LECTURAS
De cómo Allan Dwan contó a Bogdanovich que él había
inventado el tráveling, Griffith el primer plano y el efecto que produjeron en sus
contemporáneos
La primera vez que sucede algo siempre provoca
desconcierto, desconfianza e incluso rechazo, máxime en el terreno de las
invenciones humanas. Y sin embargo, con la perspectiva del tiempo y cuando los
inventos se han convertido ya en parte del lenguaje común, esos momentos
iniciáticos del descubrimiento resultan fascinantes, al menos para mí.
En el cine, por ejemplo, eso es lo que sucedió como
consecuencia de los primeros planos insertos en las películas, que introdujo
D.W. Griffith, o del primer seguimiento a un actor por medio de lo que luego
sería el tráveling, debido al también veterano director Allan Dwan, que así se
lo contó a Peter Bogdanovich (“El director es la estrella”, Vol I, T&B
Editores. Madrid, 2007):
“En
esa película (“David Harum”, 1915) movimos la cámara por primera vez. No nos lo
apreciaron mucho, sólo recibimos insultos. Fue en la escena en la que David
Harum caminaba por la calle hablando con la gente que se iba encontrando, para
demostrar que conocía a todo el mundo. Era un tratante de caballos, un viejo
zorro, muy sociable. Iba por la calle saludando a éste, parándose a hablar con
aquél. Entonces pensé que si situaba la cámara en un extremo de la calle
mientras el actor echaba a andar por el otro, no se vería nada; se vería una
mancha cada vez más grande. Cuando llegara a la altura de la cámara diríamos:
«Ah, es David Harum» pero el resto no valdría para nada. Por eso, ese trabajo
de ambientación habría que hacerlo en una serie de escenas cortas: el personaje
avanzaría hasta un punto, bajaríamos la cámara, avanzaría un poco más, y así
todo el rato. Pero entonces pensé que en lugar de bajar la cámara cada vez, por
qué no hacer que ésta retrocediera con él. Le pregunté al operador: «¿cómo
podemos mover la cámara?» Se me rió en las barbas.
Porque
en aquellos días las cámaras estaban sujetas o encadenadas a un trípode, para
que no vibraran. «Podríamos levantarla y cargar con ella», dijo. Pero aquello
era una mole. «No, pero podemos hacerla rodar sobre ruedas», dije yo. «Vamos a
ver, ¿qué tipo de ruedas podrían servirnos?» Sólo se nos ocurrió el coche Ford.
Y el cámara dijo: «Bueno, pero ¿no se bamboleará?»
Conseguimos una rasqueta
agrícola y la pasamos por toda la calle, le quitamos todos los resaltos. Luego
suavizamos las llantas para que no saltaran, bloqueamos los muelles y atamos la
cámara con unos alambres, la aseguramos bien para que no basculara, y funcionó
a la perfección. Seguimos al actor mientras caminaba por la calle y se
encontraba con la gente, parándonos cuando él se paraba, moviéndonos cuando se
movía, hicimos una toma muy larga, de unos setecientos pies.
Cuando
la montamos, insertamos rótulos allí donde había que explicar algo. Era una
buena escena, pero cuando la proyectamos en los cines, resultó que a la gente
le molestaba el movimiento, según nos dijeron los gerentes de las salas.
Dijeron que se mareaban. Algunos se agarraban a las sillas porque pensaban que
eran ellos los que se movían. Nunca habían visto una cosa igual. O sea que en
lugar de aplausos, nos llevamos reprimendas. Pero perfeccionamos el sistema y
lo utilizamos con frecuencia.
Cuando
Griffith inventó el primer plano pasó lo mismo. Griffith empezó por la vía
convencional, como todos los demás, mostrando figuras completas. Luego, supongo
que vio algunos retratos de Rembrandt (como hice yo más tarde, buscando efectos
de iluminación) y se dijo: «Qué rostro magnífico. Voy a filmar caras». Mostraba
la figura completa, o de tres cuartos, y luego el primer plano; era como hablar
con una persona y que de repente te inclinaras hacia ella y tuvieras su cabeza
en las narices. Era un efecto curioso: no era una transición fluida; la cámara
no se acercaba, saltaba y te sobresaltaba (igual que ocurre hoy en día, con ese
estilo de montaje histérico que se ha puesto de moda otra vez. Bang, bang,
bang. Absurdo). Pero en Griffith era arte. Y al público no le parecía mal lo de
las cabezas, pero cuando se daban la vuelta o se movían a otro punto, se
partían de risa y se enfadaban muchísimo. Decían: «¿pero qué es toda esa gente
que corre sin piernas? Cabezas andando por la pantalla. Es absurdo. Si se
mueven hay que verles los pies». Pero cuando empecé a hacerlo yo, en vez de
saltar al primer plano, hacía un encadenado, o acercaba la cámara, le ponía
unas ruedas y pedía al operador que aprendiera a cambiar de foco mientras yo
acercaba la cámara.”
Y como no paro en mi afán retro por volver a los
orígenes, quizás con la esperanza de un nuevo renacer, aquí os dejo dos
películas extraordinarias que no deberían dejar de verse y asombrarse. Para
disfrutarlas, eso sí, hay que desaprender todo lo aprendido, y enfrentarse a ellas
como un niño que comienza de nuevo a andar o a deletrear sus primeras lecturas.
D. W. Griffith:
“El nacimiento de una nación” (1915)
Allan Dwan: “Robin Hood” (1922)
Otro texto de inventos cinematográficos:
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