Armando
(31.12.1925 - 25.3.2014)
Haber compartido
momentos de mi vida con gente como Armando es uno de los motivos, uno de los
más importantes, por los que me siento orgulloso de haber militado en el
Partido Comunista de España. Él, como Simón, como Marcelino, como Lobato, como
Díaz Cardiel, como Sandoval o como tantos otros camaradas anónimos formaron
parte de las personas que a lo largo de mi vida han ido dejando en mí un poso
de enseñanzas que han configurado no sólo mi pensamiento político, sino, sobre
todo, mi concepto moral de la vida. Su ejemplo de honestidad, de entrega a un
ideal, de constancia en la lucha, de generosidad y de coherencia, más que sus
discursos, ha constituido un modelo humano sobre el que he intentado irme
construyendo hasta ser tal como soy, bueno o malo.
A Armando López
Salinas le traté quizás más que a los otros, tal vez porque él era responsable
en Madrid de lo que se denominaba comité de “arte y cultura” y yo un jovenzuelo
metido en esa cosa tan moderna de la canción al que se le hacía el culo gasolina
por compartir reuniones presididas por Armando, y normalmente en casa de Miguel
Bilbatua, con intelectuales de la talla de Alfonso Sastre, José María Moreno
Galván, Alfonso Grosso, Aurora de Albornoz o Juan Antonio Bardem. Posteriormente
seguí manteniendo contacto casual, pero frecuente, con Armando. No ya
militante, pero sí de profunda identidad política y simpatía personal creo que
común, en manifestaciones o actos de todo tipo. La última me parece que fue en
un cumpleaños de Elisa Serna y el encuentro fue tan afectuoso como siempre.
Cualquiera que
en los últimos veinte años de dictadura se moviera en el terreno del
antifranquismo de cualquier tendencia, o en el de la policía y los represores
del régimen, sabía quién era Armando, no hacían falta apellidos para identificarle.
No sólo por su obra como novelista, que en aquellos años tenía todavía una
importante repercusión, sino porque fue quizás, con Simón, la primera persona
de la que se sabía que era militante y dirigente de un PCE en la
clandestinidad. No lo proclamaba, pero su intensa actividad pública lo hacía
evidente.
Armando López
Salinas suicidó su carrera literaria por la militancia política. Y cuando
escribo suicidó no es una metáfora o un eufemismo exagerado, pues realmente
abandonó la escritura obligado por las exigencias de la lucha clandestina. No
debió ser una decisión fácil y no sé yo si no debió atormentarle en algún
momento posterior de su vida. En cualquier caso no perdió la intención de
escribir. Algún día, quizás, cuando las exigencias de la acción política se
hubieran relajado.
Cuando a finales
de los años noventa le entrevisté con la intención de escribir un libro que se
iba a titular “Comunistas. Memorias de lucha y clandestinidad” (que finalmente ha acabado en este blog), hablamos sobre el tema. Fue
una larga conversación en el pequeño despacho que se había construido en la mínima terraza de su
casa en la plaza Peñablanca, en los aledaños del metro de Quintana, que había
acristalado en su momento y que siempre había estado tapizada de libros del
suelo al techo. El mismo despacho en el que en otros años más difíciles nos
habíamos reunido por urgencias más perentorias.
Le pregunté si
había seguido escribiendo y me contó un proyecto que tenía en cabeza y que me
fascino. Armando, que había escrito libros de viajes tan destacados como los
que hizo por Las Hurdes (con Antonio Ferres), por Andalucía (con Alfonso
Grosso), o por Galicia (con Javier Alfaya); relatos viajeros en los que daba un
paso adelante sobre el modelo puesto de moda por Cela, indagando más allá de la
belleza del paisaje y el tipismo de personajes y situaciones para adentrarse en
la realidad más profunda de los pueblos que habitaban cada tierra, se estaba
planteando escribir de un nuevo viaje. Y era viaje novedoso y absolutamente
contemporáneo. Quería relatar un largo recorrido por las distintas líneas del
Metro de Madrid, y a través de él contar Madrid, sus barrios y sus gentes, aquí
y ahora, los problemas, anhelos y esperanzas de las personas que utilizan en
sus desplazamientos el más modesto de los medios de transporte, el que
corresponde a la humanidad a la que él siempre perteneció y a la que sirvió con
dignidad ejemplar, la de los desheredados de la tierra.
No sé si
continuó con el proyecto. En otras ocasiones le pregunté por él, pero siempre
me vino a responder que así, así. Por fortuna, en estos últimos años de vida
pudo ver la reedición de algunas de sus obras más significativas y el respeto
que despertaban, su obra y su persona, entre las nuevas generaciones. En 2007,
la editorial Adhara publicó “Crónica de un viaje y otros relatos”,
con escritos de mediados de los sesenta, que está accesible y recomiendo.
También me parece muy recomendable la novela “Año tras año”, aunque en
este caso de más difícil acceso, pues en una desidia imperdonable no se ha
reeditado en España desde que ganara en París el premio Antonio Machado y fuera
publicada por Ruedo Ibérico en 1962.
Dado que la
mejor manera de conocer y recordar a un escritor, y Armando lo era, es entrar
en su obra, lo que pienso que no tiene excusa es no leer “La mina”, sin duda su
mejor novela, finalista del premio Nadal en 1959, que ha sido reeditada en 2013
por Akal y está plenamente disponible. “La mina”, admirada y aplaudida en su
momento por unos, los más “comprometidos”, que la consideraban un relato
estremecedor de la clase obrera en aquellos años, y maltratada por otros, los
más “exquisitos”, que la tenían por un ejemplo paradigmático de aquella
“literatura social” que detestaban, la novela de Armando López Salinas, que he
releído hace tan sólo dos o tres años en un repaso a su trabajo, transciende
con mucho el momento histórico en que fue escrita y sobre el que trata. Es,
ante todo, un retrato estremecedor de una humanidad que aún sigue esperando, y
luchando, por sus utopías, tan imposibles, aunque tan necesarias.
En recuerdo a
Armando, y a Simón, Lobato, Marcelino y todos los anónimos, quiero dejar esta
canción que Raimon escribió para y sobre Gregorio López Raimundo, otra persona
de similar estatura moral.
Recuerdos de
infancia
Armando López Salinas
De “Comunistas.
Memorias de lucha y clandestinidad”
“Recuedo en
aquellos días la llegada de las columnas fascistas a las puertas de Madrid,
cuando surgió, y luego se hizo universal, el nombre de la quinta columna, de la
que había hablado el general Mola, que eran los fascistas, los falangistas, la
derecha que había quedado en Madrid y que se aprestaba desde el interior a
ayudar a las cuatro columnas que presionaban sobre la capital para propiciar su
caída.
“Eran días en
los que, en mi barrio, como en otros de Madrid, se levantaban barricadas con
los adoquines de las calles para dificultar e impedir la entrada de las tropas
franquistas, que ya acosaban la Casa de Campo por el rio Manzanares y que
habían llegado hasta la Ciudad Universitaria. Eran días de gran tensión, de
mítines callejeros, mítines relámpago en las calles, días en los que algunos
combatientes iban a las líneas de fuego, hacía Carabanchel y otras zonas,
incluso montados en los tranvías que llegaban hasta la misma orilla del frente.
Recuerdo los bombardeos de la aviación italiana, alemana, combates aéreos sobre
el cielo de Madrid y a las gentes que salíamos a las calles a contemplarlos. El
cielo por las noches se iluminaba y las gentes corrían hacia los refugios o
hasta las estaciones de metro con colchones, con agua, para pernoctar en
algunos andenes y así evitar ser las victimas que los bombardeos pudieran
producir. Eran días en los que yo andaba en el instituto de bachillerato, en el
que había empezado a estudiar por entonces, que estaba cerca de Alonso
Martínez. Iba desde mi casa andando todos los días. Son recuerdos que tengo muy
grabados, porque yo, con mis once años, andaba medio enamoriscado de la
profesora de literatura que nos hacía leer el Platero y Yo de Juan Ramón
Jiménez.
“Recuerdo
aquellos días, las fogatas que hacíamos los chicos en medio de la calle, los
juegos de guerra. Cuando bombardeaban desde el cerro de Garabitas y la Casa de
Campo, o cuando llegaban los junkers
alemanes o los caproni italianos a
bombardear Madrid, en mi calle cayó alguna que otra bomba y se produjeron
algunos muertos, también por las balas perdidas que llegaban desde la Ciudad
Universitaria a través de las calles de Abascal o de otras cuyo nombre ahora
mismo no recuerdo del todo. El carnicero del barrio, que era un hombre de
Izquierda Republicana y presidente del comité de mi casa, aquellos comités que
entonces se crearon, era aficionado al teatro, y cuando los vecinos nos
refugiábamos en el sótano para huir de las bombas nos hacía representar algún
acto de alguna obra teatral para entretenernos. En ese sentido recuerdo, y esto
puede parecer una ficción literaria, pero a veces la realidad supera a las
ficciones, que cuando el 7 de noviembre bombardeaban Madrid y parecía que la
capital iba a caer y las gentes acudían armas en la mano, los que las tenían, a
taponar las brechas que se habían abierto en los frentes, en el mismo sótano en
el que nosotros representábamos un acto de Fuenteovejuna, los trabajadores
carroceros de un garaje paredaño a nuestra finca, doscientos o trescientos,
aprendían, enseñados creo que por un cabo, a manejar el fusil e inmediatamente
salían hacía la Universitaria cargados con aquellos mosquetones viejos.
“Recuerdo aquel
tiempo y más tarde los tiroteos de aquella quinta columna, los muertos en la
calle, nuestros y de ellos, pues si se cogía a algún miembro de la quinta
columna, cuando todavía no estaba organizado el ejército republicano y aún no
funcionaban los tribunales de guerra, eran pasados por las armas
inmediatamente, allí mismo, donde les cogían. En el campo de las Calaveras, un
antiguo cementerio que estaba donde hoy creo que está situado el campo de
deportes de Vallehermoso, a cuyos patios la chiquillería del barrio íbamos a
jugar al fútbol, algunas mañanas aparecían los cadáveres de miembros de la
quinta columna fusilados.
“Los chicos en la
calle, la libertad de entonces, las lecturas. Recuerdo aquel tiempo a través de
los pocos libros que había en casa, en aquel tiempo y antes: las Novelas del
Sábado, que eran de editoriales anarquistas, en las que escribían Federico
Urales, Eliseo Reclus y otros. Aquellas fueron mis primeras lecturas, antes que
las de Marx, Lenin y otras, junto a los libros de Bill Barnes, el aventurero
del aire; Doc Savage; el comic, creo que norteamericano, donde aparecía Merlín;
el Hombre Halcón; Dal Arden, el Principe Valiente. Y también lecturas de Los
tejedores, de Haupman, de las novelas de Vargas Vila y, cómo no, del Catecismo
Revolucionario de Bakunin y otros libros de teóricos anarquistas que andaban
por mi casa, leídos no sin muchas dificultades y con poca comprensión, pero que
de todas maneras formaron parte de mis lecturas de niño y de muchacho.
“Recuerdo la
muerte de Buenaventura Durruti1, la llegada de las Brigadas Internacionales a
Madrid, su desfile. Es en aquel tiempo y en el anterior donde se fue conformando
en mi, a partir de todo ello, con mi padre, sus amigos, las gentes de todo el
barrio, una conciencia rebelde; quizás todavía no delimitada en tal o cual
corriente política, pero en todo caso yo viví desde niño de una manera muy
directa, muy inmediata, la conciencia de clase. Las huelgas, las
manifestaciones, el no tener dinero en casa, el vivir de la solidaridad de los
compañeros de mi padre en los momentos de huelga, todo eso fue formando en mi
una conciencia que más tarde, años después, se transformó en el activismo
político que me llevó a las filas del Partido Comunista.
“La guerra civil
terminó en Madrid con la derrota de la República, pero yo diría que no sólo de
la República, sino con la derrota de muchas formaciones políticas que
pretendían y creían y deseaban que aquella república de los trabajadores, de la
que hablaron en su día tantos y tantos escritores, fuera una realidad. Aquellos
sectores obreros habían esperado de la República una mejora en sus condiciones
de vida que se habían venido frustrando, y la derrota de la guerra civil, la
derrota de la guerra nacional revolucionaria, llevó a España a una situación
como la que vivieron millones de españoles, el pueblo de los vencidos, tras
abril de 1939.”
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