miércoles, 18 de mayo de 2016

CAMBALACHE. Andanzas y curiosidades de un tango universal y eterno

Cambalache
Andanzas y curiosidades de un tango universal y eterno


 A la memoria de Carlos Montero, viejo y querido amigo
que me descubrió "Cambalache", fallecido mientras
escribía estas líneas.
























“El tango es un pensamiento triste que se baila
Enrique Santos Discépolo

“El tango es el libro de quejas del arrabal”
Margarita D. León

“Cada tango guarda en su esencia un drama humano por lo que no pudo ser”
Julio Mafud




La primera tentación, claro está, fue hacer una especie de comparativa entre el ayer del tango y el hoy de nuestros días. Todo muy sociológico y detallado: similitudes, traslaciones, personajes, situaciones y esas cosas. Pero lo rechacé pronto. El paralelismo entre lo que denunció Discépolo hace ya 81 años y la actualidad resulta tan evidente y su interpretación tan accesible a quien quiera verlo que cualquier insistencia sería una redundancia innecesaria. Si les parece podemos ir directamente a la canción y lo comprobamos:


Que el mundo fue y será una porquería
ya lo sé...
(¡En el quinientos seis
y en el dos mil también!).
Que siempre ha habido chorros,
maquiavelos y estafaos,
contentos y amargaos,
valores y dublé...
Pero que el siglo veinte
es un despliegue
de maldá insolente,
ya no hay quien lo niegue.
Vivimos revolcaos
en un merengue
y en un mismo lodo
todos manoseaos...

¡Hoy resulta que es lo mismo
ser derecho que traidor!...
¡Ignorante, sabio o chorro,
generoso o estafador!
¡Todo es igual!
¡Nada es mejor!
¡Lo mismo un burro
que un gran profesor!
No hay aplazaos
ni escalafón,
los inmorales
nos han igualao.
Si uno vive en la impostura
y otro roba en su ambición,
¡da lo mismo que sea cura,
colchonero, rey de bastos,
caradura o polizón!...

¡Qué falta de respeto, qué atropello
a la razón!
¡Cualquiera es un señor!
¡Cualquiera es un ladrón!
Mezclao con Stavisky va Don Bosco
La Mignón,
Don Chicho y Napoleón,
Carnera y San Martín...
Igual que en la vidriera irrespetuosa
de los cambalaches
se ha mezclao la vida,
y herida por un sable sin remaches
ves llorar la Biblia
contra un calefón...

¡Siglo veinte, cambalache
problemático y febril!...
El que no llora no mama
y el que no afana es un gil!
¡Dale nomás!
¡Dale que va!
¡Que allá en el horno
nos vamo a encontrar!
¡No pienses más,
sentate a un lao,
que a nadie importa
si naciste honrao!
Es lo mismo el que labura
noche y día como un buey,
que el que vive de los otros,
que el que mata, que el que cura
o está fuera de la ley...

Como los cuchillos de un lanzador de circo que van silueteando al milímetro el cuerpo de su partenaire, cada verso de “Cambalache” enmarca, sin sombra de misericordia, un mundo corrupto, injusto y sin valores ante el que el autor muestra el mayor desprecio y la más desoladora desesperanza. Se trata, por supuesto, del retrato de un momento y lugar concreto, la Argentina de los años 30, que vivía tiempos de injusticia social y bajeza moral. Pero siendo eso importante, no es su carácter de testimonio y denuncia social lo que confiere a “Cambalache” su extraordinaria capacidad para seguir expresando, tanto tiempo después, los sentimientos y reflexiones propias de quienes lo escuchan hasta identificarlo como una expresión sincera de su personal indignación.

Por encima, o por debajo, del retrato social, la denuncia y la indignación, lo que en el fondo propone “Cambalache” es una reflexión en profundidad sobre la condición humana, o al menos sobre algunos de sus rasgos más tenebrosos: el egoísmo, la insolidaridad, la injusticia. La composición de Discépolo parte de lo concreto, lo circunstancial, lo local, para abordar cuestiones universales y esenciales. El autor coloca frente al oyente un espejo sonoro que refleja, no ya el camino, sino el propio rostro de quien lo escucha, invitándole a cuestionarse la imagen reflejada. ¿Es realmente así el mundo?, cabe preguntarse tras la última nota, pero la curiosidad quedaría corta si luego no llegara la duda sobre el papel que cada cual juega en ese mundo indeseable. ¿Pertenezco yo a ese mundo? ¿lo consiento? ¿hasta que punto vivo de él y me lucro con él? ¿Soy víctima o cómplice?

La respuesta de Discépolo, cuya obra no es precisamente un epítome del optimismo, a estas cuestiones es taxativa: todos estamos en el merengue y no hay salvación que valga. Sin embargo, cuando una obra de arte sugiere preguntas a quien la escucha, lee o contempla, las respuestas no están nunca en el autor, sino en cada cual que se enfrenta a ella. En este sentido, entiendo que es precisamente ese enfrentamiento del oyente con los aspectos más rechazables de su propia condición humana a que obliga “Cambalache” es lo que, situado en momentos históricos de similar indignidad, nos identifica con el tango y lo que le hace definitivamente imperecedero y universal.

Sin embargo, esa pervivencia de la canción no hubiera sido posible sólo por la situación que denuncia o la reflexión que propone, por muy pertinentes que fueras y sigas siendo. “Cambalache” es también, y ante todo, una obra maestra absoluta, no sólo del tango, sino de la música popular de todos los tiempos y todas las latitudes, comparable a las más altas y reconocidas cumbres de la música popular del siglo XX. Una condición que no hubiera alcanzado sin la precisión de su lenguaje, que mezcla con maestría las expresiones lunfardas y populares con los términos más cultos, la exactitud arquitectónica de su estructura y, muy especialmente, la deslumbrante brillantez de sus arriesgadas metáforas e imágenes. Y de su música, por supuesto, directa como un gancho al estómago y convirtiendo cada verso en una sentencia inapelable. También la compuso el propio Discépolo, que aunque en ese terreno no pasaba de ser un aficionado aporreador de pianos con dos dedos, demostró su inspiración cuando se puso a ello, como se puede comprobar escuchando “Yira yira” o “Qué vachaché”, curiosamente dos de sus obras en las que más personalmente y con mayor desgarro aborda la misma cuestión de la condición humana y la maldad del mundo que protagonizan “Cambalache”.





Algo de historia, que nunca viene mal

Como una correlación directa con el tango, en la propia historia del estreno de “Cambalache” aparece una mezcla de elementos que bien podrían figurar en el escaparate a que alude el tango. Enrique Santos Discépolo lo había escrito para la película “El alma del bandoneón”, que protagonizada por Libertad Lamarque y dirigida por Mario Soffici se estrenó en el Cine Monumental de Bueros Aires el 20 de febrero de 1935. Nada tenía que ver la tremenda diatriba de Discepolo con la trama totalmente intrascendente de la película, que narraba los cursis amores de una pareja de jovencitos de buena familia y, eso sí, loca por los tangos. 

Cosa bien distinta era la banda sonora, que incluía tangos, siempre interpretados sobre un escenario y sin relación con el argumento, tan destacados como “Horizontes”, una pequeña joya del repertorio de Homero Manzi cuya idea principal era, paradójicamente, justo la contraria de la de “Cambalache”. “Olvidar es vivir,/ perdonar es querer/ y es mejor buscar la fe en el porvenir/ que andar penando por las huellas del ayer”. También estaba el que daba titulo a la película, “El alma del bandoneón”, que cantaba la protagonista, Libertad Lamarque, y que había escrito Discépolo en colaboración con el dramaturgo y guionista Luis Cesar Amadori, luego cineasta de carrera larga y en general sin demasiado interés.

Parece ser que fue este último quien antes del estreno de la película entregó “Cambalache” a la cantante Sofía Bozán, que lo estrenó en el teatro Maipo de Buenos Aires sin ningún tipo de permiso o autorización, lo que al parecer provocó un duro enfrentamiento con los productores de la película, que habían exigido la exclusiva. Leo por ahí que aún hoy se sigue discutiendo si Discepolo, del que Amadori siguió siendo amigo y colaborador al fin y al cabo, estaba o no al ajo del asunto.

En la película lo interpretó Ernesto Famá, cantante y compositor de relativa relevancia, en lo que bien podría considerarse la versión original del tema, pues fue la primera que quedó registrada, y esa la que he utilizado para abrir estas notas. No obstante, esta retorcida historia del estreno de “Cambalache” aún tiene una vuelta de tuerca más. A finales de 1934, ya rodada la película pero aún no estrenada, el director de la orquesta que había acompañado en ella a Famá, Francisco Lomuto, grabó su propia adaptación, aunque tan sólo instrumental. Desconozco si en esta ocasión hubo acuerdo o demandas. En cualquier caso, no parece que el tango fuera un éxito inmediato de los que rompen la pana. Serían las sucesivas y numerosas versiones que se fueron haciendo de él a lo largo de los años las acabaron convirtiéndolo en lo que hoy es.

Para esas fechas Enrique Santos Discépolo estaba en plena etapa de madurez, personal y creativa. Tenía 31 años y se había ganado un creciente prestigio como actor (en esta función se le puede ver en alguna de las películas posteriores en que intervino), profesión en la que se había iniciado apenas salido de la adolescencia, y autor teatral, con varias obras estrenadas, incluidas comedias musicales. Pero sobre todo era reconocido como uno de los más importantes escritores y compositores de tangos, en un momento en el que el género había alcanzado su esplendor y no era poca la competencia de autores con sobradas cualidades que le disputaban el territorio, de Homero Manzi a Cátulo del Castillo, de Celedonio Flores a Enrique Cadícamo, por citar sólo cuatro nombres memoralbes. Diez años antes, Discépolo había compuesto su primer tango, “Bizcochito”, que no había sido precisamente una joya, pero desde entonces había creado auténticas obras maestras como “Que Vachaché”, “Esta noche me emborracho”, “Chorra”, “Malevaje” o “Yira-yira”, que en la voz de Carlos Gardel y muchos otros cantores, los más importantes, habían alcanzado fama universal.




  
Un texto grabado en piedra

La primera estrofa de “Cambalache” es una afirmación contundente de la maldad del mundo y la constatación brutal de que aquel preciso momento histórico era el peor de toda la historia de la humanidad. Casi una octavilla volandera:

Que el mundo fue y será una porquería
ya lo sé...
(¡En el quinientos seis
y en el dos mil también!).
Que siempre ha habido chorros,
maquiavelos y estafaos,
contentos y amargaos,
valores y dublé...
Pero que el siglo veinte
es un despliegue
de maldá insolente,
ya no hay quien lo niegue.
Vivimos revolcaos
en un merengue
y en un mismo lodo
todos manoseaos....

¿Por qué en esa confrontación eterna entre la probidad de los “valores” y la perfidia de los “dublés” se ha llegado al punto en el que la maldad insolente se ha desplegado hasta ocupar todo el espacio posible? A explicarlo dedica el autor la segunda estrofa, de singular precisión expositiva:

¡Hoy resulta que es lo mismo
ser derecho que traidor!...
¡Ignorante, sabio o chorro,
generoso o estafador!
¡Todo es igual!
¡Nada es mejor!
¡Lo mismo un burro
que un gran profesor!
No hay aplazaos
ni escalafón,
los inmorales
nos han igualao.
Si uno vive en la impostura
y otro roba en su ambición,
¡da lo mismo que sea cura,
colchonero, rey de bastos,
caradura o polizón!...

Y por si quedaran dudas sobre la justeza de su tesis, en la tercera pasa de lo general a lo particular, y en una enumeración de nombres y personajes enfrentados, históricos o de total actualidad, representantes contrapuestos de las mayores grandezas y bajezas del ser humano, baja la tesis a tierra y aporta las pruebas palpables de su denuncia.

¡Qué falta de respeto, qué atropello
a la razón!
¡Cualquiera es un señor!
¡Cualquiera es un ladrón!
Mezclao con Stavisky van Don Bosco
y "La Mignón",
Don Chicho y Napoleón,
Carnera y San Martín...
Igual que en la vidriera irrespetuosa
de los cambalaches
se ha mezclao la vida,
y herida por un sable sin remaches
ves llorar la Biblia
contra un calefón...

Tras la contundencia demoledora de los dos últimos versos, que luego recuperaremos con mayor detenimiento, ya sólo queda insistir en la última estrofa y en la desesperanzada indignación que rezuman sus versos, Como la apertura de “Cambalache”, el final cierra el círculo y vuelve a ser una contundente proclama contra la infamia del mundo.

¡Siglo veinte, cambalache
problemático y febril!...
El que no llora no mama
y el que no afana es un gil!
¡Dale nomás!
¡Dale que va!
¡Que allá en el horno
nos vamo a encontrar!
¡No pienses más,
sentate a un lao,
que a nadie importa
si naciste honrao!
Es lo mismo el que labura
noche y día como un buey,
que el que vive de los otros,
que el que mata, que el que cura
o está fuera de la ley...

A un oyente primerizo, si es que aún queda alguno en el mundo, inmediatamente le llamara la atención la utilización de palabras cuyo significado desconoce, encontrando versos, imágenes y metáforas que no puede desentrañar del todo. Pese a ello, y esa es una de las grandezas de Discépolo al escribir “Cambalache”, el contenido fundamental de la letra, su significado último y el cruel retrato de la sociedad que en ella se hace resultan evidentes incluso para el menos avezado de los oyentes.

La RAE, nuestra española RAE, define el término “Lunfardo” como la “Jerga empleada originalmente por la gente de clase baja de Buenos Aires, parte de cuyos vocablos y locuciones se introdujeron posteriormente en el español popular de la Argentina y Uruguay”. Deben tener razón los señores académicos, que no por nada son los que limpian, abrillantan y dan esplendor a las palabras, pero  en cualquier caso es una definición limitada y parcial. Creo yo. Es cierto que aquellos términos inicialmente canallescos y delincuenciales, ideados para no ser entendidos por el común de los mortales, y especialmente por la “cana”, acabaron incorporados al lenguaje popular rioplatense, pero no sólo a él.

Como antes había sucedido con el habla popular incorporada a la literatura gauchesca, cuyo más alto exponente es “Martín Fierro”, el extenso poema narrativo de temática social y moral escrito por José Hernández en 1872, también el lunfardo terminó encontrando su propia expresión literaria en un similar intento de ciertos intelectuales y escritores por fundir lo popular y lo culto, dando lugar a una corriente de la literatura argentina que ha llegado hasta nuestros días, hasta el punto de contar, incluso, con su propia Academia y Diccionario. Quien quiera acceder a lo mejor de aquel experimento lingüístico bien puede leer los poemas de Carlos de la Pua (1898/1950) o los artículos y novelas de Roberto Arlt (1900/1942).

Sin embargo, fue en el tango donde el lunfardo encontró su hábitat natural, alcanzando en algunas de sus letras sus cotas artísticas y expresivas más altas. Fue el tango el que llevó el lunfardo de la jerga de las tabernas y los prostíbulos a los grandes escenarios teatrales, al disco y al cine, convirtiendo en habla popular lo que había sido chamullo delincuencial, e incluyéndolo así definitivamente en el lenguaje coloquial y literario argentino. A cambio, los letristas del tango encontraron en el lunfardo su principal seña de identificación popular, una marca lingüística que los diferenciaba de otras formas de la canción popular del momento y que establecía una relación de comunicación directa entre el autor y su público potencial. En algunos casos, hay que decirlo, hasta extremos que hoy en día hacen los textos correspondientes prácticamente incomprensibles. Puede comprobarse escuchando el por otra parte excelente tango “El Ciruja” (Alfredo Marino/ Ernesto de la Cruz, 1926), alguna de cuyas estrofas obligan a usar el diccionario: 

“Recordaba aquellas horas de garufa
cuando minga de laburo se pasaba,
meta punguia, al codillo escolaseaba
y en los burros se ligaba un metejón;
cuando no era tan junao por los tiras,
la lanceaba sin tener el manyamiento,
una mina le solfeaba todo el vento
y jugó con su pasión.






Orfebrería de palabras

Uno de los aciertos estilísticos que ayudan a la universalidad de “Cambalache” pienso que es, precisamente, la utilización que Discépolo hizo del lunfardo, que nunca ocupa la totalidad del verso, sino que aparece trufado con otras expresiones del lenguaje popular, perfectamente castellanas, aún argentinizadas. Por supuesto que a quien escuche hoy en día la canción sin ser argentino no le viene mal saber que un “chorro” es un ladrón, un “merengue” un follón, un desorden, y “doblé” o “dublé” una joya falsa o, como en este caso, una persona poco de fiar. No le viene mal, pero conocerlo no le va a hacer disfrutar más del tango ni entender mejor su significado. Es la fuerza visual de las palabras y las imágenes que construyen, junto a la contundencia que les otorga la música y la interpretación del cantor, lo que le confiere todo su sentido a “Cambalache” y uno de los elementos que han permitido su pervivencia en el tiempo como canción y como manifiesto moral.

Algo similar sucede con la enumeración enfrentada de personajes que aparece en la tercera estrofa. Hoy en día apenas se recordará al emperador Napoleón y, todavía menos al general José San Martín, libertador de Argentina, Chile y Perú, por mucho que se trate de prominentes próceres históricos. Con mayor motivo otros personajes citados por Discépolo bien pueden ser considerados totalmente anónimos, o casi, a estas alturas del siglo XXI. ¿Quién recuerda que el boxeador argentino Primo Carnera era universalmente famoso en los tiempos del tango porque dos años antes había conquistado en Nueva York el Campeonato Mundial de los Pesos Pesados? ¿Y que Stavisky, francés de origen ruso y estafador de profesión, se llamaba Alexandre y había muerto el año anterior en extrañas circunstancias durante su detención” ¿O que al nombrar a Don Bosco se refería al sacerdote italiano Giovanni Melchiorre Bosco, fundador de la poderosísima orden de los Salesianos, de gran prestigio entre las clases populares de la época por su labor educativa? Por no hablar ya del misterioso Don Chicho, un famoso y cruel mafioso rosarino de origen italiano que acababa de ser expulsado del país por indeseable. O la famosa Mignon, bien un genérico o alguna cocotte destacada de la vida alegre porteña, hoy olvidada. Tiene cierta gracia ponerle historia a esa mezcolanza de personajes benéficos y malévolos de Discépolo, pero los nombres podrían ser perfectamente cambiados sin merma de su significado. Incluso Caetano Veloso lo hizo en su interpretación de “Cambalache”, y al final resulta un cambio insignificante en una versión por otro lado notable.

Entre otras cosas, dan lo mismo los nombres porque al final de la enumeración Discépolo introdujo cuatro versos de una contundencia total, especialmente los dos últimos, que a mi entender constituyen no sólo una metáfora arriesgada y de extraordinaria fuerza expresiva, sino una joya del tango y de la lírica en general, que llega a lo más hondo del conflicto que plantea la canción: la ruptura definitiva e irreversible de las fronteras entre la bondad y la iniquidad:

“Igual que en la vidriera irrespetuosa de los cambalaches
se ha mezclao la vida,
y herida por un sable sin remaches
ves llorar la Biblia contra un calefón.”

Como en toda obra artística, sea cual sea el arte al que nos refiramos, la estrofa se va enriqueciendo conforme se insista en escucharla, aunque desde la primera audición quede ya grabada en el oyente el impacto de la sonoridad de los versos y su enorme fuerza plástica. “Herida”, “sable”, “remaches”, “Biblia” o “calefón” resultan disparos directos a la sensibilidad del oyente, palabras que en sí mismas comunican la tensión del momento que describen y el dolor y la desesperanza del autor. Desde el primer momento queda claro que hemos llegado al fondo, aunque para alcanzarlo realmente quizás haya que insistir en la luminosa y terrible metáfora final:

“…y herida por un sable sin rechaces
Ves llorar la Biblia contra un calefón”

La Biblia es La Biblia; ya se sabe, el libro sagrado que sirve de canon y guía de todas las bondades y justicias del mundo occidental y cristiano. No hay misterio en ello. El calefón, tampoco es un secreto, era y es un simple calentador de agua, inocente en sí mismo, pero cuyo significado se complica cuando se considera que en aquella época dichos calefones solían dedicarse a calentar el agua que se usaba para el aseo corporal y que habitualmente estaban instalados en cuartos apartados, bien individuales o colectivos, dedicados a tales funciones. Vamos, que es exactamente en los retretes donde tiene lugar la metáfora. En una imagen efectivamente tan “irrespetuosa” como la de los escaparates de los cambalaches que acaba de citar, la equiparación de lo más sublime con lo más bajo expresa sin duda el sentido último del tango, la cumbre de su denuncia y de la desesperación de su autor.

Es fuerte la conclusión, pero Discépolo, inmisericorde, aún dio una última vuelta de tuerca a su metáfora. “Herida por un sable sin remaches” es ya en sí misma una imagen poderosa y dolorosa de inmediato impacto, pero cuando, además, algunos entendidos en el tema nos explican que “sable sin remache” era como se llamaba en expresión popular porteña de la época al clavo en el que en los retretes se colgaban los recortes de periódicos o de papel de envolver que las clases populares utilizaban con fines higiénicos, el resultado de la metáfora es, a mi manera de entender, sencillamente desolador. Casi es mejor no profundizar, dejarla en la primera impresión y quedarse con su ambigüedad impactante. O escucharla en una versión más ligera.




Una década infame

Cabe preguntarse qué es lo que provocó este estallido de desconfianza en el género humano en un autor que, por otra parte, nunca dio muestras en su obra de tener en excesivo aprecio a sus congéneres. Los años treinta, en cuya mitad exacta se compuso “Cambalache”, han sido bautizados por la historiografía argentina como “la década infame”, nombre que nos libra de cualquier otro calificativo y que indica bien a las claras el carácter de aquellos 10 años, que en realidad fueron 13.

El 6 de septiembre de 1930 se había producido el primer golpe militar de la historia constitucional argentina. Dirigido por el general José Félix Uriburu acabó con el gobierno que Hipólito Irigoyen encabezaba desde hacía apenas dos años. Era la segunda vez que el político del partido Unión Cívica Radical ocupaba el cargo, pues ya en 1916 había sido el primer presidente argentino elegido por sufragio universal y secreto; eso sí, sólo con participación masculina, pues las mujeres no consiguieron el derecho al voto hasta 1947, ya con el peronismo en el gobierno. 

Por lo que he podido consultar en quienes de esto saben, los dos periodos de Irigoyen en la presidencia de Argentina, así como los intermedios, gobernados también por los radicales, son considerados como años de ruptura de la hegemonía conservadora, de surgimiento de una nueva clase media y de reforma social y económica. Años progresistas, o de cambio, calificaríamos hoy. En ellos, y aunque no sin contradicciones, se dictaron leyes de protección del campesinado y se creo la jubilación obrera. Nota destacada de ese periodo previo al golpe es la importancia que Irigoyen y sus correligionarios dedicaron a la política educativa, en un intento por acabar desde su origen con la profunda desigualdad social del país. Se priorizó la educación infantil y se decretó la autonomía universitaria, la libertad de cátedra y el co-gobierno de La Universidad por parte de autoridades académicas, docentes, alumnos y empleados. En el terreno económico se intento la nacionalización de los recursos naturales del país, especialmente el petróleo y el ferrocarril, en manos de empresas extranjeras. Cabe decir que, fuera casual o causal, en aquel septiembre de 1936 en que los militares se alzaron se estaba a punto de decretar la nacionalización del petróleo, medida que quedó sin efecto por el golpe.

Se iniciaron entonces 13 años de gobiernos presididos por militares, aunque al final también hubiera presidentes civiles, unos y otros conchabados con las oligarquías nacionales y las empresas multinacionales, especialmente británicas y estadounidenses, de quienes en definitiva dependía la economía argentina, pese a las ínfulas nacionalizadoras e intervencionistas gubernamentales. Se mantuvieron las formalidades democráticas, pero las elecciones se convirtieron en manipulaciones fraudulentas de la voluntad popular. Se dictaron leyes represoras, se limitaron los derechos democráticos y sindicales, se intervinieron las universidades, se clausuraron periódicos y se detuvo a opositores. Pero sobre todo, si algo han destacado los historiadores que se han ocupado de aquella década es el ambiente de corrupción permanente en el que transcurrió.

Un día sí y otro también las primeras páginas de los periódicos anunciaban un nuevo escándalo político-económico de cifras millonarias. Un ejemplo dramático: en aquel mismo 1935 en que se estrenó “Cambalache”, el diputado de la oposición Lisandro de La Torre había denunciado un amplio entramado de evasión fiscal y corrupción que implicaba, además de a las principales empresas exportadoras, argentinas y británicas, a dos ministros del gobierno, el de Hacienda y el de Agricultura. En julio, y en medio de una sesión parlamentaria en la que se debatía el tema, un correligionario y amigo del segundo de los ministros disparó con un pistola contra La Torre, aunque las balas impactaron en su amigo y discípulo Enzo Bordabechere, que intentó protegerle y murió en el intento. No es de extrañar que en ese ambiente la desafección por la política institucional fuera común entre buena parte de la ciudadanía. Discépolo entre ellos.

No obstante, también señalan los historiadores como dato positivo que las facilidades a las inversiones extranjeras dadas por los distintos gobiernos de esos años, si bien pusieron en manos británicas o estadounidenses sectores económicos tan fundamentales como el eléctrico, el textil, la alimentación, el caucho, el petróleo o los ferrocarriles, también aceleraron el proceso de industrialización del país, lo que acabaría resultando fundamental para la posterior modernización del país.

Esa creciente industrialización produjo, lógicamente, un importante fenómeno migratorio del campo a las grandes ciudades, especialmente Buenos Aires. Sin duda quienes huían de formas de vida paupérrimas y de estructuras sociales caciquiles esperaban mejorar su supervivencia trabajando en las nuevas industrias que se estaban creando y dignificar así sus vidas. Lo que encontraron fue muy distinto. Las nuevas fábricas no eran capaces de absorber la avalancha de mano de obra que pretendía lugar en ellas, creándose como consecuencia una cada vez más numerosa población de desocupados en situación miserable, sobreviviendo de la mendicidad, el chanchullo o la semidelincuencia en barrios marginales e insalubres. La economía del país crecía, pero su población sobrevivía desesperada en la indigencia y la desconfianza. El historiador argentino Felipe Pigna lo ha resumido mejor que yo:

"la década infame, se caracterizó por la ausencia de la participación popular, la persecución a la oposición, la tortura a los detenidos políticos, la creciente dependencia de nuestro país y la proliferación de los negociados (corrupciones)”.

Aquellos 13 años infames acabaron como habían empezado, con un nuevo golpe militar que habría de dejar chiquito al anterior. El deterioro político debía ser tan profundo y extendido en aquellos momentos que la sublevación fue recibida por la mayoría de los partidos políticos, excepto el comunista, al parecer, con la alegría con que se suele recibir a los salvadores de la Patria. Poco debió durar la alegría en casa del pobre, porque los nuevos militares en el poder, en algunos casos filo-fascistas declarados, establecieron una dictadura aún más férrea que sus antecesores. En su seno nació la figura política de Juan Domingo Perón, que empezó con el humilde cargo de secretario del Ministerio de la guerra, luego ministro y Viceprensidente, hasta que acabó en 1946 como Presidente de la República, elegido por votación democrática tras fuertes conflictos que adquirieron formas de sublevación popular.

No se puede ignorar, por otra parte, que durante todos estos años, no ya Argentina, sino todo el mundo vivió momentos de profunda crisis económica y política. Ahí han quedado para la historia de la humanidad el Crack económico de 1929, el ascenso de los fascismos en la Europa, y en la Sudamérica, de los años 30, la Guerra Civil Española o la II Guerra Mundial.




La fe perdida

Pero estamos en 1935 y en “Cambalache”, no pasemos de largo. La década infame está justo en su momento más alto de corrupción política, injusticia social y degradación moral. Aunque sea pura especulación, es posible imaginar cómo una situación así pudo conducir al autor al vómito ideológico que supone su tango. Enrique Santos Discépolo, que a la sazón tenia 34 años, estaba políticamente enraizado en el anarquismo, en pleno auge en la Argentina de los años 20 y con el que también estuvieron relacionados otros importantes autores e interpretes de tango, como Juan de Dios Filiberto, Dante Lynyera, Enrique González Tuñón, Augusto Balde, Luis Teisseire o Francisco Canaro. Desde esa posición política, Discépolo se había mostrado ya descontento con las reformas de los gobiernos de Irigoyen y los radicales, tal y como dejó patente en algunas de sus obras de la época. Sin embargo, la brutalidad del golpe de 1930 y la inmersión posterior del país en la iniquidad política, moral y económica bien pudieron conducirle a considerar que finalmente se había tocado el fondo del pozo. Tan hondo se había caído que si se miraba hacia arriba nada se distinguía entre la negritud completa, ni el menor rastro de luz que pudiera alumbrar un camino de salida.

Tal vez para algún oyente pueda parecer “Cambalache” un tango revolucionario, o que invita a la revolución, al cambio de valores o de sistema. No pienso que sea así. En la dura diatriba de Discépolo no aparece ni la menor indicación de que exista la más mínima posibilidad de transformación de la situación que denuncia, ni corriente ideológica, organización política o intervención divina que lo pudiera provocar. Nada hay en “Cambalache” de la esperanza transformadora de Jesucristo, Márx o Bakunin, y si en cambio mucho de Nietzsche y su pesimismo nihilista. Las antípodas de la revolución. Otra cosa es la cantidad de ilusión o de esperanza o de posibilidades de lucha que cada uno pueda ponerle a cada nueva audición y de la reflexión propia que se haga ante lo que denuncia el tango o en situaciones similares. Pero eso ya va a cuenta del oyente y no del autor.

Con atinada observación, el sociólogo Julio Mafud dejó escrito en su “Sociología del tango”, ya en 1966, una máxima que me parece recuperable en este momento: “Cada tango guarda en su esencia un drama humano por lo que no pudo ser”. ¿Qué es lo que no había podido ser en aquel Discépolo de 34 años como para cantarlo de forma tan desesperada? Escuchando la canción parece claro que lo que había perdido el autor, aquello que el tiempo había borrado definitivamente, eran las esperanzas en un mundo mejor, más justo, más libre y más honesto, que hubiera podido tener en la juventud, por mucho que nunca las hubiera dejado patentes en sus composiciones. Es decir, todo indica que lo que Discépolo había perdido para esas fechas era la fe. En este sentido, “Cambalache” es un canto de decepción del autor ante la sociedad en la que vive, pero también de autodecepción por su propia incapacidad para transformarla. “Y allá en el horno nos vamo’ a encontrar”, escribió, incluyéndose en la nómina de los condenados. “Aquí no se salva ni Dios, lo asesinaron”, confirmaría el poeta español Blas de Otero veinte años después en situación muy distinta, aunque muy parecida.





En busca del origen

Como es fácil comprender, “Cambalache” no fue una burbuja de indignación tanguera que surgió de repente de la nada. Parafraseando la cita de Margarita D. León que encabeza estas líneas, el tango es, efectivamente, el libro de quejas del arrabal. Unas quejas que se mueven generalmente en el ámbito de lo privado, de lo individual: en el amor perdido, en el orgullo herido o en la añoranza de un pasado en apariencia más feliz pero que no volverá. No obstante, también el tango clásico incursionó en el territorio de lo colectivo, de lo social, hasta constituir esta temática una corriente propia del género, no por poco abundante menos significativa. Ahí están, para quien quiera escucharlas y sin ánimo alguno de exhaustividad, composiciones tan explícitas y a veces valiosas como “Gorriones” (Celedonio Flores / Eduardo Pereyra, 1926), “Jornalero” (Atilio Carbone), “Pan” (Celedonio Flores/ Eduardo Pereyra, 1932), Al pie de la Santa Cruz” (Mario Battistella/Enrique Delfino, 1933) o “Mentiras criollas” (Óscar Arona, 1929).

Aun con algún exceso melodramático en ciertos casos, muy del gusto de la época por otra parte, estos tangos y algunos otros constituyen acertados retratos sociales del momento e implacables denuncias de las injusticias sociales. Es de suponer que Discépolo los conocía sobradamente, pero cuesta pensar que pudieran constituir modelos o influencias para él a la hora de escribir su tango. Coinciden en el retrato y la denuncia, pero difieren en la dimensión totalizadora y moral de “Cambalache”.

Sin embargo, y por aquello de ser quisquilloso, sí que hay algunos tangos anteriores al nuestro en los que parcialmente se aborda, además de la denuncia social, también la falta de valores y principios morales de la sociedad en general, tema fundamental para Discépolo, y en los que pueden detectarse, además, ciertas coincidencias formales. Dado que esto de escribir en un blog permite alargarse hasta el infinito sin otro perjuicio que el de los lectores, y aunque sólo sea por curiosidad, merece la pena citarlos.

Ya en fecha tan temprana como 1903, Ángel G. Villoldo, personaje fundamental en los primeros pasos del tango, compuso y canto la milonga “Matufias”, palabra hoy indescifrable que parecería lunfarda, pero que es estrictamente castellana y que según la RAE significa, en sus dos acepciones, “Ardid para engañar a alguien” o “Asunto o negocio sucio”. Como es fácil ver, ssólo por el título merecería relacionarla con “Cambalache” (RAE: “Acuerdo o intercambio entre dos o más partes alcanzado de forma poco transparente”. Pero hay más cosas que las unen. En medio de una irónica crítica de las novedades que conllevaba la entonces vida moderna, Villoldo introdujo algunas reflexiones bien discepolianas sobre la confusión de principios morales de la sociedad y la corrupción del sistema político general.

“Los curas las bendiciones las venden y hasta el misal
y sin que nunca proteste la gran corte celestial.
Siempre suceden desfalcos en muchas reparticiones
pero nunca a los rateros los meten en las prisiones.

(...)

Se presenta un candidato diputado nacional
y a la faz de todo el mundo compra el voto popular.
Se come asado con cuero y se chupa a discreción
celebrando la matufia de una embrollada elección.”

En el mismo año de 1935 en que Discepolo estrenó “Cambalache”, Dante A. Linyera escribió la letra de “Si volviera Jesús”, tango que con música de Joaquín Mora grabó Carlos Dante con la orquesta de Miguel Caló. Se trata de dos tangos que pertenecen, desde luego, a categorías distintas, y que al ser contemporáneos resulta complicado intuir quién pudo influir en quién, aunque haya referencias en uno y otro que contienen cierta sustancia común. El comienzo de “Si volviera Jesús” lo certifica:

Veinte siglos hace, pálido Jesús,
que miras al mundo clavado en tu cruz;
veinte siglos hace que en tu triste tierra
los locos mortales juegan a la guerra.
Sangre de odio y hambre vierte el egoísmo,
Caifás y Pilatos gobiernan lo mismo
Y, si en este siglo de nuevo volvieras,
lo mismo que entonces Judas te vendiera…


Pero si hay algún tango que insistentemente se ha relacionado con “Cambalache”, casi como de causa y efecto se tratara, ha sido con “Al mundo le falta un tornillo”, que Carlos Galdel había estrenado dos años antes, en 1933. La letra era de Enrique Cadícamo, otro de los maestros indudables de la poesía tanguera, y le había puesto música José María Aguilar.



“Todo el mundo está en la estufa,
Triste, amargao y sin garufa,
neurasténico y cortao...
Se acabaron los robustos,
si hasta yo, que daba gusto,
¡cuatro kilos he bajao!
Hoy no hay guita ni de asalto
y el puchero está tan alto
que hay que usar el trampolín.
Si habrá crisis, bronca y hambre,
que el que compra diez de fiambre
hoy se morfa hasta el piolín.

Hoy se vive de prepo
y se duerme apurao.
Y la chiva hasta a Cristo
se la han afeitao...
Hoy se lleva a empeñar
al amigo más fiel,
nadie invita a morfar...
todo el mundo en el riel.
Al mundo le falta un tornillo
que venga un mecánico...
¿Pa' qué, che viejo?
Pa' ver si lo puede arreglar.

¿Qué sucede?... ¡mama mía!
Se cayó la estantería
o San Pedro abrió el portón.
La creación anda a las piñas
y de pura arrebatiña
apoliya sin colchón.
El ladrón es hoy decente
a la fuerza se ha hecho gente,
ya no encuentra a quién robar.
Y el honrao se ha vuelto chorro
porque en su fiebre de ahorro
él se “afana” por guardar.

Al mundo le falta un tornillo,
que venga un mecánico.
pa' ver si lo puede arreglar.”

Los parecidos resultan evidentes a primera oída, el primero de ellos que se trata de sendas joyas de la música popular. Comparten también la denuncia de un mundo de iniquidad y falta de valores y jerarquías y la indignación ante todo ello. Difieren no obstante, y no es diferencia pequeña, en que lo que para Cadícamo constituye un momento concreto, político, social y moral, de una sociedad determinada, la Argentina de la década infame, para Discépolo es la condición humana lo que se pone en examen.  Y lo que aún es mayor diferencia: para uno, siempre cabía la aparición de un mecánico que pusiera los tornillos en su lugar; para el otro, en cambio, no existía mecánico ni héroe ni santo ni dios que pudiera arreglar el desaguisado.





Rebuscando en casa propia

Todo lo dicho no es óbice para que la aparición de “Al mundo le falta un tornillo” no pudiera haber sido un acicate para que Discépolo tomara la pluma y escribiera “Cambalache”. Cosas así suceden todos los días y las fuentes de la inspiración son siempre misteriosas. Sin embargo, si de hablar de los orígenes de “Cambalache” se trata, pienso que no es en los tangos ajenos donde hay que buscarlos, sino en la propia obra del autor. En ella se encuentran numerosos ejemplos de la misma visión pesimista del mundo, la misma crítica social y la misma desesperanza vital que alcanzó su cima en “Cambalache”.

Ya en 1930 lo había dejado claro en “Yira-yira”, esa obra maestra de la desesperación del ser humano, enfrentado a su soledad en un contexto inhóspito y hostil. Merece la pena ver y escuchar esta grabación que enlazo, en la que Gardel, antes de cantar el tango, dialoga con Discépolo sobre su significado, y prestad atención a lo que comenta el autor cuando el cantor le pregunta sobre el protagonista del tango: “Es un hombre que ha vivido la esperanza de la fraternidad durante 40 años y de pronto, un día, a los 40 años se desayuna con que los hombres son una fiera”. Así estaban las cosas cinco años antes de “Cambalache”.

“Cuando la suerte qu' es grela,
fayando y fayando
te largue parao;
cuando estés bien en la vía,
sin rumbo, desesperao;
cuando no tengas ni fe,
ni yerba de ayer
secándose al sol;
cuando rajés los tamangos
buscando ese mango
que te haga morfar...
la indiferencia del mundo
-que es sordo y es mudo-
recién sentirás.

Verás que todo el mentira,
verás que nada es amor,
que al mundo nada le importa...
¡Yira!... ¡Yira!...
Aunque te quiebre la vida,
aunque te muerda un dolor,
no esperes nunca una ayuda,
ni una mano, ni un favor(…)”

Un año después de “Yira-yira”, Discépolo insiste en el tema con “Qué sapa, señor, utilizando de nuevo la jerga popular para titularlo, aunque en este caso no sea el lunfardo, sino el "vesre", recurso de hablar al revés, invirtiendo las sílabas, igualmente ideado para despistar a los que no pertenecen al grupo. Tal vez sea un tango tal vez de menor entidad pero que en los tres últimos versos de la primera estrofa viene a certificar la decepción del autor con esa “esperanza de transformación” de la que había hablado a Gardel en la entrevista. ¡Hasta quienes dicen querer transformar el mundo lo hacen de manera espuria!:

“La tierra está maldita
y el amor con gripe, en cama.
La gente en guerra grita,
bulle, mata, rompe y brama.
Al hombre lo ha mareao
el humo, al incendiar,
y ahora entreverao
no sabe dónde va.
Voltea lo que ve
por gusto de voltear,
pero sin convicción ni fe. (…)”.

Siguiendo la cronología de estos textos de Discépolo parecería que su negra visión del mundo se hubiera ido ennegreciendo año a año. En “Tres esperanzas”, que Discopolo escribió en 1933 en música y letra y que grabó la orquesta de Francisco Canaro con Ada Falcón como cantante, alude, con máxima impotencia, al suicidio como última huída.

“No doy un paso más,
alma otaria que hay en mí,
me siento destrozao,
¡murámonos aquí!
Pa' qué seguir así,
padeciendo a lo fakir,
si el mundo sigue igual...
si el sol vuelve a salir...
La gente me ha engañao
desde el día en que nací.
Los hombres se han burlao,
la vieja la perdí...
No ves que estoy en yanta,
y bandeao por ser un gil...
Cachá el bufoso... (pistola)
y chau... ¡vamo a dormir! (…)”

A la vista de estas letras, y de alguna posterior que se podría añadir (como la que muy descriptivamente tituló “Desencanto” en 1936), las ideas, las denuncias y la visión del mundo que estalla en “Cambalache” como un vómito incontenible de rabia, indignación e impotencia, no sólo están presentes en otros tangos de Enrique Santos Discépolo, sino que bien podrían considerarse un hilo conductor que recorre el conjunto de su trabajo, constituyendo el ingrediente ideológico fundamental de su obra.

Tanto es así, que si de verdad queremos encontrar la composición propia que más se hermana con “Cambalache”, hasta el punto de constituir una especie de primera versión, un borrador de lo que luego sería corregido y aumentado, hay que remontarse a los propios orígenes de Discépolo como autor de tangos.

En concreto a 1926, fecha en la que tan sólo contaba con un título en su currículo de compositor, la mediocre y un tanto cursi “Biscochito”, en la que, al parecer, sólo se habría ocupado de la música. Aquel mismo año, Discepolo escribió, pues, su segundo tango, primero en cuanto tiene de expresión artística personal de enorme voltaje. En “Qué vachaché” (una expresión de conformidad que vendría a ser algo así como “Qué le vamos a hacer”) una mujer reprocha a su marido su idealismo trasnochado, y lo que le dice son ya palabras mayores:

Piantá de aquí, no vuelvas en tu vida.
Ya me tenés bien requeteamurada.
No puedo más pasarla sin comida
ni oírte así, decir tanta pavada.
¿No te das cuenta que sos un engrupido?
¿Te creés que al mundo lo vas a arreglar vos?
¡Si aquí, ni Dios rescata lo perdido!
¿Qué querés vos? ¡Hacé el favor!.

Lo que hace falta es empacar mucha moneda,
vender el alma, rifar el corazón,
tirar la poca decencia que te queda...
Plata, plata, plata y plata otra vez...
Así es posible que morfés todos los días,
tengas amigos, casa, nombre...y lo que quieras vos.
El verdadero amor se ahogó en la sopa:
la panza es reina y el dinero Dios.

¿Pero no ves, gilito embanderado,
que la razón la tiene el de más guita?
¿Que la honradez la venden al contado
y a la moral la dan por moneditas?
¿Que no hay ninguna verdad que se resista
frente a dos pesos moneda nacional?
Vos resultás, -haciendo el moralista-,
un disfrazao... sin carnaval...

¡Tirate al río! ¡No embromés con tu conciencia!
Sos un secante que no hace reír.
Dame puchero, guardá la decencia...
¡Plata, plata y plata! ¡Yo quiero vivir!
¿Qué culpa tengo si has piyao la vida en serio?
Pasás de otario, morfás aire y no tenés colchón...
¿Qué vachaché? Hoy ya murió el criterio!
Vale Jesús lo mismo que el ladrón...



Palabras mayores de un tango iniciático cuya directa relación con “Cambalache” resulta evidente. Ya estaban en “Qué vachaché” las metaforas arriesgadas y poderosas (“El verdadero amor se ahogó en la sopa: la panza es reina y el dinero Dios”), la sabia utilización del lenguaje popular y los lunfardismos (“¿No te das cuenta que sos un engrupido?”, “Así es posible que morfés todos los días”, “Sos un secante que no hace reír”), y sobre todo una similar visión pesimista de la sociedad, incluida la imprecación sagrada del final (“¿Qué vachaché? Hoy ya murió el criterio! Vale Jesús lo mismo que el ladrón”). Hay una diferencia. En 1926 el sufrido receptor de los reproches de la mujer, aún siendo un “gilito embanderado”, un “otario” que se “ha piyao la vida en serio”, un “engrupido” que aún cree que puede arreglar el mundo, también era una persona honesta y decente, solidaria y luchadora; es decir, un germen de transformación. En 1935 ni eso. En “Cambalache” ni el propio autor se librará de cocerse al fuego en las calderas de Pedro Botero. 

Ni “Qué vachaché” Ni “Cambalache” obtuvieron el éxito y el reconocimiento a la hora de sus respectivos estrenos. Muy al contrario. Cuando el primero de ellos se estrenó en 1926 en un teatro de Montevideo se le recibió con una lluvia de silbidos y abucheos, que tardarían tiempo en amainar. No muy distintos, aunque menos escandalosos, fueron los comienzos del segundo, que pasó prácticamente desapercibido en medio de una película sin excesivas cualidades y necesitó de varias versiones para imponerse. Es de suponer que la audacia que ambos implicaban, el retrato inmisericorde que hacían de la realidad y la hondura de sus planteamientos morales, chocaran con las letras más melodramáticas y menos complejas de los tangos que triunfaban en el momento, provocando el rechazo de un público que pudo sentirse agredido e incluso insultado por las imprecaciones discepolianas. Habrían de ser el tiempo y la comprobación de la agudeza de los análisis sociales y morales de Discépolo lo que contribuiría, sobre todo en el caso de “Cambalache”, a convertirlo en ese tango de siempre y de todas partes que sigue siendo.




De censuras y traiciones

Lo que si obtuvo “Cambalache” fue el dudoso honor de ser prohibido por las dos dictaduras estrictamente militares que asolaron Argentina durante el siglo XX (la de 1930 fue cívico-militar).

En 1943, aparte de por su texto claramente incorrecto para cualquier dictadura, la prohibición estuvo motivada por la utilización del lunfardo, que fue prohibido por los golpistas, que lo consideraban un lenguaje vulgar y de maleantes que degeneraba la pureza del castellano, y con ello la dignidad de La Patria. Tuvo que ver con ello, y no viene mal contarlo, el afamado escritor Hugo Wast, hombre de clara ideología derechista y anticomunista, germanófilo y pro-franquista en aquellos años, que con su nombre verdadero de Gustavo Adolfo Martínez Zuviría ocupó la cartera de Educación en los primeros gobiernos dictatoriales y que en 1944 creó una comisión, presidida por un Obispo, Monseñor Gustavo Franceschi, para salvaguardar la pureza del idioma y, por tanto, poner en vereda a los tanguistas y sus excesos lunfardos. Encuentro el artículo que el Monseñor, director del semanario católico integrista “Criterio”, había escrito en 1936 con motivo de la llegada a Argentina en 1936. Transcribo una parte, porque me parece significativa del carácter que debió imprimir a la comisión censora que presidiría ocho años después:

(Gardel) empleó toda su inteligencia, que jamás había sido cultivada, que era perseverante pero corrompida, para mejorar sus medios de expresión. No concebía cosa más alta que la que hizo. Nadie ha de recriminarle su escasez de valores perennes; pero es insultar a la Argentina el presentarlo como símbolo acabado de su ideal artístico. Todo ello preparó la serie de espectáculos que tuvieron lugar con motivo de su sepelio, y que constituyeron una página bochornosa en la historia porteña. Eran de ver los alrededores del Luna Park, a las diez de la noche. Gandules de pañuelito al cuello dirigiendo piropos apestosos a las mujeres; féminas que se habían embadurnado la cara con harina y los labios con almagre; compadres de cintura quebrada y sonrisa “cachadora”; buenas madres, persuadidas de la grandeza del héroe, que llevaban –pude comprobarlo por fotografías- a sus hijos a besar el ataúd. Y, según se me afirmó, diversas individuas llenas de compunción pretenden ocupar lugares especiales porque fueron “amigas”, “compañeras” de Gardel, a quien convierten de este modo en tenorio de conventillo, en pachá de arrabal (...). No se olvide que el amoralismo simbolizado por un Gardel cualquiera, es anarquía en el sentido más estricto de la palabra. Téngase en cuenta que el desprecio al trabajo normal, al hogar honesto, a la vida pura; el himno a la mujer perdida, al juego, a la borrachera, a la pereza, a la puñalada, es destrucción del edificio social entero”.

La aplicación de tales ideas conduciría a alguna situación que no puede calificarse sino de chusca. Así, por ejemplo, la traducción que hubo de hacerse de los títulos de algunos tangos para que pudieran ser difundidos por la radio. Leo que así sucedió con “Sobre el pucho” (José González Castillo/Sebastián Piana, 1923), que pasó a ser “Un callejón en Pompeya”. “Chiqué” (Ricardo Brignolo), un tango instrumental del que Anibal Troilo realizó, como siempre, una memorable versión que enlazamos, fue cambiado por “El elegante”, aunque más exacto hubiera sido titularlo “Petimetre”. “Susheta” (Enrique Cadícamo/ Juan Carlos Cobián, 1934) también se transformó en otro “El elegante”, sufriendo también cambios drásticos en la letra. “Qué vachaché” fue bien traducido con “Qué vamos a hacerle”. “El ciruja” (Alfredo Marino/ Ernesto de la Cruz, 1926) paso a ser “El recolector”, aunque más en español hubiera sido “El trapero”. “La catrera” (tango instrumental de Arturo De Bassi) se convirtió en  “La cama”, y “Yira yira” nada menos que en “Camina, camina”. Se trataba de una cruzada idiomática en toda regla.

Condenado como reincidente, algo más de 20 años después “Cambalache” también formo parte de las alrededor de 200 canciones que la dictadura prohibió entre 1976 y 1982, a través del Comité Federal de Radiodifusión, que impidió su difusión masiva. De acuerdo a noticias periodísticas de 1981, el motivo para censurar el tango de Discépolo consistía en que el inmenso escepticismo de su letra la hacía “prácticamente subversiva”.  De siempre se ha sabido del mal gusto musical de los dictadores. Basta con escuchar sus himnos.

Sin embargo, cabe que a Discépolo no le hubieran dolido tanto estas prohibiciones de haberlas conocido, que al fin y al cabo eran esperables y reafirmaban la tesis de su tango, como los cambios y sustituciones que algunos compañeros introdujeron en la letra que él había escrito, y que, aunque mínimos, venían a alterar significativamente el sentido del tango.

Cuando Julio Sosa grabó “Cambalache”, ya a medidados de los 50 y en una versión por fin de gran éxito que se convertiría prácticamente en canónica, hacía unos años que había fallecido Discépolo, pero probablemente se hubiera reído al escuchar que el famoso cantor había confundido al estafador Serge Alexander Stavisky con el compositor también ruso Igor Stravinski, y que, músico por músico, al final hubiera introducido en la letra a Arturo Toscanini. Peor le habría sentado comprobar que Sosa había transformado su frase “los que viven de los otros” en “los que viven de las minas”, relativizando la denuncia social y política, de clase, que implicaba el original. Tampoco se habría sentido satisfecho de que donde él había escrito “allá en el horno ‘nos’ vamo a encontrar”, metiéndose él mismo de cabeza en el infierno, se escuchara ahora “allá en el horno ‘se’ vamo a encontrar”, exculpandose con ello el cantor de toda responsabilidad en el desaguisado. En fin, una vez más cosas de artistas.



También circula por Internet una interpretación de “Cambalache” supuestamente a cargo de Carlos Gardel, una versión que nunca existió, pues jamás llegó Gardel a cantar este tango, apenas estrenado el mismo año de su muerte. En realidad quien lo interpreta es Agustín Irusta, que tiene la peculiaridad de que con la sustitución de una sola palabra, “calafón” `por “bandoneón” destruyó la más profunda e impactante metáfora construida por Discépolo.

Como simple curiosidad anecdótica, decir que la adaptación de Julio Sosa fue la utilizada por Joan Manuel Serrat en su muy posterior y repetida interpretación de “Cambalache”. En cambio, Raphael, que también lo ha cantado, lo que es la vida, utilizó la adaptación de Agustín Irusta. Y como versiones de “Cambalache” las hay para todos los gustos y disgustos, hay que decir en honor de la verdad que la muy meliflua de Julio Iglesias siguió el pie de la letra el original.




Coda y adiós

Llegados a este punto apenas queda plantearse para terminar hasta qué punto “Cambalache” expresaba el pensamiento real, político y moral, de Enrique Santos Discépolo, o en qué medida tanto nihilismo pesimista era un añadido del personaje que el autor había inventado para protagonizar sus tangos. De todo puede haber. No parece que quepa duda en que las ideas básicas que explica en primera persona el personaje tanguero debían corresponderse en buena medida con las del propio Discépolo, dada la insistencia con que las expresa en buena parte de su obra y la manera en que las hace evolucionar a lo largo de los años, siempre de la mano del mismo “gilito embanderado” de “Qué vachaché”, que con los años ha perdido la fe en todas las banderas, aunque siga siendo un gilito que acabará en el infierno quemándose junto a los que fueron más listos que él.

Sin embargo, si realmente Discépolo pensaba en aquel momento que la humanidad había caído en el más profundo pozo de iniquidad sin esperanza de redención, pronto comprobaría que se había equivocado y que pese a todo, la esperanza anida agazapada incluso en la más honda de las depresiones.

El viejo anarquista descreído que parece era Discepolo durante aquella década de los años 30 --aunque pese a su descreimiento siguiera participando activamente en las actividades sindicales y reivindicativas de los autores argentinos--, recuperaría la fe perdida en los últimos años de su vida, entregado a la defensa y la propagación del Peronismo. Sin entrar en la significación que se le pueda dar a la figura de Juan Domingo Perón en la historia de Argentina y la valoración que se haga del recorrido del movimiento creado por él, Discépolo encontró en Perón, y muy especialmente en su mujer y compañera de luchas, Eva Duarte, la plasmación de sus preocupaciones políticas más elementales. En la política social del peronismo identificó su propio su propio anhelo de justicia con las clases populares, y en la no alienación con los grandes bloques internacionales debió ver la misma reivindicación de independencia y dignidad nacional que siempre había reclamado.

Peronista de primera instancia (cuentan que había conocido casualmente a Eva Duarte ya en 1943) y amigo personal del matrimonio, Discépolo se implicó personalmente en la campaña electoral de 1951. Lo hizo a través del medio de comunicación más importante del momento, la radio, en la que las charlas que realizó a lo largo de aquel año bajo el título de “¿A mí me la vas a contar?” obtuvieron gran difusión. Dirigiéndose en tono sarcástico a un oyente inventado, al que bautizó Mordisquito e hizo representante de la pequeña burguesía antiperonista, Discópolo proclamó el mundo nuevo que para él representaba Perón en charlas que formalmente constituyen todo un modelo radiofónico de capacidad comunicativa y lenguaje directo y cotidiano. Todas ellas se conservan escritas, y tal vez a quienes hayan llegado hasta aquí les interese en algún momento darles un vistazo. Constituyen un ejemplo de periodismo político radiofónico. Pero lo que no se puede pasar por alto es el registro sonoro de la última de estas charlas, emitida el 10 de noviembre de aquel año, el anterior a las elecciones en las que volvió a ganar Perón, y 43 días antes de que falleciera. Su comienzo ya da tanto el tono de toda la serie, como de su entrega a la causa y de su fe en Juan Perón y Eva Duarte:

“Bueno, mirá, lo digo de una vez. Yo no lo inventé a Perón. Te lo digo de una vez, así termino con esta pulseada de buena voluntad que estoy llevando a cabo en un afán mío de liberarte un poco de tanto macaneo. La verdad: yo no lo inventé a Perón, ni a Eva Perón, la milagrosa. Ellos nacieron como una reacción a los malos gobiernos. Yo no lo inventé a Perón ni a Eva Perón ni a su doctrina. Los trajo, en su defensa, un pueblo a quien vos y los tuyos habían enterrado de un largo camino de miseria. (…)”

Me parece significativo, sin embargo, que el entusiasmo peronista demostrado por Discépolo en sus artículos periodísticos o en la radio no aparezca reflejado en absoluto en las letras de los tangos que compuso en esos años, en realidad sólo dos, pues se dedicó predominantemente en ese tiempo a interpretar e incluso dirigir películas. Por mucho que el autor hubiera cambiado y recuperado la fe, su personaje siguió manteniendo similar desesperanza vital. Eso sucede en su penúltima composición, el magistral “Cafetín de Buenos Aires[35], escrito en 1948 y estrenado ese mismo año en sendas versiones de Edmundo Rivero y Tania, la interprete habitual de Discépolo y su peculiar amante, que aún no lo habíamos dicho.

Cafetín de Buenos Aires” es casi un tango testamental. El único de Discépolo en el que acude al recurso de la nostalgia del pasado perdido. Lo que fue y ya no es, pero también lo que pudo haber sido y no fue. Aún aceptando que quien se confiesa ante sí mismo y hace recuento de su vida sea el mismo personaje de siempre, hay tanta sinceridad en la confesión que no puede sino pensarse que en ella se ha volcado el poeta entero, al menos su parte más íntima. Sorprende, o quizás no, que siendo Discépolo alguien tan esencialmente luchador, aún cuando no hubiera visto esperanza en algunos momentos, la conclusión final de ese balance vital que es su penúltimo tango, de ese singular ajuste de cuentas consigo mismo, sea que se entregó ante la vida “sin luchar”.