La batalla del Barrio de Pozas
Lauro
Olmo, un pionero de la lucha contra los desahucios en 1972
“A las nueve de la mañana (…) numerosos
efectivos de policías armados (…), guardias municipales, bomberos y
funcionarios de los servicios de limpieza y talleres del Ayuntamiento rodeaban
un edificio de dos plantas situado en el número 4 de la madrileña calle de
Hermosa para desalojar a los últimos inquilinos que lo habitaban. Cuando los
funcionarios se acercaron con la piqueta para echar la puerta abajo, algo les
detuvo en seco. La puerta estaba pintada con la bandera nacional, y pisar o
ultrajar el estandarte estaba completamente prohibido.”(1)
Si
a esta cita le quitáramos, como yo he hecho, las referencias temporales del
original, podríamos pensar que el suceso ha pasado ayer mismo. Sólo un detalle
delataría la superchería. La calle Hermosa ya no existe en Madrid. Hay una con
ese nombre en Granada, y en un par de pueblos españoles más. Incluso en el
sevillano Constantina, que en lo alto tiene un hermoso castillo que empezaron
los árabes y acabaron los cristianos en el siglo XV, hay una Calle de Hermosa
Baja. Pero en Madrid no. La había, pero ya no la hay.
De
eso, de la destrucción de un barrio, de la resistencia de sus vecinos a las
excavadoras y de las personas que lideraron aquella resistencia, el matrimonio
formado por los escritores Lauro Olmo y Pilar Enciso, trata esta historia que,
se me olvidaba, transcurre en 1972. Hoy en día, casi 45 años después, cuando
los desahucios se han convertido en una lacra social de flagrante injusticia y
la lucha contra ellos en la obligación moral de cada día, pienso que aquellos
hechos lejanos pueden cierto tener interés. A más de contener los elementos
básicos de una buena historia dramática, aquellas que contienen un drama humano
en su interior, que cuentan con personajes de fuerte carácter moral y que
enfrentan héroes y villanos simbolizando la eterna lucha del débil contra el
poderoso, presente en la mitología humana desde la honda con que David acabó
con Goliat. Aunque en esta ocasión, quizás para marcar la diferencia entre la
fábula y la realidad, fuera el grande quien se comiera al chico.
Biografía de un rincón madrileño
Cuando
el constructor Ángel de las Pozas pensó en 1863 en levantar un barrio de
viviendas populares para gentes de escasos recursos no se le ocurrió mejor
lugar para ubicarlo que en la finca de su propiedad que tenía en el extrarradio
de Madrid; pues aunque ya estaba comenzando a urbanizarse, extrarradio era
entonces lo que luego sería Arguelles[2].
Paseando por allí el viandante en aquellas fechas del siglo XIX tan sólo se
podían encontrar con unos cuantos chalets, algún palacete y cuartel, y alguna
que otra agrupación aislada de callejuelas enrevesadas, todo ello perdido en
medio de grandes extensiones de terrenos, fincas, descampados y cerros.
No
tenía mala vista el promotor inmobiliario, pues tal cosa era, en realidad, ya
por aquel entonces el avispado constructor. Al parecer supo ver, y veía, que
Madrid estaba creciendo a ojos vistas, que cada día llegaban a ella gentes en
busca de trabajo en las nuevas industrias que se estaban creando, suponiendo
con buen tino que tanta población nueva necesitaría un sitio donde alojarse. Y
qué mejor idea que enviar a los nuevos vecinos al extrarradio, a las afueras,
que ahora son pleno centro, pero que entonces estaban situadas fuera del
Portillo de San Bernardino, una de las entradas de la ciudad, hoy desaparecida,
por la Calle de La Princesa que delimitaba el perímetro de Madrid. Unas afueras
que Ángel de las Pozas debía conocer bien, pues tan sólo tres años antes había
construido a cuatro pasos de allí el Cuartel de la Montaña, sangriento recuerdo
de la historia convertido hoy en parque para esparcimiento de niños, jubilados
y turistas.
También
estaba cerca, por donde ahora esta el intercambiador de Moncloa, la Cárcel
Modelo de Madrid. Tan lejos y tan dejados de la mano de Dios estaban entonces
aquellos desmontes, que todavía el 19 de julio de 1890 los vecinos del Barrio
de Pozas pudieron acercarse hasta allí en un paseo y asistir en directo ante
sus muros, en medio de una masa de unas 20.000 personas, niños incluidos, que
acudieron al espectáculo, a la ejecución pública por garrote vil de Higinia de
Balaguer, una criada de 28 años condenada, tal vez sin culpa, por un sangriento
crimen que acaparó la curiosidad y el morbo de los madrileños, pasó a la
historia en los versos de unas coplillas populares y posteriormente fue
recogido por la literatura y el cine.
Sobre
aquel solar triangular de 10.000 metros cuadrados
que tenía Ángel de Pozas se levantaron finalmente 21 edificios de cuatro, tres
y dos pisos construidos por el arquitecto Cirilo Urribarri y organizados
en cuatro manzanas, cuyo perímetro
exterior, al que daban las viviendas más aparentes, formaba un triángulo
equilátero entre lo que hoy son las calles de La Princesa, Alberto Aguilera y
Serrano Jover, que entonces se llamaban Princesa, Areneros y Ronda de Conde
Duque. Sí, exacto, donde ahora se hacer de oro El Corte Inglés y ese hotel
enorme que da susto.
Bautizadas
con nombres cántabros, en honor de los orígenes geográficos del constructor, en
el interior se abrieron dos calles, Hermosa y Solares, y un pasaje, Valdecilla,
que pese a su denominación era la más larga de las tres, así como una plazuela
con el único árbol del barrio en el centro, la de Transmiera, en la que desde
el primer momento quedó instalado un mercado de carnes, frutas y verduras,
encima del cual se abrió una escuela municipal. Los que llegaban traían muchos
niños, y más que iban a llegar. Pronto contaría también el barrio con su
escuela de Artes y Oficios, su estafeta de correos y su propio cuartelillo de
la Guardia Civil, además de una fábrica de chocolates y cafés e incluso un
teatro, el Quevedo, inaugurado en 1866. Con el tiempo, prueba de la creciente
importancia de la zona, quizá no tanto de la del barrio mismo, llegaron hasta
allí las primeras líneas de tranvías y metro, acercando a sus habitantes al
centro.
En
1865 se abrió una botica, el primer comerció del barrio, que pronto se fue
llenando de pequeños establecimientos, tiendas, talleres o tabernas que
pudieran satisfacer las necesidades de los vecinos sin tener que darse largas
caminatas para comprar lo más necesario, reparar las suelas de los zapatos,
enderezar los radios de la bicicleta que se habían torcido en el tortazo o
tomar un chato con los amigos después de jornadas agotadoras. Los hombres, que
las mujeres ya se reunían para charlar entre ellas al caer la tarde,
tranquilizado ya el ajetreo del hogar y antes de preparar la cena, sentadas en
sillas alrededor del botijo y con un ojo siempre puesto sobre la chiquillada
que correteaba por allí, quizás jugando al escondite o al tú la llevas, ambas
ocupaciones de sutil erotismo infantil. O ellos saltando a dola, que era más de
machos, y ellas jugando a las cocinitas, más femenino imposible, cada sexo en
una esquina de la calle.
En
el Censo de Población de 1875, Pozas figura con 1.588 habitantes, una cifra que
no varió prácticamente con el paso del tiempo, como se puede apreciar al
consultar posteriores censos oficiales. En un entorno exterior que fue
cambiando rápidamente, el Barrio de Pozas mantuvo intacta tanto su fisionomía
urbana como el tipo de gente que lo habitaban, obreros, empleados, artesanos o
pequeños comerciantes[3], que
compartían una pobreza digna y una cierta sensación íntima de pertenencia a
aquel triangulo cerrado que les había acogido. Incluso hoy en día pueden
encontrarse en Internet testimonios de antiguos residentes en él, niños de los
60 esencialmente, que reivindican el orgullo de haber nacido y vivido allí.
Esa
cualidad de que en el barrio de Pozas pareciera que no pasaba el tiempo, debió
resultar atractiva para escritores, artistas y, sobre todo, cineastas, que la
utilizaron para situar allí películas de ambiente popular y castizo. En ellas
rodó Benito Perojo en años republicanos la primera versión de “La verbena de La Paloma”, por ellas
movió las caderas en 1962 Marujita Díaz en “Mi
abuelita charlestón”, y recorriéndolas vivió su calvario el francés Jacques
Perrín en “La busca”, la estupenda
adaptación de la novela homónima de Pío Baroja que dirigió Angelino Fons en
1966. Por cierto, que el primero en captar aquel ambiente peculiar del barrio
había sido, precisamente, don Pío Baroja, que ya en 1911 hizo residir en él a
uno de los personajes de su novela “El
árbol de la ciencia”.
Por
referir la periférica relación del barrio con el mundo de la cultura, un
pequeño apunte más. La Editorial Cénit fue una de las empresas culturales más
representativas de La República, y en sus ocho años de existencia, desde 1928,
en plena decadencia ya de la dictadura monárquica de Primo de Rivera, hasta
1936, coincidiendo con el estallido de la sublevación militar, publicó
bastantes más de 200 títulos, entre libros y folletos, distribuidos en 25
colecciones que abarcaban todos los terrenos, desde la divulgación médica y
científica, a la del marxismo, autobiografías, novelas, análisis político,
cuentos infantiles o poesía.
Entre
sus autores figuraba lo más selecto de la intelectualidad progresista y de
izquierdas del mundo, que en muchos casos fueron traducidos allí al castellano
por primera vez. Tal sucedió con “El lobo
estepario” de Hermann Hesse, mucho antes de que se pusiera de moda, “Cartas de la prisión” de Rosa
Luxemburgo, o varias biografías de Stefan Zweig. En ella publicó Ramón J.
Sender varios libros, entre ellos la novela “Imán” y el reportaje-testimonio “Casas Viejas”, y César Vallejo, ya un poeta respetado, dio a la luz
su novelas social “El Tungsteno”. En
su catálogo figuraban obras de los estadounidenses Upton Sinclair y John Dos
Passos, los soviéticos Máximo Gorki, Mihail Sholojov e Ilia Eremburg, los
franceses Henri Barbuse y Román Rolland, el alemán Erich María Remarque o el
italiano Ignazio Silone, todos ellos nombres fundamentales de la novela de la
primera mitad del siglo XX y aún de después. También la autobiografía de la
bailarina Isadora Duncan y un curioso texto memorialístico de Charlie Chaplin
titulado “Mis andanzas por Europa”,
publicado en 1930.
Pues
bien, muchos de aquellos libros salieron, aún calientes y con la tinta húmeda,
quizás cargados en un carro tirado por un caballo renqueante, o más
probablemente en una simple carretilla empujada por un mozo, que las tiradas no
eran tan grandes y cabían en cualquier sitio, del mismo barrio de Pozas en cuya
memoria llevamos ya unos cuantos folios residiendo. Concretamente del
semisótano del número 2 del Pasaje Valdecilla, donde estaba instalada la
modesta imprenta Murillo que los convirtió en libro.
También se imprimió allí
desde 1928, seguramente por cercanía política del impresor, “El presidencialista”, órgano mensual de
la Juventud Republicana Presidencialista de España, una pequeña formación
fundada por el catedrático Luis Hernández Rico, que con la llegada de La
República se radicalizó y tomó el exótico nombre de Partido Republicano
Presidencial-Comunista de España.
La
imprenta sobrevivió a la editorial y al periódico y tras la guerra siguió con
el oficio. El poeta y novelista peruano Leopoldo de Trazegnies, que en 1962
imprimió en ella, a propia costa, su primer libro de poemas, “En un diminuto mar de infinito”,
rememoró muy posteriormente aquella primera visita, ofreciendo un vivido
retrato de un momento y un lugar como suspendidos en el tiempo:
“Al local había que entrar agachándose por
una puerta de madera sin rótulo y cuando la vista se habituaba a la penumbra
interior se distinguían dos prensas y una linotipia de plomo líquido ante la
cual se sentaba un anciano a teclear con la actitud armoniosa de un organista
de catedral.
-¡Ya tengo los pulmones forrados en plomo, después de tantos años al
lado de esta máquina!- me dijo de malos modos, mirándome de arriba a abajo y
señalándome la vieja linotipia, cuando lo interrumpí en su trabajo.
Le llevaba yo los poemas que le entregué a Vicente Aleixandre, ordenados
bajo un rimbombante título astronómico. Se sonrió al leerlo quitándose de la
comisura de los labios una colilla humeante y dejando en suspenso por unos
instantes su mal humor.
-¿Un diminuto mar del infinito, no?-, me preguntó pensativo- no lo sabes
tú bien.
Yo esperaba nervioso su veredicto.
-Cien ejemplares te pueden costar unas mil pesetas- añadió displicente.
-Trato hecho- le respondí al instante, asegurándome que el billete que
había ahorrado durante tantos meses continuara perfectamente doblado en mi
bolsillo.
-Te daré las galeradas dentro de un par de semanas, para que las
corrijas - me respondió-. No hace falta que me pagues ahora, ya hablaremos
cuando nazca la criatura en la cuna de plomo- añadió.”
En
una estancia muy posterior en España, ya destruido el barrio y sustituido por
el Corte Inglés, el escritor sintió la necesidad de rememorar aquella lejana
visita a la imprenta de su primera obra, la nostalgia tira mucho, y recorrió
las distintas secciones, contando pasos y orientándose con el recuerdo,
intentando localizar su antigua ubicación. Quedó maravillado con lo que
descubrió:
“Cuando mi vista se habituó a las blancas
luces fluorescentes, sentí la frustración de encontrarme en la sección de
artículos de cuero, pero reparé que entre bolsos y carteras de Ubrique, una
escalera mecánica parecía salvar el antiguo escalón de entrada al taller, ahora
mucho mayor debido al desnivel de la calle. Descendí por ella y pude comprobar
con satisfacción que aterrizaba sobre un mar de volúmenes en la sección de
librería de los grandes almacenes, que ocupaba casi exactamente el mismo lugar
que el semisótano del impresor republicano.”
Un
barrio, cuando lo es hasta constituir una seña de identidad para los vecinos,
como un pueblo insertado en la gran ciudad, tiene mucho que ver con una isla,
que mantiene su coherencia interior pero siempre tiene puertos a los que llegan
barcos y de los que parten barcos cargados de viajeros. En Pozas, el interior,
el exterior y los puertos de comunicación correspondientes estaban bien
delimitados.
El
interior se cerraba sobre si mismo alrededor de las tres calles y la plaza. En
él convivían los vecinos y se encontraban los establecimientos que les
abastecían. Allí jugaban los críos y coqueteaban los adolescentes, que en días
de fiesta excursionaban a la Gran Vía. Allí estaban, o estarían, la tasca
Carrasco, que tenía mesa de billar y además era una modesta fábrica de gaseosas
y sifones, el mercado, el taller de motos y bicicletas, la vaquería, que hasta
avanzados los sesenta surtía de leche y mantequilla al vecindario, la
carbonería, los ultramarinos, el quiosco de prensa, tebeos, pipas y caramelos… En
fin, todo lo que era necesario para la supervivencia de una comunidad que no
parece que cambiara demasiado con el paso del tiempo.
Las
conexiones de Pozas con el exterior, aparte de las salidas cotidianas a
trabajar o los más esporádicas visitas al centro para comprar o entretenerse,
tenían lugar esencialmente en el perímetro exterior del barrio, el delimitado
por las calles de Princesa, Alberto Aguilera y Serrano Jover, cuyos edificios
eran de tan sólo tres pisos, y no cuatro, como los de dentro, y cuyas fachadas
y locales tenían más prestancia. Allí estaban situados los comercios más
prósperos, que reunían clientela de todo Arguelles, que podía comprar en ellos
desde productos básicos, pescado, manteles de hule, lejía, jabón, carne o
queso, hasta otros menos esenciales como zapatos o cochecitos de niños. O el
salón de billares y futbolines. O el Banco. O la estafeta de Correos.
Pero
si había puertos de conexión, fronteras de convivencia entre los vecinos de
dentro y los visitantes de fuera, esos eran los bares y cafés abiertos en esas
calles, sobre todo en Princesa, que sigue siendo hoy en día la vía principal de
la zona. Alguno fue famoso y longevo. Más de 100 años estuvo en la esquina de
La Princesa con Serrano Jover, entonces Ronda de Conde Duque, el Café España,
que antes se había llamado Café Europa y aún antes le habían bautizado como
primer nombre Café del Buen Suceso.
Cuando
la piqueta lo destruyó en 1969 o 1970 era un simple, aunque popular, café de
barrio en el que una televisión retransmitía los partidos para atraer
clientela. Pero en sus años de esplendor, las primeras décadas del siglo, era
un establecimiento por todo lo alto. Según la publicidad que hacía su dueño, un
próspero industrial al parecer. Llamado Manuel Orejas, se trataba de un elegante
café, “decorado a la inglesa”, que
ofrecía un “servicio regio” y un buen
restaurante a partir de una cocina “instalada
con arreglo a los últimos adelantos e inmejorable calidad en sus productos”,
También contaba con una sala de billar, “cuyas
mesas has sido fabricas ‘ex profeso’ para esta casa”, lo único que se
conservó hasta el final. Pero su mayor reclamo bien podía estar en “una pareja de baile que dará principio a sus
trabajos en los días no festivos a las 6 horas de la tarde y los termina a las
11 horas de la noche y los días feriados desde las cuatro y media de la tarde
hasta igual hora de la noche”. Pobres bailarines, debían acabar con los
píes rotos.
También
estuvo ubicado por allí, parece ser que en lugar que hoy ocupa la sección de
bolsos de los referidos grandes almacenes, un café con nombre de melodrama
infantil, Los Cinco Hermanitos, en el que Emilio Carrere tuvo mesa fija durante
los años republicanos y aún después. El escritor, que había comenzado como
irreductible y subversivo bohemio y acabó convertido en singular monárquico
franquista, Cronista Oficial de la Villa de Madrid, vivió prácticamente toda su
vida en la acera de enfrente, y acudía a él con frecuencia, llegando a montar
tertulia fija en sus mesas.
Mas
reciente, popular y volcada hacia dentro del barrio, estaba, en el 14 del
pasaje de Valdecilla esquina a Alberto Aguilera, la taberna Las cuatro Puertas,
que Lauro Olmo visitaba al parecer a menudo, según queda constancia
fotográfica. La imagen fue descubierta en Internet por uno de los que salían en
ella, y verla debió ser como una bocanada del aroma del barrio, aunque se le
olvidara que el segundo por la izquierda era el vecino escritor.
“Hola a todos
Soy Satur Fernández, copropietario de la
Taberna Las Cuatro Puertas del pasaje de Valdecilla 14. En la última foto del artículo
aparezco a la izquierda, con mi bigotillo de la época. A la derecha del todo,
mi hermano Rufino Fernández , que era el que más horas se ha comido poniendo
chatos de Valdepeñas. Mi madre Manolita y mi abuela Esperanza se trabajaban la
cocina. Esos callos y ese lacón parece que todavía los huelo.”
El
Barrio de Pozas pasó la guerra civil lo mejor que pudo y no salió mal librado
de ella, al menos si lo ponemos en comparación con la práctica demolición de buena
parte del barrio de Arguelles, al que pertenecía y que le rodeaba, como
consecuencia de las constantes bombas y obuses franquistas que cayeron sobre
él, dada su cercanía con la Ciudad Universitaria y la Casa de Campo donde se
libró la batalla de Madrid. De hecho, la Iglesia del Buen Suceso, situada justo
enfrente de Pozas, acabó totalmente destruida por los cañonazos.
Lo
que no se sabe es lo que pudo suponer la victoria militar para los habitantes del
barrio. A tenor de la composición y origen social de sus vecinos bien se puede
suponerse que estuvieron, de una forma u otra, con La República, que muchos
lucharon en la guerra y que una buena parte bien pudo acabar aquellos tres
dramáticos años en presidió. También hay constancia, o rumor al menos, de que en
la trasera del Café España, a la que se entraba, cuentan, “por un portal estrecho y oscuro que daba a la calle de la Princesa”
se celebraban con frecuencia reuniones sindicales o políticas, clandestinas en
tiempos de la dictadura primorriverista, más abiertas en La República. Fuera
como fuera, no puede caber duda de que Pozas se llenó en aquella negra y
temerosa postguerra de viudas, excarcelados y realquilados con derecho a
cocina. Era la España que había perdido la guerra e intentaba sobrevivir a
duras penas.
Personalmente
recuerdo, siendo aún un niño, es decir en los primeros 50, las visitas
dominicales de la familia a un compañero de cárcel de mi padre y su pareja que
vivían allí. Como en una nebulosa sigo viendo a los mayores jugando a las
cartas, probablemente al julepe, mientras yo, un crío, intentaba en el suelo
copiar sobre un papel las viñetas de “Azañas Bélicas”, que tanto me
gustaban y que, aunque entonces no lo sabía dibujaba estupendamente Guillermo
Sánchez Boix, más conocido por Boixcar, un ex soldado de La República que nunca
abjuró de sus ideas, por muchos americanos, siempre buenos, y alemanes, siempre
malos, excepto cuando luchaban contra los siempre malísimos rusos, tuviera que
dibujar.
Por
lo demás, todos los datos indican que el barrio no cambió demasiado en las
décadas de los cuarenta, cincuenta y setenta. Los mismos vecinos, los mismos, o
parecidos, comercios, las mismas, o similares, actividades. Eso sí, con el
transcurrir de los años todo se había ido deteriorando. Las fachadas se
deslucieron y desconcharon, aparecieron grietas en algunos tabiques, las calles
se llenaron de baches sin que nada hiciera por remediarlo el ayuntamiento, que
entonces presidía el famoso Conde de Mayalde, notorio franquista que justo al
triunfar la Dictadura, en los momentos de máxima represión, había sido nada
menos que Director General de Seguridad. En tal situación, el Barrio de Pozas
quedaba como víctima indefensa para los depredadores.
El triángulo de la especulación
A
lo largo de los años 50 y 60 del siglo XX Madrid había empezado a sufrir una
transformación espectacular, que la llevaría a duplicar su población al
comienzo de la década siguiente. Hasta ella fueron llegando de nuevo oleadas de
inmigrantes procedentes de un campo cada vez más depauperado y con menos
horizontes, que acabaron instalándose, siguiendo el principio histórico de que
los pobres siempre viven en las afueras, en las numerosas urbanizaciones
acolmenadas que se construían en el extrarradio. Por otra parte, a través de
las ventas a plazos, se había desatado el consumismo. El pequeño comercio fue
desapareciendo a favor de los grandes almacenes, primero Galerías Preciados,
luego, más potente aún, El Corte Inglés, que hicieron su agosto y que, ocupado
el centro, necesitaba expandirse a otros lugares de la ciudad para acercar el
fácil consumo a sus habitantes e incrementar su cifra de negocio. En ese
contesto, el Barrio de Pozas, un islote obrero y pobre en un entorno burgués y
acomodado, aparecía como una perita en dulce para la especulación inmobiliaria.
Oro puro cada metro cuadrado. De hecho, así se le bautizó. “el triangulo de
oro”.
Todo
el proyecto se organizó como una batalla de acoso y derribo a los vecinos en un
ataque combinado de los intereses privados y la complicidad del Ayuntamiento,
que cuando empezó el cerco en 1967 ya no estaba presidido por el Conde de
Mayalde, sino por otro represor de reconocido curriculum. Se llamaba Carlos
Arias Navarro, conocido entre los perdedores de la guerra como “Carnicerito de Málaga” por la durísima
represión que había dirigido tras la ocupación franquista de esta ciudad en
1937. Había ascendido desde entonces, y aún lo haría más en el futuro, pues
tras sus lágrimas al comunicar la muerte del Caudillo fue el último Presidente
del Gobierno de la dictadura. En aquellos años finales de los sesenta estaba
haciendo todo lo posible para echar de sus casas a 1.600 personas para
facilitar los negocios privados de las grandes empresas. ¿Les suena de algo a
historia?
Resulta
paradójico que quien iniciara el proceso especulativo, poniendo en marcha el
plan de expropiación, desahucio y derribo, fuera la Inmobiliaria Pozas,
propietaria de los terrenos, que a tenor de su nombre bien pudiera haber sido
la empresa familiar de los herederos del constructor del barrio. Si no era así,
merecería la pena que lo hubiera sido, porque en ese caso, los perpetradores
del asesinato hubieran cometido, además, parricidio, al menos histórico.
La
operación tuvo varias fases y aunque estaba pensada para ser realizada de inmediato,
tardo cinco años en realizarse debido a la numantina resistencia de los vecinos
a la expulsión. En 1967, la inmobiliaria se hizo con todas las viviendas y
locales del barrio, que quienes los ocupaban tenían en régimen de alquiler, y
mientras se iba apropiando de ellos solicitó ya al Ayuntamiento dos cosas
imprescindibles para la realización de su plan especulativo: la aprobación de
un Plan de Ordenación Parcial específico para ese triángulo de Arguelles y que
sus edificios fueran incluidos en el Registro de Solares e Inmuebles de
Edificación Forzosa, ateniéndose al estado de ruina en que, aseguraban, se
encontraban. Arias Navarro le concedió de inmediato ambas peticiones, aunque no
sabía en el berenjenal legal en que se metía.
Era
cierto que algunos edificios se encontraban en un deterioro acumulado por el
paso del tiempo y la desatención en que mantenían al barrio tanto de la
inmobiliaria como el ayuntamiento, que nunca se habían gastado un duro en
repararlos, pero de ahí a que estuvieran en peligro de hundimiento había un
abismo. Así lo reconocieron, y lo expusieron públicamente tanto la comisión del
Colegio de Arquitectos nombrada al efecto a petición de los vecinos, como el
prestigioso arquitecto Fernando Chueca Goitia, Catedrático, miembro de la Real
Academia de Historia, autor de edificios madrileños tan emblemáticos como la
Catedral de Nuestra Señora de la Almudena o la ampliación del Museo del Prado
de los años 50, y restaurador de construcciones emblemáticas madrileñas como la
Casa de Las Siete Chimeneas y la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando,
o la Catedral de Palencia. No era, precisamente, un indocumentado en la materia
ni carecía de un inmenso prestigio en el tema, y su dictamen no dejaba lugar a
la duda, según lo explicó ya en 1967, cuando la cosa aún tenía solución, a
preguntas del diario ABC.
Para
el ilustre arquitecto --al menos según la consideración en que se le tenía por
parte de la arquitectura oficial del momento, aunque fuera un asimilado
franquista con mala conciencia que firmaba cuantos manifiestos podía contra el
régimen-- el Barrio de Pozas no estaba de ninguna manera en situación de ruina,
sino que sus desperfectos resultaban fácilmente subsanables.
Consideraba
también, y esos eran sus argumentos para mantenerlo en pie, que aquellas tres
calles y una plazuela, junto al exterior que conformaba el triángulo urbano,
constituían una de las últimas muestras que quedaban en Madrid de las
urbanizaciones del siglo XIX, que formaban un típico barrio isabelino y que
habían sido el núcleo urbano inicial de los grandes barrios circundantes. Para
el experto el barrio debía conservarse al tratarse de un tipo de urbanismo casi
desaparecido, al haber sido despreciado por la historia de la arquitectura
madrileña, que había pasado del monumentalismo de Carlos III a la “disparatada y colosalista arquitectura de la
primera época de la Gran Vía y la peor aún de los actuales rascacielos, sin
estética ni gracia, mientras que hemos perdido la urbanización popular del
siglo XIX”, aseguraba el cronista de ABC que había declarado Chueca Goitia.
Hay
varias versiones sobre lo que se ofreció a los vecinos para compensar el
desalojo, no siempre coincidentes. Nos atendremos a lo que el escritor y
periodista Juan Antonio Cabezas publicó en aquel reportaje contemporáneo de los
hechos publicado por ABC. Según él, la inmobiliaria estaba dispuesta a
indemnizar a quienes decidieran abandonar voluntariamente sus viviendas con
50.000 pesetas que sirvieran para pagar la entrada de un nuevo piso, eso sí, situado
en el recién construido Barrio Blanco, situado en la Ciudad Lineal, que por
aquel entonces era el quinto pino de Madrid y que quién sabe si no sería
propiedad también de la misma empresa constructora.
La
oferta era miserable, incluso en aquellos tiempos lejanos de la peseta, y los
vecinos la rechazaron de plano, desatándose un acoso empresarial y municipal al
hilo del supuesto estado de ruina que devino en conflagración directa.
La batalla
El
abandono del barrio en el que muchos había nacido y en el que vivían, y
convivían, desde hacía tanto tiempo suponía para los vecinos un grave problema
de desarraigo, enfrentados como estaban a la obligación de cambiar
profundamente sus costumbres y hábitos de vida, todo aquello que hasta aquel
momento había conformado su mundo personal y social, para iniciar nueva vida y
establecer nuevas relaciones en un medio desconocido. Estaba presente también
el problema social que supondría la perdida del trabajo a los 300 dependientes
y empleados de los comercios y negocios del barrio que se quedarían sin
trabajo, aparte de lo que implicaba de esfuerzo diario la mucha mayor distancia
de los desplazamientos hasta los respectivos lugares de trabajo de sus
habitantes.
Tras
reunirse la vecindad, la primera reacción colectiva fue oponer los
correspondientes recursos judiciales a las órdenes de desahucio municipales,
que en muchos casos fueron aceptados por los jueces, aunque sus dictámenes
fueran sistemáticamente desobedecidos por la empresa y el ayuntamiento.
Realizados los primeros desahucios, bien porque los vecinos fueran obligados a
salir por los munícipes o porque hubieran cedido a las presiones de la
inmobiliaria, las máquinas demoledoras entraron en el barrio, derribando los
edificios en el mismo momento en que acababan de quedar vacíos. En aquellas
casas en que aún quedaba algún piso ocupado se fueron cortando el agua y la
luz. La vida se debió ir convirtiendo en
un infierno en un barrio que cada vez más parecía una ciudad asediada en una
guerra, asolada por los bombardeos.
Los
vecinos siguieron reuniéndose una y otra vez, se encerraron, reclamaron, protestaron, y acudieron con
su denuncia a los periódicos, de los que hay que decir que, en general, se
pusieron de su lado. Incluso parece ser que también protagonizaron algún
incidente puntual de alzamiento popular contra los invasores. Se cuenta, y es
probable que sea un rumor, que una mañana, al empezar los bulldozers a demoler una de las viviendas se corrió la voz de que
en el tercer piso quedaba una mujer de parto. Aquello parece ser que sublevó a
los vecinos que asistían impotentes a la demolición, quienes con palos y
piedras, hombres y mujeres, se lanzaron contra las máquinas y los policías
municipales que las protegían hasta conseguir su retirada y dejaran para otro
día su labor destructiva. No es de extrañar que en esta situación la mayoría de
los residentes en Pozas, aislados, cansados y sin perspectivas, se fueran
rindiendo a los especuladores, cuyas crecientes ofertas económicas acabaron
convenciéndoles de que era mejor abandonar que seguir peleando en una batalla
perdida.
En
1971, tras cuatro años de conflicto, unos nuevos propietarios se hicieron cargo
de los terrenos y de los pocos edificios que aún quedaban en pie en una
operación que fue valorada en 300 millones de pesetas. Un pastón en la época
que bien poco menguaron con las sumamente exiguas indemnizaciones pagadas. El
comprador era la Compañía Inmobiliaria Metropolitana, ya entonces una poderosa
empresa constructora que aún se haría más grande en los años 80, cuando se transfiguró
en Metrovacesa y llegó a ser en 2003 el mayor grupo inmobiliario de España. En
la actualidad, y tras pasar por varias crisis económicas y ponerse en manos de
los bancos, tiene como accionista mayoritario al Grupo Santander y posee
activos por valor de 9.317 millones de euros, peseta más, peseta menos.
Ellos
fueron los que hicieron a las 15 familias que seguían en sus viviendas una
oferta que estaban seguros que no podrían rechazar: medio millón de pesetas y
el acceso a un piso situado en la Avenida de Reina Victoria, como quien dice a
dos pasos. 14 de ellos aceptaron. Sólo una familia lo rechazó, la formada por
el matrimonio Lauro Olmo y Pilar Enciso y sus dos hijos, Lauro, que entonces
andaba por los 12 años y hoy es profesor universitario, y Luis, que tenía 9 y
ahora es un prestigioso médico. Ellos permanecieron todavía un año más al pie
del cañón, hasta que la policía pasó por encima de la bandera española y les
puso en la calle.
Los últimos resistentes
No
tengo constancia de cuando comenzaron a residir en el tercer piso del número 4
de la calle Hermosa la pareja Lauro Olmo y Pilar Enciso. Tal vez cuando
matrimoniaron en 1954 y debieron empezar juntos una nueva vida familiar, que
les llevó a una intensa colaboración en todos los terrenos, incluidos el
político y el literario.
Pilar Enciso había nacido en Madrid justo en 1939, el año de finalización de la
guerra civil y comienzo de La Dictadura, y procedía de una familia republicana
y socialista que hubo de pagar en la postguerra por sus convicciones políticas.
En 1953 se había titulado en el Real Conservatorio de Arte Dramático de Madrid
como directora de escena, terreno en el que ganó el Premio Lope de Vega. Había
centrado su trabajo en el teatro infantil, género para el que escribió varias obras
en colaboración con su marido, dirigiendo en esa misma década el Teatro Popular
Infantil, una experiencia pionera en España de llevar las representaciones
teatrales a los más pequeños.
Revisando
lo que encuentro sobre ella y su trabajo tropiezo con algún dado que me parece
ilustrativo del ambiente cultural y político de aquellos años. Por ejemplo, el
tratamiento que dio la censura a los escritos teatrales de Enciso y Olmo, que
pese a ir estrictamente dirigidos a la infancia, tropezaron con serios reparos
para su autorización. Obras que, por otra parte se han seguido representando y
publicando hasta ayer mismo.
Por
ejemplo, “El raterillo” fue prohibida
para su representación en 1960 y así estuvo seis años. Los motivos para ello
quedaban claros en el incluso en uno de los informes que finalmente la
autorizaron en 1966:
“En ‘El raterillo’ hay dos aspectos
deliberadamente tratados con injusticia: los poderosos S. A. quieren utilizar
el tesoro robado al pueblo con fines bélicos, que no concuerdan con su condición
capitalista. La autoridad queda desprestigiada ante los niños. (El Comisario es
tonto y el agente se apellida Tóntez).”
“Asamblea General”, tal vez lo más
representativo y representado del teatro infantil de Pilar Enciso y Lauro Olmo,
debió sufrir un calvario hasta que se autorizo finalmente, tras supresiones e
incluso cambios de título, aduciendo que el mensaje de la obra no parecía “asequible como lectura directa por parte de
los niños”. Se conservan los expedientes de censura, que alguien se ha
encargado de colgar en Internet, por los que pueden ser disfrutados por
cualquier, que descubrirá en ellos valoraciones pintorescas:
“Asamblea general es una traslación al campo
de los animales de la lucha de clases y del predominio de los poderosos, astutos
o serviles, sobre los humildes dignos.”
Escribía
uno. Y otro que había leído “Rebelión en
la granja” remachaba:
“Obra
muy poco infantil, aunque pretenda lo contrario. Contenido socio-político con
la típica y tópica metáfora sobre la lucha de clases en el reino animal.”
Alguno
hubo, incluso, que intentó profundizar más en el sentido último de aquella “Asamblea General” y las intenciones de
sus autores:
“Esta obra de teatro infantil
sigue la línea de inclusión de contenido de protesta social y política contra
los abusos del autoritarismo, que obras anteriores vienen vertiendo en los
guiones para niños.
El rey (león) hace y deshace a su
antojo, se atiborra de comida ante sus súbditos hambrientos que además sufren
inermes los rigores de su injusticia y arbitrariedades manifiestas.
Se apela al sentimentalismo del
niño para buscar su refrendo en la tesis final de que a la larga, los oprimidos
conseguirán derrocar al tirano.”
La
verdad es que si estas valoraciones parecen risibles a la luz del presente, no
dejaba de haber cierta perspicacia en los censores, pues, efectivamente, la
intención de Pilar Enciso y su marido no podía ser otra, dado que eran quienes
eran, que intentar abrir las mentes infantiles a conceptos prohibidos tan
peligrosos como libertad o justicia, y, desde luego, qué más hubieran querido
ellos que contribuir a que los oprimidos consiguieran alguna vez acabar con el
tirano.
Lauro
Olmo era ya para cuando llegaron las escavadoras al barrio un reputado autor
teatral y novelista. Su inmersión en el vecindario debió haber sido inmediata y
natural, pues procedía de un medio social similar al del resto. Había nacido en
1922 en el pueblo orensano de Barco de Valdeorras de familia humilde, cuyo
padre se vio obligado a emigrar a Buenos Aires, como tantos otros gallegos de
la época, cuatro años después. La imposibilidad de sobrevivir en el pueblo
forzó a la madre a llevarse la familia a Madrid, donde las cosas no debieron
irle demasiado bien, porque cuatro años más tarde, ya en 1934, el joven Lauro,
de tan sólo doce años, es ingresado en un asilo infantil, del que salió al
estallar la sublevación militar para ser evacuado a una colonia infantil de San
Juan (Alicante), en cuyo instituto inició los estudios y donde, probablemente,
se acercó a idea socialista que no abandonó en su vida.
La
guerra ha terminado y Lauro Olmo tiene que ganarse la vida como puede, la suya
y la de su familia, lo que le impide proseguir los estudios que le hubieran
gustado. Trabaja de mecánico de bicicletas, empleado, vendedor callejero en
Atocha o dependiente, hasta que un neumotórax le lleva al hospital militar
mientras cumple la mili en Málaga. La
interrupción de sus estudios le aboca a lanzarse sobre cualquier libro que se
ponga a su alcance con voraz apetito de autodidacta, despertándosele la pasión
por la escritura.
Vuelto
ya a Madrid tras sufrir mili y enfermedad, el joven Lauro, sólo tiene 26 años,
se hace socio del Ateneo de Madrid, en lo que constituye, sin duda, un momento
fundamental en su vida, pues aquel ingreso en el único lugar en el que se
mantenía una vida cultural que aún recordaba los aromas republicanos le
transformó. De ese momento de nuestro personaje realizó un vivo retrato su
compañero de profesión Francisco García Pavón, critico literario y teatral,
además, y sobre todo, de excelente narrador, precursor de la moderna novela
policial en España desde que se encontró en 1968 con Plinio, aquel inteligente
y campechano jefe de la policía municipal de Tomelloso que protagonizaría buena
parte de sus mejores novelas desde “El
reinado de Witiza”.
“Yo conocí a Lauro Olmo, recién cumplido su
servicio militar, en el Ateneo de Madrid. Allí recaló para intentar realizar su
vocación literaria y suplir sus escasos estudios como evacuado durante la
guerra civil en el Instituto de Alicante, al modo autodidacto. Lauro Olmo, con
su bigote y pelo abundosos era en la Cacharrería y el barecillo del Ateneo de
entonces una especie de obrero ilustrado. Reidor en grave, amigo prudente del
Valdepeñas, ilusionado, ingenuo y honesto... Y en su acento de madrileño
barriobajero, algún sonecillo galaico que le salía de sus genes verbales más
antiguos. Sí, el Lauro de entonces, como el de ahora aunque en maduro,
recordaba al proletario consciente y leído de los dramas sociales de antes de
la guerra. Entre 1954 que publicó su primera colección.”
El
disfrute de la impresionante biblioteca del Ateneo, que le puso en la mano toda
la literatura y el pensamiento español del último siglo y medio, el aroma
liberal y republicano que aún se respiraba allí dentro, excepción total en
aquella España asfixiante, y las amistades que allí trabó con otros literatos
convirtieron a Lauro Olmo del aficionado a los versos que era en un escritor de
cuerpo entero. En 1951 participa en un recital público en el Centro Gallego de
Madrid junto a los poetas Ramón de Garciasol y Ángela Figueras. Mientras
trabaja en la secretaría del Aeroclub de Madrid comienza a publicar sus
primeros relatos, poemas y textos teatrales pasan al libro y a los escenarios,
no sin sufrir los estragos de la censura, en esos años.
En
1961 Lauro Olmo gana el premio Valle Inclán de teatro por la que se convertiría
en su obra más significativa, “La camisa”,
que tras su estreno el año siguiente con excelentes críticas, también recibiría
los premios Larra, Álvarez Quintero, el Nacional de Teatro y luego algunos más
de ámbito internacional. Junto a “Historia
de una escalera” (Antonio Buero Vallejo, 1949) y “Escuadra hacia la muerte” (Alfonso Sastre, 1956), “La camisa” constituye, con un cierto
carácter epigonal, la trilogía esencial del teatro realista del siglo XX, por
mucho que cada una de ellas presente diferentes modelos realistas. No voy a
entrar en el análisis de la obra, sobre la que existen estudios exhaustivos,
pero si quiero reproducir uno de los párrafos que el crítico Alfredo Marquerie
dedicó al estreno de la obra en ABC:
“Los tipos son crudos y amargos, pero
verdaderos: un tabernero procaz, algunos borrachos, un vendedor de globos, la
mujer que golpea al marido alcohólico y el alcohólico que se venga de mala
manera, los chicos oscilando entre las golfería y los amores incipientes, los
que se van al extranjero y los que se quedan aquí, menestrales de buen corazón,
jugadores de quinielas que todo lo confían al azar, contempladores del paso de
los satélites artificiales. El censo que si en un tiempo nutrió los sainetes,
hoy puebla este drama directo y casi fotográfico…”
Reproduzco
este párrafo porque creo que en él acertó el ilustre crítico al definir el
mundo abigarrado y popular en el que transcurre no sólo “La camisa”, sino prácticamente la totalidad de la obra de Lauro
Olmo, incluido el teatro infantil escrito con Pilar Enciso. Un mundo de gente
pobre, perdedores de la vida desde su nacimiento, que vive en el filo de la
supervivencia e intenta mantener la esencial dignidad de su pobreza. Así eran,
por ejemplo, los chiquillos que había retratado ya en los excelentes relatos de
“Golfos de bien” (1955) o la multitud
que puebla su notable novela “Ayer, 27 de
octubre” (1957), vecinos de un barrio madrileño que aunque en la ficción no
se nombre bien podría ser el de Pozas. Si algo caracteriza la obra de Lauro
Olmo es que habla de los suyos, de una comunidad a la que pertenecía y que
abordaba, pues, desde dentro, no como si fuera un visitante concienciado y
cargado de buenos deseos, sino como alguien que no sólo conocía íntimamente lo
que contaba, sino que lo vivía y estaba implicado en ello.
Lauro
Olmo estaba hecho del acero moral con que se forja a los buenos resistentes.
Con aspecto de boxeador golpeado mil veces, por el puño del contrario o por la
vida, todos los que le trataron han coincidido en señalar, cuando han tenido
ocasión para ello, su bonhomía esencial en todos los aspectos de la vida, así
como su coherencia moral y política, que le llevó a participar en cuantas
batallas antifranquistas se dieron en esos años, que fueron muchas y en las que
también estuvo siempre Pilar Enciso. Con ese bagaje se enfrentaron ambos a las
excavadoras en una resistencia compartida con los vecinos y en la que jugaron
un papel importante por su relevancia cultural, lo conocido de sus nombres, su
experiencia política y su entrega a la causa.
Aparte
de los recursos judiciales que interpusieron permanentemente a cada injusta
decisión municipal o empresarial, la pareja, no por nada ese era su oficio,
acudieron a la palabra y a la literatura para denunciar los abusos que sufrían
los vecinos del barrio y enfrentarse a ellos. Prácticamente desde el comienzo
del asedio, pues de tal se trató, colgaron de los balcones de su vivienda una
enorme pancarta, que cuando el barrio estuvo medio destruido se podría leer
desde las callen circundantes. Con el dibujo de un guardia municipal y una
coplilla (que aparece en la foto que encabeza este apartado) explicaba la sábana
a los viandantes de qué iba aquella destrucción que contemplaban, aunque para
entenderla debieran leer entre líneas, como era preceptivo en la poca:
“Este guarda que aquí veis
La porra no le hace falta,
Su justicia serán hechos
Respaldando a sus palabras.
Dios guarde al señor ministro
Y nos lo mantenga en guarda,
Que hay mucho embotellamiento
En esto de las finanzas”.
En
el artículo que sobre Lauro Olmo publicó Eduardo Haro Tecglen en El País el día
después de su fallecimiento el 19 de junio de 1994, el periodista recordaba del
amigo muerto que…
“…un día, en unas fiestas
"populares" de la Plaza Mayor, saltó como un espontáneo, y leyó un
romance en defensa de Pozas. Se lo llevaron los guardias.”
Según
parece la cosa no fue exactamente así. De acuerdo a otras fuentes menos
dependientes de la memoria, el romance se titulaba “Mujeres del barrio de Pozas” y Lauro Olmo lo habría presentado a un
certamen poético municipal, que no lo acepto ni a concurso bajo el pretexto de
no atenerse a las bases. Contradictoriamente, aquel mismo jurado, que
teóricamente no lo había juzgado, pues se le había impedido presentarse,
autorizó al autor a que lo leyera públicamente en el acto de entrega de premios
en la Plaza Mayor. Casualidad o no, la abracadabrante historia terminó cuando,
al comenzarlo a leerlo el autor sobre el escenario, el fluido eléctrico se
cortó misteriosamente. Decía aquel romance del no pero sí, del sí pero no:
"Hay quien nace para justo,
hay quien para especular,
hay víctimas y verdugos,
hay de todo en la ciudad.
(…)
Piquetes de la codicia,
¿qué fuisteis a desahuciar?
Si nuestros hijos reían,
ahora ya saben llorar;
si nuestros hijos hablaban,
ahora ya saben callar".
Algunas
de aquellas coplas, villancicos y poemas, de circunstancias, pero tan
oportunos, alcanzaron una buena notoriedad en los ambientes universitarios y
antifranquistas en general, donde se conocían y declamaban. Por ejemplo,
aquella coplilla que tan bien resumía lo sucedido y su por qué.
"¿Qué culpa habéis cometido?
A nadie la culpa extraña.
La culpa es de haber nacido
sobre uno de los solares
más cotizados de España".
Pero
ni por esas, las máquinas fueron avanzando inexorablemente por el barrio de
Pozas derrumbando cuanto encontraban a su paso hasta quedar tan sólo en pie,
rodeada de un desierto de ruinas, zanjas y escombros, el 4 de la calle Hermosa,
en el que sólo resistían la pareja y sus dos hijos. En los balcones seguía
colgando la pancarta denunciadora.
La
resistencia se alargó todavía un año. Se les cortó la luz y el agua, se
destruyó todo lo que había a su alrededor, se les obligó a que siempre hubiera
alguien en la vivienda para evitar que les desalojaran por sorpresa, se les
acosó con órdenes judiciales que siempre fueron recurridas. Se les cercó como a
una ciudad sitiada hasta conseguir expulsarles, que no rendirles.
Aunque
la Audiencia Provincial había considerado que el edificio no estaba en ruina
inminente y había declarado nulas las actuaciones y suspendido la ejecución del
desalojo inminente, el Ayuntamiento siguió adelante y el 10 de enero de 1972
ordenó el desahucio para el día siguiente a las 9 de la mañana.
La toma del fortín
Cuando
recibió la notificación del inminente desalojo parece ser que fue cuando a
Lauro se le ocurrió la idea, mitad desesperada, mitad burlona, de la bandera.
Según contaría luego Pilar, se acercó inmediatamente a la droguería, que estaba
a dos pasos, en la calle Rodríguez San Pedro, donde compró los dos botes de
pintura, amarillo y rojo, que utilizó para pintarla en la puerta. Debía saber
que era un gesto inútil, pero también pudo pensar que no estaría mal enfrentar
a los desahuciadotes con la humillación de tener que pasar por encima de la
enseña patria, el más alto símbolo del régimen. También podríamos encontrar en
aquel gesto un impremeditado sentido simbólico. La patria, España, el
significado más profundo de aquella bandera, y aquellos a los que realmente
debía representar, el pueblo, estaba en quienes permanecían dentro de la casa,
en sus habitantes, no en quienes debían romperla para entrar, los invasores.
Dejándonos
de alegorías y símbolos, he podido recuperar dos crónicas periodísticas que
narraron en su momento, con viveza y el sabor de lo próximo, lo sucedido aquel
día de la derrota definitiva de los últimos resistentes del barrio de Pozas.
Cuentan lo mismo, aunque cada una introduzca matices que completan la otra, y,
en cualquier caso pienso que es preferible su lectura a cualquier
reconstrucción que yo pudiera plagiar de ellas.
La
primera de ellas se publicó en el semanario Triunfo el 19 de febrero de 1972
firmada por Diego Galán, crítico de cine de la revista y probablemente amigo, o
al menos conocido, del matrimonio. “Una
mañana de frío” tituló el fragmento final de su más largo reportaje sobre
el tema:
“El día 11, a los nueve de la mañana,
fuerzas de la Policía Armada impiden la entrada al solar donde se encuentra la
casa marcada. Hay un buen número de personas que, por adhesión o curiosidad, se
han acercado al lugar. De los balcones de la casa deshabitada cuelga una
pancarta en la que se habla del “mucho embotellamiento que hay en esto de las
finanzas…”
Entre los curiosos, algunos de
los viejos inquilinos del barrio que vienen
ver qué pasa. “Si hubiéramos hecho todos lo mismo que don Lauro, las
cosas no estarían así”. Aparecen los bomberos y alguien, no se sabe bien por
qué, va y dice: ‘¡Asesinos!’, con lo que la cara de uno de esos bomberos se
congela en una expresión de estupor difícilmente explicable.
Hay fotógrafos, alguna cámara de
cine, estudiantes de Derecho “que vienen a aprender”… Los miembros de la
familia protagonista se asoman a veces al balcón. Se oye algún ‘¡ánimo!’ y se
espera, dentro del frío insoportable, que comiencen a ocurrir las cosas.
Lauro Olmo no abre la puerta
cuando vienen a llamar a ella. Más tarde, por lo tanto, se la derriban, y el
autor teatral, acompañado de su familia, tiene que abandonar su vieja,
entrañable, casa de Pozas. En un camión se van colocando los muebles y enseres
del hogar. No son demasiados, ya que, previamente, la familia ha enviado lo más
importante a casa de sus amigos. Mientras tanto, se improvisa una especie de
rueda de prensa con resistente del barrio, que concreta citas para más tarde,
se saluda y se dan los abrazos de los amigos.
Enfrente, los ojos de los
habitantes de un solitario edificio propiedad de una empresa diferente a la
desaparecido barrio de Pozas, pero que forma, geográficamente, parte de él[4]. Son ojos mañaneros,
según dice Olmo, ‘de una guerra mañanera, a la que nos han mantenido a todos
con una especie de chalaneo’”.
Contado
con buen ritmo narrativo, que demuestra el conocimiento del autor del lenguaje
literario y cinematográfico, pues en algún momento la crónica parece la base de
un guión para una película, el artículo de Diego Galán tiene todavía hoy la
verdad, y la veracidad, del que cuenta las cosas de las que ha sido testigo en
el lugar y el momento en que transcurrían. Incluso algún desliz de vocabulario
hace pensar que el autor podría haber estado dentro de la casa cuando llegaron
los guardias llamando a la puerta. “Lauro
Olmo no abre la puerta cuando vienen a llamar a ella”, escribió el cronista
cómo si hubiera sido uno de los ocupantes de la casa esperando la llegada de la
policía. De haber estado fuera, entre los testigos de la calle, quizás hubiera
sido más adecuado escribir “llegan”
en lugar de “vienen”, por mucho que,
bien es verdad, sea un asunto insignificante dónde estaba o dejaba de estar
Diego Galán.
Lo
que resulta extraño y atractivo en la nota que sobre el suceso publicó el
diario catalán La Vanguardia al día siguiente de los hechos es que, teniendo
similar viveza narrativa y exactitud de datos, no hubiera sido redactada por un
testigo directo, sino por un redactor anónimo que resumió con pericia y
profesionalidad la información que le habían proporcionado las agencias de
prensa:
“A las nueve y media de la mañana
de hoy se ha efectuado el desalojo de la vivienda del escritor Lauro Olmo,
último inquilino del Barrio de Pozas, de las casas pertenecientes a la antigua
inmobiliaria metropolitana.
Un grupo de bomberos,
pertenecientes al Ayuntamiento de Madrid, descerrajaron la puerta del piso en
la que se hallaba pintada la bandera nacional y han clavado un certificado del
Tribunal Supremo por el cual se indica que todavía no ha dictado sentencia en
el caso correspondiente.
En el interior de la vivienda se
hallaban 35 personas, entre periodistas, amigos del escritor, pintores y
actores, Del grupo formaba parte el académico señor Gamallo Fierros, el pintor
don Juan Bárjola y los actore Tina Saiz y Alberto Alonso, que estrenaron en su
día la obra teatral “La camisa”. La puerta fue descerrajada en presencia del
presidente de la Junta Municipal del distrito.
A primera horas de la mañana
había sido colocada en los balcones de la vivienda una pancarta que ya exhibió
hace dos años el propio escritor. La pancarta se hallaba decorada con crespones
negros y decía:
““Este guarda que aquí veis/ la
porra no le hace falta,/ su justicia serán hechos/ respaldando sus palabras./
Dios guarde al señor ministro/ y nos lo mantenga en guardia,/ que hay mucho
embotellamiento/ en esto de las finanzas”.
Aproximadamente hacia las once y
después de que un camión perteneciente al Auntamiento de Madrid fuera cargando
los muebles que había en la vivienda, aunque la mayor parte de ellos ya habían
sido sacados anoche por su propietario, salió de la vivienda don Lauro Olmo,
acompañado de su mujer y sus hijos. Contemplaban la escena unas 150 personas,
entre ellas los porteros de la vivienda desalojada.
En una improvisada rueda de
prensa, el escritor Lauro Olmo señaló de nuevo el hecho de que el Tribunal
Supremo no ha dictado sentencia en este caso y “que por tanto –dijo—el desalojo
que se ha producido esta mañana es, en mi opinión, ilegal”.
Y
la nota terminaba con una certera intuición de lo que este tipo de hechos
suponían en aquella España aún represiva del tardo franquismo y que, pese al
tiempo transcurrido, todavía siguen suponiendo hoy en día: un desacato al orden
establecido siempre peligroso. Informaba la crónica:
“Desde primeras horas de la mañana se habían
situado en las inmediaciones del antiguo Barrio de Pozas, futuro “Triángulo de
Princesa”, tres camiones del Ayuntamiento madrileño, fuerzas de la policía
municipal, policía armada y dos coches de la brigada de orden público.- Europa
Press y Logos.”
Y pasaron los años…
Ya
no quedaba piedra sobre piedra en el Barrio de Pozas y la historia termina
aquí, aunque, como en algunas películas, concluyamos con lo que les esperaba a
los protagonistas después del The End.
La
familia Olmo-Enciso no se dio por vencida con el desalojo y siguió pleiteando
por sus derechos hasta que dos años después el Tribunal supremos les dio la
razón, indemnizándoles con dos millones de pesetas. Lamentablemente las dos
terceras partes tuvieron que ir destinadas a pagar el enorme coste de la
batalla legal que habían llevado a cabo.
Ese
mismo año de 1974 el Corte Ingles del señor Areces, que había empezado en 1940
con una tiendita en una esquina de la calle Preciados, inauguró su centro
comercial de Princesa, el cuarto de los que tenía ya en Madrid y algo así como
el décimo en toda España. El imperio ya estaba en pie.
La
Compañía Inmobiliaria Metropolitana acabaría convertida en la primera
constructora de España.
Carlos
Arias Navarro fue premiado por su buena gestión del Ayuntamiento madrileño con
el nombramiento en 1973 como Ministro de Gobernación, terreno en el que tenía
experiencia, aunque sólo duraría seis meses en el cargo, pues pasó
inmediatamente a ser Presidente del Gobierno hasta la putrefacción del régimen.
No
se puede saber las vidas que llevaron el resto de los vecinos del Barrio de
Pozas, aunque todavía se pueden encontrar en Internet emocionados recuerdos de
quienes pasaron allí su infancia. Para ellos este escrito.
[1] El edificio tenía en
realidad 3 plantas.
[2] Por
ejemplo, calles colindantes con el barrio de Pozas, como las actuales Guzmán el
Bueno, Blasco de Garay, Galielo, Fernández de los Ríos o Gaztambide no se
urbanizaron hasta 1880 sobre grandes fincas particulares.
[3] Curiosamente y según los
censos, había entre ellos una buena cantidad de militares y ferroviarios,
quizás debido a la cercanía de cuarteles y la Estación del Norte y sus
instalaciones aledañas.
[4] No he
conseguido encontrar ninguna otra referencia a este edificio independiente, que
en ese momento debía estar libre de la amenaza de desahucio, pero que teniendo
en cuenta lo que se construyó después fue derruido finalmente al igual que lo
habían sido el resto.
Impresionante. Comencé a leerlo un tanto a desgana porque no conocía nada de esa lucha del Barrio de Pozas, pero me fue atrapando la prosa ágil y documentadísima, como siempre, de Antonio, y tras saborear, indignarme y emocionarme con su lectura, sólo me queda desear que sea cual sea el tema que trates, lo compartas y sepas que quedamos ansiosos por aprender tantas y tantas cosas que siempre nos sugieres y que valoramos.
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