Geografía de cárceles
Desde el momento
mismo de la sublevación militar hasta la llegada de la democracia ni un sólo
día dejo de haber comunistas presos en las cárceles españolas. Naturalmente, no
solo los comunistas fueron detenidos, pues la furia represora del franquismo
victorioso no hizo distingos y encarceló a cuanto oliera desde lejos a
desafecto al régimen, pero habría que admitir en justicia que los militantes
del PCE se encontraron entre los que se llevaron la peor parte de la represión.
Esa larga historia carcelaria pasó por varias etapas, que a efectos de
organización del libro hemos resumido en dos capítulos; éste, en el que se
reproducen testimonios de encarcelamientos de primera hora, justo al final de
la guerra o poco después, y el doce, que reúne experiencias carcelarias
posteriores, consecuencia ya de la lucha clandestina contra el franquismo.
Antes de la
finalización de la guerra, el 9 de febrero de 1939, el gobierno de Burgos dictó
la Ley de Responsabilidades Políticas, con la que pretendían eliminar de la faz
de España los restos de republicanismo que pudieran quedar tras la derrota de
la República, indicando claramente desde su preámbulo que la ley nacía "para liquidar las culpas contraídas por
quienes contribuyeron con actos u omisiones graves a forjar la subversión roja,
a mantenerla viva durante más de dos años y a entorpecer el triunfo,
providencial e históricamente ineludible, del Movimiento Nacional"[1].
Franco y sus asesores jurídicos sabían que habían derrotado al ejército de la
República, pero que no ganarían definitivamente la guerra hasta que no
exterminaran o acallaran a todos los españoles fieles a la legalidad
republicana. Ni aún así lo consiguieron.
Dicha ley partía
de un principio tan poco jurídico como la retroactividad, ya que se penalizaban
actuaciones y conductas no ya anteriores a su promulgación, sino incluso previas
al 18 de julio de 1936. Así pues, se ilegalizaba y castigaba a cuantos hubieran
formado parte, no ya como dirigentes, sino también como simples afiliados, a
todos los partidos, sindicatos y agrupaciones sociales integrantes del Frente
Popular en las elecciones de febrero de 1936.
A los
comunistas, y a los masones, Franco les premiaría con una atención
personalizada, creando el Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y
del Comunismo el 1 de marzo de 1940, en medio de una auténtica avalancha de
leyes y decretos de depuración, represión y castigo. Probablemente el Caudillo
por la gracia de Dios preveía ya quienes iban a ser sus principales enemigos en
el futuro, y si marró con los masones, de los que apenas quedaron mil en España
tras la guerra, la mayor parte en las cárceles, acertó de lleno con los
comunistas, que se convirtieron en su oposición más constante y decidida. Bien
es verdad que el generalísimo de los ejércitos de tierra, mar y aire,
analfabeto en esto como en todo lo que no fuera mandar la tropa, tenía un
amplio criterio de lo que era el comunismo, pues la ley incluía en la
definición a "los inductores,
dirigentes y activos colaboradores de la tarea o propaganda soviética,
troskistas, anarquistas o similares". Es decir, todos.
Dar una cifra
exacta de los españoles encarcelados al final de la guerra resulta imposible,
mucho más del número de comunistas presos. Para el secretario general de la UGT
durante la guerra, Rodríguez Vega, en 1942 habían pasado por las cárceles y
campos de concentración franquistas unos dos millones de españoles. Max Gallo
indica que “es posible que hubiese en España más de millón y medio de
prisioneros”, de los que especifica que en 1946 debían quedar unos doscientos
mil, repartidos en ciento cincuenta cárceles. Datos oficiales del Anuario Estadístico
de 1943 da el número de cien mil doscientos sesenta y dos reclusos a fecha del
1 de abril de 1939, que aumenta a doscientos setenta mil setecientos diecinueve
el año siguiente, para reducirse en 1942 a ciento veinticuatro mil
cuatrocientos veintitrés. Como, elemento comparativo se puede tener en cuenta
que en 1934 había en España un total de doce mil quinientos setenta cuatro
presos, según el mismo estudio oficial franquista. No es cosa de entrar en
polémica; en cualquier caso fueron demasiados.
Al finalizar la
guerra florecieron las cárceles en España. Se utilizaron para ello cuarteles,
colegios, conventos, chalets y otros edificios. Solamente en Madrid había
diecinueve de ellas: Porlier, Ventas, San Antón, Yeserías, Torrijos, Claudio
Coello, Quiñones, Las Comendadoras, Santa Engracia, San Lorenzo, Conde de
Toreno, Ronda de Atocha y las instaladas en los grupos escolares Miguel de
Unamuno, Príncipe y Santa Rita, así como en los cines Bellas Artes, Europa y
otros; amén del estadio del Real Madrid, que se había habilitado como campo de
internamiento en los primeros meses tras la ocupación de la ciudad. Lugares
famosos de esta geografía de la ignominia fueron los penales de Santa María
(Cádiz), Burgos, Ocaña (Toledo) El Dueso (Santander), las prisiones de
Valencia, Astorga, Pamplona o Alcalá de Henares, el reformatorio de Alicante,
el monasterio de Uclés (Cuenca) y la Tabacalera de Santander.
En las
siguientes páginas se reproducen varios testimonios del paso de militantes
comunistas por aquellas cárceles. Dos de ellos son de mujeres, y a propósito de
ellas quisiéramos reproducir aquí un texto de la también comunista Juana Doña,
que conoció durante dieciocho años lo que era vivir entre rejas: "Se puede contar con los dedos de las manos
lo que fuera y dentro del país se ha impreso para denunciar y poner al desnudo
las iniquidades que las mujeres han sufrido y sufren en las cárceles de nuestra
geografía. A las mujeres se les ha dedicado unas líneas apenas en ese río de
volúmenes que se ha escrito sobre la guerra civil y la resistencia en nuestro
país. Sin embargo, por las prisiones han pasado miles y miles de mujeres; no ha
habido una sola lucha antifascista donde las mujeres no hayan participado.
Ellas han estado presentes desde las primeras organizaciones clandestinas, que
empezaron a montarse en el mismo trágico verano de 1939, hasta en los riscos de
las montañas, como guerrilleras; a lo largo de casi cuarenta años de lucha
contra el franquismo, no han sido sólo colaboradoras, sino organizadoras de la
resistencia, han sido una cantera inagotable que ha nutrido la diversidad
deformas clandestinas a lo ancho y a lo largo de nuestro país"[2].
[1]
Citado por Daniel Sueiro y Bernardo Díaz Nosty en “Historia del franquismo” (Biblioteca de la historia de España,
Editorial Sarpe, Madrid 1986). Excepto que se indique io contrario, los datos y
citas que se ofrecen en esta introducción pertenecen a este libro.
[2]
“Desde la noche y la niebla (mujeres en las cárceles franquistas”.
Novela-testimonio. (Ediciones de La Torre, Madrid, 1978).
Cárceles 1
El año 42 me
detuvieron en San Sebastián y no salí de la cárcel hasta el 60. A Ángel no le conocía
todavía, aunque creo que le había visto una vez, en un viaje que hice a Madrid
desde San Sebastián, cuando estaba allí clandestina, pero sólo fue un contacto;
él me dio algo, yo le di algo y eso es todo lo que le había visto hasta que me
detuvieron. No sabía ni como se llamaba.
Cuando me
detuvieron y llegué a Gobernación, se enteraron los camaradas que estaban en
Porlier. En Gobernación, la encargada de la limpieza de los sótanos era mujer
que era falangista, pero que tenía un hermano en la cárcel, y un día me
preguntó que cómo me llamaba. Le pregunté que porque quería saberlo y me
contestó que por curiosidad. Se lo dije, porque como ya estaba detenida no
tenía importancia, y al cabo de unos cuantos días me echaron un papelito por
debajo de la puerta. Era un papel de fumar. El que lo escribía era Ángel, no
porque me conociera, que él tampoco se acordaba de que nos habíamos visto antes
en aquella cita clandestina, sino porque debía tener algún tipo de responsabilidad
en la cárcel y me decía que los camaradas de Porlier estaban muy preocupados
por mí situación. También me comunicaba algunas cosas que la policía sabía de
mí y estaban acumuladas en mi expediente, para que yo lo supiera y buscase una
explicación para la defensa. Así que yo subía a declarar y me preguntaban
cosas, algunas de las cuales sabía de que iban y otras no.
Cuando llegué a
la cárcel de Ventas iban obreros a hacer pequeñas reparaciones de fontanería o
de albañilería. Solían ser presos políticos que tenían condenas pequeñas, de
cuatro o seis años, y siempre iban cargados de notas. A través de ellos Ángel
empezó a comunicarse conmigo, preguntándome qué tal me había ido y diciéndome
que utilizase el mismo conducto para comunicarles como me encontraba de salud y
cosas de esas. Yo todavía no le conocía, pero ya sabía que se llamaba Ángel.
Luego ya, cuando vino el juez a leernos los cargos, me enteré que él iba en el
mismo expediente. Yo no conocía a ninguno del expediente, porque a mí me incluyeron
en él porque los del mío ya estaban juzgados, que por cierto, mataron a la
mayoría.
Fuimos a juicio
y allí estaba Ángel, naturalmente. Yo soy Ángel Martínez, me dijo, que ni me
acordaba de él, y venga a hablar y a hablar sobre las cosas del expediente. Nos
juzgaron y a cinco mujeres nos condenaron a muerte y también a cuatro hombres,
entre ellos Ángel, que luego sería mi marido. La noche anterior al juicio dormimos
todos en las Salesas, a donde nos habían trasladado el día anterior.
Recuerdo que yo
llevaba un traje blanco que me había hecho unas amigas y menos mal que algún
familiar me había llevado una bata, porque sino cómo iba a dormir yo allí con
el traje nuevo, que se podía arrugar y al día siguiente no me serviría para el
juicio, al que queríamos ir todos de punta en blanco. Aquella noche, por medio
de uno de los que iban a juzgar que tenía cierta influencia, pasaron mucha
comida a los hombres, y le dijeron a la guardia que por qué no llevaban a las
mujeres a su mismo calabozo para cenar juntos. Pasamos y cenamos con ellos y yo
me senté junto a Ángel. Estuvimos cantando y cenando, igual comíamos un trozo
de tortilla que un trozo de queso, y lo pasamos muy bien. Luego ya regresamos
cada uno a nuestro calabozo y nos juzgaron al día siguiente. Nos condenaron a
muerte.
Cuando nos
llevaron de vuelta a las cárceles íbamos todos en el mismo camión. Primero
dejaron a los hombres en Porlier y luego nos llevaron a nosotras a Ventas. Me
acuerdo que Ángel me dio un abrazo muy fuerte y me dijo: bueno, Manoli, hasta
muy pronto. Hasta muy pronto. Nunca se me olvida aquello y se lo he recordado a
menudo. Hasta muy pronto, decía, y tardamos dieciocho años en volver a vernos.
El era viudo, su
mujer había muerto a finales del 38. Siguió escribiéndome de cárcel a cárcel y
cada vez me decía que teníamos que normalizar nuestras relaciones. No sé si
porque las mujeres somos más desconfiadas o porque nos lo pensamos todo más, yo
le contestaba que había que esperar un poco, que no sabíamos cuando íbamos a
salir en libertad. Todo eso después de habernos conmutado la pena de muerte,
que estuvimos cinco meses esperándola. Una espera horrorosa, que en el caso de
mi marido fue especialmente dura, porque les llevaron a capilla con otros
diecinueve y a las seis de la mañana llega el funcionario con una lista, la lee
y a Ángel y a otro camarada no les cita. Oiga, que faltamos dos, dijeron, que
estamos aquí y se ha olvidado usted de nosotros. Ustedes dos, contestó el
funcionario, han sido conmutados, llegó la orden a las tres de la mañana. Pero
tuvieron que esperar toda la noche pensando que aquella madrugada les
fusilaban. Nosotras no, a nosotras nos comunicaron al día siguiente que se
había anulado la ejecución, pero no nos metieron en capilla, aunque pasamos
toda la noche sin dormir.
Cada uno en su
cárcel, seguimos en comunicación. Como no nos íbamos a ver en unos años,
seguimos carteándonos. El escribió a mi madre y a mi familia, la suya me
visitaba a mí durante los cuatro años que estuve en Ventas. A Ángel le mandaron
una vez castigado a Guadalajara y mi madre fue a verle. Es decir, que ya había
una relación familiar inclusive. Pero no nos veíamos nunca, entonces no había
los vises a vises y esas cosas. Nos escribíamos, nos íbamos haciendo mayores
escribiéndonos. Yo todavía conservo algunas de las cartas que están ya
amarillas. Las que no se han perdido, que muchas desaparecieron en los cacheos.
Algunas de ellas eran preciosas, cartas de mi marido que son realmente poemas.
A partir de unos ciertos años, las cartas eran legales, pero también nos
escribimos muchas clandestinas, sobre todo al principio, que sacaban los
familiares en las visitas, o incluso alguna funcionaría, en paquetes en los que
se escondían las cartas que no querías que censuraran, porque todas pasaban
censura y yo he recibido cartas con renglones enteros tachados.
Ángel escribió a
la dirección General de Prisiones diciendo que tenía a su mujer presa en
Segovia, donde yo estaba entonces, y pidió permiso para escribirnos al director
de la cárcel de Burgos, amparándose en que permitían una carta al mes de cárcel
a cárcel, pero tenían que ser de madres a hijos, de esposo a esposa, de hermano
a hermana, siempre entre familiares directos. Se lo dieron y ya nos escribíamos
con regularidad y legalmente, aunque no dejábamos de escribirnos fuera de ese
conducto. Yo escribía a su familia, que vivía en Burgos, y ellos se las
pasaban, y al revés también, para poder escribirnos más, pero lo normal era una
carta al mes. Había una funcionaría, que tenía mi misma edad o un poco menos,
que me decía: Manoli, tiene usted carta de su marido, y ponía cara de boba,
porque las cartas, que leía, le gustaban mucho y le parecían muy bonitas.
Una vez me
castigaron sin correspondencia por una tontería, no me metieron en celdas, sino
que me dejaron sin cartas, sin paquetes y sin comunicación porque discutí con
una funcionaría, y la jefe de servicio, que era una mujer bastante buena, de
izquierdas, me-, dijo que sentía mucho castigarme, pero que no podía enmendar
la plana a la funcionaría a la que yo había contestado. Durante ese tiempo,
cuando me llegaban las cartas de Ángel, que alguna me llegó en aquel mes, me
llamaba a su despacho y me decía: Manolita tiene usted carta de su marido, yo
me quedo con el sobre y le voy a dar la carta. Porque estaban enamoradas de
ellas. Si, en serio, es que son poemas, decía. Y es que Ángel escribía muy
bien.
Cuando le
pusieron en libertad, que él salió un poco antes que yo, estaba presa en Alcalá
de Henares y se armó un gran revuelo. Allí había voceadoras, que eran reclusas,
y si había un telegrama no esperaban a dártelo a la hora del correo, sino que
te lo daban inmediatamente, después de que lo leían, claro. Un día llegó una de
ellas como loca llamándome y anunciándome que había llegado un telegrama para
mí. Era de un sobrino de mamando que me decía: Ángel indultado, próximamente en
libertad. Hay que ver el revuelo que se armó en la cárcel. Las monjas, las
funcionadas y, naturalmente, las compañeras mías sobre todo. Todo el mundo tan
contento diciendo que salía mi marido. A los tres días recibí otro telegrama
directamente de Ángel en el que me decía "ya soy libre".
Inmediatamente
que salió en libertad fue a verme a Alcalá. Yo ya tenía cuarenta años, no los
veintidós de cuando él me conoció en el juicio, y no me había visto desde
entonces, excepto por alguna foto que nos hacíamos el día de la Merced. Yo no
sabía qué hacer ni que ponerme, las compañeras me dejaron una blusita blanca
para que me la pusiera debajo de la bata que llevábamos. No podía ser nada más
que blanca, porque nos estaban prohibidas las de colorines, pero así, por lo
menos, me saldría un poco de blanco por encima del cuello de la bata. De lo que
no había forma era de pintarnos, porque no teníamos pintura ni nada, y el pelo
lo tenía mal cortado, que me lo arreglaba alguna reclusa; primero había tenido
trenzas, pero luego tuve que cortármelas porque se me caía mucho el pelo. Y los
nervios. Y ya cuando me llaman: Manolita del Arco, a comunicar. Entré al
locutorio y detrás de mi estaban todas mis compañeras, unas quince que debíamos
quedar en aquella época, todas llorando. Y la funcionaría que apuntaba para
comunicar, que era un bicho venenoso, ¡pero qué elegante estás!, decía, he
visto a su marido; porque todas estaban convencidas que era mi marido, aunque
aún no lo era- y que elegante va. A pesar de las fotos casi no le reconocí.
Tenía el pelo blanco, porque encaneció muy joven. Pero yo ni sabía cómo
hablaba. Sólo le había visto el día del juicio y ya habían pasado dieciocho
años. Cuando salí nos fuimos enseguida a vivir a casa de una tía mía y a los
siete días ya estábamos casados.
Manolita del Arco
Después de haber
estado preso en Alicante, donde me pilló el final de la guerra, y en Elche me
trasladaron a Aranjuez, al convento de San Pascual, que hacía un frío que
pelaba y para lavarnos teníamos que romper el hielo del río al que nos
llevaban. Muchos no lo hacían, pero yo
sí. A los pocos días de llegar me llamaron a declarar por primera vez. Yo
estaba temblando, porque en aquella época lo menos que podía uno esperar es que
le fusilaran, pero en cuanto comenzó el interrogatorio me di cuenta que no
tenían ni idea de lo que había hecho. El juez comenzó por afirmar que yo había
sido capitán, lo que era mentira, porque lo que había sido era comisario; así
que les contesté que sólo había sido soldado, conductor de una plataforma para
transportar tanques. Luego me acusó de ser uno de los que había llevado a José
Antonio de Madrid a Alicante y de haber ido a la casa de Millán Astray a sacar
a sus hermanas. Yo creo que acusaban de aquello a todos, por lo que el pelotón
de fusilamiento de José Antonio debía tener miles de soldados, pero como
ninguna de las dos cosas eran ciertas pude salir bastante bien del embrollo,
siempre agarrándome a que sólo había sido soldado y que no sabía nada de nada.
Ya no me volvieron a interrogar hasta que me trasladaron a la cárcel de
Porlier, pero no consiguieron imputarme nada, pese a lo que me tiré cuatro años
encerrado.
En Porlier, el
Partido estaba muy bien organizado. Había un maestro de Vera, que se llamaba
Franco y que luego tendría un puesto de venta de libros viejos en el Rastro, al
que yo acudía para que me pasara algunos libros clandestinos, que nos enseñaba
gramática. Otro camarada, Eliodoro, que luego vivió en mi mismo barrio y tuvo
una lechería, daba clases de polémica, como otros las daban de geografía,
historia o cuentas. El responsable del Partido en la cárcel era Antonio García
Buendía, que ya en la calle siguió siendo después mi enlace hasta que tuvo que
salir pitando porque le seguían y me quedé descolgado. Estando en Porlier se
expulsó del Partido a Germán Alonso, un anarquista que en la guerra se pasó al
PC y que era muy extremista y criticaba todo lo que se hacía. A mí y a otros
camaradas, como Horacio Valencia y unos chicos que creo que eran de Colmenar de
Oreja y de Chinchón, quiso apartarnos del Partido, pero nosotros le dijimos que
no, que seguíamos donde estábamos.
Antonio Gómez Marín
El 25 de febrero
de 1941 nos detuvieron a 55 camaradas en Barcelona. Nos llevaron a una
comisaria que había en la diagonal y aquello fue de miedo, pues allí mataron al
responsable del grupo, que se llamaba Matos de nombre de guerra, porque su
nombre de verdad era Julio. Allí nos tuvieron casi quince días o más con unas torturas,
unos insultos y unas palizas de miedo. Julio estaba medio loco de las palizas
que le habían dado y en la mesa donde le estaban torturando había un casquillo
de bomba. El no pensó que era un casquillo, sino una bomba. La cogió y se la
tiró a los policías, pero aquello no estallo ni nada; claro, intentó marcharse
y al ir a salir le dispararon y a rastras lo llevaron para arriba, rematándole
en comisaría.
Al cabo de unos
días hicieron un expediente de cada una y nos llevaron a la cárcel. A las
mujeres a la de Las Corts, que ya no existe, en la que estuve siete años. Nos
cogieron en febrero del 40, en el 41 nos juzgaron y salieron seis penas de
muerte. Nos llevaron a juicio esposados, sin dejar pasar a la familia para
vernos. En la otra acera del Gobierno Militar había muchísima gente, porque fue
la primera caída organizada del PSUC y se había corrido la voz entre los
camaradas y simpatizantes. Nos acusaban de hechos posteriores a la guerra
civil, por lo que nos juzgó el tribunal contra la masonería y el comunismo, que
el nuestro fue el primer juicio que hizo ese tribunal. A los cuatro días
conmutaron cuatro de seis penas de muerte y las otras dos las ejecutaron en
mayo del 41. El resto de las condenas eran de cadena perpetua, treinta años,
veinte, doce y un día. A mí me cayeron doce y un día, pero tanto por vía de
indulto como por redención por el trabajo, que yo cantaba en el coro y eso me
sirvió, se me redujeron a siete.
Siete años sin
movemos de allí, sin traslados, porque la familia tenía así más posibilidades
de venir a vernos. Juntábamos los paquetes que nos traían a unas y a otras y
así íbamos comiendo, porque el rancho era infernal, algo que no podía ni
comerse, aunque al principio le hacíamos ascos, pero luego terminamos por
acostumbrarnos, porque no había otra cosa. En aquellos años vi muchas
enfermedades, los niños llenos de granos, de pupas, mucha miseria, mucho bicho,
porque eso había sido un convento, no una escuela de niños ricos, y había mucha
madera, muchos armarios de madera con chinches, con pulgas, algo que no se
puede imaginar. Era un edificio en el que hubieran podido estar trescientas o
cuatrocientas personas, pero llegamos a ser cinco mil.
Dentro de la
prisión tuvimos mucha actividad. Nos juntábamos los grupos que éramos más
afines y hacíamos, dentro de la disciplina de la cárcel, todo lo que podíamos.
Era tremendo cuando alguna salía a comunicar y regresaba dando gritos porque le
habían fusilado el marido, o el hermano, o los hijos. Algo tremendo.
Entre los
trabajos estaba el de mantener la moral de la gente que llegaba, que venía muy
desmoralizada, porque habían pasado las mil y una en sus pueblos: les habían
cortado el pelo, les habían dado aceite de ricino, y así les habían puesto a
barrer las calles. Venían desechas.
El contacto con
mi hija y con la familia lo mantenía a través de la comunicación que teníamos
cada semana. La niña fue
creciendo y cuando salí tenía ya siete años. A visitarme la llevaba mi madre,
pero era un problema, porque tenía que ir a fregar a las casas y no podía
llevarla con ella. Una de las veces que vino me dijo: Isabel, yo no puedo,
¿dónde voy con la niña? ¿cómo voy a ganarme el sustento para ella y para ti?
Entonces yo dije, bueno, pues déjame la niña aquí. Pero dio la casualidad de
que el día que ella vino a traérmela salieron las madres con los hijos llenos
de pupas, con lo que decidió quedársela de todas maneras al ver que la niña lo
iba a pasar muy mal dentro. Mi madre pasó lo suyo esos años, porque mis
hermanos estaban en campos de concentración y, mi marido huido, que cuando
volvió a Barcelona y conoció a la niña ya tenía dos años. Aunque se puso a
trabajar ganaba muy poco, por lo que vivían pasando las mil miserias.
Al salir de la
cárcel en el 47 la situación era tremenda, porque aquí en el barrio, el mismo
en el que vivo hoy, nos miraban así como con temor; no por nada, sino porque no
se podía hablar con nadie claramente. Además, todos sabían que habían ido a
detener a mi madre cuando mis hermanos y yo ya estábamos encerrados. A mi madre
la salvó una vecina, que les dijo: por favor, qué vais a hacer con esta mujer,
qué culpa tiene ella de que a sus hijos les haya pasado lo que les ha pasado, y
la dejaron. Las cosas estaban muy mal, con todo aquello del racionamiento, la
mala comida, las dificultades para encontrar trabajo. Fui a la fábrica en la
que había estado anteriormente y me dijeron que no, que estaba todo completo,
pero yo conocía al encargado que había en mi sección, una persona que me había
tomado bastante cariño, y me dirigí a su casa planteándole la situación en la
que me encontraba y la necesidad que teníamos en casa de ganar dinero. Me dijo
que volviera otro día, que vería lo que podía hacer, y a los cuatro o cinco
días me llamó y entré a trabajar en la misma fábrica. Estando allí me
detuvieron otras tres veces más. La primera en la huelga de tranvías del año
51, otra porque no me presenté al salir de la cárcel, que me declararon en
busca y captura hasta que me detuvieron, y luego por cualquier cosa que pasara
en la cárcel, que aunque yo no participara, como estaba fichada, era la
responsable. Tres veces más estuve en la cárcel después de salir de aquellos
siete años.
Isabel Vicente
Los dibujos que se reproducen son
de José Robledano (1884/1974). Robledano
fue el introductor en España del cómic contemporáneo, incluyendo por primera vez
globos de texto en las historietas dibujadas, que hasta entonces utilizaban
exclusivamente las aleluyas, en su obra “El suero maravilloso”, publicada en
1910. El dirigente comunista Miguel Núñez, que le conoció en la cárcel
madrileña de Atocha, dejó escrito en sus memorias (“La revolución y el deseo”.
Península, 2002):
“Quizás los mejores testimonios, los más realistas, los que pueden dar
una idea más acabada de lo que fue aquello, son los impresionantes dibujos de
José Robledano, que, afortunadamente, se han conservado. Este pintor y
dibujante nació en Madrid en 1884. Aventajado alumno de la Escuela de Bellas
Artes, compartió los estudios con pintores famosos. Colaboró en la revista Arte
y Sport, con artistas como Pablo Ruiz
Picasso y Juan Gris. Dejó también su huella en Nuevo Mundo, La Esfera, Mundo Gráfico, Blanco y
Negro, El Imparcial, El Sol, La Voz, El Socialista, Crisol o Claridad. De 1927 a 1936
se afirma con su arte como un demócrata de pura cepa. En El Socialista dio vida
al entrañable personaje de «el señor Cayetano», un madrileño castizo, bonachón
y republicano. Al producirse la sublevación franquista, se lanza a una
actividad intensa y combate con su arte en la defensa de la República.
La
dictadura le hizo pagar cara su entrega a las ideas de libertad y democracia.
Fue condenado a muerte, pena conmutada por treinta años de prisión. Recorrió el
calvario de las cárceles de Atocha, donde yo le conocí, Porlier, Valnoceda y
Vigo, entre otras. Durante su cautiverio, con los medios más rudimentarios,
creó más de un centenar de dibujos, que consiguió sacar a la calle y que hoy
constituyen un reflejo insuperable de aquella realidad. Son documentos valiosos
que merece la pena que abran estas páginas sobre las prisiones franquistas. Sin
sus dibujos, ¿cómo imaginar esas galerías, con su increíble alfombra de cuerpos
humanos hacinados?, ¿cómo hacerse idea de las colas para recoger la bazofia del
rancho?, ¿cómo representarse los patios atestados de presos, los innumerables
objetos diversos colgados de las paredes, las posturas, los rostros de los
presos? Cuando estaba prohibido tomar fotografías del interior de las cárceles,
los dibujos de Robledano nos permiten recrear, al menos en parte, aquella
trágica situación”.
En la actualidad, la práctica
totalidad de su obra se encuentra depositada en la Biblioteca Nacional.
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