En los confusos y crueles últimos días de la guerra
civil española, el puerto de Alicante se convirtió en la última puerta de
salida de España, aquella que podía permitir a los fieles a La República,
soldados, funcionarios, políticos, sindicalistas, y muchos hombres y mujeres
sin otra connotación que el miedo, escapar de la represión franquista que se
acercaba. Este fin de semana se celebra en Alicante con diversos actos el 75
aniversario de aquellos acontecimientos.
Desde la caída de Cataluña en febrero de 1939, que
motivó el exilio de cerca de medio millón de españoles a través de los
Pirineos, el territorio que todavía se encontraba en manos del gobierno
republicano se había ido reduciendo a pasos agigantados. El 28 de marzo las
tropas rebeldes entraron en Madrid y en los días sucesivos fueron cayendo las
pocas ciudades que aún quedaban: Ciudad Real, Jaén, Cuenca, Albacete y Almería.
La huida de la flota republicana de Cartagena al puerto tunecino de Bizerta privó
a los republicanos de unos medios de evacuación esenciales, por lo que a lo
largo de aquellas últimas semanas numerosos fugitivos fueron acudiendo a
Alicante con la esperanza de embarcarse en algún barco que les llevara a Orán o
América.
A lo largo de ese mes diversas naves consiguieron
salir del puerto alicantino con un buen número de exiliados: El Winnipep, el
Marionga, el Ronwyn o el African Trader. Incluso desde puertos cercanos como El
Campello, Vila Joiosa, Santa Pola o Torrevieja hubo quienes huyeron hacia el
norte de África en simples y sobrecargadas barcas de pesca, antecedente histórico
de las pateras que en la actualidad realizan el recorrido inverso.
El último barco que logró zarpar fue el Stanbrook, que
salió de puerto el 28 de marzo con 2.638 pasajeros. Pocas horas después también
partió el Maritime, aunque tan sólo con 32 refugiados a bordo, preferentemente
autoridades.
En el puerto quedaron un número indeterminado de
personas, que según varias fuentes pudieron rondar las 40.000, todavía con la
esperanza de ver llegar un barco que les salvase. En lugar de ello, el 30 por
la mañana, después de una noche de lluvia y confusión, vieron acercarse las
naves que trasportaban a las tropas fascistas mandadas por el general Gamboa,
que ocuparon la ciudad hasta que, al día siguiente, llegaron los batallones 121
y 122 del ejército sublevado, que sustituyeron a los soldados italianos que habían
desembarcado inicialmente.
Más de 40 personas, según constató el propio general Gamboa, se
suicidaron en el puerto de Alicante para no entregarse a los italianos y a los
franquistas. La mayoría de los que quedaron fueron rodeados por los ocupantes y
trasladados en primer lugar al llamado Campo de los Almendros, en la carretera
de Valencia, y encerrados en prisiones improvisados como los castillos de Santa
Bárbara y San Fernando, los dos cines de la ciudad o los campos de
concentración de Albatera, Alcoy y Callosa de Ensarriá. Muchos comenzarían en
ellos largos periodos de encarcelamiento en diversos penales por los que luego
fueron repartidos.
Esta historia del puerto de Alicante la conozco bien,
pues no en vano la escuché una y otra vez en mi infancia. E incluso ya metidito
en años. Mi padre estuvo allí y era dado a contar su vida, especialmente los
episodios de guerra y cárcel. Lo hacía francamente bien, narraba con coherencia
y detalle, quizás por lo representado que lo tenía, gesticulaba, se levantaba e
imitaba el volar de los aviones o el avance de los tanques, de una de cuyos batallones
había sido Comisario Político. “¿Esto te lo he contado ya?”, preguntaba
retórico en sus últimos años cuando se disponía a endilgarte por centésima vez
cualquier aventura pasada. “Sí, padre, varias veces”. Se quedaba pensativo,
soltaba un “bueno…” y seguía impertérrito con lo que andara contando. Una de
las veces le puse delante un magnetofón. Lo que sigue es la transcripción de aquellas
vivencias. Mi mejor herencia familiar.
Cantan: Ricardo Solfa y Javier Batanero
Letra: Antonio Gómez
Música: Antonio Resines
Recuerdos del puerto de Alicante
Antonio Gómez Marín
De “COMUNISTAS. Memorias de lucha y
clandestinidad”
Los barcos llegaron después de comer. Al principio
creíamos que eran franceses y que nos llevarían a Orán, pero me asomé a la
orilla del muelle y vi que venían de Valencia. No jodas, decían algunos
compañeros cuando les expliqué que eran fachas. Pero a la hora o así vimos que
pasaban desfilando por delante de nosotros cantando una canción italiana.
Desembarcaron, se hicieron cargo del puerto de
Alicante y nos obligaron a formar a todo el mundo. Nos pusieron en fila y un
soldado nacional me pidió el maletín que había llevado durante toda la guerra;
le contesté que si ellos eran también ladrones y me lo quedé. Todavía lo
conservo. Desde allí nos llevaron al Campo de los Almendros, que le llamaban,
cerca de la ciudad. Estuvimos en él dos o tres noches y luego nos trasladaron a
la plaza de toros. Lo primero que vimos al entrar en ella fue al cura. Se me
cayó el alma a los pies.
Un sargento con gafas, alto y delgado, que estaba
acompañado por cuatro o cinco franquistas, se encargaba de hacer la selección.
A mí me mandó al patio de caballos, que es donde parece ser que metían a los
que creían que habían sido mandos del ejército republicano. Aunque no dije a
nadie que había sido comisario, se debieron oler algo, porque era un poco mayor
que los demás, ya tenía treinta años, y además vestía un traje de cuero y
llevaba el maletín.
En aquel patio de caballos debíamos ser unos
trescientos. Lo primero que hicieron fue registrarnos, y vi que a los
compañeros de delante les quitaban todas las cosas de valor que pudiera llevar.
Como no quería darles ese gusto, tiré al suelo el reloj y la pluma que llevaba
desde el principio de la guerra y los pisoteé. En el maletín guardaba una
manta, que nos serviría después para taparnos durante las noches, y el bote de
perborato para lavarme los dientes, aunque no tenía cepillo y tampoco lo
necesité mucho.
Aquel jamón nos vino muy bien y nos permitió comer
durante unos días; a mí y a los dos compañeros con los que lo compartí, porque
no podía repartirlo entre todos los que estábamos allí, ya que no hubiéramos
tocado a nada. Eran un anarquista valenciano, Eliseo Martínez, y un capitán
socialista extremeño, del que no me acuerdo el nombre. Nos hicimos con una lata
y por las noches, escondidos debajo de la manta, cortábamos un trozo con el
filo y nos lo comíamos.
Un día se corrió la voz de que nos querían sacar a
todos, meternos en un barco y tirarnos al mar, pero no lo hicieron. A los pocos
días nos trasladaron a la cárcel de Alicante, que es donde fusilaron a José
Antonio, y allí nos tuvieron un mes entero dándonos de comer un chusco para
cinco o seis y dos sardinas en lata. Eso para todo el día. Un par de días antes
de trasladarnos al fuerte de San Fernando nos pusieron lentejas, que hacía un
montón de tiempo que no catábamos, y a todos les entraron unas diarreas
tremendas, que hasta se lo hacían allí, en medio de la nave. A mí no me
hicieron daño, aunque después estuve cerca de quince días sin hacer de vientre.
Por esas fechas un oficial viejo me quitó la manta en una formación.
En aquella cárcel estuvimos bastante tiempo. El
militar que mandaba era un teniente coronel del Tercio, Pimentel creo que se
llamaba. El día que le relevaron del mando nos echó un discurso: Cuando me hice
cargo de vosotros creí que me hacía cargo del detritus de España y ahora me voy
convencido de que aquí dejo lo mejor de España, nos dijo.
A los legionarios les relevó el regimiento de
infantería de San Quintín, que nos trataron todavía peor y nos daban una comida
aún más mala y escasa. Como no teníamos duchas ni nada nos llenamos de miseria.
Dormíamos vestidos, porque a la intemperie no podíamos desnudarnos. Al ver que
había tanta miseria trajeron una cisterna con una ducha y pudimos lavarnos un
poco, pero sólo eso y con un frío del demonio.
Después de San Juan del año 39 nos trasladaron al
castillo de Santa Bárbara, en el mismo Alicante, donde estábamos en tiendas de
campaña y la familia podía ir a vernos. Escribí entonces a mi madre, que me
mandó un mono, una camisa y un pantalón de pana, y con eso ya pude cambiarme de
ropa. A mí no iba a visitarme nadie, porque mi madre estaba en Madrid y mis
hermanas y hermanos no podían, pero a Eliseo Martínez, que era valenciano, le
visitaba su mujer. El 23 de diciembre comunicó con nosotros y nos dijo que al
día siguiente nos iba a traer un buen paquete, para que al menos la Nochebuena
comiéramos bien. Pero el 24 al amanecer nos levantaron y nos llevaron a la
estación, nos metieron en un vagón de ganado y nos tuvieron todo el día sin
desayunar, sin comer y sin cenar. Allí todos hacíamos nuestras cosas en el
vagón, por lo que aquello era un asco.
A las tres de la madrugada el tren empezó a moverse.
Cuando se paró miramos por las rendijas y estábamos en la estación de Elche.
Allí nos encerraron en una naves grandes, que lo único bueno que tenían era que
el suelo era blando. Unos moros pusieron un puesto de dátiles y con cinco duros
que me habían mandado de casa compré unos cuantos y nos los comimos entre los
tres que andábamos siempre juntos. Es lo único que entró por nuestra boca aquel
día tan señalado. Hasta que Eliseo no escribió a su mujer no supieron nuestras
familias lo que nos había pasado, porque cuando llegaron a comunicar con el paquete
les dijeron que no sabían dónde nos habían enviado y que se volvieran por donde
había venido. Hay que ver que hijos de la gran chingada son, pensé en aquella
ocasión, basta que sea nochebuena para que nos jodan más todavía. Desde
entonces no me ha gustado nunca celebrar esa fiesta.
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