Compuesta en 1973
como homenaje a los
antifranquistas clandestinos
a raíz de un encuentro casual en
la calle
con Gregorio López Raimundo
Letra castellano:
Reconstruir sobre las ruinas
La
clandestinidad ha sido la condición obligada de los comunistas españoles a lo
largo de buena parte de su historia. Ilegalizados por la dictadura de Primo de
Rivera y por la propia República, a raíz de la sublevación de Asturias de 1934,
su inmersión más larga en el mundo clandestino fue la que hubieron de vivir
bajo el franquismo. Treinta y siete años de ocultamiento, dobles vidas, citas
secretas y actividades que podían conducirles a la muerte de ser descubiertos,
forjaron el carácter de los más dedicados y mejores luchadores antifranquistas
y condicionaron algunos de los errores y aberraciones cometidos por el PCE y su
dirección en esos años.
Al finalizar la
guerra civil la dirección comunista se dispersó por el mundo. En Moscú estaba
José Díaz, el secretario general gravemente enfermo de cáncer que se suicidó en
1942, y a cuya muerte se desató una verdadera lucha interna entre Dolores
Ibárruri y Jesús Hernández por sucederle. Allí estában también Castro Delgado,
Rafael Vidiella, Modesto, Líster, el Campesino, Manuel Tagueña, y algunos dirigentes
de las Juventudes, como Ignacio Gallego y Fernando Claudín, que primero pasó
por América. También se había exiliado en la URSS Josep Comorera, el secretario
general del PSUC, que, según Vázquez Montalbán, "procura viajar todo lo posible, llevando como un viajante catalán el
problema PCE-PSUC en la maleta"[1],
lo que habría de ser causa de sus males posteriores. En México estaban Pedro
Checa, responsable de organización del Partido, que habría de morir pronto, y
Vicente Uribe, ex-ministro de Agricultura. Por América pasarían también algunos
dirigentes de las JSU, con Carrillo a la cabeza, llamados a dirigir la política
del PCE unos años después y ya preparándose para el salto. Por Francia andaban
Francisco Antón, Carmen de Pedro, Jesús Monzón[2] y
Manuel Azcárate, también de la JSU, lidiando el difícil toro de conducir el
partido en la lucha contra los nazis. Los dirigentes que habían quedado en
España o habían sido fusilados o estaban en las cárceles.
En estas
condiciones resultaba sumamente difícil reconstruir la organización de entre las
ruinas en que había quedado tras la guerra. En medio de tremendas dificultades
para comunicarse, cuanto más para elaborar una política en común, los
comunistas españoles debieron, sobre todo en los primeros años cuarenta,
apañárselas como pudieron, improvisando y aplicando las viejas recetas a una
realidad que resultaba cada vez más complicada de aprehender. Tuvieron que
invertir en ello cantidades ingentes de militantes y sacrificios.
Además, las
relaciones con el resto de los partidos republicanos no habían mejorado con el
final de la guerra civil, antes al contrario. La resaca del golpe de Casado había
abierto un foso entre las fuerzas que habían apoyado a la República y los
vaivenes de la postguerra no contribuyeron a cerrarlo. El PSOE, que había
quedado en manos de Indalecio Prieto, los anarquistas, Izquierda Republicana y
los nacionalistas habían salido de la guerra aún más desorganizados que el PCE
y, lo que es peor, sin su voluntad de resistencia. Unos y otros permanecían
anclados en las posturas de la guerra sin hacer nada por acercar posiciones y
sin realizar un análisis profundo y realista sobre las responsabilidades de
cada uno en la derrota. Además, tanto los comunistas como los demás se atenían
estrictamente a las consignas que recibían de sus propios campos de influencia:
El PCE de la URSS; socialistas, republicanos y nacionalistas, de manera menos
directa pero igualmente contundente, de Estados Unidos y Gran Bretaña; y los
anarquistas de su propia desorientación. Todos fueron víctimas de la situación
internacional en la que tenían que apoyarse y de las relaciones de la URSS con
las democracias occidentales, terribles a raíz del pacto germano-soviético del
mismo año 1939, más colaboradoras durante la guerra, y definitivamente
destrozadas con la guerra fría, que estalló de manera inevitable en 1948.
En aquellos
convulsos inicios de la década de los cuarenta, los comunistas españoles, como
los del resto del mundo, sufrían una total dependencia de la Unión Soviética y
sus directrices políticas, dictadas a través de la Internacional Comunista. En
el peor momento del estalinismo, las purgas y las represiones se aplicaron
también contra los disidentes españoles, aunque de forma más limitada que en la
patria del socialismo.
Irene Falcón, que
pese a su cercanía a Pasionaria hubo de sufrir el ostracismo a consecuencia de
sus relaciones con Bedrich Geminder, comunista checoeslovaco, brigadista en la
guerra española, resistente en la mundial y, como tantos otros de similar
currículo heroico depurado en los procesos de Praga de 1952, recuerda en su
autobiografía las circunstancias políticas de aquellos años oscuros: "El PCE, a diferencia de los partidos francés
e italiano no había participado en la Kominform, si bien ello no respondía a
una posición de independencia del comunismo español: simplemente éramos un
partido sin posibilidades de poder gobernar, y la Kominform era una estructura
internacional de los partidos comunistas gobernantes en el este de Europa y de
los dos partidos comunistas occidentales con presencia institucional en sus
respectivos parlamentos y en los gobiernos de coalición nacional en los años
inmediatamente siguientes a la Segunda Guerra Mundial, Que no fuésemos miembros
de la Kominform no significa que no siguiéramos el espíritu de guerra fría que
buscaba 'agentes del capitalismo' y 'traidores titistas'. Monzón y Comorera, por
este orden, son los casos personales más conocidos por su condición de
dirigentes, pero no los únicos. Insisto en que, emulados en la vigilancia
revolucionaria, en todas las agrupaciones estábamos alerta ante el peligro de
infiltración de los enemigos del socialismo". Más adelante añade:
"Con la guerra fría, el terror se aplicó
a las direcciones de los partidos hermanos y, en los casos de los que seguían
en la oposición de sus respectivos países, se produjo una reacción mimética
buscando enemigos dentro de sus propias filas con tal irracionalidad que si no
los había se inventaban, como forma ¿le presentar, al estilo capitalista, una
cuenta de resultados eficientes, cifrada en el volumen y la calidad de las
depuraciones. En esta caza colaboraban bastantes personas que ciegamente
seguían y obedecían en la localizaron de casos menores"[3].
Junto a Jesús
Monzón y Joan Comorera, que cita Irene Falcón, los otros dos comunistas
españoles más conocidos caídos como consecuencia de la barbarie estalinista de
aquellos años son Heriberto Quiñones, el primero cronológicamente en traicionar
al partido, y Gabriel León Trilla.
Si durante la
guerra civil el estigma que marcaba a los desviados de la verdad oficial era el
del troskismo, tras la finalización de la contienda mundial fue el del titismo,
denominado así como referencia a los intentos, en buena medida conseguidos, de
independizarse del comunismo soviético de Josip Broz Tito, el dirigente
comunista yugoeslavo que había conseguido la liberación de su pueblo del
nazismo no con el apoyo del ejército de la URSS, como el resto de los países
socialistas europeos, sino por la acción guerrillera de los propios yugoeslavos
comandados por él.
Heriberto
Quiñones fue un titista, oficialmente un desviacionista
nacional-comunista-pequeñoburgués, antes de que se inventara la palabra, pues
tanto su rebelión como su caída en desgracia son anteriores al fin de la guerra
mundial. Considerado por algunos estudiosos, como Gregorio Morán, un héroe del
antifranquismo, hubo de recibir los más duros calificativos de la dirección del
PCE, incluso después de su detención por la policía franquista, ante la que se
comportó con singular dignidad y heroísmo y posterior fusilamiento, para el que
tuvieron que sentarle en una silla porque no se tenía de pie a causa de las
torturas que le habían aplicado.
Según todos los
datos, Quiñones era un comunista rumano llegado a España procedente de Francia
como instructor del Kominterm durante la guerra. Hablaba perfectamente el
castellano como resultado de haber efectuado largas misiones en Sudamérica y el
catalán por haberse casado con una catalana, por lo que podía pasar
perfectamente como nativo. Detenido al final de la guerra civil, fue
salvajemente torturado por la Gestapo alemana, de visita en España para
impartir a sus colegas ibéricos un master sobre tratamiento a los detenidos. En
1940 se escapó de la cárcel y se puso, sin encomendarse a dios ni a la
dirección del partido en el exilio, a organizar el PCE en el interior, dando
muestras de singular valor y eficacia. Enfrentado a la dirección que había
suplantado, a la que parece ser que no tenía demasiado respeto y de cuyos
miembros consideraba que habían abandonado el barco en lugar de quedarse para
seguir luchando, fue acusado de nacionalista y de resistirse a aplicar las
consignas e indicaciones que emanaban de los dirigentes del partido en Moscú o
de los nuevos líderes procedentes de las JSU, especialmente Carrillo, que ya
despuntaba como alternativa futura de mando.
En el consejo de guerra que le juzgó el 20 de
septiembre de 1942 realizó una apasionada defensa de sus ideales, como había hecho
ante la policía cuando ya el partido le acusaba de traición. Ni eso ni su
fusilamiento en las tapias del cementerio del Este madrileño el 2 de octubre de
1942, sentado en una silla, pues no se tenía de pie a consecuencia de las
torturas, sirvieron para rehabilitarle, y su nombre fue durante largos años
sinónimo de traidor a la causa del proletariado en la literatura oficial del
partido.
Jesús Monzón ya
era un dirigente apreciado antes y durante la guerra civil, buena prueba de lo
cual es que saliera de España hacia el exilio en el mismo avión que Pasionaria.
Responsable de las actividades del partido en Francia durante la segunda guerra
mundial, junto a Manuel Azcarate y Carmen de Pedro, regresó a España en el
otoño de 1943, autonombrandose presidente de la Unión Nacional Española, poco
más que un intento voluntarista por unir a la oposición interior al franquismo
en una jugada que le permitiera salir del aislamiento político en que se
encontraba. Las razones de su caída en desgracia hay que achacarlas al fracaso
de esa política de Unión Nacional, al desastre del intento de invasión
guerrillera por el Valle de Aran en octubre de 1944 y a los desacuerdos con
Santiago Carrillo en particular y la dirección del PCE en general sobre la
manera de conducir la lucha en el interior.
Tras un largo
proceso de desavenencias, discrepancias y desconfianzas, Monzón fue detenido en
Barcelona en julio de 1945, cuando iba a reunirse con Carrillo en Toulouse y
buscaba una vía para pasar la frontera distinta a las del PCE, pues no se fiaba
de lo que el partido había decidido hacer con el y sentía especial desconfianza
hacia el que era entonces responsable de los pasos de la frontera, Josep
Serradell, Román, al que él había
separado del partido y que había vuelto a incorporar Carrillo. Juzgado en 1948,
fue condenado a 30 años de cárcel, librándose de la pena de muerte por las
gestiones que hizo a su favor el gobierno británico, presionado por
responsables del PNV, a los que había pedido ayuda su familia. Esta
circunstancia sirvió para aumentar el expediente de traidor que le había
abierto la dirección del PCE.
El principal
compañero de lucha de Monzón, tanto en Francia como en España, era Gabriel León
Trilla, cuya suerte había de ser aún más dolorosa. Maestro de profesión,
miembro de la dirección del PCE antes de la guerra siendo secretario general
José Bullejos, León Trilla había sido apartado en el congreso de Sevilla de
1932 a consecuencia, entre otras cosas, de haber defendido las tesis de Trosky
frente a las de Stalin en la polémica entre ambos de 1923, para regresar al
partido en la guerra, durante la cual fue director de Enseñanza Media. Troskista
en su juventud y titista en la madurez era sin ningún género de dudas el
prototipo de traidor: fue apuñalado el 6 de septiembre de 1945 en el Campo de
las Calaveras de Madrid por uno de los integrantes del Grupo Especial comandado
por Cristino García; aunque este héroe de la resistencia francesa, cuya última
carta de condenado a muerte se puede encontrar en el capítulo anterior, se
opusiera al asesinato y se negara a llevar a cabo la acción personalmente,
según todas las fuentes.
No obstante, el
caso políticamente más importante 6 de esos años de represión interna y miedo,
aunque no hubiera ejecución por medio sino muerte natural, fue el de Joan
Comorera Solé, secretario general del PSUC, del que había sido uno de los
fundadores, figura destacada del comunismo ibérico y estalinista de pro, nada
de lo cual le valió a la hora de la defenestración. Practicante de un tira y
afloja con la dirección del PCE desde la guerra a causa de la independencia
orgánica de los comunistas catalanes, que él defendía y que en cierta manera
consiguió en junio de 1939 con la aceptación del PSUC como "sección
catalana" de la III Internacional, Comorera estaba condenado a romper con
el Partido hermano. La crisis definitiva estalló a finales de 1949, cuando la
dirección del PCE decidió quitarle el PSUC de las manos y ponerlo al cuidado de
dirigentes con los que mantenía mejor sintonía, como Pere Ardiaca y Wenceslao
Colomer, su yerno, a los que Comorera había apartado a finales de la guerra
civil, o Josep Serradell, Gregorio López Raimundo y Josep Moix, que había de
sucederle como secretario general de los comunistas catalanes. Vuelto a
Cataluña para intentar reagrupar a los militantes que le seguían siendo fíeles,
fue detenido el 9 de julio de 1954 y falleció en el penal de Burgos en 1960, entre
el ostracismo y la desconfianza de la mayor parte de los militantes del PCE y
el PSUC allí presos[4].
Refiriéndose a
este periodo de la historia del PCE, Manuel Vázquez Montalbán a escrito que
"parece hoy milagroso que este clima
paranoico de sospechas fundadas e infundadas, origen de todos los oscuros
episodios de la vida interna del PCE en la década de los cuarenta, sólo haya
acuñado cuatro nombres y apellidos constantemente recordados: Quiñones, Trilla,
Monzón y Comorera, en una etapa de resistencia armada, de apuesta continuada
por la vida o la muerte que en todas las situaciones similares de la Europa
ocupada dio lugar a actitudes truculentas de ajustes de cuentas. Pero así como
en otras culturas comunistas con los años se rehabilitó a los caídos en desgracia,
estuvieran vivos o muertos, la cierto es que la verdad oficial del PCE
mantendrá estas cuatro liquidaciones políticas o físicas como necesarias y
nunca serán rehabilitados los condenados, según la liturgia rehabilitadora tan
cara a la cultura ética de la militancia según el canon prefijado por el PCUS”.
Teniendo razón
Vázquez Montalbán, es preciso reconocer que durante estos años fueron muchos
los acusados de desviacionismo en el PCE y numerosos los militantes que fueron
expulsados o abandonaron el partido, desilusionados del clima de intrigas y
represión interna en el que se desenvolvía la organización y en desacuerdo en
muchos casos con la política que se llevaba a cabo. Estos enfrentamientos, que
en otros momentos se hubieran solucionado probablemente de manera más
civilizada y menos dogmática, contrastan, por otra parte con la actividad
cotidiana de infinidad de camaradas clandestinos, alguno de cuyos testimonios
se pueden leer en las páginas que siguen, que lucharon de manera esforzada y
peligrosa contra la dictadura sin saber en la mayor parte de los casos lo que
se movía en las alturas.
[1]
“Pasionaria y los siete enanitos”
[2]
Carmen de Pedro y Jesús Monzón aparecen como personajes reales en la novela de
Almudena Grandes “Inés o la alegría”.
Azcarate dejó un completo testimonio sobre estos episodios, y sobre su
posterior estancia en la URSS en su libro de memorias “Derrotas y esperanzas” (Tusquets, 1984), que ganó el Premio
Comillas.
[3] “Asalto a los cielos”.
[4]
Sobre el caso concreto de Comorera merece la pena consultar su biografía,
publicada por Michel Caminal en la editorial Empuñes de Barcelona en 1984. En
la misma editorial se puede encontrar el segundo tomo de las memorias de
Gregorio López Raimundo, “Primera
Clandestinidad”, en el que se puede leer su versión del conflicto. Sobre
los casos de Quiñones, Monzón y León Trilla hay abundante material en los
libros de Gregorio Morán (“Miseria y
grandeza del Partido Comunista de España”) y Manuel Vázquez Montalbán (“Pasionaria y los siete enanitos”), que
han servido de documentación principal para este capítulo.
Clandestinidades 1
Aunque se había
perdido la guerra, Para mí las cosas no se habían derrumbado, lo vivíamos como
una derrota, pero una derrota momentánea. Yo sabía que aquello iba a durar
años, pero no me imaginaba tantos, claro. Un día tuve noticias de un camarada
de mi batallón, que era comisario de una compañía y éramos muy amigos; un tío
de una pieza, de una gran honestidad, pero yo le decía: tu eres como el
cristal, durísimo pero frágil, y ya sabes, Stalin ha dicho que los comunistas
tienen que ser fuertes y flexibles como el acero, que nadie te pueda romper. Supe
que estaba trabajando de panadero y yo me decía: a este tío le van a detener y
le van a fusilar. Fui a verle con Carmen y estuvimos hablando toda una tarde.
Mira, le decía, hemos perdido una batalla, pero la lucha todavía no ha
terminado, la guerra ha demostrado que puede haber un mundo sin patronos, pero
sin obreros no, nosotros somos imprescindibles; ahora se abre una lucha de otra
forma, con otras armas, vente conmigo, yo estoy con unos camaradas y tu también
puedes estar allí. No le pude convencer. Me decía: mira, nosotros hemos tenido
cañones, aviones, ametralladoras, tanques, y hemos perdido, ¿qué vamos a hacer?
Joder, decía yo, ¿qué vamos a hacer? pues seguir luchando. Hemos perdido, pues
tenemos que pagar, decía él. No hombre, yo no tengo que pagar nada, ni tú
tampoco, si lo que ha pasado es culpa de ellos. Pero no hubo manera. Salimos y
cuando bajamos la escalera le dije que tuviera cuidado.
Meses después,
en el Postigo de San Martín, me encontré a su madre, se echó a llorar y le
pregunté ¿qué ha pasado? Dijo: hijo, que razón tenías, está en la cárcel. Luego
volví a verla y me dijo que le habían fusilado. Esos casos se dieron, y era
natural que se dieran, como hubo gente que chaqueteó y empezó a contar y empezó
a decir, pero en general había una gran solidaridad, porque yo pasé aquellos
meses después del 1° de mayo durmiendo una noche en un sitio, otra noche en
otro. A lo mejor una noche iba a una casa y me decían: hijo, que más quisiera
yo, pero se han llevado a mi marido, o a mi hijo, y a lo mejor vuelven esta
noche; pero otras veces me decían que durmiera allí esa noche y al día
siguiente ya se vería. Había un sentido solidario tremendo en la gente, sobre
todo entre los camaradas, pero también en personas que no lo eran. Una noche
fui a la casa donde había dormido un amigo y como no estaba me acogió una
vecina de enfrente, y ni eran comunistas ni Cristo que lo fundó.
El Partido
estaba organizado. Nosotros seguíamos trabajando. Yo estaba en el sector Este
del Partido, en las empresas de la zona. Había una chica que también estaba en
el comité y que les conocía a todos y nos decía a quien había que ir a ver para
reintegrarle a la militancia; pero claro, encuadrabas a uno y a la semana
siguiente lo detenían. Fue un trabajo tremendo. Detuvieron a varios y a mi me
salvó el que nadie sabía donde vivía, porque no estaba en la casa.
Carmen me
encontró finalmente una vivienda de unos camaradas en el barrio de Usera, pero
estaba prácticamente derruida, se habían hecho una chabola y al mismo tiempo
iban levantando la casa. Allí me quedé un tiempo. Una noche llegué cuando
estaban cenando y la mujer, que era analfabeta pero muy inteligente, me dijo:
venga, siéntate y cenas con nosotros. No, que ya he cenado. Que cono vas a
cenar, si tienes una cara de hambre que no puedes con ella. Efectivamente, no
había cenado y cené, pero a partir de entonces procuraba llegar después de su
cena, porque sabía que era quitarles algo que les hacía mucha falta.
Cada mañana
salía a intentar ganarme la vida. Estuve vendiente tomates, pestiños,
trabajando en la construcción un poco tiempo, pero me tuve que marchar sin
cobrar la semana, sólo con lo que me quisieron dar el día anterior, porque
temía que la policía pudiera llegar allí al día siguiente. Eso duró hasta el
último día de noviembre, que me marché a Sevilla.
Simón Sánchez Montero
En la agrupación
guerrillera yo viajaba desde Barcelona hasta la frontera en busca de armas. Iba
con un bolso grande que a veces cabía una metralleta, algún cajetín con balas,
una pistola, cualquier cosa. Llegaba hasta la frontera, a algún pueblecito
cerca, pasando ya de Gerona, a la zona de la montaña y allí me cargaban con lo
que fuera, luego me venía hacia Barcelona y lo entregaba, no sabía más. Era
curioso, porque yo, en los viajes en tren me iba a donde estaba la guardia
civil. Mire, les decía, me vengo aquí porque tengo más confianza con ustedes
que por ahí sola. Nunca pasó nada.
Como no teníamos
dinero ni para coger un taxi, en la estación de Francia tenía que tomar un
tranvía y en uno de los viajes me costaba tanto trabajo subir el bolso a él que
había dos grises y uno de ellos me lo cogió y lo puso en la plataforma. Me
dijo: señora, ¿qué lleva usted aquí? Bombas, contesté. Qué cosas tiene usted
señora. Bueno, pues no se lo crea. ¿Qué pensaron? pues con veintinueve años que
tenía yo, debieron pensar que tenía niños pequeños y que llevaba botes de leche
o cosas así del mercado negro y me dejaron estar. Yo les hice la broma y me
dejaron. ¿Por qué les dijiste eso? me preguntaban luego los camaradas. Porque
era lo único que no se iban a creer.
Yo mantenía
contactos con los responsables de la dirección del Partido y los responsables
de las guerrillas, uno de ellos era José Bruch y otro José Aymerich; Miguel
Núñez[1]
era el instructor político militar. Los responsables del Partido con los que
tenía contactos eran Moisés Hueso y Celestino Carrete. Pero los contactos eran
de los de traer y llevar, decirles que iba a haber una reunión en tal lugar o
que fulano iba a estar en tal lugar para encontrarse con ellos. Las armas me
las llevaba yo a casa, y después de saber a quién tenía que dárselas volvía a
salir y las entregaba. A veces no salían de casa porque se las llevaba Miguel
directamente a donde fuera. Así hicimos varios viajes hasta la detención.
Nos detuvieron
el día 4 de abril del 45, después de haber dado doce tiros por la espalda a
Juanito Cuadrado. Nos habían seguido a algunos, a mí también. A Juanito
Cuadrado le siguieron y le dieron doce tiros. El llevaba pistola, pero no la
utilizó. No pudo utilizarla porque le dispararon por la espalda, aunque dijeron
que lo habían hecho en defensa propia, pero era mentira, no le dejaron ni
siquiera sacarla. Le llevaron al depósito de cadáveres y uno de los hombres que
había por allí vio que se movía. Entonces llamaron a los médicos, bajaron, se
lo llevaron, empezaron a sacarle balas, a hacerle operaciones y a curarle y ahí
está, todavía vive. Yo no me enteré hasta más tarde, porque entonces estaba en
la fábrica y aún no me habían detenido.
A raíz de eso
comenzaron todas las detenciones. A mí me cogieron cuando volví a casa. Vi a un
tío con mala pinta al pie de un árbol y con el zapaterito remendón que
trabajaba en el portal había otro. Al del árbol le pase de largo, pero cuando
vi al que estaba con el zapatero dije: te han copado maja. Efectivamente, el
que estaba fuera me puso una pistola en la espalda y me detuvo.
Arriba, en la
casa, estaba el famoso Creix[2] y
otro más. Yo vivía en casa de una hermana de Antonio del Amo, el director de
cine, porque ya nos habíamos ido de la barraca y había podido llevar a una casa
de camaradas a mi amiga Bene. A ella le había prohibido terminantemente que
supiera donde vivía yo, porque estaba mal de salud y no quería meterla en
ningún lío. Entonces el famoso Creix me preguntó que de dónde venía. De
trabajar. ¿Qué más? Nada más. En esto empiezan a registrar la habitación.
Debajo del colchón, en la parte del medio de la cama, tenía escondido el tampón
de la organización militar, con un susto de que me lo cogieran.
Días antes había
traído dos metralletas y también las había escondido debajo del colchón, pero
ya se las habían llevado. Quedaba sólo el tampón, que utilizaba para hacer las
documentaciones falsas de los camaradas que estaban en edad militar. Levantaban
el colchón de una punta y de otra, pero siempre se quedaba el centro de la cama
sin ver. Yo estaba indispuesta y cada vez que levantaban el colchón me decía:
madre mía, como aparezca el tampón ese la vamos a liar. Ya les dije: me
perdonen, pero me voy a sentar, porque estoy indispuesta, vengo de trabajar
ocho horas y me encuentro mal. Me senté en la cama y ya no la levantaron más.
En esas
estábamos, que todavía no me habían tomado ninguna declaración, cuando llamaron
a la puerta. Me fui a levantar para abrir, pero Creix dijo: no, no, hoy tienes
criados que te abren la puerta, esa la abro yo. Era Bene quien llamaba, pero se
dio cuenta de lo que pasaba y dijo: perdone, me he equivocado. Llevaba una
cantarita de leche en la mano. No, no, no te has equivocado, dijo Creíx, ¿por
quién preguntas? Al principio, Bene siguió diciendo que se había equivocado,
pero luego, pensando que no iban a conocerme por el nombre, dijo: pregunto por
Toni. Sí, sí, está aquí, le dijeron.
Yo no sabía cómo
era que Bene conocía mi dirección, luego me enteré que un día mientras paseaba
con Pura, la amiga que me había encontrado la casa y que me dio el contacto con
el Partido, y se lo había dicho. Claro, la chica, como se enteró que había
habido detenciones venía a avisarme y se encontró con Creix que le abría la
puerta. Entonces yo le veo la lecherita, que se veía que no llevaba nada en
ella, y le digo: Bene, ¿vienes sin la leche? Ella enseguida lo cogió. Si, dijo.
¿Qué leche tiene que traer? preguntó el policía. La leche para desayunar
mañana, le expliqué yo. ¿Es que ésta vive aquí? preguntaron. Si, conmigo,
contesté. Bene vivía en casa de un camarada y había que evitar que lo supieran.
Oiga, por favor, le dije yo, usted sabe bien que vivimos las dos. ¿Viven las
dos? preguntó la policía. ¿Sí? pues lo vamos a averiguar en la comisaria. Otra
vez nos interrogaron sobre lo mismo y otra vez la misma historia. Hostia arriba
y hostia abajo, hostias todas las que quieras. A Bene le preguntaban y ella
decía que conmigo y de ahí no la sacaron, pero la llevaron a un rincón, le
pegaron dos hostias de campeonato y entonces les dije la dirección de donde
vivía, en la calle Muntaner, pero no el número, que les di otro; ella vivía en
el numero treinta y cuatro y yo creo que dije el sesenta y cuatro o algo así.
Se fueron inmediatamente hacia allá y, según nos enteramos luego, montaron un
cisco tremendo y al final encontraron la casa, pero cuando llegaron, los
camaradas ya no estaban.
Mis
interrogatorios fueron muy duros. Lo que ellos querían saber es a qué me
dedicaba los fines de semana, porque como era cosa de la guerrilla eran los
fines de semana cuando hacía mi trabajo. Yo no les decía nada, y era golpe va y
golpe viene. Al final conseguí tener una entrevista en el pasillo de las celdas
con Miguel, hablamos y me comunicó que podía decir que iba a una pensión en la
que no iban a descubrir nada. Así lo hice, dije que los fines de semana iba a
una pensión a repasar ropa, pero que como era de una mujer viuda con una hija y
yo sabía el lío en que les iba a meter no había querido decir nada, pero que
como ya no aguantaba más se lo decía. Fueron a la pensión, donde les
confirmaron la historia.
Por cierto, que
en el edificio de aquella pensión vivía una prostituta, que nosotros no
sabíamos que lo era hasta que nos enteramos cuando salió Miguel. Era una casa
de esas a las que llaman por teléfono y sirve de contacto, y Miguel se la
encontró un día en la escalera, si no, no nos hubiéramos enterado, porque ella
salía por la mañana como si fuera a trabajar a una oficina, volvía a comer,
salía después otra vez y regresaba a las siete o siete y media de la tarde como
si volviera de trabajar. Era una mujer muy maja, que no se metía con nadie y
que, cuando salí, fue a buscarme a la cárcel con un taxi para llevarme a la
pensión de Carmen.
Salí en libertad
provisional y me tenía que presentar a la policía cada quince días, pero al
salir tenía que dar una dirección. Como las barracas en las que vivia
anteriormente todavía existían, aunque ya no había nadie en ellas, porque les
habían dado piso, di esa dirección de la Diagonal. ¿En la Diagonal vives? se
sorprendió la funcionaría. Sí, pero en las barracas, y me soltaron. Quedé
clandestina desde que salí de la cárcel. Contactos con las guerrillas otra vez
y vuelta a empezar.
Con los que
trabajé directamente en esta ocasión fue con Pedro Valverde, Puig Pidemunt,
Ángel Carrero y otro, los cuatro que nos mataron[3].
Yo trabajaba directamente con ellos, encontrándoles lugares para que se
reunieran, haciendo de estafeta y todo eso. Me acuerdo que Pedro Valverde me
decía: tu esperas un minuto en la cita. Yo no espero nada, si no estás sigo, le
decía yo, porque había que saber lo que se pasaba esperando sólo un minuto en
una cita, sin saber por qué era el retraso. Si yo llegaba al sitio y no había
nadie me metía en un portal, subía unas escaleras, contaba un minuto y volvía a
salir; o me metía en una tienda pendiente del reloj. Así hasta que ellos
cayeron, en abril del 47. Nos enteramos por el abogado que les atendía, que
avisó a Miguel y le dijo que nos escondiéramos.
Yo estaba
embarazada y tenía un barrigón enorme, más barrigón que tiempo de embarazo.
Intentaron sacarme de España para llevarme a parir al hospital Varsovia, que
estaba en Tolouse[4],
pero aunque llegué hasta la frontera decidí al final quedarme en España. Volví
a Barcelona y me escondieron con Miguel en una casa en construcción, con un
taller abajo y un piso arriba sin terminar. No había
servicios, el piso no tenía mosaico y el suelo era de tierra, en la que yo
hacía pipí durante el día. Miguel y yo dormíamos en un sofá, él en la parte de
la pared y yo en la de afuera, con la barriga encima de un cajón para no
caerme. Había una terraza a la que subíamos sin poder ponernos de pie, porque
nos podían ver desde las terrazas de enfrente, y allí hacíamos nuestras
necesidades en papeles, lo envolvíamos y lo tirábamos a la calle. En algunas
ocasiones oíamos decir a las mujeres que pasaban al mercado: no sé que pasa en
esta calle, que hace una temporadita que no hay más que papeles con mierda por
los suelos. Por cierto, que por eso del mercado supongo que el piso estaba en
el barrio de Gracia, porque nunca lo supe,- nos metieron de noche y nos sacaron
de noche.
Allí estuvimos
dos meses. Cuando los detenidos pasaron de jefatura a la cárcel dijeron que a
Miguel no le diera ni el aire, porque le buscaban, y también que yo podía ir a
parir a casa de Luisa, que era la estafeta particular de Pedro Valverde y no
había aparecido para nada en los interrogatorios. Por lo que sabían era una
casa segura. Yo parí en casa de Luisa, que para mí es como mi madre, ayudada
por un ginecólogo, que había sido de la CNT y había pasado al Partido, que
también estaba clandestino. Clandestino él y clandestina yo, allí tuve a mi
hija. En la calle Urgel 72 nació Estrella.
A los ocho días
apareció Miguel, todo teñidito de rubio, porque el Partido pensaba sacarnos de
Cataluña. Fuimos a Madrid. Desde allí mandaron a Miguel para Sevilla, a
disolver la guerrilla, Porque el Partido había decidido acabar con la lucha
armada. Yo me quedé en Madrid, pero en diciembre me dijeron que tenía que pasar
a Sevilla porque Miguel necesitaba ayuda para el trabajo que estaba haciendo,
así que en enero del 48 me fui al pantano con mi hija de seis meses. Aquello
era algo tremendo, porque casi todos los obreros eran o ex-presos o gente que
había huido, y estaban mal pagados. No les habían hecho ni viviendas, sus casas
eran una cueva dentro de la montaña, y allí vivían con niños y con todo. La
mortalidad de los niños era terrible. Comían muy mal, claro, y no podía
marcharse de allí aunque quisieran, porque la empresa, Agroman, tenía un
almacén al que debían comprar por obligación y siempre le debían dinero. La
persona que llevaba el almacén, hecho de madera, con unas rendijas terribles,
era un camarada y Miguel había ido como contable. Los únicos edificios que
había allí eran una pequeña capilla y los chalets de los ingenieros, la casita
del cura y los demás. Los obreros vivían en las cuevas.
En una ocasión
pasé una vergüenza enorme. Los abuelos, los padres de Miguel, le habían
regalado a la niña una capita de piel blanca y como era invierno me la llevé.
Un día me dijeron que subiera a donde vivían los obreros para darle unas cosas
a uno de ellos, así que tomé a mi niña, la envolví en la capa y subí. Cuando
llegué allí dije: mierda de capa, con la miseria que hay aquí. Aquella capa
resultaba ostentosa en aquel lugar, así que la metí en una maleta y desde
entonces subía a los cerros con la niña envuelta en una manta. Pasé vergüenza
de verdad. Robaba caramelos del almacén para los niños, pero el primero al que
fui a darle uno no me lo quiso coger. La madre me dijo: es que no sabe lo que
es un caramelo porque no lo han comido nunca. ¡Un niño que no había comido
nunca un caramelo! Yo siempre subía con el bolsillo lleno para esos niños.
Tuvimos que
irnos de allí porque no había nada que hacer. Miguel cayó con unas fiebres
espantosas y no paraba de delirar. El hablaba y yo le tapaba la boca. Se había
hecho amigo de la guardia civil y querían subir a visitarle. No, no, les decía
yo, que las fiebres son terribles y no sea que vayan a cogerlas ustedes
también.
El viaje a
Sevilla tuvo mucha gracia, porque me subieron en un camión y a la salida de
Sevilla subió también la guardia civil con las metralletas. Me vieron sentada
con la niña y les pregunté ¿pasa algo? No, no, es que por aquí hay mucha
guerrilla y tenemos que ir preparados, pero mire usted, ellos tienen hijos y
nosotros también tenemos hijos, así que pasamos de largo. Si supierais
vosotros, pensé, que los lleváis también aquí.
Miguel dejó allí
contactos con gentes muy responsables para que hicieran lo que pudieran y
nosotros salimos hacía el norte, donde nos mandó el Partido. Yo me quedé en
Vitoria y Miguel fue muy cerca de Bilbao, a trabajar en una fábrica de
tornillos. Allí les hizo un desfalco para sacar dinero para el Partido que
luego yo llevé a Barcelona. Fueron cincuenta mil pesetas, que en aquella época
era mucho dinero. De nuevo hubo una detención en Barcelona en la que también
nos metían a nosotros. Miguel salió para un sitio y yo para otro.
No supe a donde
iba Miguel, yo me fui a casa de mi hermana en Soria, pero resultó que esa
dirección la tenía uno de los camaradas que había caído en Barcelona y por ahí
acabaron por localizarme. Le cogieron la dirección, pero con nombre falso,
porque el camarada no me conocía por el verdadero, sino por el de Encanuta, y a
Miguel por el de Fernando, que era cómo le conocían también en casa de mi
hermana.
Viviendo ya con
mi hermana llegó la Guardia Civil. Ese día mi cuñado había robado un par de de
sacos de judías, ya que para poder comer tenía que robar. Era el encargado de
toda una finca en la que había tomate, mucha fruta, judías verdes y judías
secas, veintitantas vacas, pero él no era el encargado de la vaquería, sino de
los huertos, y ni el vaquero podía tener nada de fruta ni mi cuñado más que los
dos litros de leche que le daban cada día. Como mi hermana tenía cinco hijos,
más ellos dos y mi madre, con aquellos dos litros de leche no daba para nada.
Entonces mi cuñado dejaba un talego escondido con pimientos, judías, tomates o
lo que fuese y el vaquero le dejaba en el mismo sitio un cantarillo de leche.
Así se apañaban.
Al ver llegar a
los guardias civiles mi cuñado se puso blanco como la pared, porque pensó que
le habían visto por lo de las judías y le habían denunciado; pero no, resulta
que preguntaban por una tal Juanita de Barcelona. Mi cuñado dice que no, que
allí no vivía, porque él sabía que yo me llamo Tomasa y no Juanita, y les envió
a otra finca que había como a un kilómetro de allí. Los guardias se fueron y mi
cuñado subió pálido contando el susto que se había llevado. Yo le dije que no
era nada de judías, sino que me venían buscando a mí. ¿Qué dices? Me vienen
buscando a mí, yo soy Juanita, pero tu tranquilo, vete al fondo de la huerta,
no te quiero ver por aquí, que yo me voy a sentar en el pollo de la puerta a
hacer punto, porque va a volver la Guardia Civil.
Me senté allí
hasta que volvieron. Hola, buenos días. Buenos Días. ¿Está el señor Manolo por
ahí? Pues ha salido para la huerta. A usted no la conocemos, ¿quién es? Pues
soy la hermana de Antonia. Ah, ¿y de dónde es usted? De Barcelona. Es que buscamos
a una tal Juanita que nos han dicho que es de Barcelona y nos han dado las
señas de esta finca. Pues yo me llamo Tomasa, Tomasa Cuevas. Pues la que
buscamos tiene una niña que se llama Estrella. Qué casualidad, mi hija también
se llama Estrella -no tuve más remedio que decirlo-, ¿Y su marido? Mire, mi
marido, está trabajando en Bilbao, que va a estar un mes o mes y medio y yo en
vez de quedarme en Barcelona me he venido a ver a mi familia. ¿Su marido como
se llama? Mi marido se llama Fernando. Pues éste que buscamos también se llama
Fernando. Oiga, pues ustedes me están metiendo a mí en un lío, estoy
preocupada, porque si la hija de esa Juana se llama Estrella y el marido
Fernando, igual que los míos, aunque yo me llame Tomasa, estoy preocupadísima,
a ver si le ha pasado algo a mi marido y mi nombre no coincide por una
equivocación. Total, que les dije que por qué no íbamos a Carbonera, donde
tenían un cuartel para varios pueblos, y preguntaban a Barcelona qué a quién
buscan. Bueno, me dijeron, pero nosotros vamos a caballo, usted no puede venir
con nosotros. Pues vayan usted que yo les espero aquí, les dije. En cuanto se
marcharon salí arreando en un taxi que mi sobrino, el mayor, fue a buscar con
un caballo a otro pueblo cercano. Cuando regresó la Guardia Civil yo ya no
estaba, y le dijeron a mi cuñado: pues le tenía engañado su cuñada, porque a la
que buscábamos era a ella.
Dejé a la niña
con la abuela y me vine para Barcelona otra vez. Estuve con la mamá Luisa, mi
madre adoptiva. Yo no veía a ningún camarada, era Luisa la que tocaba las
teclas. Me puse a servir, siempre me ponía a servir, era la única forma de no
ir a casa de nadie. Estuve sirviendo en una ferretería, otra vez con el truco
de que me había escapado de casa. Luisa cogió el contacto con el Partido y yo
seguía viéndome con ella. Para poder dejar aquel empleo sin despertar sospechas
me mandaron a un camarada, que hizo el papel de un supuesto primo que había
venido a buscar unos tejidos a Barcelona y los padres le habían dicho que se llevara
a la chica al pueblo, quisiera o no quisiera. Fue a la ferretería preguntando
por mí, dijo que me tenía que ir y me fui. A Reus, todavía disolviendo
guerrilla.
Miguel estaba
allí, pero yo no lo sabía. Para la primera cita con él me recogió un camarada
por la noche y me llevó a un paseo que le llaman el paseo de los enamorados y
me dijo que allí me iba a encontrar con el responsable, que él me dejaba ya en
sus manos porque era con él con quien tenía que trabajar, íbamos los dos
paseando, con un frió que pelaba, pues sólo llevaba puesta una chaquetita de
lana muy finita, cuando veo venir a Miguel. Mira, me dijo el camarada que me
acompañaba, vamos a pasar de largo, pero es aquel camarada, tu como si no le
conocieras, pero fíjate bien en él, porque yo te voy a dejar ahí abajo y me
voy, él va a volver y os vais a encontrar.
De esa manera
volví a verme con Miguel, del que no sabía dónde estaba desde que nos separamos
en Barcelona. Miguel llevaba una bolsa grande y saco de ella un chaquetón y lo
primero que hizo fue ponérmelo. El sí sabía que era yo con quien se iba a
encontrar. En Reus estuvimos muy poco tiempo, porque a él le sacaron casi
inmediatamente para Francia y pasamos cinco años sin saber nada uno del otro.
Tomasa Cuevas
A partir del año
45 se reforzó enormemente el paso de camaradas por las fronteras y a mí me
hicieron responsable del tema y guía. En ese año y en los siguientes entraron
chorros de camaradas en España, ya más organizados que en el periodo anterior.
Por ejemplo, en el Pirineo Oriental teníamos cinco pasos distintos, desde el
mar hasta el Prat de Monlleu, y también había pasos en Aragón, Navarra y el
País Vasco.
Santiago[5] me
dijo que tenía que ir a Barcelona con un camarada muy bueno, que me enseñaría
como hacerlo para que yo luego me encargara de pasar a otros. Aquel camarada
era muy listo, maestro de profesión, y juntos fuimos a casa de otro camarada
que vivía en una exploración forestal, una tapadera en realidad, todavía en
Francia pero ya en dirección a España. Allí cogimos las cosas, los macutos, el
armamento y todo, y salimos para la frontera. Ya en España paramos en una ermita
para descansar y desde allí vimos un destacamento de soldados que estaban
disparando en un campo de tiro y las balas pasaban por encima de donde estábamos
escondidos.
Los viajes eran
largos, entre doce y quince jornadas de marcha, andando por las noches y
descansando de día, con una carga de unos cuarenta kilos, en la que iba la ropa
de ciudad, un traje y todo eso, la comida y el armamento, que consistía en una
metralleta, una pistola, un par de granadas y una dotación de munición. Estuve
en aquello hasta el año 50, en que el Partido me mandó a la guerrilla de
Levante, para ayudarles a llegar a Francia, pues se había decidido acabar con
la lucha armada, que ya era insostenible.
José Gros
[1]
(1920/2008) Dirigente comunista que luego sería su marido. Pasó largos años en
la cárcel y la clandestinidad. Fue diputado tras la muerte de Franco y el
restablecimiento de la democracia. En sus últimos años dirigió la organización
de solidaridad con Latinoamérica Las Segovias. En 1998 recibió la Medalla de
Honor de Barcelona, y en 2004 la Creu de San Jordi, que también fue concedida a
Tomasa Cuevas ese mismo año.
[2]
Antonio Juan Creix, que junto a su hermano Vicente Juan, fueron inspectores de
la Brigada Politico-Social y dos de los más conocidos torturadores del
franquismo.
[3] Esta
caída fue la primera y más numerosas del comunismo catalán tras la guerra, por
las repercusiones que tuvo la detención de 80 militantes, entre ellos toda la
dirección clandestina política y militar, en unos momentos, abril de 1947, en que la
organización del PSUC se acababa de reconstruir tras años de desorganización.
El cuarto fusilado se llamaba Numan Mestres y tenía 25 años.
[4]
El hospital Varsovia, dirigido por el doctor catalán, y comunista, Josep
Bonifaci, fue durante la ocupación alemana lugar de asilo para los resistentes,
a los que prestaba atención médica, labor que continuó tras la guerra con los
antifranquitas españoles.
[5] Santiago
Carrillo, que acababa de regresar de América para hacerse cargo de la dirección
del partido en Francia.
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