Albert Pla. Sexo, amor y macguffin (2)
Provocación, transgresión, subversión
Hablando de
Albert Pla no queda otra que traer a colación el concepto de provocación y el
papel que juega en su trabajo. Qué duda cabe que el culo, caca, pedo, pis, a la
manera en que a menudo fue utilizado, por ejemplo, por algunos provocadores
vocacionales de lo que fue la movida o, sin ir más lejos, el propio punk, no es
nada, un espejismo. Todo lo más una algarabía gratuita que no va más allá del
eco del exabrupto y que no tiene otro valor que su posible ingenio.
Desde mi punto
de vista, el artista debe “provocar”, en el sentido de crear una respuesta en
el espectador u oyente, pero esa provocación tiene que tener otras
connotaciones que le den sentido, además, por supuesto, de la del talento
creativo, que, o existe, o para qué estamos hablando.
Hemos visto que
el sexo, la escatología, la obscenidad o la truculencia, entendidas como material
artísticas que acaban deviniendo en ideológicas, han nutrido las obras de
algunos de los más importantes artistas de todos los tiempos, todos los países
y todos los géneros. ¿En qué consiste pues la diferencia entre un chiste guarro
y una obra de arte? Evidentemente en la capacidad del artista para trascender
esa provocación elemental de las palabras y las formas, convirtiéndola primero
en transgresión y posteriormente en subversión, hablemos de normas sociales,
prejuicios morales, idearios políticos o formas artísticas.
Una muestra de
la alta jerarquía artística que puede alcanzar la provocación estética y moral
son las dos primeras películas de Luis Buñuel: “Un perro andaluz” (con Dalí) y “La
edad de oro”. Aparte de lo que ambas significan, junto a buena parte de la
obra de otros surrealistas, de paso adelante en la evolución del arte
contemporáneo, con la introducción como materiales creativos de los sueños, la
fantasía y las obsesiones (algo que se había hecho antes –El Bosco o Goya--
pero que ellos llevan a sus últimas consecuencias), el trabajo de Buñuel tenía
también la pretensión confesada de agredir las buenas costumbres y la moral
pacata de aquella burguesía provinciana que gobernaba España y el mundo (y que
en buena medida aún siguen presentes en la actualidad).
Las dos películas
tienen algo de combate de David contra Goliat, de Buñuel contra los
putrefactos, ese concepto insultante que inventaron en la Residencia de
Estudiantes de Madrid el propio cineasta, Dalí, Lorca y Pepín Bello --el
artista sin obra de la generación del 27--, que en el reciente libro de
entrevistas que con él han realizado David Castillo y Marc Sardá define
claramente: “Un putrefacto era para
nosotros un individuo o cosa que reunía una serie de cualidades decadentes: lo
que rayaba en lo cursi, lo anacrónico, lo provinciano, lo engolado. Para
nosotros un putrefacto era una persona muy convencional, muy antigua, católica,
con cuello alto, duro y corbata. Un señor gordo que llevaba corbata y un gran
bigote era un putrefacto. En fin, todo lo tradicional y conservador era
putrefacto”. Sin duda, cualquier personaje de estos, tras los que se
ocultaba una sociedad igualmente putrefacta, se debía sentir “provocado” por
aquella imagen de “Un perro andaluz”
en la que dos hombres fantasmales arrastran un piano sobre el que hay una vaca
(o un burro) muerto, destripado y pudriéndose, cubierto de gusanos. Le
parecería repugnante y cerraría los ojos para no verla porque denunciaba su
propia miseria moral. Porque Buñuel, como todo buen transgresor, es un
moralista, aunque sea su moral de una categoría muy diferente al “moralismo”
que denuncia.
En el tema que
nos ocupa, Albert Pla pertenece a esta categoría de fustigadores de
putrefactos, transgresores de sus normas que subvierten. Y moralistas, pues
Pla, como buen subversivo, también tiene un estricto sentido moral que aplica
en sus canciones, por mucho que sea contrapuesto a la moralidad dominante.
El mundo con el
que Pla se ha identificado y cuyo punto de vista ha adoptado para contar sus
historias es el de la marginación y la exclusión, y desde él, y desde su
lenguaje, nos muestra su particular visión de la sociedad y de las personas y
sus actos. Sus canciones están llenas de personajes que se mantienen en ese
extrarradio de la sociedad bienpensante y con segunda residencia en la sierra.
Sus personajes son chorizos, drogotas, mendigos, malvividores, ocupas,
mendigos, putas, maricones, macarras, chaperos, inmigrantes, lisiados, gitanos:
seres sometidos a un acoso permanente por la sociedad y sus representantes, que
les rodean, les agraden, les ignoran, les desprecian, les explotan y les
persiguen.
No es de
extrañar que una vez adoptado ese lugar de referencia en la sociedad y ese
punto de vista moral, el lenguaje escogido por Pla sea el de los personajes que
retrata, del que proceden las expresiones malsonantes, obscenas y procaces de
que hace gala en sus canciones, convirtiendo ese lenguaje callejero, casi
jerga, de la marginalidad en material artístico de valiosos quilates.
Hay muchas
composiciones de Albert Pla que podrían ejemplarizar lo que digo, pero me
centraré en una en la que creo que resulta evidente esa ecuación
provocación-transgresión-subversión.
Se trata de “Joaquín el Necio”, incluido en “No solo de rumba vive el hombre” (1992),
que aparentemente cuenta una de esas historias tremendistas que tanto le gustan
a Pla, dignas de un crimen crapuloso de un pliego de cordel del XIX: un hombre,
celoso porque su mujer le ha dejado por un negro, entra en el bar donde se
encuentran, saca un cuchillo y se la corta al inmigrante. ¿Un simple chiste
gamberro o una reflexión sobre el machismo y el racismo?
Tras escuchar la
canción, el esqueleto de la historia sigue siendo el mismo: un hombre celoso
corta el pito del emigrante amante de su mujer. Sin embargo, al escucharla
vamos encontrando nuevas lecturas, que no vienen solo de la letra, sino también
de la música que le ha puesto, de los arreglos y la propia interpretación. El
texto avisa de qué va, pero lo demás profundiza en los significados como un
bisturí.
El Joaquín
Manosnavaja de la canción, bastante necio, eso sí, “celoso el macho, muy hombre que era”, corta por lo sano, pero
apenas cercena la virilidad del inmigrante comprende que ha sido inútil y,
sobre todo, que sigue sin saber el por qué del abandono. ¿Cómo le puede hacer
eso a él, que ya “estaba acostumbrado a
dormir acompañado” tras 10 años de casados y haberla querido tanto. El coro
final le responde en un estallido de alegría flamenca: porque el negro es más “bondadoso”, más “vacilón”, mas “bonachón”,
“honrado y trabajador”, no tiene “malicia” ni “perfidia” ni “mal corazón”.
El elemento
antirracista de la canción es evidente, pero la canción incide en un concepto
moral igualmente pernicioso pero quizás más profundo. O más oscuro. “Será que tiene un pollón grandote” es lo
primero que se le ocurre pensar a Joaquín en lo que se convierte en una
obsesiva inseguridad: “¿Qué tendrá el
negro que yo no tengo?”, se pregunta en la primera estrofa, “que puta que eres, Rosa, mi vida, perder el
culo por un cipote”, insiste en la segunda, y aún sigue con el aparato de
color en la tercera y la cuarta. Por eso se lo corta, quizás pretendiendo
recuperar a la mujer ahora que no solo el suyo es el más grande, sino el único.
Pero justo cuando ha completado la ablación, con el “pollón” en la mano, comprueba y descubre que la suya propia “es más grande, aquí no hay color”. Osea,
que no era eso, y nos remitimos al coro final para explicar los porqués del
amor y el deseo según Pla.
“Joaquín el necio” es una guillette
rebanando la yugular de la esencia machista del carácter masculino, forjado a
lo largo de siglos y siglos de supuesta superioridad. Cuestionar que la
virilidad sea la cualidad principal del macho y poner en duda el derecho del
más potente a poseer a la mujer que desee es algo más que una provocación, es
una subversión profunda de los más oscuros miedos masculinos y de los más
arraigados privilegios que impone la moral social más rancia e hipócrita.
Para acabar con
este necio que revela tantas cosas, destacar un elemento fundamental en la
canción, en este caso literario, que es la manera tan perfecta en que ha
construido la estructura de la historia y lo complejo de su escritura.
“Joaquín el Necio”, como buena pieza
narrativa que cuenta una historia, está estructurada impecablemente de acuerdo
a los cánones de planteamiento, nudo y desenlace, haciendo que cada una de sus
partes de un paso adelante en el dramatismo de la pieza, incrementando su
tensión interna, hasta aclararla por completo.
En la primera
estrofa presenta a los personajes (Joaquín, su mujer, el negro) y establece las
razones del protagonista para sus celos, temores e intenciones. En la segunda
se produce el crimen, brutal, irracional y revelador de los miedos del
personaje. En la última se establece la inutilidad del acto y Joaquín tiene que
escuchar las verdaderas razones por las que su mujer prefirió al negro y dejó
de amarle a él. Tesis, antítesis y síntesis, que nos explicaría el camarada
Politzer si pudiéramos encontrar todavía su manual en las estanterías.
Además, Pla
maneja en la canción varios puntos de vista distintos que se van alternando;
tres en concreto, lo que no es tan fácil, utilizando para distinguirlos voces
diferentes y sutiles variaciones melódicas, rítmicas y de tono interpretativo.
En primer lugar el subjetivo del propio Joaquín, que habla a su mujer o piensa
en primera persona, que Pla se ha reservado para sí mismo. Despues, el
narrador, que se reparten él y el coro y que cuenta la historia de manera
neutra y objetiva, sólo hechos. Para acabar, el coro, que va comentando y
punteando la historia y al final le canta las verdades a Joaquín, destacando
los valores morales de la historia.
No puedo
resistirme a destacar la exactitud narrativa del texto, escueto, fotográfico,
desdramatizado, digno, a mi entender, de la descripción inicial de “Pedro Navaja” o la de “Veneno blanco” de Gato:
“Una vez que el último zapato estuvo
arreglado
salió a la calle
navaja en mano, sol de verano.
En un bar del
centro los encontró,
Y entro en el
bar y se hizo el silencio.
La clientela
apuró los vasos,
y sin dar tiempo
Joaquín el Necio
le cortó al
negro su falo entero.
Rosa lloraba
sobre la barra.
El negro en el
suelo se desangraba.
Joaquín se
limpiaba su navaja.
La clientela
volvió a beber”.
Sexo, amor y macguffin
Ya he hablado
sobre el lenguaje que utiliza Pla, todas esas expresiones y versos
provocadores, procaces, obscenos o escatológicos que aparecen en sus canciones,
en cuanto a la reproducción de la forma de hablar de los personajes y el mundo
que ha escogido como ubicación artística y como punto de vista. En ese
microcosmos de marginados y excluidos en el que habita su trabajo nadie diría “voy a hacer de cuerpo”, sino “voy a cagar”, ni se les ocurriría
pedirle a su amada “¿Vamos a hacer el amor?”,
sino “¿echamos un polvo?”, y así
hasta el infinito. Al tomar estas expresiones para sus textos, pienso que Pla
está reivindicando el lenguaje callejero que es más coherente con sus
personajes, y además está estableciendo una batalla lingüística (y por
consiguiente ideológica, porque las palabras expresan concepciones del mundo)
contra lo políticamente correcto y la ocultación de la realidad que eso
significa. Su apuesta es fuerte, porque reclama categoría artística para lo que
habitualmente es considerado de “mal gusto”, y desde mi punto de vista sale
ganador: la utilización de esta terminología no es nunca gratuita, sino que
siempre cumple una función íntimamente ligada a lo que quiere decir con sus
canciones.
Por ejemplo, la
abundancia de alusiones sexuales, a veces crudas y brutales, que aparecen en
sus canciones creo que revelan una concepción del sexo (y también del amor, en
la medida en que en a menudo mezcla ambas cosas) profundamente liberadora y
desinhibida.
Veamos un
ejemplo de su disco “Veintegenarios en Alburquerque” (1997).
Está claro que
podía ser más fino y en lugar de “después
de corrernos” podría haber escrito algo más tópicamente lírico, menos
crudo, algo así como “cuando la pasión
termina” o “consumado el amor” o,
si se encontraba en pleno ataque de sentimentalismo: “Tras escalar el cielo…”; hasta es posible que funcionara si
encontraba la metáfora adecuada, pero en ningún caso la canción tendría la
tensión que produce esa contraposición entre el “corrernos”, que a cualquiera nos remite al sexo más crudo y pasional,
y los versos que siguen, que inciden en la calma posterior del amor.
En esas y otras
canciones, Albert Pla viene a reconocer, y reivindicar, un hecho incuestionable,
un principio del realismo más directo: el sexo no son las imágenes desvaídas de
hermosos cuerpos fragmentados que pueden aparecer en películas como “Nueve semanas y media” u otras
similares, etiquetadas bajo la políticamente correcta etiqueta de “erotismo”,
ese eufemismo con el que se pretende hacer accesible el sexo a las personas
finas, educadas y sensibles, para distinguirlo de la pornografía, propia de
seres toscos y primarios.
Para Pla, el
sexo, el acto sexual, follar, echar un polvo está muy lejos de las estilizadas
imágenes eróticas de la publicidad. En sentido estricto es algo sucio,
pegajoso, en el que se mezclan semen, sudor y saliva, en el que se adoptan
posturas que vistas desde fuera pueden parecer ridiculas si no patéticas, y en
el que se hacen cosas que ninguno nos atreveríamos a confesar una vez pasado
ese momento de la exaltación pasional, también llamada calentura. Los cuerpos
de los amantes rara vez son estilizados y ebúrneos. Más bien suelen ser
defectuosos, con michelines colgando, pieles sobrantes, defectos corporales,
calvas incipientes, manchas en el cuerpo, culos caídos, en fin, todo lo
contrario que los que aparecen en las películas eróticas. Y Pla no sólo piensa
que es así, sino que quiere demostrárnoslo y utilizarlo. El sexo es sucio en
ocasiones, ciertamente; si lo consideramos en frío puede resultar repugnante y
asqueroso, pero, pese a ello, --viene a decirnos Pla-- también es bonito y
placentero y no hay nada de vergonzoso en él, lo practiquen quienes lo
practiquen y en las formas que más placer les dé, por muy extrañas que le
puedan parecer a cualquier ajeno.
Además, explica
Pla en “El camión de la basura”, ese
sexo tan guarro que nos lleva a esa guarrería que es la corrida --que nos
ensucia y a los espíritus sensibles les obliga a levantarse inmediatamente para
ponerse debajo de la ducha y hacer así que el agua les lave no sólo el cuerpo,
sino también la culpa del alma y puedan regresar amorosos a sus costumbres de
inmaculada pureza-- es el caldo en el que se alimentan el reposo, la
tranquilidad, el cariño y el amor.
En el
mundo de contrastes que son las canciones de Pla, sexo y amor no sólo no son
conceptos diferentes e incluso antagónicos (algo que suele suceder cuando canta
los poemas de Fonollosa, sino que se complementan y forman parte de la misma
condición humana. Sus canciones recuerdan aquella cueca de Violeta Parra, más
comedida: “No me gustan los amores/ ay,
ay, ay, del alma sola / cuando el cuerpo es un río/ de bellas olas”.
Una novela, una
película, un cuadro o una canción que se agotan en la primera lectura, visión o
audición y luego ya no tienen nada nuevo que decirnos cuando volvemos a ellas
son realmente obras simples que se cierran sobre sí mismas. La posibilidad de
que un artista sea capaz de insuflar distintos contenidos a un trabajo, que se
superponen, se complementan o se enfrentan, que se van desvelando cada vez se
repite el contacto, es sin duda ejemplo de complejidad y a un artista capaz de
hacer que cada nuevo regreso a su obra sea fuente de descubrimientos y
sensaciones que hasta entonces habían pasado inadvertidos hay que tenerle un
poco de respeto.
En Pla esto es
evidente. Lo hemos visto ya en algún tema, pero donde queda más claro en su manera
de escribir algunas de sus canciones que, bajo una apariencia u otra, todas
provocativas, nos están hablando desde sus ecos más profundos del tema
preferido de Pla, casi una obsesión: el amor. O, mejor aún, de la imposibilidad
del amor, porque si hay un tema importante en las canciones de Albert, que
atraviesa buena parte de su obra es el de las dificultades para que las
personas se relaciones, se amen y sean felices.
Hay artistas,
incluso en las antípodas estilísticas de Pla --como Hilario Camacho,
sin ir más lejos--, que también tomaron el amor como tema nuclear de su obra.
Pero mientras en el madrileño (y esta es una diferencia más sustancial que las
formales) las razones por las que suelen salir mal los amores son de índole
interior, personal, relacionadas con las actitudes de los propios amantes, lo
que convierte la búsqueda de la felicidad en el terreno en una tragedia íntima,
en Pla esa dificultad nace de causas externas, ante las que, además, los
protagonistas se muestran impotentes: la diferencia de clases, los prejuicios,
las dificultades económicas, las convenciones morales, las obligaciones vitales
por causa de la ubicación social, la situación de los personajes, etc… Es decir,
el desamor es obligado y social. En “La platja”, es la persecución de la
justicia la que hace que el posible amor dure tan sólo un polvo; en “La sequía”
son las condiciones sanitarias; en “Joaquín el necio” los prejuicios sociales y
morales… En “Carta al Rey” y en “La dejo o no la dejo”, el doble mensaje
es de nota.
Ambas han sido
consideradas sus provocaciones políticas más evidentes y escandalosas, a la par
que polémicas y políticamente (nunca mejor dicho) incorrectas. Y lo son, pero
bajo ellas transcurre una corriente subterránea que las convierten en sendas
historias desgarradoras de amor fou
(perdóneseme el gabachismo). Constituyen un ejemplo paradigmático de esa
palabra que le hemos copiado a Hitckock para el título de este capítulo:
mcguffin. Es decir, un elemento llamativo que aparece en todas sus películas y
que no tiene otro sentido que el de atraer la atención del público, sin ninguna
importancia dramática real, para a través de él contar con libertad lo que
realmente le interesaba expresar.
Por un lado está
“Carta al rey”, que la pacatería de
BMG-ARIOLA le obligó a titular “Carta al
rey Melchor” (“No sólo de rumba vive
el hombre”, 1992) y para la que le compuso la música Pi de la Serra.
A primera
audición podría considerarse una boutade atimonarquica ante la que el
comentario evidente sería “qué barbaridades escribe este chico”. Sin embargo el
tema más profundo está presente ya desde los dos primeros versos: “Mi majestad: espero no ofenderlo ni
irritarlo, majestad, / pero mi deseo es casarme con su hija”. A partir de
ahí, Pla escribe en primera persona al rey contándole las razones y las
dificultades que ve para la realización de su amor. Le pide que sea
comprensivo, pues, al fin y al cabo “aunque
sea soberano/ supongo que será humano/ como el resto de sus siervos/ también
tendrá sentimientos/. Yo sé que vos realmente también os cagáis y folláis y
sudáis como yo. Esto es real…” y le confiesa que él es republicano (“Seria
mentirle si digo que tengo respeto por la monarquía/ siempre me he cagado en
las dinastías/ y en las patrias Putas, las banderas sucias,/ los reinos de
mierda y la sangre azul, mi majestad…”
Pla es
consciente de las abismales distancias que les separan, pero aún así aspira a
la mano de la princesa, porque ahora manda “el
real decreto del corazón”, que le arrastra y le lleva a renegar “por amor” de sus firmes principios
políticos. El enamorado sabe que “hasta
el más consecuente ante el amor pierde su honor”, y él está dispuesto a
arrastrase por el suelo para conseguir el objeto del amor:
“…
Sólo pensar que quisierais ser mi suegro, majestad,
Yo
ya le adoro, yo le adulo y hasta le beso el culo.
Le
prometo ser bueno, un digno yerno, majestad.
Si
me caso me transformo como en ese cuento
Aquel
sapo que por un beso se convirtió en príncipe encantado
Y
así por un beso de su princesita también
Me
vuelvo todo lo que usted quiera.
Seré
su súbdito amado, su sumiso esclavo,
Su
obediente criado, su subordinado y devoto lacayo.
Le
juro ante dios y ante el cielo y la Biblia:
Qué
viva el rey, viva el rey.
Qué
viva la monarquía.”
Naturalmente, a
estas alturas de la canción ya todos sabemos que ese amor entre un republicano
tan mal hablado y una idealizada princesa es imposible. Y eso es lo realmente
es lo que sale del fondo de la canción, como una espuma de verdad imposible de
contener en el fondo del vaso. El rey, el republicano y la princesa son tan
solo el MacGuffin que utiliza Pla para tenernos enganchados y hacernos pensar.
Igualmente
significativa es “La dejo o no la dejo”
(“Veintegenarios en Alburquerque”, 1997), aunque en ella Pla juegue
directamente con fuego. Literalmente y desde el principio:
“Tu novia es un encanto y tú estás tan
enamorado, /por eso no le perdonas sus/ deslices, sus engaños,/ pero tu cariño
es tan ciego./ Ves tan claro su secreto./ Ella tiene otra vida, más siniestra y
clandestina: /Tu novia es una terrorista…”
Desde este comienzo,
el enamorado conoce y afronta la terrible maldad de su novia, que acribilla a
tres policías, coloca una bomba en los retretes del Congreso y se carga a tres
diputados; incluso, en la estrofa más dolorosa y dolorida de la canción, le
pega cuatro tiros en la calle a un militar, al que mata delante de su hijo, que
en un momento estremecedor canta, con la voz más triste e inocente de Pla, “Jesusito de mi vida, que eres niño como yo,
di por qué han matado a mi papa. Toy solito”.
Una vez más,
llegando hasta el fondo de las concesiones, renuncias, complicidades y
silencios que uno debe afrontar para amar y ser amado. No es otra que el dilema
entre conciencia y felicidad:
“…me siento responsable y cómplice de su
barbarie,
por celoso y por cobarde,
pero es que me horroriza estar sin ella,
no sabría hacerme a la idea
de que le ocurra una desgracia o caiga en acto de
servicio.
El día menos pensado me despierto y estoy viudo.
Y sin ella estoy
perdido, ya nada tiene sentido…”
Y hasta aquí
hemos llegado. Hay muchos temas que se podrían abordar y que he dejado fuera.
Por ejemplo, el de los artistas con los que ha cantado y colaborado a lo largo
de 25 años de carrera recién cumplidos, y que muestras cuáles han sido sus
puntos de referencia y de contacto con el mundo de la canción. Son muchos y no
siempre responden a lo que se podría esperar: Pep Bordas, Pi de la Serra, Diego
Cortes, Jorge Pardo, Estopa, Manolo Cabezabolo, Robe Iniesta o Kike Veneno por
citar solo a unos cuantos de distintos palos. Sin embargo, quizás su
colaboración más inesperada para quienes sólo miran la hojarasca de su trabajo
sea esta interpretación de “Euskal Herrian euskaraz”, del grupo de folk vasco
Oskorri, a los que acompañó en 1996 en el frontón de Getxo (con, entre otros
Mikel Laboa, Albert Pla, Pedro Guerra y Antón Reixa) para celebrar el 25
aniversario del grupo. No sólo folk, sino en euskera.
NOTA. Las ilustraciones
corresponden a pinturas, dibujos, fotos y fotogramas de (por riguroso orden de
aparición): Cantero anónimo del Medievo; Valeriano y Gustavo Adolfo Bécquer;
Lucian Freud; Pablo Picasso; Luis Buñuel; Francisco de Goya; Jeroen
Anthoniszoon van Aeken, conocido como El Bosco, Juan Hidalgo; George Grosz;
Robert Mapplethorpe; Josep Renau; Guido Crepax; Eric Kroll y Andy Warhold.
No hay comentarios:
Publicar un comentario