Mi novia es una estrella
del vídeo porno
Albert Pla
1
Mi
novia es una estrella del vídeo porno. Cuando lo descubrí no daba crédito, no
entraba en mi cabeza, y sin embargo, tenía delante de mí una prueba que no
podía ignorar. Ella, tan modosita, siempre tierna y romántica, cariñosa y
dulce, tímida e incluso timorata, convertida, de repente, en la encarnación de
todos los vicios.
Nunca
antes había entrado en un sex-shop, jamás había sentido la necesidad de
hacerlo, y si lo visité aquella vez fue movido por una mezcla de curiosidad,
morbo y el empujón que me dio Macario, un compañero del curro que aseguraba que
no se podía morir uno sin ver una colección de
consoladores colocados en fila, de mayor a menor. Yo intentaba
convencerle de que los vibradores en formación, aunque fuera marchando al ritmo
de tambor que les pudieran imprimir sus pilas alcalinas, no eran mi fantasía
sexual preferida, ni siquiera la duodécima de la lista, pero el argumentaba que
no era una cuestión sexual, sino artística.
“Eso
lo dices porque eres un ignorante”, me reprochó el conserje esteta mientras
contemplaba arrobado una vitrina de rasuradas vaginas de plástico y fantaseaba
sobre cómo se podrían exhibir en el Reina Sofía poniéndoles dientes y simulando
que cada una de ellas devoraba a los siete enanitos. “Sería una instalación
cojonuda –concluyó--. La titularíamos Blancanieves
renuncia al Príncipe encantado”, para añadir entre dientes como colofón
práctico: “la crueldad y la polémica venden”. Y es que Macario, además de
pornógrafo y miope de culo de vaso, es un alma sensible amante del arte de
vanguardia y apasionado de los hermanos Chapman. Aún le recuerdo comentándome sus
desgracias de coleccionista el día que le conocí en el bar del ministerio.
Ahorrando euro a euro de su magro sueldo funcionarial había conseguido hacerse
con una de las latas de excrementos en conserva que Piero Manzoni puso a la
venta a precio de cocaína un año antes de morir. Tartamudeando y compungido me
contó los últimos rumores sobre que la lata no contenía en realidad mierda del
artista sino simple, vulgar e incorruptible yeso. “Para una inversión de futuro
que he hecho en mi vida y ahora resulta que es una mierda”, se quejaba ante un
vaso de cerveza ya caliente sin darse cuenta del contrasentido de su
desgracia.
Pero
dejemos a Macario, que bastante tiene con lo que tiene. Les estaba hablando de
mi novia, y sigo a lo mío. Había conocido a Helena, con hache, hacía casi dos
años y nuestras relaciones hasta ese momento habían sido las propias de una
pareja que se quiere apasionadamente, pero que, por algún motivo, siente una
cierta incertidumbre sobre si ese amor que ha nacido entre ellos será eterno --inmune
al tiempo y a su paso inclemente--, o si la convivencia diaria --los pelos en
el lavabo, los calzoncillos en el suelo, el bote de azúcar sin tapar, la
elección de la cadena en la televisión y todos esos grandes problemas con que
la realidad va minando el enamoramiento-- no acabarían por diluir la pasión en
un mar de monotonía y conflictos.
Para
ahuyentar la bicha, cada uno vivíamos en nuestra casa. Ella trabajaba, al menos
eso creía yo hasta entonces, en una distribuidora internacional de cosméticos,
lo que la obligaba a frecuentes viajes, tanto por el interior de España como
por el extranjero. A causa de su profesión pasábamos temporadas de separación
en las que yo la suponía en este o aquel país, aburrida en cualquier aburrida
convención de directores de marketing, o, en los momentos más duros, asediada
por el subjefe de la sucursal de Atenas. Sólo ahora me doy cuenta de que en
realidad ignoraba su paradero en aquellos viajes y lo que hacía en realidad en
ellos, pues sólo nos comunicábamos por móvil o facebook y yo creía a pies juntillas todo lo que me contaba. Ella
me decía que se iba a Gijón, a un cursillo con unos clientes, o a una feria
internacional de Milán, o a intentar ampliar el mercado de tal o cual firma en
Argentina, y yo, palabra de santo. Nos llamábamos casi a diario, ella a mi casa
o a mi oficina, yo a su móvil, y manteníamos largas conversaciones en las que
ella se quejaba del tedio de las largas demostraciones en algunos grandes
almacenes de la ciudad donde estuviera y yo de cualquiera de los muchos líos
del Ministerio de Economía, en el que trabajaba y aún trabajo. Algunas veces
hicimos sexo por internet. No fue tan mal como yo pensaba que sucedería, aunque
la noté un poco retraída.
Así
transcurría nuestra relación, placentera y cómoda como la de un matrimonio de
osos panda, hasta el día en que, por casualidad, hube de enfrentarme de sopetón
a que Helena tenía otra vida de la que yo no participaba.
Hagamos
flash-back: Macario, ya saben, el
esteta, me había llevado a un supermercado del sexo que está en la calle de Atocha,
junto a la plaza de Antón Martín, en la acera de los pares. Macario había
resultado un guía excelente, experto y ameno, y desde el vestíbulo, inhóspito
como un garaje en agosto, fue dándome detalles, aclarándome dudas,
desbrozándome misterios, ilustrándome, en suma, con su enciclopédico
conocimiento del tema.
Llevado
de su mano e ilustrado por su sabiduría fui descubriendo, sin solución de
continuidad, un mundo ignoto y desconocido, más por vergüenza que por auténtica
falta de interés, que aparentemente prometía insondables fuentes de placer pero
tan sólo daba profilácticos remedios a la insatisfacción. Las cabinas de vídeo
parecían celdas de un penal imaginario y sombrío, al que los presos fueran
voluntarios para redimir su vida insatisfecha. La pasarela en la que se
desnudaban chicas ante cuatro pares de ojos somnolientos, el puente de los
suspiros. El expositor de la tienda del piso superior, un escaparate de la soledad
humana.
Dejé
a Macario ayuntando con su imaginación en plena orgía de ideas y di una vuelta
por la sala. En un rincón, entre la lencería erótica de tejidos imposibles y
las muñecas hinchables de boca siliconada, frente a la vitrina de los mil y un
consoladores, estaba la sección de CD´s porno. Películas de todo tipo:
bestialismo y simples polvos, dúos en habitaciones cerradas y tríos en un
jardín, orgías nocturnas al borde de una piscina y supuestas reconstrucciones
históricas con despelote generalizado en las almenas de un castillo medieval,
lesbianismo entre rubias y morenas, homosexualidad de grandes penes, cráneos
rapados y culos apretados, sexo entre ancianos y jovencitas, jovencitos y ancianas en pleno sexo, exhibicionistas,
travestis, lluvia dorada, sadomaso y sexo oriental.
-Cada
loco con su tema y cada humano con su paja --concluyó Macario, que es un sabio
popular travestido de ordenanza con librea, mientras contemplaba con ojos de catador de vino francés la
interminable sucesión de portadas adornadas con las más esplendorosas mujeres,
que nada dejaban en su exhibición a la curiosidad del posible comprador.
Y
en medio de todas ellas, Helena. Desnuda, impúdica, sonriente, provocativa, hiriente. La película se titulaba
Jóvenes depravadas y se veían en la
portada dos parejas en plena faena. La silueta reconocida estaba fotografiada
de frente, en cuclillas, ensartada en un hombre de piernas delgadas y pies con
juanetes. Llevaba un liguero que yo le había regalado y, aunque tenía la cabeza
echada hacía atrás y apenas se le distinguía el rostro, la reconocí; aparte de
por el liguero, de los que sin duda había muchos iguales en el mercado, por la
curva de sus caderas, el peso intangible de sus pechos, el corto vello de su
pubis y la marca de nacimiento que tiene en el tobillo izquierdo: un gran lunar
oscuro con forma de nube, o elefante, o coche de bomberos, según el punto de
observación, detalles todos que la delataban a ella y sólo a ella, como una huella
dactilar de cuerpo entero, como un ADN del exceso.
Un
hombre apático y aburrido atendía el mostrador. Verle allí, inconmovible como
un dependiente de ultramarinos, un peluquero sin faena o un funcionario de la
posta y el timbre, rodeado de aquel abigarrado escenario de sexo obsceno y
aséptico me hizo reflexionar un momento sobre el destino del ser humano. Compré
la cinta de vídeo como si la cosa no fuera conmigo, me la dio en una bolsa de
plástico negra, sin cartel ni inscripción que delatara su origen, como si la
cosa no fuera con él, y me la llevé a casa, colocada bajo el brazo, como si
fuera el último libro de Muñoz Molina. Macario se felicito por mi atrevimiento.
“Olé tus muertos –jaleó--. Que el que no quiere peces se moja el culo”.
2
La
bronca fue fenomenal cuando, unos días después, Helena regresó de un viaje
promocional, cerrado con una convención de vendedoras en un lujoso hotel de
Barcelona. Nunca habíamos tenido una tan gorda, aunque en nuestra relación no
hubieran dejado de existir las discusiones y pequeñas peleas, normalmente por
causas nimias que sólo la intransigencia del amor hacía importantes. Aquel día,
sin embargo, el cristo supero todos los récords.
-¿Para
qué te lo iba a decir? ¿para que te pusieras hecho un fiera?
-¿Esa
es la confianza que tienes en mí?
-Si
te lo digo seguro que te sentaba mal.
-Peor
me sienta que no me lo dijeras.
-Además,
de algo tengo que vivir, no es nada malo.
-Joder
que no, pues ya me contarás, tú follando de todo el mundo y yo en Babia,
creyendo que vendías colonias y coloretes.
-A
ti lo que te jode es que yo joda con otros hombres.
-Además
eso.
-Y
tienes miedo de que me den más placer que tú, os pasa a todos.
-Lo
único que falta es que digas que conmigo no te has corrido nunca.
-Pues
mira, ahora que lo dices, alguna vez me he quedado a dos velas.
-Pues
sabes fingir muy bien. Claro, lo habrás aprendido en el cine.
-Por
lo menos yo he aprendido algo. También tú podías aprender lo que hay que
hacerle a una mujer.
-Lo
que pasa es que eres un putón verbenero.
-Y
tu un inútil y un machista.
-¿Pues
sabes lo que te digo? Que te den por culo, guapa, que seguro que te gusta.
-Mira,
mejor lo dejamos, que está claro que no nos comprendemos.
Estábamos
en su casa. Me marché dando un portazo. Nunca lo hubiera hecho, porque desde
entonces, desde aquel mismo momento en que la puerta se cerró con un golpe seco
que resonó en toda la escalera y recorrió el hueco del ascensor parándose en
cada descansillo, mi vida fue un infierno. Mi orgullo masculino me impedía
ponerme en comunicación con ella cuando ya había marcado los primeros números
de su teléfono; mi deseo erizado me animaba a buscarla y encontrarla sin
demora, a pedirle perdón, a suplicarle, a consentir; mi timidez me llevaba a
espiar el portal de su casa escondido detrás de un árbol cercano, o de un coche
aparcado, o del canto de una esquina, para verla salir de casa. Ella se perdía
por el lado opuesto de la calle y yo la dejaba marchar sin abandonar mi
escondite.
Una
vez llegué a parar un taxi y pedir que la siguiera. “Oiga –me dijo el taxista
mirándome con ojos acuosos por el retrovisor--. Usted se ha creído que esto es
una película”. Volví a casa y me puse de nuevo la cinta en el vídeo.
Así
transcurrieron unos meses, pendiente del móvil a cada instante, por si era su
voz la que llamaba. Obsesionado por escuchar el contestador nada más llegar a
casa, por si un mensaje suyo deshacía el entuerto. Colgado del correo
electrónico. Ansiando una carta suya, un telegrama, una postal, un sms, un email, un timbrazo del telefonillo. Ensimismado en la visión
continuada de su película: Jóvenes
depravadas. Joder, y tan depravadas, pensaba yo a cada nuevo visionado
cuando contemplaba, no sin estupor, a Helena metida en harina con su compañera
de reparto y el enorme consolador con que ambas jugaban a darse placer. Y a
tenor de la cara que ponía mi ex-novia, a medio camino entre el éxtasis y la
sorpresa, una expresión que yo conocía bien, se lo daban. Y tanto que se lo
daban. Eso es lo que más congoja me provocaba, lo que más me indignaba, lo que
más celoso me ponía, lo que más me acercaba al incumplimiento del sexto
mandamiento. Y lo que más me excitaba.
Al
fin vencí mi orgullo de macho, superé mi timidez y me deje llevar por el deseo.
Marqué los nueve números de su móvil y una voz anónima con regusto a altavoz de
aeropuerto me comunicó que el teléfono estaba fuera de cobertura o
desconectado. Una vez y otra, una tercera, una cuarta y una quinta, y siempre
la misma cantinela: la señorita que usted busca está desaparecida en combate.
Dejé
pasar dos o tres días y al fin me decidí a visitarla. Llamé con insistencia desde
el portero automático de su vivienda en un edificio antiguo de López de Hoyos,
pues mi último gesto heroico el día de la despedida fue tirarle las llaves al
suelo como un desafío, pero solo el silencio contesta a mi S.O.S. Una vecina me
dijo que se había mudado. Volví a mi vídeo.
Conforme
fueron pasando las semanas, cada vez la echaba de menos con mayor frecuencia.
Me cansé de su presencia en el vídeo y deseé más. Revisé uno por uno todos los
sex-shop de Madrid hasta encontrar otra película en la que trabajaba, y aún una
tercera, y me encerré en casa a verlas una y otra vez. Eran más explicitas que
la primera que compré, más atrevidas, más provocativas, más atractivas: me
enganché y no podía prescindir de ellas. También la descubrí en alguna revista.
Poco
a poco me convertí en un asiduo de aquellas boites del sexo y fui marcando en
mi cerebro la geografía de su distribución por las calles de la ciudad. A base
de frecuentarlos aprendí a distinguir Private de Mirate, el látex del cuero,
las bolas chinas anales de las vaginales, los condones de sabores y las infinitas
marcas de lencería sexy. Conforme pasaba el tiempo y aumentando mi pericia en
la investigación fui descubriendo nuevas producciones protagonizadas por
Helena, que ya no se llamaba así, sino Nadia Never, seudónimo del que no logré
entender la lógica interna que lo motivaba. En ese proceso, o camino iniciático
por las ignotas rutas del amor solitario, también aprendí lo que eran los
celos. Ella con otros hombres, hombres que la disfrutaba y, aparentemente al
menos, la hacían disfrutar, hombres que la poseían y a los que poseía, con los
que desarrollaba unas artes amatorias que a mí me habían quedado vedadas y que,
cuando alguna vez intentó practicar conmigo, deseché con el miedo a descubrir
en qué lugar y situación las habría aprendido.
En
un principio pensé que con el tiempo se me pasaría, o que el conocimiento de
otras mujeres me proporcionaría ocasión para el olvido. Durante unos meses practiqué
una desesperada búsqueda de amor y alivio erótico que me llevó a situaciones en
las que nunca hubiera imaginado poderme encontrar: dando consejos fiscales a
una prostituta madre de tres hijos a la sombra de dos cubatas en un motel de
carretera, bailando como el más torpe del lugar en alguna discoteca de moda a
la espera de que Cupido descendiera alado de la bola de espejitos, o acudiendo
con ensimismamiento a un cursillo de yoga de cuya profesora creí haberme enamorado
tras presentármela mi amigo Paco, antiguo compañero de facultad, en el
transcurso de una cena de solteros. Nada resultó: cada vez echaba más de menos
a Helena.
O,
mejor dicho, a la que echaba de menos era a Nadia Never. Si he de respetar el
propósito de que estas confesiones, pues no otra cosa que confesiones son estas
líneas, sean tan ciertas y verdaderas como ser humano pueda serlo, debo
reconocer que a estas alturas la pasión se había transmutado de Helena a su
personaje, pues era con él con quien compartía los momentos más placenteros, la
laxitud más tranquilizadora, los sueños
más turbadores. Quise serle infiel y compré otras películas, protagonizadas por
otras mujeres, quizá más atractivas, quizá más viciosas, pero con ninguna fue
lo mismo. Todas me sirvieron para algo, como me sucedía con las de carne y
hueso, pero con ninguna sentía la imperiosa necesidad de ir corriendo en taxi
desde el sex-shop hasta mi casa para poner la película en el reproductor, dejar
sobre el suelo del pasillo, las sillas o el sofá la ropa que en la calle me
vestía y tenderme en la cama, pues había trasladado el ordenador a la
habitación, y darle luego, con el alma en un puño, al botón del enter.
Me
había enamorado. Ahora sí que inexorable e inevitablemente me había enamorado
como un chiquillo. Aquella imagen intangible de la pantalla que era Nadia me
reclamaba desde su escondrijo catódico y yo acudía cada vez como si fuera la
primera. Caí cada vez más en una obsesión que personalmente no me parecía perniciosa,
sino liberadora, pues había soltado al fin todas las amarras de mis pasiones y
ya no me ataba a su realización ningún lazo físico. Seguí el recorrido por el
mundo de mi amada a partir de las productoras para las que grababa las
películas, pues debía haber ido consiguiendo el éxito en ese mundillo en el que
había decidido vivir y cada vez ampliaba más el círculo de su actividad. Colegialas viciosas, en la que, aunque
un poco mayor para ir al colegio, estaba espléndida, se había rodado en
Holanda. Atadas y violadas, una
variedad sofisticada de sadomasoquismo que resultaba un fiasco, pese a la
credibilidad que Nadia le daba a su papel, en Alemania, donde también se había
producido Orgía de azafatas, una
producción barata que transcurría integra en la supuesta cabina de vuelo de un
avión. Igualmente seguí su paso por Italia, Suecia, Inglaterra e incluso
Estados Unidos. Otra vez el reguero de sus viajes se convirtió en mi principal
actividad diaria, lo que me condujo a una reprimenda del jefe de la sección por
mi despiste al fichar los oficios que habían referencia a tal o cual asunto
ministerial. No podía vivir sin ella.
No
deje de sentir un complejo de culpabilidad que me sepultaba en espantosas
depresiones durante las que apenas salía de casa, siempre pegado al ordenador, atrás
y adelante una y otra vez con misma escenas, paralizando la imagen en ese
fotograma en que aparecía en todo su esplendor, imaginando en una traducción
inventada, pues ni inglés, ni francés, ni alemán, ni griego entiendo, lo que
musitaba Nadia-Helena entre gemido y gemido. Incluso llegué a pensar en acudir
a un psicólogo que me librara de aquel pesado sentimiento de culpa que me
embargaba. Puesto en el trance de colocar cada pieza en su sitio, curandero por
curandero, preferí a Macario, origen y motivo primero de mis males, al que le
conté la historia, un poco por encima, sin establecer ninguna relación entre
Helena y Nadia, de la que al principio no me atreví a hablarle.
3
“Las
garras del sexo a la carta han caído sobre ti” --me diagnostico el conserje,
que a su condición de pornógrafo y experto en arte de vanguardia, que ya me
había demostrado, añadía ahora la de terapeuta síquico--, mientras pinchaba con
el palillo una aceituna con anchoa que nos habían puesto en el bar de debajo del
ministerio donde una mañana me decidí a contarle parte de mi historia en la
hora del aperitivo.
Desde
entonces me vi a menudo con Macario. En el bar de la primera vez, en tascas
cutres de cualquier barrio extremo de Madrid, de las que también resultó ser
profundo conocedor y cliente asiduo, o en puticlubs, barras americanas y
locales de streptease a lo que me llevó, estoy seguro aunque él nunca me lo
dijo, con el sano propósito de enfrentarme con la realidad de la vida y sacarme
de la vorágine en que me había metido por aquellos meses. Las reuniones eran
siempre parecidas: yo hablaba hasta romperme la garganta --eso y el alcohol que
ingeríamos y los canutos que nos fumábamos, que también influían lo suyo--, y
el callaba, aparentemente concentrado en mirar los culos de las mujeres que
anduvieran por el local. Pero escuchaba. Vaya si escuchaba. Y al final entre
dientes me daba la clave para progresar en mi proceso curativo.
“Diversificación
de riesgos”, aseveró cuando le dije que había empezado a comprar películas que ya
no protagonizaba Nadia Never, conocedor como ya era yo por aquel entonces hasta
la saturación de cada pliegue de su cuerpo, repetido una y otra vez en la
pantalla, analizados y disfrutados ya en mil y una ocasiones calenturientas
cada fotograma de cada secuencia de cada película de mi amada, a la que descubrí,
casi sin darme cuenta, una cierta tendencia a la exhibición gimnástica. Y sin
darme explicación del motivo, Macario empezó a hablarme del mundo erótico de
internet, al que hasta el momento yo había permanecido ajeno, inmerso como
estaba por mi obsesión hacia Nadia, y en el que pronto encontré un océano de
sexo que colmó mis fantasías más ocultas y en el que me sumergí sin escafandra.
Mi ordenador lo pagó, a manos de una legión de virus que dieron con él en el
contenedor de basura con todos los archivos dentro, ya irrecuperables, y mi
cuerpo se agotó de dar brazadas hasta que Macario me dio su bendición urbi et
orbi. “Has llegado a la saturación de efectivos. Ahora empezarás la búsqueda de
la excelencia”, pontificó de repente una tarde en la que yo no le había contado
nada y en la que habíamos ido a visitar una exposición en la Biblioteca
Nacional sobre “Editorial Bruguera. El tebeo español en la inmediata posguerra.
Autores de izquierdas para cómics de derechas”, tema del que Macario podía
hablar horas seguidas, según me estaba demostrando con cada nueva viñeta a la que
nos enfrentábamos.
No
me di cuenta exacta de aquello que me había dichos sobre la saturación, los
efectivos y la excelencia hasta que unos días después me sorprendí quedando con
una compañera de trabajo para cenar y tomar unas copas. Ella se acababa de
divorciar, siempre nos habíamos caído bien e incluso nos habíamos tirado los
tejos en ratos libres, así que me pareció una candidata ideal para volver a
poner los pies en la tierra. O las manos en la masa, no sé yo. La cosa no fue
mal, incluso repetimos un par de veces, pero yo aún seguía con lo mío en
internet y todo me resultaba un esfuerzo excesivo. Aparte de que ella mantenía
al mismo tiempo una historia con el subdirector de recursos humanos, sección en
la que trabajaba, que le exigió que rompiera conmigo. También traté con una
amiga de mi hermana, “progre, guapa y simpática, lo que tú necesitas”, según me
aseguró, que al final resultó, además, una apasionada del ocultismo que buscaba
un padre y no un amante. Y con una jovencita que conocí una noche de verbena,
más lista que el diablo, que me dio un par de alegrías y me dejó porque yo era
un muermo. Y con… nadie más, que yo recuerde en este momento. Las cosas se
amainaron solas y retomé mi vida más o menos común: comidas familiares, novias
efímeras en la realidad y relaciones suplentes en internet, que no llegué a
abandonar, tardes de lectura o de cine, concursos televisivos… y Macario, que
siguió siendo mentor de mi vida, paño de lágrimas y compañero divertido en
aventuras disparatadas.
Hace
tan sólo unas semanas volví a ver a Helena en un desfile de ropa interior de la
Pasarela Cibeles, al que, precisamente, me llevó Macario. Estaba entre el
público en el cóctel posterior, en el que conseguimos colarnos gracias a las
argucias de mi amigo, que en un momento de aglomeración nos hizo pasar por
periodistas enseñándole al vigilante de la puerta su carnet sindical y una
pequeña cámara de fotos que me acababa de dar para que yo hiciera el papel de
reportero gráfico. Nuestras miradas se cruzaron, e incluso en un momento
llegamos a estar espalda contra espalda ante la mesa de las bebidas. Escuché
que aún seguía bebiendo Gordon’s con un chorrito de menta. Olí de nuevo su
perfume de siempre. No nos saludamos. Al volver a casa celebré una gloriosa
reconciliación con Nadia Never.
Carlos Villarrubia/Hilario Camacho
No hay comentarios:
Publicar un comentario