martes, 17 de septiembre de 2013

Albert Pla. Sexo, amor y macguffin (1)







1990. Concierto en el Palau



En octubre de 1988 se celebró la cuarta convocatoria del Certamen de Jóvenes Cantautores, que desde 1985 organizaba en Jaén el Instituto de la Juventud y que en años anteriores habían ganado Javier Batanero, Javier Bergia e Isabel Montero y Paco Ortega. En aquella ocasión también me invitaron a formar parte del jurado, lo que hacía con sumo gusto, porque los organizadores eran los viejos amigos del histórico Club de Música del San Juan Evangelista, con Alejandro Reyes a la cabeza, y porque en los cuatro años que ejercí de juzgador de alevines de cantautor no sufrí la menor presión, invitación o simple sugerencia.

Aquel año, nada más llegar al hotel en el que nos hospedábamos los festivaleros, tropecé en la puerta con Quico Pi de la Serra, que se acercó a mí, asombrado, con unos papeles escritos a multicopista en la mano y me soltó algo así como ¿Has visto las barbaridades que dice este tío?. Y me enseñó las letras de uno de los participantes en el certamen. La verdad es que aquello, escrito en catalán y traducido al lado en castellano, tenía tela: obscenidades, procacidades, palabras soeces, versos escatológicos… Vamos, una verdadera barbaridad. Recuerdo que inmediatamente le debí comentar a Quico algo así como qué burrada, como sea un cantante punk vamos apañados. Me imaginé el horror de escuchar a voz en grito, acompañada por ruidosas guitarras y batería insistente, una letanía como la de “enculat / penetrat / desvirgat  / desflorat / fustigat / violentat / ultratjat / deshonrat / humiliat / rebolcat / grapejat / escaldat / maltractat / desgraciat / violat / rebentat / flajelat / destrossat / contra violació castració”, que figuraba bajo el título de La violació en negro sobre blanco.

Aquel año habían acudido al certamen algún imitador de Llach o de Sabina, como solía ser habitual, y unos cuantos jóvenes de obra en general inmadura y no muy sobrada de originalidad. El caso es que los miembros del jurado (entre los que también estaban Antonio Resines, Ricardo Cantalapieda, Ricardo Solfa, José Manuel Gómez, el malogrado Xavier Rekalde, y alguno más) decidimos instalarnos en la platea, que había quedado vacía, porque en el patio de butacas nuestros comentarios podrían resultar molestos para el público, y poco respetuosos con algunos cantantes, y no queríamos dar la nota.

En estas anunciaron al de las letras bestias, al que ninguno conocíamos. En lugar de salir sobre el escenario un joven con tachuelas hasta en las orejas, como habíamos temido, apareció un veinteañero (22 tenía desde septiembre) con apariencia apocada, acompañado de un teclista (que luego sabríamos que era Pep Bordas, con el que Albert colaboró en todos sus primeros discos) y de un cachorro de perro que se paseaba por el escenario mientras que el cantante nos explicaba que se lo habían encontrado en la carretera. En aquel momento pensé, y no debí ser el único, en la tremenda naturalidad del chaval. A la vista de su trayectoria posterior no puedo por menos que reconocer que nos la metió doblada. En realidad nos estaba ofreciendo su más intuitiva interpretación de tímido postadolescente, pantalonero de Sabadell que no había roto un plato en tu vida, por mucho que nos hablara de asesinas y violadores.

Albert se sentó en una pequeña silla de anea, que había sacado en la mano, reduciendo aún más su figura en el enorme escenario, y lo primero y único que dijo para anunciarse fue algo así como “esta canción cuenta la historia de una asesina y un violador que se encuentran en una playa y follan”. Ni más de menos. Y luego interpretó con su voz frágil y su aspecto indefenso esa hermosa y desgarradora canción que es “La platja”.

La platja (letra castellano)


Empezó a cantar y nosotros nos miramos sorprendidos. Cuando acabó alguno comentó: “como la segunda sea igual, ya podemos ir pensado en el segundo premio”. Y la segunda era, creo recordar, La nana de l’Antonio o “L’home que ens roba les novies” o “Papá, yo vull ser torero” o “El legat el pastor[1]. Da igual el orden, porque todas esas y más cantó y en cada una nos quedamos boquiabiertos y palmiagotados. Inmediatamente nos pusimos a buscar al subcampeón.

Cuento esta anécdota no tanto para darme pisto por aquello yo le vi el primero, sino para intentar explicar la sorpresa que todos sentimos el carácter absolutamente original, transgresor y personalísimo de la obra de Albert Pla, que desde aquel momento no ha dejado de crecer y sorprender. Naturalmente sé que la originalidad no es por sí misma un valor artístico, aunque siempre está más cerca del arte un original que un copista.


Naturalidad y representación

Personalmente, lo que me provocó el deslumbramiento y la intuición de que Albert era un artista de primera categoría fue, entre otras cosas, ese contraste que había en su obra entre la brutalidad de los textos y el relajamiento o la alegría de sus músicas, junto a la manera totalmente alejada de los tópicos de interpretarlas, desapasionada, neutra. Aquellas primeras canciones, berreadas y acompañadas a todo trapo por guitarras rasposas, hubieran resultado algo patético. Susurradas como si fueran nanas desapasionadas alcanzaban, a través de ese contraste, una profundidad dramática que las hacía (y las hacen hoy todavía) totalmente rompedoras.

Es en esa contradicción dramática entre el texto y la música e interpretación de donde nacían las múltiples lecturas posibles que permiten las canciones de Pla y los mil matices que destilan. “La platja” no es únicamente el encuentro de un violador y una asesina que follan, que lo es, sino, ante todo, una metáfora sobre la imposibilidad de realizar el amor, sobre las dificultades para amar, una de las constantes esenciales de la obra de Pla, que ya estaba en temas de aquella primera etapa en catalán (“La sequía”, por ejemplo,) y que ha repetido posteriormente en numerosas composiciones, que aparentemente hablan de cosas peregrinas pero que inciden una y otra vez en el mismo tema: hay tal distancia entre los amantes, son tan complejas las circunstancias que les rodean, que su amor resulta imposible.

Lo que personalmente me pareció y me parece una aportación fundamental de Pla era esa mezcla de violencia de las letras (tanto formal como de contenido) con la limpieza y levedad de las melodías y la "desdramatización" de la interpretación, todo lo cual confiere a sus canciones una cierta ambigüedad que obliga a la reflexión (¿Vito Corleone es un héroe o un canalla? ¿O las dos cosas? ¿O ninguna de ellas? ¿Existen los héroes y canallas en estado puro?). Además les insufla una corriente subterránea de ternura que al leer simplemente las letras es imposible detectar.

De aquel primer recital salí convencido de que lo que se nos había mostrado desde el escenario era expresión de la absoluta naturalidad con la que se expresaba Pla. Una natural que desprendía sinceridad, haciendo creíble la imagen de inocencia y candidez que quería dar ante las barbaridades que contaba. Parecía como si se sorprendiera realmente ante lo que hacían sus propios personajes, algo que sólo se podía transmitir desde la absoluta naturalidad. O, por el contrario, desde el más elaborado artificio.

A la vista de su carrera posterior, no queda sino convenir que aquella primera actuación fue también la primera puesta en escena, aunque sólo fuera de manera intuitiva, de su espectáculo. El chico inocente que cuenta terribles historias de sexo y muerte que les han pasado a otros resultó totalmente creíbles en su naturalidad, que venía dada por su bisoñez, es cierto, pero a la que también contribuían los mínimos elementos escenográficos con que contó: la pequeña silla de anea, como si se la hubiera pedido prestada a un niño o como si la hubiera encontrado en el viejo hogar de la chimenea de algún pueblo perdido, y el perrillo encontrado en la carretera, correteando y poniendo un fondo de alegría y retozo inocente a las tremendas canciones.

Aquella primera escenificación probablemente espontánea e inconsciente del recital inicial de Jaén se convirtió en premeditada ya en el concierto de presentación de sus dos primeros discos en catalán del Palau de la Música en 1990, con la sustitución de la sillita de anea por el sillón de orejas, en el que se continuaría sentándose durante años y al que pronto acompañaría el sayón desastrado con que se cubría el magro cuerpo en las actuaciones (¿se atrevería a no llevar calzoncillos, como parecía?).

A partir de ese momento la obra de Pla, en los discos y en los escenarios, no ha hecho formalmente sino insistir en ese carácter teatral de sus canciones, y aunque a veces haya bordeado ese peligro terrible de la sobreactuación --siempre cargante y en ocasiones mortal--, lo ha sorteado con gallardía y descaro. En sus canciones hay drama, que puede ser irónico, tierno, cruel, obsceno o truculento; lo que nunca hay es melodrama, en la medida en que las canciones están contadas e interpretadas con distanciamiento y sin moralina de ningún tipo, que no sin moral. Más Brecht que Stanislavski, de suerte que el contador de historias que es se convierte en un narrador que interpreta todos los papeles, a la manera de un viejo juglar medieval que recitase impasible algún grotesco crimen y se desmelenase en los versos en los que el criminal recordaba extasiado a su perdido amor. O a la de un más moderno Darío Fo. “Es el heredero de los narradores, de los cuentistas: es el heredero de la tradición oral. Está próximo a quienes narran sus viajes. Está próximo a quienes narran sus viajes y sus aventuras en los zocos; es compañero de quienes narraban sus viajes a los peregrinos por el camino de Santiago”, escribió de este último el ensayista teatral Miguel Bilbatua, considerando, en una frase que bien podía aplicarse a Albert Pla, que el Nobel italiano sitúa su trabajo “en un humanismo que se enfrenta a las hipocresías, a los antifaces que cada uno lleva cada día, a las burocracias… Yo os cuento historias, saquemos juntos la moraleja”.


Añoro[2]


Lenguaje y significados

A propósito del primer recital de Albert Pla en 1989 en el Elígene de Madrid, Pedro Calvo escribió en Diario 16 “Me soplaron que debía ir a ver a un catalán muy raro que actuaba en el Elígeme. Allí fui y me encontré con una sorpresa que no podré olvidar nunca, con una conmoción de estigma indeleble, con un mundo inequívocamente original, de humores sangrantes y confesionales inconfesables”. Ricardo Cantalapiedra, que ya le conocía, porque era uno de los jurados del certamen de Jaén, publicó en El País una crítica titulada “Toda la noche se oyeron pasar espías” en la que sentenciaba: “Su canto es un susurro al oído, un silencio, un escalofrío de belleza y de crudeza”. Una conocida me comentó cuando salíamos de aquella actuación: “Esto es heavy mental”. Pienso que los tres tenían razón.

Tengo que reconocer, sin embargo, que las opiniones positivas sobre Pla no fueron unánimes ni lo son, De haber unanimidad, seguramente sería porque su trabajo no tendría la intensidad que tiene. Recuerdo que en el mismo Jaén había un concursante, otro catalán imitador de Llach que luego publicó algún disco, que estaba indignadísimo de que se hubiera premiado a un personaje tan insultante y malhablado, que no sabía cantar y que sólo decía barbaridades. Una opinión que luego sustentaron también las capas mejor pensantes del catalanismo y que se han seguido manteniendo, aunque con menos polémicas, las muy mucho mejor pensantes de toda España.
Es comprensible, porque dice tacos y obscenidades, pero si los argumentos para descalificar a Pla son los de la violencia verbal de sus canciones --que intentaré explicar que sólo es aparente--, la crudeza de sus historias, la obscenidad y escatología de sus temas y letras, no me parecen consistentes. O como dijo el cura de Bilbao del pecado, no soy partidario.

En este aspecto, la obra de Pla cuenta con tantísimos antecedentes reconocidamente artísticos en la historia de la cultura occidental que sólo se puede criticar al cantautor por su inmoralidad desde el moralismo más rancio. 

Dentro de la música popular, por ejemplo, y sin salir de España, Pla sería la continuidad de tantas coplas obscenas y transgresoras que existen en el folklore tradicional –aquellas, por ejemplo, de los versos de “escarnio y mal decir” de las benditas Cantigas de Santamaría--, en una línea, bien es verdad que poco transitada, en la que se podrían apuntar (sin tanta obscenidad pero similar poder transgresor) la obra de Pi de la Serra, Sisa o Pau Riba. Y, por supuesto, Kiko Veneno (insisto, sin acudir explícitamente al sexo como elemento provocador, pero con permanentes alusiones a otras constantes temáticas de Pla, como la irreverencia o la droga). ¿No habría podido firmar Pla hace 30 años “San José de Arimatea”, por ejemplo? Y por supuesto, todo el punk, y Jim Morrison, que no era de aquí y podía permitirse el lujo de sacársela en el escenario, entre otros muchos ejemplos.

En otras formas de arte la lista de posibles maestros, o de simples referencias inconscientes de Pla sería extensísima. ¿No tienen que ver sus canciones con las pinturas de ancianas desnudas de Lucien Freud, los dibujos porno de Picasso o las caricaturas de Grotzs y las fotografías de Mapplethorpe? ¿Resultan más desvergonzads que las obscenas figuras que los canteros lograron colar en los arcos de entrada de tanta iglesia gótica, más dedicadas al parecer al dios Priapo que al altísimo? ¿Tan lejos están de él los hermanos Bécquer cuando parieron a cuatro manos las láminas deliciosas, insultantes, obscenas y descarnadas de “Los Borbones en pelotas”? ¿Es más escalofriante y duro cualquiera de sus versos que la cuchilla que rebana el ojo en “El perro andaluz”? ¿Son más escatológicos que algunos sonetos de Quevedo? ¿Más obscenos que los de Aretino? ¿Más ofensivos que algunas películas del undreground americano de Mekas, Cassavettes o Warhold? ¿Más políticamente incorrectas que las novelas de Bukowski?

Pepe botica


Entre las críticas de arte de Baudelaire, que de eso de marginalidades y transgresiones sabía lo suyo, se encuentra un lúcido ensayo sobre Goya, y más en concreto sobre sus “Caprichos”. Al releerlo para el caso pensé que parte de lo que había escrito el poeta y crítico francés sobre esa serie de grabados tremendamente transgresores, con esas brujas fornicando con machos cabríos, esas orgías y aquelarres, esos monstruos que produce el sueño de la razón, esos tormentos crueles y sangrientos de la inquisición, podía servir para entender mejor mi opinión sobre Pla.

Goya --escribe Baudelaire-- es siempre un gran artista, frecuentemente horripilante. Une a la alegría, a la jovialidad, a la sátira española de los buenos tiempos de Cervantes, el amor por lo inasible, el sentimiento de los contrastes violentos, de los espantos de la naturaleza y de las fisonomías humanas, extrañamente animalizadas por las circunstancias… Es curioso observar como este artista, que odia a los monjes, ha soñado tantas brujas, sábados negros y seres demoniacos; todas las perversiones de los sueños y todas las hipérboles de la alucinación, y, además, esas blancas y esbeltas españolas a quienes unas viejas sempiternas limpian y prepara para la noche sabática, o para la prostitución nocturna… La luz y las tinieblas se unen al través de esos grotescos horrores. ¡Qué singular jovialidad!”. Y más adelante, concluye su análisis del maño sordo: “El gran mérito de Goya consiste en crear monstruos verosímiles. Sus monstruos nacen viables, armónicos. Nadie se ha adentrado más que Goya en el sentimiento de lo absurdo posible. Todas esas contorsiones, esos rostros bestiales, esas muecas diabólicas, están penetradas de humanidad”.

No es que quiera hacer comparaciones, siempre odiables, pero una adaptación de este texto de Baudelaire, con el cambio de alguna palabra, podrían servir perfectamente para expresar lo que para mí supone el sustrato artístico y creativo de Pla, que a mi entender se sustenta en cinco puntos básicos.

1.- Creador de un mundo propio: la marginalidad como refugio e ideología.

2.- Reivindicación como material creativo del lenguaje cotidiano de los personajes que forman parte de ese mundo propio.

3- Provocación y transgresión: alternativa de un nuevo orden moral y social, y por extensión, político y económico. Es decir, una puesta en cuestión del sistema de valores dominante.

4.- Diversas y sucesivas posibilidades de lectura de sus canciones: Los textos de Pla no son lo que a primera vista aparentan, sino que expresan un universo de valores subterráneo, aunque fácilmente rastreable. En buena parte de su obra el último tema al que se llega inevitablemente, su preocupación más honda, es el de la imposibilidad del amor y las dificultades de las personas para relacionarse en un medio hostil.

5.- Cantautor puro: en él es imposible separar la faceta literaria con la musical y la interpretativa, cada una de ellas se complementa y contribuye a aportar nuevos sentidos a sus canciones. En este sentido resultaría interesante darle un repaso, cosa que no voy a hacer, a las distintas formas musicales que Pla ha ido adsorbiendo a lo largo de su carrera, cómo las ha asimilado a su propio lenguaje y de qué manera ha ido adoptando unas u otras de acuerdo a lo que pretende contar. Desde aquellos ambientes relajados que le creaba Pep Bordas en el principio a lo que, más elaborados, le ha procurado su último colaboración con Pascal Comelade, pasando por la rumba y los ritmos aflamencados, el punk o la música electrónica.

6.- Ruegos y preguntas.



Continuará…




[1] Prácticamente todas ellas se pueden escuchar en la grabación que abre estas líneas.
[2] La letra de “Añoro” corresponde a un poema de José María Fonollosa, personaje singular y poeta de raza cuya obra tiene más de un punto de confluencia con la de Pla, que no por nada musicalizó sus poemas. Sin embargo, aún compartiendo temas y lenguaje, hay una diferencia sustancial en el sentido último de su trabajo. Los personajes de Fonollosa no tienen redención posible y están condenados de antemano. En los de Pla hay siempre un horizonte de salvación, el amor, aunque generalmente este sea imposible y solo pueda realizarse plenamente en momentos muy concretos. En Fonollosa no hay utopía ni esperanza, en Pla sí. 

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