viernes, 27 de marzo de 2015

VICENTE BLASCO IBAÑEZ (6) Fundido a negro

Blasco Ibáñez y el cine (6)

Andanzas cinematográficas de un literato en la corte de Hollywood




6.- Fundido a negro


A la vejez, viruelas, dice el saber popular en un refrán que bien puede recordarse al hilo de los últimos años de vida del protagonista de esta historia.

Alguna cosa debía roerle la cabeza a aquel Blasco que gozaba de fama internacional, riqueza y una lujosa villa desde la que, como hemos visto, podía “oírse el latido y la respiración de la Naturaleza en reposo”, porque no obstante y que rondaba ya la sesentena decidió, así como de pronto, retomar con ardor juvenil la lucha política, de la que todos los datos parecen asegurar que estaba totalmente alejado desde que en 1907, hacía ya casi una veintena de años, había dimitido de su cargo de diputado. Sin embargo, ahora había un hecho novedoso que sin duda debía revolver las tripas del viejo republicano radical que era el escritor. El 13 de septiembre de 1923 un militarote malencarado y autoritario había tomado el poder en España mediante un golpe de Estado que había contado con la aquiescencia de Alfonso XIII, estableciendo una extraña Dictadura con Rey que a Blasco le debía resultar realmente indigerible.

Con José Benlliure en Fontana Rosa
El escritor se metió en la batalla con todo entusiasmo, lanzando desde su villa de Mentón una virulenta campaña de ataques contra Primo de Rivera y la dictadura con el mismo ardor juvenil y la misma intuición que le habían hecho comprender en su Valencia natal que la propaganda era un arma política de primera magnitud. Además, entre aquellas luchas juveniles y estas de la senectud, Blasco había corrido mucho mundo. Había estado en América y allí había conocido las modernas técnicas de promoción de las películas, los productos en general, y decidió aplicarlas en su campaña de oposición. Se reunió con otros antimonárquicos, en especial con su amigo, y competidos en temas políticos, Miguel de Unamuno, dio conferencias de prensa, escribió en periódicos y revistas españolas y francesas, y publicó panfletos y folletos (o folletos-panfleto). Habrá que detenerse un poco, porque me parece una historia apasionante y educativa, que nos devuelve, en este fundido a negro, al Blasco aventurero y peleón de sus años mozos, que podía haberse amainado con la buena vida pero que, en cualquier caso, no se había perdido del todo.

“Vivo hace años alejado de la política, pero la situación actual de España me obliga a salir de mi retiro, empujándome otra vez a unas luchas que creí abandonadaspara siempre.

Confieso que he vacilado mucho antes de adoptar tal resolución. Mis gustos de novelista se complacen mejor en una existencia aislada y laboriosa. Mas por deber es preciso que combata como en otros tiempos, y sabido es que el deber resulta las más de las veces de un cumplimiento áspero y cruel.

Nada voy a ganar con la actitud de ataque que adopto ahora, y, en cambio, tal vez pierda mucho. Había yo llegado a la mejor situación que puede conquistar un escritor. Los más de los españoles eran amigos míos, agradeciendo, por solidaridad nacional, el prestigio más o menos grande que he podido obtener en el extranjero. Ahora tendré que renunciar a la amistad de algunas personas que, por interés o por convicción, transigen con el estado presente de España. Siento mucho apartarme de ellas: pero cuando se trata de cumplir un deber, el hombre honrado no debe vacilar entre los efectos individuales y las imposiciones de su conciencia.”

Así explicaba Blasco su vuelta a la política activa en “Una nación secuestrada (El terror militarista en España)”, el primero de los tres panfletos que dirigió contra la dictadura. En el mismo texto diagnosticaba son singular buen ojo clínico los males del país que justifican su regreso al campo de la lucha política:



“España es hoy una nación que vive secuestrada. No puede hablar porque su boca está oprimida por la mordaza de la censura. Le es imposible escribir porque tiene las manos atadas. El instinto de conservación impide que las gentes salgan a la calle para protestar contra tal esclavitud. Un ejército poseedor de todos los medios destructivos oprime al país y le es fácil borrar con fusiles y ametralladoras las quejas de la muchedumbre desarmada.”

Otro elemento que diferencia la última incursión política de Blasco de las ardientes batallas de su juventud. Si en aquellas primeras luchas el escritor-político contó con el apoyo popular directo que le daba el haber organizado el primer partido de masas, en este caso la batalla la dio solo, desde su casa de Mentón. Eso sí, ya no era un agitador provinciano y un autor principiante, sino una figura internacional de la literatura y el cine, una circunstancia de la que era muy consciente y que aprovechó convenientemente:

“Por azares de la suerte, tal vez más que por los propios méritos, mi nombre es conocido en una gran parte de la tierra... Llevo recibidas centenares de cartas pidiéndome que hable para que el mundo conozca la vergonzosa situación de España... Me ha sido imposible callar más. Cuando tantos españoles se ven imposibilitados de hablar dentro de su país, yo debo hablar por ellos.”

Parecería un poco como si Blasco volviera al ruedo a petición de los tendidos, pero, aún con cierta autocomplacencia, era verdad lo que decía. Su popularidad le permitía ejercer un papel y de una manera que de ninguna manera podría tener la misma eficacia si fuera un arriesgado soldado que luchara en el campo de batalla. De sus intenciones y de sus métodos de lucha daba buena cuenta, otra vez con una buena dosis de exageración y espíritu novelero, daba cuenta la cabecera del primero de sus panfleto, que quizás mejor que transcribirla sea verla directamente en imagen.



¿De verdad había editado dos millones de panfletos? ¿De verdad había “adquirido” dos aeroplanos tripulados por sendos “hombres de buena voluntad” ¿Y qué sucedía después del aterrizaje? ¿Contaba con una legión de fieles que repartieran los panfletos o esperaba una especie de sublevación espontánea en la que el pueblo fuera por sí mismo llevando la buena nueva de pueblo en pueblo hasta el último rincón de España?

Parece todo un poco novelesco, mismamente como sacado de “Mare Nostrum”, pero algo de cierto ha de haber en ello, porque Blasco siempre fue hombre dispuesto a gastarse los cuartos por una buena causa. El hecho real, comprobable, es que los panfletos entraron en España y se extendieron por ella de una manera que, teniendo en cuenta la fuerte censura de la dictadura, no podía ser sino clandestina. Escondidos en valijas y equipajes, vendidos en las traseras de las librerías, transmitidos de mano en mano, leídos en voz alta en las reuniones obreras y republicanas los panfletos fueron transmitiendo el mensaje de Blasco hasta crear un conflicto político de primer orden.

A pesar de sus ya más de diez años de residencia en Francia Blasco mantenía un enorme prestigio en España, especialmente entre los de ideas republicanas. Un respeto por su figura y su obra, que no procedía tanto de sus colegas escritores --que le consideraban, pero con los que a menudo había tenido enfrentamientos literarios y políticos y que no debían dejar una cierta envidia por el éxito internacional del valenciano--, sino de la masa de ciudadanos humildes, que recordaban de él su valentía personal, su radicalidad política y la enorme importancia educativa que para las clases populares había tenido su labor editorial. Arturo Barea, el mejor novelador de la república y la guerra civil quizás junto a Max Aub (al que ya hemos leído recordando a Blasco), le rememoraba así en su obra magna, “La forja de un rebelde”:  

“Hay un escritor valenciano, que se llama Blasco Ibáñez, que ha hecho todos estos libros. Un día dijo que en España no se leía porque la gente no tenía bastante dinero para comprar libros. Entonces dijo: yo voy a dar a leer a los españoles, y en la calle de Mesonero Romanos puso una tienda y empezó a hacer libros. Pero no los libros de él, sino los libros mejores que se encuentran en el mundo. Y todos valen, nuevos, treinta y cinco céntimos. La gente los compra a millares, y cuando los ha leído los vende a los puestos de libros viejos y allí los compramos los chicos y los pobres. Así yo he leído a Dickens y a Tolstoi, a Dostoievski, a Dumas, a Victor Hugo, a muchos otros”



Aunque no todos pensaban como Varea o Aub, Quien tiene tan fieles admiradores ha de tener, también contumaces adversarios. Blasco era hombre de totales. Quien le quería, le quería de verdad, pero quien le odiaba lo hacía con saña. En un artículo de 1950 publicado en Arriba, el diario del movimiento, el contumaz reaccionario que siempre fue Eugenio D’Ors se despachaba a gusto con quien había estado en sus antípodas literarias y políticas:

“Nacido casi a la vez que Unamuno, Valle-Inclán o Benavente, aquel ochocentista retrasado no pudo ilusionar más que a sus contemporáneos de poco aviso o a gregarias muchedumbres extranjeras, trabajadas por la venalidad y el reclamo...”


A favor de unos y contra los otros, Blasco siguió su labor agitativa. A “Una nación secuestrada” le siguieron, en 1925, “Lo que será la república española (Al país y al ejercito)y “Por España y contra el rey (Alfonso XIII desenmascarado)”. A diferencia del primer panfleto, que era ante todo un virulento ataque al rey y a Primo, en estos dos últimos la pretensión de Blasco era ofrecer un programa completo de actuación para cuando llegara la II República, que él veía inminente. En ello reside la importancia histórica de estos dos escritos, en tanto en cuanto era quizás por primera vez que aparecía así esbozado unos objetivos completos, detallados y hondamente republicanos. No una declaración ideológica, sino prácticamente un programa de gobierno, como se puede colegir con la simple lectura del índice de “Por España y contra el Rey”:

I.- El espantajo rojo y la mentirosa propaganda de los monárquicos
II.- Al ejército.
III.- A los contribuyentes
IV.- A los trabajadores
V.- Los tributos y el progreso del país
VI.- La república y el separatismo
VII.- La Iglesia
VIII.- Los hombres que gobernarán nuestra República
IX.- Lo que podemos hacer nosotros y lo que harán las generaciones
X.- La República tiene un ideal

Ante estos ataques, la dictadura, que sabía bien el daño que le causaban, no sólo por su influencia del autor en las masas españolas, sino también por la inmensa repercusión que alcanzaban sus palabras en todo el mundo, respondieron con virulencia. Los voceros gubernamentales pusieron en marcha una auténtica campaña de injurias y desprestigio. José María Carretero Novillo, que con el seudónimo de El Caballero Audaz había puesto de moda sus protoeróticas novelas de tono sicalíptico, publicó “El novelista que vendió a su patria o Tartarín revolucionario”, y un desconocido Federico Vergara le lanzó a la cara “La vuelta al mundo en 80.000 dólares”, en los que ponían a caldo a Blasco. Incluso el propio rey se metió de hoz y coz en la pelea, refiriéndose en un discurso ante las autoridades de Córdoba a la “campaña difamatoria” que contra él había desatado el valenciano. Debía tenerle ganas:

“Quien así habla fuera de España, sin haberle ofrendado su sangre, vertiendo injurias y especies calumniosas, es un enemigo de su bandera. ¡Que Dios ilumine a ese mal patriota y le perdone el daño que hace a España! ¡Valiera más que, en vez de esas campañas, empleara su pluma en cánticos gloriosos a la epopeya, siempre noble, de su país!”

La respuesta del escritor, que la hubo en forma de declaraciones periodísticas, no fue la del y tú más, sino que agradeció la actitud de Alfonso XII, que irónicamente consideró “democrática”, al haber accedido todo un rey a debatir con un simple ciudadano y no un preboste poderoso, aunque no lo hiciera por propia convicción, sino porque nadie más le defendía. Era listo Blasco.

Pero la cosa no acabaría en insultos insidias y difamaciones. En consonancia con esa acusación real de mal patriota, poco menos que traídos a la Patria, se le incoaron sendos procesos, uno militar y otro civil, en los que pretendieron castigarle por “injurias al jefe del Estado” y “atentado al orden público”. No pudieron condenarle, porque vivía en Francia, pero, quizás para compensar, incautaron sus bienes y detuvieron a su hijo Sigfrido, que seguía residiendo en Valencia, ciudad que retiró su nombre de la calle que tenía dedicada.

Aún fue más lejos la estupidez dictatorial, pues una auténtica estupidez era la forma en que había respondido a las provocaciones de Blasco. No contentos con haberle empapelado en España, también pretendieron que se le juzgara en Francia, mandado una requisitoria en tal sentido a los tribunales galos pidiendo que le procesaran por injurias a un jefe de Estado extranjero, de acuerdo a una ley no ley de prensa no derogada de los tiempos de Napoleón III.

Ni que decir tiene que fue mucho más eficaz la campaña de Blasco que los contraataques de la dictadura. Cuanto más le atacaban, más se crecía el escritor, y más se sentía apoyado por la solidaridad que le mostraban intelectuales, periodistas, escritores y políticos de todas partes. La exigencia a Francia para que le procesaran provocó tan escándalo que el caso de Blasco llegó a ser tratado en una sesión de la Asamblea Francesa, en cuyo transcurso los diputados que hablaron no cesaron de alabarle, recordando el respeto y colaboración que siempre había demostrado hacia su país de acogimiento. El embajador español hubo de retirar la absurda demanda. 

Josep Pla, entonces un escritor primerizo que trató a Blasco en estos años finales de Mentón, le dedicó posteriormente uno de sus “Homenots”, en el que el viejo reaccionario en que se había convertido el catalán hacía un cariñoso retrato del viejo republicano que había conocido cincuenta años antes:

“Blasco desentonaba en aquel ambiente. Cuanto más lo miraba, más difícil me resultaba separar su figura de la noble raza de labradores de la huerta de Valencia. Era voluminoso, vital y duro; sus facciones y su gesticulación eran inseparables, a mi entender, del paisaje que le había visto nacer y que tan exactamente había descrito... Vivía en este mundo en medio de un proceso alternante de melancolía depresiva y de exaltación verbal. Tan pronto parecía un murciélago moribundo como un emperador romano enfebrecido. Era un mundo totalmente ininteligible para él, como él era ininteligible para el mundo que le rodeaba... Los únicos momentos de relajación auténtica los tenía cuando llamaba a su puerta de Mentón algún republicano de las tierras de Valencia que le había conocido en los tiempos heroicos. Entonces Blasco lo dejaba todo, suspendía toda su actividad, digamos, pública, y se apoderaba del visitante como si fuera una presa magnífica. Algunas veces se armaba entre ellos una discusión que parecía el preludio de unas bofetadas fatídicas, pero no pasaba nada. Cuanto más levantaban la voz en la discusión, más de acuerdo parecían estar los vociferantes”.




Vicente Blasco Ibáñez falleció en Mentón, Francia, el 28 de enero de 1928. Un día antes de cumplir 61 años. De una neumonía. Antes de expirar debió echar la vista atrás. “Es Víctor Hugo. Que pasé”, cuentan que susurró, y orgulloso ante su maestro de lo que había conseguido el discípulo le mostró el lugar: “Es el jardín” fue lo último que dijo. Como el Cid Campeador, también Blasco ganó batallas después de muerto. Y las perdió.

Hay versiones distintas sobre esto. Para unos, su biógrafo Ramiro Reig, al que hemos citado profusamente, entre ellos, el escritor había mostrado su específico deseo de que se le enterrara en un cementerio de Valencia, última voluntad que no se pudo cumplir por la prohibición de la dictadura de que su cuerpo entrara en España, Para Otros, en cambio, habría sido su propia voluntad la que hubiera exigido que su cuerpo no regresara a España hasta que no se hubiera instaurado la republica. Sea como sea, en ese destierro postmorten Blasco fue enterrado, con todos los honores merecidos por el insigne personaje que había merecido la Legión de Honor, en el mismo Mentón, dentro de un ataúd que había esculpido Mariano Benlliure, amigo y correligionario de Valle en el republicanismo y la masonería.

Pero la historia no se para y da vueltas y vueltas, a veces sobre sí misma. El 28 de enero Miguel Primo de Rivera recogió el petate y se fue al garete, sustituyendo a su dictadura la dictablanda de Dámaso Berenguer. El 14 de abril de 1931 el voto de esa masa de ciudadanos humildes y explotados que admiraban y respetaban a Blasco permitió que al fin hondeara la tricolor en todos los balcones. 14 de Abril de 1931. Tan sólo a tres años, dos meses y 17 días de la muerte de Blasco. No es difícilmente imaginárselo en el balcón del Ayuntamiento de Valencia proclamando la buena nueva a sus conciudadanos. Como Antonio Machado en Segovia, Lluís Companys en Barcelona o Manuel Azaña en Madrid.

Quizás en ese momento imaginario --en el que el escritor está sustituyendo a quien realmente proclamó la República en Valencia desde el balcón del diario El Pueblo, que él había criado, y que no era otro que su propio hijo menor, Sigfrido Blasco-Ibáñez, su sucesor al frente del Blasquismo--, Blasco hubiera pronunciado unas palabras que no se diferenciarían mucho de las que había dejado escritas en uno de los últimos panfletos:

“El que tiene un ideal, aunque este no llegue a realizarse, resulta más digno de respeto que las gentes sin otra ambición que la de apoderarse de lo del vecino. La República tiene un ideal y creyendo en ese ideal quiero vivir y morir”

Desde la misma instauración de la República se iniciaron las gestiones para la repatriación de los restos del escritor, aunque no pudo conseguirse hasta pasados más de dos años. Al final, el 28 de octubre de 1933 el crucero de la Armada Española Jaime I, acompañado por dos destructores que lo habían escoltado desde Francia, amarraba al puerto de Valencia con los restos mortales de Blasco. La recepción fue espectacular, como dejan testimonio las numerosas fotos que se tomaron aquel día. Miles de personas le esperaban en el muelle, haciendo pequeño al mismísimo Presidente de la República y a los ministros que se habían desplazado para el recibimiento. Los pescadores del Grao bajaron a hombros el féretro. Los mismos, quizás, de “Flor de mayo” o que le escondieron en su juvenil huida clandestina a Francia. Así, en el ataúd de madera como si fuera su particular Babieca, Vicente Blasco Ibáñez reconquistó la ciudad de Valencia.

El cortejo mortuorio recorrió a hombros de los conciudadanos del escritor las calles de la ciudad entre gritos y cánticos de la multitud que las abarrotaba. El féretro de madera de caoba que había esculpido Belliure era una pieza colosal que tenía la forma del lomo de un libro apoyado en otros seis libros pequeños. Pesaba la friolera de 700 kilos, y los porteadores debieron de pasarlas moradas transportándola. Tanto, que se habían organizado 52 equipos de 20 hombres que se relevaban cada 200 metros.

La comitiva, siempre encabezada por el Presidente de la República, cargo en el que Alejandro Lerroux acababa de suceder a Manuel Azaña, recorrió todo Valencia, con una parada especial en la puerta del periódico El Pueblo, que él había fundado y que ahora dirigía su hijo Sigfrido. El féretro fue finalmente depositado en La Longa, a la espera de la construcción de un gran mausoleo, que se encargó al arquitecto Javier Gorlich Lleó, y un nuevo féretro, esta vez de bronce, para poder resistir las inclemencias del aire libre, que a imagen del anterior también esculpió Benlliure.

Nunca se acabó aquel mausoleo. La inminente guerra civil y los largos años de dictadura aún habrían de darle una vuelta más a los restos de Blasco Ibáñez, a la difusión de sus novelas y a las adaptaciones cinematográficas que de ellas se siguieron haciendo. Pero, como dijo aquel, esa historia es otra historia que no voy a historiar ahora.




Continuará…




VICENTE BLASCO IBÁÑEZ (1867/1928)
Escritor, cineasta, aventurero, editor, masón y republicano





Próxima entrega:
Blasco y el cine en aquellos años del franquismo








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