Saul Bass, un
maestro del cine
(1) De cómo convertir en arte los títulos de crédito de las películas
Soy
de los que piensan, en contra de lo que parece ser la moda del momento, que el
diseño, la alta costura, la publicidad o la zapatería, por poner ejemplos
variados, no son formas creativas artísticas, por mucho que algunos de los que
trabajan o han trabajado en esos oficios sí sean auténticos artistas de
creatividad indudable como queda patente en sus obras. No es sectarismo
estético, no se crea. También considero que entre quienes practican artes
supuestamente nobles, diseñan novelas, pintan películas o construyen cuadros
los hay con talentos creativos similares a los de cualquier vendedor de seguros
o experto en sondeos electorales. Entiendo que el arte, en cualquiera de sus
variantes, nobles o aplicadas, tiene que
ver sobre todo con el talento creador del artista, y no tanto con las fórmulas,
artísticas o artesanas, con las que trabaja.
Saul
Bass (1920/1996) fue un artista que diseñó carteles o logos y organizó campañas
promocionales y corporativas que le otorgaron un lugar destacado en el terreno
del diseño publicitario. No obstante, lo esencial de su talento artístico se
encuentra en las más de 50 secuencias introductorias que realizó para otras
tantas películas con las que revolucionó el concepto de los títulos de crédito
cinematográficos, a los que trasladó del territorio simplemente informativo al
de la creación artística. Son estas breves películas, introductorias de otras
películas, entiendo yo, las que le convierten en un maestro del cine y a ellas
vamos a dedicar estas líneas, por mucho que similares cualidades a las que se
aprecian en sus títulos de crédito puedan también encontrarse en sus trabajos
de diseño gráfico. Capítulo aparte merecerá su trabajo como director de sus
propias películas, terreno en el que cuenta con una obra breve, pero
significativa.
Saul
Bass no vivió una vida aventurera, ni participó en ningún acontecimiento
histórico relevante, ni sufrió mayores penurias o conflictos en la apacible y
prospera existencia de que aparentemente disfrutó. Especialmente desde que a
mediados de los cincuenta creó su propia empresa, con la que negoció no sólo
sus trabajos cinematográficos, sino, sobre todo, su trabajo en el diseñador
publicitario y corporativo, terreno en el que creó logos corporativos de
empresas como Exxon, Bell Telephone, AT&T, Geffen Records o el de las Girl
Scouts de Estados Unidos. Obras tal vez mínimas, pero que, aparte de producirle
pingues beneficios, pasaron a la historia del diseño gráfico contemporáneo y ya
en 1965 le merecieron ser nombrado Diseñador Real Para la Industria por la
Royal Society of Arts de Londres.
Lo demás fueron sus películas, las que hizo
para otros y las pocas que el mismo dirigió, una de las cuales, el soberbio e
inclasificable cortometraje “Why man
creates?” (“¿Por qué crea el
hombre?”, 1968), la valió el Oscar de Hollywood al mejor corto documental. Habrá
que hablar más de ello, porque se trata de mucho más que un corto documental, y
constituye tal vez la obra maestra de un maestro.
Hijo
de judíos rusos, inmigrantes de clase obrera, había nacido en 1920 en el Bronx
neoyorkino. Dada la falta de recursos familiares, Bass tuvo que aprender a
buscarse la vida desde la adolescencia, lo que le impidió realizar estudios
académicos, si bien los sustituyó por clases nocturnas y cursos especializados que
le permitieran cimentar y desarrollar su muy temprana vocación artística,
acumulando una carga de conocimientos e influencias que quedaría patentes en su
obra posterior. A los 16 años, y mientras trabajaba a media jornada como
aprendiz en el departamento de arte de las oficinas neoyorkinas de la Warner
Bross, se matriculó en la Arts Students League de Nueva York, donde estudió
durante tres años y donde debió tener acceso a las corrientes más vanguardistas
del arte contemporáneo que tanto le marcaron.
Sin
embargo, la influencia creativa determinante de Saul Bass debió llegarle con el
conocimiento en 1944 del diseñador, pintor, educador y teórico húngaro György
Kepes, quien, como tantos otros intelectuales europeos, había emigrado a
Estados Unidos impelido por el nazismo y en aquel momento era profesor de la
Nueva Bauhaus, la escuela de diseño que intentaba proseguir en América la labor
del grupo alemán de igual nombre, creado por Walter Gropius en 1919 y cuya
influencia sobre el diseño en particular y el arte en general del siglo XX es
incuestionable.
De
György Kepes debió sacar el joven neoyorkino, que estudió con él dos años, su
afición a la claridad estética y conceptual, a la limpieza de la línea, el
circulo y las figuras geométricas que utilizó a menudo, a los juegos cromáticos
como provocadores de emociones, al collage y la metáfora visual, y, sobre todo,
a su constante búsqueda de la esencialidad de las imágenes, características
todas ellas que constituyen el ADN estético de Saul Bass.
Los
expertos en nuestro artista, que los hay, y numerosos, destacan unánimemente la
herencia recibida por Saúl Bass de las vanguardias europeas de entreguerras,
probablemente el periodo de la historia de la cultura de mayor efervescencia
creativa e intelectual desde los ya lejanos tiempos del Renacimiento. La
profesora de la Universidad de Extremadura Ana María Gómez Llorente incluyó en
su muy documentado trabajo “Saul Bass y la introducción del arte europeo en el diseño gráfico norteamericano”
algunas imágenes comparativas de esta relación, que añadidas a alguna otra de
cosecha propia voy repartiendo entre líneas. Como se verá, las referencias
culturales que evoca la obra de Saul Bass son numerosas y todas ellas se
inscriben en el mismo ámbito artístico.
Por
sus títulos de crédito, y en algunos casos más claramente en su breve obra como
director, pasan, como en un documental histórico en el que todo estuviera
mezclado, el conjunto de los lenguajes creativos aportados por las vanguardias
de los años 20 y 30 al arte contemporáneo. Ahí están, desde la abstracción,
geométrica o no, al surrealismo; desde el rastro de Duchamp en el significado
que Bass otorgaba a la imagen de los objetos cotidianos (habría que echar un
vistazo a la secuencia de las bolas de ping pong en su oscarizado corto “Why man creates?”), hasta la huella dadá
en los juegos de metáforas visuales o el sentido del humor sutil y ácido que
destilan los irónicos dibujos animados de “Around
the World in Eighty Days” (“La vuelta
al mundo en ochenta días”. Michale Anderson/Michael Todd.1956) o los muy
destructivos de “It's a Mad, Mad, Mad,
Mad World” (“El mundo está loco, loco,
loco”. Stanley Kramer 1963).
En
su libro sobre Saul Bass, las diseñadoras Ainhoa Fernández y María Ángeles
Domínguez hacen hincapié en las raíces cinematográficas de su trabajo y vuelven
otra vez al mismo redil artístico, como no podía ser de otra manera. Si Bass
tenía del arte de vanguardia el profundo conocimiento que avala sus estudios
previos, es de suponer que, interesado por el cine, no desconociera lo que
habían hecho los cineastas de aquella generación luminosa y conflictiva que
había adelantado técnicas y lenguajes que él aplicaría con profusión en su obra.
No
sabemos de sus gustos cinematográficos concretos ni de las películas que le
gustaron o le llamaron la atención en su época formativa, pero a tenor de lo
que hizo posteriormente bien nos lo podemos imaginar contemplando con sorpresa
las películas abstractas que el alemán Walter Ruttmann había realizado en la
década de los veinte. O boquiabierto antes los collages y los montajes (que él
tan bien utilizaría en la secuencia de la ducha de “Psicosis”, de la que hablaremos) de aquellos films del cine mudo de
Man Ray, el primer Rene Clair o Germaine Dulac. O empequeñecido bajo las imágenes
de “Metrópolis” (Frizt Lang, 1927) o
“El gabinete del doctor Caligari” (Robert
Wiene, 1920), que tuvieron gran éxito cuando se estrenaron en Estados Unidos.
Con
las fotos comparativas que reproduzco aquí no se trata, lógicamente, de
intentar demostrar una influencia directa entre las imágenes de referencia,
pictóricas o cinematográficas, y las correspondientes de Saul Bass, que sería un
juego demasiado fácil y supondría tanto como acusar de plagio al americano,
sino de dejar patente el nutrido archivo de imágenes y técnicas almacenadas por
Bass en su cerebro, y constatar, una vez más, que ante problemas creativos
similares, cada artista mete mano en su armario y saca de él, como por arte de
magia, la letra del abecedario que necesita escribir la frase que anda
buscando.
La
gran aportación de Saul Bass, lo que a mi entender le convierte en un artista,
es que supo incorporar toda esta serie de códigos y lenguajes de las
vanguardias europeas de entreguerras a un género cinematográfico nuevo que él
de alguna manera inventó: el de los títulos de crédito no meramente
informativos, sino concebidos como piezas propias, complementarias pero
aislables del conjunto de la película, con pretensiones estéticas personales y
un estilo artístico definible.
En
el texto indicado de Ana María Gómez Llorente se realiza una buena descripción
de ese estilo formal de Bass, lo que me ahorra palabras innecesarias:
“Su estilo se caracteriza por una extraordinaria
capacidad para analizar y sintetizar, extrayendo una frase o una imagen que
encierra toda la esencia del mensaje a transmitir. Sólo un genio sería capaz de
resumir gran parte de la historia de la humanidad en apenas cinco minutos o
transmitir la inquietante tristeza de la desaparición de una niña a través del
vacío dejado por la silueta de una figura infantil desgarrándose en un papel,
como sucede en los créditos de “Bunny Lake is missing” (“El rapto de
Bunny Lake”, Otto Preminger, 1965). Este
estilo propio parte de una estética basada en el uso de una gama de colores
planos, usualmente limitada a la combinación de los colores rojo, negro y blanco
en distintas variaciones. En cuanto a las formas, sobresale una marcada
tendencia a la simplificación de elementos basada en el citado principio de
sintetizar y simbolizar con el habitual uso de formas geométricas sencillas y
muy expresivas. La apariencia artesanal y manual es otra característica casi
siempre presente en los diseños de Bass, conseguida a base de la utilización de
diversos recursos como las figuras de apariencia recortada que evocan en
ocasiones la técnica del collage, así como el uso de tipografías y signos de
trazos irregulares”
Detengamos
en esa capacidad de Saúl Bass para el análisis y la síntesis que destaca la
autora, porque pienso que es la virtud que mejor define su obra y la que da
sentido y significado a los lenguajes que utilizó. La principal aportación de
Bass, que además de diseñar los títulos de crédito produjo, dirigió y montó las
secuencias correspondientes, incluidos los planos de acción real, fue concebir
las secuencias iniciales de cada
película con la que se enfrentaba no como una simple ilustración o resumen del
argumento, lo que ya hubiera sido un avance, sino como una interpretación
personal, una especie de versión fílmica libre de las propias películas a las
que servía, en la que el intento consistía en expresar su sentido dramático más
profundo a través, normalmente, de metáforas visuales. Esa doble capacidad para
definir a través de la mezcla de lenguajes un estilo personal e identificable y
para expresar con ellos la esencialidad de cada filme es tal vez lo que mejor
define el trabajo de Saul Bass. “Simbolizar
y resumir”, había definido él mismo su función en alguna entrevista, y
también había señalado: “El diseño
consiste en hacer visible el pensamiento”.
Steven
Spielberg era un admirador de Saul Bass desde antiguo. Ya en 1968 había sido,
al parecer, uno de los camarógrafos, no acreditado, de “Why man creates?”, y en 1993
le había pedido el cartel para “La lista
de Schindler”, que realizó pero que la productora acabó rechazando. A la
dureza de la imagen del trabajo de Bass, que destacaba la tragedia de los
campos nazis, se prefirió resaltar la faceta solidaria y esperanzada de la
película a través de las dos manos entrelazadas que finalmente se impusieron;
utilizando, eso sí, los mismos elementos formales. Desde la comparación de
ambos carteles se pueden contemplar dos películas distintas. Una sobre la
crueldad de los nazis, otra sobre la generosidad de un nazi, que son análisis
diferentes de la misma historia. Ahí debió haber un desencuentro, pero la
admiración de Spielberg por Bass debió seguir intacta, porque en 2001 encargó a
los franceses Olivier Kuntzel y Florence Deygas unos títulos de crédito para “Atrápame si puedes” (“Catch Me If You Can”) que parecen
salidos de la mente del maestro, bien que, a mi entender, sin su poderosa
fuerza metafórica.
Sea
como sea, basta de digresiones. Todo esto viene a cuento de que en 1996, a la
muerte de Saul Bass, Spielberg le dedicó un obituario en el que, aparte de
mostrarle la admiración y el respeto debidos, enunciaba, tal vez por primera
vez, la justa valoración del artista fallecido, que sintetizaba, pienso yo, el
sentir general de la profesión:
“Saul Bass no era sólo un artista que contribuyó a
los primeros minutos de algunas de las mejores películas de la historia; en mi
opinión, su obra lo califica como uno de los mejores cineastas de este o
cualquier otro momento.”
De cómo Otto
Preminger le encargó a Saul Bass los títulos de “El hombre del brazo de oro” y nació un nuevo género cinematográfico
En
1954 Saul Bass era un diseñador gráfico de 34 años que comenzaba a abrirse
camino en Hollywood, a donde se había trasladado en 1944 y en donde hacía dos
años que había abierto su propio estudio. Ese mismo año empezó a trabajar como
ayudante con Elaina Makatura (Elaine Bass para la historia), una joven
neoyorkina de origen húngaro que ya de niña se entretenía en dibujar
historietas para las amistades del vecindario y que había sido cantante
profesional, con la que se casó en 1961 y que se convertiría en su principal
colaboradora, sobre todo en labores de producción, pero también de diseño y
dirección.
Otto
Preminger, en cambio, era un director en la cima de su carrera, en la que ya
contaba con grandes éxitos como “Laura”
(1944), “¿Ángel o demonio?” (1945) o
“Cara de ángel” (1952), sendas joyas
del cine negro. En ese momento estaba dispuesto a intentar romper los estrechos
límites de los códigos censores abordando temas más ambiciosos, adultos y
conflictivos. Encontró el argumento que buscaba nada más y nada menos que en la
ópera “Carmen”, con música de Georges
Bizet y libreto de Ludovic Halévy y Henri Meilhac (aunque las canciones de la
película lleven letras, algo cursis, de Oscar Hammerstein Jr.), basado en la
novela homónima de Prosper Mérimée, que su vez estuvo inspirada en el poema “Los gitanos”, de Aleksandr Pushkin. Ahí es nada, no se puede
decir que no se fuera lejos a buscarlo. Pensando, tal vez, que algo faltaba
para darle a la película el tono atrevido y hasta provocador que pretendía,
Preminger trasladó la historia de la España ocupada por las tropas de Napoleón
a los Estados Unidos durante la segunda guerra mundial, y, lo que resultaba más
atrevido y provocador, la hizo interpretar por actores negros, aunque poco (Dorothy
Dandridge y Harry Belafonte). La tituló “Carmen
Jones” y le encargó los títulos de crédito a Saul Bass, que dio con ellos
su primer paso en el cine.
Aunque
todavía fueran un ensayo de lo que vendría después, Bass encontró para los
títulos de “Carmen Jones” una imagen de
una poderosa fuerza icónica y metafórica, una llama en la que se inserta la
silueta de una rosa sobre las que van apareciendo los nombres del reparto y
demás. Esa llama fue la primera de las muchas que luego utilizaría con
frecuencia Saul Bass, que las convirtió en uno de sus símbolos preferidos;
siempre, como veremos, con significados distintos, según la película o el tema
al que lo aplicara. En este caso, quienes lo han analizado han visto en el
fuego, fundamentalmente, una metáfora sobre la pasión. La llama de cuyo
interior nace el amor que representa la flor. Es una interpretación plausible,
aunque personalmente me parece que la imagen de Bass está cargada de
ambigüedad, pues si bien la rosa permanece en todo momento en el seno de la
llama, también parece dar la impresión de que en cualquier momento el fuego
puede incendiar la flor y destruirla, lo que retrata a la perfección la esencia
de la película; una historia de amor y pasión, cierto, pero también, no se
olvide, de tragedia y muerte.
Ya
en aquella primera obra de Saul Bass quedaba patente, aún como germen, la
concepción de los títulos que crédito que marcaría toda su obra. Así lo contó en
la revista “Film Quarterly” en una
entrevista con Pamela Haskins publicada tras su muerte en 1996:
"Mis ideas iniciales acerca de lo que un título
puede hacer eran establecer el estado de ánimo y el núcleo subyacente principal
de la historia de la película, para expresar esa historia de alguna manera
metafórica. Vi el título como una forma de condicionamiento de la audiencia,
por el que cuando la película comenzara en realidad, los espectadores ya
tuvieran una resonancia emocional con ella.”
Las
ideas de Bass debieron gustarle a Preminger, porque le encargó no sólo los
títulos y el cartel, sino también el conjunto de la imagen y la campaña
publicitaria de su siguiente producción. En el minuto y veintidós segundos que
duran los títulos de crédito de “El hombre del brazo de oro” (1955),
Saul Bass transformó por completo el concepto existente hasta entonces sobre
esas secuencias iniciales de las películas. En primer lugar, en el terreno
técnico, al usar por primera vez las luego llamadas motión graphics, es decir,
diseños visuales no narrativos y sin base figurativa que cambian con el tiempo,
que nunca se habían utilizado antes en el cine industrial, aunque desde los
años 20 hubieran estado presentes en los cortos experimentales y de vanguardia
de cineastas como Oskar Fischinger ("An Optical Poem", 1938), Walter Ruttmann ("Lichtspiel Opus II", 1922) o Hans Richter, que habían
realizado varios cortos con formas geométricas movidas al ritmo de la música. Uno
de las obras del último de ellos, “Rhythmus21” (1921), bien podría haber constituido, de haberlo conocido Bass, un claro
inspirador de lo que hizo en “El hombre
del brazo de oro”
Sin
embargo, si bien la innovación de lenguaje aportada por Bass con las motión graphics es importante, lo es
mucho más, a mi entender, la capacidad metafórica que logra alcanzar con él, y
que suele estar ausente en las obras de los cineastas que pudieran servirle de
modelo. A diferencia de lo realizado por otros creadores de vanguardia en el
terreno de la abstracción geométrica cinematográfica, que no suele tener otra
significación que la formal ni otra ambición que las estéticas, el trabajo de
Bass debía ser, obligatoriamente, referencia directa y prólogo de una película
argumental, con tema, lo que condicionaba a dotar de significado a la
abstracción de la pieza a través de la metáfora visual, necesariamente entrada
en el conflicto esencial de la película. Probablemente constituyera una
limitación, pero ese condicionante de la utilidad de su obra debió ser un
desafío artístico de primera magnitud, que le condujo al rigor analítico y
sintético que singulariza su trabajo.
La
historia de “El hombre del brazo de oro”
es conocida, pues se trata de una película que motivó un gran escándalo en su
momento y consiguió un gran éxito, a pesar de (o gracias a) los duros
enfrentamientos públicos que Preminger debió mantener con la censura para
sacarla adelante. El tema, extraído de una dura novela de Nelson Algren, puede
resumirse, dejando aparte otras peripecias, en la lucha de un ex heroinómano rehabilitado
en la cárcel, el croupier y músico de jazz que interpreta magníficamente Frank
Sinatra, por no recaer en la adicción; combate infructuoso que provoca el drama
de final incierto. En ese sustrato último del film se sumergió Bass para
ponerle unos títulos de crédito que respondieran a su propia y personal opción
estética renovadora.
El
fondo es siempre negro. En la pantalla van surgiendo alargadas franjas blancas
(sugerencia de agujas, o jeringuillas, han escrito), que avanzan, se retiran,
se enfrentan, se juntan y se cruzan al ritmo del excelente tema musical de jazz
compuesto por Elmer Bernstein, creando un estado de amenaza y ansiedad
evidentes. Entre ellas van sucediéndose, sin alharacas, los nombres
correspondientes. Solo al final, al anunciarse el director, la abstracción se
concreta y surge en la pantalla un brazo y una mano brutalmente deformadas, en
una especie expresionismo cubista que es lo que llevó a la experta citada hasta
la mano la mano del “Guernica” picassiano
que se ha reproducido más arriba.
"El hombre de brazo de oro"
Tal
era la confianza de Bass en su trabajo y la importancia que le otorgaba, que en
las latas con la película que se enviaron a los cines pegó una nota dirigida a
los proyeccionistas en la que les indicaba que abrieran el telón, que entonces
solía haber en todas las salas, antes de empezar a proyectar los títulos. Hay
que tener en cuenta que en aquellos momentos los títulos habituales se
limitaban a una sucesión de nombres más o menos adornados, y que los
espectadores aprovechaban esos minutos para acabar de sentarse o, como decía en
aquella ocasión el propio Bass, para “comer
palomitas”, por lo que los proyeccionistas no se molestaban en correr las
cortinas hasta que no iba a empezar de
verdad la película. La llegada de Saul Bass cambió por completo esa
consideración, y los títulos pasaron a ser no sólo una parte indispensable del
films, sino a veces lo mejor de él. Una labor, además, cuya autoría fue
reconocida por primera vez, que yo sepa, con la inclusión del creador de las
secuencias de crédito en los títulos de la película, algo que sesenta años
después resulta natural pero que entonces resultaba una absoluta novedad.
Aparte
de sus valores intrínsecos, el prólogo de “El
hombre del brazo de oro” constituía todo un manifiesto sobre el arte
cinematográfico de la época y sus pretensiones. En su abstracción metafórica,
Bass venía a proclamar, de acuerdo con el tema de la película y las propias
intenciones de Preminger, que lo que se iba a ver a continuación era una
producción compleja y adulta, dirigida a públicos más sofisticados que los
habituales entonces y que planteaba temas más realistas y conflictivos que los
films del momento. Eran unos títulos de crédito que exigían del espectador un mayor grado de
atención y concentración del habitual, estableciendo así una nueva relación
entre el film y su público. ¡Ojo, que lo que sigue es algo serio! parece que
venía a anunciar aquellas rayas blancas sobre fondo negro.
La
complicidad entre Saul Bass y Otto Preminger fue intensa en los años sucesivos,
y juntos colaboraron en cerca de una veintena de títulos en los que nuestro
artista elaboró algunas de sus mejores cintas, con hallazgos expresivos de
primera línea. El péndulo (otra vez el círculo y la línea), que marca el tiempo
que le falta a Juana de Arco para acabar en la hoguera, balanceándose entre el
heroísmo y la herejía, en “Santa Juana” (“Saint Joan”, 1957). La inquietante mano que en “El rapto de Bunny Lake” (1965) va rasgando un papel negro, bajo el que
están escritos los créditos, hasta llegar a la sensación de soledad e
indefensión que provoca el silueteado vacio de la niña secuestrada. La matissiana silueta femenina de “Extraña amistad” (“Such good friends”,
1971). O la llama (siempre la llama) que utilizó en “Éxodo” (1960), una de sus obras más estilizadas e íntimas, poéticas
y significativas, de la que hablaremos.
No
podemos despedirnos de la colaboración de Bass con Preminger sin referirnos a
los extraordinarios títulos de “Anatomía de un asesinato” (“Anatomy of a Murder”,1959), deudores
directos del brazo final de los de “El
hombre del brazo de oro”, y un hito en el género. La construcción y
deconstrucción de la grotesca silueta dibujada de un cuerpo desmembrado, con
música esta vez de Duke Ellington, introduce al espectador en la intensidad
dramática necesaria como para afrontar el crudo y confuso drama judicial de
violación y asesinato que llega a continuación.
"Anatomía de un asesinato"
Bass y
Hitchcock. El caso del director susceptible
La
otra colaboración relevante entre Saul Bass y un director concreto fue la que
mantuvo con Alfred Hitchcock, que aunque sólo se produjo en tres películas dio
lugar a otras tantas obras maestras. De ambos.
El
encuentro tuvo lugar en 1958, en “Vértigo”. Hasta ese momento los
títulos de crédito que Hitchcock había utilizado en sus películas, pese a una
progresiva modernización, no habían salido del convencional territorio de la
información. Véanse, si se duda de mi criterio, los correspondientes a “Rebeca” (1940), “Sospecha” (1941) o los de la, por otra parte, muy arriesgada “La soga” (“The rope”, 1948), hasta
llegar incluso a los de su inmediato anterior film, “Falso culpable” (1956). Con “Vértigo”,
Saul Bass dio un vuelco completo a las introducciones de las películas del director
británico, aunque tras su colaboración Hitchcock volviera a los créditos
ilustrativos, aunque siempre adecuados, hasta el final de su carrera (“Frenzy”, 1972).
Abre
“Vértigo” un primerísimo plano de un
misterioso rostro femenino que cada vez se aproxima más al ojo y el círculo de
la pupila. De él surge una espiral en movimiento que metaforiza tanto el título
de la película como su contenido, que no sólo se refiere al mal de altura que
sufre el protagonista, sino, también, a la profunda sima de alucinación en la
que cae a lo largo de su aventura de dobles personalidades.
"Vértigo"
Hitchcock
debió ver en el trabajo de su colaborador perfectamente analizada y sintetizada
su película, tal y como él la entendía, porque le encargó los títulos de la
siguiente, “Con la muerte en los talones” ("North by northwest"1959). Bass acertó de pleno una
vez más. En un viaje de la abstracción a la concreción, las líneas
entrecruzadas con que se abre el plano se transforman en la perspectiva de un
edificio de cristal sobre el que se reflejan, distorsionadas, las imágenes del
tráfico de la calle. Como en la propia película, nada es lo que parece y un
camino de líneas entrecruzadas conduce a no se sabe dónde, en consonancia con el título original, "al norte por el noroeste", como expresión más justa de la desorientación del protagonista que su versión en español. Baja la cámara a la
realidad para pasearla entre los coches y personas que abarrotan sus calles,
para cerrar la introducción con un plano del propio Hitchcock intentando entrar
en un autobús que le cierra la puerta en las narices. En ese momento ya estamos
en disposición de ver la película.
"Con la muerte en los talones"
La
abstracción más absoluta preside los títulos de la siguiente colaboración de
los dos cineastas, la histórica “Psicosis”, realizada un año después
que “Vértigo” y producida por el
propio Hitchcock, que no había encontrado ningún gran estudio que la
financiara.
La película era ciertamente arriesgada. Rodada en blanco y negro,
con una protagonista que moría de forma brutal a la mitad del metraje, intentaba
entrar en la mente de un psicópata asesino abducido por su madre muerta, intento de interiorización psicológica que Bass reprodujo en los créditos
Durante
un minuto y cincuenta y siete segundos, Saul Bass avisaba al espectador de la
confusión que anidaba en el cerebro de Norman Bates, utilizando tan sólo un
simple baile de líneas al son de una inquietante música de Bernan Hermann.
Franjas verticales y horizontales, blanco sobre negro, que se mueven por la
pantalla, ocultando y desvelando, empujando, emboscando o troceando los créditos
correspondientes.
"Psicosis"
En
“Psicosis”, sin embargo, la única tarea
de Bass no fue la de realizar los títulos de crédito, lo que acabaría
resultando motivo de polémica, especialmente alrededor de quién parió realmente
la idea para la famosa y fundamental escena del apuñalamiento de Janet Leigh. A
diferencia de los dos films anteriores, en los que figuraba únicamente como
diseñador de los títulos, Hitchcock también le acreditó en este como consultor
artístico, función en la que dibujó el storyboard de la película, o al menos de
aquellas escenas en las que se consideró necesario. Una de ellas fue la del
crimen, causa del equívoco. Es una historia conocida que, ahora, al existir eso
de internet, se puede comprobar al instante.
Cualquiera
diría que en estos dibujos del storyboard de Bass estaba ya la esencia de lo
que luego acabaría plasmado en el celuloide, una escena compleja que en sus
tres minutos de duración incluyó finalmente 77 ángulos de cámara y 50 planos
(hay quien al parecer los ha contado), que tardaron en rodarse siete de los 30
días en que se filmó la película. Pese a su importancia en el film, verdadero
eje de la historia que se narra, o precisamente a causa de ella, Hitchcock, que
no parece que fuera muy dado a pregonar crédito público a las aportaciones de
sus colaborares, jamás reconoció la parte de autoría que en ella le
correspondía a Saul Bass. Muy por el contrario, la ocultaba, incluso a veces
con un cierto tono despectivo. En el famoso y excelente libro-entrevista que François
Truffaut dedicó al director angloamericano le preguntaba directamente:
“Creo que, aparte de los títulos de crédito, Saul Bass
hizo dibujos para el film, ¿no es cierto?”
A
lo que el director angloamericano, que no debía pasar por una etapa de excesiva
sinceridad, respondía mandando el balón a córner:
“Sólo para una escena y no pude utilizarlos. Saúl
Bass debía hacer los títulos de crédito, y, como el film le interesaba, le dejé
dibujar una escena, la del detective Arbogast subiendo la escalera antes de ser
apuñalado.
Durante el rodaje del film, estuve acostado dos días
con fiebre, y como no podía ir al estudio, dije al operador y a mi ayudante que
rodaran la subida de la escalera utilizando los dibujos de Saul Bass. No se
trataba del asesinato, sino únicamente de lo que le precede, la subida de la
escalera.
(…) Cuando vi la proyección de la escena, me di
cuenta de que aquello no servía.”
Saul
Bass, por su parte, ofreció en 1994 una versión que parece destilar mayor
verosimilitud y que, en cualquier caso, coincide con los dibujos que se
conservan. En una charla con Billy Wilder conducida por la periodista PatKirkham explicaba a pregunta directa del austrohúngaro:
"Saul Bass.
En realidad fue una situación poco habitual. Para cuando empecé a trabajar en
Psicosis (1960) ya había colaborado con Hitchcock en Vertigo (1958) y en Con la
muerte en los talones (1959), así que nos conocíamos bastante bien. Me dijo que
había algunas escenas que eran muy importantes (escenas pivotes) y yo quería
hacer algo especial. Así que me las dio para trabajar en ellas y aportar ideas.
Pero cuando regresé con el storyboard para la escena de la ducha, a Hitchcock
le despertó muchas dudas. Mi enfoque era muy diferente del suyo. Su punto
fuerte (su gran afición) eran los planos largos y en continuidad y yo le
proponía un montaje casi staccatto. No se acababa de decidir. Así que trasnoché
y utilicé a la doble de cuerpo de Janet Leigh…
Billy Wilder: … y la acuchillaste.
Saul Bass: Únicamente rodé unos cientos de metros, los troceé
en pequeños fragmentos, los monté y se los enseñé a Hitchcock. Le convenció y
creyó que funcionaría.”
No
consta que el rodaje de la famosa secuencia, sugerida y planificada por Bass, y
realizada y montada por Hitchcock, tuviera alguna repercusión negativa sobre la
relación entre ambos cineastas, pero fue la última vez que trabajaron juntos.
Las tres películas en las que colaboraron constituyen otras tantas obras
maestras; de ambos, cada cual en su dimensión y su lenguaje.
"Psicosis" Storyboard/secuencia
El cocinero en la
cocina cocinando su menú
En
la obra de Saul Bass, “Vertigo” y “Psicosis” son las dos últimas películas
en las que utilizó la abstracción geométrica pura y dura, que había aprendido de La Bahuaus y otras
vanguardias en sus años mozos, como vehículo de sus elaboradas metáforas
visuales. No obstante, los principales signos gráficos utilizados en ellas, el
círculo y las líneas rectas fundamentalmente, seguirían presentes en su trabajo,
bajo mil apariencias y simbologías, como una especie de sello de fábrica o de
marca de estilo. Como el buen cocinero, Bass guisaba sus platos utilizando
tantos ingredientes que sólo se saborean mezclados, aunque en el guiso
permanezca el aroma de cada uno de ellos.
En
la misma charla con Billy Wilder que ya hemos citado, Bass aludía,
precisamente, a esa cuestión del estilo, que él no aceptaba tener o buscar,
pese a la evidente vocación de estilo que se puede observar en su obra, a poco
que se vean seguidos media docena de sus trabajos.
“En 1958 hice los créditos de “Horizontes de
grandeza” para Willie Wyler y me llamó un amigo que había visto la película
para decirme: «¿Sabes? No parecen para nada unos títulos de Saul Bass». Yo le
pregunté: «¿Y qué demonios son unos títulos de Saul Bass?» Lo que cuenta es la
película y los créditos tienen que apoyarla. Yo intento que mis secuencias
tengan un tono que sea el apropiado para cada película.”
Evidentemente
tenía razón, fuera verdadera o falsa la modestia que demostraba. Los títulos de
crédito de las películas deben, como primera exigencia, apoyar y potenciar lo
que viene después, condicionados a los intereses generales de la producción. Se
trata, pues, de un arte, cuando lo es, utilitario y de encargo. Como, por otra
parte, también lo es el de las películas a las que sirven esos títulos,
condicionadas a su vez por las exigencias industriales y comerciales de las
respectivas productoras. Jamás esa dinámica entre exigencias industriales y
aspiraciones creativas impidió que los mejores artistas del cine expresaran en
sus películas su talento artístico. Tampoco en el terreno de los títulos de
créditos, considerados, al menos en sus mejores logros, como obras
cinematográficas autónomas y complementarias, a la vez, del filme. Una de las
condiciones necesarias, aunque no única, de los auténticos artistas
cinematográficos, es la de trascender las limitaciones industriales
introduciendo en ellas un estilo definible y reconocible; una forma personal de
entender el mundo y el cine y la capacidad para contarlo en un leguaje propio e
intransferible. Los nombres son tantos que no merece la pena citar ninguno,
pero si destacar que sin duda el de Saul Bass figura entre ellos, siempre,
claro está, en su específico territorio expresivo.
Bien
se podría decir, y en eso he repetido las apreciaciones de los estudiosos, que
en sus mejores logros el trabajo de Saul Bass, como creador de títulos de
créditos y en si obra personal como director, tiene su origen en las vanguardias
de entreguerras y anuncia lo que pronto pasaría a llamarse videoarte, al que a
veces se adelanta en sus aspiraciones metafóricas y en la ausencia de
intenciones estrictamente narrativas. Todo ello adaptado, eso sí, a las
exigencias de la película y la industria, lo que hacía el reto aún más arriesgado.
Los elementos formales de lo que yo pienso puede ser su “estilo”, se trate de
la abstracción geométrica, las imágenes reales y documentales o los dibujos
animados, son sin duda importantes en su obra. Constituyen los signos
significativos de una personal manera de escritura gráfica, pero por si solos
tal vez serían únicamente un devaneo estético inserto en las vanguardias
contemporáneas. Lo que a mi entender hace trascender el estilo de Bass y le
confiere una voz personal en el conjunto de las artes visuales del siglo XX es
su capacidad para aplicar el principio de “analizar
y sintetizar” con el que él mismo definía la función esencial de su
trabajo, dando sentido concreto a sus trabajos a través de la metáfora, la
narración, la sugerencia o la parodia, bien fuera a través de imágenes
abstractas o reales. O combinando ambas.
Saul
Bass utilizó imágenes reales, documentales o expresamente rodadas para la
película, desde sus primeros trabajos. Ya lo había hecho en su segundo trabajo,
“El
gran cuchillo” (“The big knife”,
Robert Aldrich, 1955). Aparentemente podrían pasar por unos títulos
convencionales, pues sólo se trata de un primer plano del protagonista sobre el
que se insertan los créditos. Sería una visión apresurada que no tiene en
cuenta el atormentado rostro de Jack Palance, rodado en un extraño
encuadre en el borde inferior de la
pantalla, en donde aparece como acosado por el negro del fondo, con el que se
confunde, representación tal vez de la angustia que siente el protagonista de
esta sórdida historia sobre Hollywood, un actor que se enfrenta al
estancamiento de su carrera y el abandono de su mujer. Aunque el resultado
final sea todavía un tanto primario y evidente, la introducción de “El gran cuchillo” responde al mismo
intento de análisis y síntesis que con tanta brillantez había resuelto el año
anterior en “El hombre del brazo de oro”.
En eso se diferenciaba de los títulos meramente informativos anteriores, e
incluso de esa misma época.
"El gran cuchillo"
La
utilización de la imagen real en los créditos realizados por Saul Bass, tomó
diferentes maneras, estructuras y significados de acuerdo a las películas
correspondientes.
Los de “Horizontes de Grandeza”, por
ejemplo, a los que él mismo se ha referido más arriba y que contienen los
primeros planos de imagen real que rodó el propio Bass, responden a un intento
simplemente introductorio de la película que viene a continuación, un western
del mayor clasicismo. Dentro de esa intención el resultado es un montaje
magistral de planos muy cortos y grandes panorámicas --en el que se apaña, como
siempre, para incluir sus obsesiones geométricas (las líneas que marcan los
caminos o los círculos de las ruedas que avanzan)--, en los que una diligencia
arrastrada por seis caballos atraviesa una gran pradera hasta llegar al poblado
correspondiente. En ella llega a un mundo nuevo Gregory Peck, que aparte de
vivir luego un tormentoso romance, deberá enfrentarse con las dificultades de
integración en el salvaje oeste, un mundo nuevo y de costumbres desconocidas
para él, un educado caballero del Este.
“Attack”, film antibelicista dirigido
por Robert Aldrich en 1956, se abre con una doble secuencia. En la primera se
narra, sin una sola palabra, el duro asalto de un grupo de soldados a una
colina; en la segunda, su pacífica vida cotidiana. En “Donde la ciudad termina”
(“Edge of the City”, primera película
de Martin Ritt en 1957) es John Cassavetes el que se adentra en un territorio
desconocido, los muelles de Nueva York, en los que vivirá una intenta relación
de amistad interracial con Sidney Poitier.
Hasta
aquí se trata de títulos de crédito que, incluso tomando en cuenta su elegante
y estilizada planificación y su significado como prólogo de los filmes
correspondientes, no dejan de ser obras incluidas en la normativa de la época. Sin
embargo, su capacidad para llegar al fondo de las historias que prologa. “Storm
center” (Daniel Tarradash, 1956), por ejemplo, es probablemente la
primera fábula anti-macarthista producida por Hollywood, en la que se denuncia
la historia de la represión contra una maestra que se niega a retirar de la
biblioteca para niños que dirige una obra que defiende el comunismo. Bass resumió
el drama en la doble imagen superpuesta de sendos primerísimos planos de las
líneas horizontales de un libro abierto y los redondos ojos del niño que lo
lee. Una llama final que se apodera de la pantalla acaba destruyendo a ambos.
"Storm Center"
La
verdad es que si continuó dándole a más títulos de Bass esto no a terminar
nunca, porque constantemente surgen nuevas relaciones y sugerencias. Viendo los
de “Algo salvaje” (“Something Wild”. Jack Garfein, 1961) no puedo dejar de
pensar en los que dos años antes había creado para Hirchcock en “Con la muerte en los talones”, con los que comparte estructura,
planificación, imágenes y signos gráficos, aunque adelanten películas
distintas, sin prácticamente metáforas visuales ni abstracción alguna estos
últimos, más dramáticos y concretos, como corresponde a la cruda y realista
historia de la mujer víctima de una violación que cuenta la película.
Pienso,
sin embargo, que si hay una obra maestra en esta vertiente de imagen real de la
obra de Saul Bass, se trata de los títulos realizados en 1962 para la película
de Edward Dmytryk “La gata negra”,
que en inglés llevaba el título mucho más adecuado de “Walk on the Wild Side”,
que como sabemos los admiradores de Lou Reed viene a querer decir caminar por
el lado salvaje de la vida, o quizás, viviendo en el filo de la navaja.
La
trama se las trae. Parecería que a Bass siempre le tocaban todas las
provocaciones. Un hombre, el siempre un poco tieso Laurence Harvey, busca a su
antigua amada, una jovencísima y carnal Jane Fonda, para ir a encontrarla nada
menos que en un burdel regido por una madame lesbiana, la a menudo fría y
ambigua Capucine, que, ni que decir tiene, está enamorada de la joven. Un
melodrama de toda la vida, al que Dmytriyk había introducido el atrevimiento de
la ambigüedad sexual, que Bass tradujo con brillantez.
Resulta
curioso que a la hora de bautizarla en castellano, lo distribuidores españoles
no encontraran la inspiración en los títulos originales ni la película en sí
misma, sino en la metáfora visual a la que la había traducido Bass en los créditos.
En ellos, una felina, sugestiva y peligrosa gata negra recorre en un primer
plano un paisaje casi hiperrealista, plagado no obstante, como no podía ser de otra manera, de referencias circulares, lineales y geométricas que ojo ciego
quizás no perciba, pero que están ahí.
La gata expulsa de su camino a un gato blanco que se le cruza por medio
y sigue adelante hasta fundir con la perspectiva de una carretera, don rectas
que se parecen juntarse en el infinito, en la que el protagonista hace
autoestop.
"The walk on the wild side"
Una superproducción
de guerra que empieza con un documental mudo
En
1963 el guionista y productor Carl Foreman dirigió su única película. Se
titulaba “Los vencedores” (“The
victors”) y era una superproducción, más bienintencionada que inspirada, con
la que el director perseguido por el macarthismo intentaba contar los efectos
producidos por el avance de las tropas aliadas liberando Europa del nazismo en
las relaciones entre los liberados y los liberadores, centrándose no en los
aspectos políticos o bélicos, sino en los conflictos personales e íntimos a los
que se enfrentaban los múltiples coprotagonistas del film. Encargó los créditos
a Saul Bass, que realizó lo que a mi entender es un ejercicio magistral de
análisis y síntesis, además de un modelo a seguir cuando de contextualizar
históricamente un tema se trata. A simple vista constituye un virtuoso
ejercicio de cine de montaje, al que Bass ya había mostrado su afición con su
participación en “Psicosis” y que
conocía, al menos, desde la escalera de “El
acorazado Potemkin”, pero no es sólo eso. Perdonen que me detenga en ello.
En
los cuatro minutos y catorce segundos de la introducción de Bass a “Los vencedores” se ofrecen al espectador
los datos históricos y políticos suficientes como para que pueda situar las
peripecias posteriores de los personajes en su exacto contexto histórico,
confiriendo así verosimilitud a sus peripecias personales. La pieza está
dividida en dos partes. En la primera, sin palabra escrita o hablada alguna, se ofrece un resumen de las
causas que condujeron a la guerra mediante fotos, fragmentos de documentales y
recortes de prensas sobre sonidos reales de la época. La sucesión de las
imágenes y los momentos que representan es impecable. Se le puede dar un repaso
para comprobarlo. Por orden de aparición en pantalla:
1.-
Escenas documentales de las últimas batallas de la I Guerra Mundial.
2.-
Recortes anunciando el final de la guerra y multitudes celebrando la victoria.
3.-
Titular de prensa sobre el tratado de Versalles (1919), que supuso la
capitulación de Alemania y su práctico desmantelamiento.
4.-
Fotos periodísticas de políticos de entreguerras (Clemenceau, Churchill y otros
hoy menos reconocibles).
5.-
Fotos de una mano firmando un documento, en indudable alusión a los acuerdos de
Munich de 1938, con los que las democracias occidentales intentaron apaciguar
al nazismo alemán firmando un pacto de no agresión.
6.-
Fotomontaje del rostro de Hitlet.
7.-
Aviones volando, bombardeos, guerra.
En
ese momento, Bass realiza una radical elipsis, se salta las batallas, el
sufrimiento y la muerte, y con un fondo de marchas triunfales aparecen al fin
los créditos sobre imágenes de las tropas victoriosas desfilando por diferentes
ciudades liberadas, cuyas formaciones forman, en sí mismas, líneas rectas y
perspectivas geométricas. Como curiosidad, llama la atención que entre los que
desfilan figure el ejército soviético, algo que, en aquellos años tenebrosos de
la guerra fría, no dejaba de ser un atrevimiento políticamente incorrecto.
Pese
a la exactitud del análisis histórico que representa esta selección de imágenes
y momentos, ese rigor no constituiría por sí solo sino una cronología política bien informada. Lo que convierte el corto introductorio de Saul Bass en una obra artística es, ante todo, cómo utiliza el montaje en el cortísimo tiempo disponible. No se trata únicamente de poner al espectador en antecedentes de lo que va a ocurrir en la película, que ya sería un valor, sino, ante todo, de despertar en él una receptividad emocional que le disponga para lo que viene. Y ahí entra la maestría de Bass al montar las imágenes, dándole a quien quiera y se esfuerce por verlo no sólo las fechas de una batalla, sino los motivos y causas de la guerra. Pongamos un ejemplo, aunque fundamental: La entrada en escena de Hitler, el elemento desencadenante.
Está
en pantalla la mano firmando lo que se supone es el Pacto de Munich. Comienza a
sonar un discurso de Hitler y la mano encadena con el rostro del dictador
pronunciándolo. Sin duda Bass disponía de las imágenes en tiempo real de la
ocasión, sin embargo decidió trocearlas en sucesivos planos congelados. La
escena dura unos 12 segundos y en ella se incluyen, en un montaje vertiginoso,
no menos de 30 planos o así; que los últimos van tan rápido que no he sido
capaz de contarlos todos. Esta decisión de fragmentar la secuencia acelera el
tiempo fílmico, en contraste con el discurso que se escucha de fondo, que sigue
en tiempo real continuado; aceleración destinada a crear en el espectador una tensión
creciente que estalle con la bomba final, estableciendo en su mente una
relación causa-efecto entre el nazismo y la guerra. Ni que decir tiene que este
es uno de esos casos, no tan raros tratándose del trabajo de Saul Bass, en los
que los títulos de crédito siguen siendo lo mejor de la película.
"The Victors"
Echando unas
risas para variar
Quien
haya tenido el valor de llegar a este punto del relato bien podría ir pensando
que en el trabajo de Saul Bass sólo hay obras sesudas, dramáticas y retorcidas,
correspondientes al cine más moderno y trascendente que se estaba haciendo en
el momento. Nada más lejos de la realidad. Por su obra, tanto en la que
podríamos considerar de encargo y sobre guión ajeno como en los escasos filmes
en los que escribió y dirigió, corre una sutil vena de humor irónico y
corrosivo de la que sus créditos para comedias cinematográficas ofrecen
sobrados ejemplos. Dadaista lo han calificado algunos.
Ese
humor aparece ya en los juguetones diseños geométricos con claras referencia a
Paul Klee que ideó para “La tentación vive arriba” (“The Seven Year Itch”, Billy Wilder,
1955) o en los casi tres minutos de dibujos animados protagonizados por un
dinosaurio violinista con los que introdujo “Bromas con mi mujer…¡no!”
(“Not with My Wife, You Don't!”, 1966), la un poco tonta comedia de Norman
Panama sobre la manida competencia entre dos amigos por el amor de la misma
mujer.
En
este terreno de la comedia Bass realizó dos de sus obras más talentosas, o al
menos a mí me lo parecen. Se trata de los de “La vuelta al mundo en 80 días” (Around
the World in Eighty Days”, Michael Anderson/Michael Todd, 1956), y “El mundo está loco, loco, loco” (“It's a
Mad, Mad, Mad, Mad World”, Stanley Kramer, 1963), dos ejemplos paradigmáticos
de lo que podríamos definir como comedia disparatada y monumental, tan exitosas
en aquellos momentos, con repartos rutilantes de estrellas a las apenas se ve
pasar. Ambas introducciones eran de larga duración para el género (6,14 minutos
el primero y 4,12 el segundo) y para ellas construyó sendos cortos de dibujos
animados, realizados con singular talento en las antípocas del modelo
industrial dominante establecido por Disney.
“La
vuelta al mundo en 80 días”, es una versión de la novela homónima de
Julio Verne realizada en clave de parodia, tono que le confiere especialmente
el protagonismo cantinflero de Mario Moreno “Cantinflas”, que se apodera de la película y que aún hoy en día
continua siendo el mayor aliciente para seguir disfrutándola. Bass realizó un
triple salto mortal y parodió la parodia. Para despedir la película, pues los
créditos van al ginal, tras que el espectador haya quedado intrigado, y
probablemente frustrado, porque no ha podido reconocer a todas las estrellas
invitadas que han salido en él, su trabajo reproduce exactamente el recorrido y
las peripecias de la película; cada episodio en su sitio justo, distinguidos unos
de otros por diferentes soluciones visuales, siempre en relación con el
episodio correspondiente, y que, como variaciones sobre el mismo tema, utilizan
las preferencias graficas conocidas del autor. El trabajo de Bass combina aquí
perfectamente el carácter meramente informativo de los créditos con un formato
visual, los dibujos animados, que ironizan y parodian la ya de por sí paródica
película. El público no sólo sale de la sala con una última sonrisa, sino perfectamente
resumido en su mente lo que ha pasado en el film.
Contiene
hallazgos notables. Por ejemplo, la sustitución de los rostros de los
protagonistas por las imágenes de los objetos o condiciones humanas que los
representan, todas ellas, por cierto, con referencias al círculo. El reloj,
símbolo del paso del tiempo, única intriga de la película, toma en los dibujos
el lugar de Phileas Phogs (David Niven), obsesionado por la exactitud y la
puntualidad. La bicicleta de ruedas de distinto tamaño es Picaporte
(Cantinflas), siempre en movimiento, personaje motor del film. Un hada vaporosa
representa, en fin, a la virginal y apasionada princesa india que corre a cargo
de una jovencísima Shirley MacLaine cubierta de velos.
En
una sabia y práctica decisión, Bass cambió de norma al identificar a las
numerosas estrellas invitadas de la película, con apariciones mínimas pero de
las que había que presumir, pues constituían uno de los mayores reclamos de la
producción. De ellos sí se muestran las caricaturas, situándolas exactamente en
los episodios en los que aparecen, proponiendo así a los espectadores un último
juego de reconocimiento y fijación en la memoria de la película que acaban de
contemplar.
"La vuelta al mundo en 80 días"
película completa. Títulos en 2h46''28"
En
“El
mundo está loco, loco, loco”, Bass ironiza sobre la farsa un tanto
tosca que es la película de Stanley Kramer, y a un tiempo sobre su propia obra.
El cortometraje, pues de tal se trata, constituye un virtuoso ejercicio de
imaginación gráfica en el que Bass juega con los dos signos básicos de su
lenguaje, el círculo y la línea.
Representado el primero en su forma de globo terráqueo, Bass introduce toda la variada gama de maneras de romperlo, trocearlo, abrirlo, cascarlo, girarlo, explotarlo y destruirlo, aunque siempre acabe recomponiéndose. Las líneas horizontales que forman la sucesión de nombres, tantos que es necesario unirlos unos a otros para que quepan, igualmente se confunden, se mezclan, se fragmentan y se reconstruyen, moteado todo ello por una nube de toscos hombrecillos recortados que corretean, se juntan, se separan, se persiguen, se meten donde no deben y al final salen por el lado izquierdo de la pantalla dejando en el camino una silueta pisoteada.
Representado el primero en su forma de globo terráqueo, Bass introduce toda la variada gama de maneras de romperlo, trocearlo, abrirlo, cascarlo, girarlo, explotarlo y destruirlo, aunque siempre acabe recomponiéndose. Las líneas horizontales que forman la sucesión de nombres, tantos que es necesario unirlos unos a otros para que quepan, igualmente se confunden, se mezclan, se fragmentan y se reconstruyen, moteado todo ello por una nube de toscos hombrecillos recortados que corretean, se juntan, se separan, se persiguen, se meten donde no deben y al final salen por el lado izquierdo de la pantalla dejando en el camino una silueta pisoteada.
"El mundo está loco, loco, loco"
Épica y lírica para
dos superproducciones sobre la historia
1960
fue un año histórico para el cine estadounidense, en el que llegaron a su fin
las siniestras listas negras con las que el macartismo había perseguido a los
profesionales de ideas izquierdistas y asimilables. Ese año se estrenaron dos
películas en las que por fin aparecía públicamente en los créditos el nombre
del guionista que las había escrito, Dalton Trumbo, que había purgado con un
año de cárcel su comunismo y que durante los trece años anteriores se había
visto a trabajar a bajo precio y bajo seudónimo desde su exilio mexicano, lo
que no le había impedido recoger los dos Oscar que llegó a ganar. En 1953 por “Vacaciones en Roma” (William Wyler), en
la que apareció como Ian McLellan Hunter, y en 1956 por “El bravo” (Irving Rapper, 1956), que firmó Robert Rich. A nadie le
sorprendió que el anónimo ganador no subiera a recibir los galardones, aunque
todos sabían de quien se trataba, pues el que más y el que menos estaba en el
ajo.
Las
películas que rompieron el maleficio aquel año de 1960 fueron “Espartaco”, producida por Kirk Douglas y
dirigida por Stanley Kubrick, y “Éxodo”,
producida y dirigida por Otto Preminger. A ellos cabe concederles la valentía
de la decisión, a partir de la cual desaparecieron las listas negras y quienes
las habían sufrido comenzaron a recuperar su profesión en Hollywood
abiertamente, aunque algunas carreras quedaron prácticamente arruinadas, cual
sucedió con las del actor Zero Mostel o el director Bo Bibberman.
Las
dos películas comparten, además, otras características, la de ser ambas grandes
superproducciones, de enorme presupuesto y repartos llenos de estrellas, que
abordaban la historia, pasada o moderna, desde presupuestos abiertamente
políticos de carácter progresista. También contaban las dos producciones con
sendos créditos firmados por Saul Bass, quien tratándose de dos filmes con
tantas similitudes ofreció interpretaciones gráficas muy distintas una y otra.
Épica en un caso, lírica en otro.
La
historia de ”Espartaco” es bien conocida. Se trata del nombre del esclavo
tracio que entre los años 73 y 71 aC encabezó una rebelión de esclavos que
acabó poniendo en jaque el poder del Imperio Romano. Howard Fast, un comunista
que con el paso del tiempo acabaría siendo admirador confeso de Richard Nixon,
la había convertido en novela en 1951, aportándole a la historia una
interpretación de clara influencia marxista que acentuaba sus aspectos de lucha
de clases y rebelión popular. Aquel escrito de su camarada es el que sirvió de
base a Dalton Trumbo para el guión de la película, que acabó siendo una
espectacular parábola sobre la libertad, el poder y su subversión.
La
expresión que le da Saul Bass a esa historia en los 3 minutos 44 segundos de la
introducción tiene un tono claramente épico, conseguido con tan sólo dos únicos
elementos gráficos a los que llena de significado. Predominan los planos cortos
sobre fondo neutro de diferentes partes de estatuas, que simulan clásicas, que
se van fundiendo en suaves y lentos encadenados, según corresponde al tono
grave de la película, y finalizan con el desmoronamiento del último de los bustos,
tal vez un anuncio del fin del imperio. Para contrapesar el efecto visual, Bass
fue intercalando entre ellos imágenes de textos romanos escritos sobre papiro,
que marcan líneas horizontales en las que van insertando los créditos
colectivos. Cuestión de fidelidad a sí mismo.
Un
detalle de maestro. Para avanzar los nombres de los protagonistas, que son
muchos y de lujo, todos perfectamente reconocibles por el espectador, no
utilizó su rostro, al igual que había hecho ya en “La vuelta al mundo en 80 días”, sino símbolos que los representan,
fragmentos de las estatuas. En este caso se trata de manos, que vienen a
expresar el carácter y el papel que juega en la película cada uno de sus
personajes. Espartaco (Kirk Douglas), el rebelde sublevado, es un puño cerrado.
Lavinia (Jean Simmons), la esclava que ama y que le ama, una mano delicada que
lleva una jarra. Antonino (Tony Curtis), el luchador-poeta al que Espartaco ama
como a un hijo, extiende al aire sus dos manos abiertas. Todos ellos, es fácil
verlo, símbolos claros de virtudes positivas que el autor quiere destacar. Al
representar al otro bando, el de los poderosos romanos, empiezan las
matizaciones. Al muy gordo, sibarita y cínico Graco (Charles Laughton), también
bondadoso y justo hasta morir por ello con dignidad, le representan dos manos
que se juntan. Al ladino y oportunista Batiato (Peter Ustinov), que pese a todo
acaba salvando a Lavinia y al hijo de Espartaco, un áspid le sale de la mano
extendida, y Julio Cesar (John Gavin), vencedor en mil batallas y también en
esta, porta en la suya una espada.
Tan
sólo hay un personaje de “Espartaco”,
no sólo protagonista, sino fundamental, al que Bass no representó a través de
su mano. Se trata del cruel, intrigante, ambicioso y despiadado Crasio
(Laurence Olivier), al que, no obstante, humanizan el amor por Lavinia y su propia
ambigüedad sexual. Cuando el nombre del actor y de su personaje aparece en
pantalla, lo hace sobre un halcón de mármol, símbolo en diversas culturas
clásicas, de la Egipcia a la Maya, de poder, superioridad y victoria, totem
mítico, en la contemporaneidad, de empresarios, políticos y estrategas.
“Espartaco”
La
solución gráfica de Bass a la historia igualmente épica y política de “Exodo”
fue bien distinta a la ideada para “Espartaco”.
En “Éxodo”, una llama es el único
signo gráfico presente, con la única excepción de unos brazos que levantan
fusiles al principio. Esa misma llama, que como creo haber indicado, constituye
un elemento gráfico repetido a lo largo de toda su obra, en la que adquiere distintos
significados de acuerdo al film correspondiente. En “Carmen Jones”, aparece como símbolo de la pasión, en “Storn Center” o “Casino” de destrucción, en “Phase
IV”, su propio filme, de autodefensa, pero también de muerte. Teniendo en
cuenta la condición de judío, y emigrante de Saúl Bass, no resulta difícil
entender la profunda implicación personal y sentimental que debió sentir hacia
una película que contaba la construcción del Estado de Israel. Un momento
histórico que concretaba y hacía real el deseo con el que los suyos se habían
venido despidiendo entre ellos desde hacía 2000 años y que él debía haber
repetido, al menos de niño, en numerosas ocasiones: “al año que viene en Jerusalén”.
Con
esa llama, residual hasta que al final ocupa toda la pantalla, quizás pudiera
haber querido expresar la pervivencia durante esos 2.000 años del pueblo judío
en la diáspora y su esperanza en el regreso, hecha al final realidad aquel 14
de mayo de 1948 en que había recalado al fin el espacio físico de sus sueños. En
el fondo, y con el intercalado de la historia de amor correspondiente entre el
guerrero y sexi Paul Newman, y la muy pacífica y algo sosa Eva María Saint, lo
que realmente quería contar Preminguer en “Éxodo”,
también él de origen judío, era esa llegada final a la tierra prometida,
dándole a la película la grandiosidad y la épica que la epopeya histórica
exigía. Bass lo llevó a un terreno más íntimo y lírico, expresión de un
sentimiento a mi entender más personal y profundo hacia la historia.
“Éxodo”
Soluciones
radicales para una película de éxito internacional
Para
cerrar este breve recorrido por la obra de Saul Bass como creador de créditos
cinematográficos, nada mejor que acudir a los que realizó para una de las
películas de mayor éxito de la historia del cine, ganadora nada menos que de 10
Oscar en 1961. En España le pusieron el lacrimógeno título de “Amor sin Barreras”, que no encontró
ningún predicamento entre los españoles, quienes, que yo recuerde, siempre la
llamamos por su denominación de origen, aunque estuviera en inglés.
“West
side story” es una adaptación contemporánea
del “Romeo y Julieta” shakesperiano,
convertido en drama musical por Leonard Bernstein y Stephen Sondheim en 1957 y trasladada
al cine por Robert Wise y Jerome Robbins en 1961. En ella, Verona se convierte
en el marginal West Side neoyorkino, y los capuletos y montescos aparecen
reencarnados en los jóvenes miembros de los Sharks y los Jets, sendas bandas de
americanos recientes. Unos recién llegados de Puerto Rico y otros hijos de los
que poco antes habían llegado desde Irlanda y Europa en general. Ambos en
disputa por la calle, el territorio común de su reciente americanidad. Este
enfrentamiento, no ya familiar, sino social e identitario, constituye la
principal aportación de la película con respecto a la obra original, confiriéndole
a la historia una dimensión social, colectiva e histórica que deviene en testimonio
de un momento concreto de los Estados Unidos y de su construcción como país.
Personalmente
prefiero de la película el testimonio y las sugerencias sobre el conflicto
colectivo, es decir, el mundo del barrio y de las bandas, incluso sus
canciones, antes que la almibarada, aunque trágica, historia de amor
protagonizada con la necesaria blandura por Natalie Wood, nunca tan virginal e
inocente, y Richard Beymer, siempre con cara de ser uno de esos que de buenos
parecen tontos. No sé si Saul Bass compartiría mi caprichoso gusto, pero el
hecho es que centró su trabajo no en la historia de amor, como hicieron los
distribuidores españoles en su traducción del título, sino en la ciudad, a la
que convierte en el núcleo originario de todo lo que sucede en la película.
Dividido
en dos partes de similar duración, que suman en total 10 minutos y que
funcionan como prólogo y epílogo de la película, los créditos de “West Side story” constituyen una de las
obras de Saul Bass de mayor riesgo estético, sobre todo en la primera parte, y
en la que demuestra una soberbia capacidad de análisis y síntesis.
Imaginémonos
la escena por un momento. Estamos en los primeros años del siglo XX en un cine
de Minnesota o Guadalajara. El espectador se ha sentado en su butaca, las luces
se han apagado y tras el león de la Metro, que realmente acojonaba en aquella
enorme pantalla de Panavisión, se escuchan unos silbidos con la pantalla en negro.
Inmediatamente comienza a sonar una suite instrumental, vibrante y brillante,
que enlaza los distintos temas musicales compuestos por Bernstein. Al tiempo,
el negro de la pantalla se convierte en amarillo y sobre él surge una especie
de árbol de finas líneas verticales. En cinco minutos no hay nada más. La
música, las líneas y el color del fondo, lo único que va variando a lo largo de
la secuencia, mediante cambios bruscos o suaves encadenados, tiñendo la tela de
la pantalla de rojos, azules, rosas, violetas, verdes o naranjas. No he
comprobado si acaso las variaciones cromáticas responden a algún significado
más o menos metafórico o concreto relacionado con el sentido de cada uno de los
temas musicales y, con ellos, de la propia película, pero es más que probable,
pues los artistas de verdad no suelen dar puntada sin hilo. Quienes tengan
tiempo, ganas y capacidad podrían analizarlo. Aquí dejo una pregunta por si
alguien siente deseos imperiosos de intentarlo: ¿Es casual que mientras suena
el tema instrumental de “María” (ya
se sabe, el gran tema de amor del film, el de “Maria, Maria, María, María, Todos los sonidos hermosos del mundo en una
sola palabra”) la pantalla viaje del rosa, símbolo femenino, al azul, idem
masculino, pasando por el violeta, mezcla de ambos y que indica, según leo por
aquí de alguien que parece enterado, símbolo “de transformación al más alto nivel espiritual y mental, capaz de
combatir los miedos y aportar paz”?. La introducción finaliza y las rayas
verticales se funden, en un encadenado prodigioso de singular precisión, con la
silueta de la isla de Manhattan y sus rascacielos. El imaginario espectador se
arrellana en la butaca, ya sensitivamente dentro de la película, con el estado
de ánimo necesario y la sensibilidad a flor de piel.
"West Side story" (Prólogo)
La
tragedia ha terminado. Tony ha matado a Bernardo y a su vez ha muerto a manos
de Chino. María ha llorado ya en la desierta cancha abrazada al cadáver de su
amado y la cámara se eleva sobre la vacía cancha de baloncesto en la que ha
sucedido el drama. El espectador seguramente se ha conmovido, o ha sentido
algún nudo en la garganta, o incluso, si es persona sensible, ha echado unas
lagrimitas que discretamente se ha enjugado con el dorso de la mano.
Probablemente quiere saber quiénes le han conducido a sentirse así, tan bien y
tan mal a un tiempo, de los que hasta ahora no se le ha dicho ni pío. Es la
hora de soltar los títulos de crédito.
En
el epílogo de “West Side story” Bass
pasa de la abstracción cromática del prólogo a una especie de minimalismo
hiperrealista que destaca el detalle del fondo, no ya indefinido, sino muy
concreto. De nuevo se escucha una suite que resume los temas de la película,
aunque cambiando el orden y en una versión más lenta y grave. Diría que
reflexiva, si no fuera ponerle demasiada imaginación a la cosa. De la visión
aérea de la ciudad que representa la introducción, como hemos sabido por el
encadenado que la cerraba, se pasa a la cercanía más absoluta del barrio,
retratando sus paredes de cemento, ladrillos y piedra, sus vallas de tablones, sus
puertas o ventanas. Aunque en aquellos años sesenta todavía no se había hecho
un arte de los grafitis, los muros ya servían para dejar plasmadas en ellos las
señas de identidad de la comunidad y de sus individuos, y a ello alude Bass.
Las paredes, que constituyen una maraña de líneas en su propia composición, aparecen
cubiertas por un bosque de palabras y letras, sobre los que se mueve y a los
que se acerca la cámara, extrayendo de entre ellos los nombres de los créditos.
Como
en un paréntesis metafórico, las dos partes del trabajo de Bass enmarcan la
historia de la película sin inmiscuirse en ella. La introducción se desarrolla,
en la representación abstracta de la ciudad vista desde las alturas, antes de
que comience el drama, mientras que el epílogo transcurre cuando ya todo ha
terminado en la detalla concreción del barrio. Ni en una ni en otro hay
representación humana alguna, ni real ni dibujada. La mirada se centra tan sólo
en el entorno, destacando así el protagonismo que en la película alcanza la
propia ciudad, que no sólo es el marco en el que transcurre la acción, sino un
elemento fundamental en la construcción de carácter y la identidad de los
personajes y, consecuentemente, en el desencadenamiento del drama.
"West Side story" (Epilogo)
Según
sus propias declaraciones, no parece que Bass se sintiera demasiado feliz de
ver cómo le surgían los discípulos como hongos y cómo los títulos de crédito se
veían de pronto inundados de imágenes, siluetas, líneas y espirales en
movimiento a veces vertiginoso. Al contrario, parece ser que tan cantidad de
seguidores, muchos de los cuales no habían aprendido de él sino los aspectos
más superficiales de su trabajo, que utilizaban con profusión pero sin profundidad,
fue una de las razones que le llevaron a distanciar sus trabajos de créditos
cinematográficos. Así, al menos, se lo confesó a Billy Wilder en la mentada
conversación:
“Con el tiempo el oficio de hacer créditos se
desmadró. Llegó un momento en que parecía que alguien se hubiera plantado
delante de la película para ejecutar un número de baile. Los títulos
imaginativos se volvieron una cuestión de moda, no de utilidad, y en ese
momento me retiré.”
En
los treinta años que a partir de 1966 transcurrieron hasta su fallecimiento
Bass realizó tan solo 12 introducciones de otras tantas películas; apenas una
cada tres años, frente a las algo más de tres anuales que había creado hasta
entonces. En todas ellas, aun las correspondientes a las producciones más ligeras
e intrascendentes, mantiene su altísimo rigor formal y su profundidad de
análisis y síntesis. En algunas de ellas, especialmente las últimas, llego a
utilizar técnicas digitales de dibujo y animación por ordenador, que hoy
constituyen el pan nuestro de cada día pero que entonces constituían aún
novedosos experimentos.
Incluso se pueden señalar un par de obras
maestras en este periodo. Por ejemplo, las suaves siluetas femeninas de raíz
matissiana que se funden hasta formar una sola en “Extraña amistad” (“Such good friends”, Otto Preminger,
1971). O el cercanísimo recorrido de la cámara por la muy realista elaboración
de un menú gastronómico, al que acompaña desde que es tan sólo una bola de
carne en la cocina hasta que acaba consumido en la mesa, evidenciando la otra
cara de la historia contada por el comediante Billy Cristal en su primera
aventura como realizador, “El showman de los sábados” (“Mr.
Saturday night”, 1992), una convencional comedia con pretensiones sobre el
ascenso y caída de una estrella de la televisión, presentada en los créditos
como un producto que se cocina y se consume. En ambos casos lo mejor de la
película son los títulos.
Como
remate de una brillante carrera, Martin Scorsese reclamó a Bass en 1990 para que
realizara los créditos de “Uno de los nuestros” (“Goodfellas”). Le entregó un corto de 2
minutos y 32 segundos con los títulos en blanco atravesado horizontalmente la
pantalla negra en los que se insertan a capón imágenes reales de la brutal y
esencial secuencia del apuñalamiento en el maletero del coche. Scorsese debió
pensar que aquellos titulos reflejaban (analizaban y sintetizaban) la barbarie
y la implacable y no escrita ley que regían la historia que había contado,
porque le encargó a Bass los créditos de sus tres siguientes películas, hasta que
la muerte les impidió seguir colaborando. Bass firmó estos tres últimos
trabajos junto a Elaine, su esposa y colaboradora de toda la vida, que al fin
accedía al rango de la autoría.
El talento de Saul y Elaine Bass aportó al cine de Scorsese el muy inquietante fondo de oscuras aguas estancada a “El cabo del miedo” (“Cape fear”, 1991) y la simbiosis entre las líneas de un texto manuscrito, se supone que literario, y aún puede suponerse sin riesgo que perteneciente a la novela de Edith Wharton en que se basa “La edad de la inocencia” (“The Age of Innocence”, 1993), a las que se encadenan flores y bordados.
O
las bombillas de los carteles luminosos de Las Vegas de “Casino” (1995), formas
alegres y coloridas que al suceder a la secuencia introductoria en la que
Robert de Niro vuela por los aires en el coche, no vienen a representar ya la
chispeante diversión de la ruleta o el poker, sino el oculto dramatismo mafioso
de sus entresijos. Resulta un ejercicio interesante comparar este trabajo de
Bass con el que, en clave de comedia, había realizado 25 años antes para la ya
mentada “La cuadrilla de los once”. En ambos casos utilizó los mismos o
parecidos elementos formales, con los que definía el mismo mundo del juego en
el que transcurren ambas, pero utilizados en aquella ocasión en clave de
comedia, y no de drama, como en esta última, que viene a constituir algo así
como el involuntario testamento artístico de Saul Bass. Como si fuera un cierre
de la vida, en los últimos planos de “Casino” una voraz llama acaba quemándolo
todo.
"Casino"
Acabo
ya, aunque la cosa no quede aquí. Aún queda por repasar la muy interesante,
aunque breve, obra de Saul Bass como director, que viene a suponer la
aplicación de sus principios estéticos a películas de las que era totalmente
responsable, y no sólo un interpretador de ideas ajenas, lo que permite entrar
en otros aspectos de su obra, no ya meramente formales sino, también,
ideológicos. Pero lo abordaré en una nueva entrega, porque de momento con lo
escrito hasta ahora me sale Bass por las orejas y debo tomarme un descanso.
Por
si todavía queda por ahí algún espíritu insaciable, aquí les dejo para su
contemplación esta recopilación de la mayor parte de los títulos elaborados por
Bass, que unidos uno tras otro casi alcanzan la duración de una película convencional.
Nada de convencional, hay sin embargo en ella, sino la muestra evidente de un
talento artístico de primer orden.