Sugar Red (relato)
El hombre dejó
caer el afilado machete sobre la roja esfera de la sandía y la fruta se abrió
en dos, como un globo terráqueo fresco y goteante que a un golpe del destino
dejara ver la suave pulpa de su vientre. En el aire se confundía una barahúnda
de sonidos: el monótono fraseo del vendedor de la tómbola, el canto chillón de
los caballitos del tío-vivo, la rumba desordenada de un grupo de gitanos que
cantaban a un lado, el confuso murmullo de los coches nocturnos, el lejano
ritmo de timbales de un grupo de salsa que actuaba en el escenario y la
estridencia de una canción punk que salía de los altavoces del mismo puesto de
sandías, una vieja furgoneta Citroen pintada de un rojo intenso sobre el que
destacaba el blanco inmaculado de un cartel con letras negras: "Sugar
Red".
En medio de esta
mezcolanza de ruidos y canciones el hombre pregonaba su mercancía con la pasión
de quien pone en ello la vida.
-Veinte duros
una rodaja de sandía. Roja como la conciencia de los que aún tienen conciencia,
como la sangre de los puros, como la bandera de los valientes. Azúcar roja para
inyectarse sin jeringuilla, para bajar la fiebre de la noche, para rebanar el
cerebro hueco de los insomnes.
El hombre que
voceaba era alto y musculoso, más de uno noventa de estatura y cerca de ciento
veinte kilos embutidos en una escueta camiseta negra sin mangas y unos viejos
pantalones vaqueros. El delantal blanco con que se defendía de las salpicaduras
de la fruta estaba ya, a esas horas de la noche, manchado por mil regueros de
agua y zumo, como sus brazos, el espeso pelo del pecho y la larga barba
entrecana que daba a su rostro un aspecto fiero, solo desmentido por los
pequeños ojos de un extremadamente calmo color azul.
Levantaba el
brazo y el machete brillaba en lo alto, alumbrado por las farolas de la calle y
los fluorescentes del puesto. Tras quedar un momento suspendido en el aire, la
caída del acero era rápida y segura. Al ser hendida por el metal, la sandía
soltaba un breve crujido que adelantaba el golpe seco y repentino del machete
sobre la tabla de madera. Cada vez que el hombre repetía la acción, una nueva
raja quedaba lista para ser colocada sobre el montón de hielo en el que se
exponía la mercancía jugosa y atractiva.
La gente pasaba
delante del puesto en dirección a la juerga o se marchaba del baile para volver
a sus casas. A los que se marchaban, la agitación de la danza y los saltos les
habían dejado sudorosos y exhaustos; a los que llegaban, el bochorno de la
noche veraniega les sumía en un estado de excitación que buscaba desahogo en el
vértigo de la fiesta. Unos y otros encontraban en la roja fruta que se les
ofrecía un refrescante descanso con el que paliar el exceso de alcohol, tabaco
y hachís con que alumbraban el último día de la verbena. Para las gargantas
resecas, las bocas pastosas, las narices entumecidas y los miembros flojos, el
dulce frescor de la sandía y el tacto suave de su pulpa constituían una
tentación tan fuerte que sólo se atrevían a desoír quienes, en el último tramo
de la juerga, no disponían ya ni de los veinte duros que costaba cada porción.
Para la mayoría
de la gente, el puesto y su propietario eran algo conocido y previsible, una
más de las formas de ganarse la vida que pare la noche, algo con lo que estaban
seguros iban a tropezar en algún tramo de su deambular nocturno. Al principio,
hacía ya unos años, cuando la roja furgoneta y el monumental vendedor
comenzaron a aparecer en fiestas, verbenas, conciertos y concentraciones de todo
tipo, había llamado la atención la calva cabeza del hombre y su enorme barba,
el imperdible que atravesaba su oreja derecha, los tatuajes que le cubrían, el
vigor con que pregonaba su mercancía, la fuerza de su brazo y la música
explosiva y fuerte que le servía de reclamo. Pero de eso hacía tiempo; ahora,
todos se habían acostumbrado a verle como un elemento inseparable de las noches
veraniegas de la ciudad, compartiendo el paisaje con el mendigo que recitaba
poemas en francés, el trilero de la cicatriz en la mejilla o el pregonero de
nariz afilada que anunciaba el fin del mundo a ritmo de rap. Pasaban junto a
él, escuchaban su bronco pregón, que se imponía al implacable rugido de algún
antiguo éxito de los Sex Pistols o de Jimmy Hendrix, veían caer el goteante
machete sobre la redonda sandía y no podían sustraerse a la tentación de
llevarse a la boca la roja sangre azucarada que brillaba sobre el hielo picado
y les calmaba la sed.
También los
había que se quedaban un rato hablando con el hombre, que incluso permanecían
allí durante toda la noche. Eran personajes variopintos y dispares: viejas
borrachas cubiertas de harapos, jóvenes punkies de crespas melenas o heavys
tachonados y siempre cubiertos por sus chupas de cuero, algún yonkie, un par de
mariconas más o menos despendoladas y otros solitarios de cualquier descarriada
tribu urbana. Allí, junto al puesto de sandías, bebían, fumaban, se chutaban,
se besaban o bailaban. Sobre todo bailaban, que la música que sonaba en la
vieja furgoneta era una provocación a la danza que no querían desperdiciar.
Para ellos, el hombre era un noctámbulo mas en un mundo de noctámbulos. Un
colega, un compañero, un cómplice en la búsqueda esquizoide del último poso de
felicidad.
Algunos estaban
allí todas las noches, otros aparecían una vez y luego no volvían. Eran su
corte. Una corte poco selectiva que se había formado a lo largo de miles de
noches, borracheras y canciones, de miles de soledades y ausencias, de miles de
rajas de sandía que de vez en cuando el hombre les ofrecía gratis: "para
refrescaros el coco, que buena falta os hace".
También a veces,
cuando el hombre se hartaba de vocear y quería descansar un rato del ajetreo de
la venta, dejaba a uno de ellos a cargo del puesto. Siempre hacía un buen
trato, generoso y justo: podían quedarse el producto de todo lo que vendieran,
aunque no podían cortar nuevas sandías, que el privilegio del vuelo del
machete, que nunca dejaba de solicitarle el elegido para la sustitución, era
algo que se reservaba para si mismo, como un sacerdote delega el campanilleo en
el monaguillo pero se guarda, celoso, el levantamiento de la hostia. Pero en
realidad, el querer utilizar el machete era solo un capricho de los muchachos
que no repercutía en absoluto en la generosidad de la oferta, pues siempre
quedaban sobre el hielo suficientes rajas para cubrir la ausencia del titular
del negocio.
El calor de la
noche y el duro ejercicio a que se sometía cortando las sandías cubrían al
hombre de una capa de sudor que hacía brillar su blanca piel de animal nocturno
y resaltaba los brillantes colores de los tatuajes que cubrían su cuerpo. En la
parte superior de la espalda, casi en el hombro, se desplegaban las azuladas
alas metálicas de una mariposa de hierro y en el hombro derecho brillaba una
roja lengua emergiendo de unos labios carnosos y provocativos. Sobre el pecho,
en distintas posiciones, se veía volar un antiguo aeroplano que dejaba una
estela en la que se podía leer: Jefferson Airplane, en la clavícula estaba
tatuado el nombre de los Sex Pistols y junto a la tetilla izquierda había
dejado una huella imborrable el más fiel de sus recuerdos: Amor de madre. En el
brazo derecho se distinguía un detallado retrato de Jimmy Hendrix y en el
izquierdo mostraba sus descarnados dientes una terrorífica calavera rodeada de
una leyenda: Grateful Dead.
-Sugar, saca molla para que esta lo vea.
Quien le pedía
tan extraña gracia, que sólo quienes más confianza tenían se atrevían a pedir,
era un desnutrido muchacho de unos dieciocho años que fumaba un canuto junto a
una chiquilla demacrada y pálida.
"Sacar
molla" era algo que le pedían de vez en cuando y a lo que él no siempre
accedía. Tenía que encontrase de buen humor y caerle bien el demandante para
que el hombre cerrara el brazo izquierdo tensando los biceps. Con el aumento
muscular la piel se extendía y la calavera parecía que sonriera, abría los
labios y mostraba en una extraña mueca sus dientes desproporcionados. Si el
hombre te dejaba acercarte lo suficiente, bien porque anduviera de buen humor o
porque estuviera aburrido y no tuviera otra cosa que hacer, entre las líneas
negras que separaban los dientes de la calavera se podía leer el nombre con el
que el gigante anunciaba su negocio y, por lo que todos sabían, también el suyo
propio, pues nunca nadie le había llamado de otra manera: Sugar Red.
Aquella noche
Sugar Red no se encontraba con ganas. "Otro día", le dijo a la pareja
de enamorados, y como tampoco quería defraudar los inicios de un amor, les
ofreció un par de rajas de sandía que los muchachos se fueron a disfrutar
apartados del bullicio, sentados en la acera.
Era ya esa hora
tonta en que hasta los últimos búhos buscan remedio para el insomnio. Había
poco trabajo y Sugar Red dejó descansar el machete durante un rato. Se secó las
manos y la calva con el delantal, tarea difícil si se tiene en cuenta que el
delantal era a esas horas apenas otra cosa que un trapo empapado de zumo de
sandía, y se dispuso a cambiar la música. La noche era clara y el ruido de la
verbena había empezado a descender al terminar en el auditorio la actuación de
la orquesta salsera.
La fiesta estaba
dando sus últimas boqueadas. La tómbola había echado el cierre hacía unos
minutos, silenciando su pregón del perro piloto
o la chochona de turno, y
comenzaba a escasear el público. Tan sólo un pequeño grupo de trasnochadores,
que agotaban hasta el final su ya mermada resistencia, deambulaban entre la
cantina, la churrería y el puesto de sandías. El hombre dejó sonar por los
altavoces del viejo Citroen el endiablado ritmo de los Fliying Burrito
Brothers, preludio alegre del cierre del puesto, como todos sabían, y reordenó
las rajas de fruta sobre el escaso hielo que aún quedaba.
Junto a la vieja
furgoneta un joven encrestado empujó a un heavy melenudo haciéndole caer contra
el puesto. A Sugar Red no le gustaban las peleas, era algo que todos los que se
le acercaban aprendían pronto. No le importaba ninguna otra cosa, "cada
uno se suicida como quiere", opinaba sobre cualquier forma de vivir o de
morir, pero no soportaba las peleas.
El hombre estaba
troceando la última sandía de la noche. Al sentir el ruido de la pelea dejó el
machete sobre el mostrador, nunca lo necesitaba en estos casos, y salió de la
furgoneta. Los dos jóvenes estaban tirados en el suelo. El más esmirriado, el
mismo chiquillo que antes le había pedido que sacara molla para asombrar a su
novia, estaba encima del otro e intentaba golpearle la cabeza con un ladrillo
mientras el de abajo procuraba impedirlo sujetándole el brazo. Sugar Red tiró
lejos el ladrillo de un manotazo, luego, agarrando del cinturón al muchacho que
estaba arriba, le levantó con una sola mano como si se tratara de una bala de
heno o de una maleta voluminosa y pateadora.
El que estaba
debajo, al ver sobre si al gigante, que resultaba imponente con su calva brillante,
su enorme barba y los muchos tatuajes brillando sobre el cuerpo sudoroso,
intentó salir corriendo. Sugar Red le sujeto con la mano libre por el cuello de
la camisa cuando parecía que ya se le escapaba y levantado a los dos jóvenes en
el aire se alejó unos pasos del puesto. Dándoles una fuerte patada en el
trasero les mando rodando por una pequeña loma de hierba. Sin volver la cabeza
dio media vuelta y volvió al puesto, cogió el machete, lo levanto en alto y lo
dejó caer sobre la sandía. Impulsada por la fuerza del golpe, una gruesa rodaja
cayó directamente en el montón de hielo.
-La sangre dulce
que corre por las venas de los valientes. Azúcar rojo para curar la resaca del
aburrimiento. Las últimas raciones son gratis. La fiesta se acaba, cerramos el
puesto.
Los últimos
noctámbulos recogieron las rajas de sandía que Sugar Red les ofrecía. El hombre
secó el machete con un trapo viejo y lo guardó en la funda de cuero que colgaba
de uno de los soportes del puesto; luego cortó la música, apagó las luces y bajó
los cierres de la furgoneta.
Cuando terminó
de hacerlo ya se había marchado toda la corte. Siempre lo hacían así, sin
despedirse, igual que llegaban siempre sin saludar. Sugar Red montó en el
destartalado vehículo y lo puso en marcha.
Un rato después,
tras atravesar las solitarias calles de la ciudad sin detenerse ni en un sólo
semáforo, aparcó la furgoneta en una travesía estrecha y empinada, de casas
viejas y enmohecidas por el tiempo.
Abrió el portal
con una enorme llave de hierro y subió las escaleras sin dar la luz. Una difusa
claridad que entraba por el estrecho hueco del patio vecinal anunciaba el
amanecer y dejaba entrever los gastados escalones de madera y las desconchadas
paredes. Llegó bufando al último piso y abrió la puerta de la derecha.
Nada más entrar
en el cuarto notó el aire caliente y viciado. Todas las ventanas estaban
cerradas y una estufa eléctrica, encendida pese a la temperatura cálida del
amanecer veraniego, despedía un ligero resplandor que permitía adivinar el
contorno de una mesa grande, todavía cubierta por los platos sucios de alguna
comida anterior, varias sillas de anea, una estantería llena de libros y
chucherías y una antiguo armario de espejo ovalado. Una mecedora junto a una
ventana cerrada y una cama en la que reposaba un bulto agitado entre un
revoltijo de sábanas y mantas completaban el mobiliario del pequeño cuarto.
El hombre fue
hasta la ventana y dejó pasar algo de luz y aire fresco al entreabrirla, luego
apagó la estufa y se acercó a la cama. El bulto se agitó y se dio media vuelta
mientras soltaba un quejumbroso suspiro. Al descender la sábana con la que
estaba tapada quedó a la vista el rostro demacrado de una mujer delgada y
pequeña, de pelo intensamente negro y grandes ojos velados por el sueño. La
mujer sacó la mano de entre la ropa e intentó alcanzar un despertador que había
en el suelo.
-¿Ya estás de
vuelta?
Preguntó con voz
débil y somnolienta.
-Todavía es
pronto, sigue durmiendo -contestó el hombre en voz baja, apenas audible,
mientras acariciaba el pelo revuelto de la mujer con una de sus enormes manos-.
Te has dejado la estufa encendida.
-Es que tenía
frío.
-Ahora te traigo
una manta.
La mujer siempre
tenía frío, en invierno y en verano, al amanecer o al medio día, levantada o en
la cama, como si su cuerpo ya perteneciera a otro mundo enfebrecido. El hombre
se levantó y extrajo del armario una manta que se colocó sobre los hombros.
Luego se dirigió a la cocina, llenó un vaso con agua después de dejar correr el
chorro un rato y volvió a la habitación. Se sentó en la cama y sujetando la
cabeza de la mujer con el brazo le dio de beber, luego la tapó con la manta y
la ayudo a acomodarse de nuevo. Ella dio media vuelta y continuó su sueño
agitado.
El hombre se la
quedó mirando durante unos instantes mientras le acariciaba con suavidad el
pelo humedecido por el sudor. Luego se acercó a la estantería y de entre un
revoltijo de libros desordenados extrajo uno. Un viejo ejemplar de las
"Paroles" de Prevert que casi se caía a pedazos. Se acercó a la
ventana entreabierta y se sentó en la mecedora. Tras echar la cabeza atrás un
momento y cerrar los ojos, dejo discurrir los dedos por el borde de las hojas
del libro y, al azar, se puso a leer un poema:
"Que jour
sommes-nous
Nous sommes tous
les jours
Mon amie
Nous sommes toute
la vie
Mon Amour
Nous nous aimons
et nous vivons
Nous vivons et
nous nous aimons
Et nous ne savons pas ce que c'est la vie
Et nous ne
savons pas ce que c'est le jour
Et nous ne savons pas ce que c'est que l'amour"
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