viernes, 13 de marzo de 2015

BLASCO IBAÑEZ Y EL CINE (4) Vicente, Irving y Greta

Blasco Ibañez y el cine (4)

Andanzas cinematográficas de un literato valenciano en la corte de Hollywood


En "Fontana Rosa"


4.- Vicente, Irving y Greta. Construyendo la mujer de hielo y fuego

No deja de ser cuando menos curioso que las novelas de Blasco Ibáñez, a más de servir a Hollywood para definir el mito erótico y cinematográfico del amante latino, sirvieran igualmente para sentar las bases del modelo contrapuesto que representó nada menos que Greta Garbo, quien debutó en el cine americano con sendos personajes extraídos de textos del valenciano. Parecería lógico pensar que el carácter esencialmente mediterráneo y sureño de Blasco resultaba ideal para expresar el tipo de masculinidad representada por Rodolfo Valentino, pero mucho menos de una femineidad procedente de la fría Suecia, tan lejana a él.

Hay muchas cosas que separan a los tipos humanos recreados por ambas estrellas hasta convertirlos en prototipos. Frente al modelo de latin lover representado por Valentino --basado en la extroversión de los sentimientos, que facilita la conquista, y la fisicidad de su pasión amorosa, que expresa con su constante actividad física--, el de Garbo se establece a partir de la interiorización sentimental y el estatismo inescrutable de sus personajes. Ambos, no obstante, comparten una característica que Blasco tenía especial habilidad en mostrar en sus novelas y que los adaptadores supieron trasladar a la pantalla: el misterio que emanan sus personajes.

"Torrent". Las dos caras del mito
Tanto en un caso como en otro, bajo la aparente claridad lineal del modelo que definen se encierra una buena dosis de sentimientos sugeridos, contrapuesta y complementaria de la imagen exterior, física. Una complejidad interior que aleja a sus personajes respectivos (y a los mitos correspondientes) de cualquier tentación a la simplificación; sometidos, como están, a una tensión permanente entre ambas partes de su personalidad, la sumergida y la visible, siendo el enfrentamiento interior de esas sensibilidades contrapuestas lo que conduce y condiciona la acción compleja de las novelas de Blasco y de sus adaptaciones al cine, especialmente en las películas protagonizadas por Garbo y Valentino. El arrollador galán también tiene su corazoncito y la fina actriz sueca no es sólo un bloque de hielo. Es esa contradicción íntima de sus personajes, esa tensión entre la realidad y el deseo, ese misterio, lo que los distingue de las estrellas al uso del momento y lo que a mi entender convirtió a Valentino y Garbo en estrellas y, aún más en mitos cinematográficos y en buena medida también eróticos. En un caso y en otro, que se certifique, ahí estaba la creatividad de Blasco Ibáñez para permitirles nacer y desarrollarse.

Francisco Ayala, miembro de una generación literaria, la de la República, que había nacido con el cine, como se encargó de poetizar uno de ellos, dedicó a Greta Garbo uno de capítulos de su “Indagación del cinema”, libro primerizo que publicó en 1929 en el que explicaba su amor por un arte que acababa de entrar en el sonoro. Comenzaba el artículo con una definición lapidaria e inspirada que no necesita posteriores explicaciones:

 “Greta Garbo es un alma ardiente como la nieve


Por eso, cuando la risa de Ninotchka derritió el hielo y permitió que apareciera en pantalla su alma ardiente, rendida de amor y pasión por Melvyn Douglas, se rompió el mito y la actriz abandonó al personaje para sumergirse en su yo más íntimo lejos de las cámaras.


Hollywood, tierra de promisión

La que luego acabaría siendo gran diva del cine universal ayudada por su habilidad para adaptarse al sonoro que ya casi estaba ahí, había llegado a Estados Unidos casi por casualidad en 1925 con tan sólo 20 años mal contados. Como es bien sabido, o sí no basta darle a un par de teclas para comprobarlo, se llamaba en realidad Greta Lovisa Gustafsson y había nacido en Suecia, donde ya había hecho sus primeros pinitos en la interpretación, alcanzando una cierta resonancia con su papel en “Te saga of Gosta Berling” (1924), basada en una novela de Selma Laguerlof y dirigida por uno de los más respetados cineastas suecos, Mauritz Stiller, que la rebautizaría con el apellido Garbo y se convertiría en su mentor. Sin ningún interés sexual por ella, quizás convenga aclararlo que hay mucho malpensado, pues se trataba de un notorio homosexual. También había recibido la joven actriz una buena nota por su interpretación en “Bajo la máscara del placer”, película del alemán (ahora sería checo, pues nació en Bohemia) Georg Wilhelm Pabst, otro nombre histórico del cine europeo que empezó mejor que acabó.

Durante toda su historia, Hollywood, que es como decir la industria cinematográfica estadounidense, ha sido un abductor de talentos en cualquiera de las especialidades en la realización de películas, de actores a escenógrafos, de directores o escritores a expertos en efectos especiales o a músicos o diseñadores de videojuegos. Así ha sido siempre, desde el bieloruso Louis B. Mayer o el húngaro Adolf Zukor, que pusieron las primeras piedras de los primeros estudios de lo que entonces era un miseriento pueblo del desierto, hasta el español Bardem o el mexicano Iñárritu, último y flamante Oscar del tinglado peliculero, pasando por el retorcido Hitchcock.

Sin embargo, hay diferencias importantes entre los emigrados según las épocas. Si a partir de mediados del siglo XX la contratación de profesionales extranjeros era para las grandes productoras una cuestión esencialmente comercial, en los años 20 se trataba, prácticamente, de una cuestión de supervivencia. En sólo un par de décadas las películas habían cambiado por completo la manera en que la gente disfrutaba de su tiempo de ocio, habiéndose convertido el cine en la primera forma de entretenimiento popular, desplazando al vodevil, el circo, el cabaret y otras formas escénicas que hasta ese momento habían sido las hegemónicas. Ese crecimiento vertiginoso había dado lugar al nacimiento de una industria, ya poderosa, pero aún consolidándose, que por si fuera poco disputaba el control de la exhibición mundial a las todavía poderosas productoras alemanas, italianas o francesas. En tales circunstancias, en pleno boom comercial, que exigía más y más celuloide para devorar, y en guerra con la competencia, es de comprender que Hollywood necesitara sacar talento hasta de debajo de las piedras, porque el talento era el petróleo que la mantenía en movimiento. Así, fueron apareciendo en los títulos de crédito de las cintas de Hollywood, más o menos cambiados o disimulados, apellidos franceses como Tourneur, alemanes como Lubisch, Murnau o von Stroheim, británicos como Maugham, polacos como Negri o italianos, como Valentino. O suecos, como Garbo.

En una de sus operaciones de caza de talentos de Louis B. Mayer --todopoderoso señor de las alturas de la Metro-Goldwyn-Mayer, que acababa de crear a partir de la Metro Pictures Corporation (recuérdese, la productora que había filmado “Sangre y Arena” y “Los cuatro jinetes del Apocalipsis”)-- decidió contratar a un prestigioso director sueco. Tal era el mismo Mauritz Stiller al que ya nos hemos referido más arriba, quien debió quedar encantado con la propuesta del Emperador del Cine Americano pero puso como condición para cruzar el charco que le acompañara su pupila, la misma Greta Lovisa Gustafsson que él ya había renombrado Garbo.

Al llegar así, casi por casualidad a Hollywood, Greta Garbo tuvo la suerte de caer en la MGM y que Mayer la pusiera en manos de su jefe de producción, un joven de 27 años que estaba llamado a convertirse en una leyenda del cine y que merece un breve párrafo de presentación, pues aunque personaje secundario en esta historia, no es sólo un figurante.

Thalberg, un inventor de mitos que vivió deprisa

Irving Grant Thalberg --que bien podía haber prescindido del segundo nombre para abreviar y llegar así antes a la posteridad, dada la celeridad con que vivió su corta vida--, había nacido en Nueva York en 1899 y apenas con 20 años se había introducido en la cosa de las películas a través de su tío, el no menos mítico Carl Laemle, dueño de los Estudios Universal.

En ese mundo en vertiginosa expansión, el joven debutante tardo tan sólo un año en ser productor ejecutivo. Tan atrevido debía ser que al siguiente se atrevió a echar del rodaje de “Los amores de un príncipe” nada menos que a Erich Von Stroheim, ya un director prestigiado y de éxito, con el que no obstante seguiría colaborando en obras maestras como “Avaricia” (1923/25), o “La viuda alegre” (1925), siempre, eso sí, con conflictos y discrepancias. En realidad se trataba de una batalla privada entre director y productor para dirimir quién era el verdadero autor y dueño de la película. Una pelea que acabó ganando Thalber, que le hizo la vida imposible al austrohúngaro, y cuyo resultado le permitió implantar un nuevo concepto en la cinematografía, el de productor-autor, controlador directo de todos los procesos técnicos, argumentales y artísticos, responsable último, y prácticamente único, del éxito o fracaso de la película en cuestión. De ahí que el Oscar a la mejor película se entregue al productor. Un sistema que llegó a su cima en 1939, con “Lo que viento se llevó”, cuya autoría real nadie duda en atribuir a su productor, David O. Selznick, y que en el Hollywood de hoy parece haberse convertido en autoparodia, con directores de marketing ejerciendo de productores y las películas en manos de los técnicos de efectos especiales. A Irving Thalberg, desde luego, el modelo le dio buenos resultados en la creación de un buen número de excelentes filmes, que en conjunto le consiguieron 13 nominaciones al Oscar a la mejor película, de las que se llevó a casa tres estatuillas. Claro que llegó a producir alrededor de 90 antes de morir con 37 años.

Tal es el hombre en cuyas manos cayó Greta Garbo al poco de llegar a Hollywood y quien decidió que las dos primeras películas con las que se iba a presentar la nueva actriz al público americano, ambas rodadas y estrenadas en 1926, estuvieran basadas en sendos personajes e historias creadas por Vicente Blasco Ibáñez. Según algún historiador del tema, la intención inicial de Thalberg nada más conocer a Garbo, antes incluso de haber realizado la primera película, era que encarnara el personaje de una “mujer joven, pero mundana”, una caracterización que parece ser que no era del gusto de la actriz, pero cuya dualidad entre la inocencia de la juventud y la experiencia mundana se convertiría, cuando la perfeccionaron, en la base que permitió a Greta Garbo ser una estrella del cine y alcanzar la dimensión de mito.

Ingenua + vampiresa= mujer fatal

En esta época ya avanzada del cine mudo, a apenas un año de la irrupción del sonido en las pantallas, se podría decir el nuevo arte del siglo XX se encontraba en plena madurez expresiva, poseedor ya de un completo y complejo sistema de técnicas y signos que permitía desarrollar en las películas cualquier tema que les viniera en gana. Excepto el sonido, todo lo fundamental del lenguaje cinematográfico estaba ya inventado, del trávelin, la grúa y los efectos especiales al primer plano, el flashback o el montaje en paralelo. Existía, sin embargo, un territorio en el que las cosas no habían avanzado tanto.

Pickford
Cuando Greta Garbo llegó a Hollywood, los personajes de las grandes estrellas femeninas podían encuadrarse en dos categorías únicas y bien delimitadas: las ingenuas y las vampiresas. Ambos modelos (digamos, para entendernos, Mary Pickford o Lillian Gish en un lado y Gloria Swanson o Theda Bara en el otro) respondían a sendas catalogaciones del carácter y el papel de las mujeres de acuerdo a una idealización plenamente masculina. En un rincón, tierna y conmovedora, la mujer inocente y sumisa, fiel y entregada, futura madre amorosa de una caterva de hijos. En el contrario, la devoradora de hombres, apasionada y un tanto cruel, capaz de destrozarle la vida a cualquier en el éxtasis de un amor alocado. Un tiempo más tarde Antonio Machín expresaría esa doble fantasía de macho de manera inigualable: “¿Cómo se puede querer dos mujeres a la vez?”.

Swanson
Aunque Thalberg no hubiera oído al sonero cubano, que por la época estaba debutando en los cafetines habaneros, muy bien pudo caer en el tema y aventurar que tal vez la solución para no volverse loco estuviera en que ambas mujeres, la esposa y la amante, la ingenua y la vampiresa, se fundieran en una sola, uniendo cara y envés en un único personaje, confiriéndole esa mezcla de inocencia juvenil y mundana experiencia que ya hemos dicho que había pensado para lanzar a su nueva estrella.

 No era una idea banal, porque a partir de ella los personajes hasta entonces planos de la ingenua o la vampiresa tomaron cuerpo y volumen humano, y las mujeres de la pantalla pasaron a ser de carne y hueso, contradictorias, múltiples y complejas, por mucho que la mirada que sobre ellas echara la cámara siguiera siendo estrictamente masculina. Si al nuevo personaje se le añadía misterio y atractivo sexual, ya estaba servido el mito de la mujer faltal.

Torrent”. Una valenciana sueca antes de que las suecas aterrizaran en Valencia

Sin duda el éxito de “Los cuatro jinetes…” y “Sangre y arena” --añadido al de otros argumentos de Blasco Ibáñez, que para 1926 ya se habían filmado y a los que nos referiremos pronto-- contribuyó a que Thalberg eligiera “Entre naranjosuna de sus novelas del ciclo valenciano que ya se había llevado al cine en España 12 años antes, para la primera película de Garbo en América. Lo que debió convencerle, sin embargo, tuvo que ser que el texto del valenciano contenía un personaje que parecía escrito ex profeso para ensamblar esa confrontación inocencia-experiencia que tenía en mente, aunque para ello introdujo numerosas variantes en la historia original.

En la novela[2], Rafael, un joven de buena familia, destinado a alcanzar, como su padre, grandes metas en la política y la industria naranjera, regresa a Alcira tras su estancia en la universidad añorando una vida más romántica y variada que la que le espera. En esas, cae rendidamente enamorado de Leonora, una misteriosa y famosa cantante de ópera, oriunda del lugar, con la que vive un apasionado romance que la familia desaprueba, presionándole para que finalmente la abandone. Han pasado ocho años. Ya casado, Rafael sobrelleva una aburrida vida de diputado en Madrid cuando se reencuentra casualmente con Leonora y todo vuelve a estallar de nuevo. Pero ya es demasiado tarde y sólo la soledad es posible

La adaptación fílmica --realizada, como las de “Los cuatro Jinetes…” y “Sangre y arena” por una guionista femenina, Dorothy Farnum en este caso-- muestra, ante todo, una inversión en la relevancia de los dos personajes protagonistas, pasando el femenino a ser el dominante y cambiando, por consiguiente, el punto de vista de la película. También le da una vuelta de tuerca a Leonora, resaltando su ingenuidad juvenil, que en la novela es un rasgo poco explicitado del personaje. Para conseguirlo, Leonora no es ya una cantante famosa desde el principio de la película, sino una joven de origen humilde que vive con Rafael un amor repudiado por la familia. Ella huye de Alcira, y sus facultades para el canto la convierten en la sensación de los escenarios de París, donde disfruta de la vida mundana que le da numerosos admiradores y amantes pero que también la endurece. Se hace llamar La Brunna, nombre de mujer fatal donde los haya. A la muerte de su padre regresa al pueblo, pero, igual que en la novela, ya es tarde para retomar el amor con Rafael.

Torrent”, que es el título que le dieron a la película en alusión a una tormenta que pusieron en medio, fue dirigida por Monta Bell, que realizó con ella su obra más recordada. Recaudó al parecer 668.000 dólares en todo el mundo, dándole al estudio una ganancia de 126.000, lo que era un buen pellizco, aunque no un éxito espectacular. A anotar en el capítulo de singularidades la presencia como coprotagonista de Ricardo Cortez, una nueva imitación de Valentino, aunque éste había nacido en Nueva York, hijo de una familia judía de origen austriaco y húngaro. Y es que en el Hollywood de la época pesaba más la facha que la raza.  


En cualquier caso, “Torrent” ya ofrecía la doble cara del personaje que Thalberg había pensado para Garbo, aunque todavía fueran dos personalidades sucesivas, explicitas ambas y no excesivamente intrigantes, a las que aún les quedaba integrarse en una sola imagen simultánea y misteriosa para ser merecedoras de la definición que hemos visto que Francisco Ayala le dio por aquellos años de mujer de hielo y fuego.

“Torrent”


 “The Temptress”. Una nórdica entre Argentina y París

El estreno el 10 de octubre de 1926 de “The Temptress” (“La seductora”), también basada en un texto de Blasco Ibáñez, supuso un paso más en la creación del personaje definitivo que habría de elevar a Greta Garbo al estrellato.

La novela original, que lleva el título de “La tierra de todos” (1922), utilizado también en la distribución de la película en los países de habla hispana, la había escrito Blasco ya con la intención directa de ser llevada al cine, aunque la idea venía de antiguo. Pensada inicialmente para formar parte de la tetralogía sobre Argentina que había anunciado que iba a escribir cuando acabó su estancia en aquel país en 1914, de la que sólo había publicado aquel mismo año “Los Argonautas”, la idea le acudió de nuevo a la cabeza cuando se sintió acuciado por la industria cinematográfica para que elaborara nuevos argumentos, adaptándola, es de suponer a lo que él consideraba que resultaba más adecuado para el cine.

La tierra de todos” cuenta una historia de amor maldecido por la fatalidad que transcurre entre el contexto épico y social de la Argentina profunda y la sofisticada vida social de París. Pasión y aventura era su fórmula, pues de fórmula se podría hablar aplicándolo al conjunto de novelas que escribió bajo el concepto de cinematográficas, y que, como nota valorativa, debe advertirse que constituyen lo más endeble de la obra literaria de Blasco Ibáñez. 

La acción de la novela transcurre entre dos continentes, América y Europa, y narra la vida del Marqués de Torreblanca, un vivido noble de origen toscano, ahora terrateniente y comerciante argentino que añora París, donde disfrutó años de sofisticación y farra y en la que conoció a la Bella Elena, ahora la señora marquesa, cuyo destino fatal parece ser atraer el mal sobre los hombres que ama. Como se puede ver, un territorio en el que todos los melodramas, exotismos y excesos argumentales tienen cabida, de cuya explicación nos abstendremos.

La adaptación cinematográfica, debida de nuevo a Dorothy Farnum, tiene numerosas diferencias argumentales con la novela, destinadas, también en este caso, a poner en valor el personaje femenino sobre el masculino y, por tanto, a destacar el papel estelar de Greta Garbo, lo que exigía hacer prevalecer los elementos dramáticos de la historia amorosa y llevar al terreno de la anécdota y el tipismo los componentes épicos y sociales de la novela original, que son muchos. No hay que profundizar mucho para entenderlo. Basta comparar el título de una, “La tierra de todos”, y el  de su consecuencia cinematográfica, “La seductora”, para ver de qué va la cosa.

En cualquier caso, y pienso que eso es lo importante, La Bella Helena le permitió componer a Greta Garbo un personaje prototípico de vampiresa trágica, atormentada por la culpa de la capacidad destructiva de su amor. Una mujer fatal de libro, aunque todavía le falten al personaje algunos quilates de misterio, que son los que construyen el mito. Tal vez el problema estuviera, precisamente --y es una impresión a lo mejor apresurada--, en uno de los elementos básicos de los personajes aportados por Blasco: su condición latina. Francamente, resulta difícil asimilar la carnalidad de una valencia apasionada o una exultante argentina con el físico estilizado y frío de una diosa nórdica.

En esa insistencia en la latinidad de estos iniciales personajes femeninos de Garbo debió pesar, sin duda, el éxito previo de Valentino y del modelo de amante latino que había dibujado con la ayuda del escritor valenciano, haciéndo moverse a ambos personajes, masculino o femenino, en el mismo terreno de confrontación del exotismo con la civilización y del enfrentamiento del romanticismo íntimo con el erotismo exterior. Tal vez para acentuar ese carácter, Irving Thalberg escogió esta vez un coprotagonista hispano de verdad, y no impostado, como el anterior. Merece un párrafo, porque, al menos para los españoles, ofrece un rasgo distintivo con el que identificarse: era paisano.

Manuel, el personaje enamorado de Elena, primero en París y luego en el reencuentro argentino, y competidor por su amor con el Marqués, está interpretado por Antonio Moreno, un madrileño que había emigrado a Estados Unidos de adolescente acompañando a su madre y que se había dedicado desde joven al cine. En la ola de entusiasmo que suscitó el éxito de Valentino se le incluyó en la pléyade de latin lovers que intentaban emularle, territorio en el que consiguió una pronta aunque efímera fama, que en el momento de coprotagonizar “The temptress” estaba en su apogeo. Llegó a formar pareja, aparte de con Garbo, con Gloria Swanson, Alice Terry o Clara Bow, entre otras muchas estrellas del firmamento, y acabó como actor de carácter con una filmografía de más de un centenar de títulos. Su último papel en 1955, cuando tenía ya 68 años y faltaban 12 para su fallecimiento, fue el de Emilio Figueroa, una de los mexicanos de la patrulla de “Centauros del desierto”, la obra maestra del maestro John Ford. Antonio Moreno volvería a interpretar, como veremos, un personaje de Blasco Ibáñez.


Para dirigir “The temptress”, Thalberg eligió a Mauritz Stiller (recordemos, el director sueco cuya tozudez obligo a la Metro a fichar a la Garbo), que desde que llegara a Hollywood acompañado por la actriz había permanecido inactivo. La cosa acabó malamente. El carácter nórdico del director, que por otra parte apenas hablaba inglés, al parecer tropezó inmediatamente con el latino del protagonista, con quien mantuvo acalorados enfrentamientos desde el primer día. El productor se decantó por la estrella y puso de patitas en la calle a Stiller, que no se recuperó del golpe y regresó a Suecia dos años después, tras buscar el éxito con cuatro películas que no lo consiguieron. Así pues, el descubridor del mito no pudo compartir su gloria. Le sustituyó Fred Niblo, un veterano de toda confianza que ya había dirigido “Sangre y arena”, lo que suponía sin duda una eficaz recomendación. “The temptress” casi llegó al millón de dólares de recaudación, de los que aproximadamente un tercio fueron a parar a la cuenta de beneficios de la productora.

“The temptress”

Continuará…



Siguiente entrega:
Cuatro estrellas refulgentes en cuatro cintas perdidas

Bebe Daniels
Alma Rubens
Mae Murray
Alice Terry



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