Una historia por entregas de la música popular de
los Estados Unidos (1980)
La verdad en que en la vida,
especialmente en la profesional, pero no sólo, le ha tocado a uno lidiar con
los toros más dispares. En 1980, viviendo en Las Palmas de Gran Canaria, mi
compañera, Carmen Rosa Saavedra, y yo nos ganábamos la vida haciendo programas
en Radio Popular a costa de una empresa publicitaria que nos contrataba. En una
de estas nos propusieron montar un espacio para anunciar Winston, y nosotros,
relacionando el genuino sabor americano de los cigarrillos con las canciones
con genuino sabor americano les propusimos hacer una historia de la música
popular de los Estados Unidos en cincuenta entregas. Les pareció estupendamente
la propuesta, y no sólo la aceptaron sino que también consintiéramos que
escribiéramos otros tantos pequeños fascículos sobre cada uno de los géneros y
artistas que programábamos cada día, que se enviarían gratis a los oyentes que
lo reclamaran.
Era, como no podía ser de otra manera en
un trabajo que apenas llegaba a los 150 folios en total, una historia sucinta y
esquemática, pese a lo cual luego me sirvió como documentación para otros
artículos. Seguro que la pasta que nos pagaron no mereció el curro agotador que
nos costó la cosa. Más por su curiosidad arqueológica que por su valor
intrínseco, reproduzco hoy los primeros tres capítulos, que bajo el epígrafe
genérico de “La música original de América” daban un repaso a la música de los
indios, de los primeros colonos británicos y de los esclavos negros. Igual lo
continúo.
Link Wray (1925/2005), rockero de origen indio.
Imperdonable olvido ya en el primer capítulo,
sobre todo considerando que su
trabajo me parece excelente,
pionero como guitarrista de rock que abrió un
camino que seguirían
desde Jeff Beck a Jimmy Page,
de Jimi Hendrix a Marc
Bolan,
entre otras cuantas docenas de nombres.
..¿Continuará?
jueves, 30 de mayo de 2013
Raphael. Crítica y réplica de Emilio Romero (1984)
Prueba de cargo nº 1.
Con el agravante eurovisivo
La verdad es que
nunca he tenido yo buena suerte con las cosas que he escrito o dicho sobre
Raphael, una estrella indudable e inoxidable de la canción española que, sin
embargo, a mí me parece la antítesis de lo que considero que debe ser el
cantante y la canción popular. Una antítesis, además, sin posibilidad de
síntesis. Una consideración que, cuando la he expresado, me ha valido réplicas,
contestaciones e, incluso, una lejana amenaza de castración, tal como suena.
Debo decir, no
obstante, que mi desacuerdo con el ídolo de ídolos no es nada personal, son
sólo negocios, diferencias irreconciliables de criterios. No le conozco personalmente,
pero pienso que tienen razón quienes sí le han tratado y aseguran que es una
buena persona, considerando siempre, claro, los efectos colaterales del divismo
que sin duda deben afectarle. Tampoco me molesta específicamente su trabajo, ni
el que haya tenido éxito ni el que cuente todavía con una legión de seguidores,
que disfrutan con él y que quizás subliman sus tristezas cotidianas a través de
la adoración al ídolo, a lo que tienen todo el derecho, sea el becerro de oro o
de barro. No. Hay otros cantantes que no me gustan, que tienen éxitos y a los
que los fans les quitan los calzoncillos o las bragas a poco que se dejen y que
no me provocan mayor preocupación. Todas las músicas son posibles y Georgie Dan
o Tony Ronald (por seguir con coetáneos del protagonista) han satisfecho con
toda dignidad las necesidades de evasión y juerga de generaciones de españoles,
que gracias a ellos han bailado, bebido, ligado y gamberreado a lo largo de
todas ferias, verbenas y festejos de la geografía patria. Lo que me molesta es
que intenten dar gato por liebre.
No me molestan pues Raphael ni su trabajo, me molestan sus exégetas, que desde el comienzo le
convirtieron sin pudor en una especie de epitome del arte musical. Y son precisamente
los valores que ellos destacan los que no comparto, los que en lugar de valores
me parecen deméritos. Sus modulaciones vocales, tan alabadas, me parecen simple
impostura e impostación. Su presencia escénica, de la que tan destacado es el
dramatismo, me parece simple sobreactuación. La profundidad y sensibilidad de
sus textos, que tanto emocionan a sus voceros, me parecen, lo siento, simples
tópicos y lugares comunes superficiales. No es de extrañar, pues, que sus
defensores, fueran sencillas fans o inductores intelectuales, se lo hayan
tomado a mal cuando lo he comentado.
En 1973, al
tiempo que colaboraba intensamente con la Frecuencia Modulada de Radio Popular
de Madrid, la primera y mejor experiencia radiofónica que he vivido, realizaba
también, junto a Manuel Lombao, un programa en la Onda Media de la misma
emisora, cuyo nombre de “Spahish Show” se completaba con la consigna de “coger
el toro de la música española por los cuernos”. Fue una disparatada y divertida
experiencia en la que con la inconsciencia de la juventud utilizaba la
pronuncia “Rapael” del nombre de “Raphael”. Tal iconoclastia mereció la
indignación del Club de Fans madrileño del cantante, que me remitió una carta
colectiva con una docena de firmas o más en la que tras algún insulto que no
recuerdo concluían con la amenaza de cortarme “las pelotas”. O acaso fueran los
huevos, que a tanta precisión no alcanza mi memoria. Fuera lo que fuera, durante
semanas llevé una coquilla de titanio pero nunca se personaron en la emisora ni
en mi caso. Se conoce que como debían ser de derechas no eran partidarias de
los escraches.
10 años después,
ya en el PAÍS, decidí que tras muchas reseñas de recitales me apetecía intentar
escrudiñar en las claves del éxito, en las formas, temas y actitudes del
artista que hacían que un número significativo de personas se identificaran con
él con la intensidad necesaria como para establecerse entre artista y público una
relación de adorador y adorado. Desde ese punto de vista publiqué algunos
comentarios sobre Sabina, Serrat y Víctor Manuel y Ana Belén, que recuerde
ahora, y que algún día colgaré por aquí aquí. También adopté ese enfoque cuando
me tocó enfrentarme en abril de 1984 con un recital benéfico de Raphael en el
Teatro Lope de Vega de Madrid a favor de alguna fundación presidida por Sofía
de Grecia, que asistió al acto acompañada por su marido, Juan Carlos Borbón. Criterio
que volví a utilizar en 1985, en una actuación del cantante en un Estadio
Bernabeu lleno hasta la bandera, lo que constituía sin duda lo más interesante
de la reunión.
La verdad es que
la primera vez si llego a saber la cola que traería el textito igual me calló. O
no, porque me parece muy bien lo que ocurrió. Uno de define tanto por sus
amigos como por sus enemigos.
Al día
siguiente, en su columna habitual en el diario Ya, EmilioRomero me dedicó una vitriólica columna en la que también arremetía, para honra
mía, contra Marcelino Camacho, uniéndonos en la categoría de rojos “totalitarios”.
Dos días más tarde, esta vez en ABC, un colaborador habitual que firmaba con el
modesto seudónimo de Ovidio (del que pese a estas moderneces de internet no he
conseguido saber el nombre real, que lo debía tener) también se ocupó del tema.
Aunque no
pretenda ser una defensa, sino una consideración, me llama la atención que
ambos replicantes basen su cabreo en el supuesto carácter “ideológico” de mis
palabras. Por supuesto que la ideología es un componente necesario, e
inevitable, de toda crítica, ¿cómo se puede criticar nada sin partir de un
cierto sistema estructurado de ideas?, y sin duda mi escrito la tiene. Incluso
me gustaría que por debajo de las palabras asomaran argumentos, que aunque creo
que son estrictamente musicales y artísticos, denotaran también una cierta
concepción general, ideológica, de lo que pienso que es, o debe ser, el arte,
el artista y su papel en la sociedad. Lo que sí aseguro es que en mi valoración
del trabajo de un artista no he utilizado nunca, al menos conscientemente,
prejuicios políticos. Dado que entre los textos que reproduzco (que excepto el
último, del que no poseo copia en papel, están escaneados, que siempre que se
lean bien creo que le da a los viejos papeles un mejor olor a polvo viejo
acumulado) he introducido algunas pruebas de cargo en forma de ilustraciones
musicales, me permitiré poner aquí como descargo mío a la acusación de
sectarismo político los textos que he publicado ya sobre artistas tan en mis
antípodas políticas como Lina Morgan,
Alfredo Landa o Tomásde Antequera.
EL PAÍS. 26 ABRIL 1984:
Prueba de cargo. Ojo a la naturalidad
y espontaneidad de la presentación.
Con la atenuante de la falta del coro de voces blancas,
porque cuando cuenta con él
la petición de pena sube un grado
YA. 27 ABRIL 1984
ABC. 29 ABRIL 1984
Con agravante de herejía y eximente de vergüenza ajena.
El Único taco de Raphael
Estadio Santiago
Bernalbéu. Madrid, 22 de junio.
EL PAÍS, 24 JUNIO
1985
Eran las 22.10
cuando Raphael salió al escenario entre el entusiasmo de 70.000 espectadores.
Unos cientos de personas, representantes de los clubes de admiradores, llegadas
desde toda España con banderas de todo el mundo. A las 0.25 terminaba su
agotador recital y el público se marchaba en paz y concordia. Dos horas y
cuarto de canciones. Un recital que como tal no fue otra cosa que una actuación
más del cantante, con la única diferencia de que, con la distancia a que obliga
un recinto tan grande, las principales claves comunicativas de Raphael: la
exhibición vocal, la suave procacidad y la ambigüedad gestual, no pudieron ser
degustadas con suficiente claridad.
El interés del
acto estuvo, pues, más que en la propia actuación, en seguir el espectáculo que
en sí forman las relaciones del cantante con su público. Un público de muy
diversa edad y no tan diversa condición, entregado y entusiasta, que aplaudió
hasta romperse las manos, sonrió cómplice ante el único taco del cantante y le
siguió por los vericuetos elementales de su mensaje en una ceremonia de
identificación e idealización.
Alrededor de
tres temas construye Raphael su mensaje: amores apasionados que estrangulan el
resuello con la punta de masoquismo que asoma por la carne viva del corazón,
amores por encima del tiempo y la realidad que subliman a la perfección la
vulgar cotidianeidad de los amores de todos los días; un cierto sentido del
españolismo y de la hispanidad considerado como un magma protector de
ambiguas esencias colectivas, y en tercer lugar, una idealización del artista,
"eterno solitario / en mitad del escenario", inaccesible para el gran
público en sus grandezas y miserias, pero cargado de sabiduría y experiencia.
Con agravante
de modernidad, alevosía y contactos con banda organizada.
miércoles, 29 de mayo de 2013
María del Mar Bonet. El aroma de un mar interior
(1974-1985)
Poco puedo decir ahora que no quedará ya
escrito, con desigual pericia, todo sea dicho, en los textos que a lo largo de
los años he venido escribiendo sobre María del Mar Bonet, probablemente la más
intensa intérprete femenina de todo el Estado español y buena parte del
extranjero. Unas evidentes cualidades vocales, nunca exhibidas, siempre discretas,
a las que se unen su extremada sensibilidad a la hora de escribir o seleccionar
canciones y un gusto por la búsqueda y el riesgo estético que son de agradecer.
Cierro con una curiosidad encontrada en
las carpetas: un folio mecanografiado con una parte de una entrevista que no
recuerdo que se publicara nunca (no os alarméis algunos, aún existió un tiempo más antiguo en que hubiera sido manuscrito). Debe ser de 1974 o por ahí.
EL PAÍS. 2 MARZO 1985
Dieciocho años
de cantar han llevado a María del Mar Bonet a la publicación de 18 espléndidos
discos, con los que nos sumerge en la magia musical de las más diversas
sonoridades. Desde el ancestral canto de su pueblo mallorquín hasta las
influencias del rock o el jazz, desde las resonancias mediterráneas de Grecia y
el norte de África hasta el blues de Billie Holliday, desde los poetas
provenzales del medievo hasta los textos de la poesía catalana contemporánea.
Su último trabajo, Anells d'aigua,
acaba de editarse.
María del Mar
Bonet tiene 39 años de belleza cálida e irresistible, que comparte con una imagen
pública de un cierto distanciamiento, proveniente tal vez de su celo por
guardar para sí misma y los amigos la intimidad de una mujer que se presiente
tímida. "Soy muy pudorosa hablando
con la gente que se mete en mis cosas personales, pero en mis canciones soy
absolutamente impúdica", contesta cuando se le comenta que en este
último disco aparecen, veladas por la protección de la poesía, temas y
preocupaciones que no pueden nacer sino de la propia experiencia.
Reminiscencias árabes
En su larga
trayectoria artística, María del Mar Bonet ha colaborado en numerosas ocasiones
con otros músicos y cantantes, fomentando una práctica que, si bien es común en
otros países, no suele ser demasiado frecuente en España: Pi de la Serra y los
valencianos del grupo Al Tall, con los que grabó sendos álbumes; Toti Soler,
Alan Stivell, Jordi Sabatés o Paco Cepero han pasado por sus discos. En esta
última grabación cumple un sueño que venía acariciando desde hace tiempo:
introducirse en los laberintos de la música árabe y grabar con la Orquesta de
Juventudes Musicales de Túnez, dirigida por Fethi Zhgonda. "Nunca me había atrevido a cantar música
árabe, aunque en algunas de mis canciones se noten reminiscencias arabizantes,
que yo diría que vienen de mi interés por la música andaluza. En este disco he
dado el salto. A la Orquesta de Juventudes Musicales de Túnez la conocí hace
seis años, en un encuentro de música del Mediterráneo que se celebró en
Marsella. Desde entonces teníamos la idea de grabar algo juntos, pero hasta ahora
no habíamos podido hacerlo realidad".
"Lo catalán no me reduce. Al contrario, me
expande", dice al referirse a una de sus fidelidades más
irrenunciables, la de cantar siempre en su idioma natal. Lamenta la desaparición
de los sellos discográficos catalanes que sirvieron para el lanzamiento público
de toda una generación de cantantes, que configuraron también una forma de
entender la música no sólo como un servicio al idioma y al pueblo de Cataluña,
sino también como una forma artística adulta, y aunque reconoce que el repliege
de la militancia catalanista de la nova canço, el cantar en catalán para “fer
país”, ha servido para madurar formas y contenidos de la canción catalana,
insiste en que los problemas siguen existiendo. "Hay una reacción muy contraria de la Generalitat y los partidos
políticos hacia la canción. No se la sostiene como a otras formas artísticas,
no hay auditorios ni circuitos, no se programa en la radio. Son muchas cosas
que no se han solucionado. El dar dinero a este o al otro cantante para grabar
un disco en lugar de crear infraestructura no me parece correcto"
ANELLS D'AIGUA
María del Mar Bonel.
Ariola T-206.626.
EL PAÍS. 2 JUNIO 1985
El nuevo álbum
de María del Mar Bonet es, una vez más, un disco inclasificable. Una obra en la
que reaparecen constantemente referencias de trabajos anteriores, colaboradores
con los que viene manteniendo una fiel relación desde hace años, sonidos y
preocupaciones patentes en otras grabaciones suyas, pero que es,
sustancialmente, una colección de canciones diferente a lo que había venido
haciendo hasta ahora.
De la diversidad
de influencias, de la disparidad de sonoridades que invaden el disco, de la
variedad de autores utilizados (aunque en este disco la presencia de la propia
cantante como letrista es mayoritaria), de la diferente procedencia musical de
los instrumentistas, nace una unidad formal que sólo puede dar una personalidad
artística en la plenitud de su madurez.
En este Anelis d'aigua está la Orquesta de
Juventudes Musicales de Túnez, que aporta un intento de fusión cultural
plenamente conseguido; pero están también el polifacético Gregorio Paniagua,
que arregla una melodía de procedencia israelí, y el siempre exquisito Rafael
Subirachs, con el que canta un antiguo romance catalán. Y hay una canción
portuguesa de Amalia Rodrigues, una melodía armenia, toques jazzísticos del
saxo de Dave Pybus, composiciones de sus acompañantes habituales Lautaro Rosas
y Javier Mas y, sobre todo la voz luminosa, cristalina y expresiva de María del
Mar Bonet.
Releyendo las
líneas que anteceden da la impresión de que el disco me gusta. Es verdad, casi
tanto como la valiente actitud, que se desprende de los textos, de enfrentar la
vida sin miedo a las rupturas íntimas que desgarran sin ira. La música de
Bonet, como la vida, se abre siempre hacía un futuro que no se busca, se
encuentra.
DISCO EXPRES. 21 JUNIO 1974
Cada vez que
asisto a un recital de María del Mar Bonet o escucho uno de sus discos siempre
me asalta, no sé por qué, la misma pregunta: ¿cómo es que hay tan pocas
cantantes femeninas en el país? Naturalmente que me refiero a cantantes buenas,
porque de las otras ya hay algunas, ya. Y la contestación me sume en un mar de
dudas. Porque la cuestión puede parecer a simple viste bastante sencilla, pero
no lo es tanto. Mientras que en el campo masculino se pueden encontrar una
buena cantidad de nombres que intentan hacer una canción de calidad, entre las
mujeres apenas hay duda: las pocas que canten lo hacen de la misma manera que
podrían dedicarse a sus labores, ser secretarias de un alto ejecutivo o
presentarse a concursos de belleza: como un adorno más de su femineidad. Y eso
no es por casualidad: a industria discográfica exige a las cantantes femeninas
una serie de requisitos que no suele ponerle a los hombres, entre los que destaca
el de la belleza física. Si un hombre puede ser más bien feo y triunfar en la
canción, entre las mujeres esto es más bien imposible.
Hay gente muy
dada a las comparaciones que siempre especula sobre a quién se pueden equiparar
nuestros artistas en el mercado extranjero. Con María del Mar Bonet tienen el
campo abonado, porque su figura y su calidad es perfectamente comparable a
cualquiera de las cantantes que suenan en todo el mundo sin ninguna pega,
llámense Judy Collins, Joan Baez, Mercedes Sosa, Joni Mitchell, Bárbara o Sandy
Denny. Tanto por su voz y por su calidad musical como por su presencia en
escena la cantante mallorquina no desmerece de ninguno de los nombres a que nos
estamos refiriendo. Y esto es mucho para tenerlo en casa y no darnos cuento de
ello.
Tanto en sus
discos como en los recitales a que hemos podido asistir últimamente (y a los
que me referiré más extensamente líneas abajo) han quedado bien claras varias
características de María del Mar Bonet que se venían apuntando desde que
comenzó a cantar hace ya cerca de diez años en Barcelona, primero en el “Grup
de Folk” y luego ya en “Els setze jutges”:
1º. La voz de
María del Mar Bonet ha llegado ya a un grado de madurez total, es una voz
sugerente, llena de calor y de potencia al mismo tiempo, y la cantante
demuestra un absoluto dominio técnico sobre ella. Domina un amplio registro,
que sirve para el grito y el susurro y que la hace tremendamente expresiva.
2º. La
sensibilidad de María del Mar como autora es exquisita. No se trata sólo de que
sepa componer una canción o escribir un poema, es que incluso en aquellos casos
en que utiliza textos de otros autores es capaz de elegir precisamente aquel
que se destaca por su sensibilidad (no sensiblería), y puede expresarlo todo en
un mínimo de palabras. Si a esto le añadimos una total coherencia en sus
canciones llegaremos a la conclusión de que estamos ante una obra ya cuajada,
hecha.
3º. Y la tercera
característica a destacar en la obra de María del Mar es sin duda el arraigo de
sus composiciones, de toda su figura, en unas formas musicales y literarias
absolutamente mallorquinas. Es una de las pocas cantantes del país, no solo las
femeninas, en la que se puede rastrear una tierra, un paisaje y unas
circunstancias. Su sonido es claro, nítido, como el de las canciones populares
que escoge para interpretar. Es ese sonido mediterráneo que ahora están
buscando todos nuestros cantantes, desde Raimon a Elisa Serna, desde Hilario
Camacho a Pi de la Serra, y que María del Mar parece que ya ha encontrado
'partiendo del folklore de su tierra. Un sonido que nos conecta con las costas
italianas y las magníficas canciones del «Nuovo canzionere italiano», con Grecia
y las composiciones de Theodorakis o Haddijakis y con todo el norte de África.
En estas
condiciones, el nuevo disco que acaba de publicar Ariola, sin ser mejor que los
anteriores, que también eran magníficos, es una prueba más de madurez. Tomando
como temática el mundo íntimo que se encuentra en los poemas de Bartomeu
Roselló Pòrcel o Joan Alcover que ha seleccionado, llega a ese toque de
atención que es «Vigila el mar» con
texto de la propia cantante. María del Mar es autora poco prolífica, y para
esta ocasión ha escogido la ayuda musical de Hilario Camacho, ayuda que se nota
sobre todo en la estructuración rítmica de algunas canciones, pero es
importante que los nuevos temas de este disco no desentonen ni se contradigan
con los de discos anteriores. Por encima y sobre todo es un disco suyo, propio,
con ese toque característico que ha logrado imponer a todo lo que hace.
Y para presentar
el disco a la prensa y al público la cantante ha dado recitales en Madrid y
Barcelona. En Barcelona varias sesiones en la sala Zeleste, y en Madrid una
única y clamorosa actuación en el Teatro Español. Como las diferencias en unos
y otro apenas han existido nos vamos a referir a los dos. La estructura de
ambos ha sido la misma, una primera parte con guitarra y contrabajo dedicada a
sus canciones más antiguas, a las que han formado su anterior etapa, luego, con
un grupo, se dedicó a presentar las que integran este último LP, junto a
algunos temas nuevos, como la adaptación de una magnífica canción de Caetano
Veloso que se titula «Drama». Mezcló,
como viene haciendo desde que empezó en el oficio, canciones propias y otras
populares de sus islas, y sobre esto hay que destacar que cuando tan aburridos estamos
ya de un folklore reiterativo y muerto, de un folklore de charanga y pandereta
absolutamente carcomido, las interpretaciones de María del Mar Bonet demuestran
que se puede encontrar una canción popular sin adulteraciones, que nos hable de
cosas que nos interesan y que nos cuente historias que nos sirven para algo. Las
canciones folklóricas mallorquinas y menorquinas que escuchamos en el Teatro
Español, eran un canto vivo del pueblo, un concepto del folklore riguroso al
que, la verdad, estamos poco acostumbrados.
EL ECO DE CANARIAS. 7 JUNIO 1981
Recientemente
declaraba María del Mar Bonet con respecto a la recuperación del folklore: «A mí me parece muy bien, siempre que no se
recupere de una forma reaccionaria que ate a la gente en lugar de liberarla».
(La Calle, 25.5.81). Y en esas palabras se encuentra a mi parecer el secreto
del trabajo musical de esta cantante balear, y una reflexión, de singular
agudeza en su brevedad, sobre un tema tan importante para la canción popular
como las relaciones que el artista debe mantener con el folklore tradicional.
Aunque no
quisiéramos extendernos aquí sobre el tema, se ha creado una dicotomía
insalvable entre los cantantes populares y los folkloristas tradicionales, una
dicotomía en la que la posición de María del Mar Bonet puede aparecer como
síntesis superadora: tomar del folklore las formas, los giros, la esencia
popular, y adaptarlo a una sensibilidad artística de hoy mismo, a una
problemática de actualidad (y no quiero decir «exclusivamente» de actualidad
política, ni mucho menos). Pero para ello es necesario partir de un par de
premisas fundamentales.
En primer lugar,
constatar que las vías de creación y transmisión del folklore tradicional están
ya totalmente obsoletas en las sociedades avanzadas contemporáneas. No se puede
seguir pensando, en pleno último cuarto del siglo XX, que las canciones
populares se van continuar transmitiendo directametne de persona a persona
dentro de pequeñas comunidades cerradas. Cuando existe la radio, el disco, la
televisión, la comunicación por satélite, la industria discográfica, etc…,
pensar así no deja de ser un contrasentido añorante y retrógrado.
En segundo
lugar, considerar que el folklore es, como todo arte popular, una forma viva de
comunicarse, un lengua musical que implica el cambio constante, la permanente
adaptación a los tiempos, y no una más o menos completa enumeración de formas
históricas ancladas en el tiempo y en el espacio.
A partir de estas
consideraciones es posible elaborar una música que encuentre en el folklore una
forma de liberar a la gente y no de atarla. Así es como ha elaborado María del
Mar Bonet su trabajo durante años, en una obra que, por encima de modas
pasajeras, se ha convertido en un compendio discográfico serio, profundo y
hermoso. A lo largo de todo este tiempo se ha venido sumando en sus canciones
no solo su propia experiencia como cantante, sino la que le han aportado los
temas tradicionales que tan a menudo ha interpretado, y que han dado a sus
propias composiciones ese regusto folklórico que, sin embargo, no las lastra,
sino que las potencia.
En este último
disco («Jardi Tancat», Ariola, 1981)
todo esto queda bien patente. Elaborado a partir de la obra de varios poetas
mallorquines, aparece como un disco cristalino, de una extraña placidez, en el
que las influencias y las colaboraciones, que abarcan desde elementos de la
música latinoamericana, visibles en algunos instrumentos y en cierta
rememoranza rítmica, hasta las complejidades armónicas de Jordi Sabatés, autor
de una de las músicas, o Alan Stivell, colaborador en otro tema, no desvirtúan
en ningún caso la tremenda personalidad de la cantante. Como ha hecho a lo
largo de toda su carrera, la cantante ha reunido todos esos elementos dispares
para crear su propio estilo personal e instransferible.
Aunque en los
discos de María del Mar Bonet no se puede hablar de canciones aisladas, sino
que suelen estructurarse en derredor de una idea central que los configura y
les da sentido, no podemos dejar de citar dos de los temas: “La Balanguera”, con texto de Joan
Alcover y música de Amadeu Vives, cargado de un sabor popular absolutamente
mediterráneo y luminoso, y «Canco de Na
Ruixa Mantells», compuesta por la propia cantante sobre un poema de Miquel
Costa i Llobera, impregnada de una magia difícilmente olvidable.
martes, 28 de mayo de 2013
Javier Gurruchaga. Criticas y réplica. (1983-84)
A comienzos de los años ochenta del
siglo pasado (que viejo se siente uno al escribir esto) seguía desde Canarias con
distanciamiento y un cierto escepticismo la música que estaban haciendo los
nuevos grupos de lo que ya se llamaba (¿o se bautizó después?) la movida. Había
cosas que me gustaban más bien poco y otras en las que creía ver detrás la mano
de auténticos creadores, apreciación que en ciertos casos confirmé luego.
Javier Gurruchaga viajó con la Orquesta
Mondragón a Las Palmas en junio de 1983. Aproveché para prestarle la necesaria
atención, que dio como resultado este largo y laudatorio artículo que se
publicó en dos páginas de EL DIARIO DE
LAS PALMAS. Un año después, ya en Madrid y colaborando en EL PAÍS, asistí a la
presentación de su álbum “Es la guerra”, que me pareció un espectáculo fallido,
y así lo escribí. Como la libertad es lo que es y no admite límites ni
cortapisas, a Gurruchaga le gustó el comentario menos que a mí el recital, pese a la vaselina que
le daba para suavizar, y replicó con una carta al director que coloco al final.
DIARIO DE LAS PALMAS. 14 JUNIO 1983
La reciente
actuación de la Orquesta Mondragón
en Las Palmas, que se integra en una buena temporada de recitales de música
popular que promete extenderse con algunas visitas interesantes en los próximos
meses, ha servido, además de para permitirnos pasar un magnífico rato, para
descubrir al que probablemente es el mejor grupo de rock español del momento,
el que tiene una obra más compleja, madura y profunda, por encima de los
primeros momentos divertidos que hace gozar su audición.
«Para
mí es, sin
duda alguna, el mejor álbum de rock and roll (y otras alucinaciones)
parido por un grupo de aquí», escribía el crítico Damián García Puig en la revista Vibraciones, con motivo de la
publicación de su primer disco nace cuatro años; y más recientemente, al
presentar su último trabajo en Madrid, el comentarista del diario Ya, Luis Carlos Buraya, comentaba: «La Mondragón es de lo mejor que en este
momento existe en el rock mundial, muy por encinta (pero
mucho) de muchas superbandas
famosas». Aun dejando a un lado el habitual tono ditirámbico de las críticas
de rock, afirmaciones como éstas merecen ser tenidas en cuenta y, desde luego,
justifican que aprovechemos la visita de la Orquesta a Canarias para dedicarles
algo de tiempo y de espacio, sobre todo porque una atenta audición de sus
discos en los últimos días indica que las alabanzas expresadas en las citas
reproducidas están bastante cerca de la realidad.
ORQUESTA MONDRAGÓN: UN ÉXITO FULGURANTE
La Mondragón es
un buen ejemplo de cómo puede llegar al éxito un grupo surgido en la periferia
de la metrópoli, en San Sebastián, alejada de los centros del rock y de la
industria discográfica nacional. Convertidos ya en ídolos en su tierra natal,
su lanzamiento a nivel nacional tuvo lugar en 1979, a raíz de la edición de su
primer álbum, «Muñeca hinchable», y
del estreno en Madrid de su primer espectáculo del mismo título. Un disco y un
espectáculo que movieron el entusiasmo desde el primer momento, en unos tiempos
en que la confusión parecía ser la tónica dominante en el panorama musical
español.
El primer lanzamiento
de la Mondragón respondió al empeño de dos personas ajenas al grupo, que
creyeron en él y le facilitaron sus primeros trabajos en Madrid y la grabación
de su primer disco. El primero de ellos fue el poeta, personaje de la vida
cultural madrileña y a la sazón crítico musical de la revista Triunfo, Eduardo Haro Ibars, que se ocuparía de
escribir los textos del primer disco y del primer espectáculo. El otro fue el
también periodista Julián Ruiz, que
produjo los dos primeros discos del conjunto y que les abrió las puertas del
éxito, facilitando las grabaciones y sacándolos del País Vasco.
No obstante, la
figura básica del grupo es su cantante Javier
Gurruchaga. Mucho se ha hablado sobre el papel del líder en las bandas de
rock y de música popular en general. Resulta difícil distinguir, cuando un
grupo tiene un éxito como el de la Orquesta Mondragón, quién es el máximo
responsable, y es cierto que, a pesar de ciertas acusaciones de irregularidad,
la banda ha mantenido siempre un equipo bastante estable de miembros y
colaboradores. Desde el poco hablador Popotxo,
siempre silencioso y travestido de mil personajes diferentes, hasta el
guitarrista Jaime Stinus y el bajista
José Luis Doufourg, pasando por los
colaboradores habituales de Gurruchaga
en las letras, Fernando González de
Canales, responsable también del diseño de algunas de las carpetas, y Luis Alberto de Cuenca. Está pues
garantizado el trabajo en equipo, la consideración de que la Orquesta Mondragón es un conjunto y no
únicamente un cantante acompañado por músicos, pero lo cierto es que Javier Gurruchaga le da a la Orquesta Mondragón la imagen y la
ideología, y probablemente sin él no existiría el grupo. Las cosas son así, y
hay más de un ejemplo en el mundo como para que nos permitamos dudarlo.
El segundo LP
del grupo, el titulado «Bon voyage»,
aparecido a la venta un año después del primero, fue su consagración definitiva
y la confirmación de un estilo, de una forma de hacer, original e inteligente.
En él aparecen ya claramente definidas las características más importantes del
conjunto: su amor por la paradoja y la parodia, su afán por contar historias,
su afición hacia el sexo y la muerte. El tercer disco, «Bésame, tonta», que además coincidió con el estreno de una película
con el mismo título y Gurruchaga de
protagonista, constituyó, no obstante, un cierto fracaso, que mantuvo alejada a
la Orquesta de los escenarios durante un año, hasta el estreno de este «Cumpleaños feliz» con que se han
presentado en Las Palmas. La razón de este fracaso habría que achacarla, a mi
parecer, a un cierto abuso en los elementos paródicos del disco (la película no
la he visto) y a una desmedida utilización de los mismos aplicados a la música
de revista y de cabaret, olvidando quizás en extremo los elementos rockeros de
otros trabajos anteriores. El resultado estético de «Bésame, tonta» es muy interesante, pero quizás el público,
demasiado acostumbrado a las etiquetas, no pudo entender ese tipo de aventuras
en un grupo catalogado como «rock».
La imagen
epatante, provocadora, frívola, que sobre un escenario o en un disco parece
ofrecer la Orquesta Mondragón es
profundamente engañosa. Para cualquiera, su trabajo podría pasar por el de
tantos grupos que lanzan discos como chorizos al mercado, que implantan la
improvisación (no la jazzística, sino la que deriva simplemente de la falta de
dedicación) en el rock, qué se vuelcan en letras insulsas más o menos graciosas
y en músicas sin elaborar. Nada más falso. Quizás el más gratificante de los
descubrimientos de la Mondragón sea el de comprobar hasta qué punto sus
espectáculos, sus canciones y sus discos responden a un trabajo metódico,
inteligente y detallado, que no deja nada al azar, que busca cada efecto
conseguido y que muestra una visión propia, personal y coherente del mundo que
nos rodea, una visión con la que se puede estar de acuerdo o no, pero, que, en
cualquier caso, es una visión madura y profunda, pacientemente elaborada y
meditada.
DE LA REVISTA Y EL CIRCO, AL ROCK
Un elemento
indispensable a la hora de valorar la obra de la Mondragón es el indudable
sentido espectacular de su puesta en escena; un espectáculo, además, que no se
crea en el vacío, sino al servicio de lo que se pretende contar. Desde aquella
historia del Johnny Cimbel del primer espectáculo, un personaje marginal y
provocador, violador, gángster y drogadicto, hasta el «hombre mosca» que Popotxo interpretó en Las Palmas, hay
un hilo conductor que relaciona el trabajo de la Mondragón con el escenario
teatral, pero no con el teatro grandilocuente a que tan acostumbrados nos tiene
el rock cuando decide visualizar sus fantasías, sino ese otro teatro más
cercano y más cutre que es la revista o el circo.
Los discos de la
Orquesta Mondragón y sus
espectáculos están plagados de referencias revisteriles y circenses, no de las lujosas
revistas de Celia Gámez o del Teatro
Eslava, sino de los espectáculos marginales del Plata de Zaragoza, el Molino de
Barcelona o el mismísimo Teatro Chino de Manolita Chen, con ese impudor de una
sexualidad descarnada que encuentra la poesía en su falta de aliento poético, que
logra la belleza en el «feísmo» que nos propone. No el circo ya derruido del
Price o el de los hermanos Ringlan, con su elenco de primeras figuras y de
festivales mundiales, sino los circos vagabundos que practican una cierta
estética de la cochambre. Con todo lo contradictorio que significa practicar
esa estética de la subcultura con los más caros adelantos de la técnica del
sonido.
UN NEGATIVO DE LA REALIDAD
Tal vez todas
las historias que cuenta la Orquesta
Mondragón en sus canciones puedan situarse en el marco contradictorio pero
complementario que marcan los conceptos de sexo y violencia, como en las más
deplorables películas «S», sólo que con un contenido revulsivo mucho más
acentuado que en los bodrios cinematográficos. Sexo y violencia, orgasmo y
muerte, en la definición del eros que hace Georges
Bataille, se mezclan en las canciones de la Mondragón dando la imagen de
las dos caras de una misma moneda. Dos mundos contradictorios que se abrazan el
uno al otro de manera indisoluble, hasta la orgía o el crimen.
Hay en la Mondragón un gusto especial por contar
la historia al revés, dándonos esa otra cara de la realidad que esconcen los libros
de texto, que sólo de vez en cuando aparece en los diarios --normalmente en las
páginas de sucesos-- y que la mayoría de las veces vive en el interior de
nosotros mismos. Una realidad conformada por esos fantasmas particulares que Javier Gurruchaga y la Mondragón se han decidido a poner
patitas en la calle mientras que los demás los encerramos dentro de la cabeza,
cerrando todas las puertas para impedir no sólo que salgan, sino incluso que
alguien pueda verlos desde fuera.
Muestran las
canciones de la Orquesta Mondragón una
inusitada pasión por la paradoja y la parodia. Una pasión por la paradoja que les
permite, por ejemplo, un juego permanente con la prepotencia sexual del
protagonista de las canciones, una forma como otra cualquiera de sublimar la
insatisfactoria vida sexual de cada uno: «Soy
buen amante y me piden más, más, más, / Soy tan galante que les doy más, más,
más» («Barba Azul»), «Les gustaba el dinero / se perdían por mi /
sus labios me buscaban» («El diablo
dijo no»), «Tu cuerpo no es el mismo
/ que hice gozar ayer» (“No quiero
verlo”). Una pasión por la parodia que conduce a la Orquesta Mondragón a establecer un constante distanciamiento de los
géneros musicales que practica, bien sea la revista, la balada, la música disco
o el rock and roll, y que no es sino un distanciamiento de ellos mismos, de sus
propias historias, con las que ofrecen una imagen en negativo del mundo en el que
viven, de sus protagonistas, de sus ideologías, en un intento de clamar contra
un entorno profundamente insatisfactorio o de huir de él.
Frente al supuesto orden
de un mundo en realidad caótico, la Mondragón
ofrece el caos de un mundo conscientemente contradictorio y anárquico. Incluso
cuando se utilizan como base de las canciones historias aparentemente tan
inocentes como las de los cuentos de Perrault
(«Caperucita feroz», que puede
encontrarse en el álbum «Bon voyage»,
o «Barba Azul», grabada en el último
disco), la imagen que nos ofrece la Mondragón es justamente la opuesta a la
tradicional, subvirtiendo los valores convencionales de los cuentos o
desenterrando la violencia real que subyace tras la historias infantiles.
Tal vez debajo
de todo ello lo que hay es el conocimiento de una cierta imposibilidad de
relacionarse con el entorno. La ambigüedad de una propuesta estética basada en
la parodia, en ese juego de amor-odio que implica toda caricatura, es también
la impotencia ante la realidad, sea ésta cual sea, la que nos ofrece la cultura
de masas oficial o la que nos plantea la actividad devastadora de la Orquesta Mondragón. Si la realidad es
así, ambivalente y contradictoria, las posibilidades de incidir sobre ella, de
transformarla, son mínimas, pero en cambio son abundantes las posibilidades de
sumergirse en ella, de gozarla o de sufrirla. El trabajo de la Orquesta Mondragón es un esfuerzo por
desentrañar la verdad que se esconde debajo de la realidad, un intento de
comprender el mundo. Si todo ello se nos ofrece con una envoltura divertida,
disparatada y caricaturesca, miel sobre hojuelas, pero no conviene olvidar que
la Orquesta Mondragón da más, mucho
más, que esa superficie divertida. Eso es lo que nos han ofrecido en su
brillante espectáculo de Las Palmas. En el rock hay brillantes antecedentes de
una actitud así, desde Zappa hasta David Bowie. La Orquesta Mondragón se
encuentra, indudablemente, en la mejor compañía.
El recital-espectáculo
con que la Orquesta Mondragón presentó en Madrid su último trabajo discográfico
resultó un acto fallido, a pesar de lo interesante de su planteamiento y de
algunos momentos apreciables. Javier Gurruchaga, que es en sí mismo la
totalidad de la orquesta, de sus ideas y realizaciones, es uno de los cantantes
y compositores de rock más destacados del país. Un hombre con ideas, debajo de
cuyas canciones se puede apreciar un universo propio, adulto, cargado de
referencias culturales y vitales que las llenan de sugerencias. Sus discos y
espectáculos anteriores están ahí para demostrarlo.
Sin embargo, en
esta presentación daba la impresión de copiarse a sí mismo, lo que, unido a un
sonido ciertamente oscuro y sin matizaciones y a que no se le entendía nada de
lo que cantaba, contribuyó a lo insatisfactorio del resultado final de un
trabajo que, no obstante, surgía de un buen punto de partida.
La existencia de
un hilo conductor alrededor del tema de la tercera guerra mundial, que recorrió
la hora y media de recital intentando darle cuerpo y consistencia; los
decorados de Juan Carlos Eguillor, que también hizo un vídeo que se proyectó
durante la actuación; y el montaje escénico en general, apuntaban al deseo de
crear un espectáculo inteligentemente pensado, una mezcla de revista y cabaré
con soporte rock que, no obstante, no funcionó como la personalidad e
imaginación demostradas de Gurruchaga podían hacer esperar.
Parodia antimilitarista
Y es que no
bastan todos esos elementos para hacer un espectáculo. Ni el sacar comparsas
disfrazados a pasear por el escenario, ni el aprovechar a un Popotxo travestido
de misil, maja, tragafuegos o marino de la Quinta Flota en plan de recorrer
Nueva York a lo Gene Kelly. Es necesario también dotarle de una estructura
coherente y tener algo que decir. La parodia antimilitarista de Gurruchaga se
quedaba en simple chiste, a cien años luz de la corrosividad de su Bon voyage o de la capacidad de contar historias
que demostraba en Sólo era una fiesta.
El mayor
problema del espectáculo fue la ambigüedad. Ni tenía cuerpo suficiente para ser
una revista con argumento, ni aprovechaba suficientemente los elementos de
cabaré utilizados. Resultó un acto en el que algunos fragmentos funcionaron
mejor que el todo, siendo especialmente brillantes las partes que más se
aproximaban a la estructura del cabaré --los números sueltos, sin hilazón,
coincidentes por otra parte con los temas más antiguos--. El espectáculo decaía
estrepitosamente cuando intentaba introducirnos en el pretendido hilo
argumental, insuficiente y muchas veces gratuito, a pesar de los textos de Haro
Ibars y Luis Antonio de Villena, de los que se podía esperar algo más incisivo. Fue algo así como hacer la guerra con balas de fogueo o gastarse
el dinero en salvas.