Blasco Ibáñez y el cine (6)
Andanzas cinematográficas de un literato en la corte de Hollywood
6.- Fundido a negro
A la vejez, viruelas, dice el saber popular en un refrán
que bien puede recordarse al hilo de los últimos años de vida del protagonista
de esta historia.
Alguna cosa debía roerle la cabeza a aquel Blasco que
gozaba de fama internacional, riqueza y una lujosa villa desde la que, como
hemos visto, podía “oírse el latido y la
respiración de la Naturaleza en reposo”, porque no obstante y que rondaba
ya la sesentena decidió, así como de pronto, retomar con ardor juvenil la lucha
política, de la que todos los datos parecen asegurar que estaba totalmente
alejado desde que en 1907, hacía ya casi una veintena de años, había dimitido
de su cargo de diputado. Sin embargo, ahora había un hecho novedoso que sin
duda debía revolver las tripas del viejo republicano radical que era el
escritor. El 13 de septiembre de 1923 un militarote malencarado y autoritario
había tomado el poder en España mediante un golpe de Estado que había contado
con la aquiescencia de Alfonso XIII, estableciendo una extraña Dictadura con
Rey que a Blasco le debía resultar realmente indigerible.
Con José Benlliure en Fontana Rosa |
El escritor se metió en la batalla con todo entusiasmo,
lanzando desde su villa de Mentón una virulenta campaña de ataques contra Primo
de Rivera y la dictadura con el mismo ardor juvenil y la misma intuición que le
habían hecho comprender en su Valencia natal que la propaganda era un arma
política de primera magnitud. Además, entre aquellas luchas juveniles y estas
de la senectud, Blasco había corrido mucho mundo. Había estado en América y
allí había conocido las modernas técnicas de promoción de las películas, los
productos en general, y decidió aplicarlas en su campaña de oposición. Se
reunió con otros antimonárquicos, en especial con su amigo, y competidos en
temas políticos, Miguel de Unamuno, dio conferencias de prensa, escribió en
periódicos y revistas españolas y francesas, y publicó panfletos y folletos (o
folletos-panfleto). Habrá que detenerse un poco, porque me parece una historia
apasionante y educativa, que nos devuelve, en este fundido a negro, al Blasco
aventurero y peleón de sus años mozos, que podía haberse amainado con la buena
vida pero que, en cualquier caso, no se había perdido del todo.
“Vivo hace años alejado de la política, pero la situación actual de España
me obliga a salir de mi retiro, empujándome otra vez a unas luchas que creí
abandonadaspara siempre.
Confieso que he vacilado mucho antes de adoptar tal resolución. Mis gustos
de novelista se complacen mejor en una existencia aislada y laboriosa. Mas por
deber es preciso que combata como en otros tiempos, y sabido es que el deber
resulta las más de las veces de un cumplimiento áspero y cruel.
Nada voy a ganar con la actitud de ataque que adopto ahora, y, en cambio,
tal vez pierda mucho. Había yo llegado a la mejor situación que puede
conquistar un escritor. Los más de los españoles eran amigos míos,
agradeciendo, por solidaridad nacional, el prestigio más o menos grande que he
podido obtener en el extranjero. Ahora tendré que renunciar a la amistad de
algunas personas que, por interés o por convicción, transigen con el estado
presente de España. Siento mucho apartarme de ellas: pero cuando se trata de
cumplir un deber, el hombre honrado no debe vacilar entre los efectos
individuales y las imposiciones de su conciencia.”
Así explicaba Blasco su vuelta a la política activa en
“Una nación secuestrada (El terror militarista en España)”, el primero de los
tres panfletos que dirigió contra la dictadura. En el mismo texto diagnosticaba
son singular buen ojo clínico los males del país que justifican su regreso al
campo de la lucha política:
“España es hoy una nación que vive secuestrada. No puede hablar porque su
boca está oprimida por la mordaza de la censura. Le es imposible escribir
porque tiene las manos atadas. El instinto de conservación impide que las
gentes salgan a la calle para protestar contra tal esclavitud. Un ejército
poseedor de todos los medios destructivos oprime al país y le es fácil borrar
con fusiles y ametralladoras las quejas de la muchedumbre desarmada.”
Otro elemento que diferencia la última incursión política
de Blasco de las ardientes batallas de su juventud. Si en aquellas primeras
luchas el escritor-político contó con el apoyo popular directo que le daba el
haber organizado el primer partido de masas, en este caso la batalla la dio
solo, desde su casa de Mentón. Eso sí, ya no era un agitador provinciano y un
autor principiante, sino una figura internacional de la literatura y el cine,
una circunstancia de la que era muy consciente y que aprovechó
convenientemente:
“Por azares de la suerte, tal vez más que por los propios méritos, mi
nombre es conocido en una gran parte de la tierra... Llevo recibidas centenares
de cartas pidiéndome que hable para que el mundo conozca la vergonzosa
situación de España... Me ha sido imposible callar más. Cuando tantos españoles
se ven imposibilitados de hablar dentro de su país, yo debo hablar por ellos.”
Parecería un poco como si Blasco volviera al ruedo a
petición de los tendidos, pero, aún con cierta autocomplacencia, era verdad lo
que decía. Su popularidad le permitía ejercer un papel y de una manera que de
ninguna manera podría tener la misma eficacia si fuera un arriesgado soldado
que luchara en el campo de batalla. De sus intenciones y de sus métodos de
lucha daba buena cuenta, otra vez con una buena dosis de exageración y espíritu
novelero, daba cuenta la cabecera del primero de sus panfleto, que quizás mejor
que transcribirla sea verla directamente en imagen.
¿De verdad había editado dos millones de panfletos? ¿De
verdad había “adquirido” dos aeroplanos tripulados por sendos “hombres de buena
voluntad” ¿Y qué sucedía después del aterrizaje? ¿Contaba con una legión de
fieles que repartieran los panfletos o esperaba una especie de sublevación
espontánea en la que el pueblo fuera por sí mismo llevando la buena nueva de
pueblo en pueblo hasta el último rincón de España?
Parece todo un poco novelesco, mismamente como sacado de
“Mare
Nostrum”, pero algo de cierto ha de haber en ello, porque Blasco
siempre fue hombre dispuesto a gastarse los cuartos por una buena causa. El
hecho real, comprobable, es que los panfletos entraron en España y se extendieron por ella de
una manera que, teniendo en cuenta la fuerte censura de la dictadura, no podía
ser sino clandestina. Escondidos en valijas y equipajes, vendidos en las
traseras de las librerías, transmitidos de mano en mano, leídos en voz alta en
las reuniones obreras y republicanas los panfletos fueron transmitiendo el
mensaje de Blasco hasta crear un conflicto político de primer orden.
A pesar de sus ya más de diez años de residencia en
Francia Blasco mantenía un enorme prestigio en España, especialmente entre los
de ideas republicanas. Un respeto por su figura y su obra, que no procedía
tanto de sus colegas escritores --que le consideraban, pero con los que a
menudo había tenido enfrentamientos literarios y políticos y que no debían
dejar una cierta envidia por el éxito internacional del valenciano--, sino de
la masa de ciudadanos humildes, que recordaban de él su valentía personal, su
radicalidad política y la enorme importancia educativa que para las clases
populares había tenido su labor editorial. Arturo Barea, el mejor novelador de
la república y la guerra civil quizás junto a Max Aub (al que ya hemos leído
recordando a Blasco), le rememoraba así en su obra magna, “La forja de un rebelde”:
“Hay un escritor valenciano, que se llama Blasco Ibáñez, que ha hecho todos
estos libros. Un día dijo que en España no se leía porque la gente no tenía
bastante dinero para comprar libros. Entonces dijo: yo voy a dar a leer a los
españoles, y en la calle de Mesonero Romanos puso una tienda y empezó a hacer libros.
Pero no los libros de él, sino los libros mejores que se encuentran en el
mundo. Y todos valen, nuevos, treinta y cinco céntimos. La gente los compra a
millares, y cuando los ha leído los vende a los puestos de libros viejos y allí
los compramos los chicos y los pobres. Así yo he leído a Dickens y a Tolstoi, a
Dostoievski, a Dumas, a Victor Hugo, a muchos otros”
Aunque no todos pensaban como Varea o Aub, Quien tiene
tan fieles admiradores ha de tener, también contumaces adversarios. Blasco era
hombre de totales. Quien le quería, le quería de verdad, pero quien le odiaba
lo hacía con saña. En un artículo de 1950 publicado en Arriba, el diario del
movimiento, el contumaz reaccionario que siempre fue Eugenio D’Ors se
despachaba a gusto con quien había estado en sus antípodas literarias y
políticas:
“Nacido casi a la vez que Unamuno, Valle-Inclán o Benavente, aquel
ochocentista retrasado no pudo ilusionar más que a sus contemporáneos de poco
aviso o a gregarias muchedumbres extranjeras, trabajadas por la venalidad y el
reclamo...”
A favor de unos y contra los otros, Blasco siguió su
labor agitativa. A “Una nación secuestrada” le siguieron, en 1925, “Lo que será la república española (Al país y al ejercito)” y “Por España y contra el rey (Alfonso XIII desenmascarado)”. A diferencia del primer panfleto, que era ante todo un
virulento ataque al rey y a Primo, en estos dos últimos la pretensión de Blasco
era ofrecer un programa completo de actuación para cuando llegara la II
República, que él veía inminente. En ello reside la importancia histórica de
estos dos escritos, en tanto en cuanto era quizás por primera vez que aparecía
así esbozado unos objetivos completos, detallados y hondamente republicanos. No
una declaración ideológica, sino prácticamente un programa de gobierno, como se
puede colegir con la simple lectura del índice de “Por España y contra el Rey”:
I.- El espantajo rojo y la mentirosa propaganda de los monárquicos
II.- Al ejército.
III.- A los contribuyentes
IV.- A los trabajadores
V.- Los tributos y el progreso del país
VI.- La república y el separatismo
VII.- La Iglesia
VIII.- Los hombres que gobernarán nuestra República
IX.- Lo que podemos hacer nosotros y lo que harán las generaciones
X.- La República tiene un ideal
Ante estos ataques, la dictadura, que sabía bien el daño
que le causaban, no sólo por su influencia del autor en las masas españolas,
sino también por la inmensa repercusión que alcanzaban sus palabras en todo el
mundo, respondieron con virulencia. Los voceros gubernamentales pusieron en
marcha una auténtica campaña de injurias y desprestigio. José María Carretero
Novillo, que con el seudónimo de El Caballero Audaz había puesto de moda sus
protoeróticas novelas de tono sicalíptico, publicó “El novelista que vendió a su patria o Tartarín revolucionario”, y
un desconocido Federico Vergara le lanzó a la cara “La vuelta al mundo en 80.000 dólares”, en los que ponían a caldo a
Blasco. Incluso el propio rey se metió de hoz y coz en la pelea, refiriéndose
en un discurso ante las autoridades de Córdoba a la “campaña difamatoria” que contra él había desatado el valenciano.
Debía tenerle ganas:
“Quien así habla fuera de España, sin haberle ofrendado su sangre,
vertiendo injurias y especies calumniosas, es un enemigo de su bandera. ¡Que
Dios ilumine a ese mal patriota y le perdone el daño que hace a España!
¡Valiera más que, en vez de esas campañas, empleara su pluma en cánticos
gloriosos a la epopeya, siempre noble, de su país!”
La respuesta del escritor, que la hubo en forma de
declaraciones periodísticas, no fue la del y tú más, sino que agradeció la
actitud de Alfonso XII, que irónicamente consideró “democrática”, al haber
accedido todo un rey a debatir con un simple ciudadano y no un preboste
poderoso, aunque no lo hiciera por propia convicción, sino porque nadie más le
defendía. Era listo Blasco.
Pero la cosa no acabaría en insultos insidias y
difamaciones. En consonancia con esa acusación real de mal patriota, poco menos
que traídos a la Patria, se le incoaron sendos procesos, uno militar y otro
civil, en los que pretendieron castigarle por “injurias al jefe del Estado” y
“atentado al orden público”. No pudieron condenarle, porque vivía en Francia,
pero, quizás para compensar, incautaron sus bienes y detuvieron a su hijo Sigfrido, que seguía residiendo
en Valencia, ciudad que retiró su nombre de la calle que tenía dedicada.
Aún fue más lejos la estupidez dictatorial, pues una
auténtica estupidez era la forma en que había respondido a las provocaciones de
Blasco. No contentos con haberle empapelado en España, también pretendieron que
se le juzgara en Francia, mandado una requisitoria en tal sentido a los
tribunales galos pidiendo que le procesaran por injurias a un jefe de Estado
extranjero, de acuerdo a una ley no ley de prensa no derogada de los tiempos de
Napoleón III.
Ni que decir tiene que fue mucho más eficaz la campaña de
Blasco que los contraataques de la dictadura. Cuanto más le atacaban, más se
crecía el escritor, y más se sentía apoyado por la solidaridad que le mostraban
intelectuales, periodistas, escritores y políticos de todas partes. La
exigencia a Francia para que le procesaran provocó tan escándalo que el caso de
Blasco llegó a ser tratado en una sesión de la Asamblea Francesa, en cuyo
transcurso los diputados que hablaron no cesaron de alabarle, recordando el
respeto y colaboración que siempre había demostrado hacia su país de
acogimiento. El embajador español hubo de retirar la absurda demanda.
Josep Pla, entonces un escritor primerizo que trató a
Blasco en estos años finales de Mentón, le dedicó posteriormente uno de sus “Homenots”, en el que el viejo
reaccionario en que se había convertido el catalán hacía un cariñoso retrato
del viejo republicano que había conocido cincuenta años antes:
“Blasco desentonaba en aquel ambiente. Cuanto más lo miraba, más difícil me
resultaba separar su figura de la noble raza de labradores de la huerta de
Valencia. Era voluminoso, vital y duro; sus facciones y su gesticulación eran
inseparables, a mi entender, del paisaje que le había visto nacer y que tan
exactamente había descrito... Vivía en este mundo en medio de un proceso
alternante de melancolía depresiva y de exaltación verbal. Tan pronto parecía
un murciélago moribundo como un emperador romano enfebrecido. Era un mundo
totalmente ininteligible para él, como él era ininteligible para el mundo que
le rodeaba... Los únicos momentos de relajación auténtica los tenía cuando
llamaba a su puerta de Mentón algún republicano de las tierras de Valencia que
le había conocido en los tiempos heroicos. Entonces Blasco lo dejaba todo,
suspendía toda su actividad, digamos, pública, y se apoderaba del visitante
como si fuera una presa magnífica. Algunas veces se armaba entre ellos una
discusión que parecía el preludio de unas bofetadas fatídicas, pero no pasaba
nada. Cuanto más levantaban la voz en la discusión, más de acuerdo parecían
estar los vociferantes”.
Vicente Blasco Ibáñez falleció en Mentón, Francia, el 28
de enero de 1928. Un día antes de cumplir 61 años. De una neumonía. Antes de
expirar debió echar la vista atrás. “Es
Víctor Hugo. Que pasé”, cuentan que susurró, y orgulloso ante su maestro de
lo que había conseguido el discípulo le mostró el lugar: “Es el jardín” fue lo último que dijo. Como el Cid Campeador,
también Blasco ganó batallas después de muerto. Y las perdió.
Hay versiones distintas sobre esto. Para unos, su
biógrafo Ramiro Reig, al que hemos citado profusamente, entre ellos, el
escritor había mostrado su específico deseo de que se le enterrara en un
cementerio de Valencia, última voluntad que no se pudo cumplir por la
prohibición de la dictadura de que su cuerpo entrara en España, Para Otros, en
cambio, habría sido su propia voluntad la que hubiera exigido que su cuerpo no
regresara a España hasta que no se hubiera instaurado la republica. Sea como
sea, en ese destierro postmorten Blasco fue enterrado, con todos los honores merecidos
por el insigne personaje que había merecido la Legión de Honor, en el mismo
Mentón, dentro de un ataúd que había esculpido Mariano Benlliure, amigo y
correligionario de Valle en el republicanismo y la masonería.
Pero la historia no se para y da vueltas y vueltas, a
veces sobre sí misma. El 28 de enero Miguel Primo de Rivera recogió el petate y
se fue al garete, sustituyendo a su dictadura la dictablanda de Dámaso Berenguer. El 14 de abril de 1931 el voto de
esa masa de ciudadanos humildes y explotados que admiraban y respetaban a Blasco
permitió que al fin hondeara la tricolor en todos los balcones. 14 de Abril de
1931. Tan sólo a tres años, dos meses y 17 días de la muerte de Blasco. No es
difícilmente imaginárselo en el balcón del Ayuntamiento de Valencia proclamando
la buena nueva a sus conciudadanos. Como Antonio Machado en Segovia, Lluís
Companys en Barcelona o Manuel Azaña en Madrid.
Quizás en ese momento imaginario --en el que el escritor
está sustituyendo a quien realmente proclamó la República en Valencia desde el
balcón del diario El Pueblo, que él había criado, y que no era otro que su
propio hijo menor, Sigfrido Blasco-Ibáñez, su sucesor al frente del
Blasquismo--, Blasco hubiera pronunciado unas palabras que no se diferenciarían
mucho de las que había dejado escritas en uno de los últimos panfletos:
“El que tiene un ideal, aunque este no llegue a realizarse, resulta más
digno de respeto que las gentes sin otra ambición que la de apoderarse de lo
del vecino. La República tiene un ideal y creyendo en ese ideal quiero vivir y
morir”
Desde la misma instauración de la República se iniciaron
las gestiones para la repatriación de los restos del escritor, aunque no pudo
conseguirse hasta pasados más de dos años. Al final, el 28 de octubre de 1933
el crucero de la Armada Española Jaime I, acompañado por dos destructores que lo habían escoltado desde Francia, amarraba al puerto de Valencia con los restos mortales de
Blasco. La recepción fue espectacular, como dejan testimonio las numerosas
fotos que se tomaron aquel día. Miles de personas le esperaban en el muelle,
haciendo pequeño al mismísimo Presidente de la República y a los ministros que
se habían desplazado para el recibimiento. Los pescadores del Grao bajaron a
hombros el féretro. Los mismos, quizás, de “Flor
de mayo” o que le escondieron en su juvenil huida clandestina a Francia. Así,
en el ataúd de madera como si fuera su particular Babieca, Vicente Blasco
Ibáñez reconquistó la ciudad de Valencia.
El cortejo mortuorio recorrió a hombros de los
conciudadanos del escritor las calles de la ciudad entre gritos y cánticos de
la multitud que las abarrotaba. El féretro de madera de caoba que había
esculpido Belliure era una pieza colosal que tenía la forma del lomo de un
libro apoyado en otros seis libros pequeños. Pesaba la friolera de 700 kilos, y
los porteadores debieron de pasarlas moradas transportándola. Tanto, que se
habían organizado 52 equipos de 20 hombres que se relevaban cada 200 metros.
La comitiva, siempre encabezada por el Presidente de la
República, cargo en el que Alejandro Lerroux acababa de suceder a Manuel Azaña,
recorrió todo Valencia, con una parada especial en la puerta del periódico El
Pueblo, que él había fundado y que ahora dirigía su hijo Sigfrido. El féretro
fue finalmente depositado en La Longa, a la espera de la construcción de un
gran mausoleo, que se encargó al arquitecto Javier Gorlich Lleó, y un nuevo
féretro, esta vez de bronce, para poder resistir las inclemencias del aire
libre, que a imagen del anterior también esculpió Benlliure.
Nunca se acabó aquel mausoleo. La inminente guerra civil
y los largos años de dictadura aún habrían de darle una vuelta más a los restos
de Blasco Ibáñez, a la difusión de sus novelas y a las adaptaciones
cinematográficas que de ellas se siguieron haciendo. Pero, como dijo aquel, esa
historia es otra historia que no voy a historiar ahora.
Continuará…
VICENTE BLASCO IBÁÑEZ (1867/1928)
Escritor, cineasta, aventurero,
editor, masón y republicano
Próxima entrega:
Blasco y el cine en aquellos años del franquismo
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