Historias de la tele cuando la tele era una. 5 (1970)
En la historia de Televisión Española hay dos
bigotes míticos, que quedaron marcados a fuego en la memoria de quienes los contemplaron
en la pantalla. Uno fue el de Eugenio
Martín Rubio, entrañable y coherente hombre del tiempo que se apostó su
adorno capilar si no llovía, y como el día fue seco, su siguiente aparición
televisiva la realizó a labio descubierto. Profesionales con ese pundonor ya no
quedan,
El otro bigote era más frondoso, acompañado de unas patillas abultadas que
fueron adelgazando con el tiempo, y tras el se escondía una de las figuras
televisivas que marcaron época. José
María Íñigo, que había basado su carrera hasta entonces en ser un yeyé que había vivido en Londres, desde
donde colaboró en la radio y en la prensa musical, pasó a ser en 1970 el
representante de la modernidad, que luego se vería que no era tanta, en una
televisión que se caracterizaba, precisamente, por el carácter rancio de su
imagen pública.
El programa que hizo dar a Iñigo
un salto cualitativo en su carrera, que le convirtió en un icono de la
televisión en España se titulaba “Estudio
abierto” y se estrenó el 12 de marzo de 1970 con una jovencísima Rocío Jurado
como invitada. La verdad es que la novedad sólo lo era en España, pues el
espacio era similar a los que desde años atrás hacían en Estados Unidos Dick Cavert y Johnny Carson, o en Inglaterra David
Frots, pero el bigotudo comunicador,
que era como ya se empezaba a llamar a este tipo de periodistas televisivos,
pudo apuntarse el mérito de haber introducido el modelo en nuestro país.
“Estudio abierto” era lo que ahora se llama un talk-show o magazín, es decir, una mezcla de entrevistas y
actuaciones musicales (que ahora han sido sustituidas por las tertulias), pero
en aquellos años resultaba totalmente novedoso. El secreto del éxito del programa,
que fue extraordinario, estaba en varios factores. La personalidad del
presentador, que a poco del estreno sería también director, su aspecto de
moderno que, sin embargo, era capaz de plegarse a las exigencias más antiguas,
fue un factor importante, pero también hubo otros. El más decisivo, sin duda,
la existencia de un equipo de guionistas casi debutantes, que en un principio
estaba compuesto por Manuel Leguineche,
Jesús Picatoste y Julián García Candau, luego todos ellos
periodistas ilustres, a los que irían sustituyendo figuras emergentes como las
de Alejandro Heras Lobato o, sobre
todo, el novelista Jesús Torbado,
que firmaba con el seudónimo de Jesús
Carro.
Con lo que ellos escribían y con
la conocida labia de Iñigo supieron hacerles radiografías precisas a los
invitados al plató, que fueron de todo tipo y condición. Acudieron a “Estudio Abierto” figuras del cine
internacional como Gina Lollobrigida,
Rita Hayworth o Anthony Quinn, escritores como Vargas
Llosa o Delibes, el boxeador Urtain o el payaso Charlie Rivel; unos pocos nombres entre los casi cuatro mil
personajes que Íñigo entrevistó en los cerca de cinco años que duró el
programa. Eso sí, no todos los invitados lo eran por sus propios valores
profesionales. También los hubo que fueron allí porque eran domadores de burros
que competían en carreras marcha atrás, niños inventores, tontos de pueblo o
pastores que se ponían ante las cámaras con sus ovejas.
El programa, que apenas costaba
300.000 pesetas, rompió moldes y se convirtió en un éxito en toda la regla,
hasta el punto de que, pese a emitirse (excepto en su última etapa) en la
segunda cadena, el UHF, llegó a estar entre los programas más vistos, siempre,
eso sí, según los estudios poco rigurosos de la época. Aún así, su repercusión
fue enorme y una de sus consecuencias, quizás imprevista, fue la de dar carta
de visibilidad a una televisión alternativa, que, esa sí, se abría al futuro.
La otra televisión
La segunda cadena, nacida el 15
de noviembre de 1966, había sido concebida como un hueco televisivo para la
experimentación, la cultura, lo diferente y lo minoritario, todo ello dentro de
los límites de lo posible, y en 1970 seguía siendo así. De todas formas su
importancia todavía era mínima. No comenzaban las emisiones hasta las siete de
la tarde y tan sólo estaba tres horas y media en el aire, lo que no daba para
mucho. Sin embargo, en su seno encontraron su sitio una camada de nuevos
profesionales, muchos de ellos procedentes de la Escuela Oficial de Cine,
algunos de los cuales alcanzarían la mayoría de edad televisiva años después en
“Curro Jiménez”. Indirectamente, a todos ellos les ayudó el triunfo de "Estudio abierto", que consolidó la nueva cadena.
En ese rincón de la televisión
innovadora pudieron verse series y programas como “Fiesta”, que hizo Julio Caro
Baroja en 1967, “La Víspera de
nuestro tiempo” (Jesús Fernández
Santos, 1967), o el “Si las piedras
hablaran”, que escribió Antonio Gala,
y realizaron diversos realizadores precisamente en 1970. En estos espacios, y
en otros, como los dramáticos “Teatro de
siempre”, “Hora 11” o “Ficciones”, velaron sus primeras armas
profesionales directores como Josefina
Molina, Pilar Miró, José Luis Borau, José Antonio Páramo, Sergi
Schaff, Antonio Drove o el
malogrado Claudio Guerín Hill, que
debido a su temprana y trágica muerte se convirtió en el más significativo de aquella
generación de directores televisivos.
Guerín Hill falleció en febrero de 1973, al caer desde lo alto de
la torre de una iglesia desde la que rodaba su segunda película para el cine. Nacido
en Alcalá de Guadaira (Sevilla) en 1939, se había licenciado en la Escuela de Cine en 1965, y
al año siguiente comenzó a trabajar en la segunda cadena. Su primera obra, una
versión de “Ricardo III”, la obra de
Shakespeare que adaptó Antonio Gala
y protagonizó José María Plaza, fue
todo un bombazo. Duraba 116 minutos e incluía fragmentos de la película de Orson Welles “Campanadas a media noche”.
El impacto logrado por este trabajo permitió a
Claudio Guerín convertirse en uno de
los realizadores estrellas de los espacios dramáticos, en los que mostró un
especial gusto por las adaptaciones de los clásicos, sin desdeñar los musicales
ni olvidarse que también realizó obras de rabiosa vanguardia, como el monólogo
de Samuel Beckett “La última cinta”, interpretado por Fernando Fernán Gómez, que en el cine
había sido el último trabajo de Buster Keaton.
EL IMPERIO DE LA PUBLICIDAD
Cuando TVE se creó en 1956 se
consideró una especie de juguete para unos miles de prohombres del régimen,
pero dada la velocidad con que se extendió entre la población, pronto fueron
conscientes del doble potencial que ofrecía el nuevo medio. Por un lado, poseía
unas cualidades únicas para servir como vehículo de adoctrinamiento político;
por otro, aunque eso llegó después, las tenía todas para convertirse en un buen
negocio, a través de los anuncios, que paliara los costes a que obligaba el
tener que ser subvencionada por las arcas estatales.
En 1970, con Adolfo Suárez en la dirección general, el ascenso publicitario era
evidente. Las cuentas de ese año muestran unos ingresos de 3.936.000 millones
de pesetas, 700 millones más que el ejercicio anterior. Por las Memorias de los
Planes de Desarrollo de cada año se sabe que en 1959 TVE tuvo un ingreso de 16
millones de pesetas, que en 1963 se convirtieron en 521. En 1975 los ingresos
serían ya de 7.800 millones.
La publicidad, y con ella el
dinero, creció rápidamente en la etapa del monopolio televisivo, creando el
optimismo que siempre crean los beneficios. Hasta tal punto, que José María
Calviño, que llegó a la dirección general en 1986, renunció en un gesto torero
a todo tipo de subvención pública, sin darse cuenta que la llegada de las
privadas estaba a la vuelta de la esquina y con ellas el reparto del pastel
publicitario y la reducción de los ingresos. Ahí empezó el endeudamiento de la
televisión estatal, que al llegar en el 2005 a superar el billón de pesetas
obligó a una reforma radical, reduciendo a la mitad la plantilla y
gestionándola como una empresa privada.
Hablé largo y tendido con Tomasa Cuevas
durante toda una tarde-noche de algún verano de mediados de los noventa en su
casa de Vilanova i la Geltru, una ciudad que me traía buenos recuerdos porque
25 años antes había estado allí con Castañuela 70 y había pasado una noche
estupenda bebiendo y conspirando con Pere Tapies. Ya sabía entonces de Tomasa,
porque había leído sus estupendos libros de testimonios de mujeres presas en el
franquismo, los primeros que se escribieron sobre el tema, y conocía su larga
relación con Miguel (Miquel) Núñez, un dirigente comunista que, como Simón,
Marcelino o Fernández Inguanzo contaban con el respeto y la admiración
generalizada de cuantos habían tratado con él, no sólo sus camaradas. Ella, que
ya tenía cerca de los 80 años me recibió como si fuera el sobrino que regresaba
de un largo viaje. Me puso un café, luego trajo algo para merendar, el día se
fue marchando y acabamos cenando cualquier cosa que preparó antes de que
tuviera que salir corriendo para coger el tren de vuelta a Barcelona.
Entre café, merienda y cena me enseñó
una de aquellas tarteras trucadas con que se palabra la información clandestina
a las prisiones, que todavía conservaba y en la que era imposible distinguir
las junturas del doble fondo, pero sobre todo hablamos, habló ella. Lo que me
contó es la demostración de que aquella frase de Brecht que cantaba Silvio de los
hay que lucha un día… y etcétera no es sólo un tópico.
Soy de un pueblecito de la Alcarria que se llama
Brihuega, donde nací en el año 17. Mi familia era de origen obrero, mi
padre repartidor de harina y mi madre lavaba ropa por las casas y cosas así. Mi
padre se cayó debajo del caballo con el que repartía la harina y a consecuencia
de ello estuvo dos años en el hospital, dejando a mi madre con cinco hijos. Yo
era la pequeña. En el transcurso de los años, mi madre trabajaba limpiando
casas y también haciendo pan, porque como mis abuelos eran los dueños del horno
no le cobraban la hornada. Dos de mis hermanos murieron en esos años que mi
padre estuvo enfermo.
La consecuencia
de todo esto, la enfermedad y los años de hospital, fue que emigramos a
Guadalajara, donde mi hermana mayor ya había ido a servir. El trabajo de mi
padre fue de blanco a negro, pasó de repartidor de harina a repartidor de
carbón.
Yo empecé a trabajar a los nueve años en una fábrica
de punto,
que la llamaban fábrica aunque hoy la llamaríamos pequeño taller, porque era
una tiendecita pequeña que tenía en la trastienda tres máquinas con las que se
hacían refajos, calzoncillos de punto, medias de algodón o de lana, calcetines
y todo eso. Mi trabajo consistía en coger puntos a las medias de seda que llevaban
las mujeres para arreglar. Me pagaban muy poco y yo cada vez pedía más aumento,
contestándome la patrona que ya ganaba suficiente. Cuando iba a cumplir once
años, tras una discusión de aquellas, en las que ella siempre decía que no me
podía subir porque no me lo ganaba, apunté durante toda una semana lo que ella
cobraba con los puntos que yo cogía. Según los cogía, tenía el precio y lo
apuntaba en un papelito. Cuando llegó el sábado le dije que me subiera el
sueldo y me volvió a decir que no, que cobraba lo suficiente para la edad que
tenía y que además no lo ganaba. ¿Que no lo gano? contesté, mire lo que ha
sacado usted conmigo esta semana, y le enseñé mis cuentas. Se puso tan furiosa
que me echó.
Me echó y me
marché, claro. Pero tenía que trabajar y me puse a coger puntos en mi casa.
Puse un anuncio pequeñito en un periódico de la UGT que se llamaba Flores y
Abejas, donde trabajaba un primo mío que era presidente de la Unión de
Agricultores, un chupatintas, y comencé a tener clientes. Luego, muchas de las
que iban a la tiendecita se enteraron que yo trabajaba por mi cuenta y me
trajeron sus arreglos, por lo que me llamo la dueña y me dijo: Yo te puedo
denunciar ¿a ti le parece bonito que me hayas quitado la clientela? Yo no le he
quitado la clientela a nadie, a quien llama a mi puerta le hago los trabajos,
contesté. Ya no pasó nada más, pero lo que sacaba con aquello era poco, no
podía trabajar sólo cogiendo los puntos en casa, era imposible, porque la vida
se iba desarrollando de distinta manera.
Mi madre estaba enferma, mi hermano solo tenía
trabajo de vez en cuano, así que, además de coger los puntos, encontré empleo
en una fábrica para sopa, de donde viene la pensión que cobro ahora. Todavía era
pequeña, y las panderas que había que subir, unas bandejas en las que se ponía
el fideo, eran muy grandes y había que llevarlas desde el obrador, que estaba
abajo, hasta arriba, donde estaba el tendido, y para subir esas panderetas me
las veía moradas. Mis brazos están torcidos desde entonces. Había un muchacho
trabajando allí que era muy majo y que, sin que le viera el jefe, que era un
hijo de su puñetera madre, me ayudaba con las panderas. Me esperaba en la
escalera y me las subía corriendo. Se llamaba Santos Puerto, que vive por
Francia y no le he podido localizar. Por mi contacto con él acabé por hacerme
comunista.
Un buen día,
hacía el año 34, aquel amigo me dijo: pequeña, tengo que pedirte un favor. Me
llevó a una ventana que daba a la calle y me dijo: ¿ves aquellos tíos que hay
allí? pues son policías, están esperando a que salga y me van a detener, ¿por
qué?, le pregunté. Ya te lo explicaré, me contestó, yo tengo aquí un paquetito,
te lo vas a llevar, pero guárdalo y no le digas nada a nadie, a nadie, eso es
solo para ti y para mí.
Efectivamente,
cuando salió le detuvieron y yo me llevé el paquetito a mi casa y lo escondí.
Entonces todavía no estaba metida en política. Al día siguiente vino a verme el
que era el secretario general del Partido en Guadalajara, que se llamaba Raimundo
Serrano, y me dijo: oye peque --que aquello de peque todavía me queda como
mote-- ¿Santos te ha dado algo para mí? Ni para ti ni para nadie, le contesté
yo, a mi no me ha dado nada Santos. El venga a insistir y yo venga a negarme,
porque Santos me había dicho que no se lo diera a nadie. Así durante varios
días en los que Raimundo me salía al camino y me pedía el paquete. Yo seguía
negando que me hubieran dado nada para él, hasta que un buen día se presentó
con una nota de Santos, porque como entonces teníamos guardias de asalto que
eran nuestros, a través de uno de ellos habían sacado la nota de la cárcel.
Solo así cedí y le entregué el paquete, pero aquella fue mi perdición de
comunista, porque a partir de entonces ya todo era: peque guarda esto, peque
esconde esto otro, peque ve a ver a fulano de tal y dile que le espero en tal
sitio, te dará una cosa y me la das a mí.
Así pasó el tiempo hasta que me detuvieron por
primera vez a finales del 34. Acababa de suceder lo de los mineros
de Asturias, cuando lo de octubre, y por Guadalajara pasó una expedición de
niños hacia Madrid donde les cuidarían mientras los padres estaban en la
cárcel. Con otros compañeros de la fábrica fui a la estación y un guardia de
asalto dio un meneo a un crio. Le dije: no toqué usted a ese crío porque como
lo haga le voy a dar una hostia y me voy a cagar en su madre ¡A un guardia de
asalto! Me detuvo, claro.
Me llevaron al
calabozo de la Dirección General de Seguridad y me preguntaron que quién me
había mandado ir a la estación. Nadie, contesté, yo he visto niños allí y he
ido a ver qué pasaba. ¿Y no te ha mandado nadie? No, yo he visto niños allí y
he ido a ver. Pero tú has amenazado a un guardia y te has cagado en su madre.
Bueno, yo le he amenazado, pero no me he cagado en nadie, le he dicho que si
tocaba al niño, pero como no le ha tocado, ni le he dado la hostia que le había
prometido, ni me he cagado en nadie. Estuve tres días en el calabozo.
En esa época ya tenía yo el carnet de las
Juventudes, el número siete. Raimundo me había reunido un día con otros para
proponernos formar las Juventudes Comunistas, porque hasta entonces sólo
existía el Partido, y nos explicó lo que significaba: las consecuencias son
estas y estas, todo lo que me podía pasar siendo comunista. No pasa nada, le
dije yo, si hay que luchar, se lucha; si a los once años tuve que ir a
trabajar, justo es que luche yo con vosotros por mis derechos y si hay que ir a
la Juventud, pues a la Juventud.
Cuando salí de
aquella primera detención fui a mi casa. Vivíamos en una planta baja y cuando
llegué, mi padre estaba con una zapatilla esperándome, porque su idea era darme
una paliza para que no repitiera. Entra, entra, me decía. El iba retrocediendo
mientras me lo decía y yo iba entrando. Teníamos la puerta a la calle y un
pasillo, una comuna, un retrete comunal de los de entonces, donde yo tenía el
carnet de las Juventudes escondido, y cuando llegué a él abrí la puerta, lo
saqué y le dije a mi padre: mire, soy comunista, tengo que luchar por mis
derechos y como ya sé ganarme el coscurro, con esto estaré en la casa, pero sin
esto me voy. Mi padre dejo la zapatilla y dijo: mira hija, yo no supe luchar
por lo mío, lucha tú por lo tuyo. Mi madre dijo: ¿esa era la paliza que le ibas
a pegar?
Yo seguía
cogiendo puntos y trabajando en la fábrica, porque la vida nuestra era muy
puñetera. Mi padre gañaba veinticuatro pesetas y mi madre estaba enferma del
estómago con una úlcera sangrante, así que seguía cogiendo puntos por la noche.
Como no teníamos una luz suficiente me subía en la mesa con una silla, me sentaba
debajo de la bombilla y allí cogía los puntos.
Mi madre tenía
que tomar mucha leche, así que por las mañanas me busqué un trabajo para
repartir leche por las casas con dos cántaras. Me daban quince pesetas. En
invierno se me quedaban las manos agarrotadas de llevar las cantaritas de leche
y las clientas se la tenían que servir ellas mismas porque yo no podía, pero a
mí me daban dos litros. En la casa donde vivíamos pagábamos quince pesetas de
alquiler y como las dueñas de la casa no tenían agua corriente y había que
llevarla con un cántaro, un día sí y otro no yo iba también a llevarles el agua
por las tardes, cuando salía de la fábrica, y me pagaban con el recibo de la
casa. Así íbamos trampeando.
En esa época también me eché novio, era un muchacho
muy majo y muy guapito y nos queríamos. Un día vino y me dijo que no podíamos
salir porque tenía que hacer una chapuza, yo le dije que de acuerdo, y en
cuanto él se fue me marché yo también, porque tenía una reunión de las
Juventudes, que se celebraban en una casa que teníamos en la plaza de la
Concordia, en Guadalajara. En la puerta había un grupito de gente, entre los
que estaba mi novio, que miraba a los que entraban. Yo le vi, pero entré en la
casa. Cuando empezó la reunión entró el grupito que estaba fuera y mi novio con
ellos. Así me enteré que él también estaba en las Juventudes y él se enteró de
que estaba yo, porque hasta entonces, como éramos clandestinos, no lo sabíamos.
Al acabar la guerra, que pasé en Madrid, y después
de varias peripecias, llegué a Barcelona, donde volví a tomar contacto con el
partido, colaborando con la guerrilla como correo. En la
agrupación guerrillera yo viajaba desde Barcelona hasta la frontera en busca de
armas. Iba con un bolso grande que a veces cabía una metralleta, algún cajetín
con balas, una pistola, cualquier cosa. Llegaba hasta la frontera, a algún
pueblecito cerca, pasando ya de Gerona, a la zona de la montaña y allí me
cargaban con lo que fuera. Luego me venía hacia Barcelona y lo entregaba, no
sabía más. Era curioso, porque yo, en los viajes en tren me iba a donde estaba
la guardia civil. Mire, les decía, me vengo aquí porque tengo más confianza con
ustedes que por ahí sola. Nunca pasó nada.
Como no teníamos
dinero ni para coger un taxi, en la estación de Francia tenía que tomar un
tranvía y en uno de los viajes me costaba tanto trabajo subir el bolso a él que
había dos grises y uno de ellos me lo cogió y lo puso en la plataforma. Me
dijo: señora, ¿qué lleva usted aquí que pesa tanto? Bombas, contesté. Qué cosas
tiene usted señora. Bueno, pues no se lo crea. ¿Qué pensaron? pues con
veintinueve años que tenía yo, debieron suponer que tenía niños pequeños y que
llevaba botes de leche o cosas así del mercado negro y me dejaron estar. Yo les
hice la broma y me dejaron. ¿Por qué les dijiste eso? me preguntaban luego los
camaradas. Porque era lo único que no se iban a creer.
Yo mantenía
contactos con los responsables de la dirección del Partido y los responsables
de las guerrillas, uno de ellos era José Bruch y otro José Aymerich; Miguel
Núñez era el instructor político
militar. Los responsables del Partido con los que tenía contactos eran Moisés
Hueso y Celestino Carrete. Pero los contactos eran de los de traer y llevar,
decirles que iba a haber una reunión en tal lugar o que fulano iba a estar en
tal lugar para encontrarse con ellos. Las armas me las llevaba yo a casa, y
después de saber a quién tenía que dárselas volvía a salir y las entregaba. A
veces no salían de casa porque se las llevaba Miguel directamente a donde
fuera. Así hicimos varios viajes hasta la detención.
Nos detuvieron el día 4 de abril del 45, después de
haber dado doce tiros por la espalda a Juanito Cuadrado. Nos habían
seguido a algunos, a mí también. A Juanito Cuadrado le siguieron y le dieron
doce tiros. El llevaba pistola, pero no la utilizó. No pudo utilizarla porque
le dispararon por la espalda, aunque dijeron que lo habían hecho en defensa
propia, pero era mentira, no le dejaron ni siquiera sacarla. Le llevaron al
depósito de cadáveres y uno de los hombres que había por allí vio que se movía.
Entonces llamaron a los médicos, bajaron, se lo llevaron, empezaron a sacarle
balas, a hacerle operaciones y a curarle y ahí está, todavía vive.
A raíz de eso
comenzaron todas las caídas. A mí me cogieron cuando volví a casa. Vi a un tío
con mala pinta al pie de un árbol y con el zapaterito remendón que trabajaba en
el portal había otro. Al del árbol le pase de largo, pero cuando vi al que
estaba con el zapatero me dije: te han copado maja. Efectivamente, el que
estaba fuera me puso una pistola en la espalda y me detuvo.
Arriba, en la
casa, estaban el famoso Creix y otro más. Yo vivía en casa de una hermana de
Antonio del Amo, el director de cine, porque ya me había ido de la barraca en
la que viví hasta entonces con mi amiga Bene. A ella le había prohibido
terminantemente que supiera donde vivía yo, porque estaba mal de salud y no
quería meterla en ningún lío. Entonces Creix me preguntó que de dónde venía. De
trabajar. ¿Qué más? Nada más. En esto empiezan a registrar la habitación.
Debajo del colchón, en la parte del medio de la cama, tenía escondido el tampón
de la organización militar, siempre con un miedo terrible de que me lo
cogieran.
Días antes había traído dos metralletas y también
las había escondido debajo del colchón, pero ya se las habían llevado. Quedaba sólo
el tampón, que utilizaba para hacer las documentaciones falsas de los camaradas
que estaban en edad militar. Levantaron el colchón de una punta y de otra, pero
siempre se quedaba el centro de la cama sin ver. Yo estaba indispuesta y cada
vez que levantaban el colchón me decía: madre mía, como aparezca el tampón ese
la vamos a liar. Ya les dije: me perdonen, pero me voy a sentar, porque estoy
indispuesta! vengo de trabajar ocho horas y me encuentro mal. Me senté en la
cama y ya no la levantaron más.
Mis interrogatorios fueron muy duros. Lo que ellos
querían saber es a qué me dedicaba los fines de semana, porque como era cosa de
la guerrilla eran los fines de semana cuando hacía mi trabajo. Yo no les decía
nada, y era golpe va y golpe viene. Al final conseguí tener una breve
entrevista en el pasillo de las celdas con Miguel, hablamos y me comunicó que
podía decir que esos días iba a una pensión en la que no iban a descubrir nada.
Así lo hice, dije que los fines de semana trabajaba en una pensión a repasando
ropa, pero que como era de una mujer viuda con una hija y yo sabía el lío en
que les iba a meter no había querido decir nada, pero que como ya no aguantaba
más se lo decía. Fueron a la pensión, donde les confirmaron la historia.
Salí en libertad provisional y me tenía que
presentar a la policía cada quince días. Quedé clandestina desde que salí de la
cárcel. Contactos con las guerrillas otra vez y vuelta a empezar. Con los que
trabajé directamente en esta ocasión fue con Pedro Valverde, Puig Pidemunt,
Ángel Carrero y otro, los cuatro que los fusilaron después. Yo trabajaba
dilectamente con ellos, encontrándoles lugares para que se reunieran, haciendo
de estafeta y todo eso. Me acuerdo que Pedro Valverde me decía: tú esperas un
minuto en la cita. Yo no espero nada, si no estás sigo, le decía yo, porque
había que saber lo mal que se pasaba esperando, aunque sólo fuera un minuto,
sin saber por qué era el retraso. Si yo llegaba al sitio y no había nadie me
metía en un portal, subía unas escaleras, contaba un minuto y volvía a salir, o
me metía en una tienda pendiente del reloj. Así hasta que ellos cayeron, en
abril del 47. Nos enteramos por el abogado que les atendía, que avisó a Miguel
y le dijo que nos escondiéramos.
Yo estaba embarazada y tenía un barrigón enorme; más
barrigón que tiempo de embarazo. Intentaron sacarme de España para
llevarme a parir al hospital Varsovia, que estaba en Tolouse, pero aunque
llegué hasta la frontera decidí al final quedarme en España. Volví a Barcelona
y me escondieron con Miguel en una casa en construcción, con un taller abajo y
un piso arriba sin terminar.
No había
servicios, el piso no tenía mosaico y el suelo era de tierra, en la que yo
hacía pipí durante el día. Miguel y yo dormíamos en un sofá, él en la parte de
la pared y yo en la de afuera, con la barriga encima de un cajón para no
caerme. Había una terraza a la que subíamos sin poder ponernos de pie, porque
nos podían ver desde las terrazas de enfrente, y allí hacíamos nuestras
necesidades en papeles, lo envolvíamos y lo tirábamos a la calle. En algunas
ocasiones oíamos decir a las mujeres que pasaban al mercado: no sé qué pasa en
esta calle, que hace una temporadita que no hay más que papeles con mierda por
los suelos. Por cierto, que por eso del mercado supongo que el piso estaba en
el barrio de Gracia, porque nunca lo supe, nos metieron de noche y nos sacaron
de noche.
Allí estuvimos
dos meses. Cuando los detenidos pasaron de jefatura a la cárcel dijeron que a
Miguel no le diera ni el aire, porque le buscaban, y también que yo podía ir a
parir a casa de Luisa, que era la estafeta particular de Pedro Valverde y no
había aparecido para nada en los interrogatorios. Por lo que sabían era una
casa segura. Yo parí en casa de Luisa, que para mí es como mi madre, ayudada
por un ginecólogo, que había sido de la CNT y había pasado al Partido, que
también estaba clandestino. Clandestino él y clandestina yo, allí tuve a mi
hija, en la calle Urgel 72 nació Estrella.
A los ocho días apareció Miguel, todo teñidito de
rubio, porque el Partido pensaba sacarnos de Cataluña. Fuimos a
Madrid. Desde allí mandaron a Miguel para Sevilla, a disolver la guerrilla,
Porque el Partido había decidido acabar con la lucha armada. Yo me quedé en
Madrid, pero en diciembre me dijeron que tenía que pasar a Sevilla porque
Miguel necesitaba ayuda para el trabajo que estaba haciendo, así que en enero
del 48 me fui al pantano con mi hija de seis meses. Aquello era algo tremendo,
porque casi todos los obreros eran o ex-presos o gente que había huido, y
estaban mal pagados. No les habían hecho ni viviendas, sus casas eran una cueva
dentro de la montaña, y allí vivían con niños y con todo. La mortalidad de los
niños era terrible. Comían muy mal, claro, y no podía marcharse de allí aunque
quisieran, porque la empresa, Agromán, tenía un almacén al que debían comprar
por obligación y siempre le debían dinero. La persona que llevaba el almacén,
hecho de madera, con unas rendijas terribles, era un camarada y Miguel había
ido como contable. Los únicos edificios que había allí eran una pequeña capilla
y los chalets de los ingenieros, la casita del cura y los demás. Los obreros
vivían en las cuevas.
En una ocasión
pasé una vergüenza enorme. Los abuelos, los padres de Miguel, le habían
regalado a la niña una capita de piel blanca y como era invierno me la llevé.
Un día me dijeron que subiera a donde vivían los obreros para darle unas cosas
a uno de ellos, así que tomé a mi niña, la envolví en la capa y subí. Cuando
llegué allí dije: mierda de capa, con la miseria que hay aquí. Metí la capa en
una maleta y desde entonces subía a los cerros con la niña envuelta en una
manta. Pasé vergüenza de verdad. Robaba caramelos del almacén para los niños,
pero el primero al que fui a darle uno no me lo quiso coger. La madre me dijo:
es que no sabe lo que es un caramelo porque no lo han comido nunca. ¡Un niño
que no había comido nunca un caramelo! Yo siempre subía con el bolsillo lleno
para esos niños.
Tuvimos que
irnos de allí porque no había nada que hacer. Miguel cayó con unas fiebres
espantosas y no paraba de delirar. El hablaba y yo le tapaba la boca. Se había
hecho amigo de la guardia civil y querían subir a visitarle. No, no, les decía
yo, que las fiebres son terribles y no sea que vayan a cogerlas ustedes
también.
El viaje a Sevilla tuvo mucha gracia, porque me
subieron en un camión y a la salida de Sevilla subió también la guardia civil
con las metralletas. Me
vieron sentada con la niña y les pregunté ¿pasa algo? No, no, es que por aquí
hay mucha guerrilla y tenemos que ir preparados, pero mire usted, ellos tienen
hijos y nosotros también tenemos hijos, así que pasamos de largo. Si supierais
vosotros, pensé, que los lleváis también aquí. Miguel dejó contactos con gentes
muy responsables para que hicieran lo que pudieran y nosotros salimos hacía el
norte, donde nos mandó el Partido. Yo me quedé en Vitoria y Miguel fue muy
cerca de Bilbao, a trabajar en una fábrica de tornillos. Allí les hizo un
desfalco para sacar dinero para el Partido que luego yo llevé a Barcelona.
Fueron cincuenta mil pesetas, que en aquella época era mucho dinero. De nuevo
hubo una detención en Barcelona en la que también nos metían a nosotros. Miguel
salió para un sitio y yo para otro.
Dejé a la niña con la abuela y me vine para
Barcelona otra vez.
Estuve con la mamá Luisa, mi madre adoptiva. Yo no veía a ningún camarada, era
Luisa la que tocaba las teclas. Me puse a servir, siempre me ponía a servir,
era la única forma de no ir a casa de nadie. Estuve sirviendo en una
ferretería, otra vez con el truco de que me había escapado de casa. Luisa cogió
el contacto con el Partido y yo seguía viéndome con ella. Para poder dejar
aquel empleo sin despertar sospechas me mandaron a un camarada, que hizo el
papel de un supuesto primo que había venido a buscar unos tejidos a Barcelona y
los padres le habían dicho que se llevara a la chica al pueblo, quisiera o no
quisiera. Fue a la ferretería preguntando por mí, dijo que me tenía que ir y me
fui. A Reus, todavía disolviendo guerrilla.
Miguel estaba allí, pero yo no lo sabía. Para la
primera cita con él me recogió un camarada por la noche y me llevó a un paseo
que le llaman el paseo de los enamorados y me dijo que allí me iba a encontrar
con el responsable y que así él me dejaba ya en sus manos porque era con él con
quien tenía que trabajar.Íbamos los dos paseando, con un frió que pelaba, pues
sólo llevaba puesta una chaquetita de lana muy finita, cuando veo venir a
Miguel. Mira, me dijo el camarada que me acompañaba, vamos a pasar de largo,
pero es aquel camarada, tu como si no le conocieras, pero fíjate bien en él,
porque yo te voy a dejar ahí abajo y me voy, él va a volver y os vais a
encontrar.
De esa manera
volví a verme con Miguel, del que no sabía dónde estaba desde que nos
separarnos en Barcelona. Miguel llevaba una bolsa grande y saco de ella un
chaquetón y lo primero que hizo fue ponérmelo. El sí sabía que era yo con quien
se iba a encontrar. En Reus estuvimos muy poco tiempo, porque a él le sacaron
casi inmediatamente para Francia y pasamos cinco años sin saber nada uno del
otro.
Posteriormente volvieron a detener a Miguel y me
convertí en mujer de preso, con todo lo que eso representa. De Burgos se
sacaban las cosas de mil maneras: con una tartera de doble fondo, en las asas
de los bolsos, y para entrar también, en latas de conserva, a las que también
les hacían en Francia un doble fondo. Con una de estas me pasó a mí una vez que
se conoce que habían dejado un pequeño poro abierto y por él se pudrieron las
sardinas en aceite que iban en la lata y había un olor horrible. Yo fui echándome
colonia de Barcelona a Zaragoza, y allí fui a la persona que iba a pasar la
lata, la familia de Vicente Cazcarra, que me ayudaba a meter y sacar las cosas
de Burgos (también me ayudaba desde Vitoria la familia de Rosell), y les dije:
Marujina, el coche y arreando a Burgos que mira lo que llevo, trilita va ahí.
Como olía tanto, le dije al padre de Cazcarra: Vicente, que también se llamaba
Vicente, vamos a abrir la lata en el campo. El no quiso. Llegamos a Burgos y
nos quedamos de pensión. Bajamos al río, abrimos la lata, tiramos las sardinas
y sacamos los papeles que había en ella. Me tuve que buscar un apaño para meter
las cosas y le expliqué a Miguel lo que había pasado, porque era imposible
meter la lata, lo hubieran descubierto todo.
Cuando la muerte de Franco ya llevábamos un añito o
casi dos que estábamos bastante bien, porque este hombre andaba medio
moribundo y las cosas habían cambiado bastante, pero claro, la muerte de Franco
fue muy importante, sobre todo para los que estábamos clandestinos fuera de
casa, porque yo tenía a mi hija y a mis nietos, que los tenía que ver casi a
escondidas. Fue como una liberación, tanto como salir de la cárcel o más.
No es que sea una estrella del rock ni
que su obra haya servido de simiente artística para las nuevas generaciones,
pero sin duda Yoko Ono tiene una personalidad fascinante y su trabajo ha estado
siempre en ese terreno indefinido de la obra de arte que hurga en el fondo de
los seres humanos.
Si alguien encuentra que en los
artículos parece que me alegro de que The Beatles se rompieran, sea cual sea la
causa que provocó la ruptura, tiene razón. La verdad es que no me hubiera
gustado ver a los chicos de Liverpool convertidos en unos ancianitos retozones,
sombra patética de sí mismos, solo movidos por la necesidad de llenar la caja. Adivinanza ¿De quienes hablo?
En las ilustraciones musicales incluyo
enlaces con las letras en castellano. Las traducciones son tan que así (vamos,
totalmente así), pero para la ocasión valen. ¿Qué más se le puede pedir a una
maquina?
El firmante de
estas líneas nunca consideró que Yoko Ono terminara con los Beatles, como
afirman conocidos fans del conjunto de Liverpool; antes al contrario, su
presencia en el cuarteto británico contribuyó, desde mi punto de vista, a
acelerar un proceso de descomposición y de cambio que ya estaba apuntando en el
grupo y que conducía, inevitablemente, a la superación de los esquemas en los
que habían basado su éxito o al aniquilamiento artístico. Sin embargo se
insiste en esa tesis, que muestra, a mi entender el desconcierto y los
prejuicios ante una mujer como Yoko Ono, de una presencia física poco común, tan
alejada de los cánones de lo que debe ser una mujer guapa, capaz de enloquecer
a un ídolo del rock con una personalidad humana y artística fuerte, que da la
sensación a cada momento de ser igual o superior al hombre que se encuentra
junto a ella. La crítica musical, tan dependiente de los prejuicios de la sociedad en la que viven y de la industria discográfica a la que sirven, se sintió agredida por la arrivista, y reaccionó
echándole la culpa del fallecimiento por muerte natural del conjunto musical
más importante de la historia del rock.
Indudablemente
sin Yoko Ono los Beatles se hubieran roto también; lo que es de dudar es que la
ruptura hubiera sucedido de la manera en que la llevó a cabo John Lennon:
aceptando de forma autocrítica su significación artística, social y política,
superando sus propias contradicciones y planteando una alternativa tan radical
como la que se apunta en sus primeros discos en colaboración con Yoko («Two Virgins» (1968) y «Amsterdam» (1969) o en la cara B del
espléndido y esclarecedor «The Plástic
Ono Band-Live peace in Toronto» (1969). Ante la desaparición de los Beatles
se plantearon dos posturas, una reformista, representada por Paul McCartney, y
la segunda rupturista, llevada a cabo por Lennon. Este segundo camino era más
difícil, significaba el escándalo, el compromiso, la incomprensión, resultaba
más descarado y definitivo. Yoko Ono tuvo mucho que ver con él. Por ello
comencé a admirarla.
Luego vinieron
sus trabajos musicales, tanto en solitario como en compañía de Lennon. Primero
aquel admirable doble álbum «Sometime in
New York City» (1972), con el que además de continuar su camino de rupturas
artísticas, se internaba por los caminos del compromiso radical, escribiendo y
cantando algunas de las canciones más rabiosamente políticas de aquellos años,
precisamente cuando los cantantes tradicionalmente comprometidos aflojaban la
marcha. Temas como «Sisters o sisters».
«Born in a Prison», y, sobre todo, «Woman is the nigger of the world»
rebelaban ya el talento de una cantante que no se quedaba en los simples
caminos del escándalo. También en este álbum comenzaba la colaboración de la
pareja como tal con Phil Spector, dato a tener en cuenta para más adelante.
En 1973 Yoko
publicó el que era hasta ahora su único álbum en solitario. Acompañada por la
Plástic Ono Band y la gente de Elephans Memory, sacó a la luz este «Feeling in the space», un disco con el
que daba en las narices a cuantos «listos» habían escrito, jurado y firmado que
sólo sabía dar gritos de gato inaguantable. En este álbum hay canciones, muy
buenas canciones, temas que plantean crudamente la situación de las mujeres el
mundo, que hablan de amor sin sensiblería, que son rock sin concesiones y que
no sienten vergüenza en convertirse en baladas cuando hace falta. Lástima que
ese álbum no fuera editado en España por unos mercaderes que lo debieron
considerar poco comercial, así el público español se ha perdido una de las
experiencias más ricas, interesantes y hermosas que ha visto el rock.
Luego el
silencio, el replanteamiento de toda una vida, el amor, John, Yoko y la
familia. De repente un álbum conjunto, «Double
Fantasy», en el que las canciones de ella son tan buenas como las de él. Luego
la muerte brutal y criminal en una calle de Nueva York, y después aún, la
soledad.
Y de soledad
trata el recién editado álbum de Yoko Ono «Season
of glass»; desde la portada y la contraportada, estremecedoras, hasta las
hermosas canciones cuyas letras se incluyen en el interior. Con la muerte de
John los cazadores de corazones, los que comencian con la vida de las personas
desde publicaciones más o menos amarillistas, han vuelto a intentar desenterrar
los viejos fantasmas anti-Yoko y han hablado ni se sabe de cuántas tonterías
sin sentido. Esta es la contestación de Yoko: un álbum que es el resumen y la
cima de su historia de amor, un amor irresistiblemente condenado al dolor y a
la belleza, un fatalista amor sin otra salida que la muerte o la felicidad. La suerte
deparó lo peor, y en este disco se vierte la soledad tras el asesinato pero también
la necesidad de sobrevivir, de luchar por la vida.
Además hay otras
muchas cosas que valorar en álbum: catorce canciones, cosa siempre de agradecer
en unos momentos en que los discos apenas si duran lo que se tarda en tomar un
café, que esté producido por la propia cantante, otra vez junto a Phil Spector,
que han sabido crear un ambiente distendido y perfecto. Temas de amor, baladas tranquilas
y canciones en las que de repente surge, como siempre, la ruptura, la sorpresa.
No sabemos si Yoko Ono va a seguir cantando, si este disco será un éxito o no.
Tampoco importa mucho, es hermoso y eso basta, escuchándolo se siente la idea
de tener un trozo de amor entre las manos. Es más que suficiente.
La publicación
de las últimas canciones de John Lennon, que nos llegan como maquetas, grabaciones inacabadas,
en un disco en el que también se publican seis temas de su compañera y
colaboradora Yoko Ono, ha vuelto a plantear de manera indirecta la voracidad
insaciable de las compañías discográficas y de la parafernalia consumista que
las acompaña.
Se hicieron
intentos para que las últimas canciones de Lennon fueran retocadas y
completadas con sus antiguos compañeros de los Beatles, y eso había recibido los
parabienes de "disc-jockeys", empresarios y comentaristas al uso.
Estaban más pendientes del indudable éxito económico que tal aventura
"revival" hubiera supuesto que del propio interés artístico y, sobre
todo, ideológico que había presidido los últimos diez años, años largos, de
vida y abra del cantante, y de paso, han aprovechado para reiterar sus invectivas
contra Yoko, a la que han acusado desde oportunista y manipuladora hasta
gritona.
“Rock” por derecho
Nada más lejos
de la realidad. Ante la audición de este "Milk and Honey" ("Leche
y miel") se comprueba que Yoko Ono no solo no es gritona, sino una compositora
y cantante de indudable talento e inteligencia y, sobre todo, una fiel
conservadora de la obra le su compañero. Le ha dado la edición que sin duda él
mismo hubiera elegido de seguir con vida. John y Yoko llevaban colaborando
suficientes años para darse cuenta de que su unión era algo más que un
accidente casual.
Las seis
canciones de Lennon le muestran en un momento de especial madurez expresiva, en
el que, una vez pasados los agobios tanto de su etapa comprometida (no hay que
olvidar que juntos escribieron algunas de las más contundentes canciones que se
han escrito en la música popular anglosajona contra el sistema) como la
anterior vanguardista, se replanteaba la expresión de una cotidianeidad tranquila,
reflexiva, en la que el amor ocupaba un primer plano. Canciones como "Nobody told me" o "Borrowed times" son un ejemplo de
"rock" contemporáneo, simple, directo, sin sofísticaciones, pero
también sin subterfugios ni trucos; "rock" por derecho que confiere a
este estilo musical su auténtico sentido de "popular".
Dios salve a Yoko
Párrafo aparte y
reflexión final merece el trabajo de la denostada Yoko Ono. Artista y mujer
inteligente, su talento como compositora y cantante no alcanza las cotas de
"genialidad" de John, indudablemente, pero a pesar de ello, o quizá
precisamente por ello, su obra resulta más apreciable, pues muestra un claro
proceso de consolidación de un lenguaje propio. Sus canciones se aproximan más
a los esquemas del "rock" con influencias caribeñas de buen cuño que
algunos de sus trabajos primerizos. Aun teniendo en contra a todos los beatlemaniacos de pro, esta japonesa
tozuda y rebelde está demostrando que se puede hacer buena música sin caer en
las trampas de la industria, sin dejarse abrazar por los brazos de la
comercialidad, simplemente porque tiene algo que decir y lo dice.
EL PAÍS. 31 enero 1984
Algo más de dos
años después de la muerte de John Lennon se acaba de editar en todo el mundo el
nuevo disco del ex beatle asesinado, en el que colabora también, como sucedió
en ocasiones anteriores, Yoko Ono. Un álbum largamente esperado por los
aficionados, que viene precedido de una extraña historia que incluía la
posibilidad del reagrupamiento de George, Paul y Ringo para completar las
canciones que había dejado inacabadas John, en un póstumo homenaje a su memoria
y a su obra. Solución que, al final, no ha sido la que se ha adoptado.
La historia de
la edición de este álbum póstumo del cantante, a pesar de ser anecdótica no
deja de ser significativa. Frente a la posibilidad de resucitar el mito musical
de los sesenta, Yoko Ono, heredera de John Lennon, compañera en su vida privada
y colaboradora musical en numerosos proyectos, ha preferido hacer las cosas de
la manera más cercana a como lo hubiera hecho posiblemente el propio John de
estar vivo, y ha producido un disco en el que se reúnen seis canciones de cada
uno, respetando escrupulosamente las grabaciones originales de Lennon tal como
quedaron en el momento de su muerte.
Se podría
argumentar, y así se ha hecho, que la artista japonesa utiliza en beneficio
propio el mito de su compañero y la leyenda de su muerte. Sin embargo, las
cosas no son tan simples. Reproducir el éxito de los Beatles con un nuevo
álbum, que se aprovecharía además de los avalares de la muerte de John, sería
no sólo especular sobre una reunión bastante improbable, que no se había dado
en vida y que tenía pocas posibilidades de darse, sino también resucitar un
mito cuya continuidad había roto el propio Lennon al separarse del grupo e
iniciar una carrera en solitario que cuestionaba fundamentalmente la imagen y
utilización del éxito que habían tenido.
Y ese no es un
elemento secundario en la carrera en solitario del ex beatle, sino una
constante conscientemente asumida y radicalmente desarrollada. Tanto en su
etapa de experimentación sonora como en la de claro compromiso político, o en
esta última de placidez hogareña y madurez vital, John Lennon había intentado
--y, en buena medida, conseguido-- romper la imagen de ídolo mesiánico y
carismático, realizarse como artista creativo en su relación adulta con el
público. Yoko Ono lo sabía y por eso ha elegido, al margen de otras
consideraciones, la salida más coherente.
Canciones de amor
En Milk and honey reproduce la fórmula
adoptada en el anterior disco de la pareja, incluyendo la portada, en la que
repite una imagen similar a la de Double
fantasy, una foto de ambos besándose.
Los temas de
Lennon son apenas maquetas, realizadas sumariamente con pocos instrumentos:
guitarras, bajo, batería y, alguna vez, piano. En ellas aparece su capacidad
creativa en plena gestación, canciones construidas con todo rigor, a las que
sólo superficialmente afecta lo incompleto de los arreglos y la grabación. El
sonido es correcto, y aunque no se puedan buscar sofisticaciones auditivas, el
rock directo, vivencial, de John Lennon llega en toda su pureza y vigor.
Canciones como Nobody told me, que se
ha extraído en single, o sus incursiones por ritmos caribeños, como en Borrowed
time, con su ligero aire de calipso, demuestran el inmejorable momento
artístico en que se encontraba.
La participación
de Yoko Ono es apreciable, aunque desde luego su genio creativo no esté a la
altura del de su compañero. Sin embargo, no es desechable en absoluto el
talento de una cantante y compositora que, contra tirios y troyanos, ha creado
un estilo que, cuando menos, debe ser calificado de inteligente y arriesgado.