Blasco Ibañez y el cine (3)
3. Rumbo a Hollywood con escala
en París
De igual
manera que, en contra de lo que se piensa, la primera versión de “Sangre
y arena” no fue realizada en Hollywood, sino en España, como hemos
visto, la primera adaptación al cine de “Los cuatro jinetes del apocalipsis”,
que alcanzó fama mundial cuando en 1921 la llevó al cine Rex Ingram, tampoco
fue americana, sino francesa. Y de fecha tan temprana como 1916, el mismo año
de la publicación de la novela. No tiene nada de extraño esta celeridad. Para
aquel entonces Blasco Ibáñez era ya un escritor respetado y de éxito en
Francia, país que conocía bien, en el que residía desde antes de la guerra y
que ya en 1906 le había mostrado el máximo reconocimiento de la nación al
nombrarle Comendador de la Legión de Honor junto a su paisano y amigo Joaquín
Sorolla.
Poco
recuerdo ha quedado de aquel filme, pues acabó perdido, excepto que se tituló “Debout
les morts!”. Existen sobre ella, no obstante, algunos datos sueltos que
pienso reveladores para el tema que nos interesa. El hecho de haber sido
producida por Gaumont, la primera empresa cinematográfica fundada en todo el
mundo y en esos momentos una de las más importantes de Europa, da idea de que
se trató de una película de cierto empaque. De la realización se ocuparon nada
menos que tres directores, cuya mayor virtud compruebo ahora no es otra que su
fecundidad creadora: André Heuzé llegó a dirigir casi una cincuentena de
películas hasta que se retiró en 1938, cuatro años antes de su muerte. La
filmografía de Léonce Perret supera el centenar de títulos de toda ralea. Y
Henri Pouctal, actor, dramaturgo, guionista, productor y director supera el
record con alrededor de 400 títulos entre 1909 y 1935. Ninguna de tantas cintas
parece ser que logró el menor relieve.
Hay, sin
embargo, un dato en la ficha artística de “Debout les morts!” que merece ser
resaltado, porque coincide con una de las características más llamativas de las
adaptaciones cinematográficas de textos de Blasco Ibáñez: su utilización por
las productoras para el lanzamiento de nuevas estrellas, tal como sucedería
luego con Rodolfo Valentino, Greta Garbo, Rita Hayworth, Mae Murray, Beba
Daniels, Stan Laurel o, por hablar de España, Concha Piquer. Una circunstancia
que constituye un valor añadido de los
respectivos filmes y que se da ya en la primera producción internacional sobre
una novela de Blasco, con la que él, aparentemente, no tuvo nada que ver,
aparte de negociar los derechos, tarea en la que cuentan que se movía con
soltura y exigencia.
La estrella
a lanzar en esta ocasión era una francesa de origen español, que aunque ya no
era una niña, tenía por aquel entonces 35 años, era la segunda vez que se ponía
delante de una cámara interpretando a la protagonista del drama. Se llamaba
Lucie Marie Marguerite Monceau Moreno, pero había adoptado el apellido materno
para acortar su nombre artístico a Marguerite Moreno. Antes del cine había
pertenecido como actriz de carácter al elenco de la Comedie-Française, cumbre
del teatro galo, y había llevado una vida aventurera, amiga de intelectuales,
artistas y poetas hasta el punto de ser conocida como la musa de los
simbolistas, aquella panda de borrachos inspirados que reunía a Mallarme,
Valery, Baudelaire y compañía en alegres francachelas de las que salieron
algunos de los más altos versos de la poesía universal. Con la compañía de
Sarah Bernard había viajado a Buenos Aires, donde se había quedado siete años
dando clases de francés, entre otros a Victoria Ocampo. Durante la primera
guerra mundial, mientras trabajaba como enfermera voluntaria en un hospital de
Lyon, se metió en el cine, encarnando a la protagonista creada por Blasco, y
desde entonces no se apartó de él. Cuando se retiró en 1948 con “L’assassin est à l’ecoute” se había
convertido en la gran señora del cine galo y reunía más de una sesentena de
títulos en su filmografía. No debió ser una mala Marguerite Laurier, papel que
luego harían Alice Terry e Ingrid Thulin. Y a estas sí podemos verlas, porque
sus películas no se han perdido.
Descubriendo El Dorado
La
adaptación hollywoodiense de “Los cuatro jinetes del apocalipsis”
en 1921 obtuvo, casi no hay ni que decirlo, mucho más éxito que el intento
francés, y convirtió a Blasco en un novelista rico y admirado en todo el mundo.
No fue un éxito casual, porque la novela que escribió sobre la I Guerra Mundial
es quizás la última de sus grandes novelas y una historia pintiparada para los
gustos de la época, con todos los rasgos de realismo, ambientación, intención
política y melodrama amoroso y familiar que los tiempos requerían.
Blasco
se había instalado en Paris en 1914, tres meses antes del conflicto bélico,
frente al que inmediatamente se situó en el bando aliado, decidido enemigo del
Kaiser y los teutones invasores. El escritor, que había salido de España
hastiado de la política local y empujado por un amor otoñal, estaba en Francia
en busca de tranquilidad, quizás por primera vez en su vida, y, sin embargo, se
vio inmerso de repente en una vorágine que le puso en marcha inmediatamente.
Visitó el frente, o al menos lo más cerca del frente que se permitiera entonces
llegar a aquellos corresponsales de bombín, pantalones bombachos y prismáticos.
Fruto de ello fueron las numerosas crónicas que envió a su propio periódico, El
Pueblo, pero también a El Gráfico, La Esfera, El País y otros. Incluso llego a
poner en marcha el ambicioso proyecto de una “Historia de la guerra europea”
en fascículos de 32 páginas, con grabados y una gran lámina central, que se
venderían al precio de 50 céntimos. Aunque no llegaron a salir a la calle las
entre 150 y 200 entregas que estaban previstas, en las que publicaron, él se
ocupó de prácticamente todo; de la escritura de los textos a la maquetación, de
la selección de las ilustraciones a la publicidad, ideando para 1915 un
calendario de regalo a los suscriptores con la leyenda, en varios idiomas, “Los aliados os desean felicidades en 1915”.
Pero tal
vez a Blasco toda esta actividad le supo a poco. O se lo pareció al mismísimo
Presidente de la República, Raymond Poincaré, que aún ocuparía el mismo cargo
en dos legislaturas posteriores y que habría sido, de acuerdo al propio
escritor, quien le habría animado a escribir una verdadera novela sobre la
guerra, en lugar de perder el tiempo en simples crónicas periodísticas. Sea
como sea, en 1916, aún en plena conflagración, se publicó la novela, que, por
fortuna, no siguió los pasos de la primera idea que el autor tuvo para ella,
que dejó plasmada en un esquema capaz de levantar urticaria en quien lo imagine
convertido en novela:
“He pensado una
gran novela popular, una especie de novela histórica interminable, todo lo
larga que se quiera. Pasaría en Alemania, Inglaterra, Bélgica, en Francia, en
Serbia, en los Dardanelos. Habrá ciudades incendiadas, fusilamientos, raptos,
violaciones, palos, tiros, cuchilladas. El folletín más estupendo que se habrá
hecho. Será una especie de Rocambole de la guerra: la lucha entre un gran
policía inglés, discípulo y heredero de Sherlock Holmes (que ya estará viejo y
retirado) y el jefe de los policías alemanes. Los héroes irán a pie, a caballo,
en automóvil, en aeroplano, en navio y en submarino”
Pues no.
Ni Rocambole ni Holmes alguno hay al final en “Los cuatro jinetes del
apocalipsis” , que es una novela cosmopolita, de acción variada y
personajes perfectamente definido en sus fortalezas y debilidades, con
múltiples peripecias argumentales que Blasco relata con lenguaje directo y una
narración ajustada y casi alejada de cualquier derroche didáctico o retórico,
que tanto lastran otros textos suyos menos inspirados y menos vividos, aunque
alguno queda. Pero sobre todo, lo que confiere el verdadero carácter a la
novela es su profundo significado moral e histórico, expresado en el
enfrentamiento entre las dos familias que la habitan y la toma de conciencia
que explica la progresión del personaje principal, el joven Julio Desnoyers, en
lo que no constituye sino una elección básica entre civilización y barbarie.
Una elección aparentemente simple, pero que arrastra a la muerte y al dolor, ante
la que el autor coloca al personaje con la pretensión de que también se la
plantee cada lector.
La
novela apareció como folletón en El Heraldo de Madrid durante 1916, mientras en
los campos que rodeaban la ciudad de Verdún se combatía ferozmente en una
batalla crucial de la guerra, que finalizaría en diciembre de ese año. Había
comenzado en febrero, y dejaría un saldo de un cuarto de millón de muertos y
alrededor de medio millón de heridos entre ambos bandos. “Los cuatro jinetes…” se publicó inmediatamente como
libro en España y en Francia, con una buena acogida, de la que da prueba la
casi instantánea adaptación de “Debout les morts!”, pero tampoco
espectacular. En concreto, hasta 1924 se habían vendido en España 164.000
ejemplares. No era poco en un país todavía con altos niveles de analfabetismo,
pero todavía eran cifras que correspondían a un autor europeo de éxito, no a
una figura mundial de las letras.
El
acabose llegó con la publicación, en julio de 1918, de “Los cuatros jinetes del
apocalipsis” en Estados Unidos, traducida por Charlotte Brewster
Jordan, novelista ella misma, que había conocido a Blasco en Argentina, donde
había residido unos años y aprendido el español, y que no sólo se hizo famosa
con su traducción, sino rica. Blasco, que había dado muestras de buen
negociante en sus publicaciones en Valencia, debió sentirse humilde ante el
gigante americano, o tenía muchas ganas de introducirse en su mercado, y vendió
los derechos de la traducción de la novela en apenas 300 dólares (hay biógrafos
que calculan 1.000), que aunque fueran dólares de 1918, no dejaban de ser una
ridiculez para un libro que sólo en un año vendería más de 300.000 ejemplares,
cantidad que creció exponencialmente al estrenarse la película dos años
después. Hay que decir que el primer año, el editor le envió una compensación
extra de 20.000 dólares. Un detalle.
Con esa
especie de respeto reverencial que el Nuevo Mundo ha sentido tradicionalmente
hacia el Viejo --sus ancestros, poseedores de lo que a ellos les falta, la historia--,
en Estados Unidos estalló un fenómeno que bien se podría definir como blascomanía, similar a lo que cuarenta
años después despertarían The Beatles, por poner un ejemplo conocido. Según
Ramiro Reig, uno de sus biógrafos, en las tiendas americanas se vendían
corbatas, pañuelos, ceniceros o pisapapeles con imágenes de los cuatro jinetes,
la editorial recibía cientos de cartas y todo el mundo estaba deseoso de
conocer a la estrella; aunque la estrella no fuera una rubia curvilínea sino un
señor bigotudo que sobrepasaba ya la cincuentena, valenciano para más señas.
Tanta
fue la fama que, como luego a las estrellas del rock y antes a otros
escritores, como Dikens o Maeterlinck, sin ir más lejos, se le organizó una
gira de presentaciones y conferencias por todo Estados Unidos que resultó un
éxito total. Blasco estuvo en América entre octubre de 1919 y julio de 1920, y
ofreció actuaciones en universidades de Nueva York, Filadelfia, West Point,
Chicago, San Antonio, Alburquerque, Los Ángeles y San Francisco, por lo menos.
Un editorial del New York Times lamentaba que no hubiera sido americano, porque
entonces podría haber escrito la gran novela sobre el beisbol, el gran deporte
nacional, signo de identificación popular, a la manera que había hecho en España
con los toros. El 23 de febrero de 1920 Vicente Blasco Ibáñez fue nombrado
Doctor Honoris Causa de la Universidad George Washington y al día siguiente fue
recibido por los congresistas en la Cámara de Representantes de los Estados
Unidos. William Miller Collier, director de la Universidad y ex embajador en
España, le calificó como “el primero de los novelistas vivos” y alabó las
razones del honor concedido:
“Habéis comprendido
el espíritu irresistible de la época. Amante de la libertad universal y de la igualdad
de oportunidades para todos, sentís, como el poeta romano, que nada de lo que
pertenece a la humanidad os es indiferente. Os saludamos, pues, como ciudadano
del mundo. Habéis descrito con la mayor intensidad el bestial horror de la
guerra y revelado con la mayor sencillez la gloria sublime del sacrificio.
Habéis esgrimido una pluma mucho más poderosa que diez mil espadas”.
Blasco,
del que no se puede decir que no tuviera buena labia e inteligencia despierta,
contestó demostrando ser conocedor de dónde le pica la pulga al pulgoso y qué
teclas de la vanidad hay que pulsar pata tener contento al anfitrión:
“Materialista y
amigo del dólar, el error universal se imaginaba a vuestro país como un Sancho
Panza incapaz, de moverse sin preguntar antes: ¿Cuánto voy ganando? Y sin
embargo, bastó la simple convicción de que la libertad y el progreso moral del
mundo estaban en peligro para que os lanzaseis generosamente. Don Quijote se
cansó de vivir en Europa y está ahora en América”.
Sin
embargo, la visita más provechosa de Blasco en este viaje triunfante a los
Estados Unidos de América --la nueva capital del universo, según él había
sabido ver muy bien-- fue la que realizó a Hollywood, y más en concreto a los
estudios de la Metro Pictures Corporation, que tres años después se convertiría
en la Metro-Goldwyn-Mayer, en los que ya se andaba en pleno rodaje de “Los
cuatro jinetes del Apocalipsis”. El valenciano debió quedar
boquiabierto al ver desplegarse frente a él a los miles de extras que
representaban a los soldados de la batalla del Marne, que tan ajustadamente
había descrito en la novela, escena a cuyo rodaje asistió. Allí podía presentir
que al fin se haría realidad una película suya --como tal debía considerarla,
pues él había creado la historia-- que fuera como esas superproducciones que ya
se habían producido y que constituían su ideal cinematográfico. Allí había
dinero y se notaba.
Dos años
después, en la novela “La reina Calaifa” (1923), que
transcurre en parte en una imaginaria ciudad bautizada como Camaleón-City,
Blasco incluyó una descripción de un estudio cinematográfico que bien podía
responder a la primera impresión que le causó la Meca del cine:
“Cada estudio
ocupaba vastos terrenos guardados por vallas, y en esta planicie cerrada,
arquitectos y hábiles manipuladores del cemento armado construían y destruían
en el curso del año toda clase de poblaciones... Pero de pronto, cuando sus
acompañantes abrieron la puerta de una de las casas y le invitaron a pasar
adelante, no pudo contener una exclamación de asombro. La casa no continuaba.
La calle estaba hecha simplemente de fachadas”
No es
una mala reflexión sobre el cine esa de la fachada que no da paso a una
realidad, sino a la nada. Expresa a la vez admiración y desprecio, a más de la
vieja cuestión cinematográfica del escritor sobre el dilema entre ficción y
realidad. Pero fuera como fuera, Blasco
Ibáñez salió de Hollywood, y de la experiencia de la película, con una clara
conciencia de lo que quería ser de mayor. En octubre de 1921 le escribió a su
amigo Martínez de la Riva, expresando por primera vez una idea sobre la que
teorizaría posteriormente en el citado prologo de 1922:
" El
cinematógrafo llena el mundo, pero todavía no ha llegado nadie a ser un
novelista universal cinematográfico. El puesto está vacío. Voy a ver si el que
lo ocupa por derecho de conquista es un español. Puede uno, gracias al
cinematógrafo, ser aplaudido en la misma noche en todas las regiones del
globo... esto es tentador y conseguirlo representaría la conquista más enorme y
victoriosa que puede coronar una existencia..."
La
impulsora de “Los cuatro jinetes…”, como lo sería un año después de “Sangre
y arena”, fue la guionista June Mathis, a quien dedicaremos media
docena de líneas, pues es un personaje interesante. Esta mujer, que tenía
entonces 32 años, había llegado a Hollywood en 1919, tras una vida pintoresca
que la había llevado de subir a los escenarios como bailarina e imitadora a
estudiar en Nueva York escritura y cine. Ya en Hollywood no sólo siguió con su
profesión, escribiendo casi una treintena de guiones hasta 1939, entre ellos el
de “Codicia” (1924), la mítica
película de Erich von Stroheim, sino que llegó a ser la primera mujer ejecutiva
de la Metro, y la directiva mejor pagada del cine, siendo votada en 1926 como
la tercera mujer más influyente de Hollywood, solo precedida en ese poder por
Mary Pickford y Normal Talmadge. Los historiadores destacan, y eso es lo que
más cuenta, que la importancia de June Mathis radica, no obstante, no en su
fulgurante carrera, sino en haber sido la primera en incluir en los guiones que
escribía no sólo la acción y los textos de los intertítulos, sino también
apuntes e indicaciones sobre la planificación o la dirección de escena,
abriendo el camino a los guiones contemporáneos.
Mathis
escogió para dirigir la película a Rex Ingram, un irlandés que había sido
coronel del ejército en la aún reciente Gran Guerra y que ya había colaborado
con la guionista anteriormente. A esas alturas había realizado una quincena de
películas y aún le quedaba volver a colaborar con Blasco (“Mare Nostrum”, 1926) y
dirigir las primeras versiones de “El
prisionero de Zenda” (1922), “Scaramouche”
(1923), “Ben-Hur” (1925) o “El jardín de Allah” (1927).
La
brillantez de guionista y director, la magnificencia de los decorados o las
multitudes de extras, no se correspondían, no obstante, con la categoría del
reparto, en el que no había ninguna estrella destacada, aunque, eso sí,
escondía una bomba de explosión instantánea. “Los cuatro jinetes del
apocalipsis” representa uno de esos momentos mágicos de la historia de
la cinematografía en los que un hasta entonces desconocido o desconocida pasa
de repente a convertirse en ídolo de multitudes, modelo de comportamiento
humano y mito del cine. Y sucedió así, de la noche a la mañana.
Pietro
Filiberto Raffaelo Guglielmi di Valentina, que es el nombre que le dieron en la
pila bautismal al que andando el tiempo acabaría siendo Rodolfo Valentino, estaba en la flor de la vida cuando June Mathis
le eligió para protagonizar la nueva gran producción de la Metro, “Los
cuatro jinetes del Apocalipsis”. Había nacido en el pueblo italiano de
Castellaneta 24 años atrás, y desde los 17 andaba dando tumbos, primero en
París, luego en Nueva York y finalmente en Hollywood, intentando hacerse un
hueco en el mundo del espectáculo. Había sido camarero y jardinero, había
dormido en la calle y vivido de la caridad de sus compatriotas, emigrados como
él. También había ejercido de gigoló, pues, como se demostraría después, una de
sus cualidades fundamentales como estrella era el tremendo atractivo sexual que
desprendía. Pero los malos tiempos parecía que empezaban a terminar.
En un
principio encontró acomodo como bailarín, comparsa más bien, en diferentes
espectáculos de vodevil, llegando incluso a formar parte de la compañía de Al
Jolson, con la que llegó a Los Ángeles en 1918. Y allí se quedó, haciendo de
forajido o de granuja en diversas producciones sin mayor relevancia, siempre en
papeles secundarios, esperando una oportunidad que se presentaba difícil,
porque Valentino no respondía en absoluto a los modelos de galán de la época,
que bien podían representar tipos tan varoniles y tan americanos como Wallace
Beery o Douglas Fairbanks.
Rodolfo
(Rudolf en los títulos de crédito) Valentino no era ese tipo de hombre, y fue
June Mathis quien supo ver su atractivo y explotarlo hasta convertirle en un
prototipo. La guionista y autentica madre de la película parece ser que había
visto al desconocido actor en uno de aquellos films de debutante --hay quien
asegura que era “Ojos de juventud”
(1919)-- y se empeñó en que protagonizara la película que estaba preparando. Le
costó conseguirlo, porque a la Metro le parecía demasiado arriesgado apostar
por un novato desconocido para una producción en la que se jugaban tanto.
La
apuesta se saldó con un pleno total. “Los cuatro jinetes…” se convirtió en
la película de mayor recaudación del año (y hay quien dice que de todo el cine
mudo, aunque aquí los datos difieren) y, además y sobre todo, lanzó a los
cielos a una estrella que aún dejaría mucho dinero en las arcas de los estudios
durante los cinco años que le quedaban de vida.
Entiendo
que ver entera en estos tiempos, en los que los lenguajes del cine han cambiado
tanto, una película como esta resulta un ejerció de masoquismo difícilmente
aconsejable (pese a lo que aquí va el enlace para verla), pero recomiendo efusivamente
echar un vistazo a la breve secuencia, que por sí sola contiene ya los
elementos esenciales que convirtieron a Valentino no solo en estrella, sino en
un mito erótico de carácter universal y pervivencia en el tiempo, el del Latin Lover, que aquí tuvo su primera
plasmación cinematográfica.
Al
bailar este tango ante los ojos asombrados de todas las mujeres del globo, y
seguramente de una buena parte de hombres (nada menos que “La cumparsita”, aunque el añadido de la música debe ser posterior),
Rodolfo Valentino dejó fijadas para la eternidad las esencias de un modelo de
amante masculino, mítico, cierto, pero también real, que habría de quedar
marcado para la historia como latin lover,
amante latino.
Un personaje exótico, pero civilizado, que en la película
aparece elegante y sofisticado con su esmoquin en la cosmopolita París y
arrebatador en su traje de gaucho en la Argentina. Agresivo y tierno, sensual y
romántico, sincero y misterioso, salvaje y hermoso, masculino, pero con un
suave tinte de ambigüedad. A su entierro dicen que acudió un millón de fans
adoloridas. El cine le sacaría mucho juego posteriormente al modelo, haciendo
repetirlo a actores como Ramón Novarro, su inmediato sucesor, César Romero, o
incluso, nuestro José Luis de Vilallonga en “Desayuno con diamantes” o, cuando el tipo ya no existía, en “Nacional III”.
No cabe
duda que al descubrimiento del atractivo sexual de Valentino contribuyó al
tremendo éxito de “Los cuatro jinetes…”, que no se hubiera podido alcanzar de no
haber sido por la poderosa historia y el nítido y fuerte personaje creado por
Blasco en su novela. Algo de eso debieron entender los millonarios dueños de
los estudios hollywoodienses, porque un año después recurrieron de nuevo a un
texto del valenciano para fijar definitivamente el mito recién nacido. Entre
medias, Valentino protagonizó un par de películas, de las que fue todo un éxito
su caracterización de jeque árabe que enamora a una dama británica en “The
Sheik”. Sin embargo, no alcanzó ni con mucho el que le llegaría un año después
con “Sangre
y Arena” (1922).
Otra vez
fue June Mathis quien volvió a reunir a Valentino y Blasco, encargando en esta
ocasión la dirección de su propia adaptación de la novela a Fred Niblo, que
llegaba avalado por los recientes éxitos de sendas adaptaciones literarias: “La marca del zorro” (1920), en la que
Douglas Fairbanks puso por primera vez rostro cinematográfico al justiciero
mexicano, y “Los tres mosqueros”
(1921), de nuevo con Fairbanks haciendo de D’Artagnan. Aun estaba por dirigir “Ben Hur”, con Ramón Novarro, el sucesor
de Valentino, que dirigiría pasados tres años.
En “Sangre
y arena”, Valentino añadía un nuevo rasgo al prototipo de amante latino
en que acabó convertido: el de su coqueteo con el riesgo físico, incluso con la
muerte, el estar en el filo de la navaja en el que le situaba la profesión
torera del personaje. Lo que los aperos gauchescos habían significado para
definir el lado oscuro del mito Valentino, sus atractivos más inquietantes y
hasta peligrosos, en “Los cuatro jinetes…”, tienen aquí su correlación en el
traje de luces, sólo que la danza no es ahora un rito de amor y sexo con la
mujer, sino de muerte con el toro, y la apuesta va a todo o nada. Ese rito
contradictorio de amor y muerte, de crueldad y belleza que es el toreo debía
ser tema controvertido en los Estados Unidos (aunque también de oculta
atracción, a tenor de los resultados de la película) si consideramos el primer
y larguísimo intertítulo con el que se advierte a los espectadores:
“A lo largo y ancho
de este mundo, la crueldad ha sido disfrazada de deporte para satisfacer el
ansia del hombre por nuevas emociones. Desde el principio de los tiempos, la
humanidad se ha congregado para ver medir sus fuerzas al hombre y la bestia.
Para los españoles, el amor por el toreo es innato. Una herencia de barbarie.
Sus héroes personifican la valentía de los caballeros de antaño. Nuestra
historia es la de un torero, un hijo del pueblo que llego a ser un ídolo para
los suyos. Y la soleada Sevilla es su tierra natal”.
Sería interesante estudiar atentamente las diferencias
y similitudes entre la versión hollywoodiense y la del propio escritor de seis
años antes, aparte de las evidentes de medios y de presupuesto. Constituye una
tarea ardua y seguramente tediosa que me (os) evito. Sin embargo, así a bote
pronto, hay dos diferencias que destacan por su significado. Por un lado, la
versión americana prescinde totalmente de cualquier alusión social o
anticlerical, que abundan en la novela y que son sustanciales para reflejar el
sentido profundo de la historia: Por otro, la adaptación de June Mathis no
tiene nada que ver con el fuerte carácter documental que el propio Blasco había
imprimido a la primera versión, hasta el punto de que ni un solo plano está
rodado en Sevilla, donde supuestamente transcurre la acción, que siempre se
sugiere mediante carteles pintados. Sólo las tomas generales de las corridas se
habían rodado en Madrid, que no era Sevilla pero estaba más cerca de la
realidad, montándose luego los primeros planos del torero tomados en el plató.
Blasco
Ibáñez también cosechó un gran éxito en su segunda salida a la arena de
Hollywood, situándose “Sangre y Arena” entre las películas
más taquilleras de 1922 y, sobre todo, consolidando definitivamente el mito
Valentino. Es curioso constatar que en España, donde se estrenó en 1928, la
acogida, si no del público, sí de la crítica, resultó muy diferente. En un
artículo publicado en ABC, titulado significativamente “Españolismo y españoladas en el cinematógrafo”, el escritor Antonio
Hoyos y Vinent, aristócrata, dandy, homosexual e izquierdista, al tiempo que
alababa “La hermana San Sulpicio”,
que Luis Lucia había estrenado ese mismo año basada en una novela de Armando
Palacio Valdés, ponía “Sangre y Arena” como chupa de
dómine. La consideraba falsa, ridícula y cursi, denostaba las inexactitudes de
ambientación o vestuario y acusaba a la película de dar una imagen deformada y
tópica de España. A Blasco Ibáñez le recriminaba personalmente sus tragaderas,
por haber consentido “una tan arbitraria
y fea interpretación de una obra suya ni aún atropella por el mercantilismo
yanqui”.
“Sangre y Arena” (1921)
Por la parodia hacia el triunfo
final
Si leyó
esta crítica Blasco Ibáñez --que ya vivía en la lujosa villa, Fontana Rosa, que
se había comprado en los Alpes Marítimos, a un paso de Monte Carlo, con el buen
dinero que había ganado en Hollywood-- seguramente se sentiría dolido en su
orgullo, pero es poco probable que lo lamentara demasiado, pues las cosas al
otro lado del Atlántico iban viento en popa. Prueba de la inmensa popularidad
que había conseguido “Sangre y Arena” es que
inmediatamente se produjeron dos parodias cómicas. Y no, precisamente, a cargo
de dos comicuchos del montón.
La
segunda de ellas estaba producida por Mark Sennet. Mítico creador de los
Keystone Studios, en los que ejércitos de pícaras bañistas convivían con
escuadrones de bigotudos guardias, que había elevado la pelea de tartas a icono
cinematográfico y que había descubierto a actores como el propio Chaplin, o
Mabel Norman, Gloria Swanson, Bing Crosby y W. C. Fiels, estaba aún en todo lo
alto de su poder, que iría declinando hasta desaparecer con la llegada del
sonoro. En 1924 produjo “Bull and sand” (“Toro
y Arena”), un corto de 17 minutos en el que colocó como director a un
tal Del Lord, prácticamente un debutante que seguiría en la industria
cinematográfica y televisiva hasta mediados de los cuarenta.
La parodia de Sennet se puede ver en internet, pero tal vez valga como resumen
la desopilante descripción que de ella hace Paco Ignacio Taibo en su
diccionario de cine cómico:
“Cuenta las
peripecias de un chofer (Adonis) que llega a conquistar el amor de una princesa
lidiando un toro, luchando después con otro y acabando por amedrentar a la
multitud oculto bajo la piel de un cornúpeta”.
Una
sinopsis que se completa perfectamente si añadimos un párrafo encontrado por
algún lugar de internet del que no recuerdo el nombre:
“sin contar un
científico que ha inventado un cohete, su ayudante, que cae en el patio de la
cárcel de Adonis, un gran escape con Adonis y el asistente disfraza de toros,
un segundo de secuestro de la princesa - pero, esta vez para el justa causa del
amor -, una persecución salvaje y un vuelo final a otro planeta”.
Si
alguien puede dar más en 17 minutos, que dé un paso al frente.
Más
interés tiene, no obstante, la primera de las parodias a que nos referimos. Por
lo que significó en la carrera del actor que la protagonizaba y, por tanto, en
la historia del cine. Stan Laurel, bautizado con un nombre que delata un
origen, Arthur Stanley Jefferson, había nacido en Inglaterra, como Chaplin,
había llegado a Estados Unidos en 1910, en el mismo barco de Chaplin, formando
parte ambos de la compañía de Fred Carno, poderoso empresario y actor teatral
británico, uno más que desapareció con el sonoro. Al igual que Chaplin, Stan
Laurel había recorrido todos los teatros de vodevil del nuevo país y desde
hacía unos cuantos años había participado en una veintena de cortos
cinematográficos, ensayando el personaje que pudiera singularizarle como actor
cómico y que todavía no había encontrado. Ese era el elemento esencial que le
distanciaba de Chaplin, quien para esas alturas ya había definido perfectamente
los rasgos fundamentales de Charlot y era una estrella por derecho propio.
“Mud
and Sand” (“Barro y arena”), la parodia de “Sangre y Arena” que Stan
Laurel protagonizó en 1922, el mismo año del estreno del original, le ayudó
significativamente a encontrarse con ese personaje que estaba ensayando. Simón
Louvish, en su monumental y documentadísima biografía de el Gordo y el Flaco (“Stan&Ollie. Las raíces de la comedia”.
T&B Ediciones. Madrid, 2003) dedica tres páginas a esta película,
desvelando así su importancia. Varios datos lo confirman. “Mud and Sand” es la
película más larga rodada hasta entonces por Laurel, tres rollos, 40 minutos,
con la que obtuvo un mayor éxito personal y en la que su personaje encontró por
primera vez los rasgos disparatados de acróbata y caricato, pero también una
sutil poética de la inocencia y la torpeza que habrían de identificarle en el
futuro. También recibió por primera vez críticas buenas de verdad. “Desde hace tiempo aparece un hombre en la
pantalla que ‘continua’ siendo un idiota, que parece –observado con
indiferencia—tan sólo un bobo que hace de payaso, pero que, pensándolo mejor,
se muestra como un artista de lo más raro, un verdadero bufón con el don de
hacer reír hasta casi soñar”, escribieron en Motion Picture News. Y en
Kinematograph Weekly remataron: “Stan
Laurel es un cómico de payasadas que sabe actuar de verdad”. En ambas
críticas se le relacionaba positivamente con Chaplin.
Además,
y por si todo lo anterior fuera poco, “Mud and Sand” resultó ser la última
película que Laurel rodaría para su compañero hasta entonces, Broncho Billy Anderson, quedando libre
para fichar casi inmediatamente con Hal Roach, mítico y exitoso productor que
lanzaría a la fama una miríada de estrellas del cine mudo. El feliz encuentro
con Roach permitiría a Stan Laurel coincidir cinco años después con un gordo
llamado Oliver Hardy, que ya llevaba tiempo trabajando en el estudio, y
constituir la pareja, cómica o no, más importante no ya del cine mudo, sino de
la totalidad de la historia de la cinematografía mundial.
La
parodia de Stan Laurel sigue sus normas clásicas de toda parodia, tomar el
original y darle la vuelta. En “Mud an Sand”, el comediante
interpretaba a Ruibarbo Vaselino, un joven de la España rural, despierto y
aventurero, del que se cuenta el ascenso en su carrera taurina hasta
convertirse en un ídolo del toreo. Todo ello, enfrentado a la disyuntiva de
elegir entre el amor sagrado de su santa esposa, Caramel, novia desde el
colegio, o la más fatal de todas las femmes fatales de la cinematografía,
Pavaloosky la Rusa, interpretada, por cierto, por la propia esposa del actor,
Mae Dahlberg-Laurel, con la que trabajaba por primera vez y que ya estaba
demasiado abundante para el papel. La anécdota que sirve para el lucimiento de
Stan Laurel recorre paso a paso la trama argumental de la película base,
distorsionada por la torpeza del protagonista, y sólo el final se distancia de
su origen, renunciando a cualquier tono trágico para cerrar la parodia con una
calculada ambigüedad. Ruibarbo Vaselino no muere corneado por el toro, sobre el
que triunfa en el ruedo con todos los honores, sino que cae al suelo como
consecuencia del ladrillazo involuntario que le lanza desde el tendido su
amante. Y allí se queda, con la cuadrilla intentando reanimarle, hasta que
aparece en la pantalla el último cartel explicando la ambigua e irónica
moraleja de la fábula: “Si quieres vivir
mucho tiempo –y ser feliz—torea el toro”.
Stan Laurel “Mud and sand”
De todas
las novelas de Blasco Ibáñez es “Sangre y Arena” la que ha tenido
mayor número de volcados a la pantalla. Nada menos que ocho, sumando las
parodias y la telenovela brasileña, de nada menos que 135 capítulos, que con el
título de “Sangue e areia” se emitió en 1967/68. Habrá que hablar de ella
en su momento, porque tal vez merezca la pena, ya que fue una de las
iniciadoras de tal género televisivo.
En 1941,
cuando el escritor llevaba en la tumba 13 años, el director Rouben Mamoulian
--que ya tenía en su haber filmes de la calidad y éxito de “Las calles de la ciudad” (1931),
primigenia obra maestra del cine negro, “La
reina Cristina de Suecia” (1933) o “La
feria de la vanidad” (1935)-- dirigió una tercera versión de “Sangre
y Arena”, que muchos consideran la mejor de todas. Como había sucedido
con la adaptación de Fred Niblo, también en esta ocasión la película contribuyó
de manera decisiva al lanzamiento de una nueva estrella, aunque en menor
proporción de lo que había sucedido antes con Valentino. La despampanante y
hermosísima Doña Sol a la que dio vida Rita Hayworth, nuestra Margarita Cansino
teñida de rojo, no sólo fue su primer papel protagonista, sino su mayor éxito
hasta el momento, afianzando así su camino al estrellato tras la buena acogida
que había tenido dos años antes su participación secundaria en “Sólo los ángeles tienen alas” (Howard
Hawks, 1939).
Mucho
menos interés tiene la versión que en 1989 realizó el español Javier Elorrieta,
un frustrado intento de producción internacional a lo grande por el que pasean
sin mayor gloria una joven Sharon Stone en compañía de Chris Rydell y Ana
Torrent.
Pese a
esta larga lista de versiones fílmicas de “Sangre y Arena”, se podría concluir
dolorosamente que ninguna de ellas constituye realmente una adaptación fiel de
la novela de Blasco. Quizás con la excepción de su propia película, que con sus
intentos documentales y veristas del mundo que describe, no sólo del drama
amoroso, se acerca más a las intenciones del texto primigenio. En el resto de
los casos (desconozco la telenovela), el deslumbramiento de los adaptadores por
el colorido de la fiesta y por la intensa trama melodramática de la relación
triangular de los protagonistas, les condujo a volcarse hacia el mero tipismo
exótico, que quizás pensaron, no sin razón, que constituía el mayor filón
comercial del texto.
El coste
del triunfo fue la desaparición de todas las connotaciones sociales o
religiosas que contiene la novela, que son muchas, siempre enfrentadas desde
postulados progresistas, y especialmente del esencial contenido anti-taurino
que explicita “Sangre y arena”, también en este terreno fiel expresión de las
ideas del autor. Así lo había visto Hoyos y Vinent en la versión de 1921 en la
crítica de ABC que ya hemos citado, y así lo vio en 1993 el crítico J. A.
Rámirez en “La arquitectura del cine.
Hollywood, la Edad de Oro” (Alianza Editorial, 1993), quien ha dejado
escrito sobre la versión de Mamoulian:
“El
anticlericalismo mordaz e irónico de la descripción de la procesión de la
Semana Santa por Blasco Ibáñez, es vuelto espiritualidad y exotismo en un
tratamiento esteticista, destacable sobre todo en la versión de Mamoulian para
la 20th Century Fox. El pasaje de la capilla en la plaza de toros al final de
la novela, donde Blasco critica la falsedad de la Iglesia, donde el fervor y el
rito se ridiculizan y la capilla es una estancia pobre y destartalada, es
convertido en un momento lleno de espiritualidad religiosa y la capilla
mamouliana posee el colorido y el estilo pictórico del Greco”.
Continuará…
Siguiente entrega:
No hay comentarios:
Publicar un comentario