A propósito del derecho de las mujeres a decidir
sobre su maternidad
Hasta Trento, la
santa iglesia católica dudó de que las mujeres tuvieran alma. Hoy, 450 años después,
parece ser que lo que dudan es que tengan entendimiento. Y sensibilidad.
Esta afirmación
tan rotunda podría ser sólo una boutade para captar la atención del lector,
pero por desgracia no es así. Al menos si nos atenemos a la ideología que
subyace en el proyecto de contrarreforma de la ley del aborto presentado por el
Gobierno, brazo político y legislativo de la Conferencia Episcopal en este
caso, como lo es en otros de la oligarquía financiera. ¿Qué otra cosa revelan
las condiciones que se quieren imponer?, los dos médicos que deben autorizar,
el asistente que social que ha de hacer recapacitar, los ridículos e
insultantes siete días de obligada meditación.
No es sólo que
se limiten o cercenen derechos de las mujeres que deseen abortar, es que lo que
se está poniendo en cuestión es la propia capacidad para decidir en tema tan importante
y personal. Como ellas no tienen las luces necesarias para tomar decisiones
sobre su maternidad, aquí estamos nosotros para decidir por ellas, viene a
decirnos, quizás entre líneas, pero de manera rotunda. Parecería que piensan
que las mujeres, inconscientes y casquivanas como son, salieran dispuestas un
fin de semana sí y otro también a quedarse embarazadas para poder abortar dos meses
después y pasárselo pipa. ¿Pero quienes se han creído que son? Dios y sus
creencias les prestan la luz que ilumina los caminos de sus vidas, y no seré yo
quien les niegue el derecho a caminar siguiéndola. Pero que no intenten que sus
personales linternas nos desorienten a los demás en nuestro propio camino, ni
quieran deslumbrarnos con ellas para alejarnos de nuestra propia moral y
principios.
Por años y por
vida conozco a unas cuantas mujeres que han abortado, en el lejano Londres o en
clínicas más cercanas y seguras que la clandestinidad, que también he conocido,
y no sé de ninguna que lo haya hecho a la ligera o de manera frívola, por
capricho o, mucho menos, por maldad. Tampoco he sentido que les produjera, creo
que hay que decirlo, esos horribles traumas psíquicos que auguran los voceros
del infierno. Afirmar o sugerir otra cosa es una infamia, y legislar como si así
fuera nos retrotrae al pozo más lóbrego del pensamiento humano. El que negaba
el alma a las mujeres. El que ahora quiere negarles el derecho a decidir y la
capacidad para ejercerlo.
Acostumbrados a
la estrategia del policía bueno y el policía malo, el gobierno parece haber
comenzado el juego de dar y quitar, de amenazar y regalar cigarrillos. No
resultaría extraño que al hilo de sus particulares intereses electorales al
final de la tramitación nos encontraron que han ampliado alguno de los supuestos
del aborto que ahora se prohíben, como en el caso de la malformación del feto,
excesivo hasta para sus propias filas. No conviene engañarse. Aunque así fuera,
el fondo despreciativo, injusto y discriminatorio de la contrarreforma seguiría
siendo su fundamento ideológico. Y es con eso, precisamente, con lo que hay que
acabar. El derecho a decidir es la madre del cordero si no queremos que el
espíritu de Trento dirija nuestras vidas.
Resulta
penoso tener que cerrar con esta canción de Luis Pastor
que
escribimos hace 30 años, en 1984.
Es
como un permanente volver a empezar una pelea que se creía superada
pero que no termina nunca.
No
pretendimos lanzar una proclama,
sólo
contar una historia ante la que pensar.
Me gustaría que en esta “Cristina” hubiera quedado reflejado
algo de lo aquí escrito.
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