Fernando Castedo es el único director general de TVE que
perdió el puesto por hacer precisamente aquello para lo que le habían nombrado: convertir la cadena en una televisión pública a
la europea, equidistante de los partidos políticos e independiente del
Gobierno. Y no lo dice este cronista. “Pienso
que algo importante ha cambiado desde que se me nombró, pues se me exige la
dimisión por haber hecho aquello para lo cual se me nombró”, escribió el
propio Castedo en la carta de despedida que le mandó al presidente del
Gobierno, Leopoldo Calvo Sotelo, la
noche del 22 de octubre de ese mismo año. Apenas había estado 10 meses en el
sillón.
El que habría de
ser el más breve de los directores generales de Radio Televisión Española había
sido nombrado para el cargo el 2 de enero de 1981, y fue uno de los últimos
nombramientos efectuados por un consejo de ministros presidido por Adolfo Suárez, justo 17 días antes de
presentar su propia dimisión como presidente del Gobierno. Castedo fue el primer responsable de la televisión estatal nombrado
tras la aprobación el año anterior del estatuto, y llegó al cargo aupado,
además, por un acuerdo previo entre el partido centrista en el gobierno y los
socialistas, que encabezaban la oposición. De nada le servirían ambos avales,
dada la crispada etapa que le tocó vivir ese año al partido que teóricamente le
había propuesto, la UCD, que enfrentada en mil batallas intestinas buscó su
destitución casi desde los primeros momentos de su mandato. El propio afectado ha
contado en numerosas ocasiones que a los pocos días de llegar a La Moncloa Leopoldo Calvo Sotelo, el 25 de
febrero, dos días después del tejerazo,
ya le llamó por teléfono para pedirle su dimisión.
Es un lugar
común entre los veteranos de TVE recordar los apenas 10 meses de Fernando Castedo como la única etapa en
la que no existió manipulación progubernamental en los informativos de la
cadena. El que era director de informativos, Iñaki Gabilondo, se encargó de garantizarlo, rodeándose de un grupo
de jóvenes periodistas que habrían de sonar en el futuro: Pedro Erquicia, Luis Mariñas, Elena Martí, Carlos Estévez
y una larga nómina. Fue otro a quien el cumplimiento de su deber le costó el
puesto.
Dos reportajes
sobre el paro en Andalucía y Extremadura, emitidos los días 20 y 21 de mayo, en
los que los encuestados criticaban abiertamente al Gobierno, levantaron la ira
de los criticados y de parte de la UCD, que pidieron la cabeza de periodista
que dirigía los servicios informativos, una presión a la que hubo de someterse
Castedo, que destituyó a Gabilondo.
Aparte de este
punto negro en su historia, en los 293 días que duró el director general en su
puesto aprovechó bien el cargo y realizó un buen número de cosas que marcaron
un antes y un después en la historia de TVE. Redujo a menos de la mitad los más
de 1.200 cargos que había en la empresa cuando llegó, saneó la economía,
incrementó la producción propia, creando un área de especial a cuyo frente puso
a José Luis Balbín, promovió
acuerdos con la industria cinematográfica para la producción de series y
largometrajes, e inició el proceso de institucionalización de las tres
sociedades que entonces componían RTVE (TVE, RNE y RCE), en consonancia con los
modelos europeos de la televisiones públicas al objeto de independizarlas de
los gobiernos de turno. Además, Castedo superó con nota el duro examen del
intento del golpe de Estado del 23 de febrero. Nada de ello le sirvió de mucho,
o, por el contrario, todo se le tomó en cuenta. El hecho es que las luchas
intestinas de una UCD que se derrumbaba a pasos agigantados se le llevaron por
medio antes de su hundimiento definitivo en las elecciones del año siguiente.
Récord de longevidad
Si Fernando Castedo marcó un récord de
brevedad en la dirección de RTVE, “Verano
Azul”, la serie de Antonio Mercero
que se estrenó el 11 de octubre de aquel año, 11 días antes de la dimisión del
director general, sin duda ha batido la marca de las series que más veces se
han repuesto en la historia de la televisión en España.
Antonio Mercero, un guipuzcoano entonces de 45
años que ya venía precedido por una importante carrera televisiva, siempre
había sabido mezclar en sus trabajos humor, ternura y un cierto sentido social,
hasta el punto de haber logrado en 1971 darle tensión dramática y estructura de
comedia nada menos que al Fuero de los Españoles, que ya es saber manejar los
encargos. Habilidad de especial valor si se tiene en cuenta que la idea salió directamente
de la mente del Almirante Carrero Blanco. El resultado de tan arriesgado
intento había sido “Crónicas de un pueblo”,
un retrato costumbrista y amable de la vida en una pequeña aldea castellana,
con su cura, su médico, su cartero, su conductor de autobús y su alcalde,
papeles con los que consiguieron la intensa pero fugaz fama que siempre da la
televisión actores como Emilio Rodríguez,
Jesús Guzmán, Francisco Vidal, Rafael
Hernández o Fernando Cebrián.
“Crónicas
de un pueblo” había estado tres años en antena, y su éxito, que fue
destacado desde el principio, permitió a Mercero abordar en 1972 el más
arriesgado de sus trabajos televisivos, el mediometraje “La cabina”, en el que un aterrorizado José Luis López Vázquez veía como, tras entrar en una cabina
telefónica para hacer una llamada se veía imposibilitado de salir de ella, pese
a los intentos de los viandantes, la policía y los propios bomberos, que al
final le cargaban en un camión y le llevaban a un depósito en el que se
almacenaban otras muchas cabinas similares con humanos en diferente grado de
descomposición. La obra tenía un tufo de las viejas “Historias para no dormir” de Narciso
Ibáñez Serrador; de “El asfalto”
(1966), más en concreto. No en vano el autor del cuento original utilizado por
Mercero, cuyo guión escribió un jovencísimo José Luis Garci, era en ambos casos Juan José Plans, colaborador habitual de Ibáñez Serrador. No
obstante, aquel retrato amargo de la angustia del hombre moderno, solitario en
medio de una ciudad asfixiante, gustó a los espectadores, y especialmente a los
jurados de los premios estadounidenses Emmy, los Oscar de la televisión, que en
1973 le otorgaron su máximo galardón al mejor mediometraje.
En “Verano azul”, Mercero no intentó ni ilustrar con oficio y gracia un texto legal
del franquismo ni analizar la agonía existencial del ser humano contemporáneo.
Su pretensión era menor, pero no era ajeno a ella el interés del director por
hablar de los problemas de la gente. Con un esquema de comedia amable y la
historia de las vacaciones veraniegas de un grupo de familias, el director se
planteó, con un guión de él mismo,
Horacio Valcárcel y José Ángel Rodero hacer una radiografía bienintencionada de
las relaciones generacionales de la nueva España que había llegado con la
democracia. Los mayores, apegados a sus costumbres, los jóvenes descubriendo un
mundo nuevo y exigiendo su reconocimiento como personas en el seno de la
sociedad y la familia.
Aunque criticada
por los de siempre, que no veían bien que los personajes dijeran tacos, “Verano azul” supuso, sobre todo, la
mitificación del anciano Chanquete, con el que resucitó como actor Antonio Ferrandis, una especie de
representantes de la España inmortal: sensato, bondadoso, original y
desprendido. A su alrededor, los chiquillos, interpretados por un grupo de
jóvenes actores de los que sólo ha
sobrevivido para la actuación Juan José
Artero, eran los que iban dando forma a las pequeñas anécdotas con las que
el director intentaba retratar la España de 1981.
La serie tuvo un
gran éxito en España, e incluso en países tan lejanos como Angola, Croacia o
Bulgaria. Algo debía tener aquella producción de Antonio Mercero pera que no sólo triunfara en tierras ignotas y
distintas, sino que con el paso del tiempo siguiera teniendo éxito en la misma
España, a través las múltiples reposiciones que desde 1981 se han repitiendo en
TVE hasta hace relativamente pocos años.
UN CÁMARA CON VALOR
Además de Adolfo Suárez, Gutiérrez Mellado y Santiago
Carrillo, hubo el 23 de febrero de 1981 otras dos personas que reaccionaron
con rapidez y dignidad cuando el guardia civil de los bigotes que respondía al
nombre de Antonio Tejero asaltó a
gritos y tiros el Congreso de los Diputados en un intento de golpe de estado.
Se llamaban Manuel Barriopedro y Pedro Francisco Martín, y eran
periodistas gráficos, uno de prensa y el otro de televisión. Gracias a su
pericia y sangre fría las imágenes del atrabiliario asalto recorrieron el mundo
dejando testimonio de su barbarie.
Nada más entrar
en el hemiciclo, los sublevados dieron orden de apagar todas las cámaras de
televisión, y fueron obligando uno a uno a los profesionales a que lo hicieran.
Pedro Francisco Martín, al cargo de
una de ellas, se la jugó, y en lugar de apagarla sólo movió al máximo el botón
de brillo, por lo que el guardia la creyó fuera de funcionamiento y echó al reportero
de allí. De esa manera fueron llegando las imágenes del golpe a Prado del Rey,
donde el director general, Fernando
Castedo, se encargó personalmente de recogerlas, montarlas junto al
periodista Jesús Picatoste y hacer
una copia, guardando el original debajo del propio sillón de su despacho. Los
militares que ocuparon Prado del Rey no las descubrieron, y la infamia quedó
grabada para la historia.
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