Ya lo dijimos en
el capítulo anterior: La guerra civil finalizó con el fusilamiento de un
historietista y comenzó con el de un ilustrador. Ramón Acín Aquilue, que
firmaba con su primer apellido aunque también utilizó el seudónimo irónico de Fray
Acín, había nacido en Huesca el 30 de agosto de 1988, en una familia de
clase media con padre ingeniero-agrimensor y madre maestra. Por imperativo
familiar comenzó la carrera de Químicas, de la que no llegó a acabar el primer
curso, e incluso se presentó para un puesto de delineante de obras públicas,
que no consiguió.
Acín no estaba hecho para la burocracia, sino para la bohemia, el
arte y la anarquía, en consonancia con lo cual en 1910 publicó en El Diario de Huesca su primera ilustración
con motivo de las Fiestas de San Lorenzo, y un año después comenzó a colaborar
en el semanario madrileño Don Pepito.
Ilustrador, caricaturista, pintor, escultor, profesor de dibujo, articulista,
conferenciante, panfletista y militante político, Ramón Acín constituye un ejemplo paradigmático de un tipo específico
de intelectual y artista español (e internacional) del primer tercio del siglo
XX: abierto a todos los vientos creativos, fundió arte y militancia en un
todo orgánico que acabaría por costarle la vida.
A partir de las
primeras ilustraciones no paró, y sus colaboraciones se fueron multiplicando en
las más diversas publicaciones locales y regionales (Diario de Huesca, Heraldo de
Aragón o Ebro, una revista que
adelantándose en unas cuantas décadas al histórico Andalán se definía como “Revista
nacionalista aragonesa”.
No obstante, su nombre encontraría resonancia
nacional en la prensa anarquista, en la que colaboró desde muy joven. Ya en
1913 fundó en Barcelona, junto el periodista y escritor Ángel Samblancat y Federico
Urales, el padre de Federica Monseny,
una revista de título incendiario: La Ira. Órgano de expresión y de cólera del
pueblo. Ya el segundo número --dedicado a conmemorar el cuarto
aniversario de La Semana Trágica barcelonesa, sublevación popular contra la
Guerra de Marruecos, que dejó decenas de muertos, centenares de heridos y dos
millares de detenidos--, llevó a los redactores a la cárcel por una breve
temporada. No sería la primera vez que Acín
pasara por presidio, en los años de la dictadura de Primo de Rivera y hasta en
los de la República, aunque siempre por poco tiempo. Incluso en 1932 fue
detenido y juzgado bajo la peregrina acusación, de la que fue absuelto, de
haber intentado organizar un nuevo complot, esta vez anarquista, con la
guarnición de Jaca, donde un año antes se habían sublevado las tropas al mando
de los luego fusilados Galán y García Hernández, tan bellamente
cantados por Machado y las coplas populares, para traer la República a España.
Desde entonces
fueron constantes sus colaboraciones en la prensa de la CNT, a cuyo III
Congreso Nacional asistió como representante de los sindicatos del Alto Aragón
y en cuyos mítines y campañas participó activamente hasta el mismo día de la
sublevación militar. Publicó dibujos y artículos en Solidaridad Obrera, Lucha
Social, que dirigía Joaquín Maurín,
o El Comunista, entre otras
publicaciones libertarias, y hasta en 1919 fundó y dirigió durante un año Floreal.
Aunque el Ramón Acín caricaturista dejara la
profesión a mediados de los años 20 para dedicarse casi en exclusiva a la
ilustración, la pintura, la escultura y la política, en sus dibujos se
encuentra probablemente lo más destacable de su obra. De ellos escribió el que
luego sería máxima autoridad hispana en estudios artísticos, José Camón Aznar, que entonces era un
joven universitario que empezaba a practicar la crítica: “El humorismo de Ramón Acín es inicialmente un abrazo. No tiene sin
embargo esa intrascendencia dulzona de un humorismo franciscano. Aquí es
preciso reconocer lo bueno de Aragón. Goya para reírse de su sociedad abre sus
llagas. Su humorismo agrio puede fecundar una revolución. Como Goya, también
Acín tiene una risa con arquitectura de incendio”. No es mala comparación
entre paisanos por un paisano.
No obstante, la
obra escultórica y pictórica de Ramón
Acín había ido adquiriendo resonancia nacional en los años previos y
posteriores a la proclamación de la República el 14 de abril de 1931, con
múltiples exposiciones en Huesca y Zaragoza, y, sobre todo, con las dos
importantes muestras de su obra que se expusieron en la galería Dalmau de
Barcelona y en el Ateneo madrileño, centros de la vanguardia estética del
momento.
Una de las
aventuras más conocidas de Acín es
la de su colaboración con Luis Buñuel,
lo que añade un nuevo dato a su personalidad cultural. Como la historia la
cuenta el cineasta en Mi último suspiro,
sus muy fabuladas memorias, nos ahorra palabras: “Había en Extremadura, entre Cáceres y Salamanca, una región montañosa
desolada, en la que no había más que piedras, brezo y cabras: Las Hurdes.
Tierras altas antaño pobladas por bandidos y judíos que huían de la
Inquisición.
Yo acababa de leer un estudio completo realizado
sobre aquella región por Legendre, director del Instituto Francés de Madrid,
que me interesó sobremanera. Un día, en Zaragoza, hablando de la posibilidad de
hacer un documental sobre Las Hurdes, con mi amigo Sánchez Ventura y Ramón
Acín, un anarquista, éste me dijo de pronto:
—Mira, si me toca el gordo de la lotería, te pago
esa película.
Á los dos meses le tocó la lotería, no el gordo,
pero sí una cantidad considerable. Y cumplió su palabra”.
Aparte de cuanto
dice sobre el desprendimiento y la generosidad de Ramón Acín, esta anécdota fue mucho más que un simple encuentro de
café y una aportación económica a una de las películas fundamentales del cine
español. La implicación del anarquista oscense en Tierra sin Pan fue más profunda que todo eso, viajando Acín a Las Hurdes para el rodaje y a
Madrid para el montaje, contribuyendo una vez acabada a la exhibición privada
de la película, que no se olvide que fue prohibida en aquel bienio negro y no
pudo estrenarse oficialmente hasta la victoria del Frente Popular en febrero de
1936.
Resulta lógica
esa entrega al proyecto, dado el interés que Acín venía mostrando por el cine desde que a comienzos de los años veinte
pasara a cristal los dibujos de su serie Las
corridas de toros en 1970. Estudio para una película cómica para poder
proyectarlos con una linterna mágica en las conferencias que dio en diferentes
localidades. La colección de caricaturas, que se editó en libro en 1923, no
era, pese a su nombre, una apología taurina, sino por el contrario la defensa
de la cultura y el deporte como entretenimientos populares y la oposición
concreta a la construcción de una nueva plaza de toros en Huesca.
Por otro lado,
tampoco era ajeno a las míseras condiciones de vida de los hurdanos, como lo
demuestra la edición por esas fechas del libro Vida Hurdana. Lo que escriben
los niños, en el que Acín y el pedagogo Herminio
Almendros (padre, por cierto del director de fotografía Néstor Armendros) recopilaban dibujos y
breves relatos de los propios niños de Las Hurdes.
La confluencia
de todas estas actividades y su clara militancia libertaria, en una comunidad
tan cerrada como la que entonces era la de Huesca, convirtieron a Ramón Acín en objetivo inmediato de los
militares rebeldes que se sublevaron en la ciudad el 18 de julio de 1936. Ese
mismo día, numerosos ciudadanos pidieron armas al gobernador civil de la
provincia, con el que dialogó una representación de la que formaba parte Acín.
Les convencieron de que todo estaba bajo control, pero no era verdad y al día
siguiente Huesca fue ocupada por los sublevados, iniciandose inmediatamente una
cruel represión. El dibujante se ocultó en su domicilio, donde fueron a
buscarle en varias ocasiones, hasta que agobiado por oír cómo maltrataban a su
esposa para sacarle el lugar de su refugio, salió del escondite y se entregó.
Ese mismo día fue fusilado en las tapias del cementerio de la ciudad. Su
certificado de defunción afirma que murió “…sobre
las once de la noche en refriega habida por motivo de Guerra Civil…”
17 días después,
su esposa Conchita sufrió la misma suerte junto a un centenar de republicanos
oscenses. En el expediente procesal, con esa misma fecha, aparece lo siguiente:
“Es puesta en libertad en virtud de la
Comandancia Militar..."
El estallido de
la guerra civil obligó a tomar partido a los historietistas y humoristas
gráficos como a unos más, y la propaganda, el adoctrinamiento y el apoyo a los
esfuerzos bélicos se introdujo como temática habitual tanto en los tebeos y
viñetas satíricas de los fieles a la República como en los de los sublevados
contra ella.
Pese a todo,
unos y otros afrontaron esa labor propagandística de distinta manera. De
acuerdo a sus respectivos conceptos de lo que debía ser la política y a las
prácticas guerreras y políticas de cada uno, en el territorio cada vez más
escaso que dominaba la República tuvo lugar un auténtico estallido de
publicaciones de los más distintos matices políticos, anarquistas, socialistas,
catalanistas o comunistas, y de las más diversas organizaciones, especialmente
los diferentes cuerpos de ejército, que editaron su propia prensa. En el lado
franquista, en cambio, la estricta estructura piramidal y autoritaria del poder
contribuyó a una edición centralizada de las publicaciones, infantiles o no, que
fueron pocas pero fuertemente ideologizadas y proselitistas, cargadas de una
extraordinaria virulencia en su lucha contra la barbarie roja.
En poder de la
Republica, y esto es importante, habían permanecido los principales centros
impresores: Madrid, Barcelona y Valencia, en los que hasta ese momento se
publicaban la mayor parte de las revistas satíricas y juveniles. La idea
inicial de que la sublevación militar era una asonada más de las muchas que
había vivido el país a lo largo de su historia, de la que se esperaba que
pronto fuera aplastada por las fuerzas leales, facilitó que durante al menos el
primer año de guerra se siguieran editando las mismas revistas que se habían venido
publicando desde el nacimiento del género. Así, en el terreno infantil continuaron
saliendo Pulgarcito, Pocholo, TBO, Mikey, Yumbo, En Patufet, Gente Menuda
y tantos otros.
No abundaban en
ellos la propaganda política y el adoctrinamiento, aunque publicaran en
ocasiones historietas de estricta actualidad, como El Pueblo en armas, serie que el dibujante Salvador Chapas, Sacha, realizó para Pocholo. El cerco a Madrid desde la
primavera de 1937 y la creciente escasez de papel en la capital forzó el cierre
de algunas de estas publicaciones, como TBO,
que dejó de publicarse tras su calendario de 1937, o el mismo Pocholo, que corrió la misma suerte tras
el especial del año siguiente.
La constatación,
tras la toma de Bilbao, aquella misma primavera de 1937 en la que el pueblo de
Madrid hubo de combatir en la Casa de Campo y la Ciudad Universitaria para
evitar la toma de la capital, de que la sublevación se había convertido en
guerra y que iba para largo, produjo en la zona leal una eclosión de revistas juveniles
e infantiles, ya más dadas a la política y el adoctrinamiento. Surgieron
títulos como Aladino (1937), Pionerín (1937), Pionero Rojo (1937), La Vanguardia de los Niños (1937), Camaradas (1937), Porvenir (1937), que se editó en doble versión castellana y
catalana, Muchachas (1937), Calderilla (1937), Pequeñeces (193), o Los
Monográficos de El Gato Negro (1938), que en la mayor parte de los casos
tuvieron una vida breve.
No obstante,
alguno de ellos merece ser estudiado por la singularidad de su trabajo. Ese es
el caso de El Pionero, “semanario de los niños obreros y campesinos”,
según constaba en su lema, que en sus apenas diez números editados por la
Federación de Pioneros de Euzkadi, la organización recreativa y adoctrinadora
que reunía a los niños de familias comunistas, destacó por su atrevimiento. El
dibujante y guionista Ugarte, que
había realizado también el logotipo de la revista, se atrevió nada más y nada
menos que a incorporar a las Brigadas Internacionales al mismísimo Popeye, el musculoso marino de las
espinacas creado por el estadounidense Elzie
Crisler Segal en 1929, escribiendo y dibujando nuevas historietas en las
que se contaba su venida a España para participar en la guerra defendiendo la
República.
Aquello fue un
plagio de libro, pero no corrían tiempos para andarse con tonterías autorales y
utilizaron el mismo sistema para crear un remedo de Tintín, al que dieron el nombre bien vascuence de Pedrochu, y copiaron páginas enteras de
otras series americanas. Quizás para hacer justicia, también fueron los
primeros que publicaron auténticas aventuras de Hergué en España, dando a la luz una de sus historietas con el
título de Kiki electricista sin
sospechar siquiera la ideología derechista del genio de cómic belga.
Frente a esa
dispersión republicana, los sublevados ofrecieron un autentico frente unido de
publicaciones. Si bien al comienzo de la guerra surgieron algunas revistas
infantiles de alto contenido doctrinal, a partir del decreto de unificación de
abril de 1937, que dio lugar al nacimiento de Falange Española Tradicionalista
y de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista, partido único en el que se
reunían todas las fuerzas políticas que habían apoyado la sublevación, se
decidió que los niños de la Nueva España tuvieran una única vía de
adoctrinamiento.
En diciembre de
1938 nació a bombo y platillo Flechas y
Pelayos, en la que se juntaban las anteriores revistas Pelayos, de inspiración Carlista y publicada en San Sebastián a
finales de 1936, y Flechas,
falangista. Su objetivo estaba claro desde el principio: dar a los niños “la formación humana, religiosa y patriótica
que haría de ellos buenos cristianos y excelentes españoles”, según constaba
en su ideario. Para lograrlo se puso al frente al fraile benedictino Justo Pérez de Urbel, preclara figura
del pensamiento franquista, que tras la guerra fue el primer Abad del
Monasterio del Valle de los Caídos, Consejero Nacional del Movimiento,
procurador en Cortes, catedrático y responsable de una numerosa obra
intelectual e histórica. Autor de 71 libros y más de 700 artículos, reseñas y
traducciones, aún le quedó tiempo a Fray Justo para escribir en los inicios de
su ascensión los guiones de al menos dos historietas Héroes de la Patria e Historias
gráficas de España, que se publicaron en 1938 en la revista que dirigía.
Similar carácter, aunque menos politizado, tuvo Chicos, que primero fue de propiedad privada que pasó a depender
luego de la Delegación Nacional de Prensa y Propaganda y se editó hasta 1955.
En todos los
casos sostuvieron una radical oposición a la sublevación militar, a cuyos
mandos, comenzando por el general Franco Bahamonde, criticaron con saña, lo que
en algunos casos les iba a costar caro al finalizar la contienda, como hemos
visto y veremos. La viñeta satírica se convirtió en una más importante arma de
propaganda y de combate, tanto en los periódicos y revistas que siguieron en
circulación como en los nacidos para la ocasión. Algunos de estos últimos
alcanzaron especial resonancia, como El
altavoz del Frente, “revista para el
pueblo en armas”, nacido ya en octubre de 1936, o el valenciano Vanguardia, diario del Comisariado
General de Guerra, que llegó a tirar 100.000 ejemplares regulares y más de un
millón de los dos números extras que publicaron.
En el bando nacional, a Miguel Mihura, que se había fugado del Madrid rojo el mismo 1936, le encargaron al poco de llegar a San Sebastián la creación de una revista que sirviera, desde el campo del humor, como arma propagandística a favor de los sublevados. El resultado fue La Ametralladora, que alcanzó los 100.000 ejemplares semanales de tirada.
Clausurada La Ametralladora en 1941, el mismo equipo decidió poner en marcha una nueva aventura editorial a la que titularon La Codorniz, a cuyo frente estuvo Miguel Mihura hasta 1944, en que pasó el testigo a un jovencito jaranero de 19 años que había hecho la aventura rusa con la División Azul y que se llamaba Álvaro de la Iglesia.
No obstante, hay
que destacar por lo que vale, la actitud poco sectaria de que hizo gala el
grupo fundador de la revista, muy especialmente desde la llegada de Álvaro de La Iglesia. Aunque se trataba
de personas claramente de derechas y que durante la guerra se implicaron claramente
con el franquismo, escribiendo panfletos que luego ignorarían en sus obras
completas, poco a poco se fueron distanciando del régimen, con mayor o menos
cinismo, según los casos, hasta convertirse, especialmente en el teatro, que es
donde darían su do de pecho artístico, en proveedores de entretenimiento para
una burguesía acomodaticia y de orden. En lo que concierne a La Codorniz, no mostraron reticencia a
la admisión de colaboradores con los que no coincidían ideológicamente.
Ya hemos visto
como se integró en la revista Fernando
Perdiguero, Menda, en 1942, después de de la conmitación de la pena de
muerte a la que había sido condenado y recién salido de la cárcel, y de la
atención que desde los años 50 se prestó a jóvenes viñetistas o articulistas de
potencial ideología antifranquista, tales como el propio Gila, Chumy, Serafín, Forges o Rafael Azcona.
Con ellos y una
legión de colaboradores más, La Codorniz fue acentuando cada vez más su sátira
y llenándose no ya de los geométricos egipcios de Kalikatres, sino de pobres, mutilados, señores cargados de piedras,
oficinistas siniestros, prepotentes y exuberantes marquesas y burgueses
provincianos. En cualquier caso, fue menos de lo que lo que imaginaba la gente,
que creo bulos ampliamente extendidos sobre el atrevimiento de la revista, como
aquella portada, por ejemplo, que nunca existió pero que muchos aseguraban
haber visto, y en la que sobre un mapa meteorológico de la península ibérica un
cartel daba la situación atmosférica: “reina
en España un fresco general procedente del noroeste”.
En aquella España en
la que televisión e internet eran palabras futuristas que ni Julio Verne había
pronunciado, los medios de comunicación e influencia social eran variados,
aunque sin duda los que resultaban de preferencia general, no sólo entre las
clases populares, fueran los más modernos y tecnificados: la radiodifusión y el
cinematógrafo, casi recién nacidos por otra parte. También era muy fuerte la
presencia del teatro, que con La Barraca o Las Misiones Pedagógicas había salido
de los escenarios convencionales para llegar a los pueblos más remotos; y, en
general, la cultura, los artistas y literatos contaban con un prestigio social
y un peso en la opinión pública prácticamente incomprensibles hoy en día.
Además, la cultura y la opinión crítica se habían democratizado, rompiendo el
monopolio que sobre ella ostentaban las clases dominantes, y habían llegado
hasta el proletariado, que agrupado en partidos y sindicatos, habían despertado
desde los ateneos obreros, las casas del pueblo y su propia prensa y
editoriales un auténtico hambre de conocimiento entre los trabajadores
industriales o agrícolas, todavía en muchos casos analfabetos.
En ese contexto, las revistas satíricas, de partido o sindicato, de tal o cual
ideología, eran un vehículo fundamental de transmisión de ideas políticas,
críticas o agitadoras. Venía siendo así desde que a finales del XVIII los
avances en las técnicas impresoras habían permitido la multiplicación y
regularización de las publicaciones periódicas, con un crecimiento en
progresión geométrica en los años de la dictadura de Primo de Rivera y últimos
de la monarquía, convertido en un verdadero estallido con la llegada de la
República en 1931. No es de extrañar que su influencia durante la guerra sobre
aquella población en buena medida iletrada resultara tan significativa.
Pese a ello, sin
embargo, el medio propagandístico gráfico fundamental de transmisión de
consignas políticas y bélicas durante la guerra civil fueron los carteles,
también una mezcla de imagen y palabras, aunque muy distinta a los tebeos y
viñetas de los que aquí venimos tratando. Es por ello que no son motivo de
estas líneas, aunque al existir una evidente relación con lo aquí abordado,
reproduzco algunos de aquellos carteles, de un bando y del otro, para intentar
destacar una característica que también se ha visto en tebeos, viñetas o
caricaturas: las diferencias radicales, tanto en temática como en cantidad,
autores u organizaciones firmantes, entre los de La República y los del bando
sublevado.
Cientos de
carteles se editaron en la España leal durante la guerra civil. Cada
organización, sindical, política, sectorial, provincial, gremial o, incluso
deportiva, hizo los suyos, abarcando todo tipo de temáticas. Había, como es
natural, preponderancia de los que directamente llamaban a la lucha y a la
resistencia, pero abundaron los que incidían en otros aspectos de la contienda,
desde la protección ante los bombardeos a la lactancia infantil, desde la
atención a los quintacolumnistas hasta la higiene, desde la redención de las
prostitutas hasta el incremento de la producción, desde la promoción de la
lectura a la concienciación del campesinado, desde el papel de la mujer en la
guerra hasta la lactancia materna, desde los homenajes a la URSS hasta la
condena de la no intervención y al nazismo.
Para atender tanta demanda se movilizaron docenas de artistas de todas las procedencias: profesores de pintura, diseñadores publicitarios, viñetistas y autores de tebeos, caricaturistas, aficionados o pintores de prestigio, como Bardasano y Renau, por ejemplo, o incluso Joan Miró, que en 1937 pintó el extraordinario Aidez l’Espagne con motivo de la Exposición Internacional de París. Con tal variedad de editores, temas y autores, los carteles de La República constituyen una completa muestra del arte de vanguardia de la época, desde el diseño industrial al expresionismo, el cubismo o el fotomontaje, aplicados al cartelismo político.
La aportación
del bando sublevado en este terreno resultó, en comparación con la republicana,
paupérrima; de similar manera a cómo lo sería también en otros temas
relacionados. El de las canciones de la guerra, por ejemplo. Escaso fue el
número de dibujantes implicado en la tarea --encabezados por Carlos Saénz de Tejada, que realizó
algunos de los más destacados, Josep
Morell o Pruna y Cabanas, fugados estos dos últimos del
Madrid republicano al Burgos franquista, y magro el resultado, tanto en número
de carteles publicados como en variedad temática o estética. Aunque hay alguna
excepción, en general la cartelería franquista adoctrinó a los ciudadanos con
las consignas bélicas e imperiales más directas y elementales en un lenguaje
pictórico emparentado con la pompa y el boato estético que se oficializarían
como rasgos distintivos del arte franquista.
A continuación
dejo unas cuantas reproducciones de ambos bandos que creo se distinguen a
simple vista.
Vamos ahora con los otros
TEBEOS contra FRANCO
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