viernes, 24 de abril de 2015

BLASCO IBAÑEZ Y EL CINE (9) Cañas y barro. 1954

Blasco Ibáñez y el cine (9)

Las películas del franquismo







Cañas y barro” (Juan de Orduña, 1954), una traición de película


Cuando en 1954 se llevó a la pantalla “Cañas y Barro”, la segunda película que se rodaba en la España franquista sobre una novela de Blasco Ibáñez, Juan de Orduña debió hacer auténticos juegos malabares para conseguirlo, por mucho que fuera uno de los directores de mayor prestigio y clara afinidad con el régimen, o precisamente a causa de ello. Tantos malabarismos que en el vuelo de los bolos se perdió el sentido fundamental del texto literario, que no es sólo una minuciosa descripción de la vida y el trabajo en la Albufera valenciana a caballo entre dos siglos ni una historia de amores desgraciados, sino ante todo, una reflexión sobre el pecado (o su versión laica de la aberración moral), la culpa y la expiación. Un tema, por otra parte, muy querido del autor, que aunque anticlerical convicto parece que no podía olvidar su ascendencia judeocristiana.

Para esas fechas, la censura en España, aunque rígida e implacable, carecía de unas normas concretas que establecieran los límites de lo que se podía contar y lo que estaba prohibido, regularización que no llegaría hasta las normas dictadas en 1963, ya con Manuel Fraga Iribarne al frente del ministerio correspondiente. La censura, además de castradora era arbitraria, una condición que debía conocer bien Juan de Orduña, no tanto porque la hubiera padecido, sino por ser partícipe de los rígidos principios que la orientaban. Sabía, pues, que en una película española debían suavizarse pecados tales como el adulterio o la maternidad fuera del matrimonio y, eliminarse por completo crímenes tan atroces como los amores incestuosos, el parricidio o el suicidio, aberraciones condenadas desde el altísimo y temas todos ellos que constituyen la base del conflicto moral de la novela de Blasco. La solución adoptada por el director y su guionista, Manuel Tamayo, fue tan sencilla como radical, quitó de la película cuanto estorbaba y si te he visto no me acuerdo.

Blasco Ibáñez publicó “Cañas y barro” en 1902 como cierre de su ciclo de novelas valencianas. Se trata, sin duda, de una de sus obras magnas, que confirma las cualidades narrativas que ya había demostrado cuatro años antes con “La barraca”, una obra maestra que, como ya veremos, también tuvo adaptación cinematográfica. En ambas destacan las mejores cualidades del autor: El aliento poético y la precisión descriptiva de acciones, ambientes y lugares, los personajes dibujados con claridad y contundencia en su complejidad, la facilidad para imbricar las historias personales en su contexto social y el intento conseguido en sus mejores novelas de expresar una concepción progresista, dinámica y nada simple del mundo y de la vida.

Cañas y barro”, además, marca un punto culminante en la evolución del estilo literario de nuestro autor que merece la pena destacar. El discípulo de Zola que era Blasco, que en 1894 había adoptado el modelo naturalista del maestro francés al escribir por primera vez sobre su Valencia natal en “Arroz y Tartana”, llegaba, seis años después, a la última novela del ciclo convertido en un escritor plenamente “realista”. Para Blasco, como aún lo era para Zola, que murió ese mismo 1902, el ser humano seguía siendo esencialmente un ser social, pero ya no eran sólo los condicionantes sociales, biológicos o hereditarios los que marcaban su vida, sino, en gran proporción, también la propia personalidad íntima de cada uno, su sicología, su carácter único e irrepetible, que viene a ser algo así como la huella digital de la mente. Este viaje del exterior al interior de sus personajes es lo que transforma a Blasco en un escritor realista contemporáneo que pretende expresar la realidad en toda su contradictoria complejidad. Una evolución estilística que, por otro lado, no constituye una cualidad homogénea en toda la obra del valenciano, pero que brilla con fuerza en sus mejores novelas, entre las que sin duda se encuentra la que tratamos.

Como en la mayor parte de la obra novelística de Blasco --no tanto en las adaptaciones cinematográficas que de ellas se hicieron--, en “Cañasy barro” conviven dos tramas que se realimentan mutuamente. Una colectiva y otra personal. En la primera, se cuenta la evolución social de una comunidad, la de la Albufera valenciana, en el proceso de cambio de sus formas de vida y supervivencia (sus modos de producción, hubiera escrito en otros tiempos). La pesca, de la que habían vivido malamente hasta el momento, está dando paso a la agricultura, de la que malviven ahora. Ese cambio está provocando una transformación social que afecta tanto a los usos y costumbres cotidianas, a la cultura tradicional, como a las relaciones entre las clases sociales en formación. Un momento histórico de cambio profundo expresado a través de la lucha de la tierra por apoderarse del mar, un enfrentamiento que a veces adquiere tonos titánicos, como en la dramática escena en la que Tono, el padre Paloma, literalmente se desangra en la desecación del lago para convertirlo en tierra de labranza. La historia se desarrolla a través de la vida de tres miembros de una misma familia, Los Paloma, abuelo, hijo y nieto, mediante una variada sucesión de situaciones y con una rica cantidad de personajes poderosos, como Sangonereta, el sacristán borrachín que, adelantándose a “La grande bouffe”, muere de un atracón, o el usuriento Cañamel o la Borda, patética y conmovedora, desesperada por un amor de todo punto imposible hacia su medio hermano, al que sólo podrá besar ya muerto.

La columna vertebral que estructura y organiza todo lo demás es, sin embargo, la relación entre Tonet el Cubano y Neleta, dos personajes que responden a una tipología reconocible en los protagonistas de otras novelas de Blasco. Conviene detenerse en ellos y su historia para comprender mejor el muy distinto sentido que adquirió en su traslación a la pantalla.



Historia de un crimen

Toner es el más joven de Los Paloma, un hombre débil e inseguro bajo su acusada masculinidad y su carácter aventurero, más dado a la holganza que al laboreo, a la facilidad del dinero del contrabando que a la dureza del trabajo en el mar o el sembrado, a la botella que al libro:

“Tonet el Cubano, el nieto del tío Paloma, el más guapo de toda la Albufera, un hombre que había visto mundo y tenía algo que contar.
--¡Adios, bigot!—le gritaron familiarmente.
Le daban ese apodo a causa del bigote que sombreaba su rostro moreno, adorno desusado en la Albufera donde todos llevan rasurado el rostro. Otros le preguntaban con irónico asombro desde cuando trabajaba”.  

Ella, Neleta, no es una mujer de deslumbrante belleza, aunque sí decidida, de fuerte personalidad y, sobre todo, acusada sensualidad. También es ambiciosa, egoísta y calculadora. Caliente en la cama pero extremadamente fría fuera de ella.

Era pequeña; pero sus cabellos, de un rubio claro, crecían tan abundantes que formaban sobre su cabeza un casco de ese oro antiguo, descolorido por el tiempo. Tenía la piel blanca, de una nitidez transparente, surcada de venillas; una piel jamás vista en las mujeres del Palmar, cuya epidermis escamosa y de metálico reflejo, ofrecía lejana semejanza con las tencas del lago. Sus ojos eran pequeños, de un verde blanquecino, brillantes, como el ajenjo que bebían los cazadores de Valencia. (…) La avaricia de la mujer rural se revelaba en Neleta con una fogosidad capaz de los mayores arrebatos. Despertábase en ella el instinto de varias generaciones de pescadores miserables roídos por la miseria, que admiraban con envidia la riqueza de los que poseen campos y venden vino a los pobres, apoderándose lentamente del dinero”.

Tonet y Neleta tienen un apasionado romance siendo apenas unos adolescentes, con iniciación sexual incluida, que acaba cuando él, alocado como es, se marcha sin avisar a vivir aventuras en la guerra de Cuba. Al regresar varios años después, se encuentra con que Neleta se ha casado con el tío Cañamel, el rico usurero del pueblo, un avaro explotador que se cobra con lo que los pobres se gastan en su taberna el dinero que antes les ha prestado a tan alto interés. La pareja reinicia su antigua relación, ahora totalmente adulterina. El viejo Cañamel fallece, acosado de celos por las habladurías de las malas lenguas del lugar. Lo que podría ser la salvación de la pareja, ahora ya libres de hacer con sus vidas lo que quieran, se convierte en su perdición. Neleta ha quedado embarazada de Tonet, circunstancia que la impedirá disfrutar del poder recién adquirido gracias a la herencia recibida del muerto, quien ha dejado escrito que para poder disponer de ella la mujer ha de mantenerle fidelidad post-morten, prohibiéndole relaciones con ningún otro hombre. El amor, que debe seguir clandestino, se agria y la pasión, enfrentada al interés, se acaba.

“Las entrevistas de los amantes durante la noche eran borrascosas. Parecía que "Cañamel" se vengaba resucitando entre los dos para empujarlos el uno contra el otro. Neleta lloraba de desesperación, acusando a Tonet de su desgracia. Él era el culpable, por él veía comprometido su porvenir. Y cuando con la nerviosidad de su estado se cansaba de insultar al "Cubano", fijaba sus ojos iracundos en el vientre, que, libre de la opresión a que estaba sometido durante el día para burlar la curiosidad de los extraños, parecía crecer cada noche con una monstruosa hinchazón. Neleta odiaba con furor salvaje al ser oculto que se movía en sus entrañas, y con el puño cerrado se golpeaba bestialmente, como si quisiera aplastarlo dentro de la cálida envoltura”.

Durante el embarazo, la mujer oculta su situación con rígidos corsés apretados de manera inmisericorde, pero llegado el parto no hay disimulo posible, y en su desesperación no encuentra otra salida que deshacerse del cuerpo del delito. Le encarga la razón a Tonet, que confuso y temeroso la acepta y se escapa al lago con el niño entre los brazos.

“Huía sin saber de quién, como si sus criminales pensamientos bogasen a su espalda persiguiéndolo. Se inclinó varias veces sobre el barquito, tendiendo una mano a aquel envoltorio de trapos del que salían furiosos chillidos, y la retiró inmediatamente. Pero al enredarse la barca en unas raíces, el miserable, como si quisiera aligerar la embarcación de un lastre inmenso, cogió el envoltorio y lo arrojó con fuerza, por encima de su cabeza, más allá de los carrizos que le rodeaban. El paquete desapareció entre el crujido de las cañas. Los harapos se agitaron un instante en la penumbra del amanecer, como las alas de un pájaro blanco que cayese muerto en la misteriosa profundidad del carrizal”.

Abrumado por la enormidad del crimen que acaba de cometer, Tonet cae rendido en el fondo de la barca y se queda dormido, tal vez queriendo huir por el sueño de la monstruosidad de su acto. Pero el sueño es una pesadilla permanente e intenta borrar con el vino la culpa y el remordimiento que le atormentan. Sale a cazar. Se acerca con la barca a un carrizal.
“Tonet se irguió, con la mirada loca, estremecido de pies a cabeza, como si el aire faltase de pronto en sus pulmones. Vio junto a la borda de su barca un lío de trapos, y en él algo lívido y gelatinoso erizado de sanguijuelas: una cabecita hinchada, deforme, negruzca, con las cuencas vacías y colgando de una de ellas el globo de un ojo; todo tan repugnante, tan hediondo, que parecía entenebrecer repentinamente el agua y el espacio, haciendo que en pleno sol cayese la noche sobre el lago.”
Ante los restos de su hijo, el hombre descubre de repente el monstruo que anida dentro de sí mismo y no encuentra otra forma de redimir su atrocidad moral que descerrajarse un tiro con la escopeta.
“El pie descalzo subió dulcemente a lo largo de la culata buscando los gatillos, y una doble detonación conmovió con tanta fuerza el carrizal, que de todos lados salieron revoloteando las aves locas de miedo.”
Todo ha terminado. La debilidad de Tonet le ha condenado a la última cobardía del suicidio. Neleta ha de sobrevivir cargada con su culpa, que no se sabe si encontrara suficiente paliativo en el cumplimiento de sus egoísmos. Como si Blasco hubiera leído el tremendista “Pascual Duarte”, el estilo es seco y entrecortado, el lenguaje crudo, descarnado y a veces hiriente, aunque cargado de una extraña poética de la oscuridad de los abismos humanos. El último párrafo se vuelve lírico, con un lirismo desesperanzado que nos habla, una vez más en Blasco, de la imposibilidad del amor a través de la insatisfecha pasión incestuosa de la Borda.
“Y mientras el lamento del tío Toni rasgaba como un alarido de desesperación el silencio del amanecer, la Borda, viendo de espaldas a su padre, inclinóse al borde de la fosa y besó la lívida cabeza con un beso ardiente, de inmensa pasión, de amor sin esperanza, osando, ante el misterio de la muerte, revelar por primera vez el secreto de su vida”.



Imposible es lo que no puede ser

No resulta difícil de entender que la historia de Tonet y Neleta, tal y como Blasco la había escrito, resultara de todo imposible como argumento de una película española de los años cincuenta, fuera cual fuera el capricho inquisitorial de los censores de turno, y no es de extrañar que Orduña tuviera que cambiarla de arriba abajo si quería llegar al menos a la fase de rodaje. En la adaptación de “Cañas y barro” hay numerosas supresiones de pasajes de la novela. Algunas, tales como las minuciosas descripciones de lugares o acciones secundarias, resultan absolutamente lógicas, en cuanto se trata de trasladar el lenguaje literario al fílmico. 

Otros cambios responden más claramente a razones censoras, como ocultar el origen usurario de la fortuna del tío Cañamel o quitar toda referencia a los antecedentes alcohólicos de la familia de Sangonera, el sacristán borrachín, que en su encarnadura cinematográfica es dicharachero y sentencioso, pero no tan bebedor ni tan comilón como en la novela. Tampoco muere de un atracón. Resulta lógico, la usura y la embriaguez congénita eran dos lacras sociales que no tenían existencia oficial en la España del franquismo y comer o beber hasta reventar resultaban inimaginables en un servidor de la iglesia. 

Estas supresiones, entre otras, constituyen una censura importante, porque implican una reducción significativa del carácter social y testimonial de la novela, de su realismo, pero en última instancia no suponen momentos imprescindibles para la comprensión de la historia principal de Tonet y Neleta, que es la que centra el conflicto moral de la novela y le da su sentido más profundo. Es al transformar en una nadería melodramática el tremendismo de la novela cuando se está traicionando, y no simplemente adaptando, la creación de Blasco Ibáñez.

En “Cañas y barro”, coproducción hispano-italiana de 1954 dirigida por Juan de Orduña hay, aunque convenientemente dulcificado, adulterio y el consecuente hijo ilegítimo. También la necesidad de ocultarlo. Pero a partir de ahí todo es completamente diferente, en un intento, conseguido, de evitar las dos aberraciones más condenables: el parricidio y el suicidio. Para que Neleta (que aquí se llama simplemente Nela) pueda disfrutar de la herencia, sigue siendo obligatorio que el niño desaparezca, pero en concordancia de la dulcificación de la tragedia, ni ella es tan egoísta y ambiciosa como en la novela, ni él tan débil y cobarde, ni el amor entre ambos queda tan deteriorado por el embarazo y sus posibles consecuencias. Así pues, el  niño no muere asesinado por el padre en un crimen exigido por la madre, sino que es entregado a una amiga para que se ocupe de él. Un cambio, que además, permite que el niño pueda estar presente en la última secuencia, en la que juega un papel esencial en la moralina final de la película.

Salvado el hijo, ya no hay motivo, culpa o remordimiento que haga necesario el suicidio del que ya no es un parricida. No obstante, es necesario que muera. Porque el drama así lo exige y porque, en cualquier caso, el adultero debe pagar su pecado. Para conseguirlo, Orduña se saca de la manga un personaje que no está en la novela: Jaime, un sobrino de Cañamel que odia a Tonet, al que culpa, instigado por su madre, la Samaruca, de haberle puesto los cuernos a su tío, habiéndole provocado con ello la muerte. Es él quien acaba con Tonet de un tiro en medio de una violenta pelea, cometiendo lo que bien podría ser considerado un homicidio involuntario o, incluso, en defensa propia. Jaime se pierde en el lago y nunca sabremos si la justicia, humana o divina, castigará su acción, porque desaparece en la bruma para siempre jamás.

En la última secuencia, Juan de Orduña reúne a todo el reparto en un final que constituye un monumento a la tergiversación ideológica:

Secuencia 44: Lago, exterior, amanecer[1]
La tensión melodramática alcanza el clímax. Mientras Tío Toni cava la fosa para enterrar a su hijo en el arrozal arrebatado a las aguas del lago, Marieta (nombre cinematográfico de la Borda) llora desconsolada junto al cuerpo inerte de su amado hermano. Nela, enlutada, se aproxima en una barca guiada por Sangonera. Un plano de conjunto recoge el arrebatado dolor de los personajes, en una representación pictoricista característica del cine de Orduña, en esta ocasión haciendo un guiño a la estética de Millet en sus escenas de campesinos orantes. Nela dirige sus súplicas, primero al cuerpo inánime de su amante y después a un invisible dios, reconociéndose culpable de la tragedia y solicitando perdón. Al escuchar el llanto del niño abandonado entre las cañas, Tío Toni lo rescata y lo retiene para sí, pero cede al gesto reclamante de la madre que lo acoge en su seno con un inesperado gesto maternal. La voz en off de Tonet niño musita: Si tienes miedo mira las estrellas. Son almas que nos libran de los malos pensamientos Nela compone un icono mariano, con el niño en brazos y, alzando la mirada al cielo hacia el mismo dios invisible, pronuncia un prosopopéyico Te Deum. Un plano de conjunto muestra el amanecer sobre el lago”.

A la vista de este final, cabe preguntarse qué es lo que lleva a una persona a utilizar la obra de otro para acabar traicionándola de tal manera. Aparte de la censura, que es cosa que siempre se puede superar escribiendo exactamente la historia que se quiera contar y no tomándola de otro. O del renombre que pueda tener el autor original, que se solventa eligiendo otra novela menos conflictiva, aunque en el caso de Blasco no haya en su obra demasiados textos amables o libres de pecado a los que acudir. Personalmente me cuesta entenderlo, pero sea por una razón u otra, la traición de la película “Cañas y barro” al espíritu y a la letra de la novela “Cañas y barro” resulta palmaria. No es que las versiones anteriores de otros textos hubieran sido especialmente fieles a la literatura del autor, de la que, en general, habían ignorado su dimensión más social o colectiva en beneficio del melodrama amoroso, pero en este caso el asunto tiene más miga.

Entre el final desesperanzado de la novela y la salvación mística y trascendente que impone la película media un abismo, que no es sólo el que va de la tragedia a la lágrima mística. Es un cambio que implica maneras distintas y enfrentadas de ver la vida. En un caso, es el ser humano el único responsable de sus actos, consecuencia de las circunstancias sociales y de sus propias miserias morales, sin otro horizonte de superación que la asunción de la realidad. En el otro, un ser supremo juzga, premia y castiga a los mortales, desde la otra vida, terreno en el que confluyen todas las esperanzas de salvación.



Naturalismo, realismo y neorrealismo

Pero los cambios realizados en el texto original de la novela no afectan sólo al espíritu o el significado de la película, sino también a su modelo estético. Más arriba he especulado brevemente sobre lo que “Cañas y barro” supuso en la evolución del autor del naturalismo inicial a un realismo más profundo. A mi entender, la película de Orduña devuelve la historia al terreno estético del que provenía Blasco, el naturalismo, pese a sus expresos deseos de que su versión de la novela fuese un ejemplo del realismo español con denominación de origen. Una superación, incluso, del entonces recién nacido neorrealismo.

En una doble página del diario ABC del 15 de diciembre de 1954, el periodista Andrés Travesi entrevistó a Juan de Orduña con motivo del estreno de “Cañas y Barro”. La conversación-- que se celebró en la casa del director, descrita por el cronista con primor telegráfico: “Un lujoso saloncito. Un mueble-bar. Un magnífico cuadro italiano. Filigranas de plata sobre una mesita”—es superficial, como corresponde al medio y la época, pero aporta algunos datos interesantes sobre la intencionalidad con que se realizó el film.

Según el periodista, Orduña la consideraba “su obra más difícil, y, al propio tiempo, la más importante”, y la enfrentaba, curiosamente, al neorrealismo italiano. Un enfrentamiento que en aquellos momentos resultaba totalmente lógico y que no era ya sólo estético sino también ideológico, en la medida en que el neorrealismo italiano --seguramente la  mayor innovación del lenguaje cinematográfico de la postguerra-- era creación de cineastas de izquierda, a los que se oponía esta especie de realismo tradicional, de origen, faltaba más, español, y claramente de derechas. La frase es confusa, seguramente debido a la obligación de resumir la transcripción, pero se entiende:

Cañas y Barro” es tremendamente realista. Creo que en este sentido supone un gran paso. Los italianos, en realidad, no han hecho cine ‘neorrealista’, sino simplemente realista”.

Contradictoriamente con el desprecio del neorrealismo, contrasta que Orduña considerara que los cineastas españoles debían hacer

“el cine que Italia y Francia han realizado para imponerse a los públicos”

Aunque fuera consciente, tómese nota de ello, de que

“quizás la dificultad estribe en los temas que ellos abordan y que para nosotros son inaccesibles”.

En el cierre del artículo, Andrés Travesi extrae la moraleja de la conversación:
 “Una hora de charla con Juan de Orduña ha servido para aclarar muchos puntos y sobre todo para comprender que el cine español no es caduco ni antañón”.

Efectivamente, “Cañas y barro” se ofrecía justo como lo contrario de un cine caduco y antañón. Debía ser vista como un filme moderno y arriesgado, la versión made in spain (un eslogan que aún no se había inventado) de la modernidad, que trataba un tema local pero universal, crudo y dramático, que en todo el mundo debía ser admirado. Así lo declaraba la publicidad que se le hizo y que hemos reproducido más arriba. Tras destacar que se trataba de una película “de alta calidad y de fuerte humanismo, basada en la mejor novela de Blasco Ibáñez”, y antes de indicar que estaba prohibida para menores de 15 años, la definía con contundencia:

“Por su valentía, es la película más trascendental realizada en el cine español. ¡Realista!... ¡Pasional!... ¡Inquietante!... ¡Sobrecogedora!”

"Cañas y barro” pretendía ser la continuidad fílmica del realismo español. Formar línea con ese hilo sutil que enhebra las perlas de Cervantes, la picaresca, Velázquez, Goya, Galdós, y así hasta Solana o nuestro Blasco Ibáñez. O, ya para esa época, hasta el Buñuel de “Tierra sin pan”; aunque como Buñuel no existía en aquella España de entonces, mejor olvidarlo. Las pretensiones, pues, eran altas, pero constituían un intento inútil. No tanto por la falta de capacidad de Juan de Orduña, un director experimentado y técnicamente eficaz, para llevarlo a cabo, sino porque el cine español no estaba para experimentos realistas.


Al eliminar toda referencia a la atrocidad del parricidio y su consecuencia moral, el suicidio, e ignorar la desesperanza final, la pelicula se convierte en un simple melodrama sobre el adulterio; un pecado, silenciado o no, tan habitual en los tiempos en que se escribió la novela como en los que se realizó la película e incluso hoy mismo. A mi entender, esa trivialización argumental sepultaba cuanto había en la novela de Blasco de inmersión en el lado más oscuro y desagradable de sus protagonistas, en la realidad más profunda de Tonet el Cubano y Neleta, convirtiéndolos en personajes planos y, por consiguiente, esquemáticos e idealizados. Ese ocultamiento del monstruo que todo ser humano lleva dentro hacía imposible cualquier conflicto moral profundo en la película, cuyo enfrentamiento principal no era ya el de la persona con la sociedad y consigo misma, sendas realidades, sino entre la virtud y el pecado, meras categorías morales y, en este caso, religiosas. Una idealización, pues, de la realidad, contraria en todo punto y medida a la intencionalidad y la estética del novelista.


El verismo como estética

Pese a lo dicho, “Cañas y barro” no es una película despreciable. Juan de Orduña supo dirigirla con mano firme y buen pulso narrativo. El reparto, en el que brilla una buena nómina de respetados actores españoles del momento (Aurora Redondo, José Nieto, Félix Fernández o un joven Joan Capri), está encabezado, no obstante, por dos figuras foráneas, aunque ya integradas en el cine español, el galán portugués Virgilio Texeira y la italiana Ana Amendola, que ese mismo año había trabajado con Jean Renoir en “French Cancan”, en un pequeño papel, eso sí.

Sin embargo, el trabajo más destacado de la película es el de José Fernández Aguayo, uno de los grandes de la fotografía cinematográfica española. Aguayo, que durante la guerra civil había ejercido como reportero para la República, motivo por el que le costó reintegrarse a la profesión, sería posteriormente el responsable de fotografiar joyas como “Viridiana” (1961) y “Tristana” (1970), los dos goles que Franco le metió al régimen, o “El extraño viaje”, la obra maldita de Fernán Gómez.

Las imágenes que Aguayo consiguió en “Cañas y barro”, tanto en los exteriores, rodados en la misma Albufera en la que transcurría la acción, como en los interiores, construidos en estudio por otro grande del oficio, Sigfrido Burmann, contribuyó a darle a la película su total apariencia verista. Un verismo de gran eficacia estética, pero que, y eso tiene que ver ya con el director, poco tiene que ver con el realismo excepto en lo que toca a la apariencia.  






[1] Saco la descripción de un trabajo de clase anónimo de la Facultat de Filología de la Universitat de València, que cuenta la película prácticamente plano a plano.





Próxima entrega:
10. Una película escondida
y dos atribuciones falsas






viernes, 17 de abril de 2015

BLASCO IBAÑEZ Y EL CINE (8). Las películas del franquismo

Blasco Ibáñez y el cine (8)
Andanzas cinematográficas de un literato valenciano en la corte de Hollywood






El cine de Blasco en aquellos años del franquismo


Pasados once años del fallecimiento en Francia de Vicente Blasco Ibáñez y seis después de que sus restos mortales regresaran a Valencia con el advenimiento de la República, la sublevación militar de 1936 acabó finalmente con la democracia en España, imponiendo una dictadura cruel y sanguinaria que habría de durar casi cuarenta años. Aunque no debería ser necesario explicarlo, quizás a los jóvenes que hoy estudian los programas escolares de historia convendría aclararles que a ese periodo es a lo que sus cebolletas correspondientes se refieren cuando hablan del franquismo.

Los vencedores, que nunca perdieron la conciencia de haberlo sido y procuraron que tampoco lo olvidaran los vencidos, fueron implacables en su venganza. Contra masones y comunistas, socialistas, anarquistas o simples demócratas, de los que asesinaron a cuantos pudieron (que no pudieron ser todos, como hubiera sido su deseo, expresado en tantos escritos, porque algunos se les pasaron por alto y otros pudieron salir al exilio); pero también contra todo lo que significara una cultura y un arte entendidos como forma de pensamiento, crítica o disensión. La inteligencia resultaba subversiva y peligrosa. Como en un remake de la inquisición medieval, se quemaron en hogueras libros que ya estaban publicados y se idearon férreas exigencias censoras para los que quedaban por publicar.

Para Franco y sus cómplices Vicente Blasco Ibáñez era un problema. Menos problema muerto, como estaba, que vivo, como pudiera haber estado a poco de haber llegado a los 80 años, pero un problema al fin y al cabo. Por un lado, se trataba de un escritor de gran prestigio internacional pese a estar muerto, y la dictadura ya sabía lo que acarreaba matar a un poeta como para suponer lo que, aún victoriosos, podría implicar la prohibición total de la obra de un escritor tan famoso, al que odiaban, pero que nada directo había tenido que ver con la República derrotada, cuyos supuestos desmanes había sido la excusa de la sublevación. En la balanza opuesta, Blasco había sido uno de los precursores fundamentales de aquella República que a su entender tantos males había traído a España, influyendo no sólo en los intelectuales de su época, sino sobre todo en aquellas masas populares a las que los vencedores consideraban ejecutoras directas de la barbarie republicana y a las que estaban decididos a someter por el adoctrinamiento y el garrote. Además, muchas de las novelas de Blasco no sólo eran subversivas, sino también amorales, procaces y descaradas, puro pecado. Conclusión: ni para ti ni para mí.

La edición y difusión en España de la literatura de Blasco Ibáñez durante el franquismo fue selectiva e irregular. Poco a poco se fueron editando las novelas del ciclo valenciano, probablemente lo mejor de su obra, y otros textos igualmente importantes, “Los cuatro Jinetes…”, “Sangre y arena” o “La vuelta al mundo de un novelista”. Eso sí, para encontrar otros de sus escritos había que bucear en los montones informes de la Cuesta de Mollano y El Rastro o en las trastiendas oscuras[1] de algunas librerías (las viejas librerías siempre eran oscuras, en contraste con la luminosidad de las actuales). Allí, con suerte se podía tropezar con algún amarillento ejemplar de sus virulentas novelas anticlericales (“La Catedral” o “La araña negra”), de sus escritos o históricos (por ejemplo, el segundo volumen de su inicial “Historia de la Revolución Española” que yo mismo  encontré) o, y eso era más de agradecer, de las estupendas novelas que componen su ciclo de temática social (“El intruso”, “La bodega” y “La horda”), también entre lo mejor de la literatura de Blasco, especialmente las dos primeras.

Un claro indicativo, y así volvemos al tema, de la actitud de la dictadura ante la herencia cultural de Blasco Ibáñez está en el escaso número de películas que se hicieron en los años franquistas adaptando sus novelas. Dato especialmente significativo si tomamos en consideración que para el cine de aquellos años negros los textos literarios constituyeron una de sus principales fuentes de inspiración. Las novelas, aún las más añejas, daban prestigio al celuloide, al que aportaban argumentos ejemplarizantes y lacrimógenas historietas que apuntalaban las bases ideológicas y morales del régimen. Pero había escritores y escritores, y Blasco era de los de la cáscara amarga. Baste un breve panorama comparativo para comprobarlo.

Tomamos en cuenta sólo a aquellos escritores que podríamos considerar coetáneos de Blasco cuya obra tiene una cierta consistencia literaria que les hace merecedores del recuerdo. Ni que decir tiene que la palma se la llevan los novelistas o autores dramáticos directamente adscritos a la sublevación desde el principio. En lo alto del escalafón están, faltaría más, los hermanos Álvarez Quintero, de probada eficacia popular, de cuyas obras salieron nada menos que 20 películas y una serie televisiva en esos 35 años franquistas. De Carlos Arniches, que nunca había sido reaccionario, pero no se había significado políticamente, se llevaron a la pantalla 19. Y así sigue una larga lista de cantidades descendentes pero nunca insignificantes. Con textos de Pedro Muñoz Seca --fusilado, recuérdese, por milicianos republicanos en Paracuellos de Jarama--  se filmaron 10 cintas, 15 del fino humorista Wenceslao Fernández Flórez, 10 de Armando Palacio Valdés y 8 de Alejandro Pérez Lugín (¡Ay! esas cinco versiones de “La casa de la Troya”).

También se puede decir que los represores se mostraron generosos con quienes, habiendo sido tibios republicanos, confesaron sus pecados, que les fueron perdonados. De la obra de Jacinto Benavente, premio Nobel de 1922, eximia gloria del teatro nacional, aunque a menudo también meliflua, se sacaron nada menos que 19 películas y cuatro series de televisión.

De la imaginación de Blasco Ibáñez, que, quizás excepto a Benavente, superaba de lejos a los demás en calidad literaria y gloria internacional, tan sólo salieron dos películas y media en los casi 40 años de dictadura. Luego explicaremos el porqué de esa media, que nos servirá para aclarar un malentendido, vamos ahora con las dos enteras, que al menos una de ellas tiene interés por sí misma y por el éxito internacional que alcanzó. Se trata de sendas coproducciones, lo que parece indicar la intención de sus responsables de que se distribuyeran internacionalmente, para lo que la firma de Blasco Ibáñez implicaba ya una buena recomendación. Ambas contaron con directores que si bien no pasaban de correctos y profesionales, disfrutaban de gran prestigio y una situación privilegiada en el cine español de aquellos años del franquismo intermedio, posterior al extremadamente represivo de la inmediata postguerra y previo al desarrollismo y el consiguiente aperturismo. Sus repartos, especialmente el de la primera, contaban con verdaderas estrellas. Hispanas, eso sí.


Mare Nostrum” (1948). La primera película española sobre la II Guerra Mundial




 Cesáreo González fue, probablemente, el productor cinematográfico más importante de los años franquistas y, desde luego, un pionero en rodar películas en coproducción con otros países, no sólo para completar la financiación que siempre necesitaba sino también para conseguir la difusión internacional que siempre buscaba. Este gallego, que casi en la  adolescencia había emigrado a Cuba y México en busca de fortuna, no se interesó por el cine hasta 1941, después de haber ejercido otros negocios y funciones, entre ellos ser presidente del Real Club Celta de Vigo, la ciudad a la que había regresado tras su estancia americana. Desde entonces no se dedico a otra cosa que a hacer películas. 

En 1947 creó la firma Suevia Films, cuyo logo se convertiría en poco tiempo en una presencia habitual en las pantallas españolas junto al de Cifesa. Produjo alrededor de un centenar de películas de todo tipo. Descubridor de Joselito, el niño cantor que hizo las delicias de la España todavía rural y autárquica de los cincuenta, con cuyas películas (dirigidas, por cierto, por el comunista Antonio del Amo) se forró, no le hizo ascos, cuando fue necesario, a abrirse a los nuevos directores de clara intencionalidad crítica, produciéndoles películas a Juan Antonio Bardem, Luis García Berlanga y al más joven Miguel Picazo, entre otros. O esta primera adaptación que se rodó en la España franquista de una novela del apestado Blasco Ibáñez.

En cuanto creó Suevia Films, Cesáreo González intensificó sus planes de expansión internacional, y resulta lógico que a la hora de afrontar ese reto acudiera a un argumento como el de “Mare Nostrum”, que le ofrecía varias ventajas muy convenientes. En primer lugar, la historia de amor, aventuras y espionaje que contaba llegaba ya testada por el éxito, relativo, pero éxito, obtenido por la versión de 1926, lo que era una garantía en unos tiempos en que ya se estaban volviendo a cosechar buenos éxitos las viejas películas del cine mudo rodadas de nuevo con sonido. En el caso concreto de nuestro escritor, Hollywood había vuelto a realizar en 1941 una nueva y exitosa adaptación de “Sangre y Arena”, y en México se había producido ya, en 1944, “La barraca”, de las que hablaremos en su momento. Por otro lado, el nombre de Blasco Ibáñez seguía manteniendo un gran prestigio literario, personal y político, especialmente en Argentina y México, los dos mercados más importantes de Latinoamérica y las industrias cinematográficas de habla hispana más potentes, donde el escritor valenciano todavía estaba presente en las decenas de miles de españoles que se habían exiliado tras la guerra en esos países y en el conjunto de sus sociedades.

La coproductora con Suevia Films de “Mare Nostrum” no fue, sin embargo, mexicana, país que no mantenía relaciones diplomáticas con España, sino italiana. Se trataba de una empresa peculiar, que había iniciado su trabajo durante el fascismo, bajo el que había producido película de propaganda, pero también algunos de los primeros filmes de Jean Renoir (“Tosca”, 1941), RobertoRossellini (“La nave bianca”, 1942) o Vitorio de Sica (“I Bambino ci guardano”, 1944), y que cerraría su andadura en 1952 coproduciendo el “Otello” de Orson Welles. El acuerdo debió ser esencialmente instrumental, para facilitar la distribución internacional, pues ningún rastro italiano aparece entre el equipo técnico ni en el reparto, aparte de un par de actores en papeles muy secundarios, Nario Bernardi y Osvaldo Genazzani, que, por otra parte, residían por aquel entonces en España.

La otra baza ganadora de Cesáreo González fue la contratación como protagonista femenina de María Félix, mujer de armas tomar y actriz de extraordinaria presencia y señorío, que de haber nacido en Brogdem, Carolina del Norte, en lugar de en Sonora, Ciudad de México, bien pudiera haber disputado duelos a florete con Ava Garner, pues pertenecían a la misma estirpe de divas capaces de cantarle las cuarenta a cualquier macho que se les pusiera por delante. Tanto es así que el pueblo le había otorgado el título de “La Doña”, sacado del papel de mujer fuerte y dominante que había interpretado en “Doña Bárbara” (Fernando Fuentes y Miguel M. Delgado, 1943), adaptación de la novela homónima del venezolano Rómulo Gallegos que la lanzó al estrellato.

En 1948, cuando Cesáreo González la reclutó para “Mare Nostrum”, el nombre de María Félix era ya marca de éxito seguro en toda América latina y, por supuesto, también en España, donde sus películas habían obtenido gran éxito a pesar del modelo de mujer tan moralmente incorrecto que solían interpretar en ellas. El productor gallego realizó una verdadera campaña de lo que hoy se llamaría marketing promocional para popularizar fichaje y la película aún antes incluso de rodarla. Le organizó un recibimiento populoso a su llegada al aeropuerto de Barajas, que reflejó el NODO, y la mantuvo rodeada de periodistas durante toda la filmación, que, como correspondía a tal producción internacional, se realizó en Valencia, pero también en Nápoles, Pompeya y Paestum, los escenarios reales en los que transcurría la novela de Blasco.

Para acompañar a la diva mexicana González se decidió por un actor español, todavía un novato pero que ya mostraba buenas maneras que el tiempo habría de confirmar. Ese mismo año Fernando Rey, pues de tal se trata, había triunfado con la imagen ambiguamente arrogante que le había conferido al Felipe el Hermoso de “Locura de amor”, que de las manos de Juan de Orduña había realmente enloquecido al público español de la época. Con “Mare Nostrum” se inició su despegue internacional, terreno que en el que llegaría a alcanzar altas cotas de respeto.




También en el terreno de la dirección actuó sobre seguro Cesáreo González, poniendo la película en manos de Rafael Gil, un profesional solvente que, además, mantenía una ambigüedad ideológica que resultaba que ni pintiparada para este proyecto. Gil había participado de la vida cultural avanzada de la República dedicado a la crítica cinematográfica, y durante la guerra civil había debutado como cineasta, con tan sólo 23 años, realizando para el ejército republicano varios cortometrajes con títulos tan evidentes como “Soldados campesinos” o “Salvad la cosecha”. 

Pese a este origen, su implicación política no debía ser excesiva, porque el mismo 1939 volvió a ponerse tras la cámara para dirigir otro documental, este vez de signo contrario, “Flechas”. Había debutado en la ficción en 1942 con un éxito, “El hombre que se quiso matar”, adaptación de Wenceslao Fernández Florez, y ese mismo 1948 había dirigido “La calle sin sol”, según los expertos primer intento, fallido pero interesante, de neorrealismo español. A él pues, como guionista de la película, junto a Antonio Abad Ojuel, se le deben achacar los cambios realizados en la adaptación. Alguno de ellos confiere a “Mare Nostrum”, al margen de su posible calidad fílmica, que no he tenido ocasión de comprobar, una significación histórica y política nada desdeñable.

Como Vicente Minelli haría 16 años después con “Los cuatro jinetes del apocalipsis”, también Rafael Gil trasladó la acción de “Mare Nostrum” de la primera a la segunda guerra mundial. Ese simple cambio de fechas aporta ya un dato significativo sobre la importancia histórica de la película, pues se trataría, si alguna información que desconozco no lo desmiente, de la primera producción española centrada en ese periodo histórico, sobre el que el cine patrio de la época y el franquismo en general procuraron pasar sobre puntillas, no fuera que alguien viniera a recordarles su apoyo activo al nazismo. 

Curiosamente, la participación franquista en aquella guerra reaparecería tímidamente a mediados de los cincuenta, con unas cuantas películas centradas en la División Azul: “La patrulla” (Pedro Lazaga, 1954), “La espera” (Vicente Lluch, 1956) y sobre todo “Embajadores en el infierno”, que José María Forqué dirigió en 1956 y que fue la de mayor repercusión popular[2]. Para entonces, Franco ya había firmado en 1953 sus acuerdos con unos Estados Unidos en plena guerra fría. Aquellas películas venían a certificar que el dictador ya había sido un implacable enemigo del comunismo, al que había ido a combatir hasta la mismísima Rusia, aunque fuera formando parte del ejército nazi, por lo que ahora no hacía sino cambiar de aliado para poder seguir con su vieja obsesión de caza al rojo. 

¡Oiga señor –debió decirle Franco a Eisenhower aquella fría tarde de diciembre de 1959, mientras recorrían Madrid a bordo de un haiga descapotable tras haberle recibido en la ya base yankee de Torrejón--, que nosotros fuimos los primeros. A ver si ahora nos van a dejar sin una parte del pastel¡”. Y el dictador acabó comiéndose su trozo de tarta; que otra cosa no, pero ladino sabía ser.

Pero cuando Rafael Gil rodó “Mare Nostrum” ese momento del idilio en el descapotable todavía no había llegado. Para entender el sentido de la película tal vez sea conveniente situarla con cierta precisión en los dos momentos cronológicos en que se sitúa: 1939, el tiempo histórico en el que transcurre la acción fílmica, y 1948, el tiempo real en el que se filmó. Empecemos por el segundo, que quizás permite aclarar el porqué del primero.

En 1948 hacía tan sólo tres años que los ejércitos aliados habían acabado con la entente nazi-fascista representada por la alianza del Japón imperial, la Italia fascista y el nazismo alemán, apoyados, en la medida de sus escasas fuerzas, por una exhausta España franquista recién salida de su propia guerra civil. Aunque la derrota del fascismo no supuso, como deseaban tantos republicanos españoles, exiliados o no, libres o encarcelados, que las fuerzas democráticas vencedoras impusieran el final de Franco, la dictadura se encontraba en su momento de mayor debilidad internacional. No sólo se le había negado la entrada en la ONU cuando se creó en 1945, sino que el organismo internacional había condenado expresamente en varias ocasiones al régimen franquista, considerándole una amenaza potencial para la paz mundial, situación que aún se mantendría hasta 1955. 

Mientras se rodaba "Mare Nostrum", hacía tan solo dos años, en 1946, que Francia había cerrado temporalmente sus fronteras con España como consecuencia del fusilamiento del guerrillero comunista Cristino García, héroe de la resistencia francesa, y todavía un buen número de países, México y todos los del área comunista, seguían sin mandar embajadores a Madrid, rotas todas las relaciones diplomáticas. En aquellos momentos concretos de 1948 el propio presidente Truman excluyó personalmente a España de los millones del Plan Marshall que regaron el resto de Europa. Por otro lado, la situación interna no era mejor. Pese a la represión inmisericorde de toda resistencia, con las cárceles llenas, los fusilamientos aún a la orden del día y el terror instalado en la mente de cualquier ciudadano disconforme, los guerrilleros seguían dando la batalla en el monte y el rojerío no acababa de hundirse en el infierno.  

En medio de aquel complicado paisaje político, cualquier intento de abordar la historia de un español en la guerra recién acabada encerraba unos riesgos de los que Rafael Gil debía ser muy consciente. Ante todo, se debía evitar cualquier referencia al pasado colaboracionista de España con los  nazis, al tiempo que había que insinuar que los españoles, representados por el Ulises Ferragut de Blasco, tras haber sido engañados por los alemanes habían acabado luchando contra ellos. De alguna manera, “Mare nostrum” venía a ser la primera jugada propagandística internacional del régimen franquista, encaminada a desvincularle de sus orígenes más netamente fascistas e intentar acabar con el aislamiento que sufría. Todas estas consideraciones debieron influir en la decisión de situar la acción de la película en 1939. Y no en un momento cualquiera de ese año, sino en un mes concreto, septiembre, cuando la guerra aún no había comenzado realmente y cuando todavía se podía simular no conocer las mayores atrocidades nazis que ya se estaban cometiendo.

Desde una perspectiva actual, sabiendo ya lo que sucedió posteriormente, el significado de los acontecimientos de septiembre de 1939 aparece claro y cristalino, pero mientras todo estaba sucediendo la situación debió ser terriblemente confusa. El día uno de aquel año y de aquel mes las tropas nazis había comenzado la invasión de Polonia, que concluiría el 6 de octubre. Tras la ocupación de Checoslovaquia en marzo, aquella nueva agresión era, no cabía duda, la prueba definitiva del objetivo hitleriano de anexionarse toda Europa, y como tal lo vieron los gobiernos de Francia e Inglaterra, que declararon la guerra a Alemania, rompiendo así la política de apaciguamiento de la fiera nazi, que se había iniciado con la no intervención en la guerra española y rubricado en los pactos de Múnich de un año antes. Por si fuera poca la confusión que aportaba la timorata y consentidora posición mantenida por Inglaterra y con menor intensidad por Francia, en agosto la Unión Soviética había firmado su propio acuerdo de no agresión con Alemania, el famoso pacto Ribbentrop-Mólotov, que sumió en una flagrante contradicción a la militancia comunista, hasta ese momento la más concreta y sacrificada oposición a Hitler en toda Europa.

Bien se podría decir que en aquel mes de septiembre de 1939 en el que el capitán Ferragut caía en los brazos de Freia, la espía alemana, accediendo a transportar materiales para los nazis en su barco, con las desastrosas consecuencias que ellos les acarrearía a ambos, como ya se ha contado al hablar de la adaptación de 1926 de la misma novela de Blasco, la auténtica guerra aún no había comenzado. Tanto era así, que a aquellos primeros meses se les denominó en la propia Francia la “drôle de guerre” o la “guerra en broma”. Un momento histórico propicio a todas las ambigüedades, y ya se sabe que en aguas revueltas ganancia de pescadores.

Sería interesante saber cómo respondió Rafael Gil a todos estos condicionantes a la hora de afrontar “Mare Nostrum”. Y escribo que lo sería, porque no he podido comprobarlo, ya que no he encontrado copia de la película, ni física ni etérea. De haberla visto, podría contestarme a mí mismo algunas de las preguntas que me parecen pertinaces. Por ejemplo: ¿se hace en algún momento referencia a la guerra española, que apenas hacía seis meses que había acabado, y en ese caso cómo? ¿Qué explicación se sacaba de la manga para que un español que teóricamente vivía en España --hay que excluir que el protagonista fuera un exiliado-- acabará implicándose contra los alemanes, considerando que eso suponía una violación directa de la política oficial del franquismo en ese preciso momento? ¿Había motivos políticos en el cambio de bando de Ulises Ferragut o todo se debía a razones personales? Y, sobre todo, ¿se mantuvo la escena del acuario y los pulpos, que tan buen jugo parece que supo sacarle Rex Ingram y que en la novela constituye el momento cumbre en el que el marino comprende por fin dónde se ha metido, en un capítulo de gran fuerza expresiva y valor simbólico?:

“Entre sus escaparates acuáticos prefería el marcado con el número 15, dominio exclusivo de los pulpos. Un vago presentimiento le avisaba que en dicho lugar iba a desarrollarse algo importante para su vida. Siempre que Freya visitaba el Acuario era con el deseo de ver comer a esas bestias repulsivas y ávidas. (…) Su estúpida crueldad le pareció un reflejo del carácter de aquella mujer incomprensible que le repelía huyendo de él y al mismo tiempo dejaba en su sonrisa y en sus palabras algo semejante a un hilo suelto para mantenerle prisionero.
(Freya besa a Ulises) Este se estremeció, sintiendo que se había enroscado a su cuerpo un anillo de temblona presión .Los actos de aquella desequilibrada, habían acabado por excitar sus nervios. Creyó que un monstruo de la misma clase que los del estanque, pero mucho mayor, un pulpo gigante de los fondos oceánicos, se había deslizado traidoramente a sus espaldas, echándole de pronto uno de sus tentáculos, sentía la presión de esta garra en su cintura, cada vez más apretada, más feroz “.

Fuera como fuera, “Mare Nostrum” se estrenó con éxito en Madrid el 21 de diciembre de 1948 y tuvo una importante distribución internacional no sólo en la América de habla hispana, que en principio constituía su primer objetivo, sino también en Europa, como confirman los carteles en francés o italiano encontrados. En España, el Círculo de Escritores Cinematográficos le concedió a Rafael Gil el premio al mejor director y a Fernando Rey el de mejor actor, y el Sindicato Nacional del Espectáculo la premió con una mención especial como mejor película del año. Muchos años después, en una lista de esas a las que tan aficionados son los cinéfilos, publicada en Decine21.com y seleccionada por los propios lectores, aparece en el puesto 78 de las 100 mejores películas de espionaje de la historia del cine. No es un galardón como para echar las campanas al vuelo, pues la selección parece un tanto caprichosa, pero sirve al menos para certificar la pertenencia de la historia de Blasco Ibáñez al género de espías, modelo cinematográfico que prácticamente se inauguraba en España con esta versión de su novela, como lo había inaugurado en todo el mundo con la de Rex Ingram de 1926.






Continuará…






[1] Hace años, un viejo librero catalán me relató la manera en que él solucionaba el problema de las posibles e inesperadas visitas policiales. Probablemente la solución más ingeniosa de que tengo noticia y una historieta que al fin tengo la ocasión de relatar.
En la trasera de la librería, la literatura prohibida, política sobre todo, pero en su caso también erótica y pornográfica (cuanto le debemos algunos a aquellos apóstoles clandestinos de la sexualidad), estaba expuesta sobre un tablero, pero que no se sustentaba sobre sus correspondientes patas, sino que estaba suspendido del techo y mediante poleas se podía subir hasta arriba cuando se barruntaba la presencia de los grises, dejándolo fuera de su ojo, que jamás miraba hacia arriba, siempre buscando huecos ocultos en el suelo.

[2] En declaraciones a Sergio Alegre, queha escrito sobre el tema, Forqué conto la recepción oficial de la película, ofreciendo un testimonio significativo de por dónde iban las cosas que no me resisto a reproducir, aunque se salga del tema: “Luego durante un tiempo breve estuvo prohibida. Lo cual era coherente si tenemos en cuenta quién la prohibió ya que pasó de ser una película de exaltación de un partido a ser un poco una exaltación de los militares. Más de una bandera nacional que de una bandera de partido. La vieron unos ministros en una sala del NO-DO: el Ministro de la Falange, Arrese; el del Ejército, Muñoz Grandes; y el de Información y Turismo, Arias. Estábamos en la sala de pruebas, Eduardo Lafuente, que era el director de producción, y yo, que nos colamos un poco. Vieron la película. Al terminar estaban muy conmovidos. La película tenía, en aquel entonces, un gran poder emocional porque correspondía a hechos inmediatos, vividos por todos y un ministro dijo: "La cabronada es que la película es buena". Me acuerdo de la frase porque en cierto modo me halagó. Al encender las luces se dieron cuenta de nuestra presencia y nos echaron. La película se prohibió. Dieron una resolución de que se incorporará una voz en "off' al principio que no tiene sentido, diciendo que la guerra de Rusia era una continuación de la Guerra de Liberación de Franco, si no, no la autorizaban. Cortaron algunas cosas, exactamente no me acuerdo qué. Tuvimos  que poco el tributo al partido y a los primeros voluntarios que formaron la División Azul. Yo defendí que no se pusieran ya que me parecía completamente absurdo que unos prisioneros de los comunistas, y entonces no hay que olvidar que era un comunismo duro, pudieran lucir los emblemas políticos de sus países o de ideologías opuestas. Es como si en un campo de prisioneros españoles dejaran llevar la hoz y el martillo. Me parece absolutamente absurdo. Me dijeron que no opinara y que lo pusiera. Y claro, lo pusimos”.




Próxima entrega:
Cañas y barro” (1954), una traición de película