Los socialistas
llegaron a Televisión Española con el propósito de hacer borrón y cuenta nueva.
José María Calviño, un abogado
pontevedrés de treinta y nueve años, que no militaba en el PSOE, pero que desde
hacía dos años representaba a partido en el consejo de administración de RTVE,
fue el elegido para llevar a cabo el cambio anunciado, que al final se
produciría, aunque no sin grandes costes, políticos y económicos, y en un
camino bien distinto del anunciado.
El mismísimo Alfonso Guerra, muñidor socialista de
todos los temas de comunicación durante ahora años, y ahora ya flamante
vicepresidente del Gobierno, quiso marcar la línea a seguir en la toma de
posesión de Calviño, el 10 de diciembre de 1982, con una tajante declaración de
intenciones: los socialistas llegaban a TVE para lograr la "desgubernamentalización informativa".
Curiosamente, en los cinco mil días de mandato socialista sobre la televisión
estatal, fuera cual fuera el director general de turno, cambiaron muchas cosas,
pero el sectarismo, la manipulación y el control de los informativos siguió
siendo un mal sin solución, ni entonces, con los socialistas, ni después, con
los gobiernos populares. Además, la disputa alrededor del tema acabo
convirtiendo RTVE en campo de batalla político a cara de perro entre gobierno y
oposición, lo que, unido al déficit económico, contribuiría poderosamente al
descrédito de la televisión pública en años posteriores.
La batalla por
marcar el territorio comenzó ya de manera agria en 1983, recién llegado el
prometido cambio. La primera medida fue lavarle la cara a la pantalla, sacando
de ella a profesionales significativos de etapas anteriores. En la limpia,
prácticamente desaparecieron rostros tan conocidos como los de Mariano Medina, histórico hombre del
tiempo, Florencio Solchaga, que el
20 de noviembre de 1975 le había tocado en suerte dar la palabra a Arias Navarro para que anunciara la
muerte del Caudillo, Paloma Gómez
Borrero, la eterna corresponsal en El Vaticano, o Santiago Vázquez, Adela
Cantalapiedra, Ramón Almendros y
Santiago López Castillo, que pasaron
al limbo de los pasillos de Prado del Rey, ese lugar mítico en el que se está
pero no se es, se cobra, pero no se trabaja.
En el lugar de
los defenestrados fueron apareciendo en las pantallas --jóvenes, entusiastas y
sin nada que les identificara con el pasado-- los destinados a ser las
estrellas informativas de la televisión del futuro: Luis Marinas, Clara Isabel
Francia, Rosa María Mateo, Pepe Navarro, Manuel Campo Vidal, Ángeles
Caso o Paco Lobatón, entre una
larga galería de rostros juveniles que anunciaban la bonanza por venir. Sin
embargo, cuando parecía que las piezas del nuevo diseño de TVE comenzaban a
encajar, estalló el caso Balbín, un
torpedo directo a la línea de flotación de la credibilidad de los deseos de
cambio tan a bombo y platillo proclamados.
Uno de los primeros
nombramientos de José María Calviño
fue el de director de informativos, un cargo fundamental en el organigrama,
básico para hacer visible esa "desgubernamentalización"
anunciada. Escogió a José Luis Balbín,
un periodista asturiano de cuarenta y dos años que desde 1976 había adquirido
notoriedad y prestigio dirigiendo y presentando "La clave", un programa de debate político y cultural que marcó
historia.
Para emitir el
14 de enero de 1983 Balbín había
grabado un debate sobre los ayuntamientos de izquierda, en el que, entre otros,
participaban desde el entonces alcalde comunista de Córdoba, Julio Anguita, hasta José María Álvarez del Manzano, para la
fecha simple concejal, pero futuro alcalde del PP de Madrid. También estaba el
ex concejal socialista Alonso Puerta,
que se atrevió a denuncian con papeles encima de la mesa, una trama de
corrupción en el consistorio de la capital, que dirigía Enrique Tierno Calvan.
El escándalo fue
inmediato y la emisión se suspendió. Puerta acabó expulsado del PSOE, y Balbín
capeó la situación como pudo, aunque quedó tocado del ala, y si bien consiguió
seguir al frente de una renqueante "La
clave" hasta 1985 (aunque volvería a Antena 3 TV en los noventa, ya
sin apenas éxito), fue destituido de su puesto de director de informativos el
21 de septiembre del mismo 1983, justo al día siguiente de que Felipe González dijera en el Congreso
que no estaba satisfecho con la programación de TVE. El cese de Balbín provocó
la dimisión voluntaria de Antonio López,
militante socialista y director de la cadena, y de otros quince directivos.
Los programas del cambio
Si la política
informativa que en nombre del PSOE aplicó Calviño
no fue sino más de lo mismo: manipulación e ingerencias gubernamentales --una
tradición que sólo en los escasos meses de mando de Fernando Castedo se había intentado cambiar seriamente-- en el
resto de la programación comenzaron ya a verse en 1983 frutos del nuevo estilo
que se quería imponer; programas que dieran la imagen de modernidad,
atrevimiento e irreverencia que los nuevos tiempos parecían exigir.
Fernando García Tola, un vallisoletano
que había llegado a Madrid con diecinueve años para convertirse en gloria
literaria y que ya había lanzado al estrellato en distintos programas de TVE a
nuevas presentadoras como Mercedes Milá,
Isabel Tenaille y, sobre todo, a la
actriz Carmen Maura, decidió dar la
cara él mismo, e inventó "Si yo
fuera presidente", en el que no sólo dirigía y escribía los guiones
sino que también presentaba y entrevistaba. Su acidez e ironía al tratar la
realidad, su desparpajo ante la cámara y su arrojo al abordar temas polémicos
consiguieron un éxito inmediato para el programa, que también sirvió para
lanzar a la popularidad a los cantantes Joaquín
Sabina, Javier Krahe y Alberto Pérez, que actuaban en cada
emisión.
Durante los años
de la transición había ido surgiendo en España, y muy especialmente en Madrid,
una generación de jóvenes artistas, a los que la prensa reunió alrededor de lo
que llamaron la movida, que en 1983 estaban ya preparados para tener su propio
programa de televisión. Como responsable de "La edad de oro", que fue el modesto nombre elegido para el
espacio, se eligió a Paloma Chamorro,
que en su currículo tenía haber entrevistado a Salvador Dalí y Joan Miró,
que abrió el escaparate televisivo a las nuevas tendencias artísticas, no sólo
la música, aunque ése fuera el contenido predominante, sino también otras
formas artísticas, del cine a las artes plásticas o el videoarte.
"La edad de oro" cumplió hasta 1985
su papel de difusor de unos artistas que cumplían perfectamente las condiciones
de modernidad y ruptura con el pasado que exigían los tiempos. También de
olvido. Pese al éxito, el carácter transgresor que a veces le dio Paloma Chamorro al programa no dejó de
acarrearle problemas y escándalos, como la acusación ante los tribunales, que
acabó en absolución, por profanación de la religión, como consecuencia de un
vídeo del grupo Psychic TV en el que
aparecían imágenes provocadoras a costa del imaginario católico.
La censura había
dejado de ser directamente política (excepto en lo que se refiere a la manipulación de los informativos, que no es poco), pero las
fuerzas del antiguo régimen aún tenían poder para imponer sus criterios
morales. En 1983, también Carlos Tena
debió sufrir las consecuencias de la intolerancia. La emisión en su programa
"La caja de ritmos" de la
canción "Me gusta ser una zorra",
que cantaban el grupo punk femenino Las Vulpes,
aparte de un juicio, en el que tanto él como la autora de la canción fueron
considerados inocentes, le costó el programa, que fue suspendido.
Sin embargo, el
programa nacido en 1983 que alcanzó mayor longevidad fue "Con las manos en la masa", que
estuvo diez años en antena dirigido y presentado por Elena Santonja, antes actriz y pintora, que con ese programa se
convirtió en la pionera de los espacios de cocina en la televisión española,
abriendo el camino para tantos cocineros mediáticos como luego han sido.
Todavía permanece en la memoria su extraordinaria sintonía, compuesta y cantada
por el grupo Vainica Doble --una de
cuyas componentes, Carmen, era
hermana de la presentadora del programa-- y Joaquín Sabina.
EL FIN DEL MONOPOLIO
El 31 de diciembre
de 1982 comenzó a emitir Euskal Telebista, la televisión autonómica vasca, y la
catalana TV-3 lo hizo el 10 de septiembre de 1983. Con el nacimiento de ambas
cadenas se inició un acelerado proceso de ruptura del monopolio televisivo que
hasta entonces había detentado TVE con sus dos cadenas. Un proceso que se
cerraría en 1990 con la aparición de las tres primeras televisiones privadas:
Tele 5, Antena 3 TV y Canal+. Esa ampliación del número de emisoras iba a
cambiar por completo el modelo televisivo existente hasta entonces,
estableciendo la competencia como base de la relación entre las teles y la
lucha por la audiencia, y por consiguiente la publicidad, en su ideología
principal
Los únicos que
al parecer no previeron los cambios, sobre todo económicos, que se iban a
producir en los años siguientes en el panorama televisivo español fueron los
gobernantes socialistas y su primer director general en RTVE José María Calviño. Satisfecho de los
enormes ingresos publicitarios que obtenía la entonces imbatible televisión
estatal, su máximo responsable decidió, con gran regocijo por parte del
correspondiente ministro de Economía, rechazar la subvención pública directa
que hasta entonces recibía, A cambio, se acordó financiar RTVE por un sistema de
endeudamiento bancario con el aval del Estado, cargando las cuentas del ente
público con una deuda cada vez mayor que llego a superar en 2004 el billón de
pesetas.
NOTA
2013.
A título de comparativo histórico pongo aquí uno de los programas de “La clave”, emitido en 1979. Verlo ahora
sirve para documental una época en la que en España aún tenían valor y
prestigio la palabra y los argumentos y en la que los debates aún no habían
caído en el griterío y el espectáculo, por mucho que en esta confrontación de
ideas sobre “El marxismo” se diera
una buena bronca entre Santiago Carrillo
y Bernard Henri Levy. También
participaron Roger Garaudy, José María Obiols. Enrique Tierno Galván y Alfonso
Osorio.
sábado, 28 de septiembre de 2013
Una España en blanco y negro
las películas de
la época, la España de la postguerra era en blanco y negro: aunque, eso sí, con
una buena gama de grises. Una España de censura castradora, que igual mandaba a
la hoguera los libros de los rojos que la habían abandonado hacia el exilio
como subía los escotes de las coristas de las revistas. Una España del
racionamiento y del canto de los himnos falangistas en los colegios a la hora
de recoger la tableta de chocolate, duro como una piedra, y el vaso de leche
que servían de merienda. Una España nacionalista que reprimía los
nacionalismos. Una España de Sección Femenina y OJE, de cortes de fluido
eléctrico y saludos fascistas con el brazo en alto en los cines o en los
desfiles, que a tantos antifranquistas obligaban a salir del local antes de que
terminara la película, o esconderse en los portales para saltarse la obligación.
Una España del contrabando y el estraperlo, que cada uno practicaba conforme a
las posibilidades que les otorgaba su puesto en el escalafón del régimen: los
de arriba introduciendo barcos cargados con zapatos de un solo pie para pasar
el mes siguiente los del pie restante, y los de abajo peleando con el fielato
para que les dejaran pasar el cerdo despiezado de la matanza del pueblo que les
permitía comer todo el año. Una España de glorificación el deporte como forma
de salir de la miseria, de retransmisiones radiofónicas de ciclismo, fútbol o
boxeo, a las que Franco era muy aficionado, tanto o más que al mus, la caza de
la perdiz o el venado, la pesca del atún o la trucha y las proyecciones
privadas en El Pardo de sus películas preferidas.
Tras la guerra
civil, España había quedado materialmente destrozada. Según las estadísticas
que el propio régimen elaboró más tarde, la guerra que ellos mismos habían
desatado destruyó doscientas cincuenta mil viviendas e inutilizado otras
tantas, habiendo quedado inservible el 60% del parque de locomotoras, el 40% de
los vagones de carga y el 61,2% de los coches de viajeros. También se habían
hundido doscientas veinticinco mil toneladas de marina mercante[1].
Desde el punto de vista demográfico, España tenía en 1939 un millón trescientos
catorce mil doscientos cincuenta y siete habitantes menos de los que debía
tener, incluyendo en ese déficit las muertes durante la guerra, la disminución
de los nacimientos, el incremento de las defunciones por enfermedad y el
exilio.
Se transformó totalmente
la situación educativa, visible no sólo en el cambio de los métodos y los
contenidos de la enseñanza, o en la depuración de miles de maestros republicanos,
sino incluso en la propia sustitución de los nombres de colegios e institutos.
Así, en Madrid, centros como el Pablo Iglesias, el Emilio Castelar o el Rosario
Acuña pasaron a llamarse José Antonio Primo de Rivera, Víctor Pradera y San
José de Calasanz, respectivamente. Una revista de la época describía así el
inicio de una jornada escolar: "Al empezar
las clases, los niños, formados, izan bandera; después rezan, cantan el himno
del Movimiento y el Nacional, y luego desfilan cantando algunos de los himnos
del Frente de Juventudes. La misma solemnidad tiene el arriar la bandera al término
de la jornada escolar. Solamente estos dos sencillos actos impregnados de
emoción dan idea del enorme camino recorrido desde la Liberación, Aquellas
masas infantiles, desharrapadas, sucias, formadas por niños díscolos, rebeldes
son ahora grupos organizados que responden a conceptos de disciplina, que saben
rezar, cantar bellas estrofas y sienten el amor a la Patria"[2].
Es comprensible que con tantas actividades extraescolares quedara poco tiempo
para el estudio.
Una educación,
por otra parte, férreamente marcada por los principios del movimiento, la
visión imperial de España y la religión en su versión más retrograda. La
Iglesia, que había saludado la sublevación como una cruzada, dio sus
bendiciones al triunfo del franquismo. El Papa Pío XII, refiriéndose a esa nueva
España, aseguraba el 16 de abril de 1939, apenas una quincena después de la
victoria, que "la nación elegida por
Dios como principal instrumento de evangelización del nuevo mundo y un baluarte
inexpugnable de la fe católica, acaba de dar a los precursores del ateísmo
materialista de nuestro siglo la prueba más excelsa de que, por encima de todo,
están los valores eternos de la religión y del espíritu". En esa
comunión de ideales, los sacerdotes asistían impávidos a los fusilamientos, que
tenían, según el escritor católico belga Charles d'Ydewalle, "un fondo inicuo de rosarios, misas, curas y
liturgias católicas", y velaba en las prisiones por la tranquilidad
espiritual de los presos.
A su llegada a
Barcelona en 1947 para hacerse cargo de la dirección clandestina del PSUC en el
interior, Gregorio López Raimundo se encontró una España de la que dice en sus
memorias: "Ocho años después delfín
de la guerra civil, los índices de producción de los diferentes sectores
estaban, según datos de la propia administración franquista, al 60% de las
cifras de 1926. Y en este período la población había aumentado en cuatro
millones y medio de habitantes. A mediados de 1947, el índice general del coste
de la vida era cuatro veces y media superior al de 1936, mientras que los
salarios no habían aumentado más que un 75%...l... Pero los sueldos no eran la
única dificultad con que se enfrentaban los trabajadores. Las restricciones
eléctricas se mantenían cuatro y hasta más días por semana, el racionamiento de
los artículos de primera necesidad funcionaba cada vez peor, se extendía el
mercado negro y los precios aumentaban sin que lo hiciesen proporcionalmente
los salarios. Un artículo tan indispensable como las patatas se distribuía una
vez al mes, un kilo por cupón, al precio de 7,60 pesetas el kilo. Y desde el 1
de enero el billete del tranvía costaban 0,50 ptas, en lugar de 0,25, es decir,
el doble que el año anterior. La carestía y el estraperlo habían adquirido tal
volumen que constituían cotidianos temas de gobierno y de permanente actualidad
en los medios de comunicación"[3].
En esa España,
los comunistas sobrevivían como podían. Unos, intentado reconstruir el partido,
en la clandestinidad más absoluta, con nombre y documentos falsos; otros,
buscando los contactos que les permitieran volver a la militancia activa, algo
que no siempre resultaba fácil; y muchos más, recién salidos de las cárceles y
los campos de concentración, apartados de la organización partidista por
precaución o por miedo, escuchando las emisiones de La Pirenaica, que les daban
la esperanza para seguir viviendo. Todos pensando que aquello no podía durar
cuarenta años.
[1] Daniel
Sueiro y Bernardo Díaz Nosty, “Historia
del franquismo”.
Recuerdo la
entrada de los fascistas en Madrid. Tenía trece para catorce años y estaba en
el instituto de segunda enseñanza, al que acudí aquella mañana como todos los
días, pero no había prácticamente nadie, sólo en el local de la FUE[1]
estaba uno de sus representantes quemando algunos archivos. Recuerdo como
anécdota que estábamos totalmente solos en todo el instituto y al entrar en el
local de la FUE me regaló un parchís con los cubiletes y los dados diciendo,
más o menos: llévatelo, porque cuando entren se lo quedarán todo y mejor que lo
tengas tú. A mi vuelta, ya por la plaza de Chamberí, Glorieta de Iglesias y
luego por Eloy Gonzalo y Álvarez de Castro, antes de llegar a mi casa, vi a los
primeros falangistas, pistola en mano, circulando por las calles, quizás horas
antes de que las mismas tropas franquistas entraron en la ciudad. A la llegada
a mi casa encontré a mi padre desesperado por lo ocurrido, tumbado en la cama,
y al día siguiente le detuvieron. Recuerdo que andaba yo en la calle con otros
amigos jugando a dola, es decir, a saltar el burro, mi padre que me pone la
mano en la cabeza y me dice: dile a madre que me llevan estos señores, que me
llevan a las Salesas detenido. Lo recuerdo bien, porque dejé de jugar y
andando, porque andando le llevaron hasta las Salesas desde Viriato, vi como le
metían por el portalón de dicho edificio y allí permanecí varias horas en la
puerta, hasta las once o las doce de la noche. Claro, que detenciones como la
de mi padre era el pan nuestro de cada día para centenares, millares, de
ciudadanos de este país, no era un caso aislado. Se ha dicho en alguna ocasión
que la mitad de España vigilaba a la otra media, que estaba en campos de
concentración o en cárceles.
Sí, recuerdo
aquellos tiempos. Si durante la guerra civil había pasado hambre en ocasiones,
recuerdo las hambres o las hambrunas de la postguerra. Recuerdo las colas del
auxilio social. Recuerdo las enfermedades de la postguerra, el piojo verde, la
tuberculosis generalizada, la prostitución que llenaba las calles de Madrid.
Recuerdo una ciudad que era un rosario de cárceles, como lo era en gran parte
toda España: Porlier, Santa Rita, Comendadoras, etcétera, etcétera. Recuerdo
también, esto era bajo cuerda, los nombres de los fusilados, las sacas que se
hacían por la noche. Sería interesante volver a recordar el libro de un
fascista tan connotado como el yerno de Mussolini, que lo ha dejado por
escrito, en el que daba el número de los fusilamientos en Madrid, en Sevilla,
en Barcelona. En aquellos tiempos se fusilaba a diario, en cualquier tapia de
cementerio, en cualquier cuneta de cualquier lugar de España. Y recuerdo ese
tiempo porque vivíamos también la otra cara oculta, hermosa y difícil, que era
la de la solidaridad. Claro, con mi padre en la cárcel, mi madre se tuvo que
poner a trabajar. Recuerdo que cuando mi madre tuvo que ponerse a trabajar para
darnos de comer a los hijos yo me acordaba de Dios y de todos los santos de la
corte celestial al verla arrodillada fregando escaleras; yo sentía, más allá de
lo que puede llamarse conciencia de clase, no se si la palabra es la más justa,
casi odio en esa dirección. Sí, recuerdo cuando por la noche los compañeros de
mi padre a lo largo del mes nos llevaban el salario del día para que pudiéramos
comer y vivir. Aquello, que era una forma del Socorro Rojo Internacional, acabó
como el rosario de la aurora, con la mayor parte de la gente en la cárcel.
Tuve que ponerme
a trabajar antes de los catorce años, primero con un carrito de pan por las
calles de Madrid, luego con un pintor de brocha gorda, llevando los materiales
de una obra a otra, que sólo me dejaban pintar, o más que pintar dar la primera
mano, a los retretes. Ahí estuve algunos meses, después pasé a trabajar con un
represéntate de zapatos. Yo iba todavía con pantalón corto, llevándole la
maleta con el muestrario de un lugar para otro por las zapaterías de Madrid.
Aquel hombre, seguramente un represaliado como tantos y tantos de la guerra
civil, no cogía jamás el autobús o el metro, y me acordaba de toda su familia,
porque el que iba cargado con la maleta todo el día era yo. Con él estuve
trabajando cierto tiempo; después, con menos de diecisiete años fui
representante de productos de odontología, de sillones de dentista que no vendí
nunca; jamás vendí nada. Aún tuve otros oficios, como auxiliar de tercera en
unas oficinas en las que hacía de todo, menos mal que no había mucho trabajo,
en las que ganaba cien pesetas al mes. A ese trabajo iba y volvía andando, las
cuatro veces, para no gastar una perra ni en el metro ni en el autobús.
Recuerdo a la
juventud de mi barrio, los chavales de mi edad, que los domingos íbamos andando
hacía Cuatro Caminos, hacia la Universitaria. Eran los tiempos del estraperlo,
y nos comprábamos una barra de pan blanco o un par de perras gordas de higos
secos para comer. También íbamos debajo del puente de Amaniel a bailar con la
música de las barcas, de unos pequeños tíos vivos que allí estaban situados,
porque no costaba ningún duro, o cuando comprábamos una botella de vino o una
gaseosa para los chicos y chicas y estábamos allí toda la tarde sentados,
comiendo esa barra de pan que habíamos comprado de estraperlo en Cuatro
Caminos, o higos, o pan de higo, o altramuces.
Mirada desde hoy
era una juventud triste. Ya empezábamos a noviear, las parejas que se formaban
tristeando por las calles de Madrid, que a veces, cuando teníamos dinero,
íbamos a los cines de sesión continua, como el Chueca y otros que entonces
funcionaban, nos veíamos tres películas y nos pasábamos horas y horas en el
cine matando el tiempo. El Voy, que estaba en la calle Álvarez de Castro, el
cine Diana, donde a veces cantaba Tomás de Antequera, y sobre todo íbamos hacía
la Dehesa de la Villa, a un merendero que se llamaba Gorriz, al aire libre, que
creo que todavía existe o ha existido hasta hace poco. Es decir, una historia
triste que ayer mismo, viendo la película La Colmena me recordaba el Madrid de
aquella época y me lo recordaba porque a veces yo también iba a la calle de
Carranza a pasear. Aquella calle en Madrid era entonces como la plaza mayor de
cualquier pueblo de España, donde chicos y chicas paseábamos saludándonos
cuando nos cruzábamos. Eran tiempos en los que, por otra parte, las autoridades
eclesiásticas y civiles imponían al alimón normas de conducta, en los que en
los escaparates de los establecimientos no se podían ver bragas ni sostenes ni
ropa interior. Es decir, una vida chata en todos los órdenes.
Un mundo
recortado, un mundo sin horizontes, que quizás sólo era vencido, aunque no
tuviéramos dinero, por las ansias de vivir y la rebeldía que podía anidar en los
corazones de la gente, y entre ellos, naturalmente, el mío. Una rebeldía con
causa, naturalmente. No era únicamente que estuviera descontento así por las
buenas, era una rebeldía con causa en todos los órdenes. Una España dura y
difícil en la que leía todo aquello que caía en mis manos sin ningún criterio,
encontrado en las librerías de viejo o en los puestos de cambio de novelas o de
tebeos, donde por unas perras podías cambiar y leer algunos libros. Era un
lector muy anárquico de todo lo que cayera en mis manos. Durante aquellos
tiempos, buscando una salida a la situación, también iba a algunas academias y
aprendí algunas cosas, que unas me sirvieron y otras para nada. Empecé, porque era
bastante aficionado, a dibujar, a estudiar en una academia de delineantes para
intentar encontrar un puesto de trabajo, y después, en el último empleo,
trabajaba de calcador en una fábrica de alternadores, de motores eléctricos.
Cuando la guerra
mundial daba sus últimos coletazos tuve mi primera confrontación laboral, no
por un problema personal mío, sino por el de una muchacha que era tornera y le
quisieron hacer una injusticia. Tuve un enfrentamiento con el patrón y me
sancionaron durante un tiempo sin darme trabajo alguno, en un pasillo de la
fábrica, dando instrucciones al personal para que no me saludara. Aguanté en
esa situación nada fácil unos cuantos meses y después pasé a trabajar en una
empresa de decoración. Yo iba con la cinta métrica levantando los planos de
oficinas o de pisos cuando alguien quería cambiar el mobiliario o hacer una
ornamentación distinta. Fui a la Escuela de Ingenieros Industriales, en la que
se estudiaba para delineante proyectista; estuve tres años en ella y aprendí,
que es lo que más llegué a saber en mi vida, geometría descriptiva y algo de
resistencia de materiales y de allí pasé a trabajar en el laboratorio central
de Obras Públicas, que estaba situado en el Retiro, al lado de la Escuela de
Caminos, cerca del Ángel Caído.
Armando López Salinas
Cuando llegué a
Barcelona después de salir de la cárcel tenía treinta y siete pesetas en el
bolsillo, nada más, que las guardaba para poder pagar la cama por si tenía que
dormir en algún sitio. Por fin, en una tienda de frutas me dijeron que sí, que
fuera a tal lugar, la calle Bañonuevo número 2, que era una tienda que no tenía
pérdida porque hacia esquina. Fui allá, pregunté, me dijeron que sí, que entrara
por el portal y subiera al primer piso. Subo, me presento a aquella señora que
me dijo que necesitaba una chica, pero me pidió informes. Le dije: no tengo
informes, soy mayor de edad y me he escapado de casa, porque me quieren casar
con un primo y yo no me quiero casar con nadie a quien no quiera, osea, que
informe no le puedo dar ninguno. Les dije que era de un pueblo de Guadalajara,
ya no me acuerdo cual, y que si pedían informes allí me iba a localizar la
Guardia Civil y me obligarían a volver al pueblo. Así que me aceptó, me dijo lo
que iba a ganar, lo que tenía que hacer y yo le dije que volvería el día
siguiente a las nueve. ¿Por qué mañana y no ahora? me preguntó. Porque he
llegado hoy y no tengo donde quedarme, tengo una maletita en la estación. Madre
mía, esta criatura, dijo la mujer, ¿tú sabes lo que has hecho? con lo perdido
que está Barcelona, a las Ramblas irás a parar; venga, vete a buscar la maleta
y vente a casa.
Así conseguí
trabajo, con la casualidad que en un bar de enfrente estaba sirviendo Bene, una
amiga. Qué cosas, yo en el número dos y ella en el número uno, así nos pusimos
en contacto. A mí se me pusieron las manos perdidas de lavar y de fregar la
casa y la tienda, y recuerdo que un chico que venía a engrasar el cierre de la
puerta me vio fregando y me dijo: oiga, señora, enséñeme las manos. Se las
enseñé. Usted ha salido de la cárcel, me dijo. ¿Y por qué voy a haber salido de
la cárcel? Pues porque mi hermana tiene las manos igual que usted, no han
fregado en cinco años y ahora se pone a fregar y mire que pitos tiene. Así es,
he salido de la cárcel, pero te vas a callar, porque aquí no saben nada, le
dije.
El lavadero daba
a otro lavadero, el patio de luces que se suele llamar, y una señora que salía
allí a lavar veía el esfuerzo que yo hacía y cómo tenía las manos, que a veces
me tenía que poner alguna cosa para no manchar la ropa de sangre, sobre todo al
planchar, para lo que tenía que vendarme los dedos, porque en cuanto cogía la
plancha se abrían aquellas heriditas y lo pasaba fatal. Aquella mujer me decía:
pobrecita, pobrecita, como se le han puesto las manos. Yo le explicaba que es
que en mi casa estábamos muy bien y nunca había hecho esas cosas, que lo mío
era coser y bordar. La mujer se lo tragó todo, aunque luego supo la verdad,
porque hablamos un día en la calle y le confesé que había salido de la cárcel.
Yo vivo en una barraca, me dijo ella, en la Diagonal, la comparto con usted si
quiere. Es que no estoy sola, le contesté, hay también una amiga mía que
tendría que venir. No importa, contestó, yo tengo una hija de catorce años, las
cuatro viviremos en la barraca, se busca trabajo y deja de servir. Dos meses
escasos estuve y me busqué otro trabajo.
En la cárcel
había con nosotras una mujer, una camarada, que había sido millonaria dos veces
y las dos había perdido el dinero por el Partido, que me dio un montón de
direcciones. Se llamaba Gloria Cueto. Las direcciones eran de gente que me
podía socorrer. Lo primero, antes de dejar aquella casa, fuimos al médico de su
familia y nos puso unas inyecciones de hígado y nos dio unas vitaminas, muy
bien. Una de las casas a la que fui a servir era una sastrería que había en los
bajos de la Pedrera, pregunté por el dueño, me mandaron al despacho, le dije
que iba a saludarle de parte de Gloria Cueto.
Era el sastre de
su familia, allí vestía ella trajes de chaqueta hechos por sastre, también
vestía el marido, que ya había muerto. Aquel hombre reaccionó como el médico:
¡Ay la millonada esta, donde se ve por culpa del Partido! comentó, pero me dio
trabajo. ¿Que sabes hacer? me preguntó. Pantalones. Pero de pantalones nada,
cuando me dieron el primero no sabía por donde cogerlo, pero al ver que, pese a
todo, sabía coser, me dijo que iba a hacer los arreglos. Así fue, y muy
contenta. Todavía estaría trabajando allí si no fuera porque tenía que
sindicarme en el sindicato vertical franquista, y una de las putadas del
Partido en aquella época, que ellos no sabían lo que significaba para los que
salíamos de la cárcel, era la consigna de no sindicarse, que era un error,
porque hubiéramos minado también aquel sindicato, no después, como se hizo,
sino que se hubiera empezado a minar antes. Pero nos teníamos que salir de
donde trabajábamos, porque no podíamos sindicarnos. Podíamos quedarnos, pero
¿qué nos haría el Partido? ¿Nos expulsaría o qué? Tuve que dejar aquel trabajo.
De allí fui a
casa de un amigo de Guadalajara, un hombre de banca que había sido represaliado
y tenía en su piso un taller de repita de niño. Bene y yo seguíamos viviendo en
la barraca. Allí me dieron trabajo. Estaba contenta, porque además cosía a
máquina y a mí me gusta trabajar en la máquina y la ropita de niño me gustaba
hacerla. Yo llevaba a Bene unas ropitas a las que había que poner unas cintitas
en las mangas, le daba paquetones, ella ponía las cintas por la noche y yo me
las llevaba por la mañana. Así íbamos trampeando, hasta que el tío aquel quiso
meterme mano y también tuve que marcharme de allí.
En ese tiempo
reencontré al Partido. Estando en esa casa de la ropita de niño había una
aprendiza muy maja. Aquella cría quizás oyese alguna cosa que yo le decía al
dueño o no sé por qué, el caso es que un día me dijo sin más ni más que su
hermana y su cuñado querían invitarme a comer, que les había dicho que tenían
una oficiala muy maja, maquinista, que era castellana y que, cómo ellos también
eran castellanos, le habían dicho que fuera el domingo a comer. Yo me olí algo
raro. Fui a comer y efectivamente, el cuñado era un camarada. Yo le dije que
sí, que estaba dispuesta a trabajar en el Partido, que lo estaba deseando pero
que no sabía cómo encontrarlo. El me dio una cita en Diagonal esquina Balmes.
Acudí a la cita,
con la mala suerte de que había una tormenta terrible, una tormenta de agua y
de aire, que tenía que sujetarme la faldita que me había hecho con un retal
para que no se me subiera a la cabeza. Me puse como una sopa y el camarada no
apareció. Le di a la chica un abrazo para su hermana y su cuñado, para que
supieran que yo estaba viva todavía. Un día iba con Bene en el tranvía y nos
encontramos con Pura González. Nos reconoció, más a la chica que a mí, bajamos,
hablamos, y ella estaba organizada con el Partido en la guerrilla. Entonces,
ahí conecté de nuevo en el Partido.
Salí de la
cárcel de Porlier el 16 de marzo del 43. La verdad es que no me lo esperaba,
porque, aunque no sabían que había sido comisario en la guerra y no me habían
juzgado, pensaba que la cosa iba para más largo. Cuando me enteré de que me
soltaban y se lo conté a los compañeros hicimos una chocolatada para
celebrarlo, me puse un mono limpio y repartí lo que tenía entre los que se
quedaban, que me dieron cincuenta mil cartas para entregar a sus familiares.
Los que estaban en la oficina me dijeron que fuera al día siguiente al juzgado
del Paseo del Prado para tomarme declaración y que aquella noche no fuera a
dormir a mi casa, sino que me buscara otro sitio si podía; se conoce que eran
gente más o menos del Partido y querían avisarme.
Les hice caso y
me fui a casa de mi hermana Pilar, que vivía en Barceló 15. Tomé el metro y
llegué hasta Sol y cómo iría de nervioso que en lugar de hacer trasbordo y
seguir hasta la estación de Tribunal me bajé en Sol y fui andando. Al llegar a
la casa sobre las once de la noche me encontré a la portera fregando la
escalera, ella llamó a mi hermana que se llevó una sorpresa tremenda, porque no
se lo esperaba.
El día que salí
era martes y mi madre iba a visitarme los miércoles, así que aquella misma
noche mi hermana la llamó por teléfono a casa de unas vecinas andaluzas, con
las que nos llevábamos muy bien y que cuando fueron a preguntarles para hacer
un informe tras mi detención dijeron que yo era buena persona, aunque muy de
izquierdas, y le dijo que la mañana siguiente se pasara por su casa antes de ir
a la cárcel a verme. Imagínate la sorpresa de la abuela Juana cuando se
presentó en casa de Pilar y me encontró allí. No se lo creía.
Estaba sin
trabajo, naturalmente, pero tuve la suerte de que justo al día siguiente de
salir me encontré por la calle a don Joaquín, que ya había sido mi patrón
antes, y me ofreció trabajo. Yo había estado empleado con él hasta octubre del
34, cuando me despidió con motivo de la huelga de aquel año acusándome de
comunista. En los primeros años de la guerra me lo encontré por una calle de
Madrid camuflado de obrero, sin corbata ni nada, y nos saludamos. El debió
pensar que le podía denunciar, cosa que nunca se me ocurrió, porque ya no volví
a verle y supe que se había pasado a la otra zona inmediatamente. Quizá por no
haberle denunciado el hombre se sentía agradecido y por eso me ofreció trabajo.
Don Joaquín
venía de misa. El sabía que yo había estado en la cárcel y al verme me preguntó
qué cómo me habían tratado y yo le dije que bien, aunque nos habían dado muy
mal de comer. ¿Qué va a hacer usted ahora? me preguntó, y yo le contesté que
buscar trabajo. Como le va a ser difícil, me dijo, suba usted mañana por la
oficina y yo le prepararé algo. Al día siguiente ya estaba conduciendo un
camión.
Después de estar
en varias obras en Villalba, el Escorial y Argamasilla de Alba, donde la
empresa construía una carretera, me mandaron a Cuenca, que ya conocía por haber
estado de comisario en La Roda. A los encargados de la obra a la que iba no se
les ocurrió otra cosa que meterme en la posada más facha de la ciudad, que era
de uno que llamaban El Flecha y en la
que también estaban viviendo varios guardias civiles y algún cura. No había
forma de escaparse de ellos, todos los días me invitaban al bar, que nunca me
ha gustado frecuentar, y El Flecha
cuando me encontraba en la calle me gritaba a voz en grito: ¿Qué hay, requetumba? porque como me he criado en
Navarra creía que era requeté.
Yo llevaba el
nombre de un camarada para entrar en contacto con el Partido, y le busqué a
través de algún conocido de la guerra. El caso es que él se debió enterar que
le estaba buscando y cuando supo que yo era el que vivía en casa del Flecha debió pensar otra cosa que no era
y le entró miedo, porque no quiso saber nada y desapareció. Luego supe que se
había ido a Valencia.
En aquellos
tiempos me daba gloria viajar solo en el camión. Iba por las carreteras con las
ventanillas abiertas y cantando a todo trapo canciones que me sabía: La Internacional, La Joven Guardia, Bandera
Rossa y todas esas. También coplillas de mi pueblo, como esa que dice:
"A los curas los capan este año/ yo
no quiero que capen a mi amo/ porque me ha prometido unas medias/ si le capan
me quedo sin ellas". Disfrutaba con eso.
Después de hacer
un viaje a Madrid de unos días ya no volví a la pensión del Flecha y me busqué
otro sitio que me recomendaron, una casa particular de una señora que se
llamaba Felisa. Allí conocí a doña Benita, tu madre, menuda elementa. Ella era
viuda y tenía ya dos hijos, pero a mí no me importaba. Yo no quería casarme por
la iglesia, porque quería demostrar que podíamos vivir juntos, querernos y ser
felices sin hacer todos esos trámites, así que nos arrejuntamos y nos vinimos a
Madrid. Después de nacer tú, que primero tuvimos otro hijo que se murió con un
mes edad, la abuela insistió en que nos casáramos legalmente, porque me podía
pasar algo a mí, que viajaba mucho, y quedaros vosotros sin nada, así que
fuimos a una iglesia de Tetuán, una prima de tu madre lo arregló todo, te
dejamos con la abuela y nos casamos. Por cobrar los puntos fue.
Antonio Gómez Marín
[1]
Federación Universitaria Española, sindicato estudiantil de izquierdas durante
la República, ilegalizado por el franquismo.
[2]
Por necesidades a la hora de ordenar el contenido del libro, se ofrece el
testimonio de la vida en la inmediata postguerra de Tomasa Cuevas después del capítulo
anterior, Clandestinidades 1, en el que cuenta su posterior vida clandestina.
Los
hispanoparlantes son uno más de los muchos componentes que tiene ese
superestado llamado Estados Unidos, un componente que ha seguido manteniendo
peculiaridades raciales, culturales, idiomáticas y musicales propias, que se
han desarrollado junto a las anglosajonas y que, en muchos casos, se han
mezclado. De eso vamos a hablar hoy.
La comunidad
Hispana en los EE.UU. sufrió un aumento del sesenta y cinco por ciento en la
década de los setenta, pasando de ser nueve millones en 1970 a casi quince
millones en 1980[1].
De seguir este crecimiento, los hispanohablantes serán la minoría más numerosa
de la población más poderosa de la tierra. Muchos son los orígenes de esta
comunidad, aunque preferentemente de origen mexicano, un 60%. No hay que
olvidar que más de tres mil kilómetros, una distancia equiparable a la que hay
entre Madrid y Estocolmo, tiene la frontera mexicano-estadounidense, que todo
el Oeste actual de Estados Unidos, de Colorado a California y hasta Texas,
estuvo bajo dominación española o independientes durante trescientos años. Todo
ello ha creado unas bases culturales indelebles.
Otras comunidades
importantes son las que constituyen los emigrados puertorriqueños, un quince
por ciento, que abandonaron su isla (a pesar de ser un estado asociado) para
buscar en Nueva York trabajo y pan; son numerosos también los exiliados
cubanos, un seis por ciento del total, censado fundamentalmente en la península
de Florida. El resto son pequeñas comunidades sudamericanas: chilenos,
argentinos, uruguayos, y también españoles.
Raúl Yzaguirre,
presidente del Consejo Nacional de la Raza, organismo con más de 140 grupos
hispanos afiliados a lo largo de toda la geografía estadounidense decía en
1981: «Si la comunidad hispana en EE.UU.
formase un Estado, sería el quinto país en el mundo de habla española». Eso
ya da una magnitud de lo que hablamos. El castellano cuenta con cátedras que lo
enseñan en casi 2.000 universidades de EE.UU. Hace dos años se editaban en ese
país nueve diarios de información general, y una veintena de revistas en
español, emitían en este idioma ochenta emisoras de radio y trece estaciones de
televisión, con más de un centenar de centros emisores repartidos por todo el
país.
De cómo esta gente,
marginada, incomprendida, reprimida y discriminada ha influido en la música del
pueblo americano, de cómo ha conseguido el éxito en todo el mundo, tratan estas
líneas.
La influencia de
la cultura hispana en la música estadounidense, al comienzo de su fusión, puede
rastrearse hasta la década de los cuarenta, a través de dos caminos unidos en
ciertos aspectos y diferenciados en otros: el jazz y la salsa (también hay otra
influencia, ideológica, que quizás es anterior en el tiempo pero que veremos
después). La llegada de orquestas musicales de estilo latino, con orígenes puertorriqueños,
cubanos, o españoles, supuso un revulsivo en el mundo del espectáculo
norteamericano. Las salas de baile se llenaron con el atractivo del ritmo
caliente de los nombres de Pérez Prado
o Xavier Cugat, de Beny Moré o de Carlos Gardel. El cine se disputó sus caras, aunque la mayoría de
las veces fueran como invitados de lujo o directores de orquesta, que, al fin y
al cabo, era lo suyo. Sus mambos, calipsos, cumbias, boleros, cha-cha-chas,
tangos y rumbas dejaron una semilla que habría de estallar décadas después con
el invento de la salsa.
El ritmo negro
del jazz no podía renegar de su pariente más próximo el ritmo afrocubano.
Aparte de su eterno maridaje en Nueva Orleans, donde la concurrencia de
culturas mezcló lo hispano con lo africano, lo francés con lo indio y el alemán
con el italiano, el negro estadounidense y el caribeño tenían necesariamente
que encontrarse en el jazz. Y así sucedió. Los escarceos estallaron a finales
de los cuarenta con la aparición del «be bop», el estilo que abriría las
puertas al jazz contemporáneo a base de insuflar calor y libertad en el
clásico. Fueron numerosos los percusionistas de origen cubano, y caribeño en
general, que tocaron, con Machito, Mario
Bauza o Chano Pozo en cabeza, en
las orquestas de Dizzy Gillespie, Charlie Parker, Thelonius Monk, Miles Davis,
etc... Ellos fueron parte de ese calor que transformó el jazz en la música
popular más evolucionada, más compleja. Su rastro lleva hasta hoy mismo, no
sólo en la influencia que se observa en tantas composiciones del jazz
contemporáneo, sino en el prestigio de que disfruta el saxofonista argentino Gato Barbieri o el percusionista
brasileño Airto Moreira, por poner
sólo dos ejemplos.
El otro camino por
el que la música latina se introdujo en Estados Unidos, aunque en este caso la
influencia resultara más política e ideológica fue el folk, para el que ha
constituido, desde los clásicos del género hasta los cantautores posteriores, una
temática habitual. En esa línea, quizás la primera llamada de atención hacia lo
hispano para los músicos folk fuera la guerra civil española, con su repercusión
mundial y el aldabonazo consiguiente que supuso para muchos intelectuales y
artistas estadounidenses, cantantes incluidos.
En 1961 fueron
editados en los Estados Unidos dos discos como recuerdo, homenaje y solidaridad
de los demócratas estadounidenses con los españoles. En ellos se incluían,
además de canciones alemanas, italianas, francesas y españolas, una serie de
siete canciones republicanas de la guerra civil española («Viva la quince brigada», «El
quinto regimiento» y «Si me quieres
escribir», entre ellas), interpretadas por un grupo de cantantes folk
estadounidenses que las habían grabado en 1940 para solidarizarse con la
República en el exilio. El más famoso de ellos, Pete Seeger, que entonces tenía veintiún años y que ahora es el más
importante de los cantantes de folk americanos vivos, no ha vuelto a dejar de
cantar canciones españolas en sus muchos años de cantera. En su último disco de
1980 repitió, por enésima vez, una nueva versión de «Viva la Quince Brigada». El interés de Pete Seeger por la música
hispana se amplió luego a otros países, solidarizándose con ellos, cantando sus
canciones y popularizándolas, como en el caso de «Guantanamera».
En ese mismo
doble álbum, se incluye un tema compuesto y cantado por Woody Guthrie, una figura legendaria del folk estadounidense, que
sobre una tonada popular interpretó, en plena guerra civil española, la canción
«Jarama Valley», en la que narra la
famosa batalla. En Guthrie, la preocupación temática por las minorías hispanas
de EE.UU. siguió a lo largo de los años. Una de sus más hermosas canciones,
interpretada luego por cientos de cantantes, «Deportee», narra la historia de un accidente de aviación que acabó
con la vida de un «cargamento» de obreros mexicanos que cruzaban la frontera
clandestinamente. Woody escuchó la noticia en la radio, y el comentario
despectivo de un oyente de que «They were
just deportees» (“Sólo eran
deportados») le movió a componer la canción: «Adiós a mi Juan, adiós a Rosarito. Adiós mis amigos, Jesús y María. No
tendréis nombre cuando toméis el gran avión; no os llamarán otra cosa que
deportados».
Su ejemplo, el
de Pete Seeger, el de los Weavers,
el conjunto folk que consiguió extraordinaria popularidad en los cincuenta,
siendo modelos de todos los grupos del futuro, que no dejó de cantar canciones
dedicadas a los demócratas españoles en los más duros años de la «caza de
brujas», prendió en la generación de los cantantes folk y folk rock de los años
sesenta, setenta y ochenta, que alcanzaron repercusión en todo el mundo.
A partir de los años sesenta, el polo de la influencia ideológica de lo hispano en los Estados Unidos balanceó de España hacia Latinoamérica, con la poderosa influencia que supuso el triunfo de la revolución cubana. Los cantantes americanos de folk, que luchaban con sus canciones contra la discriminación racial, la guerra de Vietnam, la polución, las centrales nucleares, el sexismo, no podían dejar de interesarse por lo que sucedía en la parte centro y Sur de su mismo continente. Simón y Garfunkel, popularizaron por
todo el mundo una vieja canción del altiplano andino que se llamaba «El cóndor pasa», en un acercamiento musical
a la realidad latinoamericana, para el que escogieron como acompañante de la
grabación a un conjunto tan acreditado como Los Incas (con excelente quenista que es Uña Ramos).
Más politizado, Phil Ochs, uno de los cantautores más lúcidos de
su generación, dedicó desde muy pronto canciones a los trabajadores del café en
Colombia («Bracero») y denunció la
invasión americana de la República Dominicana con una poesía seca, dramática,
casi cinematográfica: «Los cangrejos
enloquecen, corren atrás y adelante, la arena quema, y los peces huyen, se
pierden de vista. Cambian de rumbo. Mientras las gaviotas descansan en la fría
tronera, los `marines’ han desembarcado en las costas de Santo Domingo». Era
1965, y cuando once años después decidió suicidarse porque quizás pensó que no
valía la pena seguir perdiendo, estaba participando activamente en conciertos
de solidaridad con el Chile democrático.
Joan Báez, la gran dama del movimiento, de origen
hispano ella misma, no podía dejar de prestar atención a su propia cultura a lo
largo de su carrera. Dedicación a lo hispano que culminó en 1974 con la edición
de un álbum totalmente editado en nuestro idioma, con una dedicatoria sin lugar
a dudas: “… a mi padre, que me ha dado mi
apellido latino y todo el optimismo de que puedo hacer alarde”.
Muchos son los
cantantes de folk americano que escribieron canciones sobre latinoamérica o
España, o que incluyeron en su repertorio temas de estos países (Judy Collins, interpretando «Plegaria a un labrador» de Víctor Jara; Stephen Stills y Kris
Kirstofferson, cantando a la revolución cubana; Grace Jones, adaptando el
«Libertango» del argentino Astor Piazola y convirtiéndolo en un éxito de
discoteca), etc. En ellos está la raíz hispana de una cultura que no puede
quitarse de encima su influencia.
Aunque no vamos
a referirnos a los músicos puertorriqueños, venezolanos, cubanos, colombianos,
centroamericanos en general, que han dado lugar a la explosión mundial de la
salsa, tomando como punto de partida las comunidades hispanas de Nueva York, sí
que podemos rastrear la salsa en los músicos estadounidenses, de origen latino
o no, que la han paseado por el mundo, más o menos presente en sus canciones.
Carlos Santana se debe citar en primer lugar.
El consiguió con su álbum «Abraxas»
(1970) que la música de salsa latina se hiciera escuchar en todo el mundo,
alcanzando los puestos más altos de las listas de éxito. Carlos Santana, de
origen latino, ha seguido insistiendo en la salsa, más o menos desvaída con
épocas de rock puro o de «meditación trascendental». El tomó todos los
elementos que había en la cultura musical de sus antepasados y los incorporó al
rock y a su guitarra. El resultado fue excepcional.
Pero no sólo Carlos Santana. También su hermano, Jorge, que desde 1972 hasta el 74
mantuvo el grupo Malo haciendo
salsa, y luego ha continuado en su carrera en solitario practicando el estilo y
colaborando en destacadas ocasiones con las grabaciones de Fania, el sello de
salsa más importante. Esta línea han seguido numerosos conjuntos de buen éxito:
Azteca, Ray Gómez, El Chicano, José Chepito Áreas (percusionista de
Santana), y un largo atcétera.
En todos ellos
la influencia latina es sustancial, inseparable de su música, pero otros sin
raíces hispanas también han sentido la mordida del calor y del ritmo. Desde Hendrix y los Doors hasta Steely Dan o
Dave Mason, el rock americano está
lleno de tumbadoras, bongós y calor latino. Es nuestra pequeña venganza por la
pérdida de identidad que sus casas discográficas imponen en muchas ocasiones a
nuestros pueblos, con productos que, desde luego no tienen el peso de los
nombres que aquí estamos citando.
Si se puede
hablar de un «creador» en el mundo del rock hay que referirse a Bob Dylan, con todos los altos y bajos
que se quiera, con todas las contradicciones que se le quieran descubrir. A
pesar de ello es el compositor de canciones más importante e influyente de todo
el rock, debidamente en compañía del dúo Lennon-McCarney.
Y en Bob Dylan la influencia hispana es cierta e irrenunciable.
Quienes le escuchen
cantar el «Romance en Durango» del
álbum «Desire» (1976) comprenderán lo
dentro que están las raíces hispanas, las mexicano-americanas de esos tres mil
kilómetros de frontera, en su obra. Desde el «Boots of spanish leather», de 1963, pasando por «Spanish Harlem incident» y «Spanish is a lovin tonque», lo español
ha estado presente en sus canciones, unas veces en forma de referencia o de
leyenda más o menos exótica, otras marcando la estructura y el ambiente de la
canción, cargándolas de acentos latinos.
En su álbum «Pat Garret Billy the Kid», banda sonora
de la película del mismo título dirigida por Sam Peckinpah, en la que interpretaba un pequeño papel de mexicano,
esta influencia es total. Como resultado de su acercamiento al mundo de la
frontera, Dylan entra con este álbum en el mundo de la cultura texano-mexicana
que en el rock y cercanías ha tomado el nombre de «tex-mex».
“Tex-mex” es el
mestizaje de las culturas mexicana y estadounidense a lo largo de la frontera
entre los dos países. Musicalmente se define por el ensamblaje de instrumentos
electrónicos con otros típicos del folklore de México, tales como el acordeón o
la guitarra de doce cuerdas. Su influencia en el rock ha venido dándose desde
el principio, desde que algunos rockeros clásicos como Buddy Holly o Budy Nox,
que habían nacido en Texas (por no hablar de Richie Valens, Ricardo Esteban
Valenzuela Reyes cuando salió de la pila bautismal), se incluyeron en el
movimiento, aunque apenas se detectaran en su música otras cosas que leves
rasgos mexicanos. Cuando Bill Halley
se encontraba en uno de los momentos más bajos de su carrera, luchando por
sobrevivir, también se acercó a la frontera, por razones más bien comerciales,
hay que decir, interpretando en español algunos de sus twist.
Sin embargo son
otros los nombres que caracterizan el «te-mex» propiamente dicho y su
influencia en el rock. Algunos de origen estadounidense como Doug Sham o Augie Meyers; verdaderos ejemplos de integración cultural. En
España se editó hace un par de años un álbum de Peter Rowan, artista texano de gran interés, autor de hermosos
temas texano-mexicanos con textos revulsivos y denunciadores. En la misma línea
de gusto por lo mexicano se encuentran artistas de la reconocida valía de Ry Cooder o David Linley, el guitarrista de Jackson Brownie, que con producción de este último editó un
magnífico álbum en España, «El Rayo X»
(1981), de múltiples influencias latinas. En esta misma línea pueden incluirse
los dos discos editados en nuestro país de Joe
King Carrasco, que a pesar de su nombre es de origen alemán, consigue que
su música tenga una fuerte carga hispana.
Más pureza y
carga hispana hay, no obstante, en los artistas de origen mexicano, algunos de
real importancia no sólo en Texas o los estados de la frontera, sino en todo el
país, tales como los acordeonistas Flaco
Jiménez, una verdadera institución, o Steve
Jordán, a quien King Carrasco ha llamado «el Jimi Hendrix del acordeón». Igualmente habría que citar a
cantantes procedentes del country, como Johnny
Rodríguez o incluso de terrenos musicales tan lejanos como el rhythm and
blues, tal como Freddy Fender,
llamado en realidad Baldemar Huerta.
Sellos discográficos como la compañía californiana Arhoolie Records han editado
abundante material de rock con influencia hispana, aunque, excepto los casos
indicados, continúe inédito en España.
Ya hemos hablado
un poco más arriba de la importancia alcanzada por algunos músicos de origen
latino en el jazz estadounidense. La importancia de Gato Barbieri, un argentino convertido en uno de los saxos más
destacados del jazz contemporáneo habla de ello, así como la de Airto Moreira, percusionista brasileño,
indispensable en cualquier grabación donde se necesita un poco de ritmo y
calor; pero el último descubrimiento de los músicos de jazz rock estadounidense
es un español, gitano para más señas y virtuoso de la guitarra: Paco de Lucía.
La última
grabación de Chick Corea,
el más conocido de los pianistas de jazz-rock, ha sido el espaldarazo
definitivo para el guitarrista flamenco. El álbum, «Touchtone» (1982), es un álbum latino por los cuatro costados; Corea,
que ya se había acercado a lo hispano en otros discos (recordemos el «Spanish in my heart», doble álbum de
1976), da en este trabajo un especial protagonismo a la guitarra de Paco de Lucía (también participa el
contrabajista Carles Benavent), y
eso da como resultado un álbum de extraordinaria frescura en el panorama actual
del jazz rock.
Desde que Paco de Lucía dio el primer recital con
John McLaughlin y Larry Coryell en el Palacio de los
Deportes del Real Madrid, su influencia ha ido en aumento. Los guitarristas
americanos de jazz descubrieron en él a un músico poderoso, brillante, de gran
capacidad de improvisación y preparación técnica, que los dejaba atrás en
cuanto se descuidaban, tan distinto al Manitas
de Plata que era todo que conocían del flamenco (pese a existir previamente
una grabación antológica entre Sabicas
y el guitarrista de rock y blues Joe Beck que es una delicia). Larry
Coryell ha grabado la rumba «Entre
dos aguas», que lanzó en España a Paco de Lucia, y Al Di Meola le ha invitado en repetidas ocasiones a participar en
la grabación de sus álbumes, especialmente escribiendo para interpretar junto a
Paco el tema «Danza del Sol mediterráneo».
El jazz y el
flamenco tenían fatalmente que encontrarse fuera de las fronteras españolas, y
ha sido Paco de Lucía, que ya hace
años había grabado en nuestro país un álbum de flamenco-jazz con el saxofonista
Pedro Iturralde, el indicado. Es la
unión de dos músicas profundamente raciales, de hondo contenido y misteriosa
belleza, que se rigen por sus propias leyes estéticas y que al encontrarse se
potencian.
Entre los
últimos inventos musicales de la industria discográfica también hay influencia
hispana. En medio del tecno, la nueva ola, los nuevos románticos y todos esos
inventos, dos grupos están dando, unos desde Inglaterra y otros desde Estados
Unidos, la batalla por mantener la llama de la influencia latina en el rock. Son Blue Rondo a la Turk y Kid Creole and the Coconuts.
Blue Rondo a la Turk son un grupo de
diez jóvenes ingleses de distinta procedencia que han tomado su nombre de una
vieja composición del vibrafonista de jazz Dave
Brubeck, aunque su producto musical marche más por las sendas del
cha-cha-cha y el calipso que por la del jazz. En pocos meses han saltado a la
popularidad con un álbum ha conseguido buenas ventas en todo el mundo. «Me and Mister Sánchez», que tiene todas
las características del éxito; es pura música latina en la mejor acepción del
término, aunque esté cantada en inglés. Los Blue Rondo han logrado una
inteligente reconversión de los sonidos característicos de la Fania y la Tamla
Motown (el sello especializado en soul y música negra) y los han acercado al
gusto europeo añadiéndole unas pocas gotas de funky. El resultado es explosivo
y las discotecas de medio mundo lo están comprobando.
Kid Creóle and theCoconuts son neoyorkinos, y en los tres discos que han editado en
España mezclan todo tipo de géneros musicales haciendo auténticos malabarismos.
Es como un coctel lujurioso al que se le pusieran unas gotas de salsa, un poco
de funky, otro poco de jazz y un pizco de soul. Como ha escrito José Manuel
Costa: «La música es la más pérfida
mezcla de géneros que se haya escuchado en la historia». August Darnell, que dirige el conjunto,
y su inseparable compañero, el hispano Andy
Hernández, han conseguido dar imagen a su conjunto a partir de una
excelente utilización de la música latina, creando un producto de un
inconfundible sabor.
La música
hispana forma ya parte del rock estadounidense y de toda la música del norte de
América en general. Es una influencia más o menos directa, claro está, pero
indudable. Es la influencia inversa a la frialdad del tecno o el snobismo de
los nuevos románticos, una influencia que no ha sido meramente musical, sino
que en muchos casos ha servido para determinar también en buena medida las
posturas ideológicas de unos cantantes y unos movimientos de canción mucho más
comprometidos e ideologizados de lo que su lanzamiento comercial podría hacer
suponer. La influencia hispana, vestida en muchos casos de solidaridad, ha
definido posiciones y ha marcado posturas, también ha permitido llenar de calor
y ritmos tropicales la música de la nación más poderosa del mundo. La raza
hispana no se resiste a desaparecer debajo de la cultura y el poder
anglosajones. A lo largo de los años los hispanos estadounidenses han mantenido
su cultura, sus costumbres y su música por encima de deterioros y presiones de
todo tipo. Si la comunidad latina en EE.UU. no tiene, como denuncian sus
líderes, los representantes políticos que necesitaría en el Gobierno de la
nación, los estados y los municipios, sí que tiene presencia imborrable en la
música popular, y aunque una cosa no valga por otra, sirva esto, al menos, para
dejar constancia de una realidad y una tradición.
NOTA 2013. La
verdad es que soy incapaz ahora de desentrañar los criterios por los que
entonces, hace 30 años, decidí no incluir la salsa en el artículo, cuando se trata
evidentemente del género musical específicamente latino nacido en Estados
Unidos, en Nueva York más concretamente, por mucho que su padre directo fuera
el son cubano y sus practicantes caribeños de pura cepa. Quien quiera completar
el mapa y no esté agotado de la caminata puede darle a aquí y le saldrán unas cosillas sobre la salsa neoyorkina.
[1]
Como ya entonces era de prever, en 2013 el número de latinos en Estados Unidos ha crecido
en progresión geométrica desde que se escribió el artículo, hasta superar los
50 millones, convirtiéndose así en la minoría más numerosa del país. Los
hispanos eran ya en 2010 el 16,4% de la población total del país, mientras que
los negros no latinos (afroamericanos en la jerga políticamente correcta del
momento) son tan sólo el 12,%. Las nacionalidades más numerosas son la mexicana
(33 millones), la puertorriqueña (4,7 millones) y la cubana (1,8 millones),
seguidos por salvadores y dominicanos.