Alejo Carpentier. Escritos sobre música
Además
de autor de algunas novelas fundamentales de la literatura en castellano del
siglo XX, el cubano Alejo Carpentier escribió un sinfín de colaboraciones
periodísticas, especialmente referidas al comentario o la reseña musicales.
Tantas, que al ser reunidas parcialmente en libro en 1980 bajo el título de “El
músico que llevo dentro” fueron necesarios tres volúmenes de alrededor
de 400 páginas para contenerlas.
He
tenido durante años aquella recopilación como fuente de gozosas lecturas y
provechosos aprendizajes, aunque hace unas semanas las regalé a quienes las
merecen más que yo. Porque los libros son para que circulen y acaben en manos
de quienes pueden darle mejor uso. En cualquier caso, guardé tres de los
artículos para reproducirlos aquí y recordar el libro al tiempo que lo recomiendo
vivamente (Hay a la venta una recopilación resumida, aunque de más de 400
páginas, editada en 2007 por Alianza Editorial).
Aunque
el principal tema de estudio de Alejo Carpentier fuera la música clásica o
culta, en la que se formó desde la infancia, no faltan entre los artículos del
escritor cubano, Premio Cervantes en 1978, los que se refieren a la música popular
o a otros muchos aspectos del mundo musical, de la incipiente industria
discográfica a los no menos incipientes medios de comunicación.
Son
muchas las razones para considerar los escritos musicales de Carpentier como
modelos de la moderna crítica musical. El escritor hace gala en ellos de una
extraordinaria erudición, que, no obstante, nunca deriva hacia las rutas de la pedantería
ni del uso de cualquier tipo de jerga especializada que resulte incomprensible
para el común de los mortales, lo que les confiere un extraordinario valor
pedagógico. La amplitud de criterio de que hace gala, su falta de sectarismo y
su resistencia a establecer cualquier categorización a partir de los géneros y
no de los artistas, su claridad en la escritura y la justeza de sus
argumentaciones convierten esas reseñas y crónicas en piezas que deberían
despertar la envidia de todos cuantos hoy se dedican al oficio de la crónica
musical periodística. Si es que queda alguno.
He
seleccionado tres artículos, publicados en diario El Nacional, de Venezuela, país
en el que Carpentier se autoexilió en 1945 y en el que residió hasta que
regresó a Cuba el mismo 1 de enero de 1959, el día en que los barbudos de la
sierra tomaron la Habana. Son tres textos que abarban otros tantos aspectos de
la música popular de aquellos años, no tan distintos a los que se enfrentan hoy
en día, y en ellos destaca la manera en que el escritor era capaz de utilizar
lo particular, un hecho, un autor, una canción, una actuación, a lo general, un
género y su significado. Así, una actuación de Concha Piquer le sirve para
hacer una historia-balance del cuplé y la figura de Juliette Greco le permite
examinar las relaciones entre la poesía y las letras de canciones.
Le
he añadido alguna ilustración que, lógicamente, no estaban en los originales ni
en el libro, y aprovechando las posibilidades de este internet de nuestras
entretelas he aprovechado para incorporar algún video de canciones a las que
hace referencia. Como el personaje es muy goloso, y da auténtico gusto escucharle
hablar y contar, aquí se puede ver la entrevista que en 1972 realizó con élJoaquín Soler Serrano en “La Clave”. Una verdadera gozada.
FOLKLORE Y ESPECTÁCULO
Cierta vez --ustedes
conocen probablemente la anécdota--, un francés subió a las gradas de la Plaza
Monumental de Madrid, con el ánimo de asistir a su primera corrida de toros.
Salió Belmonte al ruedo y, en el acto, el toro y el hombre se trabaron en una
prodigiosa matemática de formas, que algo tenia de Danza del Amor y de la
Muerte. Pero aquello no era lo que el francés esperaba. Siempre se había
figurado que la tauromaquia era asunto de matadores arrodillados en la arena,
de “quites” espectaculares, de suertes un tanto acrobáticas. Y, en el silencio
estremecido que propiciaba una faena particularmente hermosa por lo ceñida y
clásica, exclamó: «Esto no tiene nada de divertido.» Y bajo una mirada cejuda,
que hubiera podido ser la de un melómano arrancado brutalmente a la pura contemplación
de un adagio beethoveniano, respondió una voz de aficionado: «¿Y quién le dijo
a usted, señor, que aquí venía uno a divertirse?”.
Cuento rata
anécdota para consuelo y edificación de aquellos que volvieron decepcionados de
la última danza de los Diablos de Yare.
Estoy de acuerdo con ellos, en lo que se refiere a la decadencia de una
festividad del Corpus que los propios visitantes ciudadanos echaron a perder
con su presencia. Es el eterno drama: o bien el folklore se manifiesta
ingenuamente, en su ambiente original, lejos de curiosidades extrañas,
despilfarrando a los cuatro vientos su potencial de poesía, de tradición, de
intuición coreográfica o musical, o bien cobra categoría ante quienes saben de
sus fechas, secretos, santos y señas. Entonces pierde su pureza, su bello candor,
para volverse un espectáculo, un show al aire libre, cuyos intérpretes no
tienen inconveniente en tender la mano, pasando de oficiantes de un rito, a
pedigüeños cazurros. ¡La publicidad y el éxito están acabando con los Diablos
de Yare! Pronto ocurrirá, con ellos, lo que con cierto danzante de ceremonias
ñáñigas, que me decía, n o ha mucho, en un “rompimiento” de mucha concurrencia:
«Fíjese bien: yo seré el cuarto Diablito; el del "saco"' colorado.»
Como la danza se ejecuta con máscara negra ante el rostro, el bailarín quería
ser identificado bajo el traje mágico. «Se le ha desarrollado una mentalidad a
lo Dorothy Lamour», comentó melancólicamente un amigo mío que asistía a la
ceremonia.
Pero, fuera de
un proceso de edulcoración y decadencia que se produce en todo folklore
demasiado favorecido por el público, debe tenerse en cuenta siempre que los
festejos populares --cuando conservan alguna autenticidad-- responden a un
mecanismo psicológico que no es el nuestro. Nosotros vamos a presenciar un
espectáculo, cuando nada de lo ofrecido responde a la idea de un espectáculo.
Las horas, el ritmo, el lugar de acción, de una danza folklórica, se deben a
costumbres, prácticas, tradiciones, que difícilmente podríamos llegar a
entender. Se irrita el turista porque, al llegar a la aldea de la danza en
horas del mediodía, se encuentra con que todo terminó, sin recordar que gente
levantada desde el alba se regocija, come y bebe, al favor de una «fresca»
mañanera que suele ser la de nuestra primera toma de contacto con lo cotidiano.
Estaba anunciada la fiesta. Pero la fiesta no se celebra, de pronto, porque
Atilano, o Gumersindo, o Hermenegildo --una celebridad local, maestro en
perfilar pasos de gran empaque-- se ha enojado, anoche, con el Jefe de Cabildo,
o se cree obligado a permanecer junto al lecho de una comadre enferma. Un día,
en Regla, La Habana, se suspendió un formidable “rompimiento” ñáñigo, porque el
Niño, danzarín ritual, no estaba de
acuerdo con los «toques» de un tamborero suplente. Otro día, en Turiamo, fue imposible
armar un baile de «tambor redondo», porque las mujeres estaban ocupadas en la
recolección del cacao, y una obscura tradición les impedía bailar cuando en tal
tarea se empleaban.
En suma: que el
folklore nunca fue cosa «divertida», como nunca lo es una gran faena de toreo.
Para conocerlo y llegar al entendimiento de sus bellezas, hay que tener mucha
paciencia, mucha mansedumbre, una gran docilidad, amén de una infinita capacidad
de espera. Se le alcanza lentamente, difícilmente, sin mirar el reloj,
olvidando todas las prisas del hombre de las ciudades. Entonces, al cabo de
días y días en que nada ocurre, una cantante de voz rajada, una anciana que
todavía baila, un arpista, un vihuelero de dedos encallecidos, nos brindan
tales maravillas que el milagro nos deja mudos de asombro... Hemos llegado al
folklore, en un segundo de fulgurante revelación. Pero quien dice revelación,
nunca dice «espectáculo». Porque el espectáculo nada tiene que ver con la
revelación.
El Nacional, Caracas, 4 de junio de 1953
Danza de los
diablos de Yare
GENEALOGÍA DEL CUPLÉ
Divertida historia
seria para un cronista de pluma
muy suelta, escribir la picaresca
y sabrosa historia del cuplé. Iniciaríase la narración en el Teatro de los
Caños del Peral, de Madrid, durante una representación de tonadilla --acaso Los ciegos fingidos de Blas de Laserna--
ante un patio de mosqueteros alborotosos, prestos a corear el más famoso de los
villancicos burlescos:
Cuando Majoma vivía,
allá en la era pasada
tanto era lo que bebía
que al cielo se elevaba,
con las monas que agarraba (bis).
Transcurre acaso
un día de 1789. La más garrida tonadillera de la época, a quien llaman La Caramba, está creando un género,
antes de sufrir la crisis mística que le hará terminar la vida en olor de
santidad. Y digo que está creando un género, porque, antes de Isabel Gamborino,
que habrá de enloquecer a los habaneros de comienzos del siglo XIX, antes de la
Galino, cuya existencia terminaría en América, La Caramba es la primera vez
que, en las tonadillas de moda, impone una personalidad de intérprete, un garbo
un duende, que hacen de sus coplas algo que se desprende el conjunto, algo que
cobra vida propia. Pueden ser tonadillas “a tres”, “a cuatro”, “a cinco”, las
que se titulan El catalán y la buñuelera,
La gitana del zorongo, El chasco del ratón o El sacristán y la viuda, el hecho es que
cuando La Caramba entra en escena,
desaparecen las demás intérpretes para quienes aguardan únicamente la copla por
ella cantada:
Mosqueteros, mis mosqueteros…
Comienza Ella, y
una corriente de simpatía pasa por sobre las candilejas, estableciendo entre el
público y la artista ese vinculo invisible que muchos cantantes, muchos
actores, tratan de crear durante años sin lograrlo. Más que tonadillera, en el
sentido exacto del término, La Caramba
es, en cierto modo, creadora el cuplé.
Hacia mediados
del siglo XIX la tonadilla escénica ha muerto en España, por agotamiento de un
género, por lo demás, limitado. Pero ciertos fragmentos de la tonadilla, como
el Trípili-trápala llevan una vida
autónoma en boca de las cantantes ligeras que hacen giras por América. El cuplé
se va elaborando, como genero nuevo, pero no surgen, en verdad, grandes
intérpretes, ya que las artistas con reales condiciones de cantante-comediante se
vuelven, más bien, hacia la zarzuela, cuyo siglo de oro se está viviendo con La Gran Vía o La Verbena de la Paloma. Pero a comienzos del siglo XX aparece una
primera generación de granes cupletistas, seguida inmediatamente por aquella
década 1915-1925, que asistirá al desfile e Paquita Escribano, Raquel Meller, y
aquella legendaria Consuelo Mayendía, que invadió todos los países de América
con las melodías, todavía recordadas por muchos, de Serranillo, Flor de té, Ana, y otras coplas de las que e1
gracejo criollo hizo infinitas parodias.
Y es en el ocaso
de esa generación de herederas de la tonadilla, cuando aparece en los
escenarios la figura nueva de Conchita
Piquer, la artista que actualmente nos visita. Sin embargo, no cometeremos el error de
confundir géneros y calidades. Heredera,
por derecho propio, de la gran tradición tonadillesca española, Conchita
Piquer, se sitúa en un plano mucho más elevado, en cuanto a calidad, empeños y
logros, que sus predecesoras en este tipo de interpretaciones. Hay en ella un temperamento que, a veces,
rompe los moldes del género, llevándola a un clima expresivo de alta jerarquía. Basta para cerciorarse de ello, escucharla
en la copla que le fuera inspirada por el famoso romance: «¿Dónde vas, Alfonso
XII, dónde vas, triste da ti?...»
El Nacional, Caracas, 31 de mayo de 1952
Concha Pique. "Tatuaje"
LITERATURA CANTADA
Conecta usted un
aparato de radio y le sale al paso una bullanguera guaracha, cuya letra parece
obedecer a un invariable procedimiento de fabricación. Acaso la guaracha de
marras se estrena ese día; acaso tiene el oyente el envidiable privilegio de
escucharla en «primera audición mundial». Pero las palabras siempre dicen lo
mismo, trayendo consigo, como por fatalidad, las rimas de “gozar” y “bailar”;
las de “pasión”, “ilusión” y ”corazón”... ¿Lo exige el género mismo de la
guaracha o de la canción popular con que de algún modo se le vincula? En modo
alguno. La guaracha antillana es de muy viejo abolengo. Hay mención e guarachas
famosas en los periódicos anteriores al año 1800.
En 1882, una imprenta de la
Plaza del Vapor de La Habana, lanzaba al mercado --valga el término, ya que el
tomo nacía en medio de cestas de pina, tabletas de raspaduras y panales de
miel-- una antología de guarachas cantadas a todo lo largo del siglo XIX, cuyas
letras eran maravillas de gracia criolla, de aguda malicia, de costumbrismo en
tono menor. En ellas vivían las mulatas del rumbo con sus atuendos y ajorcas,
los lechuguinos de la colonia, los tipos pintorescos de la urbe, evocados en
cuartetas escritas para ser cantadas sobre ritmos de claves y maracas... ¿A qué
se debe, pues, que las guarachas de hoy resulten tan monótonas en sus rimas,
tan chabacanas en sus letras?... Además, el mal parece generalizarse en los
dominios de la música popular: centenares de boleros, de canciones, de melodías
bailables, arrastran consigo un lastre de palabras de una trivialidad desesperante,
siempre calcadas unas de otras, con los mismos giros, las mismas imágenes
baratas, la misma poesía para tarjetas de aguinaldo.
Se me dirá que
la música bailable, de carácter popular, mal se aviene con la buena literatura.
Pero es inexacto. Hay magníficos poetas, en la actualidad, que han escrito
textos para canciones, con un resultado extraordinario. Las canciones de
Jacques Prevert, por ejemplo, concebidas para ser puestas en música por
compositores populares, han logrado un éxito mundial. La magnífica Juliette Greco interpreta ahora en un
cabaret de París --La Ville d'Este-- una serie de canciones cuyas palabras son
de Raymond Queneau, de Robert Desnos y del propio Prévert. Bertold Brecht, en
Alemania, ha escrito admirables canciones populares. Germaine Montero incluye
en su repertorio frívolo una canción de Jean Paul Sartre. ¿Y bien que pueden
creerme si aseguro que esas composiciones, llevadas en tiempo de blues, de fox,
de tango, de java, nada tienen de “intelectuales”… No imponen angustias metafísicas
ni hondas meditaciones a quienes las escuchan junto a la pista de baile, con
una copa al alcance de la mano. Pero “dicen algo”: son ingeniosas, poéticas,
humorísticas, amorosas, cínicas, según los casos, sin usar las consabidas rimas
de “gozar” y “bailar”, de “pasión” e “ilusión”. El clásico tanto a lo Gardel
tenía, con toda su cabaretera expresión, con su galería e compadritos, asesinos
por amor, mujeres que “daban cualquier cosa por vestirse de percal”, una
atmósfera, un color que no tienen las guarachas que nos asaltan a todas horas
del día desde los amplificadores de nuestros aparatos de radio. Y la prueba de
que el género se halla en crisis, está en el hecho de que un Pérez Prado, al
menos, pretendiera resolverla por el absurdo, usando del non-sense, del disparate verbal, con un desparpajo que le confiere,
al menos, un mérito e humorista.
El Nacional, Caracas, 5 de abril de 1956
Juliette Greco. "Les feuilles mortes"
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