Una España en blanco y negro
las películas de
la época, la España de la postguerra era en blanco y negro: aunque, eso sí, con
una buena gama de grises. Una España de censura castradora, que igual mandaba a
la hoguera los libros de los rojos que la habían abandonado hacia el exilio
como subía los escotes de las coristas de las revistas. Una España del
racionamiento y del canto de los himnos falangistas en los colegios a la hora
de recoger la tableta de chocolate, duro como una piedra, y el vaso de leche
que servían de merienda. Una España nacionalista que reprimía los
nacionalismos. Una España de Sección Femenina y OJE, de cortes de fluido
eléctrico y saludos fascistas con el brazo en alto en los cines o en los
desfiles, que a tantos antifranquistas obligaban a salir del local antes de que
terminara la película, o esconderse en los portales para saltarse la obligación.
Una España del contrabando y el estraperlo, que cada uno practicaba conforme a
las posibilidades que les otorgaba su puesto en el escalafón del régimen: los
de arriba introduciendo barcos cargados con zapatos de un solo pie para pasar
el mes siguiente los del pie restante, y los de abajo peleando con el fielato
para que les dejaran pasar el cerdo despiezado de la matanza del pueblo que les
permitía comer todo el año. Una España de glorificación el deporte como forma
de salir de la miseria, de retransmisiones radiofónicas de ciclismo, fútbol o
boxeo, a las que Franco era muy aficionado, tanto o más que al mus, la caza de
la perdiz o el venado, la pesca del atún o la trucha y las proyecciones
privadas en El Pardo de sus películas preferidas.
Tras la guerra
civil, España había quedado materialmente destrozada. Según las estadísticas
que el propio régimen elaboró más tarde, la guerra que ellos mismos habían
desatado destruyó doscientas cincuenta mil viviendas e inutilizado otras
tantas, habiendo quedado inservible el 60% del parque de locomotoras, el 40% de
los vagones de carga y el 61,2% de los coches de viajeros. También se habían
hundido doscientas veinticinco mil toneladas de marina mercante[1].
Desde el punto de vista demográfico, España tenía en 1939 un millón trescientos
catorce mil doscientos cincuenta y siete habitantes menos de los que debía
tener, incluyendo en ese déficit las muertes durante la guerra, la disminución
de los nacimientos, el incremento de las defunciones por enfermedad y el
exilio.
Se transformó totalmente
la situación educativa, visible no sólo en el cambio de los métodos y los
contenidos de la enseñanza, o en la depuración de miles de maestros republicanos,
sino incluso en la propia sustitución de los nombres de colegios e institutos.
Así, en Madrid, centros como el Pablo Iglesias, el Emilio Castelar o el Rosario
Acuña pasaron a llamarse José Antonio Primo de Rivera, Víctor Pradera y San
José de Calasanz, respectivamente. Una revista de la época describía así el
inicio de una jornada escolar: "Al empezar
las clases, los niños, formados, izan bandera; después rezan, cantan el himno
del Movimiento y el Nacional, y luego desfilan cantando algunos de los himnos
del Frente de Juventudes. La misma solemnidad tiene el arriar la bandera al término
de la jornada escolar. Solamente estos dos sencillos actos impregnados de
emoción dan idea del enorme camino recorrido desde la Liberación, Aquellas
masas infantiles, desharrapadas, sucias, formadas por niños díscolos, rebeldes
son ahora grupos organizados que responden a conceptos de disciplina, que saben
rezar, cantar bellas estrofas y sienten el amor a la Patria"[2].
Es comprensible que con tantas actividades extraescolares quedara poco tiempo
para el estudio.
Una educación,
por otra parte, férreamente marcada por los principios del movimiento, la
visión imperial de España y la religión en su versión más retrograda. La
Iglesia, que había saludado la sublevación como una cruzada, dio sus
bendiciones al triunfo del franquismo. El Papa Pío XII, refiriéndose a esa nueva
España, aseguraba el 16 de abril de 1939, apenas una quincena después de la
victoria, que "la nación elegida por
Dios como principal instrumento de evangelización del nuevo mundo y un baluarte
inexpugnable de la fe católica, acaba de dar a los precursores del ateísmo
materialista de nuestro siglo la prueba más excelsa de que, por encima de todo,
están los valores eternos de la religión y del espíritu". En esa
comunión de ideales, los sacerdotes asistían impávidos a los fusilamientos, que
tenían, según el escritor católico belga Charles d'Ydewalle, "un fondo inicuo de rosarios, misas, curas y
liturgias católicas", y velaba en las prisiones por la tranquilidad
espiritual de los presos.
A su llegada a
Barcelona en 1947 para hacerse cargo de la dirección clandestina del PSUC en el
interior, Gregorio López Raimundo se encontró una España de la que dice en sus
memorias: "Ocho años después delfín
de la guerra civil, los índices de producción de los diferentes sectores
estaban, según datos de la propia administración franquista, al 60% de las
cifras de 1926. Y en este período la población había aumentado en cuatro
millones y medio de habitantes. A mediados de 1947, el índice general del coste
de la vida era cuatro veces y media superior al de 1936, mientras que los
salarios no habían aumentado más que un 75%...l... Pero los sueldos no eran la
única dificultad con que se enfrentaban los trabajadores. Las restricciones
eléctricas se mantenían cuatro y hasta más días por semana, el racionamiento de
los artículos de primera necesidad funcionaba cada vez peor, se extendía el
mercado negro y los precios aumentaban sin que lo hiciesen proporcionalmente
los salarios. Un artículo tan indispensable como las patatas se distribuía una
vez al mes, un kilo por cupón, al precio de 7,60 pesetas el kilo. Y desde el 1
de enero el billete del tranvía costaban 0,50 ptas, en lugar de 0,25, es decir,
el doble que el año anterior. La carestía y el estraperlo habían adquirido tal
volumen que constituían cotidianos temas de gobierno y de permanente actualidad
en los medios de comunicación"[3].
En esa España,
los comunistas sobrevivían como podían. Unos, intentado reconstruir el partido,
en la clandestinidad más absoluta, con nombre y documentos falsos; otros,
buscando los contactos que les permitieran volver a la militancia activa, algo
que no siempre resultaba fácil; y muchos más, recién salidos de las cárceles y
los campos de concentración, apartados de la organización partidista por
precaución o por miedo, escuchando las emisiones de La Pirenaica, que les daban
la esperanza para seguir viviendo. Todos pensando que aquello no podía durar
cuarenta años.
[1] Daniel
Sueiro y Bernardo Díaz Nosty, “Historia
del franquismo”.
[2] Revista
Nacional de Educación. Enero, 1943.
[3] “Primera
clandestinidad”.
Postguerras
Recuerdo la
entrada de los fascistas en Madrid. Tenía trece para catorce años y estaba en
el instituto de segunda enseñanza, al que acudí aquella mañana como todos los
días, pero no había prácticamente nadie, sólo en el local de la FUE[1]
estaba uno de sus representantes quemando algunos archivos. Recuerdo como
anécdota que estábamos totalmente solos en todo el instituto y al entrar en el
local de la FUE me regaló un parchís con los cubiletes y los dados diciendo,
más o menos: llévatelo, porque cuando entren se lo quedarán todo y mejor que lo
tengas tú. A mi vuelta, ya por la plaza de Chamberí, Glorieta de Iglesias y
luego por Eloy Gonzalo y Álvarez de Castro, antes de llegar a mi casa, vi a los
primeros falangistas, pistola en mano, circulando por las calles, quizás horas
antes de que las mismas tropas franquistas entraron en la ciudad. A la llegada
a mi casa encontré a mi padre desesperado por lo ocurrido, tumbado en la cama,
y al día siguiente le detuvieron. Recuerdo que andaba yo en la calle con otros
amigos jugando a dola, es decir, a saltar el burro, mi padre que me pone la
mano en la cabeza y me dice: dile a madre que me llevan estos señores, que me
llevan a las Salesas detenido. Lo recuerdo bien, porque dejé de jugar y
andando, porque andando le llevaron hasta las Salesas desde Viriato, vi como le
metían por el portalón de dicho edificio y allí permanecí varias horas en la
puerta, hasta las once o las doce de la noche. Claro, que detenciones como la
de mi padre era el pan nuestro de cada día para centenares, millares, de
ciudadanos de este país, no era un caso aislado. Se ha dicho en alguna ocasión
que la mitad de España vigilaba a la otra media, que estaba en campos de
concentración o en cárceles.
Sí, recuerdo
aquellos tiempos. Si durante la guerra civil había pasado hambre en ocasiones,
recuerdo las hambres o las hambrunas de la postguerra. Recuerdo las colas del
auxilio social. Recuerdo las enfermedades de la postguerra, el piojo verde, la
tuberculosis generalizada, la prostitución que llenaba las calles de Madrid.
Recuerdo una ciudad que era un rosario de cárceles, como lo era en gran parte
toda España: Porlier, Santa Rita, Comendadoras, etcétera, etcétera. Recuerdo
también, esto era bajo cuerda, los nombres de los fusilados, las sacas que se
hacían por la noche. Sería interesante volver a recordar el libro de un
fascista tan connotado como el yerno de Mussolini, que lo ha dejado por
escrito, en el que daba el número de los fusilamientos en Madrid, en Sevilla,
en Barcelona. En aquellos tiempos se fusilaba a diario, en cualquier tapia de
cementerio, en cualquier cuneta de cualquier lugar de España. Y recuerdo ese
tiempo porque vivíamos también la otra cara oculta, hermosa y difícil, que era
la de la solidaridad. Claro, con mi padre en la cárcel, mi madre se tuvo que
poner a trabajar. Recuerdo que cuando mi madre tuvo que ponerse a trabajar para
darnos de comer a los hijos yo me acordaba de Dios y de todos los santos de la
corte celestial al verla arrodillada fregando escaleras; yo sentía, más allá de
lo que puede llamarse conciencia de clase, no se si la palabra es la más justa,
casi odio en esa dirección. Sí, recuerdo cuando por la noche los compañeros de
mi padre a lo largo del mes nos llevaban el salario del día para que pudiéramos
comer y vivir. Aquello, que era una forma del Socorro Rojo Internacional, acabó
como el rosario de la aurora, con la mayor parte de la gente en la cárcel.
Tuve que ponerme
a trabajar antes de los catorce años, primero con un carrito de pan por las
calles de Madrid, luego con un pintor de brocha gorda, llevando los materiales
de una obra a otra, que sólo me dejaban pintar, o más que pintar dar la primera
mano, a los retretes. Ahí estuve algunos meses, después pasé a trabajar con un
represéntate de zapatos. Yo iba todavía con pantalón corto, llevándole la
maleta con el muestrario de un lugar para otro por las zapaterías de Madrid.
Aquel hombre, seguramente un represaliado como tantos y tantos de la guerra
civil, no cogía jamás el autobús o el metro, y me acordaba de toda su familia,
porque el que iba cargado con la maleta todo el día era yo. Con él estuve
trabajando cierto tiempo; después, con menos de diecisiete años fui
representante de productos de odontología, de sillones de dentista que no vendí
nunca; jamás vendí nada. Aún tuve otros oficios, como auxiliar de tercera en
unas oficinas en las que hacía de todo, menos mal que no había mucho trabajo,
en las que ganaba cien pesetas al mes. A ese trabajo iba y volvía andando, las
cuatro veces, para no gastar una perra ni en el metro ni en el autobús.
Recuerdo a la
juventud de mi barrio, los chavales de mi edad, que los domingos íbamos andando
hacía Cuatro Caminos, hacia la Universitaria. Eran los tiempos del estraperlo,
y nos comprábamos una barra de pan blanco o un par de perras gordas de higos
secos para comer. También íbamos debajo del puente de Amaniel a bailar con la
música de las barcas, de unos pequeños tíos vivos que allí estaban situados,
porque no costaba ningún duro, o cuando comprábamos una botella de vino o una
gaseosa para los chicos y chicas y estábamos allí toda la tarde sentados,
comiendo esa barra de pan que habíamos comprado de estraperlo en Cuatro
Caminos, o higos, o pan de higo, o altramuces.
Mirada desde hoy
era una juventud triste. Ya empezábamos a noviear, las parejas que se formaban
tristeando por las calles de Madrid, que a veces, cuando teníamos dinero,
íbamos a los cines de sesión continua, como el Chueca y otros que entonces
funcionaban, nos veíamos tres películas y nos pasábamos horas y horas en el
cine matando el tiempo. El Voy, que estaba en la calle Álvarez de Castro, el
cine Diana, donde a veces cantaba Tomás de Antequera, y sobre todo íbamos hacía
la Dehesa de la Villa, a un merendero que se llamaba Gorriz, al aire libre, que
creo que todavía existe o ha existido hasta hace poco. Es decir, una historia
triste que ayer mismo, viendo la película La Colmena me recordaba el Madrid de
aquella época y me lo recordaba porque a veces yo también iba a la calle de
Carranza a pasear. Aquella calle en Madrid era entonces como la plaza mayor de
cualquier pueblo de España, donde chicos y chicas paseábamos saludándonos
cuando nos cruzábamos. Eran tiempos en los que, por otra parte, las autoridades
eclesiásticas y civiles imponían al alimón normas de conducta, en los que en
los escaparates de los establecimientos no se podían ver bragas ni sostenes ni
ropa interior. Es decir, una vida chata en todos los órdenes.
Un mundo
recortado, un mundo sin horizontes, que quizás sólo era vencido, aunque no
tuviéramos dinero, por las ansias de vivir y la rebeldía que podía anidar en los
corazones de la gente, y entre ellos, naturalmente, el mío. Una rebeldía con
causa, naturalmente. No era únicamente que estuviera descontento así por las
buenas, era una rebeldía con causa en todos los órdenes. Una España dura y
difícil en la que leía todo aquello que caía en mis manos sin ningún criterio,
encontrado en las librerías de viejo o en los puestos de cambio de novelas o de
tebeos, donde por unas perras podías cambiar y leer algunos libros. Era un
lector muy anárquico de todo lo que cayera en mis manos. Durante aquellos
tiempos, buscando una salida a la situación, también iba a algunas academias y
aprendí algunas cosas, que unas me sirvieron y otras para nada. Empecé, porque era
bastante aficionado, a dibujar, a estudiar en una academia de delineantes para
intentar encontrar un puesto de trabajo, y después, en el último empleo,
trabajaba de calcador en una fábrica de alternadores, de motores eléctricos.
Cuando la guerra
mundial daba sus últimos coletazos tuve mi primera confrontación laboral, no
por un problema personal mío, sino por el de una muchacha que era tornera y le
quisieron hacer una injusticia. Tuve un enfrentamiento con el patrón y me
sancionaron durante un tiempo sin darme trabajo alguno, en un pasillo de la
fábrica, dando instrucciones al personal para que no me saludara. Aguanté en
esa situación nada fácil unos cuantos meses y después pasé a trabajar en una
empresa de decoración. Yo iba con la cinta métrica levantando los planos de
oficinas o de pisos cuando alguien quería cambiar el mobiliario o hacer una
ornamentación distinta. Fui a la Escuela de Ingenieros Industriales, en la que
se estudiaba para delineante proyectista; estuve tres años en ella y aprendí,
que es lo que más llegué a saber en mi vida, geometría descriptiva y algo de
resistencia de materiales y de allí pasé a trabajar en el laboratorio central
de Obras Públicas, que estaba situado en el Retiro, al lado de la Escuela de
Caminos, cerca del Ángel Caído.
Armando López Salinas
Cuando llegué a
Barcelona después de salir de la cárcel tenía treinta y siete pesetas en el
bolsillo, nada más, que las guardaba para poder pagar la cama por si tenía que
dormir en algún sitio. Por fin, en una tienda de frutas me dijeron que sí, que
fuera a tal lugar, la calle Bañonuevo número 2, que era una tienda que no tenía
pérdida porque hacia esquina. Fui allá, pregunté, me dijeron que sí, que entrara
por el portal y subiera al primer piso. Subo, me presento a aquella señora que
me dijo que necesitaba una chica, pero me pidió informes. Le dije: no tengo
informes, soy mayor de edad y me he escapado de casa, porque me quieren casar
con un primo y yo no me quiero casar con nadie a quien no quiera, osea, que
informe no le puedo dar ninguno. Les dije que era de un pueblo de Guadalajara,
ya no me acuerdo cual, y que si pedían informes allí me iba a localizar la
Guardia Civil y me obligarían a volver al pueblo. Así que me aceptó, me dijo lo
que iba a ganar, lo que tenía que hacer y yo le dije que volvería el día
siguiente a las nueve. ¿Por qué mañana y no ahora? me preguntó. Porque he
llegado hoy y no tengo donde quedarme, tengo una maletita en la estación. Madre
mía, esta criatura, dijo la mujer, ¿tú sabes lo que has hecho? con lo perdido
que está Barcelona, a las Ramblas irás a parar; venga, vete a buscar la maleta
y vente a casa.
Así conseguí
trabajo, con la casualidad que en un bar de enfrente estaba sirviendo Bene, una
amiga. Qué cosas, yo en el número dos y ella en el número uno, así nos pusimos
en contacto. A mí se me pusieron las manos perdidas de lavar y de fregar la
casa y la tienda, y recuerdo que un chico que venía a engrasar el cierre de la
puerta me vio fregando y me dijo: oiga, señora, enséñeme las manos. Se las
enseñé. Usted ha salido de la cárcel, me dijo. ¿Y por qué voy a haber salido de
la cárcel? Pues porque mi hermana tiene las manos igual que usted, no han
fregado en cinco años y ahora se pone a fregar y mire que pitos tiene. Así es,
he salido de la cárcel, pero te vas a callar, porque aquí no saben nada, le
dije.
El lavadero daba
a otro lavadero, el patio de luces que se suele llamar, y una señora que salía
allí a lavar veía el esfuerzo que yo hacía y cómo tenía las manos, que a veces
me tenía que poner alguna cosa para no manchar la ropa de sangre, sobre todo al
planchar, para lo que tenía que vendarme los dedos, porque en cuanto cogía la
plancha se abrían aquellas heriditas y lo pasaba fatal. Aquella mujer me decía:
pobrecita, pobrecita, como se le han puesto las manos. Yo le explicaba que es
que en mi casa estábamos muy bien y nunca había hecho esas cosas, que lo mío
era coser y bordar. La mujer se lo tragó todo, aunque luego supo la verdad,
porque hablamos un día en la calle y le confesé que había salido de la cárcel.
Yo vivo en una barraca, me dijo ella, en la Diagonal, la comparto con usted si
quiere. Es que no estoy sola, le contesté, hay también una amiga mía que
tendría que venir. No importa, contestó, yo tengo una hija de catorce años, las
cuatro viviremos en la barraca, se busca trabajo y deja de servir. Dos meses
escasos estuve y me busqué otro trabajo.
En la cárcel
había con nosotras una mujer, una camarada, que había sido millonaria dos veces
y las dos había perdido el dinero por el Partido, que me dio un montón de
direcciones. Se llamaba Gloria Cueto. Las direcciones eran de gente que me
podía socorrer. Lo primero, antes de dejar aquella casa, fuimos al médico de su
familia y nos puso unas inyecciones de hígado y nos dio unas vitaminas, muy
bien. Una de las casas a la que fui a servir era una sastrería que había en los
bajos de la Pedrera, pregunté por el dueño, me mandaron al despacho, le dije
que iba a saludarle de parte de Gloria Cueto.
Era el sastre de
su familia, allí vestía ella trajes de chaqueta hechos por sastre, también
vestía el marido, que ya había muerto. Aquel hombre reaccionó como el médico:
¡Ay la millonada esta, donde se ve por culpa del Partido! comentó, pero me dio
trabajo. ¿Que sabes hacer? me preguntó. Pantalones. Pero de pantalones nada,
cuando me dieron el primero no sabía por donde cogerlo, pero al ver que, pese a
todo, sabía coser, me dijo que iba a hacer los arreglos. Así fue, y muy
contenta. Todavía estaría trabajando allí si no fuera porque tenía que
sindicarme en el sindicato vertical franquista, y una de las putadas del
Partido en aquella época, que ellos no sabían lo que significaba para los que
salíamos de la cárcel, era la consigna de no sindicarse, que era un error,
porque hubiéramos minado también aquel sindicato, no después, como se hizo,
sino que se hubiera empezado a minar antes. Pero nos teníamos que salir de
donde trabajábamos, porque no podíamos sindicarnos. Podíamos quedarnos, pero
¿qué nos haría el Partido? ¿Nos expulsaría o qué? Tuve que dejar aquel trabajo.
De allí fui a
casa de un amigo de Guadalajara, un hombre de banca que había sido represaliado
y tenía en su piso un taller de repita de niño. Bene y yo seguíamos viviendo en
la barraca. Allí me dieron trabajo. Estaba contenta, porque además cosía a
máquina y a mí me gusta trabajar en la máquina y la ropita de niño me gustaba
hacerla. Yo llevaba a Bene unas ropitas a las que había que poner unas cintitas
en las mangas, le daba paquetones, ella ponía las cintas por la noche y yo me
las llevaba por la mañana. Así íbamos trampeando, hasta que el tío aquel quiso
meterme mano y también tuve que marcharme de allí.
En ese tiempo
reencontré al Partido. Estando en esa casa de la ropita de niño había una
aprendiza muy maja. Aquella cría quizás oyese alguna cosa que yo le decía al
dueño o no sé por qué, el caso es que un día me dijo sin más ni más que su
hermana y su cuñado querían invitarme a comer, que les había dicho que tenían
una oficiala muy maja, maquinista, que era castellana y que, cómo ellos también
eran castellanos, le habían dicho que fuera el domingo a comer. Yo me olí algo
raro. Fui a comer y efectivamente, el cuñado era un camarada. Yo le dije que
sí, que estaba dispuesta a trabajar en el Partido, que lo estaba deseando pero
que no sabía cómo encontrarlo. El me dio una cita en Diagonal esquina Balmes.
Acudí a la cita,
con la mala suerte de que había una tormenta terrible, una tormenta de agua y
de aire, que tenía que sujetarme la faldita que me había hecho con un retal
para que no se me subiera a la cabeza. Me puse como una sopa y el camarada no
apareció. Le di a la chica un abrazo para su hermana y su cuñado, para que
supieran que yo estaba viva todavía. Un día iba con Bene en el tranvía y nos
encontramos con Pura González. Nos reconoció, más a la chica que a mí, bajamos,
hablamos, y ella estaba organizada con el Partido en la guerrilla. Entonces,
ahí conecté de nuevo en el Partido.
Tomasa Cuevas[2]
Salí de la
cárcel de Porlier el 16 de marzo del 43. La verdad es que no me lo esperaba,
porque, aunque no sabían que había sido comisario en la guerra y no me habían
juzgado, pensaba que la cosa iba para más largo. Cuando me enteré de que me
soltaban y se lo conté a los compañeros hicimos una chocolatada para
celebrarlo, me puse un mono limpio y repartí lo que tenía entre los que se
quedaban, que me dieron cincuenta mil cartas para entregar a sus familiares.
Los que estaban en la oficina me dijeron que fuera al día siguiente al juzgado
del Paseo del Prado para tomarme declaración y que aquella noche no fuera a
dormir a mi casa, sino que me buscara otro sitio si podía; se conoce que eran
gente más o menos del Partido y querían avisarme.
Les hice caso y
me fui a casa de mi hermana Pilar, que vivía en Barceló 15. Tomé el metro y
llegué hasta Sol y cómo iría de nervioso que en lugar de hacer trasbordo y
seguir hasta la estación de Tribunal me bajé en Sol y fui andando. Al llegar a
la casa sobre las once de la noche me encontré a la portera fregando la
escalera, ella llamó a mi hermana que se llevó una sorpresa tremenda, porque no
se lo esperaba.
El día que salí
era martes y mi madre iba a visitarme los miércoles, así que aquella misma
noche mi hermana la llamó por teléfono a casa de unas vecinas andaluzas, con
las que nos llevábamos muy bien y que cuando fueron a preguntarles para hacer
un informe tras mi detención dijeron que yo era buena persona, aunque muy de
izquierdas, y le dijo que la mañana siguiente se pasara por su casa antes de ir
a la cárcel a verme. Imagínate la sorpresa de la abuela Juana cuando se
presentó en casa de Pilar y me encontró allí. No se lo creía.
Estaba sin
trabajo, naturalmente, pero tuve la suerte de que justo al día siguiente de
salir me encontré por la calle a don Joaquín, que ya había sido mi patrón
antes, y me ofreció trabajo. Yo había estado empleado con él hasta octubre del
34, cuando me despidió con motivo de la huelga de aquel año acusándome de
comunista. En los primeros años de la guerra me lo encontré por una calle de
Madrid camuflado de obrero, sin corbata ni nada, y nos saludamos. El debió
pensar que le podía denunciar, cosa que nunca se me ocurrió, porque ya no volví
a verle y supe que se había pasado a la otra zona inmediatamente. Quizá por no
haberle denunciado el hombre se sentía agradecido y por eso me ofreció trabajo.
Don Joaquín
venía de misa. El sabía que yo había estado en la cárcel y al verme me preguntó
qué cómo me habían tratado y yo le dije que bien, aunque nos habían dado muy
mal de comer. ¿Qué va a hacer usted ahora? me preguntó, y yo le contesté que
buscar trabajo. Como le va a ser difícil, me dijo, suba usted mañana por la
oficina y yo le prepararé algo. Al día siguiente ya estaba conduciendo un
camión.
Después de estar
en varias obras en Villalba, el Escorial y Argamasilla de Alba, donde la
empresa construía una carretera, me mandaron a Cuenca, que ya conocía por haber
estado de comisario en La Roda. A los encargados de la obra a la que iba no se
les ocurrió otra cosa que meterme en la posada más facha de la ciudad, que era
de uno que llamaban El Flecha y en la
que también estaban viviendo varios guardias civiles y algún cura. No había
forma de escaparse de ellos, todos los días me invitaban al bar, que nunca me
ha gustado frecuentar, y El Flecha
cuando me encontraba en la calle me gritaba a voz en grito: ¿Qué hay, requetumba? porque como me he criado en
Navarra creía que era requeté.
Yo llevaba el
nombre de un camarada para entrar en contacto con el Partido, y le busqué a
través de algún conocido de la guerra. El caso es que él se debió enterar que
le estaba buscando y cuando supo que yo era el que vivía en casa del Flecha debió pensar otra cosa que no era
y le entró miedo, porque no quiso saber nada y desapareció. Luego supe que se
había ido a Valencia.
En aquellos
tiempos me daba gloria viajar solo en el camión. Iba por las carreteras con las
ventanillas abiertas y cantando a todo trapo canciones que me sabía: La Internacional, La Joven Guardia, Bandera
Rossa y todas esas. También coplillas de mi pueblo, como esa que dice:
"A los curas los capan este año/ yo
no quiero que capen a mi amo/ porque me ha prometido unas medias/ si le capan
me quedo sin ellas". Disfrutaba con eso.
Después de hacer
un viaje a Madrid de unos días ya no volví a la pensión del Flecha y me busqué
otro sitio que me recomendaron, una casa particular de una señora que se
llamaba Felisa. Allí conocí a doña Benita, tu madre, menuda elementa. Ella era
viuda y tenía ya dos hijos, pero a mí no me importaba. Yo no quería casarme por
la iglesia, porque quería demostrar que podíamos vivir juntos, querernos y ser
felices sin hacer todos esos trámites, así que nos arrejuntamos y nos vinimos a
Madrid. Después de nacer tú, que primero tuvimos otro hijo que se murió con un
mes edad, la abuela insistió en que nos casáramos legalmente, porque me podía
pasar algo a mí, que viajaba mucho, y quedaros vosotros sin nada, así que
fuimos a una iglesia de Tetuán, una prima de tu madre lo arregló todo, te
dejamos con la abuela y nos casamos. Por cobrar los puntos fue.
Antonio Gómez Marín
[1]
Federación Universitaria Española, sindicato estudiantil de izquierdas durante
la República, ilegalizado por el franquismo.
[2]
Por necesidades a la hora de ordenar el contenido del libro, se ofrece el
testimonio de la vida en la inmediata postguerra de Tomasa Cuevas después del capítulo
anterior, Clandestinidades 1, en el que cuenta su posterior vida clandestina.
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