viernes, 31 de mayo de 2013

Una historia por entregas de la música popular de los Estados Unidos (1980)





La verdad en que en la vida, especialmente en la profesional, pero no sólo, le ha tocado a uno lidiar con los toros más dispares. En 1980, viviendo en Las Palmas de Gran Canaria, mi compañera, Carmen Rosa Saavedra, y yo nos ganábamos la vida haciendo programas en Radio Popular a costa de una empresa publicitaria que nos contrataba. En una de estas nos propusieron montar un espacio para anunciar Winston, y nosotros, relacionando el genuino sabor americano de los cigarrillos con las canciones con genuino sabor americano les propusimos hacer una historia de la música popular de los Estados Unidos en cincuenta entregas. Les pareció estupendamente la propuesta, y no sólo la aceptaron sino que también consintiéramos que escribiéramos otros tantos pequeños fascículos sobre cada uno de los géneros y artistas que programábamos cada día, que se enviarían gratis a los oyentes que lo reclamaran.  

Era, como no podía ser de otra manera en un trabajo que apenas llegaba a los 150 folios en total, una historia sucinta y esquemática, pese a lo cual luego me sirvió como documentación para otros artículos. Seguro que la pasta que nos pagaron no mereció el curro agotador que nos costó la cosa. Más por su curiosidad arqueológica que por su valor intrínseco, reproduzco hoy los primeros tres capítulos, que bajo el epígrafe genérico de “La música original de América” daban un repaso a la música de los indios, de los primeros colonos británicos y de los esclavos negros. Igual lo continúo.


Link Wray (1925/2005), rockero de origen indio. 
Imperdonable olvido ya en el primer capítulo, 
sobre todo considerando que su trabajo me parece excelente, 
pionero como guitarrista de rock que abrió un camino que seguirían 
desde Jeff Beck a Jimmy Page, 
de Jimi Hendrix a Marc Bolan,
 entre otras cuantas docenas de nombres.




















..¿Continuará?

jueves, 30 de mayo de 2013

Raphael. Crítica y réplica de Emilio Romero (1984)






Prueba de cargo nº 1. 
Con el agravante eurovisivo



La verdad es que nunca he tenido yo buena suerte con las cosas que he escrito o dicho sobre Raphael, una estrella indudable e inoxidable de la canción española que, sin embargo, a mí me parece la antítesis de lo que considero que debe ser el cantante y la canción popular. Una antítesis, además, sin posibilidad de síntesis. Una consideración que, cuando la he expresado, me ha valido réplicas, contestaciones e, incluso, una lejana amenaza de castración, tal como suena.

Debo decir, no obstante, que mi desacuerdo con el ídolo de ídolos no es nada personal, son sólo negocios, diferencias irreconciliables de criterios. No le conozco personalmente, pero pienso que tienen razón quienes sí le han tratado y aseguran que es una buena persona, considerando siempre, claro, los efectos colaterales del divismo que sin duda deben afectarle. Tampoco me molesta específicamente su trabajo, ni el que haya tenido éxito ni el que cuente todavía con una legión de seguidores, que disfrutan con él y que quizás subliman sus tristezas cotidianas a través de la adoración al ídolo, a lo que tienen todo el derecho, sea el becerro de oro o de barro. No. Hay otros cantantes que no me gustan, que tienen éxitos y a los que los fans les quitan los calzoncillos o las bragas a poco que se dejen y que no me provocan mayor preocupación. Todas las músicas son posibles y Georgie Dan o Tony Ronald (por seguir con coetáneos del protagonista) han satisfecho con toda dignidad las necesidades de evasión y juerga de generaciones de españoles, que gracias a ellos han bailado, bebido, ligado y gamberreado a lo largo de todas ferias, verbenas y festejos de la geografía patria. Lo que me molesta es que intenten dar gato por liebre.

No me molestan pues Raphael ni su trabajo, me molestan sus exégetas, que desde el comienzo le convirtieron sin pudor en una especie de epitome del arte musical. Y son precisamente los valores que ellos destacan los que no comparto, los que en lugar de valores me parecen deméritos. Sus modulaciones vocales, tan alabadas, me parecen simple impostura e impostación. Su presencia escénica, de la que tan destacado es el dramatismo, me parece simple sobreactuación. La profundidad y sensibilidad de sus textos, que tanto emocionan a sus voceros, me parecen, lo siento, simples tópicos y lugares comunes superficiales. No es de extrañar, pues, que sus defensores, fueran sencillas fans o inductores intelectuales, se lo hayan tomado a mal cuando lo he comentado.

En 1973, al tiempo que colaboraba intensamente con la Frecuencia Modulada de Radio Popular de Madrid, la primera y mejor experiencia radiofónica que he vivido, realizaba también, junto a Manuel Lombao, un programa en la Onda Media de la misma emisora, cuyo nombre de “Spahish Show” se completaba con la consigna de “coger el toro de la música española por los cuernos”. Fue una disparatada y divertida experiencia en la que con la inconsciencia de la juventud utilizaba la pronuncia “Rapael” del nombre de “Raphael”. Tal iconoclastia mereció la indignación del Club de Fans madrileño del cantante, que me remitió una carta colectiva con una docena de firmas o más en la que tras algún insulto que no recuerdo concluían con la amenaza de cortarme “las pelotas”. O acaso fueran los huevos, que a tanta precisión no alcanza mi memoria. Fuera lo que fuera, durante semanas llevé una coquilla de titanio pero nunca se personaron en la emisora ni en mi caso. Se conoce que como debían ser de derechas no eran partidarias de los escraches.

10 años después, ya en el PAÍS, decidí que tras muchas reseñas de recitales me apetecía intentar escrudiñar en las claves del éxito, en las formas, temas y actitudes del artista que hacían que un número significativo de personas se identificaran con él con la intensidad necesaria como para establecerse entre artista y público una relación de adorador y adorado. Desde ese punto de vista publiqué algunos comentarios sobre Sabina, Serrat y Víctor Manuel y Ana Belén, que recuerde ahora, y que algún día colgaré por aquí aquí. También adopté ese enfoque cuando me tocó enfrentarme en abril de 1984 con un recital benéfico de Raphael en el Teatro Lope de Vega de Madrid a favor de alguna fundación presidida por Sofía de Grecia, que asistió al acto acompañada por su marido, Juan Carlos Borbón. Criterio que volví a utilizar en 1985, en una actuación del cantante en un Estadio Bernabeu lleno hasta la bandera, lo que constituía sin duda lo más interesante de la reunión.

La verdad es que la primera vez si llego a saber la cola que traería el textito igual me calló. O no, porque me parece muy bien lo que ocurrió. Uno de define tanto por sus amigos como por sus enemigos.

Al día siguiente, en su columna habitual en el diario Ya, EmilioRomero me dedicó una vitriólica columna en la que también arremetía, para honra mía, contra Marcelino Camacho, uniéndonos en la categoría de rojos “totalitarios”. Dos días más tarde, esta vez en ABC, un colaborador habitual que firmaba con el modesto seudónimo de Ovidio (del que pese a estas moderneces de internet no he conseguido saber el nombre real, que lo debía tener) también se ocupó del tema.

Aunque no pretenda ser una defensa, sino una consideración, me llama la atención que ambos replicantes basen su cabreo en el supuesto carácter “ideológico” de mis palabras. Por supuesto que la ideología es un componente necesario, e inevitable, de toda crítica, ¿cómo se puede criticar nada sin partir de un cierto sistema estructurado de ideas?, y sin duda mi escrito la tiene. Incluso me gustaría que por debajo de las palabras asomaran argumentos, que aunque creo que son estrictamente musicales y artísticos, denotaran también una cierta concepción general, ideológica, de lo que pienso que es, o debe ser, el arte, el artista y su papel en la sociedad. Lo que sí aseguro es que en mi valoración del trabajo de un artista no he utilizado nunca, al menos conscientemente, prejuicios políticos. Dado que entre los textos que reproduzco (que excepto el último, del que no poseo copia en papel, están escaneados, que siempre que se lean bien creo que le da a los viejos papeles un mejor olor a polvo viejo acumulado) he introducido algunas pruebas de cargo en forma de ilustraciones musicales, me permitiré poner aquí como descargo mío a la acusación de sectarismo político los textos que he publicado ya sobre artistas tan en mis antípodas políticas como Lina Morgan, Alfredo Landa o Tomásde Antequera.





EL PAÍS. 26 ABRIL 1984:


                                        Prueba de cargo. Ojo a la naturalidad 
y espontaneidad de la presentación. 
Con la atenuante de la falta del coro de voces blancas,
porque cuando cuenta con él 
la petición de pena sube un grado


 YA. 27 ABRIL 1984


ABC. 29 ABRIL 1984




Con agravante de herejía y eximente de vergüenza ajena.



El Único taco de Raphael
Estadio Santiago Bernalbéu. Madrid, 22 de junio.

EL PAÍS, 24 JUNIO 1985

Eran las 22.10 cuando Raphael salió al escenario entre el entusiasmo de 70.000 espectadores. Unos cientos de personas, representantes de los clubes de admiradores, llegadas desde toda España con banderas de todo el mundo. A las 0.25 terminaba su agotador recital y el público se marchaba en paz y concordia. Dos horas y cuarto de canciones. Un recital que como tal no fue otra cosa que una actuación más del cantante, con la única diferencia de que, con la distancia a que obliga un recinto tan grande, las principales claves comunicativas de Raphael: la exhibición vocal, la suave procacidad y la ambigüedad gestual, no pudieron ser degustadas con suficiente claridad.

El interés del acto estuvo, pues, más que en la propia actuación, en seguir el espectáculo que en sí forman las relaciones del cantante con su público. Un público de muy diversa edad y no tan diversa condición, entregado y entusiasta, que aplaudió hasta romperse las manos, sonrió cómplice ante el único taco del cantante y le siguió por los vericuetos elementales de su mensaje en una ceremonia de identificación e idealización.

Alrededor de tres temas construye Raphael su mensaje: amores apasionados que estrangulan el resuello con la punta de masoquismo que asoma por la carne viva del corazón, amores por encima del tiempo y la realidad que subliman a la perfección la vulgar cotidianeidad de los amores de todos los días; un cierto sentido del españolismo y de la hispanidad considerado como un magma protector de ambiguas esencias colectivas, y en tercer lugar, una idealización del artista, "eterno solitario / en mitad del escenario", inaccesible para el gran público en sus grandezas y miserias, pero cargado de sabiduría y experiencia.

Con agravante de modernidad, alevosía y contactos con banda organizada.




miércoles, 29 de mayo de 2013

María del Mar Bonet. El aroma de un mar interior (1974-1985)





Poco puedo decir ahora que no quedará ya escrito, con desigual pericia, todo sea dicho, en los textos que a lo largo de los años he venido escribiendo sobre María del Mar Bonet, probablemente la más intensa intérprete femenina de todo el Estado español y buena parte del extranjero. Unas evidentes cualidades vocales, nunca exhibidas, siempre discretas, a las que se unen su extremada sensibilidad a la hora de escribir o seleccionar canciones y un gusto por la búsqueda y el riesgo estético que son de agradecer.

Cierro con una curiosidad encontrada en las carpetas: un folio mecanografiado con una parte de una entrevista que no recuerdo que se publicara nunca (no os alarméis algunos, aún existió un tiempo más antiguo en que hubiera sido manuscrito). Debe ser de 1974 o por ahí.






EL PAÍS. 2 MARZO 1985

Dieciocho años de cantar han llevado a María del Mar Bonet a la publicación de 18 espléndidos discos, con los que nos sumerge en la magia musical de las más diversas sonoridades. Desde el ancestral canto de su pueblo mallorquín hasta las influencias del rock o el jazz, desde las resonancias mediterráneas de Grecia y el norte de África hasta el blues de Billie Holliday, desde los poetas provenzales del medievo hasta los textos de la poesía catalana contemporánea. Su último trabajo, Anells d'aigua, acaba de editarse.

María del Mar Bonet tiene 39 años de belleza cálida e irresistible, que comparte con una imagen pública de un cierto distanciamiento, proveniente tal vez de su celo por guardar para sí misma y los amigos la intimidad de una mujer que se presiente tímida. "Soy muy pudorosa hablando con la gente que se mete en mis cosas personales, pero en mis canciones soy absolutamente impúdica", contesta cuando se le comenta que en este último disco aparecen, veladas por la protección de la poesía, temas y preocupaciones que no pueden nacer sino de la propia experiencia.

Reminiscencias árabes

En su larga trayectoria artística, María del Mar Bonet ha colaborado en numerosas ocasiones con otros músicos y cantantes, fomentando una práctica que, si bien es común en otros países, no suele ser demasiado frecuente en España: Pi de la Serra y los valencianos del grupo Al Tall, con los que grabó sendos álbumes; Toti Soler, Alan Stivell, Jordi Sabatés o Paco Cepero han pasado por sus discos. En esta última grabación cumple un sueño que venía acariciando desde hace tiempo: introducirse en los laberintos de la música árabe y grabar con la Orquesta de Juventudes Musicales de Túnez, dirigida por Fethi Zhgonda. "Nunca me había atrevido a cantar música árabe, aunque en algunas de mis canciones se noten reminiscencias arabizantes, que yo diría que vienen de mi interés por la música andaluza. En este disco he dado el salto. A la Orquesta de Juventudes Musicales de Túnez la conocí hace seis años, en un encuentro de música del Mediterráneo que se celebró en Marsella. Desde entonces teníamos la idea de grabar algo juntos, pero hasta ahora no habíamos podido hacerlo realidad".

"Lo catalán no me reduce. Al contrario, me expande", dice al referirse a una de sus fidelidades más irrenunciables, la de cantar siempre en su idioma natal. Lamenta la desaparición de los sellos discográficos catalanes que sirvieron para el lanzamiento público de toda una generación de cantantes, que configuraron también una forma de entender la música no sólo como un servicio al idioma y al pueblo de Cataluña, sino también como una forma artística adulta, y aunque reconoce que el repliege de la militancia catalanista de la nova canço, el cantar en catalán para “fer país”, ha servido para madurar formas y contenidos de la canción catalana, insiste en que los problemas siguen existiendo. "Hay una reacción muy contraria de la Generalitat y los partidos políticos hacia la canción. No se la sostiene como a otras formas artísticas, no hay auditorios ni circuitos, no se programa en la radio. Son muchas cosas que no se han solucionado. El dar dinero a este o al otro cantante para grabar un disco en lugar de crear infraestructura no me parece correcto"






ANELLS D'AIGUA
María del Mar Bonel.
Ariola T-206.626.

EL PAÍS. 2 JUNIO 1985

El nuevo álbum de María del Mar Bonet es, una vez más, un disco inclasificable. Una obra en la que reaparecen constantemente referencias de trabajos anteriores, colaboradores con los que viene manteniendo una fiel relación desde hace años, sonidos y preocupaciones patentes en otras grabaciones suyas, pero que es, sustancialmente, una colección de canciones diferente a lo que había venido haciendo hasta ahora.

De la diversidad de influencias, de la disparidad de sonoridades que invaden el disco, de la variedad de autores utilizados (aunque en este disco la presencia de la propia cantante como letrista es mayoritaria), de la diferente procedencia musical de los instrumentistas, nace una unidad formal que sólo puede dar una personalidad artística en la plenitud de su madurez.

En este Anelis d'aigua está la Orquesta de Juventudes Musicales de Túnez, que aporta un intento de fusión cultural plenamente conseguido; pero están también el polifacético Gregorio Paniagua, que arregla una melodía de procedencia israelí, y el siempre exquisito Rafael Subirachs, con el que canta un antiguo romance catalán. Y hay una canción portuguesa de Amalia Rodrigues, una melodía armenia, toques jazzísticos del saxo de Dave Pybus, composiciones de sus acompañantes habituales Lautaro Rosas y Javier Mas y, sobre todo la voz luminosa, cristalina y expresiva de María del Mar Bonet.

Releyendo las líneas que anteceden da la impresión de que el disco me gusta. Es verdad, casi tanto como la valiente actitud, que se desprende de los textos, de enfrentar la vida sin miedo a las rupturas íntimas que desgarran sin ira. La música de Bonet, como la vida, se abre siempre hacía un futuro que no se busca, se encuentra.





DISCO EXPRES. 21 JUNIO 1974

Cada vez que asisto a un recital de María del Mar Bonet o escucho uno de sus discos siempre me asalta, no sé por qué, la misma pregunta: ¿cómo es que hay tan pocas cantantes femeninas en el país? Naturalmente que me refiero a cantantes buenas, porque de las otras ya hay algunas, ya. Y la contestación me sume en un mar de dudas. Porque la cuestión puede parecer a simple viste bastante sencilla, pero no lo es tanto. Mientras que en el campo masculino se pueden encontrar una buena cantidad de nombres que intentan hacer una canción de calidad, entre las mujeres apenas hay duda: las pocas que canten lo hacen de la misma manera que podrían dedicarse a sus labores, ser secretarias de un alto ejecutivo o presentarse a concursos de belleza: como un adorno más de su femineidad. Y eso no es por casualidad: a industria discográfica exige a las cantantes femeninas una serie de requisitos que no suele ponerle a los hombres, entre los que destaca el de la belleza física. Si un hombre puede ser más bien feo y triunfar en la canción, entre las mujeres esto es más bien imposible.

Hay gente muy dada a las comparaciones que siempre especula sobre a quién se pueden equiparar nuestros artistas en el mercado extranjero. Con María del Mar Bonet tienen el campo abonado, porque su figura y su calidad es perfectamente comparable a cualquiera de las cantantes que suenan en todo el mundo sin ninguna pega, llámense Judy Collins, Joan Baez, Mercedes Sosa, Joni Mitchell, Bárbara o Sandy Denny. Tanto por su voz y por su calidad musical como por su presencia en escena la cantante mallorquina no desmerece de ninguno de los nombres a que nos estamos refiriendo. Y esto es mucho para tenerlo en casa y no darnos cuento de ello.

Tanto en sus discos como en los recitales a que hemos podido asistir últimamente (y a los que me referiré más extensamente líneas abajo) han quedado bien claras varias características de María del Mar Bonet que se venían apuntando desde que comenzó a cantar hace ya cerca de diez años en Barcelona, primero en el “Grup de Folk” y luego ya en “Els setze jutges”:

1º. La voz de María del Mar Bonet ha llegado ya a un grado de madurez total, es una voz sugerente, llena de calor y de potencia al mismo tiempo, y la cantante demuestra un absoluto dominio técnico sobre ella. Domina un amplio registro, que sirve para el grito y el susurro y que la hace tremendamente expresiva.

2º. La sensibilidad de María del Mar como autora es exquisita. No se trata sólo de que sepa componer una canción o escribir un poema, es que incluso en aquellos casos en que utiliza textos de otros autores es capaz de elegir precisamente aquel que se destaca por su sensibilidad (no sensiblería), y puede expresarlo todo en un mínimo de palabras. Si a esto le añadimos una total coherencia en sus canciones llegaremos a la conclusión de que estamos ante una obra ya cuajada, hecha.

3º. Y la tercera característica a destacar en la obra de María del Mar es sin duda el arraigo de sus composiciones, de toda su figura, en unas formas musicales y literarias absolutamente mallorquinas. Es una de las pocas cantantes del país, no solo las femeninas, en la que se puede rastrear una tierra, un paisaje y unas circunstancias. Su sonido es claro, nítido, como el de las canciones populares que escoge para interpretar. Es ese sonido mediterráneo que ahora están buscando todos nuestros cantantes, desde Raimon a Elisa Serna, desde Hilario Camacho a Pi de la Serra, y que María del Mar parece que ya ha encontrado 'partiendo del folklore de su tierra. Un sonido que nos conecta con las costas italianas y las magníficas canciones del «Nuovo canzionere italiano», con Grecia y las composiciones de Theodorakis o Haddijakis y con todo el norte de África.

En estas condiciones, el nuevo disco que acaba de publicar Ariola, sin ser mejor que los anteriores, que también eran magníficos, es una prueba más de madurez. Tomando como temática el mundo íntimo que se encuentra en los poemas de Bartomeu Roselló Pòrcel o Joan Alcover que ha seleccionado, llega a ese toque de atención que es «Vigila el mar» con texto de la propia cantante. María del Mar es autora poco prolífica, y para esta ocasión ha escogido la ayuda musical de Hilario Camacho, ayuda que se nota sobre todo en la estructuración rítmica de algunas canciones, pero es importante que los nuevos temas de este disco no desentonen ni se contradigan con los de discos anteriores. Por encima y sobre todo es un disco suyo, propio, con ese toque característico que ha logrado imponer a todo lo que hace.

Y para presentar el disco a la prensa y al público la cantante ha dado recitales en Madrid y Barcelona. En Barcelona varias sesiones en la sala Zeleste, y en Madrid una única y clamorosa actuación en el Teatro Español. Como las diferencias en unos y otro apenas han existido nos vamos a referir a los dos. La estructura de ambos ha sido la misma, una primera parte con guitarra y contrabajo dedicada a sus canciones más antiguas, a las que han formado su anterior etapa, luego, con un grupo, se dedicó a presentar las que integran este último LP, junto a algunos temas nuevos, como la adaptación de una magnífica canción de Caetano Veloso que se titula «Drama». Mezcló, como viene haciendo desde que empezó en el oficio, canciones propias y otras populares de sus islas, y sobre esto hay que destacar que cuando tan aburridos estamos ya de un folklore reiterativo y muerto, de un folklore de charanga y pandereta absolutamente carcomido, las interpretaciones de María del Mar Bonet demuestran que se puede encontrar una canción popular sin adulteraciones, que nos hable de cosas que nos interesan y que nos cuente historias que nos sirven para algo. Las canciones folklóricas mallorquinas y menorquinas que escuchamos en el Teatro Español, eran un canto vivo del pueblo, un concepto del folklore riguroso al que, la verdad, estamos poco acostumbrados.





EL ECO DE CANARIAS. 7 JUNIO 1981

Recientemente declaraba María del Mar Bonet con respecto a la recuperación del folklore: «A mí me parece muy bien, siempre que no se recupere de una forma reaccionaria que ate a la gente en lugar de liberarla». (La Calle, 25.5.81). Y en esas palabras se encuentra a mi parecer el secreto del trabajo musical de esta cantante balear, y una reflexión, de singular agudeza en su brevedad, sobre un tema tan importante para la canción popular como las relaciones que el artista debe mantener con el folklore tradicional.

Aunque no quisiéramos extendernos aquí sobre el tema, se ha creado una dicotomía insalvable entre los cantantes populares y los folkloristas tradicionales, una dicotomía en la que la posición de María del Mar Bonet puede aparecer como síntesis superadora: tomar del folklore las formas, los giros, la esencia popular, y adaptarlo a una sensibilidad artística de hoy mismo, a una problemática de actualidad (y no quiero decir «exclusivamente» de actualidad política, ni mucho menos). Pero para ello es necesario partir de un par de premisas fundamentales.

En primer lugar, constatar que las vías de creación y transmisión del folklore tradicional están ya totalmente obsoletas en las sociedades avanzadas contemporáneas. No se puede seguir pensando, en pleno último cuarto del siglo XX, que las canciones populares se van continuar transmitiendo directametne de persona a persona dentro de pequeñas comunidades cerradas. Cuando existe la radio, el disco, la televisión, la comunicación por satélite, la industria discográfica, etc…, pensar así no deja de ser un contrasentido añorante y retrógrado.

En segundo lugar, considerar que el folklore es, como todo arte popular, una forma viva de comunicarse, un lengua musical que implica el cambio constante, la permanente adaptación a los tiempos, y no una más o menos completa enumeración de formas históricas ancladas en el tiempo y en el espacio.

A partir de estas consideraciones es posible elaborar una música que encuentre en el folklore una forma de liberar a la gente y no de atarla. Así es como ha elaborado María del Mar Bonet su trabajo durante años, en una obra que, por encima de modas pasajeras, se ha convertido en un compendio discográfico serio, profundo y hermoso. A lo largo de todo este tiempo se ha venido sumando en sus canciones no solo su propia experiencia como cantante, sino la que le han aportado los temas tradicionales que tan a menudo ha interpretado, y que han dado a sus propias composiciones ese regusto folklórico que, sin embargo, no las lastra, sino que las potencia.

En este último disco («Jardi Tancat», Ariola, 1981) todo esto queda bien patente. Elaborado a partir de la obra de varios poetas mallorquines, aparece como un disco cristalino, de una extraña placidez, en el que las influencias y las colaboraciones, que abarcan desde elementos de la música latinoamericana, visibles en algunos instrumentos y en cierta rememoranza rítmica, hasta las complejidades armónicas de Jordi Sabatés, autor de una de las músicas, o Alan Stivell, colaborador en otro tema, no desvirtúan en ningún caso la tremenda personalidad de la cantante. Como ha hecho a lo largo de toda su carrera, la cantante ha reunido todos esos elementos dispares para crear su propio estilo personal e instransferible.

Aunque en los discos de María del Mar Bonet no se puede hablar de canciones aisladas, sino que suelen estructurarse en derredor de una idea central que los configura y les da sentido, no podemos dejar de citar dos de los temas: “La Balanguera”, con texto de Joan Alcover y música de Amadeu Vives, cargado de un sabor popular absolutamente mediterráneo y luminoso, y «Canco de Na Ruixa Mantells», compuesta por la propia cantante sobre un poema de Miquel Costa i Llobera, impregnada de una magia difícilmente olvidable.






martes, 28 de mayo de 2013

Javier Gurruchaga. Criticas y réplica. (1983-84)






A comienzos de los años ochenta del siglo pasado (que viejo se siente uno al escribir esto) seguía desde Canarias con distanciamiento y un cierto escepticismo la música que estaban haciendo los nuevos grupos de lo que ya se llamaba (¿o se bautizó después?) la movida. Había cosas que me gustaban más bien poco y otras en las que creía ver detrás la mano de auténticos creadores, apreciación que en ciertos casos confirmé luego.

Javier Gurruchaga viajó con la Orquesta Mondragón a Las Palmas en junio de 1983. Aproveché para prestarle la necesaria atención, que dio como resultado este largo y laudatorio artículo que se publicó en  dos páginas de EL DIARIO DE LAS PALMAS. Un año después, ya en Madrid y colaborando en EL PAÍS, asistí a la presentación de su álbum “Es la guerra”, que me pareció un espectáculo fallido, y así lo escribí. Como la libertad es lo que es y no admite límites ni cortapisas, a Gurruchaga le gustó el comentario menos que a mí el recital, pese a la vaselina que le daba para suavizar, y replicó con una carta al director que coloco al final.







DIARIO DE LAS PALMAS. 14 JUNIO 1983

La reciente actuación de la Orquesta Mondragón en Las Palmas, que se integra en una buena temporada de recitales de música popular que promete extenderse con algunas visitas interesantes en los próximos meses, ha servido, además de para permitirnos pasar un magnífico rato, para descubrir al que probablemente es el mejor grupo de rock español del momento, el que tiene una obra más compleja, madura y profunda, por encima de los primeros momentos divertidos que hace gozar su audición.

«Para  mí  es,  sin  duda alguna, el mejor álbum de rock and roll (y otras alucinaciones) parido por un grupo de aquí», escribía el crítico Damián García Puig en la revista Vibraciones, con motivo de la publicación de su primer disco nace cuatro años; y más recientemente, al presentar su último trabajo en Madrid, el comentarista del diario Ya, Luis Carlos Buraya, comentaba: «La Mondragón es de lo mejor que en este momento existe en el rock mundial, muy por encinta   (pero  mucho)   de muchas superbandas famosas». Aun dejando a un lado el habitual tono ditirámbico de las críticas de rock, afirmaciones como éstas merecen ser tenidas en cuenta y, desde luego, justifican que aprovechemos la visita de la Orquesta a Canarias para dedicarles algo de tiempo y de espacio, sobre todo porque una atenta audición de sus discos en los últimos días indica que las alabanzas expresadas en las citas reproducidas están bastante cerca de la realidad.


ORQUESTA MONDRAGÓN: UN ÉXITO FULGURANTE

La Mondragón es un buen ejemplo de cómo puede llegar al éxito un grupo surgido en la periferia de la metrópoli, en San Sebastián, alejada de los centros del rock y de la industria discográfica nacional. Convertidos ya en ídolos en su tierra natal, su lanzamiento a nivel nacional tuvo lugar en 1979, a raíz de la edición de su primer álbum, «Muñeca hinchable», y del estreno en Madrid de su primer espectáculo del mismo título. Un disco y un espectáculo que movieron el entusiasmo desde el primer momento, en unos tiempos en que la confusión parecía ser la tónica dominante en el panorama musical español.

El primer lanzamiento de la Mondragón respondió al empeño de dos personas ajenas al grupo, que creyeron en él y le facilitaron sus primeros trabajos en Madrid y la grabación de su primer disco. El primero de ellos fue el poeta, personaje de la vida cultural madrileña y a la sazón crítico musical de la revista Triunfo, Eduardo Haro Ibars, que se ocuparía de escribir los textos del primer disco y del primer espectáculo. El otro fue el también periodista Julián Ruiz, que produjo los dos primeros discos del conjunto y que les abrió las puertas del éxito, facilitando las grabaciones y sacándolos del País Vasco.

No obstante, la figura básica del grupo es su cantante Javier Gurruchaga. Mucho se ha hablado sobre el papel del líder en las bandas de rock y de música popular en general. Resulta difícil distinguir, cuando un grupo tiene un éxito como el de la Orquesta Mondragón, quién es el máximo responsable, y es cierto que, a pesar de ciertas acusaciones de irregularidad, la banda ha mantenido siempre un equipo bastante estable de miembros y colaboradores. Desde el poco hablador Popotxo, siempre silencioso y travestido de mil personajes diferentes, hasta el guitarrista Jaime Stinus y el bajista José Luis Doufourg, pasando por los colaboradores habituales de Gurruchaga en las letras, Fernando González de Canales, responsable también del diseño de algunas de las carpetas, y Luis Alberto de Cuenca. Está pues garantizado el trabajo en equipo, la consideración de que la Orquesta Mondragón es un conjunto y no únicamente un cantante acompañado por músicos, pero lo cierto es que Javier Gurruchaga le da a la Orquesta Mondragón la imagen y la ideología, y probablemente sin él no existiría el grupo. Las cosas son así, y hay más de un ejemplo en el mundo como para que nos permitamos dudarlo.

El segundo LP del grupo, el titulado «Bon voyage», aparecido a la venta un año después del primero, fue su consagración definitiva y la confirmación de un estilo, de una forma de hacer, original e inteligente. En él aparecen ya claramente definidas las características más importantes del conjunto: su amor por la paradoja y la parodia, su afán por contar historias, su afición hacia el sexo y la muerte. El tercer disco, «Bésame, tonta», que además coincidió con el estreno de una película con el mismo título y Gurruchaga de protagonista, constituyó, no obstante, un cierto fracaso, que mantuvo alejada a la Orquesta de los escenarios durante un año, hasta el estreno de este «Cumpleaños feliz» con que se han presentado en Las Palmas. La razón de este fracaso habría que achacarla, a mi parecer, a un cierto abuso en los elementos paródicos del disco (la película no la he visto) y a una desmedida utilización de los mismos aplicados a la música de revista y de cabaret, olvidando quizás en extremo los elementos rockeros de otros trabajos anteriores. El resultado estético de «Bésame, tonta» es muy interesante, pero quizás el público, demasiado acostumbrado a las etiquetas, no pudo entender ese tipo de aventuras en un grupo catalogado como «rock».

La imagen epatante, provocadora, frívola, que sobre un escenario o en un disco parece ofrecer la Orquesta Mondragón es profundamente engañosa. Para cualquiera, su trabajo podría pasar por el de tantos grupos que lanzan discos como chorizos al mercado, que implantan la improvisación (no la jazzística, sino la que deriva simplemente de la falta de dedicación) en el rock, qué se vuelcan en letras insulsas más o menos graciosas y en músicas sin elaborar. Nada más falso. Quizás el más gratificante de los descubrimientos de la Mondragón sea el de comprobar hasta qué punto sus espectáculos, sus canciones y sus discos responden a un trabajo metódico, inteligente y detallado, que no deja nada al azar, que busca cada efecto conseguido y que muestra una visión propia, personal y coherente del mundo que nos rodea, una visión con la que se puede estar de acuerdo o no, pero, que, en cualquier caso, es una visión madura y profunda, pacientemente elaborada y meditada.


DE LA REVISTA Y EL CIRCO, AL ROCK

Un elemento indispensable a la hora de valorar la obra de la Mondragón es el indudable sentido espectacular de su puesta en escena; un espectáculo, además, que no se crea en el vacío, sino al servicio de lo que se pretende contar. Desde aquella historia del Johnny Cimbel del primer espectáculo, un personaje marginal y provocador, violador, gángster y drogadicto, hasta el «hombre mosca» que Popotxo interpretó en Las Palmas, hay un hilo conductor que relaciona el trabajo de la Mondragón con el escenario teatral, pero no con el teatro grandilocuente a que tan acostumbrados nos tiene el rock cuando decide visualizar sus fantasías, sino ese otro teatro más cercano y más cutre que es la revista o el circo.

Los discos de la Orquesta Mondragón y sus espectáculos están plagados de referencias revisteriles y circenses, no de las lujosas revistas de Celia Gámez o del Teatro Eslava, sino de los espectáculos marginales del Plata de Zaragoza, el Molino de Barcelona o el mismísimo Teatro Chino de Manolita Chen, con ese impudor de una sexualidad descarnada que encuentra la poesía en su falta de aliento poético, que logra la belleza en el «feísmo» que nos propone. No el circo ya derruido del Price o el de los hermanos Ringlan, con su elenco de primeras figuras y de festivales mundiales, sino los circos vagabundos que practican una cierta estética de la cochambre. Con todo lo contradictorio que significa practicar esa estética de la subcultura con los más caros adelantos de la técnica del sonido.



UN NEGATIVO DE LA REALIDAD

Tal vez todas las historias que cuenta la Orquesta Mondragón en sus canciones puedan situarse en el marco contradictorio pero complementario que marcan los conceptos de sexo y violencia, como en las más deplorables películas «S», sólo que con un contenido revulsivo mucho más acentuado que en los bodrios cinematográficos. Sexo y violencia, orgasmo y muerte, en la definición del eros que hace Georges Bataille, se mezclan en las canciones de la Mondragón dando la imagen de las dos caras de una misma moneda. Dos mundos contradictorios que se abrazan el uno al otro de manera indisoluble, hasta la orgía o el crimen.

Hay en la Mondragón un gusto especial por contar la historia al revés, dándonos esa otra cara de la realidad que esconcen los libros de texto, que sólo de vez en cuando aparece en los diarios --normalmente en las páginas de sucesos-- y que la mayoría de las veces vive en el interior de nosotros mismos. Una realidad conformada por esos fantasmas particulares que Javier Gurruchaga y la Mondragón se han decidido a poner patitas en la calle mientras que los demás los encerramos dentro de la cabeza, cerrando todas las puertas para impedir no sólo que salgan, sino incluso que alguien pueda verlos desde fuera.

Muestran las canciones de la Orquesta Mondragón una inusitada pasión por la paradoja y la parodia. Una pasión por la paradoja que les permite, por ejemplo, un juego permanente con la prepotencia sexual del protagonista de las canciones, una forma como otra cualquiera de sublimar la insatisfactoria vida sexual de cada uno: «Soy buen amante y me piden más, más, más, / Soy tan galante que les doy más, más, más» («Barba Azul»), «Les gustaba el dinero / se perdían por mi / sus labios me buscaban» («El diablo dijo no»), «Tu cuerpo no es el mismo / que hice gozar ayer» (“No quiero verlo”). Una pasión por la parodia que conduce a la Orquesta Mondragón a establecer un constante distanciamiento de los géneros musicales que practica, bien sea la revista, la balada, la música disco o el rock and roll, y que no es sino un distanciamiento de ellos mismos, de sus propias historias, con las que ofrecen una imagen en negativo del mundo en el que viven, de sus protagonistas, de sus ideologías, en un intento de clamar contra un entorno profundamente insatisfactorio o de huir de él. 

Frente al supuesto orden de un mundo en realidad caótico, la Mondragón ofrece el caos de un mundo conscientemente contradictorio y anárquico. Incluso cuando se utilizan como base de las canciones historias aparentemente tan inocentes como las de los cuentos de PerraultCaperucita feroz», que puede encontrarse en el álbum «Bon voyage», o «Barba Azul», grabada en el último disco), la imagen que nos ofrece la Mondragón es justamente la opuesta a la tradicional, subvirtiendo los valores convencionales de los cuentos o desenterrando la violencia real que subyace tras la historias infantiles.

Tal vez debajo de todo ello lo que hay es el conocimiento de una cierta imposibilidad de relacionarse con el entorno. La ambigüedad de una propuesta estética basada en la parodia, en ese juego de amor-odio que implica toda caricatura, es también la impotencia ante la realidad, sea ésta cual sea, la que nos ofrece la cultura de masas oficial o la que nos plantea la actividad devastadora de la Orquesta Mondragón. Si la realidad es así, ambivalente y contradictoria, las posibilidades de incidir sobre ella, de transformarla, son mínimas, pero en cambio son abundantes las posibilidades de sumergirse en ella, de gozarla o de sufrirla. El trabajo de la Orquesta Mondragón es un esfuerzo por desentrañar la verdad que se esconde debajo de la realidad, un intento de comprender el mundo. Si todo ello se nos ofrece con una envoltura divertida, disparatada y caricaturesca, miel sobre hojuelas, pero no conviene olvidar que la Orquesta Mondragón da más, mucho más, que esa superficie divertida. Eso es lo que nos han ofrecido en su brillante espectáculo de Las Palmas. En el rock hay brillantes antecedentes de una actitud así, desde Zappa hasta David Bowie. La Orquesta Mondragón se encuentra, indudablemente, en la mejor compañía.






El recital-espectáculo con que la Orquesta Mondragón presentó en Madrid su último trabajo discográfico resultó un acto fallido, a pesar de lo interesante de su planteamiento y de algunos momentos apreciables. Javier Gurruchaga, que es en sí mismo la totalidad de la orquesta, de sus ideas y realizaciones, es uno de los cantantes y compositores de rock más destacados del país. Un hombre con ideas, debajo de cuyas canciones se puede apreciar un universo propio, adulto, cargado de referencias culturales y vitales que las llenan de sugerencias. Sus discos y espectáculos anteriores están ahí para demostrarlo.

Sin embargo, en esta presentación daba la impresión de copiarse a sí mismo, lo que, unido a un sonido ciertamente oscuro y sin matizaciones y a que no se le entendía nada de lo que cantaba, contribuyó a lo insatisfactorio del resultado final de un trabajo que, no obstante, surgía de un buen punto de partida.

La existencia de un hilo conductor alrededor del tema de la tercera guerra mundial, que recorrió la hora y media de recital intentando darle cuerpo y consistencia; los decorados de Juan Carlos Eguillor, que también hizo un vídeo que se proyectó durante la actuación; y el montaje escénico en general, apuntaban al deseo de crear un espectáculo inteligentemente pensado, una mezcla de revista y cabaré con soporte rock que, no obstante, no funcionó como la personalidad e imaginación demostradas de Gurruchaga podían hacer esperar.

Parodia antimilitarista

Y es que no bastan todos esos elementos para hacer un espectáculo. Ni el sacar comparsas disfrazados a pasear por el escenario, ni el aprovechar a un Popotxo travestido de misil, maja, tragafuegos o marino de la Quinta Flota en plan de recorrer Nueva York a lo Gene Kelly. Es necesario también dotarle de una estructura coherente y tener algo que decir. La parodia antimilitarista de Gurruchaga se quedaba en simple chiste, a cien años luz de la corrosividad de su Bon voyage o de la capacidad de contar historias que demostraba en Sólo era una fiesta.


El mayor problema del espectáculo fue la ambigüedad. Ni tenía cuerpo suficiente para ser una revista con argumento, ni aprovechaba suficientemente los elementos de cabaré utilizados. Resultó un acto en el que algunos fragmentos funcionaron mejor que el todo, siendo especialmente brillantes las partes que más se aproximaban a la estructura del cabaré --los números sueltos, sin hilazón, coincidentes por otra parte con los temas más antiguos--. El espectáculo decaía estrepitosamente cuando intentaba introducirnos en el pretendido hilo argumental, insuficiente y muchas veces gratuito, a pesar de los textos de Haro Ibars y Luis Antonio de Villena, de los que se podía esperar algo más incisivo. Fue algo así como hacer la guerra con balas de fogueo o gastarse el dinero en salvas.