Un copón de manifestantes y un montón de banderas
tomaron Madrid en la Marcha por la Dignidad
Soy mal
contabilizador de multitudes, por lo que no puedo dar cifra exacta del número
de manifestantes que ayer tomaron Madrid en reivindicación de dignidad y
justicia, aunque gente, lo que se dice gente, había un copón[1]. O
dos.
No creo, no
obstante, que haya que insistir en estas cuestiones numéricas, porque son
intrascendentes y, desde luego, constituyen el hecho de menor significación
política de manifestaciones como la de ayer. A partir de una cierta cantidad,
no cabe duda de que más que el cuántos importan el quiénes, el por qué y el para
qué.
Vi ayer muchas
banderas hondear en la Castellana. Banderas de todo tipo y condición. Del PCE y
de otras familias comunistas, de la CGT y demás variacones más o menos
libertarias, de Equo y Podemos, de Catalunya (de los Països Catalans), Euzkadi
y Galiza, constitucionales e independentistas, de Andalucía, Aragón, ambas
castillas, Asturias y Canarias, por no decir de aquellas comunidades cuyos
colores nacionales desconozco, que seguro que también.
Pero, sobre
todo, lo que vieron estos ojos que se han de comer los gusanos, si no se los
doy ya incinerados, fueron numerosísimas banderas republicanas. Una cantidad
ingente de banderas tricolores, con escudo y sin él, industriales y caseras,
pequeñas y enormes, individuales y de grupo que superaba con mucho las de
cualquier otro sentido ideológico, nacional o político. Me parece
significativo. Como me lo parece la práctica ausencia de enseñas sindicales de
las organizaciones llamadas mayoritarias, pocas de Comisiones y prácticamente
ninguna de UGT.
No sólo
significativo, sino también doloroso me resulta que a lo largo de tres horas y
en un doble recorrido completo de la manifestación, ascendente y descendente de
Atocha a Colón y viceversa, no tropezara mi vista con ninguna enseña del PSOE.
Doloroso, sobre todo, al pensar en aquello del buen vasallo si obiese buen señor, pues sin duda junto a
mí se manifestaban numerosos discípulos de Pablo Iglesias o Juan Negrín cuyos
jefes habían abandonado a su suerte, encerrados como están en los cuarteles de
invierno.
No obstante, lo
que se veía ante todo era gente, muchísima gente. Un copón de gente de toda
edad, sexo y condición que coreaban o exhibían las más variadas y diversas
consignas. No insistiré en la lista, pues tendría que ponerla completa y esto
se eternizaría. Hasta una individual protesta había, con cartel manual
incluido, contra las prospecciones petrolíferas en Canarias.
Sólo la imagen
de un mosaico podría definir, a mi entender, la esencia de la Marcha de la
Dignidad de ayer. Una variedad de piezas diversas, cada una expresión de su
propia significación, unidas en un conjunto simple y directo que queda
perfectamente explicado en la más simple de las consignas de la convocatoria: “Pan, trabajo y techo. No al pago de la deuda”.
La pregunta del
millón que hoy me plateo, en esta resaca post-orgásmica en la que escribo, es
si esa variedad de personas, ideologías, formas de vida y pensamiento,
condición social o moral que ayer coincidimos en expresar un anhelo común por
una sociedad distinta y mejor, seremos capaces de encontrar una manera unitaria
y eficaz de conseguirlo.
Lo que temo es
que al regresar a nuestras casas, a sus sedes aquellos que las tienen, a sus
asambleas los asamblearios y a su centralismo democrático otros, volvamos de
nuevo todos al cada oveja con su pareja que ha caracterizado la política de
izquierdas de este país desde que tal cosa existe. Una política de reinos de
taifas en la que siempre ha prevalecido, y aún prevalece de manera
incompresible, lo que separa sobre lo que une, las insignificantes diferencias estratégicas
e ideológicas sobre las abrumadoras coincidencias tácticas y de acción, el
sectarismo sobre la razón.
“A la derecha la unen sus intereses y a la
izquierda la desunen las ideologías”, le escuché sentenciar a mi padre,
fiel estalinista hasta que dejó de serlo, desde que tengo memoria. Romper esa
dinámica perversa es condición ineludible para cualquier intento de alcanzar la
mayoría social necesaria para poder cambiar el actual signo reaccionario de la
historia a través de las mayorías parlamentarias. Único camino posible de
transformación de la sociedad, a mi entender, una vez quedan descartadas las
posibilidades de tomar el Palacio de Invierno o la Bastilla en una de estas.
Pensaba soltar
algún improperio sobre el tema de los incidentes posteriores, que se han
convertido en el epílogo indeseable de
toda manifestación; un epílogo con el que parecería que los guionistas de la
historia nos quieren engañar con la ambigüedad del qué fue antes, si el huevo o
la gallina, la piedra o la porra. Pero no voy a hacerlo. Esa es una trampa en
la que no pienso caer, entre otras cosas porque no significa nada en la lectura
política de la Marcha. Además, como bien sabemos los lectores de novelas de
intriga, el principal sospechoso de todo crimen es el que sale beneficiado del
asesinato. Sólo se trata de pensar a quiénes beneficia y a quiénes perjudican
los alborotos, quiénes los utilizan para descalificar y quiénes tienen que
defenderse de ellos.
Traducción de
Antonio Resines:
Imaginad que no
hay paraíso,
es fácil si lo
intentáis,
ni infierno a
nuestros pies.
En lo alto sólo
el firmamento,
imaginad a todo
el mundo viviendo el hoy.
Imaginad que no
hay países,
no es difícil
hacerlo,
nada por lo que
matar o morir,
y tampoco
religiones.
Imaginad a todo
el mundo
viviendo su vida
en paz
Diréis que soy un soñador,
pero no soy el único.
Quizá algún día os suméis a nosotros
y el mundo será de todos
Imaginad que no
hay propiedades,
me pregunto si
podréis hacerlo,
que no tiene por
qué haber avaricia ni hambre,
una hemandad
humana.
Imaginad que
todos compartimos el mundo
Diréis que soy un soñador,
pero no soy el único.
Quizá algún día os suméis a nosotros
y el mundo será de todos.
[1] Copón. Medida de contabilización de manifestantes utilizada por la
Conferencia Episcopal en la evaluación de asistentes a sus saraos contra el
matrimonio gay, concentraciones anti-aborto o visitas papales, a las que
siempre acuden, al menos, un millón de feligreses.
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